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¿Qué hago yo aquí, en un piso desconocido con un escritor desnudo que no quiere escribir? Sara es ejecutiva en una editorial londinense y se siente mayor para hacer de niñera de un escritor díscolo. Pero, si quiere recuperar la vida que su jefe ha estropeado, debe conseguir que ese joven autor escriba la novela contratada y salve de la quiebra a la editorial a la que ella ha dedicado toda su vida. Pero Bruno Maqueda, su gran esperanza, no es solo un escritor con talento, sino un hombre que se comporta como un adolescente y que vive atormentado por la desaparición de su novia, Rebeca, un año atrás. Sara no está dispuesta a marcharse sin su novela y tampoco sin respuestas, aunque para ello tenga que recurrir a un detective privado. ¿Querrá Sara volver a su vida después de conocer a Bruno y a toda su pandilla de pirados? ¿Conseguirá que Bruno vuelva a ejercer su magia y escriba otro bestseller? Y, sobre todo, ¿qué pasó con Rebeca? ¿Está desaparecida o muerta? Uno de sus amigos tuvo algo que ver y otro conoce el secreto. ¿Qué pasará si se descubre? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 725
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 María Teresa Gómez Ríos
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Tuyas serán todas mis palabras, n.º 315 - febrero 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1105-484-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo EL HILO ROJO
Capítulo 1. Londres
Capítulo 2. Bruno
Capítulo 3. Brad
Capítulo 4. La fundación
Capítulo 5. Deudas de honor
Capítulo 6. La gran dama
Capítulo 7. Madrid, otra vez
Capítulo 8. El elefante blanco
Capítulo 9. La primera novela
Capítulo 10. Dos pies rotos
Capítulo 11. Cactus del desierto
Capítulo 12. Mónica
Capítulo 13. Beltrán
Capítulo 14. Margaritas mustias
Capítulo 15. Las vidas de sara
Capítulo 16. Bollos recientes
Capítulo 17. Croquetas duras
Capítulo 18. Rebeca
Capítulo 19. La pandilla de Carabanchel
Capítulo 20. Estela
Capítulo 21. Botellón
Capítulo 22. El final de la historia
Capítulo 23. Olga
Capítulo 24. Vodka y rosas
Capítulo 25. Rubik
Capítulo 26. La ruptura
Capítulo 27. Confidencias
Capítulo 28. Fantasmas
Capítulo 29. Secretos y mentiras
Capítulo 30. El informe
Capítulo 31. Amigas
Capítulo 32. Jorge
Capítulo 33. Charly
Capítulo 34. Vías muertas
Capítulo 35. Piña
Capítulo 36. Oscuridad
Capítulo 37. El hospital
Capítulo 38. Tuyas serán todas mis palabras
Capítulo 39. Las alegres chicas de Chelsea
Capítulo 40. Todas las palabras
Capítulo 41. La decisión
Capítulo 42. Mi tribu
Epílogo. Dos años después
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para mi padre, Álvaro, que sabía contar historias. Su ausencia me ha dejado sin palabras.
Para mi amiga lectora Carmen J. Camargo, de Málaga, por haber sido, todo este tiempo, el viento en mi espalda.
Creyó que se había despertado por culpa del frío, pero supo al instante que había sido la voz pronunciando su nombre. Su nombre, Bruno, que reverberaba aún en el cuarto, tan nítido y claro como el tañido de una campana en las montañas. La llamó incorporándose a medias en la cama, todavía acunado por la duermevela en la que oscilaba su conciencia haciéndolo todo posible, incluso que Rebeca siguiera con él y nada hubiera cambiado.
La cortina osciló amenazadora en la penumbra, dejando a la vista la ventana entreabierta. Juraría haberla cerrado antes de quitarse la ropa y derrumbarse en la cama. Se levantó y cerró las hojas, que crujieron con un sonido metálico al encajar en el marco. La gasa blanca de la cortina envolvió su cuerpo desnudo como un sudario, enroscándose alrededor de sus piernas y su torso, una caricia sobre la piel fría que le erizó el vello de la nuca y que le hizo sacudirse el incómodo contacto a manotazos. Retrocedió torpemente mientras la cortina pugnaba por llegar hasta él, moviéndose como si la azotara una brisa perversamente juguetona que atravesara los cristales, oscilando sinuosa ante sus ojos.
Volvió a la cama, pero el corazón le latía tan deprisa que ya no pudo conciliar el sueño. Se quedó contemplando el techo. Cuando Rebeca todavía estaba con él y no podían dormir, Bruno suplicaba que le contara la historia del hilo rojo.
—¿Otra vez? —preguntaba Rebeca haciéndose un ovillo bajo su brazo, diminuta como un pajarillo en un nido.
—Por favor —rogaba Bruno, mimoso.
Bruno no sabía de dónde sacaba aquellas historias. A Rebeca le fascinaba todo lo que tuviera que ver conOriente, sobre todo con Japón. Podía pasar horas contando leyendas y hablando del viaje que harían cuando él fuera un escritor de éxito y ella una pintora por la que los bancos pagarían una pasta para adornarse con sus cuadros, que, según Rebeca, era lo más parecido a triunfar en el mundo artístico. Pero la historia del hilo rojo era la favorita de Bruno.
