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Mi antiguo amor Marion Lennox Abigail Callahan tenía la vida solucionada: una buena carrera, un prometido rico… Era perfecto… demasiado perfecto. Pero entonces Raff Finn, el sexy chico malo que se había hecho policía, reapareció en su vida con un adorable perro sin dueño llamado Kleppy y un montón de problemas. Cuando eran adolescentes, la temeridad de Raff los separó, pero ahora no iba a permitir que su novia de la infancia se casara con el hombre equivocado. Con ayuda de Kleppy y la magia de Banksia Bay, planeaba recuperar a la Abby que siempre había amado. De regreso a casa Marion Lennox La profesora Misty Lawrence había vivido siempre en la bahía de Banksia, abrigando una lista secreta de sueños lejanos. Pero cuando estaba a punto de despegar, Nicholas Holt, alto, moreno y deliciosamente bronceado, se presentó en su clase con su hijo Bailey y un perro abandonado y herido. Misty se encariñó con los tres enseguida, pero su lista de deseos seguía llamando a su puerta. Tenía que elegir: ¿seguir sus sueños o a su corazón? Porque una chica no podía tenerlo todo… ¿verdad?
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Seitenzahl: 369
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 476 - abril 2019
© 2011 Marion Lennox
Mi antiguo amor
Título original: Abby and the Bachelor Cop
© 2011 Marion Lennox
De regreso a casa
Título original: Misty and the Single Dad
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-946-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Mi antiguo amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
De regreso a casa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
SI UNA no podía ser útil en la escena de un accidente, lo mejor era marcharse. Los mirones sólo causaban problemas.
La furgoneta de la protectora de animales de la bahía de Banksia había sido golpeada por detrás. Había perros por todas partes. La gente gritaba. Esther Ford estaba histérica.
Abigail Callahan, sin embargo, viajaba a una distancia prudencial de seguridad y había evitado el impacto. Había logrado detenerse antes de que su deportivo rojo chocara con algo, y había hecho todo lo posible.
Se había asegurado de que no hubiese nadie herido. Había abrazado a Esther, había intentado calmarla y había llamado a su hijo con la esperanza de que él supiera hacerse cargo del ataque de histeria de su madre. Había llevado el parachoques espachurrado de alguien a un lado de la carretera e incluso había intentado atrapar a un perro. Por suerte no lo había conseguido. No se le daban bien los perros.
Por suerte habían llegado los servicios de emergencia. Los servicios de emergencia de la bahía de Banksia tenían la forma de Rafferty Finn, policía local, así que era el momento de que Abby se marchase.
Estaba haciendo lo correcto.
Intentó retroceder para poder dar la vuelta, pero la multitud de mirones bloqueaba el camino. Tocó el claxon y Raff la miró.
¿Cómo si no iba a conseguir apartar a la gente? Ella no tenía que estar allí. Miró su maletín y pensó en las notas que llevaba dentro, y que tenían que estar ya en los juzgados. Luego volvió a mirar a Raff y pensó… pensó…
Pensó que Rafferty Finn estaba increíblemente sexy.
Lo cual era ridículo. Abby se había enamorado de Raff cuando tenía ocho años. Ya era hora de que lo superase. Lo había superado. Tanto lo había superado que estaba prometida e iba a casarse. Con Philip.
Cuando Raff tenía diez años, que era cuando Abby se había enamorado de él, había sido un niño flacucho con su pelo rojizo de punta. Veinte años más tarde, el flacucho había dado paso a un hombre alto, bronceado y maduro. Sus rizos se habían oscurecido hasta volverse cobrizos, y sus pecas se habían convertido en un bronceado uniforme. Sus preciosos ojos verdes tenían la capacidad de dejarla sin respiración.
Raff estaba dando órdenes a los conductores. Estaba tranquilo y se mostraba autoritario.
–Henrietta, sujeta al dálmata antes de que vuelque el coche de la señora Ford. Roger, deja de gritarle a la señora Ford. Has sido tú el que se ha empotrado contra la furgoneta, no ella, y no cambia nada el hecho de que ella fuese demasiado despacio. Echa para atrás tu Volvo y sácalo de la carretera.
Abby se dio la vuelta e intentó de nuevo apartar su coche. ¿Por qué no se movía la gente?
Alguien estaba golpeando su ventanilla. La puerta del coche se abrió. Giró la cabeza y el corazón le dio un vuelco. Raff estaba de pie junto a ella. Con un perro.
–Necesito tu ayuda, Abby –gruñó, y antes de que pudiera reaccionar, tenía al perro dentro del coche. Sobre sus rodillas.
–Necesito que lo lleves al veterinario –dijo Raff–. Ahora.
¿Al veterinario?
La clínica veterinaria estaba a casi un kilómetro de distancia, a las afueras del pueblo.
Pero no pudo discutir. Raff cerró su puerta y comenzó a ayudar a la señora Ford a llevar su coche a la cuneta.
Abby tenía un perro sobre las rodillas.
El animal la miró como si estuviera tan asombrado como ella.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué tenía que ir al veterinario?
No estaba sangrando.
Ella tenía que estar en los juzgados en diez minutos. ¿Qué podía hacer con él?
El perro ladeó la cabeza y Abby intentó acariciarle detrás de la oreja. Parecía que le gustaba. Sus ojos eran enormes, marrones y cristalinos. No dejaba de mirarla.
Abby abrió la puerta, salió del coche y le llevó el perro a Raff. La miraba sin dejar de agitar la cola. Era un movimiento inquieto. Como si no estuviera seguro de dónde estaba, pero esperase que las cosas fuesen a salir bien.
Ella se sentía exactamente igual.
Raff estaba de nuevo entre los coches siniestrados.
