Mi vida en ti - Allegra Álos - E-Book

Mi vida en ti E-Book

Allegra Álos

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Beschreibung

HQÑ 357 "Me esforcé mucho para retomar mi vida y no sirvió de nada, ¿sabes por qué? Porque me quedé con la tuya". La inspectora de policía Constanza Vidal ha sido suspendida de empleo y sueldo injustamente. Además, el puesto de inspector jefe al que aspiraba, y que se ha ganado con su esfuerzo durante años, se lo dan a Víctor Ferreyra, un hombre con una oscura historia personal y profesional que solo ha pedido el puesto para escapar de su pasado. Para ocupar su tiempo y olvidar su situación laboral y personal, Constanza comienza a investigar su última denuncia, la desaparición de una anciana en una residencia cuya identidad pertenece a una mujer fallecida cuarenta años atrás. La inspectora se embarca así en una investigación que esconde un crimen terrible y una enternecedora historia de amor, porque hay historias que anhelan salir a la luz después de permanecer sepultadas bajo décadas de olvido. Para ello tendrá que contar, a su pesar, con la colaboración de Víctor Ferreyra, el Usurpador, que se involucrará en la investigación para evitar daños mayores y porque la tozuda inspectora, que no puede dejar nada a medias, ha conseguido sacarle de su letargo. Dos historias de amor muy diferentes, pero igual de complicadas, que tienen lugar en distintos momentos históricos.Temas candentes como la incorporación de la mujer a la policía, la forma de tratar la violencia de género o la homosexualidad.Una historia de mujeres en busca de justicia y de una mujer que busca la suya propia a nivel laboral, personal y familiar.Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana.En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, , romance… ¡Elige tu historia favorita! ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? PREGUNTAS A LA AUTORA: ¿Qué te inspiró esta historia? Hace algún tiempo tuvo lugar un hecho dramático que relato en el libro, aunque modificado. Es la historia de un hombre que un día llega a su trabajo y mata a varias personas antes de suicidarse. Empecé a plantearme por qué alguien haría algo así, aparte de las razones obvias, y pensé en un entorno hostil, en un pueblo donde la animadversión, el miedo, las broncas entre los vecinos, tuvieran su origen en algún hecho del pasado que ya nadie recuerda, pero que se ha transmitido de forma inconsciente de padres a hijos, como un ADN maldito. A partir de ahí, fue surgiendo la historia del marquesado de Lamandra y de la huida de dos criadas a finales de los años setenta, que acaba con la muerte de una y la desaparición de otra. ¿Cuál es tu personaje preferido? Julio Melgar, porque es un hombre que nace en una época difícil y tiene que tomar decisiones difíciles. No espera nada de la vida, ("Ya no era joven, ninguno lo fuimos en aquella maldita posguerra"), pero cuando surge la oportunidad lo arriesga todo por amor sin pensarlo, renunciando a su carrera para tener una familia a la que protege hasta el final de su vida: "Ella hizo de mí un hombre feliz. Sí, ya lo sé, las historias de amor son aburridas. Usted no ha conocido la miseria, el hambre y el frío, su generación no aprecia lo más mínimo el poder redentor del amor. Al final es lo único que nos queda, inspector. Nunca pensé que mi mujer moriría antes que yo". Es un personaje curtido por los sinsabores de la vida, con frases muy contundentes en la novela, y que inspira, a su pesar, una gran ternura.

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Seitenzahl: 622

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 María Teresa Gómez Ríos

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Mi vida en ti, n.º 357 - abril 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411418249

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 0

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

El epílogo de Constanza

El epílogo de Ferreyra

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para María Luisa, la columna vertebral de mi familia.

Que lo dio todo para que yo no fuera nada, y aun así todo le pareció poco.

Prólogo

 

 

 

 

 

—Treinta segundos. Ese es el tiempo exacto que separa la vida humana en la Tierra de su total inexistencia —dice mi amigo Casado, enarcando una ceja peluda hasta casi rozar la lejana línea de su pelo y continuando con aire solemne—: Si el meteorito canalla que aniquiló a los dinosaurios hubiese caído solo treinta segundos más tarde sobre nuestro planeta de mierda, lo habría hecho en mitad del océano, y entonces no todos los dinosaurios se habrían extinguido.

—Pero entonces —añado yo, risueña— el homo insapiens tampoco estaría aquí.

—Lo has pillado —me dice Casado riéndose con la boca cerrada y sacudiendo rítmicamente sus hombros—. Los humanos habríamos existido muy poco tiempo, lo justo para servirles de almuerzo.

Tal vez hubieran muerto de inanición después, pienso yo. Pero el caso es que esos treinta segundos fueron los que marcaron la diferencia entre nosotros y la nada.

Los mismos treinta segundos que se tarda en salir de mi portal y cruzar la calle en mitad de la noche y que me hacen volar doce metros en una voltereta desmadejada, viendo el mundo boca abajo por un instante y reconociendo el rostro del conductor mientras dibujo en el aire un arcoíris de sangre. Treinta segundos volando, antes de impactar contra el suelo, y la diferencia entre vivir y morir la marcará la forma en que mi cuerpo recorra ese espacio y aterrice en el asfalto.

En esos treinta segundos que permitieron a la especie humana conquistar y destruir un planeta, sé que no quiero desaparecer como los dinosaurios. Porque he recorrido un largo camino para llegar a la verdad y no quiero que la verdad vuelva a quedar oculta. Y porque me bastaron también esos treinta segundos para saber que Víctor Ferreyra no solo me había dado problemas, sino que también me había dado, en todos los sentidos, la vida.

Capítulo 0

CRIMEN DE EXTRARRADIO

 

 

 

 

23 de diciembre de 1979

Escena del crimen. Extrarradio

 

También era mala suerte que comenzara a nevar precisamente a aquella hora y en aquel lugar. Estaba siendo un invierno crudo incluso para él, que, acostumbrado a los inviernos inmisericordes de la montaña, afrontaba las bajas temperaturas con estoicismo. Copos blancos, mudos, fueron arremolinándose en el cielo plomizo, depositándose sobre terrones de tierra que los fagocitaban al instante. «No cuajará. Aquí nada cuaja», pensó con amargura mirando hacia el cadáver que el agente Somoza había cubierto con una manta pardusca.

Se subió un poco más el cuello del abrigo y sopesó la posibilidad de refugiarse en el coche patrulla mientras llegaba el furgón del forense. Pero Somoza y Canaletas estaban ya atrincherados en los asientos delanteros, Canaletas encadenando Ducados con las brasas del anterior; y Somoza moqueando y respirando con los estertores de un moribundo, con la cabeza apoyada contra el cristal y debatiéndose entre la necesidad de respirar aire fresco y la de resguardarse del frío. Solo de pensar en el olor enrarecido del interior del vehículo, una mezcla de sudor rancio y tabaco negro, ropas húmedas y grasa incrustada, sintió un amago de náusea y decidió arriesgarse a morir de frío.

Como si la muerte hubiera leído sus pensamientos, el inspector empezó a toser doblándose por la mitad. Aquel catarro con el que llevaba semanas echando las tripas parecía no tener fin. Aun así, se encendió un cigarrillo y sus bronquios parecieron tranquilizarse con el sabor acre del humo que se deslizó por su garganta, abrasando los miasmas a su paso. Mientras las volutas se mezclaban con el vaho de su aliento, miró una vez más en derredor. El paraje era desolador. Las huertas se veían abandonadas, la acequia estaba derruida, y del cobertizo para los aperos de labranza apenas quedaba medio techado y una pared cubierta de pintadas obscenas. Allí, entre colchones, jeringuillas y botellas rotas, junto a algunos árboles frutales supervivientes con las ramas desarropadas por el invierno, empezaban a crecer escombreras fruto de las construcciones que se elevaban al otro lado de la vía. Madrid se había ido extendiendo, ladina y seductora, por aquellas ciudades dormitorio sin color, igual que una reina de revista venida a menos que se conformara con las luces chispeantes y caducas de las farolas recién instaladas.