—Hay una leyenda —empezaba con su voz ronca y cadenciosa—, según la cual, todas las personas al nacer estamos unidas a nuestra alma gemela con un hilo rojo invisible atado al dedo meñique.
Los dedos de Rebeca enredaban su pelo y lo soltaban haciendo tirabuzones imaginarios.
—¿Por qué el meñique? —preguntaba Bruno, aunque sabía la respuesta.
—Porque es el dedo que conecta directamente con el corazón.
Y Rebeca deslizaba un dedo por su cuello hasta el pecho, golpeaba su corazón y seguía con la historia. Aquel gesto hacía que Bruno se sintiera amado, más incluso que cuando Rebeca se abría para él.
—Hubo una vez una bruja que podía ver hasta dónde llegaba el hilo rojo de todas las personas, y un emperador curioso la llamó a su presencia para que siguiera su hilo hasta la mujer que sería su amor y su compañera.
—¿Y la encontró? —preguntaba Bruno como un niño que no quiere perderse el final de su cuento favorito, aunque haya escuchado ese final mil noches y los párpados se le cierren.
—Por supuesto —susurraba Rebeca con su voz de terciopelo—. La bruja siguió su hilo rojo hasta una campesina que sostenía un bebé en brazos, y señaló a la niña diciendo que ahí acababa el hilo del emperador. Entonces… —aquí Rebeca siempre hacía una pausa dramática—, el emperador se enfadó mucho, muchísimo, y mandó decapitar a la bruja allí mismo. Estaba tan furioso que, sin querer, hizo caer a la niña de los brazos de su madre y esta se golpeó en la frente haciéndose una herida.
—Qué capullo —decía siempre Bruno en este punto, como un ritual.
—Integral. Pero pasó el tiempo, mucho, mucho tiempo. Y llegó un día en el que el emperador tuvo que contraer matrimonio. Sus asesores le buscaron una buena esposa, la hija de un general de su ejército que había ascendido al destacar por su valor.
—¡Qué bien tener a alguien que te busque una esposa! Eso soluciona la mitad de tu vida.
Rebeca se reía, le daba un tirón de pelo y proseguía la historia:
—Entonces, cuando levantó el velo que cubría el rostro de la novia, el emperador vio en su frente la cicatriz que demostraba que la bruja había dicho la verdad. Porque aquella muchacha era la niña que hizo caer de los brazos de su madre.
—Tú eres el final de mi hilo rojo —murmuraba Bruno cerrando los ojos.
—Y tú el mío —contestaba Rebeca besando su frente.
Ahora, en la soledad de su cuarto, podía escuchar la voz de Rebeca resonando en su cabeza como un eco infinito. «Y tú el mío», repetía el eco. «Entonces, ¿por qué has soltado el hilo, Rebeca? ¿Por qué no puedo encontrarte?», quería preguntar.
—Déjame en paz —dijo quedamente a la habitación vacía mientras escondía la cabeza entre los brazos—. No puedo más.
Pero la voz no le dio tregua, tan clara como si pronunciara las palabras en alto.
«No. Jamás».
«Pues entonces vuelve. Vuelve conmigo. Rebeca».
Al rascarse la rodilla, una uña astillada hizo saltar un punto de la media. Sara masculló una retahíla de palabras malsonantes mientras contemplaba cómo el delgado hilo se precipitaba por su pantorrilla hasta el hueso prominente del tobillo, donde se detuvo burlón. Arrojó sobre la mesa el manuscrito que había estado leyendo y se frotó los ojos, desalentada, con la vaga esperanza de que al mirar no estuviera allí. Pero no.
Brad había asegurado que el libro era oro puro y que sería un éxito de ventas. «En la lista de los diez más vendidos la primera semana», habían sido sus palabras exactas. «Y un cuerno», pensó Sara por enésima vez mientras se miraba el desastre de la pierna. Aquella historia pretenciosa y aburrida apenas vendería los ejemplares que compraran familiares, amigos y los petardos intelectuales de turno para destriparlo en las columnas de los suplementos culturales. Brad se la había jugado bien.
La había invitado a cenar solo para que conociera a aquella veinteañera a medio vestir y con aires de haberse comido el mundo y no haberlo digerido. Sara ni había oído hablar de ella, pero su representante aseguraba que era una fiera de las redes sociales, una artista de vender su vida en fotos a millones de seguidoras que se morían por sus estilismos y que matarían por su libro. Sara tuvo que soportar dos horas interminables de risitas, cuchicheos y manoseos entre Brad y la chica, y muchas alabanzas de su agente, un tipo vestido con americana de estampado de cebra y unas gafas de sol que no se quitó ni para cenar. Si es que se podía tildar de cena las hojas de lechuga multicolor en las que, al parecer, consistían todos los platos de la carta en aquel restaurante.
—No deberías comer carne, querida, es fatal para la piel —había dicho la veinteañera con una mirada lánguida cuando Sara preguntó al camarero si tenían bistec.