–Raff, no puedo…
Raff había dejado de intentar que la señora Ford llegase a la cuneta. Tenía agarrado el volante y estaba haciéndolo él, empujando al mismo tiempo el coche hacia la cuneta.
–¿Que no puedes qué? –le preguntó.
–No puedo llevarme a este perro a ningún sitio.
–Henrietta dice que no pasa nada –contestó Raff–. Es el único que ha atrapado. Está intentando acorralar a los demás. Vamos, Abby, la carretera está despejada. ¿Tan difícil es? Llévalo al veterinario.
–Tengo que estar en los juzgados en diez minutos.
–Y yo también –Raff empujó el coche de la señora Ford unos metros más y se detuvo para tomar aliento–. Si crees que he pasado años intentando meter a Wallace Baxter entre rejas sólo para ver cómo el remilgado de tu novio y tú lo sacáis porque no puedo…
–Déjalo ya, Raff.
–¿Dejar qué?
–No es remilgado –contestó ella–. Y no es mi novio. Sabes que es mi prometido.
–Tu prometido. Muy bien, pero es un remilgado de igual modo. Apuesto a que ahora estará sentado en el juzgado, con su traje y su corbata de seda; no como yo, aquí fuera manchándome las manos. Caso de la acusación: yo solo y el tiempo que puedo sacar después del trabajo. Caso para la defensa: Philip y tú, y dos semanas de preparación pagada. Dos abogados contra un policía.
–También está el fiscal…
–Que tiene ochenta años. Dormirá en vez de escuchar. Esto es pan comido para ti, aunque no lo demuestres. Pero estaré ahí, te guste o no. Mientras tanto, lleva al perro al veterinario.
–¿Estás diciendo que quieres que lleve al perro al veterinario para mantenerme alejada del juzgado?
–Te estoy diciendo que lleves al perro al veterinario porque no hay nadie más –respondió él–. Tu coche es el único que aún funciona. Llamaré por radio al juzgado para pedir un retraso de media hora. Así nos dará tiempo a los dos. Ve al veterinario y vuelve.
–Pero yo no me encargo de los perros –dijo ella–. Raff…
–¿No quieres mancharte el traje?
–Eso no es justo. No se trata de mi traje. ¿Qué es lo que le pasa? Quiero decir que yo no puedo cuidar de él. ¿Y si me muerde?
–No te morderá –contestó él, hablando como si tuviera ocho años otra vez–. Es un perrito. Se llama Kleppy. Es el terrier de Isaac Abrahams y lo iban a sacrificar. Ponlo en el asiento del copiloto y Fred lo recogerá. Sólo te pido que lo entregues.
Eran las diez menos doce minutos de una preciosa mañana en la bahía de Banksia. El sol le calentaba la cara. El mar brillaba más allá del puerto. El sonido del caos formado por el tráfico iba disminuyendo a medida que los esfuerzos de Raff surtían efecto.
Abby estaba de pie sin poder moverse, con un perro en brazos, mientras las palabras de Raff se repetían en su cabeza.
«Es el terrier de Isaac Abrahams y lo iban a sacrificar».
Conocía a Isaac, o mejor dicho, lo había conocido. El anciano vivía a unos dos kilómetros del pueblo, en Black Mountain, donde ella ya no iba. Isaac había muerto seis semanas atrás y ella se estaba encargando del testamento. La hija de Isaac, en Sydney, había ido al despacho en un par de ocasiones para encargarse de las posesiones de Isaac.
Pero no había dicho nada de un perro.
–¿Puedes quitar tu coche de la carretera? –preguntó Raff–. Estás bloqueando el tráfico.
–Henrietta debería encargarse –dijo mientras buscaba con la mirada a la mujer que se encargaba del refugio de animales.
–Henrietta tiene muchos perros que encontrar –respondió Raff.
–Pero ella lleva el refugio.
–¿Y?
–Que es ahí donde hay que llevar al perro. No a sacrificar.
–Abby, conozco a este perro. Lo conozco desde hace años –le dijo él–. Lo llevé al refugio la noche que murió Isaac. Su hija no lo quiere, nadie lo quiere. El único que lo quiere es el jardinero de Isaac, y Lionel vive en una habitación alquilada, así que no puede quedárselo. El refugio está lleno. Kleppy ha tenido seis semanas y en el refugio no pueden tenerlo más tiempo. Fred está esperando. La inyección será rápida. No lo alargues más, Abby. Lleva al perro al veterinario y después te veré en el juzgado.
–Pero…
–Hazlo –entonces le dio la espalda y comenzó a dar órdenes a las grúas que acababan de llegar.
Acababa de darle a Abigail Callahan un perro y ella parecía totalmente desconcertada.
Era adorable.
Aunque ya era hora de que dejase de pensar que Abby era adorable. De adolescente, Abby había sido como una parte de él, de su ser, pero ella llevaba diez años mirándolo con reprobación. Había pasado de ser una chica risueña a alguien que no le caía muy bien.
Él había matado a su hermano.
Raff había logrado aceptar aquella tragedia del pasado, pero aun así había matado una parte de ella. ¿Cómo podía alguien superar algo así?
Era hora de aceptar que él nunca podría.
¿Qué tipo de nombre era Kleppy para un perro?
Raff no debería haberle dicho su nombre.
Aunque Abby lo habría averiguado. El animal tenía un collar azul de plástico, cosa del refugio de animales, pero quien se lo hubiera puesto había vuelto a colocarle la etiqueta, como si quisieran dejarle algo de personalidad hasta el final.
Kleppy.
El nombre estaba tallado a mano en la parte trasera de lo que parecía ser una medalla. Abby dejó al perro en el asiento del copiloto. El animal dio un par de vueltas y se sentó. Ella no pudo evitar darle la vuelta a la etiqueta.
En efecto, era una medalla.
El viejo Abrahams había hecho algo impresionante en la guerra. Ella había oído rumores, pero nunca se lo habían confirmado.