A su espalda quedaba el montículo por donde transcurría la vía de un tren de cercanías, con sus vagones azules y amarillos traqueteando a baja velocidad. No vio apeadero cercano, pero sí gente que saltaba del tren en marcha cuando este aminoraba la velocidad en la curva, obreros que volvían a casa en aquella noche fría para abrazar a los hijos pequeños y besar a una esposa que estaría preparando la cena. Se preguntó, con el corazón vidrioso de un viejo prematuro, cómo sería su vida en alguno de aquellos pisos, con una familia y un trabajo de ocho a cinco fabricando tapones o descuartizando reses en el matadero que se divisaba al otro lado de la carretera. Afortunadamente, el viento soplaba en dirección contraria, esparciendo la columna de humo pestilente en jirones, pero incluso así se percibía el inconfundible olor a vísceras quemadas. Miró la hora, nervioso. El doctor se retrasaba.

Sí, pensó arrojando la colilla con un giro de muñeca, no debía de estar mal aquella vida, lejos de tugurios donde los trúhanes de mal vivir trajinaban a sus anchas, desfilaban prostitutas tristonas y gentuza de toda calaña te mentaba la madre mientras los llevabas detenidos. Estaba harto del tufillo a orines y papel rancio de la comisaría, que llevaba pegado a la nariz, y de aquella soledad intensa discurriendo a su alrededor en una casa vacía, opresiva como un sudario, haciendo ecos entre paredes donde el papel pintado se caía a trozos dejando a la vista retazos de cemento. Se había resignado a aquella vida tras la muerte de su madre como los caballos cojos se resignan al tiro en la cabeza, con una docilidad apenas consciente, una confianza plena en que el dolor se acabaría extinguiendo. Pero el dolor no se había ido y él seguía con aquella sensación de tener un pie flotando en el vacío, como un suicida que se demorara en saltar, y de momento tampoco había conseguido que alguno de aquellos capullos a los que ponía las esposas le pegara un tiro a traición. Y de pronto todo había cambiado.

Miró el reloj por enésima vez acordándose de todos los muertos del doctor Rovira. Seguramente habrían tenido que despertarlo de una de sus borracheras y esperar a que se espabilara antes de traerlo a rastras hasta la escena del crimen. Pasaron veinte minutos más hasta que distinguió la furgoneta negra traqueteando por el desigual camino de tierra. Somoza empezó a dar las largas con los faros del coche para señalizar su posición, como si hubiera alguien más por allí. Aquel tipo no podía ser más idiota, pero al parecer el idiota era ahora su responsabilidad. El inspector zapateó para entrar en calor golpeándose las manos bajo las axilas, y exhaló una bocanada de aire que se dispersó en una neblina de vapor.

Cuando el forense se bajó del furgón con su desgastado maletín negro tenía los ojos vidriosos y el andar trastabillante. No tuvo ni que oler su aliento aguardentoso para saber que el viejo había estado bebiendo mientras a él se le helaban las pelotas esperando.

—¿Qué tenemos, César? —preguntó el doctor mientras se encaminaba hasta la acequia esperando que él le siguiera.

El inspector torció el gesto. No le gustaba la familiaridad con la que el doctor Rovira se dirigía a él, con aquel aleteo de desprecio en su voz pastosa, como si él fuera mejor, y eligiendo su segundo nombre, ni siquiera el primero, para nombrarle. Su madre había insistido en que tuviera dos nombres, ya que solo iba a tener un apellido, el suyo.

—Una mujer, joven, creo. La descubrió un pastor que pasaba por aquí.

—¿Cree? —cuestionó el forense escupiendo la palabra.

—Bueno, por lo que se aprecia, parece que es una mujer joven. Ya me dirá usted, que es el experto.

El inspector había interrogado al pastor, un hombre sin dientes que rondaría los setenta, y que en cuanto había visto el cadáver había corrido al bar más próximo para dar aviso. El hombre apenas podía hablar por la conmoción, y porque estaba nervioso por las inquietas ovejas a las que los perros apenas podían mantener alejadas de la escena del crimen.

Los agentes Somoza y Canaletas bajaron del coche y se acercaron en silencio, sin mirarse entre ellos. El inspector hubiera querido acabar con el levantamiento del cadáver antes de que anocheciera, pero eso no iba a pasar. Por suerte, habían aprovechado para tomar fotografías y hacer la inspección ocular mientras la luz de invierno todavía era decente, aunque no habían encontrado gran cosa. La tierra estaba marcada por cicatrices de miles de neumáticos, y Somoza solo había recuperado una piedra manchada de sangre que había etiquetado como prueba. Luego había vomitado hasta las tripas apoyado contra un árbol desnudo.

Aquel chico pusilánime jamás sería un buen policía. Él todavía recordaba su primer cadáver, un tipo que se había ahorcado en la verja de una ventana y cuyas piernas había sostenido hasta que vino el médico, como si pudiera estar vivo pese a la lengua negra y flácida que colgaba por el mentón. Los muertos siempre son inquietantes, pero él no había vomitado. Pensaba que Somoza no tenía madera de policía, ni de nada útil. Se decía que había tenido que dejar el Ejército por algunos incidentes desagradables que no habían trascendido oficialmente. La familia, todavía influyente pese a los tiempos que corrían, había pedido muchos favores para que Somoza ingresara en el recién creado cuerpo superior de Policía, aunque no había pasado de su ingreso en el cuerpo Nacional, el de policías rasos, lo cual tenía que resultarle doblemente humillante teniendo en cuenta que se habían incorporado las primeras cuarenta y dos mujeres inspectoras de policía. A tenor del labio partido de Somoza y su caminar renqueante, sujetándose un costado, parecía que aquellos incidentes volvían a repetirse. Pero no era asunto suyo. El cadáver sí lo era.

El cuerpo de la mujer estaba tendido de lado sobre el fondo fangoso de la acequia, rodeado de desperdicios, plásticos, y litronas hechas añicos. Tenía el rostro machacado, una pulpa sanguinolenta, coagulada e hinchada, con mechones de pelo apelmazados y oscuros pegados al cráneo. Con el frío que había hecho los últimos días el cadáver apenas mostraba síntomas de descomposición, por lo que el inspector no se atrevía a aventurar el tiempo que habría pasado entre los restos de agua pestilente y estancada de la acequia, sobre la que se había formado una pátina de hielo sucio. Rovira se enfundó los guantes de goma verde con dificultad y refunfuñó cuando tuvo que trepar, apoyándose en el inspector para no perder pie, por la pared medio derruida de la acequia. Toribio Canaletas, previsor como siempre, había sacado las linternas del maletero del coche patrulla y alumbraba los restos mientras el doctor se inclinaba sobre ellos con manos temblorosas. El inspector desvió la mirada. No sería él quien diera queja de la actuación del médico forense, que era cuñado de un cargo del Ministerio. A puerta cerrada todo el mundo comentaba que sus errores eran cada vez más frecuentes, incluso con los muertos, a los que había quedado relegado después de que un vivo dejara de estarlo en su mesa de operaciones.

—Han destrozado el cráneo y la cara a conciencia —comentó Rovira girando lo que quedaba de la cabeza—. Y por la lividez yo diría que no fue trasladada, pero ya le confirmaré cuándo se ha fijado el rigor mortis.