Sara hubiera querido decirle que todo era fatal para la piel a partir de los treinta y cinco, pero se calló la boca porque estaba acostumbrada a ser amable y a complacer a los clientes. Además, a los veinte seguramente ella era igual de cretina y no lo recordaba. Así que, cuando el camarero dijo que no tenían bistec ni carne de ningún tipo, Sara sonrió y pidió lechuga.
Y después de aquello había llegado a su mesa el manuscrito en el que la chica se empeñaba en contar con pelos y señales una vida que acababa de empezar, y que era menos interesante de lo que se creía. Había podido comprobar que, efectivamente, aquella chica convertía en oro todo lo que se ponía o sugería, desde cremas a base de veneno de culebra a esperpénticos zapatos de tacón que te hacían caminar como si tuvieras una doble prótesis de cadera. Y que todo lo que hacía o con quién tenía una gran repercusión en determinado tipo de prensa. Pero aquel libro, que se anunciaba a bombo y platillo por los púlpitos de Internet, jamás tendría tanto éxito como las mamarrachadas que sacaba en su cuenta de Instagram.
No era solo que el libro fuera un bodrio mal escrito. El problema era que la horda descerebrada que saquearía las tiendas para comprar el último trapo lucido por su gurú de la moda no invertiría la paga semanal en comprar un libro que repetía los mantras dispensados gratis por la autora en blogs, entrevistas y redes sociales. Seguramente preferirían comprar en alguna plataforma low cost los zapatos que llevara en la presentación del libro.
Pero Brad estaba fascinado con la chica, y no era para menos. Pelo azabache, piel nívea sin un solo poro, ojos de un color aguamarina sin explicación genética, y unos pómulos tan altos como la luna y tan pronunciados como su ignorancia. Era una suerte para ella que la gente se quedara embobada con aquel rostro de diosa griega, porque así era más que improbable que prestaran atención a su charla insustancial.
—Venga, Sara —había suplicado Brad en un aparte tras la cena, mientras el representante salía a hablar por teléfono y la comelechugas había ido al tocador a vomitar la lechuga y el vaso de agua con gas—. Ya sé que no es tu trabajo, que estás por encima de esto, pero considéralo un favor personal. Tú sigues siendo la mejor. Si alguien puede hacer que su libro funcione esa eres tú.
Tendría que haber mandado a Brad y sus falsos halagos a freír espárragos en aquel mismo instante. Pero, a su pesar, todavía era incapaz de decir que no a Brad. Sara se frotó los ojos. Cada vez le costaba más mantener la vista fija durante horas, pero se resistía a usar las gafas de cerca prescritas por su oftalmólogo y que guardaba en el cajón de su mesa. Tenía treinta y cinco años y se consideraba joven para presbicia, pero la realidad mandaba. Se reclinó en el asiento y cerró un momento los ojos confiando en dormirse y que al despertar hubieran pasado cien años, pero no fue precisamente el tiempo lo que pasó por su despacho. La última y dorada adquisición de Brad entró sin llamar y se paró frente a su mesa resollando como si la persiguiera una jauría de cerdos salvajes. «La que faltaba, suspiró, para esto sí que me siento mayor».
Karin, su secretaria, entró detrás de la chica con un gesto de disculpa que Sara disipó con un aleteo de la mano, y luego se retiró poniendo los ojos en blanco y articulando con los labios un exagerado «lo siento, jefa» mientras cerraba la puerta dejándola a solas con la chica.
—¿Está ardiendo el edificio y tenemos que desalojar? —preguntó Sara con voz neutra. La convulsa criatura parpadeó, confusa, y luego se recompuso recordando su misión. Sara pensó que parecía la portadora de un mensaje del mismo Jesucristo vaticinando la fecha exacta del apocalipsis.
—El señor Parker desea verla, señorita Martin. Inmediatamente —dijo con el rostro arrebolado, llevándose la mano a la altura de sus dos enormes pechos como si no pudiera atemperar los locos latidos de su corazón. Sara pensó que había saboreado demasiado lo de «señor Parker».
—Pues el señor Parker tendrá que esperar, porque ahora estoy ocupada con otro encarguito suyo.
La chica boqueó igual que un pez debatiéndose sobre la cubierta de un barco y sus candorosos ojos azules parpadearon como los de una muñeca al ponerla boca abajo. Sara tenía la teoría de que, a medida que la próstata de Brad se iba haciendo más grande, el cerebro de sus becarias y sus ayudantes iba disminuyendo de forma proporcional, y aquella chica no hacía sino confirmarla. Embutida en un vestido de cuero sintético y unas botas de mosquetero por encima de las rodillas, la nueva parecía una ferviente seguidora de la reina de las redes sociales reconvertida en escritora. De hecho, juraría haber visto aquellas botas en alguna de sus fotos.