Aquello era confirmación suficiente. Una medalla al honor colgada del cuello de un perro sin hogar llamado Kleppy.
Seis semanas en el refugio de animales. Había ido allí una vez con el colegio. Muros de cemento con un pequeño patio. Demasiados perros mirándola con esperanza.
–La gente que lleva este sitio realiza un gran trabajo –recordaba que había dicho su profesora–. Pero no pueden salvar a todos los perros. Si les pedís a vuestros padres una mascota en Navidad, tenéis que comprender que un perro puede vivir hasta veinte años. Todo perro merece un buen hogar, chicos.
Ella debía de tener trece años por entonces. Recordaba que había mirado a los perros y se había echado a llorar.
Y también se acordaba de Raff dándole palmaditas en el hombro.
–No pasa nada, Abby. Seguro que hay alguien que los quiere. Apuesto a que todos encontrarán un hogar.
–Sí, en casa de tu abuela –había dicho alguien de manera grosera–. ¿Cuántos perros tienes tú, Finn?
–Siete –había contestado él, y la mujer del refugio había apretado los labios.
–¿Veis? Ése es el problema. Ninguna familia debería tener más de dos.
–Así que deberías traer a cinco aquí –le dijo alguien a Raff, y él se quedó callado.
Tal vez eso fuera lo que pensara Philip, aunque no recordaba que Philip estuviera allí. Pero incluso por entonces Philip ya había sido un adicto a las normas.
Al igual que sus padres.
–No queremos un perro abandonado –habían dicho horrorizados aquella noche hacía tantos años–. ¿Por qué vas a querer lo que otros han abandonado?
Tenía que recordar el consejo de sus padres en aquel momento, porque lo que Isaac Abrahams había abandonado estaba en su coche.
–Mueve el coche, Abby –dijo Raff. Ella levantó la mirada y lo vio frente al parabrisas.
–No quiero…
–No siempre obtienes lo que quieres –gruñó él–. Creí que ya eras lo suficientemente mayor para darte cuenta. Mientras lo piensas, mueve el coche.
–Pero…
–O haré que se lo lleve la grúa por obstruir el tráfico –añadió él–. No tienes elección. Muévelo.
Lo único que tenía que hacer era llevar a un perro al veterinario e ir después al juzgado. ¿Qué dificultad había?
Mientras conducía, Kleppy seguía sentado junto a ella y la miraba. Era como si le confiara su vida.
Abby sentía náuseas.
Aquello no era responsabilidad suya. Kleppy pertenecía a un anciano que había muerto seis semanas atrás. Su hija no lo quería. Nadie más lo quería, así que lo más sensato era sacrificarlo.
¿Pero y si…?
Ella iba a casarse en nueve días con Philip.
Su casa estaba llena de regalos de boda. Su vestido estaba colgado en el recibidor. Lo había hecho ella misma y le encantaba.
Aquel perro lo pisotearía, y el vestido de seda acabaría lleno de pelos.
Aquello era absurdo. Para que aquel perro lo pisoteara tendría que estar en su casa, y aquel perro se dirigía al veterinario.
El animal la miró y gimoteó. Después le tocó la rodilla con la pata.
Le llevó cinco minutos llegar al veterinario, y la pata de Kleppy reposó sobre su rodilla todo ese tiempo.
Abby detuvo el coche. Kleppy no temblaba. Ella sí.
Fred salió a buscarla y se dirigió directamente a la puerta del copiloto.
–Raff llamó para decir que venías –dijo mientras sacaba a Kleppy–. Gracias por traerlo. ¿Sabes cuándo traerán a los demás?
–Henrietta estaba intentando atraparlos. ¿Cuántos son?
–Más de lo que quiero imaginarme –contestó Fred–. Tres meses después de Navidad, los cachorros dejan de ser monos. Pero no es tu problema. Yo me encargo a partir de aquí.
–¿Será rápido?
Fred la miró con el ceño fruncido. Abby había ido a la escuela con su hija. Él la conocía bien.
–No lo hagas.
–¿Qué?
–No lo pienses. Sigue con tu vida. ¿Te quedan nueve días para la boda?
–Sí.
–Entonces ya tienes bastante de lo que preocuparte sin añadir perros sin hogar. Philip y tú no querríais un perro. No sois gente de perros.
–¿Qué quieres decir?
–Los perros ensucian. No son tu estilo. Os van más los peces de colores. Ya nos veremos. Que tengas una gran boda, si no nos vemos antes.
Se dio la vuelta. Ya no podía ver a Kleppy.
–¿Fred?
–¿Sí?
–No puedo soportarlo. ¿Puedes hacerle un chequeo y devolvérmelo?
–¿Devolvértelo? ¿Lo quieres?
–Es mi regalo de boda para mí misma –sabía que sonaba desafiante, pero no le importaba–. Lo he decidido. ¿Qué dificultad puede entrañar un perro? Puedo hacerlo. Kleppy es mío.
Fred hizo lo posible por disuadirla.
–Un perro es para siempre, Abigail. Los perros pequeños como Kleppy pueden durar dieciséis años o más. Eso significa que lo tendrías durante diez años.
–Sí –contestó ella.
–Es un chucho –insistió Fred–. Tiene parte de terrier, pero también de algo más.
–Da igual.
–¿Qué dirá Philip?
–Philip dirá que estoy loca, pero no pasará nada –contestó ella, aunque en realidad tenía sus reparos–. ¿Está sano?
–Parece que está en shock, y está mucho más delgado que cuando Isaac lo trajo para las últimas vacunas. Creo que apenas habrá comido desde que el viejo murió. Isaac lo encontró hace seis años, siendo un cachorro, tirado en la basura. Hubo algunos problemas, pero al final se hicieron inseparables. Pero parece que está bien. ¿Y ahora qué?