Luego, Rovira extendió con una sonrisa siniestra una de las manos de la mujer para que el inspector la viera. Tenía las falanges cortadas, como si las hubieran desbrozado.

—Mire la rojez. Al menos las lesiones fueron post mortem —declaró señalando la carne tumefacta—, o perimortem a lo sumo. Pero tanta violencia siempre va a asociada a algo pasional, así que su asesino conocía bien a la víctima, y la odiaba visceralmente. Le recomendaría que se centrara en el círculo más cercano.

—Ya. Eso si logramos identificarla —comentó el inspector, absteniéndose de decirle al doctor que se ocupara del cuerpo y dejara a la Policía hacer su trabajo.

—Eso será un problema, desde luego. No creo que el asesino quisiera que fuera identificada. La cara está destrozada hasta el hueso, y apuesto a que no han encontrado nada de ella por aquí. Hoy en día hay miles como estas en las ciudades, chicas jóvenes que vienen de los pueblos a servir. Algunas acaban de mala manera.

—¿Con qué pudieron cortar los dedos?

—Con algo muy afilado, porque el corte es perfecto. Una cizalla, tal vez, como la que usamos en las autopsias, o una herramienta de jardinería. Esas cortan cualquier cosa. El hueso está perfectamente segmentado, sin astillas.

El inspector se alejó unos pasos y encendió un nuevo cigarrillo. El viento arreciaba, golpeándole hasta los huesos. Coincidía con el doctor en que el asesino se había tomado muchas molestias para evitar la identificación, y eso solo podía significar que no era un crimen casual.

Cuando Rovira acabó su examen y cerró su libreta de tapas negras, hizo una seña al juez y a los funcionarios que esperaban junto a la furgoneta para que procedieran al levantamiento del cadáver.

—No sé cuándo podré hacer la autopsia —informó Rovira—. En estas fiestas hay mucho trabajo. Ya sabe.

—Lo sé. Solo una cosa, ¿la han…? —Dejó la frase a medias, señalando el cuerpo, apenas vestido con una raída combinación color carne.

Rovira elevó los ojos al cielo, exasperado.

—Creo que no, la ropa interior parece estar intacta, pero siempre es posible que la vistieran después. Ya le diré.

El inspector consumió lo que quedaba del cigarrillo y tiró la colilla. Las fiestas. Al principio, la idea de una deprimente Nochebuena en la casa vacía le había impelido a ofrecerse voluntario para todas las guardias, noches eternas atendiendo a borrachos, despachando a mujeres que llegaban a comisaría con el ojo morado o un brazo roto, reyertas y homicidios al calor del hogar y de los villancicos. Acababa de cumplir los cuarenta y se preguntaba si todavía estaba a tiempo de revertir su cinismo y disfrutar de lo que quedara de vida.

Los dos trabajadores de la morgue de Santa Isabel maniobraron torpemente con el cuerpo rígido para sacarlo de la acequia y subirlo a la camilla. Había algo impúdico en la carne tumefacta tan expuesta, en el color violáceo de los miembros agarrotados y embarrados, y en el amasijo del rostro indefinible donde los ojos, la nariz y la boca, cualquier signo vagamente humano, había quedado reducido a una masa oscura y pegajosa. Una mano pálida se deslizó bajo la sábana y fue colgando, inerte, obscena, goteando agua pardusca y balanceándose con sus fantasmagóricos dedos cortados, hasta que fue engullida por los portones del furgón funerario.

Somoza y Canaletas habían vuelto al coche y esperaban impacientes. Pero el inspector se demoró un momento. Iluminó con un tibio círculo de luz la zona donde el cuerpo había dejado una leve impronta y pisó con cuidado en derredor. Se agachó con un crepitar de rodillas y sintió, maldiciendo para sus adentros por su falta de previsión, cómo el agua ascendía por sus zapatos empapando el bajo de los pantalones. Y será para nada, se dijo dirigiendo el haz de luz de la linterna arriba y abajo.

Canaletas tocó el claxon con mala uva para que se diera prisa, y el inspector sacudió la cabeza, exasperado, pensando que alguien debería darle un par de leches a aquel mastuerzo. Súbitamente, una ráfaga de luz arrancó un destello inocente del fondo oscuro. Acercó un dedo al légamo con prudencia, mientras dirigía la luz hacia el fondo. Como una lombriz que apenas asomara su cabeza ciega, tiró de la pulsera y la cogió con cuidado por un extremo del cierre roto. Debió de caer con el cuerpo y el asesino no había reparado en ella, o tenía tanta prisa por huir que no se detuvo a buscarla.

No necesitaba limpiar la joya para saber cómo era. Cincuenta zafiros ovalados de azul intenso, sin impurezas, cincuenta diamantes de un quilate cada uno en talla ideal Hearts & Arrows, componiendo hermosas flores que captaban los reflejos azulados de los zafiros, creando la ilusión de una flor viva; todo ello engarzado en una filigrana de oro blanco y rematado con un dije en forma de corazón que colgaba del cierre, un añadido en el que se había grabado la fecha de pedida. Recordaba la descripción palabra por palabra. Una joya inconfundible, aunque nadie lo diría bajo el coro de círculos concéntricos de la linterna.

La denunciante había dicho que la pulsera era una joya de familia, y él se había limitado a asentir, porque no le importaba si lo era o se trataba de otro botín de guerra adquirido de forma poco lícita. Por experiencia, sabía que era mejor no hacer muchas preguntas. Él se había limitado a cumplir órdenes desplazándose hasta una casa en mitad de la nada después de un turno doble solo para complacer al comisario, que le había pedido que se encargara personalmente de aquel caso. Son gente importante, había dicho sin dar más explicaciones y sin que él se atreviera a pedirlas.

El inspector envolvió la joya en un pañuelo bordado con sus iniciales, haciendo dos nudos a cada lado, y guardó el paquete cuidadosamente en el bolsillo interior del abrigo de paño. Se levantó pesadamente, con otro gemido de sus articulaciones, y volvió al coche despacio, encendiendo un nuevo cigarrillo que le supo a hiel. Por suerte, Somoza miraba por la ventanilla lateral con expresión ausente, y Canaletas, que había dejado las luces encendidas y el motor en marcha, tamborileaba ansioso con sus largos dedos sobre el volante. Ninguno le había prestado atención. El inspector tiró el cigarrillo a medio consumir, abrió la puerta de atrás del coche y se dejó caer sobre el asiento con un suspiro de alivio.

—Arranque, que ya podemos irnos de esta mierda de sitio.

—¿Ha encontrado algo, jefe? —preguntó Canaletas mirándole desde el espejo retrovisor, con sus ojos pequeños y juntos como los de un animal mezquino.

Nunca le había gustado Canaletas. Tenía unas manos grandes, delgadas y huesudas, que contrastaban con la zafiedad cuadrada del resto de su cuerpo, como si pertenecieran a otra persona. El inspector no se fiaba de aquella duplicidad extraña, indefinible, ni de su propensión a una violencia atávica y sin sentido. Contuvo una mueca de asco cuando le llegó el olor a tabaco negro y comida a medio digerir del aliento de Canaletas.

—Más basura —contestó sin ganas—. Arranque de una vez, Canaletas, que todavía tengo que rellenar un montón de papeles en comisaría y me van a dar las uvas.

—Seguro que era una puta —apuntó, lacónico, Somoza.