Sara sonrió para sí. ¿Cuándo había pasado de Blancanieves a la malvada bruja? En fin, había cosas que no tenían vuelta atrás, a menos que entraras en coma inducido, cosas como la experiencia y la absoluta certeza de que aquella chica no podría dar una explicación coherente, aunque la tuviera y fuera la única idea en la oquedad de su cabeza. Parecía genuinamente afectada por la negativa de Sara a salir corriendo al despacho de Brad. Solo esperaba que no empezara a llorar.
—Pero me ha dicho que es muy urgente —titubeó con un hilo de voz haciendo hincapié en la palabra «muy»—. Muy urgente.
—Por favor… ¿Lori? —La chica asintió, turbada, con un halo de súbita esperanza en su rostro. Sara había visto desfilar a cientos de chicas como ella por la empresa: jóvenes, guapas y atolondradas. Apenas recordaba un par de nombres, pero todos eran exóticos, modernos y a veces ridículamente pomposos y evidentemente inventados sobre la marcha—. ¿Sería ahora tan amable de salir de mi despacho y decirle al señor Parker que iré a verle en cuanto pueda? Cierre la puerta al salir, si no le importa.
—Laurie —dijo la chica arrugando la nariz enrojecida por una repentina ira, como si acabara de recordar el lugar que cada una ocupaba ahora en la empresa—. Me llamo Laurie. Y no le quepa duda de que se lo diré al señor Parker.
Sara se sintió aliviada cuando la chica salió como si fuera la mismísima reina de Inglaterra y ella le hubiera pisado un juanete al hacer la reverencia. De verdad que se sentía mayor para tantas tonterías. Se levantó y fue al baño privado del despacho. Siempre guardaba allí ropa de repuesto, incluido un vestido de cóctel para emergencias, una costumbre derivada de aquellos tiempos en los que vivía en la oficina enlazando presentaciones de libros, reuniones interminables y eventos que se alargaban hasta altas horas de la madrugada. También guardaba una botella de vodka para ocasiones especiales, de esas que ya no tenía. Sacó un par de medias nuevas de un armario, ni tan bonitas ni tan caras como las que arrojó a la papelera con todo el dolor de su corazón, y luego se retocó el maquillaje con la esperanza de que aquel conocido ritual serenara la inquietud que Laurie, o como quiera que se llamara, había dejado tras de sí como la estela de un mal perfume.
La mujer que la miró desde el espejo tenía un aspecto tan desangelado que estuvo a punto de echarse a reír. A lo mejor el puñetero espejito también había envejecido mal, como uno de esos espejos de los probadores que te señalan la celulitis y las lorzas como si no supieran hacer bien su trabajo. Por Dios, ¿tan difícil era que te hicieran sentir un poco mejor? Se aplicó un último retoque de brillo de labios y se acomodó el traje chaqueta, pero, pese a todo, el aleteo nervioso de su estómago persistía como una náusea cuando salió del aseo.
Hacía tiempo que Brad no la convocaba a su despacho. Ya había pasado ese tiempo. Ambos se habían instalado en una apacible rutina existencial con una confortable planta de por medio. Sara cumplía con su trabajo como siempre, más centrada en las relaciones públicas de sus escritores que en las cuestiones meramente empresariales o editoriales, que apenas se saldaban con un par de memorándums que Brad enviaba por correo electrónico por mero compromiso. Pero a Sara no le importaba. Disfrutaba con aquella parte del trabajo con la que sentía que se forjaba realmente la imagen de la empresa.
Y en otros aspectos ahora era el tiempo de las Laurie y las Loris del mundo, jóvenes y frescas, sensibles aún a los encantos de jefes maduros que parecían poder ofrecerles el planeta entero sobre una bandeja de plata con una copa de champán. No sabía si echaba de menos esa capacidad de dejarse deslumbrar, pero, en cualquier caso, no era el momento de lamentar nada de lo vivido.
Una contrita Karin asomó discretamente la cabeza por la puerta tras tocarla suavemente con los nudillos. Sara le hizo un gesto para que pasara.
—Sara, también te ha llamado la agente de Vivien. Tres veces.
Sara elevó los ojos al cielo. No hacía falta preguntar de qué Vivien se trataba. En aquella empresa era como hablar de la Kennedy o de la Callas. O de la Beckham. El nombre de Vivien Mitchell se pronunciaba con reverencia y pavor al mismo tiempo. Solo que Sara no era de las que tenían tendencia ni a la reverencia ni al pavor, seguramente porque su propia vida daba mucho más miedo que aquella mujer.
Vivien Mitchell, delgada como un junco, arrolladora como un tifón, fumadora empedernida y deslenguada por vocación, había sido el terror de los editores de aquella casa hasta que dio con Sara. Contra todo pronóstico, Sara había domesticado al dragón cual san Jorge, y Vivien Mitchell, gran señora del terror psicológico y reina de ventas, que había conseguido la dimisión voluntaria o forzosa de los últimos tres editores, se avino a trabajar con aquella nueva editora listilla. Lo cierto era que, en cuanto Vivien había comenzado a intimidarla, y aun a riesgo de acabar en la calle con una caja de cartón con sus cuatro cosas y una carrera frustrada, Sara había mirado a la escritora estrella con frialdad, la había invitado a sentarse y, directamente, había dicho que su novela, aunque buena, podía ser mejor. El rostro bronceado y cuajado de arrugas de Vivien se había contraído por la furia, pero luego, en lugar de gritar, había empezado a reírse hasta que dijo que se había mojado las bragas.