–Me lo llevaré a casa.
–Necesitarás comida. Una cama. Una correa.
–Pasaré por la tienda de animales. Dime lo que tengo que comprar.
Pero Fred estaba mirando el reloj con aspecto ansioso.
–Me necesitan urgentemente en un parto. Vas a ver a Raff en el juzgado, ¿verdad? Él te dirá lo que necesitas.
–¿Cómo sabías que…?
–Todo el mundo lo sabe todo en la bahía de Banksia –dijo Fred–. Sé dónde tienes que estar ahora mismo. Sé que Raff ha retrasado la vista media hora y que al juez Weatherby no le ha hecho gracia. Está harto de Raff, pero no de ti, así que todo apunta a que sacaréis a Baxter de la cárcel. Aunque eso no le hará gracia a la gente de Banksia. Pero si tu salario te permite comprar comida para perros, ¿quién soy yo para quejarme? Libra a Baxter de la cárcel y luego habla con Raff sobre la comida. A él le hacen descuento en la tienda.
–¿Por qué?
–Porque Raff tiene un poni, dos perros, tres gatos, dos conejos y dieciochos cerdos de guinea –contestó Fred–. Su casa es una colección de animales. Me sorprende que no se quedara con Kleppy, aunque supongo que hasta él tiene un límite. Ya nos veremos, cielo. Que seas muy feliz con tu nuevo perro.
ABBY no podía ir a la tienda en aquel momento. Primero tendría que hablar con Raff. Aun así, Kleppy necesitaba algo. ¿Pero qué?
Se detuvo en el supermercado y compró un cuenco para el agua, una correa roja y un hueso.
Después se dirigió hacia el juzgado.
–Oye, te he salvado –le dijo a Kleppy, que seguía sentado en el asiento de al lado y parecía ansioso–. Podías alegrarte.
Metió el coche en su plaza de aparcamiento. Estaba a pleno sol.
Tal vez ella no fuese una persona de perros, pero no era tonta. No podía dejarlo allí. Y tampoco podía llevárselo a casa hasta que no la hubiese puesto a prueba de perros.
Así que condujo dos manzanas más hasta el aparcamiento local. Había árboles allí, y podría dejarlo atado junto al coche.
Le dio agua y el hueso, y el perro se quedó sentado en el suelo con cara de pena.
Abby suspiró. Se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo junto a Kleppy.
El perro la olfateó y se tumbó encima. Pero seguía triste.
–Volveré a mediodía –le dijo–. Dos horas como mucho. Te lo prometo. Luego decidiremos dónde vamos.
Tal vez pudiera acudir a Raff. Fred había dicho que tenía muchos animales en casa. ¿Qué más daba un perro más?
–Te gustará Rafferty Finn –le dijo a Kleppy–. Es un buen hombre.
¿Pero cómo lograría convencerlo? ¿O a Philip?
No podía pensar en eso en aquel momento. Agarró el maletín y se dirigió hacia el juzgado sin mirar atrás. Al menos no más de seis veces.
Kleppy la observó hasta que la perdió de vista.
No quería abandonarlo.
Pero no podía importarle. Tenía trabajo que hacer, y no había nada más importante que el trabajo.
Lo que le esperaba era el caso del pueblo contra Wallace Baxter.
Wallace era uno de los tres contables de la bahía de Banksia. Los otros dos tenían ingresos normales. Wallace, sin embargo, tenía la casa más grande de todo el pueblo. Sus hijos iban a la mejor escuela privada de Sydney. Sylvia Baxter conducía un Mercedes Coupé y esquiaban en Aspen dos veces al año. Tenían una casa allí.
–Inversiones acertadas –solía decir siempre Wallace, pero tras años de juegos malabares, su red de tratos se había convertido en una maraña. El propio Wallace no sufría, pues todas sus propiedades estaban a nombre de su mujer, pero había muchos jubilados en el pueblo que sí sufrían–. Es por la crisis económica –les había dicho a Philip y a Abby–. Yo no soy el responsable de la bancarrota de los bancos extranjeros. El hecho de que trabaje a nivel internacional…
Dado que trabajaba a nivel internacional, sus acuerdos financieros eran difíciles de seguir.
Se trataba de un caso pequeño. El fiscal del pueblo debía haberse retirado hacía años. El caso contra Wallace le había sido encomendado a Raff, que tenía pocos recursos y menos tiempo. Así que éste tenía razón; era probable que Philip y ella librasen a Wallace de la cárcel.
Philip se puso en pie para recibirla con cara de alivio, pues los documentos que necesitaban estaban en su maletín.
–¿Qué diablos…?
–¿Te ha contado Raff lo ocurrido?
–Me ha dicho que tenías que llevar a un perro al veterinario para sacrificarlo. ¿Ése no es su trabajo?
–Tenía coches que mover.
–Ha llegado aquí antes que tú. ¿Qué te ha retrasado? ¿Y dónde está tu chaqueta?
–Manchada de pelos de perro –al menos eso era cierto–. ¿Podemos empezar?
–Será un placer –dijo el juez secamente.
Así que Abby se sentó y vio a Philip exponer el caso. El enfado debía de darle fuerzas aquella mañana, pues estaba brillante, despierto y audaz. Era el mejor abogado que conocía. Triunfaría en la ciudad. El hecho de que hubiera regresado al pueblo por ella aún le parecía increíble.
Sus padres lo adoraban. De hecho, el padre de Philip había sido el padrino de Ben. Prácticamente ya eran familia.
–Casi compensa por la pérdida de nuestro Ben –solía decir su madre una y otra vez. Su compromiso había sido una conclusión que había satisfecho a todo el mundo.
Excepto… excepto…
«No vayas por ahí», se dijo a sí misma.