El inspector no contestó. Salieron a la carretera general dando tumbos por el camino de barro endurecido, entre montoneras de cascotes que surgían, inestables, a ambos lados. Ninguno abrió la boca hasta que llegaron a la comisaría, un edificio gris, plano, con ventanales de rejas y coches patrulla aparcados en la puerta. El inspector hizo un gesto vago de despedida mientras se alejaba, dejando a sus subordinados a cargo del coche.

Su despacho, en la primera planta, estaba oscuro y frío. Se arrellanó en la incómoda silla sin quitarse el abrigo y sin encender el flexo, esperando a entrar en calor. Notaba las manos y los pies entumecidos, la garganta seca y la cabeza palpitante, como si tuviera fiebre. Se quedó allí, sin moverse, hasta que los ruidos de la comisaría se fueron apaciguando, tragados por la noche. Sacó la pulsera del bolsillo para guardarla en el único cajón de su mesa de metal que tenía cerradura, el mismo que usaba para dejar el arma cuando llegaba por las mañanas. Pero no lo hizo.

Escuchó a lo lejos el repiqueteo de las campanas de una iglesia lejana. Las doce. El día había acabado. Ya era oficialmente el día de Nochebuena. Lo único que deseaba era marcharse directamente a casa, con ella, pero en lugar de eso, cuando salió de la comisaría, condujo despacio hasta el depósito de Santa Isabel, situado en la parte posterior del Hospital San Carlos, y aparcó el coche entre las sombras. El viejo depósito, con sus húmedas paredes de granito y aquel vapor infecto saliendo de sus chimeneas a todas horas, iba a trasladarse en breve a un nuevo edificio en Ciudad Universitaria, «más moderno», decía Rovira con cara de asco.

Los últimos días apenas había dormido pensando en la muchacha, en su voz monocorde desgranando atrocidades que el tiempo había teñido de cotidianidad, y en sus ojos suplicantes de un tierno azul empolvado. El inspector ya no era ni se sentía un hombre joven, y mucho menos un príncipe salvador, pero aquellas palabras, pesadas como lápidas, le habían conmovido por la confianza depositada en él. Aunque más bien parecían la confesión de una suicida sin nada que perder.

Su idea era arriesgada, pero ella ya lo había perdido todo y a él lo mismo le daba. Y la pulsera, al fin y al cabo, había venido a él por algo, como un mensaje divino. Él no creía en Dios, pero ¿quién si no podría urdir un plan tan complejo? El diablo, tal vez, se contestó a sí mismo cansado. Apretó con fuerza la pulsera escondida en su bolsillo y comprobó una vez más que llevaba toda la documentación. Dejaría la pulsera entre las pertenencias del cadáver, nadie la buscaría allí. Pensó otra vez en la chica que estaría ya dormida en el viejo cuarto de su madre, iluminando con su presencia las paredes descoloridas y los muebles ajados. Si devolvía la pulsera tal vez la dejarían en paz. ¿Lo harían? ¿Acaso no tenía ella algo mucho más valioso? No podía estar seguro. A la chica del depósito ya no podía salvarla, pero a ella sí. A ella podía hacerle el regalo de una nueva vida y, si la suerte le acompañaba, aunque fuera un poco, la posibilidad de resarcir el pasado con un futuro mejor. Pero había que darse prisa. Sin vacilar, sin pensar que aquella idea peregrina podía ser un canto al sol de las causas perdidas. ¿De verdad iba a arriesgarlo todo por ella?

Al amparo de la oscuridad, y en el caos imperante por el inminente traslado y las fiestas navideñas, el inspector deambuló por pasillos impregnados del olor a formol, que trataba, sin conseguirlo, de atenuar el olor a descomposición. No se cruzó con un alma, viva o muerta, pero, aunque el frío le hacía tiritar dentro de su abrigo, no se atrevió a sonarse la nariz goteante para no tentar a la suerte. Tampoco vio a Rovira cuando asomó la cabeza en la sala de autopsias, donde todavía quedaba un reguero de sangre diluida deslizándose con suavidad hacia el sumidero; seguramente estaría durmiendo la mona en su despacho o en su casa si no le había tocado guardia. La bebida estaba acabando con él y se había vuelto descuidado y cobarde. No sería difícil convencerle de que no era necesario hacer una autopsia completa, que la causa de la muerte era más que evidente. Argumentaría que solo trataba de ahorrarle trabajo.

Encontró el cuerpo en un pasillo, en una camilla con sistema de cobertura de cadáver; en la pulsera identificativa solo figuraba el número de entrada y la palabra «desconocida».

No pensó. No se atrevió. Porque si lo pensaba no lo haría y su corazón ya había tomado la decisión. Quitó la etiqueta con la palabra «desconocida» y puso una nueva, en la que escribió, con trazos firmes, el nombre, los apellidos y la fecha de nacimiento de la difunta.

Estaba harto de que los perdedores fueran siempre los más débiles.

Y la vida, pensó para insuflarse ánimos, era ya bastante miserable como para no arriesgarse. Mejor un mal plan que ninguno.

Capítulo 1

EN LA CUEVA DE LA SERPIENTE

 

 

 

 

—Fonseca quiere verte en su despacho —susurró Bibiana cuando pasé junto a ella de camino a mi mesa—. Ha preguntado por ti dos veces. Está de los nervios.

En Madrid caía una lluvia intensa que había bloqueado las carreteras y, cuando llegué a la comisaría, un silencio gélido me siguió como la estela de un papel higiénico pegada al zapato. Solo se oía el chirrido de mis botas de goma en el suelo de linóleo marengo, el mismo que todos los años estaba presupuestado para ser sustituido por algo más moderno, sin que alcanzara nunca el presupuesto. Hasta las ruedas de la silla me pareció que sonaban igual que un séquito de trompetas anunciando mi llegada.

Por suerte, aquel día el compañero Lozano se lo había pedido libre, y yo había podido aparcar en la plaza de mi antiguo jefe, Roberto Girón. Las plazas de garaje estaban muy cotizadas y Lozano se había apresurado a pedirle al comisario Fonseca la plaza vacante de Girón tras su jubilación. Así que yo seguía aparcando donde podía, y a veces donde no. Bibiana pensaba que era idiota por dejarme avasallar de aquella manera, pero no tenía ganas de desatar más guerras por un territorio en el que apenas cabía el culo de mi coche. Encima, aquella mañana algún idiota había dejado su moto de mala manera en la plaza de garaje, y yo había tenido que hacer como treinta maniobras para aparcar.

Miré a mi compañera esperando más información, pero Bibiana me ignoró. Suspiré. Que el comisario Fonseca quisiera verte en su despacho nunca auguraba nada bueno. De hecho, solía ser para encasquetarte su trabajo como si te estuviera haciendo un favor, o para trasladarte la mierda de sus meteduras de pata. El caso era que nunca salías bien parado mientras que a él los problemas apenas le rozaban de refilón.

La subinspectora Bibiana Pedraza siguió sin mirarme mientras tecleaba furiosamente en el ordenador con el ceño fruncido. Su mesa, como siempre, estaba pulcramente ordenada con sus carpetas rojas, azules y blancas, un complejo sistema de clasificación que complementaba con bolígrafos y rotuladores de diversos colores. El gorro había dejado su pelo alborotado, una confusión de rizos que iban del rojo fuego al óxido, fruto de tintes de mala calidad aplicados en casa de cualquier manera. El lápiz de labios, de un intenso burdeos, se había desparramado por las finas arrugas que ascendían desde su labio superior y parecía que se acabara de comer el corazón caliente de su enemigo.

—No sé nada más. Pero a lo mejor es por algo bueno —aventuró ante mi insistente silencio.

Qué coño, compartíamos trabajo y yo le cubría el culo cada vez que salía corriendo para quitarles los mocos a los niños de su hermana o recogerlos del colegio. Además, se suponía que era su superior. A alguna explicación tendría derecho. ¿O no?