—Pues dile a Sally que me llame Vivien directamente —masculló—. O que ella y Vivien dejen de acosarme con sus tonterías.
La pobre Sally no tenía la culpa. De hecho, Sara pensaba que habría que canonizarla y guardar sus huesos como reliquias milagreras, pero tampoco estaba dispuesta a que la hiciera cargar con el peso muerto de los ataques de histeria de Vivien Mitchell. Si había algo que Sara no soportaba eran los comportamientos infantiles y las rabietas patéticas de los que están acostumbrados a salirse siempre con la suya. Y Vivien era de esas. Se le había metido en la cabeza que la promoción de su última novela había sido poco agresiva y que por eso su libro no había alcanzado las ventas a las que estaba acostumbrada. Sara le había explicado por activa y por pasiva, y en todos los tiempos verbales conocidos, que la promoción se había realizado con todo el esmero de siempre, que durante semanas el mundo editorial había respirado su último libro y que las redes sociales habían sido sacudidas a tope. Pero se había abstenido de comentar que su público fiel estaba muerto o había olvidado hasta su nombre, y que las nuevas generaciones no se enganchaban ni a la temática ni a la forma de contarla que había hecho famosa a Vivien Mitchell. Eso era algo que habría que abordar con Vivien tarde o temprano, pero, como solía decirse, a ver quién era el desgraciado ratón al que le tocaba ponerle el cascabel al gato. O, en este caso, a la leona. Sally pensaba que Sara era la persona adecuada, y Sara tenía sus dudas.
—Déjalo, Karin, y perdona —dijo al fin, pensando que tampoco ella podía descargar sus muertos sobre su asistente—. Hablaré luego con Sally. Los dramas de uno en uno. No me pases llamadas en un rato, ¿de acuerdo? Voy a ver al señor Parker, a ver qué quiere que sea tan urgente.
Echó un último vistazo a su aspecto y, luego, dándose ánimos como si fuera a jugar la final de una competición de tenis, se encaminó al despacho de Brad Parker taconeando tan alegremente como sus pies se lo permitían. «Ánimo y al despacho del jefe. Que ya no está al final del pasillo a la derecha», se dijo con una radiante sonrisa y guiñando un ojo a la mujer que quedaba atrás, encerrada en el espejo donde aún podía tener veinte años.
Al abrir el portal, el sol lo sorprendió con tanta virulencia que temió haberse quedado ciego. «No volveré a beber», se dijo mientras su estómago se sacudía de asco al pensar en los mojitos trasegados la noche anterior, y que de madrugada habían salido directos al retrete en un chorro sin fin que le abrasó el esófago y la garganta. Sabía que no era verdad, por supuesto, que volvería a salir con la pandilla y a beber como si no hubiera un mañana. Estaba decidido a cometer todos los excesos que fuera menester con tal de aplacar el sufrimiento, aunque fuera a cambio de aquel dolor punzante en su cabeza y de un estómago centrifugado.
A veces la promesa de un nuevo día le impelía a pensar que todo podía ser como antes, que había oportunidades insospechadas haciéndole guiños en las esquinas. Y podía permitirse el lujo de pensar que todo había sido un sueño, que no había voces en su cabeza ni cortinas ondulantes queriendo arrastrarlo al inframundo, que el último año sin Rebeca no había existido. Pero esas mañanas eran cada vez más escasas. Por lo general, despertaba abotagado, dolorido y con aquella sensación de pérdida que nacía en el pasado y parecía extenderse por todo su futuro, como un páramo de Cumbres borrascosas.
Se ajustó las gafas de sol y sujetó la puerta para que su vecina, cargada con una bolsa de la compra, pudiera pasar. La mujer le miró sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua contra los dientes. También era mala suerte cruzarse con ella, la petarda que aporreaba la puerta cuando ponían la música y que se quejaba del olor a canuto en la escalera, total, por una vez que un amigo había traído uno. Incluso había llamado a la policía varias veces. Bruno se mantuvo impertérrito mientras la mujer pasaba, y luego salió a la calle dando un portazo sin mirar atrás, tratando de no hacer caso del farfullo indignado de aquella vecina pejiguera y cotilla.
—Anda y que te den, so bruja —murmuró cabreado.
Antes las quedadas las hacían en su casa, pero después de la última vez, con aquel policía que se puso chulo y que hizo subir la bronca varios decibelios, sus amigos habían decidido volver a quedar en los bares o en la calle para beber. A veces subían a ver un partido y pedían unas pizzas, a escondidas como si fueran delincuentes. ¿De qué servía tener una casa propia si tenías que estar bebiendo por ahí? Pues eso. Para nada. Era como tener que follar en un coche teniendo colchón. Al menos, pensó con una sonrisa amarga, de eso la vecina no se había quejado, seguramente porque le daba vergüenza. O envidia.