Normalmente no lo hacía. Pero a veces se despertaba en mitad de la noche y pensaba en los besos secos de Philip, y se preguntaba por qué no sentiría lo mismo que sentía cuando miraba a Rafferty Finn.
Le tocó el turno a Raff, que expuso sus pruebas con firmeza. Llevaba años investigando, pero todas sus pruebas eran circunstanciales. Sospechaba que había cosas en el maletín de Philip que podían no ser circunstanciales.
No podía pensar en eso. Existía una cosa llamada confidencialidad abogado-cliente. Incluso aunque Baxter les hubiese confesado su delito, cosa que no había hecho, no podrían usarlo en su contra.
Así que Raff no tenía respuesta a las preguntas de Philip. El fiscal no hizo las preguntas adecuadas sobre Baxter. Llevaría algunos días, pero a la hora de la comida ya nadie dudaba del resultado.
A las doce se levantó la sesión y el juzgado se vació.
–Tal vez quieras ir a casa a por otra chaqueta –le dijo Philip–. Yo voy con Wallace a comer.
Abby no iba a explicarle lo de Kleppy en aquel momento, pero tampoco quería comer con Wallace.
–Adelante –dijo.
Philip se marchó con Wallace y ella sintió la necesidad de hablar con el fiscal para que presionara más.
Sólo era una sospecha. No tenía pruebas.
–Gracias por llevarte a Kleppy –Raff estaba justo detrás de ella–. Lo siento, Abby. Sé que no debería habértelo pedido, pero no tenía elección.
–Ha sido demasiado duro –respondió ella. Vio que el fiscal se marchaba a comer. Si quería hablar con él…
–Pero tú eres dura –dijo Raff, y señaló hacia el fondo del juzgado, donde Bert y Gwen Mackervale buscaban un lugar donde comerse sus bocadillos–. No como los Mackervale. Son blandos como nadie. Han perdido su casa, y aun así tú vas a exculpar a Wallace.
–Raff, esto es inapropiado. Soy la abogada de la defensa. Sabes que es lo que tengo que hacer.
–No tienes que hacerlo. Eres mejor que todo esto, Abby.
–No, no lo soy.
–Sí, bueno… –se encogió de hombros–. Voy a comprarme una hamburguesa. Luego nos vemos.
No debería haberse enfadado. Y menos cuando tenía que pedirle un favor tan grande.
¿Pero cómo preguntárselo?
–Tú no podrías quedarte con otro perro, ¿verdad? –dijo al fin.
–¿Otro…?
–No he podido –susurró ella–. No puedo. Sigue vivo. Raff, me… me miraba.
–Te miraba –Raff la miraba como si acabase de bajar de una nave espacial.
–No he dejado que lo sacrificaran.
Raff dejó en un banco los papeles que llevaba y se quedó mirándola durante casi un minuto. Ella no fue capaz de devolverle la mirada y agachó la cabeza.
–¿Vas a quedarte con Kleppy?
–No creo que sea posible. Te pregunto si tú podrías quedártelo. Fred dice que tienes muchos animales. Uno más no sería un problema. Podría pagarte para que te lo quedaras.
–¿Fred ha sugerido que…?
–No lo ha hecho –admitió Abby–. Lo he pensado yo.
–¿Que me quedara con Kleppy?
–Sí –susurró, y pensó que sonaba como una niña de ocho años. Patética.
–No –contestó Raff.
–¿No?
–¡No! –su expresión era una mezcla de incredulidad y furia–. No puedo creérmelo. ¿Le alargas la vida a un perro con la esperanza de que yo me lo quede?
–No, yo…
–¿Sabes lo solo que está?
–Por eso…
–Por eso has decidido dármelo a mí. Gracias, Abby, pero no.
–Pero…
–Yo no soy una opción.
–Tienes todos esos animales.
–Porque a Sarah le gustan. ¿Sabes cuánto dinero cuesta alimentarlos? No puedo salir. No puedo hacer nada porque Sarah sufre por todos y cada uno de ellos. No te atrevas a hacerme esto, Abby. Yo no soy una opción. Si has salvado a Kleppy, entonces es tuyo.
–Yo no puedo…
–Yo tampoco puedo. Tú te lo has buscado. Ahora arréglalo. Tengo que marcharme. No he desayunado y no pienso quedarme sin comer. Te veré de nuevo en el juzgado a la una.
–Raff, lo siento mucho –dijo–. Sólo fue una idea, una esperanza, pero la decisión de salvar a Kleppy fue mía. Pedírtelo era una opción fácil y no volveré a preguntártelo. Pero, de paso, si voy a quedármelo… yo no sé nada sobre perros. Fred no sugirió que te lo quedaras, pero sí sugirió que te pidiera ayuda. Dijo que me dirás todas las cosas que necesito para cuidarlo. Así que, por favor…
–¿Por favor qué?
–Dime qué tengo que comprar en la tienda de animales. Tengo una reunión con los del catering de la boda después del trabajo, así que tengo que hacer las compras ahora.
–¿Estás pensando seriamente en quedártelo?
–No tengo otra opción.
–¿Vas a quedarte con Kleppy? –lo dijo como si lo hubiera elegido por encima de los demás.
–¿No hay más perros ahí fuera? –preguntó ella, alarmada, y él sonrió.
–Hay miles de perros –contestó–. Muchos que necesitan un hogar. Pero tú tenías que encariñarte con Klep-py.
–¿Qué tiene de malo Kleppy?
–Nada –contestó él sin dejar de sonreír–. Deduzco que no se lo has dicho a Philip.
–No.
–¿Y dónde está el perro ahora? No lo habrás dejado en el coche, ¿verdad? El sol…
–Eso ya lo sé. Llevé el coche al aparcamiento y lo até a un árbol. Tiene agua y comida. Incluso tiene mi chaqueta.
–¿Y cómo lo has atado?