—A lo mejor —concedí, escéptica.

Pero ninguna de las dos éramos optimistas por naturaleza y a mi compañera la voz se le había quebrado en la palabra «bueno». En el fondo, lo que quería decir era que fuera llamando al sindicato.

Vaya plan. Desde que el inspector jefe, Roberto Girón, se había prejubilado para irse de pesca con sus nietos, se suponía que yo era la inspectora al mando en el grupo, pero lo cierto era que nadie me hacía mucho caso. Tampoco la subinspectora Bibiana Pedraza me respetaba como jefa, aunque al menos parecía hacerlo como ser humano y no me desafiaba abiertamente. No podía culparla. En el aspecto laboral, la subinspectora era muy independiente y estaba acostumbrada a trabajar sola, mientras que yo, como superior, no solo era bastante más joven que ella, sino que había dejado mucho que desear, ignorando todos sus consejos, haciendo caso omiso de todas sus enseñanzas e infringiendo todas las reglas, y eso que no eran muchas:

 

1.

No buscarse problemas.

2.

No buscarse problemas con Fonseca.

3.

No buscarse problemas.

 

Y, por supuesto, había insistido la última vez mirándome a los ojos, no buscarse problemas, por mucho que me sintiera tentada de pegarle un tiro a alguien. Déjalo pasar, me decía siempre su mirada resabiada. Debería haber hecho caso. Todavía recordaba el día en que Fonseca me presentó a Bibiana.

—La subinspectora Pedraza es una leyenda —me había dicho con voz engolada—. De la primera promoción de mujeres policías de 1984. Aprenderá mucho con ella, inspectora Vidal. No todo está en los libros.

Deslizó aquel comentario de forma casual, con voz templada, pero percibí una corriente subterránea de envidia y mala baba. El comisario Rafael Fonseca era un hombre taimado que sabía ganarse el sueldo vendiendo humo a sus superiores en forma de estadísticas infladas. Pero eso lo supe más tarde. En aquel momento solo podía pensar en lo alto y endeble que parecía, en sus manos alargadas y sus gestos elegantes. Tenía entradas en el pelo pajizo, un poco ralo ya, y una barba cuidadosamente recortada, como un mosquetero. Más que un comisario de policía parecía un agente de seguros o un profesor de instituto, con su gabardina de color crudo y su maletín de cuero. Bibiana había puesto los ojos en blanco mientras buscaba una cajetilla de tabaco y me hacía señas para que la siguiera al patio de luces.

—Siempre están con lo mismo, «la primera mujer policía viva aquí presente» —me había dicho imitando la voz del comisario—. Como si una fuera una reliquia románica, joder. Desde luego, hay que tenerlos bien puestos para sobrevivir a tanta estupidez corporativa y a tanta testosterona revenida. Tú ni caso, reina. Pero, en cuanto puedas, pide otro destino, hazte el favor, o tu carrera acabará aquí.

Por entonces, a mí no me parecía un mal sitio. Ahora, tres años más tarde, me sentía un poco estúpida cuando recordaba las expectativas con las que me había incorporado a aquel grupo para la protección de la familia y el menor: hacer justicia, ayudar a los que no podían ayudarse a sí mismos, proteger y servir, como en las películas americanas. Pero en realidad yo era poco más que una asistente social. Más frustrada, si cabía. Porque los trabajadores sociales ofrecían cheques, y yo a veces no podía dar ni justicia porque no la querían. Necesitaban más los cheques. También Roberto Girón me reconvenía: «Si no están preparadas para poner una denuncia, no insistas, o nunca volverán», me decía. Así que tenía que tragarme la frustración y digerirla lo mejor posible. Echaba mucho de menos a Girón, un tipo cabal que marcaba la frontera de la gilipollez con tanta claridad que no hacían falta palabras. Girón había dado la cara por nosotros cuando la cagábamos, nos había mantenido al margen de Fonseca como una barrera protectora y había puesto en su lugar a los lameculos, que desde que se fue campaban a sus anchas entre la cafetería y el despacho de Fonseca sin hacer nada productivo.

Y también echaba de menos a Marc. Desde que se había ido de casa dejando allí todas sus cosas, incluso Greta parecía haberse declarado en rebeldía y pasaba por delante de mí sin dirigirme la mirada y con la cola bien inhiesta. «Puta gata desagradecida», pensaba yo mientras ponía su comida y limpiaba su arena. Como si yo tuviera la culpa de que Marc hubiera decidido que su brillante carrera era más importante que nosotras. ¿Acaso no se acordaba de que había sido yo la que la había elegido entre todos los cachorros mugrientos del refugio? «Tengamos un gato», había dicho Marc. «Seremos como una familia». Y ahora Marc era director de patentes de una farmacéutica con sede en Milán, la ciudad de las modelos, y yo tenía una gata que me culpaba de su ausencia y me lanzaba miradas despectivas.

Bibiana carraspeó discretamente. Tomé aire y exhalé con lentitud contando hasta diez. En la comisaría siempre reinaba un ambiente efervescente, un burbujeo de conversaciones de lunes por la mañana, palmadas en la espalda y el crujir de los vasos de plástico espachurrados y arrojados a las papeleras, pero aquella mañana había un silencio contenido, como cuando la marabunta acecha en la selva.

Miré hacia el despacho de Fonseca, que tenía la puerta cerrada, pero las venecianas recogidas. La inspectora que dirigía el Servicio de Menores, Adela Cifuentes, estaba sentada frente a él en tenso recogimiento, y supe que aquello tampoco era un buen presagio. Si hubieran abierto en canal una paloma frente a mi mesa no me habría sorprendido ver sus órganos llenos de gusanos, podridos y malolientes. Sentí que mi estómago vacío se encogía sobre sí mismo, contrayéndose en un doloroso espasmo. En ese momento, el comisario Fonseca apartó la mirada de Adela y buscó la mía, y con un solo movimiento de cabeza le indicó a Adela que saliera y me conminó con un dedo para que fuera a su despacho.

Había estado poco ágil al no largarme en cuanto Bibi me avisó de que Fonseca me buscaba, aunque no servía de nada postergar lo inevitable. Intuía de dónde podían venir los tiros después de ver a Adela, pero había cabreado a tanta gente en las últimas semanas que no me atrevía a hacer apuestas. Yo no estaba en mi mejor momento, los casos se me acumulaban y el estrés me pasaba factura en forma de mala leche. Pero solo había un asunto que tenía que ver con Adela Cifuentes y era un asunto cuyas consecuencias podían acabar con mi carrera. Resoplé, vencida, mientras me dirigía al despacho de Fonseca con las piernas flojas y la visión nublada.

Bibi me dirigió una sonrisa tímida de ánimo. En aquel momento lamenté no haber atendido cada una de sus recomendaciones, incluida la de buscar otro destino. Decía que yo todavía era joven y lista, que podía llegar donde quisiera. Lo decía con nostalgia, pero sin resentimiento. Huérfana desde muy joven, Bibiana había tenido que hacerse cargo de su hermana menor, embarazada antes de acabar el instituto. Se había dedicado a su improvisada familia por encima de todo, incluso de su bienestar personal, de su carrera y de sus relaciones. Ni siquiera había podido prejubilarse, lo que redundaba en beneficio de la unidad, porque mi compañera era metódica, cumplidora y lúcida y sabía cómo tratar a la gente, que era mucho más de lo que podía decirse de muchos de los policías destinados a nuestra unidad de forma forzosa, porque nunca había voluntarios para aquel trabajo. Todos los novatos soñaban con ir a Homicidios, a Intervención, a Delitos contra el Patrimonio o, mucho mejor, a los nuevos delitos relacionados con la ciberseguridad, destinos revestidos de una dignidad que no se atribuía precisamente a Servicios Sociales. Nadie hacía series sobre policías que atendían a los tristes de nuestra sociedad, adolescentes desaparecidas, drogadictos apaleados, mujeres maltratadas o ancianos abandonados en gasolineras. Como si los delitos del ámbito familiar fueran de segunda fila o ni siquiera lo fueran. «Los trapos sucios se lavan en casa», decía mi abuela, y yo me había convertido en una lavandera a sueldo por voluntad propia. ¿Por qué no me había ido? ¿Por qué dejaba que la apatía me corroyera como el óxido a un buque largamente varado? Ahora era demasiado tarde.