Callejeó como un autómata hasta salir a la calle General Ricardos y luego se paró en seco sin saber por dónde seguir. Aquel día no tenía ganas de llegar hasta la moderna zona de Madrid Río. No quería ir por las aceras con escaparates de grandes cristaleras que le devolvieran la imagen del espectro en el que se había convertido desde que Rebeca saliera por la puerta de su vida, ni cruzarse con la riada de gente que pululaba a todas horas por la arteria principal del barrio. Así que reculó y volvió a meterse por la paralela a su calle, siguiendo los pasos de su niñez.
El parque de arena con columpios roñosos había sido sustituido por uno de aquellos parques con suelos de gomaespuma y vallas de colores que provocaban ataques epilépticos. En el barrio sobrevivían algunas viejas tiendas que conservaban los mismos cristales cubiertos de mugre y los letreros descoloridos, como el de la peluquería donde su madre los llevaba de pequeños, en cuyo letrero rojo, blanco y azul se leía con orgullo que el establecimiento llevaba abierto desde 1962. Pero en los últimos años habían proliferado bazares chinos y restaurantes exóticos con olores que te atravesaban de parte a parte, tiendas de móviles y cachivaches electrónicos, rastrillos de segunda mano y fruterías que exhibían su mercancía en la calle.
Se detuvo en un kiosco y compró una revista de motos, para seguir fantaseando con comprarse una, algún día. Luego se encaminó a una pequeña plaza donde los árboles daban sombra y los abuelos pasaban la mañana echando pan a las palomas. No le gustaban las palomas, eran como ratas del aire y lo dejaban todo lleno de cagadas verdosas que le daban mucho asco. Pero la plaza tenía una zona para jugar a la petanca, y el ruido de las piezas al entrechocar era tan hipnótico que podía despedirse de su cuerpo durante un rato, decir adiós al hombre patético y triste que caminaba por la calle con su revista bajo el brazo, sin oficio ni beneficio, con un pasado que le hundía los hombros y un futuro incierto. En un limbo perpetuo.
Dos adolescentes, con falda de tablas a cuadros y medias hasta media pierna, se cambiaron de acera cuando se lo encontraron de frente. Pensó que su aspecto debía de ser bastante lamentable, y trató de recordar cuándo se había duchado por última vez, conteniendo el impulso de bajar la nariz para olerse el sobaco. Empezó a reírse como un tonto meneando la cabeza y las chicas se volvieron para mirarle, cuchicheando entre risitas. Solo se relajó cuando llegó al parque y se recostó en un banco de madera cubierto de pintadas. No había abuelos alimentando palomas, ni jugando a la petanca.
Contempló el juego de los rayos de sol filtrándose entre las hojas de los árboles y recordó que los japoneses tenían una palabra para definir aquella luz: Komorebi, luz que atraviesa las hojas. En cambio, no tenían ninguna palabra para la jubilación, porque no concebían una senectud vinculada a la petanca. Peor para ellos. Aquellas eran las cosas que le gustaban de Rebeca, su capacidad de contar anécdotas curiosas, historias extrañas, leyendas de fantasmas con las que trataba de infundirle temor. Él se reía.
—Eres idiota —decía Rebeca dándole un manotazo o pellizcando su antebrazo—. No ves más allá de tu enorme narizota.
No era cierto. No veía más allá de ella.
Si cerraba los ojos podía sentir que aún era verano y que él era ridículamente joven, un adolescente larguirucho y lampiño bronceándose al sol. Era raro sentirse tan viejo si lo pensaba bien. Pero no quería pensar, porque sus pensamientos parecían alimentarse de su cuerpo, royéndole por dentro, consumiéndole cada día un poco más, hasta que no quedara de él sino un montón de pellejos resecos.
El día anterior había llegado otra carta. Dios. ¿Es que nadie iba a respetar su dolor en aquella puñetera editorial? Ojalá hubiera consultado con un abogado antes de firmar aquel maldito contrato, que le pesaba como un yugo. Mira que se lo habían repetido hasta la saciedad todos sus amigos: «Búscate un agente literario, un abogado, alguien que te asesore, chico, que te estás jugando mucho». Hasta Olga, que había estudiado Derecho y trabajaba en un juzgado, se había ofrecido a ayudarle. La buena de Olga, siempre dispuesta a echar una mano con lo que fuera. Pero no. Toda su vida había ido de sobrado, desde la universidad, confiando en que la suerte estaría de su lado. Al fin y al cabo, así había sido siempre, como si el destino se sintier
a culpable por haber sido un cabroncete. Si se presentaba a un examen que no se había preparado, en el último momento caía en su mano, como por arte de magia, la hoja con las respuestas; si había dos exámenes distintos, siempre le tocaba el fácil; si salía a tomar algo, siempre acababa con la chica más guapa colgada de su cuello.