–Compré una correa.
–Por favor, dime que es una cadena.
–Las cadenas me parecieron crueles. Es una correa muy bonita, de color rojo con pelotas dibujadas.
–No me lo creo.
–¿Qué pasa?
Pero él no respondió. Simplemente la agarró del brazo y tiró de ella a toda velocidad en dirección al parque.
Kleppy había desaparecido.
La bonita correa roja estaba partida en dos. Uno de los pedazos seguía atado al árbol.
La chaqueta estaba en el suelo, arrugada. El cuenco de agua estaba medio vacío. Al parecer morder correas daba mucha sed.
–A nuestro Kleppy no le gusta estar atado –dijo Raff.
–¿Y eso cómo lo sabes?
–Siempre ha sido un problema. Supongo que olfateará el rastro hasta casa de Abrahams, ¿pero quién sabe dónde acabará hasta entonces?
–¿Dices que subirá a casa de Isaac?
–Está un poco lejos –admitió él–. Yo no tengo tiempo de ir a buscar a un perro.
–Lo buscaré yo.
–¿Sabes dónde buscar?
–¿Lo sabes tú?
–En los jardines –contestó Raff–. Nuestro Kleppy nunca toma la ruta más rápida –se pasó una mano por la cabeza. Parecía cansado–. Necesito comer. Si no estoy de vuelta en el juzgado a la una, Baxter quedará libre. Tienes que hacerlo tú, Abby. Yo no puedo.
–Philip me matará.
–Entonces supongo que se cancelará la boda. ¿Eso es bueno?
Raff hablaba de manera ausente, como si no le importara que la boda estuviese en riesgo. Y por supuesto no le importaba. ¿Por qué habría de hacerlo? Abrió la boca para decírselo, pero entonces él entornó los párpados.
–¿Ése es…?
Abby se volvió para mirar.
Lo era; y el cambio era extraordinario.
Cuando lo había dejado hacía dos horas, Kleppy parecía abatido y deprimido. Sin embargo en ese momento corría hacia ellos por el parque, prácticamente saltando y agitando la cola.
Al acercarse, vio que tenía algo en la boca. Algo rosa y de encaje.
–Es un sujetador –dijo Abby cuando el perro llegó hasta ellos. Se agachó y el perro la rodeó dos veces antes de acercarse a su mano estirada. Se frotó contra su pierna y se estremeció.
Llevaba el sujetador como un trofeo. Abby lo tocó y él lo dejó caer en su mano. Luego dio un paso atrás como si le acabara de entregar un cheque de un millón de dólares.
Abby tiró el sujetador y tomó al perro en brazos. Le dio un abrazo y él se agitó frenéticamente antes de que volviera a dejarlo en el suelo. Volvió a agarrar el sujetador con los dientes, se lo puso otra vez en la mano y permitió que volviera a tomarlo en brazos.
Su intención no podía estar más clara. Le había llevado el sujetador como un regalo.
–Me has traído un sujetador –le dijo–. Oh, Kleppy…
–Igual te podría haber traído unos calzoncillos –dijo Raff mientras agarraba el otro extremo del sujetador. Tenía la etiqueta con el precio–. Lo que pensaba. Esto es de la calle principal. En Morrisy están de rebajas. Habrá robado esto del cajón de las ofertas en la parte delantera de la tienda. Tendrás que pagarlo.
–¿Perdón?
–Es un robo –dijo Raff–. Nunca destroza nada. Sólo caza tesoros; nunca los destruye. Pero acaban un poco… húmedos. Llevarlo de vuelta y disculparte no va a ser suficiente.
–¿Sabrán que lo ha robado?
–No es un gato ladrón –contestó Raff–. Los perros ladrones no tienen la misma delicadeza. Habrá al menos una docena de personas en la calle que podrán identificarlo.
–Oh, Dios mío… –entonces se detuvo. Kleppy.
Kleppy era un nombre extraño, pero apenas había tenido tiempo de pensar en ello.
–Kleppy. Cleptómano –dijo asombrada.
–Exacto –respondió Raff–. Y ésa es otra de las razones por las que no vas a endosármelo a mí. Este perro vive para darle sorpresas a su amo. Éste no trae ratas muertas o huesos. Tiene que ser interesante. Isaac lo dio por imposible hace mucho tiempo; simplemente pagaba los desperfectos y seguía con su vida. Y parece que Kleppy ha decidido que tú eres su nueva dueña. Bienvenida al mundo de los perros, Abigail Callahan. Eres la dueña del mayor cleptómano de la bahía de Banksia, y también del más pequeño.
Un cleptómano… Kleppy.
Abby se quedó mirando a Raff como si hubiera perdido el juicio. Él le devolvió la mirada con una sonrisa.
–No me lo creo –dijo al fin–. No puede haber un perro cleptómano.
–¿Quieres saber de qué conozco a este perro? Me gustaría decir que conozco personalmente a todos los perros del pueblo, pero ni con la ayuda de Sarah puedo conseguir eso. No. Conozco a Kleppy porque lo he arrestado. Lo he pillado con las patas en la masa en varias ocasiones. El problema es que no sabe cómo disimularlo. Como ahora. Roba y después alardea de ello.
–No me lo creo.
–Eso ya lo has dicho. Por eso nadie lo quiere. Siempre ha sido un problema. Henrietta ha tenido que ser sincera con todos los que van al refugio en busca de la mascota ideal. Él no es ideal. Isaac pagó en nombre de Kleppy más veces de las que recuerdo. Incluso fue acusado de robo en varias ocasiones. A él no le importaba lo que pensara la gente, y menos mal, porque mucha ropa interior femenina acababa en su casa. Solía quemarla. ¿Qué otra opción tenía? ¿Te imaginas ir por el pueblo sabiendo qué talla de sujetador tiene cada una? Pero adoraba a Kleppy, igual que lo adorarás tú.