Adela Cifuentes bajó la vista al cruzarse conmigo. Definitivamente, iba a tener una mañana de mierda. El mismo Fonseca abrió la puerta para franquearme el paso y luego bajó las venecianas de metal plateado para más intimidad. El comisario tomó asiento cruzando las largas piernas y repantingándose en el sillón giratorio al tiempo que lo meneaba levemente. El apodo de Serpiente, como se le conocía en los círculos policiales, le venía al pelo. Tenía la costumbre de deslizarse entre las mesas sin hacer ruido, sorprendiéndonos con su presencia inesperada, escuchándolo todo, observando con sus ojos de reptil cavernario, en los que no se reflejaba ni un lejano atisbo de amabilidad, pese a que su sonrisa parecía dibujada en su rostro con un trazo fino. Decían que en su juventud había sido profesor de tenis en un club de lujo y que, gracias a aquel trabajo, había estudiado una carrera. Costaba imaginarle, siempre tan pausado, moviéndose con agilidad en una pista, pero también los crótalos parecen tranquilos hasta que se lanzan con las fauces abiertas, enseñando los mortales colmillos y revolviéndose a la velocidad de un látigo que restallara en el aire con un chasquido amenazador.

Las serpientes nunca te llaman a su despacho para nada bueno. En el caso de que pudieran hacerlo, claro está.

Y en cuanto Fonseca abrió la boca sentí que la serpiente se lanzaba sobre mí.

Capítulo 2

LA SUSPENSIÓN

 

 

 

 

Cuando salí del despacho de Fonseca apenas podía respirar, y no solo por el intenso olor a pachulí y sudor rancio que flotaba en la habitación mal ventilada y que se me había pegado en las fosas nasales. Subí sin detenerme a la segunda planta y me refugié en un cubículo del aseo de mujeres para darme el sofocón en privado. Lloré sentada sobre la tapa del inodoro, tapándome la cara y la boca con ambas manos para ahogar el ruido, y conteniendo el impulso de dar patadas a la puerta hasta reventarla.

—¿Cuánto te ha caído? —preguntó Bibiana al otro lado de la puerta, haciéndome botar del susto y desplazando toda mi ansiedad a los pies.

—Lárgate, Bibi —gruñí sonándome los mocos con muy poca elegancia.

—No —porfió la subinspectora—. Sal de una puta vez y deja de gimotear. Obedece por una vez a tus mayores, coño.

Abrí de mala gana, porque la conocía lo suficiente como para saber que era capaz de tirar la puerta abajo. Debajo de los vestidos holgados y los pantalones de campana que estaban de moda por rachas, mi compañera tenía un cuerpo hecho para demoler. Me esperaba apoyada en la encimera del lavabo, con los brazos cruzados sobre el pecho y la falda de madre coraje de hacía veinte años. Siempre andaba justa de pasta, porque gastaba hasta el último céntimo en mantener a su familia.

—¿Vas a contarme qué ha pasado?

Suspiré, resignada, mientras me lavaba la cara con agua fría y aceptaba la toalla de papel que Bibiana me extendía.

—Tres meses de empleo y sueldo. Y quedará reflejado en mi expediente —dije sin mirarla. Todavía tenía suerte. Una suspensión que excediera de los seis meses hubiera supuesto la pérdida de mi puesto de trabajo, y por suerte se habían avenido a considerarlo una falta grave en lugar de una muy grave, eso sí, con una pena máxima. Tres meses y un día ya hubiera sido una sanción muy grave.

—Ya. Debe de ser duro que quede por escrito que no eres perfecta.

Desde luego, Bibiana sabía tirar a dar, no como yo, que tuve que agacharme para recoger el pañuelo de papel que no había encestado en la papelera. Era una pena que Bibi no hubiera estudiado Psicología. Sí, era cierto que lo que más me molestaba era lo del expediente. Yo estaba haciendo mi trabajo, el trabajo que nadie en mi grupo hacía ni aunque se lo ordenara, y además era muy buena. A pesar de todas las zancadillas que tenía que sortear a diario.

—¿Pero por qué? —insistió Bibiana, perpleja—. Lo del puesto de Girón ha sido una putada, y no estás en tu mejor momento, pero ¿tres meses? Ni que hubieras disparado a alguien. ¿No me lo vas a contar?

La puerta se abrió en aquel momento y Raquel Morales, la otra policía asignada a mi grupo junto con Lozano, entró contoneándose sobre sus tacones de aguja, con el aire falsamente juvenil de sus mallas ceñidas y un blusón con los hombros al descubierto. Nos sonrió como una anaconda satisfecha después de haberse comido una vaca y, sin mediar palabra, se metió en el mismo retrete donde yo había estado desahogándome unos minutos antes. Bibiana y yo la escuchamos mear en un ominoso e indigno silencio, como una perra marcando el territorio. Mantuve la mirada baja mientras Raquel se lavaba las manos y se atusaba frente al espejo el pelo corto, más largo en el flequillo ondulado. Todas las mujeres de mi comisaría, salvo Bibiana y yo, parecían siempre recién salidas de un anuncio de cremas, lustrosas, descansadas e impecables. Hasta Raquel tenía siempre la piel perfecta, sin un miserable poro. Últimamente se había puesto de moda una manicura que lucía siempre divina, brillante, colorida y duradera, y todas competían para ver quién la llevaba más original. La verdad era que cada vez que miraba aquellas uñas sentía una envidia insana. Había intentado hacerme una igual, pero me habían hecho una carnicería. Cuando la manicurista acabó con mis manos, tenía los bordes llenos de sangre y se dedicó a ponerme tiritas de papel empapadas en doloroso alcohol. Manicura Bloody Mary.

Miré de reojo a Raquel. Sus ojos glaucos, muy maquillados, destellaban con el brillo del triunfo, y Bibiana me instó en silencio, con un movimiento de cabeza apenas perceptible, a permanecer quieta y callada en lugar de arrancarle la cabeza de cuajo y escupirla en la papelera. Aunque seguramente tampoco la encestaría.

—Esto es una mierda —gruñó Bibi cuando la puerta se cerró dejándonos solas otra vez—. ¿Por qué estaba Adela con Fonseca? ¿Qué tiene que ver con tu suspensión?

Me rendí, porque sabía que Bibiana no iba a hacerlo. Era bien sabido que yo no estaba contenta desde que Girón se había marchado y no me habían dado su puesto. Tenía discusiones constantes con otros inspectores, y mi vida personal estaba afectando a mi rendimiento.

—Usé sus claves para entrar en PIDI —confesé avergonzada, lo justo como para dar penita.