Su amigo Charly era el guapo y Jorge, con diferencia, el más listo, pero también el más vago de todos. Y él era simplemente un tío con suerte que ganaba todos los concursos literarios con cuentos y novelas cortas. Rebeca se sentía muy orgullosa de él. Mi escritor, decía entre besos. Por eso no fue ninguna sorpresa que su primera novela seria, la que escribió para matar la angustia cuando Rebeca desapareció, se convirtiera en la revelación del año. A él apenas le importó. La novela fue solo un grito de auxilio, la forma de decirle a gritos a Rebeca que volviera, estuviera donde estuviera. Pero el caso era que Rebeca no había vuelto y los que sí se habían presentado en su puerta habían sido los tipos de aquella editorial londinense que ni siquiera sabía que existía. Le habían explicado una compleja historia de compras y absorciones, para terminar diciendo que la editorial española que compró los derechos de su novela ya no existía, que solo existían ellos. Después, habían extendido un cheque a su nombre, con tantos ceros que no supo ni contarlos, y él había firmado como un autómata todo lo que habían puesto por delante, sin hacer preguntas. Y al parecer también había firmado que escribiría una segunda novela, y que el dinero era parte de un adelanto por algo que no tenía intención de hacer.
Unos meses después, empezaron a llegar las malditas cartas, primero amables, luego amenazadoras con burofax y certificado de Correos, como si fueran a meterle en una lista de morosos. Y luego llegó aquel tipo. Weaver o Wiver, o a saber cómo se llamaba, sudando a chorros y farfullando, mientras el tío que traducía hablaba de demandas y tribunales. Su amiga Mónica los había puesto de patitas en la calle, y luego ambos se habían reído como locos, se habían bebido una botella de vino entre los dos y se habían dedicado a hacer el amor en el suelo cual mandriles. Por supuesto, a Olga no le hizo ninguna gracia aquella historia cuando la contaron, pero claro, Olga era secretaria judicial y no veía la gracia de casi nada. Por eso no le había contado tampoco lo de la pelirroja que mandaron después, una tía con unas tetas estupendas a la que al final le daba igual que escribiera o no, mientras le diera lo que pedía. Que era de todo y a todas horas. Eso no se lo había contado a nadie, ni a Olga ni, por supuesto, a Mónica. Al final, la pelirroja también se largó, y los últimos meses le habían dejado en paz, ni llamadas, ni correos, ni gente golpeando su puerta. Hasta aquella carta certificada con el sello de la editorial que le había entregado el cartero el día anterior y que todavía no había abierto.
El teléfono móvil vibró otra vez en su bolsillo. No recordaba si ya era la quinta o la sexta vez. Llamadas perdidas de su madre, de sus amigos, números desconocidos y largos que parecían una amenaza en la pantalla de su teléfono. Todo el mundo quería algo. Dinero, amor, sexo, explicaciones.
Su amigo Jorge, alias Vago, siempre quería quejarse de que Estela no le hacía caso. Estela pasaba de las niñerías de Vago y solo quería que Bruno volviera a trabajar con ella, como en los viejos tiempos, decía, como si todos hubieran envejecido mil años. Charly quería que volviera a salir con chicas y que dejara de acostarse con Mónica dándole esperanzas, su madre quería que saliera menos y no se acostara con nadie, y Mónica quería lo que había querido siempre, desde que se habían enrollado en el instituto. Y luego estaba Olga, que se empañaba en salvarle del mundo como si fuera Juana de Arco en misión divina. Como había escrito Vago en aquella canción que compuso una noche en la que se habían pasado con las copas, todos le prometían el paraíso a cambio de algo. Testigos de Jehová, vendiendo el paraíso en multipropiedad. Su amigo Vago era un poeta y cuando componía era un dios, aunque él no lo supiera. Pero solo había una llamada que le interesara.
Miró la pantalla por si era el número de Rebeca. Hacía mucho tiempo que no tenía aquella inquietud, pero después de casi un año había ocurrido lo inesperado. Hacía un par de días había recibido un mensaje desde el móvil de Rebeca, el mismo que llevaba desactivado desde su desaparición. Un mensaje de Rebeca diciendo que dejara de esperarla. Apenas unas palabras que le habían convertido en estatua de sal. ¿Cómo era posible? Rechazó la llamada entrante de su madre y volvió a leer el mensaje de Rebeca otra vez: No voy a volver. Deja de esperarme. Como si eso fuera posible. ¿Qué significaba que no iba a volver? ¿Es que había necesitado un año para pensar si volvía o no? ¿Y por qué de pronto había decidido que no? Bruno no dejaba de darle vueltas en su cabeza.
Sopesó por un momento la posibilidad de ir a la comisaría donde aquel inspector, Andrés Castillero, llevaba el asunto de Rebeca. Por si sabía algo más que le ayudara a descifrar aquel mensaje. Al principio había ido casi todas las semanas; al final, una vez al mes. Castillero siempre se mostraba amable, lo invitaba a pasar a su despacho, un cuchitril atestado de papeles con una fotografía del rey que parecía elevarse sobre la tonsura de su cabeza. Bruno escuchaba cada vez, con paciencia, las mismas palabras: que hacían todo lo que podían y que era mejor para la investigación que él se mantuviera al margen de la familia.