–Esto es horrible.
–Te dije que lo llevaras a sacrificar.
–Sabes que soy blanda. Ya me conoces, Raff Finn. Me entregaste a este perro porque sabías que no sería capaz de sacrificarlo. Sabes que no puedo.
–¿Y cómo iba a saberlo? Hace mucho tiempo que ya no te conozco, Abby. Has crecido. Te has prometido con Philip. La Abby que yo conocí nunca se habría casado con Philip. Eres una abogada dispuesta a dejar a Wallace Baxter en libertad. Una abogada que defiende casos así puede llevar a sacrificar a un perro. Aún puedes hacerlo. Mete a Kleppy en el coche y llévaselo a Fred. Has hecho que sus últimas horas sean felices al darle libertad. Morirá siendo un perro feliz.
¿Llevárselo a Fred? Ni hablar.
Ella siempre había querido un perro.
Philip lo odiaría.
De pronto su matrimonio aparecía ante ella como una sombra. ¿Sombra? Le parecía la palabra equivocada, pero no se le ocurría otra.
Philip era maravilloso. Había cuidado de ella y de su familia desde siempre. Cuando Ben había muerto, él la había ayudado.
Philip era apropiado para ella. Sus padres lo adoraban. Todos pensaban que Philip era maravilloso. Si no se hubiera casado con él…
Se recordó a sí misma que no se había casado con él. Aún. Ésa era la cuestión.
En nueve días estaría casada. Se mudaría a la fantástica casa que Philip había comprado para los dos, y sería su esposa.
La esposa de Philip nunca podría llevar a casa a un perro cleptómano. Y tampoco a un perro normal. Así que, si deseaba tener uno…
Tomó aliento y supo exactamente lo que iba a hacer.
–Me lo quedo.
–Bien por ti –dijo Raff–. ¿Puedo estar ahí cuando se lo digas a Philip?
–Piérdete.
–Eso no es muy amable. No cuando necesitas ayuda para comprar todo lo que necesita Kleppy.
–Empiezo a hacerme una idea de lo que Kleppy necesita. Una verja de tres metros de alto y una cadena de dos.
–Se deprimirá.
–Pues tendrá que aprender a no deprimirse. O eso, o acabará sacrificado.
–¿Y cómo piensas explicarle eso?
–No estás ayudando.
–No –contestó él, y miró el reloj–. Necesito una hamburguesa y el tiempo se está acabando. ¿Quieres una lista?
–No. Quiero decir… Sí que necesito una lista. Y también una cadena. Pero no puedo dejarlo aquí. Esta mañana han sido sólo un par de horas. Pero esta tarde serán cuatro al menos hasta que pueda recogerlo.
–Pues llévalo a casa.
–No puedo –contestó prácticamente con un gemido–. Quiero decir que… no está preparada para albergar un perro. Necesito una hora al menos para organizar las cosas.
–Es lógico –Raff se quedó mirándola durante unos segundos y entonces decidió ayudar–. ¿Quieres que le pida ayuda a Sarah?
Sarah. Por supuesto. A Sarah le encantaban los perros. Y tal vez su primera sugerencia aún fuera posible. Tal vez…
–No –dijo Raff antes de que abriera la boca–. Sarah no va a quedarse con otro perro y, si se lo pides, te expulsaré del pueblo personalmente. Hablo en serio, Abby.
–No se lo preguntaría.
–¿No?
Abby sonrió y abandonó por fin su última esperanza.
–No.
–Está bien –dijo él–. Pero no le importará cuidar de él esta tarde. Kleppy estará cansado después de su excursión. Nuestro jardín es seguro. Los otros perros son tranquilos; no lo agobiarán, y puedes ir por la noche a recogerlo.
¿Volver a casa de Raff? No sabía si podría.
–Es una buena oferta –añadió él–. O lo tomas o lo dejas, pero decídete ya. Si aceptas, meteré a este ladrón convicto en mi coche patrulla y se lo llevaré a Sarah. Puede que lo haga con la sirena puesta, si eso significa estar a tiempo en el juzgado. Tú puedes llevarte la lista, comprar lo que necesitas y estar de vuelta a tiempo. Tú decides, Abby.
–Yo… –estaba empezando a entrarle el pánico. ¿Ir a casa de Raff por la noche? No había vuelto allí desde…
–A no ser que tengas otro amigo a quien recurrir –sugirió él.
–Todos mis amigos trabajan –contestó ella.
–Entonces sólo te queda Sarah. Esta noche irás a recogerlo –insistió antes de volver a sonreír–. Oye, tienes un perro. Menudo regalo de bodas. Un perro cleptómano para Philip y para ti. Que seáis muy felices.
Raff condujo con Kleppy sentado a su lado, y sintió que la sonrisa que había en su interior crecía. La Abby a la que una vez había conocido y querido seguía ahí, en alguna parte.
En una ocasión ella lo había querido.
Había sido hacía muchos años. Un romance adolescente. Sí, habían sentido que estaban verdaderamente enamorados, pero sólo eran unos críos.
A los diecinueve él se había ido a Sydney para su entrenamiento como policía. Abby se había quedado en el pueblo hasta que había terminado el instituto, y había necesitado a alguien que la acompañase al baile.
Aún recordaba las peleas.
–Eres mi novio. ¿Cómo voy a llevar a otro chico? ¿Por qué no vienes a casa más a menudo para que podamos practicar?
Y había más…
–Ben y tú estáis obsesionados con ese coche. Siempre que vienes a casa, es lo único en lo que piensas.
Eran unos críos. Él no se había dado cuenta de sus necesidades, ni ella tampoco. Philip estaba en casa tras la universidad; había accedido a ir con ella al baile y a Raff le habían dado de lado.