La subinspectora palideció y sus labios parecieron más burdeos. Tragué saliva. La Plataforma de Intermediación de Datos Interadministrativa, PIDI para los amigos, era una aplicación que había sido instalada recientemente en los ordenadores de los jefes; pero como mi grupo estaba huérfano de jefe, yo no tenía acceso a ella. Y la necesitaba. Además, me parecía una injusticia no poder acceder a la PIDI, precisamente yo, que había colaborado en su implantación y había sido interlocutora con las Administraciones que se habían adherido al proyecto para que los investigadores habilitados pudieran acceder a sus bases de datos de padrón, censos de locales, licencias urbanísticas, todo lo que lo que otras Administraciones Públicas gestionaban y que eran una fuente de información a la que, hasta entonces, los investigadores policiales no habíamos tenido acceso. Ahora el acceso era limitado y no llegaba a todas partes, pero era un comienzo y, sobre todo, era mejor que nada. Yo estaba muy orgullosa de mi participación en aquel novedoso proyecto, aunque fuera haciéndole el trabajo a Adela la Lerda, y aunque nadie me lo hubiera reconocido. Lo menos que podían haber hecho era darme mis propias claves de acceso.

—Joder —silbó entre dientes Bibiana—. Entonces podía haber sido peor. Y si no lo ha sido es para proteger a Adela, que es idiota, porque si te cuelgan a ti un muerto más gordo tienen que colgárselo a ella también, por darte las claves. Es una falta muy grave, Constanza.

—No me dio las claves —susurré contrita—. Las tiene escritas en un pósit en su ordenador. Usa siempre los nombres de sus hijas.

—Si cuando digo que es una lerda… —resopló Bibiana meneando la cabeza—. Menos mal que todo el mundo sabe que los expedientes disciplinarios gordos son un coñazo. Demasiado papeleo y muy mala imagen.

Por no hablar de que los sindicatos tenían la costumbre de intervenir y entonces había que hacer malabares para que la mierda no salpicara a todo el mundo. A ningún jefe le gustaba tener bajo su mando ovejas negras y que otros cuestionaran su capacidad de liderazgo para blanquearlas. Pero tampoco podían dejar de dar un escarmiento. Y yo, la oveja negra, era la mejor cabeza de turco.

—¿En qué estabas pensando, Constanza? —bufó mi compañera meneando la cabeza.

—Yo solo quería hacer mi trabajo —protesté reprimiendo las lágrimas.

No quería contarle la historia a Bibiana, porque me había advertido muchas veces de los riesgos de implicarse demasiado en un caso, pero yo no podía evitarlo. Traté de convencerme a mí misma de que solo lo haría si las condiciones eran propicias o recibía una señal clara. Mi hermana Silvia y yo solíamos adoptar aquella táctica cuando éramos adolescentes y teníamos que decidir si salíamos o no con un chico. Siempre había una señal, solo que, en mi caso, solía malinterpretarlas todas las veces. Comprendí muy tarde que tendemos a tergiversar las señales para adaptarlas a nuestros deseos y acabamos fraguando nuestra propia desgracia. Me miré en el espejo. Tenía la cara abotagada y los ojos enrojecidos por el berrinche, y me sentía como si hubiera estado caminando sonámbula durante mucho tiempo para despertar en un lugar desconocido, incapaz de dilucidar cómo había podido llegar hasta allí desde el confortable lugar en el mundo en el que me había quedado adormilada.

—Está bien —concedió Bibiana ante mi ofuscado silencio. Casi me había olvidado de su presencia—. No me lo cuentes si no quieres. Pero si Raquel y Adela lo saben estarán encantadas de contármelo, a mí y a todo el mundo. Ya sabes que ahora son superamigas.

Torcí el gesto. Cómo olvidarlo. Se pasaban el día deshaciéndose en halagos como azucarillos en café caliente. En cambio, yo era el daño colateral de todas las batallas, el soldado que muere justo cuando llegan los refuerzos mientras mira la foto de su novia embarazada. Sin ascenso, sin Marc y ahora sin trabajo.

—Tengo que volver al trabajo —dijo Bibiana rozando mi hombro con su mano. Tenía los dedos amarillos por la nicotina, a juego con los dientes—. Fonseca quiere que estemos todos para recibir a Víctor Ferreyra, el nuevo inspector jefe. Se incorpora hoy.

—Lo sé. Quiere que antes de irme me presente para darle la bienvenida.

—Qué capullo está hecho —musitó Bibiana con una media sonrisa—. Y pensar que te prometió esa plaza cuando llegaste aquí. Todo el mundo lo sabía. Eras su inspectora estrella.

Ahora sabía que, como parte de su táctica controladora, Fonseca había prometido la plaza a mucha gente. Y que Raquel, Noelia y Lozano, los tres policías de mi unidad, habían creado un caldo de cultivo para propiciar mi caída porque no me querían como jefa de su grupo. Desde el principio yo había sido su frente común, y estaba segura de que los últimos errores estadísticos, que me habían supuesto una bronca de Fonseca, no habían sido míos. Alguien había manipulado mis informes, pero desde entonces el comisario se mostraba distante y fiscalizaba todo mi trabajo, hasta la última coma. La tensión había ido creciendo entre nosotros mientras su sombra afilada se alargaba hasta mi mesa. Y como última humillación antes de mandarme a casa, quería hacerme partícipe del comité de bienvenida del nuevo inspector jefe, que, por supuesto, no era ninguno de los que confiaban en obtener aquella plaza. Ya solo le faltaba colocarme en un cepo en la puerta y dejar que la plebe me lanzara verduras podridas, como en la Edad Media. A mi amigo Casado, el administrativo que trabajaba en el archivo del sótano, le chiflaría aquella idea.

—¿Al menos mereció la pena? —se interesó Bibiana antes de salir.

—La verdad es que no —confesé sin entrar en detalles.

—Lástima. Si al menos hubieras conseguido algo, habrías podido defenderte. Pero esto se pasará, ya lo verás. Seguro que otro la caga más que tú pasado mañana.

Bibiana salió del baño y me quedé a solas con mi reflejo, al que no podía engañar tan fácilmente. No quería reconocer que no solo no había servido de nada, sino que, además, había sido contraproducente. Una tarde que estaba de guardia, me habían llamado de las Urgencias de un hospital por un caso de malos tratos. Allí conocí a Selena, con su cara morada, su brazo roto y una perforación en el pulmón que podía haberle costado la vida. Pensé que no querría hablar o que contaría la historia de la caída por las escaleras. Pero no. A lo mejor fue porque por primera vez en su vida había flotado sobre su cuerpo a punto de morir, o porque había tenido un hijo hacía poco. El caso es que rompió a llorar y denunció a su pareja por malos tratos.

Supongo que hay gente que lleva el destino pegado a los talones y no puede escapar por muchos kilómetros que ponga por medio. Una vez leí una historia sobre una mujer hebrea que vivía en Israel y tenía miedo de morir en un atentado, así que se fue a vivir a Londres para morir en un autobús en el que se inmoló un yihadista. Selena, que había llegado de Ecuador buscando un futuro mejor, había conocido al poco tiempo de instalarse en España a un indeseable que la usaba como saco de boxeo. Lo mismo que podía haberle pasado en su pueblo. Y, sin embargo, denunció a Ostilio, lo que significaba que en el miedo aún podía brotar la esperanza que la hizo cruzar su mar de miseria.

Pero Ostilio no la dejaba en paz, ni siquiera en el centro para mujeres en el que la trabajadora social encontró una plaza para ella y su hijo. Durante una semana fui a comprar al supermercado donde Selena trabajaba, solo para ver si estaba bien. Compraba cosas que no necesitaba y que ni siquiera me gustaban. Le pedí que me llamara si pasaba algo, a cualquier hora. Un día me dijo que no me preocupara, que una conocida le había contado que Ostilio se había vuelto a su país. Selena estaba muy contenta, aliviada, y yo fingí que también me alegraba y que me lo creía. Pero no me fiaba.

Por eso me metí en el ordenador de la inspectora Cifuentes. Había tomado aire varias veces antes de hacerlo, diciéndome que tenía que pensarlo un poco más antes de entrar en su despacho, que seguro que habría otras formas de conseguir lo que quería. Incluso traté de convencerme de que Ostilio, de verdad, se había largado de España. Y mientras me lo decía ya me había colado en el despacho de Adela, había abierto el ordenador con sus claves y había tecleado la contraseña. La PIDI nos permitía tener acceso a todas las bases de datos autonómicas y locales sin necesidad de órdenes judiciales, lo cual era un gran avance, porque podíamos consultar el padrón municipal sin que ninguna autoridad esgrimiera el espinoso asunto de la protección de datos, cuyas barreras eran tan volubles como frágiles.

Introduje los datos de Ostilio y comprobé otra vez su historial delictivo, por si hubiera algo nuevo. El amigo Ostilio había iniciado una bonita carrera en España, o tal vez continuado la que había dejado en su país de origen. Pero lo que más le gustaba al muy capullo era sacudir a sus parejas, y había tenido varias. Resultaba turbador el éxito de los maltratadores entre las mujeres, seguramente porque todas queremos creer que seremos la elegida, la más amada, la que haremos cambiar al chico malo. Luego revisé el padrón municipal. Un par de semanas atrás figuraba un cambio de domicilio dentro del municipio de Madrid, lo cual era una suerte, porque los traslados a otros municipios no se reflejaban hasta pasado un mes. El caso era que, según aquella información, Ostilio no había salido del país cuando Selena dijo. Anoté la nueva dirección y dejé el ordenador de Adela como estaba, aunque sabía que cualquier informático podría seguir el rastro de mis consultas y las horas a las que habían sido hechas, y que un montón de gente podría decir dónde había estado Adela en aquel momento. Pero creía que era lo que debía hacer.

Vigilé a Ostilio durante unos días, antes de avisar a Selena de que su expareja vivía a dos estaciones de metro de su casa y que no tenía intención de irse más lejos. Al principio se asustó, pero unas semanas después empezó a replantearse su relación. Dijo que su bebé necesitaba un padre, que no podía trabajar y cuidarlo al mismo tiempo, que iba retrasada en el pago del alquiler. Intuí que ya había empezado a rondarla otra vez y que iba a volver con él. Según mis últimas noticias vivían juntos, Selena había dejado el trabajo y, de momento, no había vuelto al hospital. La trabajadora social no parecía muy convencida cuando hablé con ella. Ambas sabíamos que los tipos como Ostilio se pasaban la vida bordeando los sistemas legales y poseían la sabiduría de la calle y la supervivencia. Si maltrataba a Selena, que lo haría, no cometería el error de mandarla al hospital.

En definitiva, me la había jugado para nada y por eso no quería que Bibiana conociera la historia. Ella me había inculcado la importancia de mantener con las víctimas una distancia de seguridad revestida de afabilidad, pero sin acercarse demasiado ni implicarse personalmente. No dejaba de sorprenderme aquella ecuanimidad en una mujer cuya vida personal era, por el contrario, una debacle. En el fondo me aterraba un poco aquella dualidad de Bibiana Pedraza, la manera en la que se agarraba a sus lazos familiares, la necesidad patológica de sacrificarlo todo por su hermana y la recua de hijos que iba acumulando de relaciones destructivas. Hasta su novio de toda la vida había acabado largándose, harto de esperar a que Bibiana se liberase de aquellos lazos que no dejaban de estrangularla. Bibiana, que nunca se dejaba vampirizar por una víctima, no había podido entender que también hay que poner límites a las demandas de la propia familia. Pero como había dicho una vez: «Cuando te has criado sin padres te conformas con lo que haya, aunque sea una hermana con taras emocionales». Su hermana era su tarada y su responsabilidad.

En cualquier caso, pensé con un quejido, yo no era la más adecuada para juzgarla, teniendo en cuenta mi inexistente relación con mi hermana Silvia. Me quedé un rato mirando por la ventana del baño, pensando que conocer las reglas del juego no siempre es suficiente para ganar, como cuando en el parchís te falta un uno para meter la última ficha y pierdes la partida. En la vida, como en el juego, el dado siempre tiene la última palabra. Yo llevaba mucho tiempo perdiendo. Ya podía ser la mejor pareja, la policía más competente o la más humilde y cariñosa de las hermanas. Marc no iba a volver, Fonseca no iba a darme la plaza de inspectora jefe, y ya podía pedirle perdón a Silvia hasta que me salieran estigmas en manos y pies, que me iba a dar igual. Tenía perdidas esas partidas, tanto con Fonseca como con Silvia. Pero había una que todavía podía ganar.

No iba a sonreír y dar la bienvenida al gilipollas que Fonseca había elegido para ocupar mi lugar.

Ni en un millón de vidas.

Capítulo 3

EL USURPADOR

 

 

 

 

La segunda planta de la comisaría era una corrala cuadrada, propia de edificios antiguos, y muy poco práctica a la hora de climatizar adecuadamente. Los sistemas de ventilación escupían chorros de aire insuficientes y, ocasionalmente, una pléyade de mosquitos diminutos y otros microorganismos. Desde la sala de descanso, a través de la balaustrada de gruesos tubos de metal pintados de gris, podías ver toda la planta baja. Las mesas estaban dispuestas en línea para atender las denuncias y tras ellas había otra línea de mamparas que separaba la zona de trabajo interno, donde los escritorios se distribuían en forma de cuadrícula. Al final estaban las salas privadas y los despachos del comisario Fonseca y los jefes de unidad. Incluso las cosas nuevas, como las sillas supuestamente ergonómicas, parecían viejas junto a los muebles heredados de otras décadas, una mezcolanza de archivadores con distintas capas de pintura descascarillada, estanterías atiborradas de carpetas y percheros de cuatro brazos coronados por bolas metálicas.

Al intentar largarme sin ser vista, me había encontrado a Adela y Raquel charlando animadamente en el pasillo, así que había tenido que volver sobre mis pasos, subir las escaleras al trote y refugiarme en la sala de descanso que a aquella hora ya estaba vacía, porque la gente prefería salir a tomar café a alguno de los bares que rodeaban la zona, aunque luego los abrigos y el pelo olieran a humo y grasa. Traté de serenarme, pero parecía que un animal enorme se me hubiera acostado sobre el pecho impidiéndome moverme o respirar. Y la mano todavía me dolía por el puñetazo que no había estampado en la cara de Raquel el día en que la conocí.

Vi al comisario Fonseca acercarse sigilosamente a la mesa de Bibiana y poner una mano sobre su hombro. Mi compañera se sobresaltó, levantándose con brusquedad, y yo sonreí, acercándome un poco más para no perderme nada. Bibi y yo solíamos reírnos de aquella habilidad de Fonseca para desplazarse como si caminara por el agua, sin que ni siquiera sus mocasines rechinaran sobre el suelo. Pero lo cierto era que nos ponía de los nervios. Bibiana me buscó un momento con su mirada perfilada de kohl antes de centrarla en Fonseca, y asintió con gesto contrito y mandíbula tensa a las palabras del comisario. Luego estrechó dubitativa la mano del otro hombre, el que había permanecido en un discreto segundo plano detrás de Fonseca. ¿Dónde había estado mientras Fonseca dejaba caer su guillotina? A lo mejor en aquella misma sala en la que ahora me escondía yo.