Eran unos críos en proceso de cambio.
Habían cambiado, sí, pero acababa de ver que una parte de la antigua Abby seguía allí. Testaruda, graciosa y guapa.
Pero aun así… implacable. ¿Y quién podía culparla?
Él se había perdonado a sí mismo. No necesitaba el perdón de Abigail Callahan. No podía necesitarlo.
Si tan sólo no fuera adorable.
LA TARDE fue interminable. El caso era aburrido. Y Abby no sabía cómo decírselo a Philip.
Durante toda la tarde fue consciente de Raff al otro lado de la sala. Estaba allí aquella tarde para presentar el caso de la policía. Por suerte no estaría allí el resto de la semana.
Finalmente se levantó la sesión. Raff atravesó la sala y a Abby le entró el pánico.
–¿Estáis bien? –preguntó, y cualquiera que no lo conociera pensaría que era una pregunta de cortesía.
–¿Por qué no íbamos a estarlo? –preguntó Philip, molesto. No le caía bien Raff.
–Se acerca el día de la boda –dijo Raff–. ¿No hay nervios de última hora? ¿Alguna complicación?
–Tenemos que irnos –dijo Abby, que estaba a punto de ponerse histérica–. Tengo una reunión con los del catering en media hora.
–Apuesto a que hay muchas cosas que tienes que hacer –dijo Raff–. Las bodas son asuntos complicados.
–La nuestra no –respondió Philip–. Todo está bajo control. ¿Verdad, cariño?
–Sí –dijo Abby–. ¿Vas a venir a la reunión conmigo, Philip?
–No puedo –Philip se dio media vuelta y excluyó a Raff de la conversación–. Mi padre y mis tíos van a llevarme a cenar y a jugar a los bolos. Una noche de chicos. Creí que te lo había dicho.
Lo había hecho.
–Eso suena genial –dijo Raff–. Bolos. Entonces supongo que no te encontraré desnudo y atado en ningún club de striptease al amanecer.
–Mis amigos no…
–No van a esos sitios –concluyó Raff por él–. Ya lo suponía. Probablemente estarás en casa a las ocho. ¿Así que tú estás sola esta noche, Abby? Organizando el catering tú sola. Y cualquier otra cosa que tengas que hacer.
–¿Podrías por favor…? –comenzó a decir ella, pero se detuvo. Se sentía incapaz de pedirle otro favor; de pedirle que llevase a Kleppy a casa.
–No –contestó Raff–. No si vas a pedirme algo que tenga que ver con la boda. No me gustan las bodas.
–No queremos que te involucres –contestó Philip–. Abby puede encargarse del catering. ¿Estás lista para irnos, cariño?
–Sí –dijo ella, y permitió que Philip la sacara del juzgado.
Debería habérselo dicho entonces. Tuvo diez minutos mientras Philip repasaba los resultados del día y hablaba de algunas cosas que tenían que hacer para reforzar el caso a la mañana siguiente.
Philip era un hombre en paz consigo mismo. Sólo se alteraba cuando Raff estaba cerca, y quizá… En realidad eso tenía que ver con su pasado. Raff también había alterado la vida de Philip.
–Ven a casa esta noche después de los bolos –le dijo tras darle un beso en los labios. Su prometido. Su marido en nueve días. Lo amaba.
Aunque fuese un poco aburrido… Había tenido su época salvaje, como todos, antes de que la vida les enseñara que la cautela era buena.
–Deberíamos dormir bien –dijo él.
–Sí, pero hay cosas de las que tenemos que hablar.
–¿Qué cosas?
–Cosas… del catering. Varias cosas. No quiero tomar demasiadas decisiones yo sola.
Philip sonrió y le dio un beso.
–Tienes que dejar de ser tan insegura. Toma tus propias decisiones. Ya eres adulta. Cualquier cosa que decidas estará bien.
–¿Pero te pasarás esta noche?
–Me pasaré. Buenas noches, cariño –y se fue a su noche con los chicos. Su padre y sus tíos. Bolos. Qué diversión.
Philip era un hombre adorable. Era guapo. De buena familia. Habían ido de vacaciones el año anterior a Italia, y Philip había encargado cuatro trajes allí. Eran trajes preciosos. También había encargado dos maletines idénticos con sus iniciales. Ella sólo se había enfadado un poco al ver que Philip había decretado que fuese su apellido el que apareciese en ambos maletines.
¿Pero qué más daba? Al fin y al cabo iba a ser su esposa.
Simplemente estaba alterada por haber visto a Raff. Alterada por todo lo que había ocurrido durante el día.
–Vete a casa a prepararla para un perro y luego reúnete con los del catering –se dijo a sí misma–. Y paga las cosas que ha robado Kleppy. Haz lo que tengas que hacer, cada cosa a su tiempo.
Y luego iría a casa de Raff. Podía hacerlo. Cada cosa a su tiempo.
El resto de la tarde fue ajetreada, pero Raff no pudo dejar de pensar en Abby y en su perro. No debería haberse ofrecido a llevar a Kleppy a casa. No esa tarde. Ni nunca.
No quería que fuese a su casa.
Después de la cena, Raff estaba fregando mientras Sarah limpiaba la mesa y le hablaba de su día.
–Kleppy es un encanto –le dijo su hermana–. Es adorable. ¿Por qué le gusta tanto su sujetador?
–Es un ladrón. Le gusta robar cosas. Es un mal perro.
Raff sonrió al imaginarse a Abigail Callahan teniendo que pagar la mercancía robada.
Aunque tal vez no fuera buena idea seguir pensando en Abby.
Era la prometida de Philip. Cualquier cosa entre ellos no era más que un recuerdo lejano. Tenía que serlo.
Pero Sarah parecía dubitativa. Miró a Kleppy, acurrucado junto al fuego, agarrado al sujetador.