Pero la última vez, cuando Bruno se volvió para despedirse desde la puerta del despacho, había sorprendido a Castillero mirándole fijamente, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados tras los gruesos cristales de sus gafas. Antes de que el inspector guardara de un portazo el pensamiento que le cruzaba por la cabeza, como quien cierra un cajón de golpe, Bruno pudo oírlo con la misma claridad que si hubiera pronunciado las palabras. Comprendió que, para el inspector, él oscilaba entre un tipo patético al que su novia había abandonado y, en el caso de que la desaparición no fuera voluntaria, un buen candidato para ser culpable. Aunque ambos sabían que eso era imposible. El inspector había desviado rápidamente su mirada de topo hacia la pantalla apagada de su ordenador, pero a él todavía le escocía y no había vuelto a pasarse por la comisaría. También había dejado de consultar todos los días la página oficial de desaparecidos de la policía y los obituarios, por si un día Rebeca dejaba de estar en la primera o salía en la de los segundos.
No. Definitivamente, no quería volver a ver al inspector Castillero ni oler su colonia rancia. No quería oír que hacían lo que podían dadas las circunstancias, cuando era obvio que lo único que habían hecho hasta la fecha era perder el tiempo y ponerle una diana en la espalda para destripar cada rincón de su pasado. Y, por supuesto, no quería volver a sentirse furioso, indigno, pequeño y aún más desgraciado después de pasar por su despacho.
Pero sabía que al final iría a la comisaría de la calle Padre Amigó, subiría los escalones desgastados y preguntaría otra vez por el gilipollas del inspector Castillero. Tal vez no aquel día, pero lo haría. Lo que no tenía intención de revelarle al inspector era lo del mensaje, porque sería como reconocer que él se había pasado un año haciendo el tonto mientras Rebeca estaba por ahí viviendo la vida loca. Y además había algo raro en aquel inquietante mensaje. ¿Por qué ahora? Bruno se debatía entre desear que el mensaje fuera cierto y que no lo fuera. Por un lado, quería que Rebeca estuviera sana y salva en algún sitio, y por otro no quería saber que lo estaba y que había conocido a otra persona. Era todo muy confuso.
Cerró los ojos para que la amenaza de octubre desapareciera de su corazón. Imaginó que caminaba por los últimos tramos de la primavera y que pronto llegaría un verano lleno de promesas, con árboles rozando el cielo con su verdor y ese aire pesado de las tardes de siesta. Así tendría que ser siempre la vida, pensó, un eterno verano al sol, un verano con ella, como si todo pudiera rebobinarse igual que las cintas de VHS que había en casa de su madre, y ninguno hubiera cruzado la línea del páramo en el que ahora vagaban cada uno por su lado.
Desde que había recibido aquel mensaje, Bruno tenía mucho miedo, de todo.
De todo.
Había pasado mucho tiempo desde que Sara esperara con ansiedad las llamadas de Brad Parker y desde que él dejara de ser el señor Parker para ser simplemente Brad, y ella pasara de abnegada secretaria a «mi querida Sara». Ahora Brad había triplicado su fortuna, la editorial acababa de absorber a su competidor más cercano en el mercado inglés, y ella, la pequeña paleta que acababa de llegar a Londres huyendo de un futuro incierto y un pasado doloroso, ahora ocupaba el cargo de directora de Comunicación y Protocolo.
Un largo camino hacia la mediana edad y la soledad más absoluta, pensó con cierto resentimiento mientras saludaba a Olivia, la eterna secretaria de Brad Parker, que parecía hecha de cera. De momento, el camino siempre parecía finalizar en aquella puerta de doble hoja y madera noble con el nombre de su jefe y la palabra Presidente en baño de oro. Se preguntó cuál sería el motivo de aquella reunión tan misteriosa como inoportuna. Como si no tuviera bastante trabajo.
—Te está esperando —dijo Olivia haciendo un gesto con su cabeza hacia la puerta. Ni un solo pelo osó desviarse de sitio—. Y está de muy mal humor.
La becaria que había asaltado su despacho como un soldado a punto de comunicar a su general que la guerra se había ido al garete, fingió que no la veía. Al lado de Olivia, Laurie ya no tenía tantos humos, y hasta su vestido parecía menos ajustado de lo mucho que se encogía para pasar desapercibida. Sara sonrió. Olivia había sido una enemiga formidable desde el principio y ambas se habían detestado con igual intensidad hasta que, finalmente, firmaron un tácito armisticio que coincidió con el final de su relación con Brad. Ahora se trataban con cortés deferencia, cada una en el trono que se había ganado a lo largo de los años. Sara siempre sospechó que en algún momento Olivia había estado en el mismo barco que ella, que pertenecían al mismo club secreto de Brad o que, al menos, Olivia lo había deseado intensamente. Pero no era algo de lo que se hablara durante un ocasional encuentro en la máquina de café o durante la fiesta de Navidad.
Sara se mordió los labios mientras golpeaba levemente con los nudillos la puerta y giraba el picaporte sin esperar respuesta. Hubo una época, recordó con nostalgia, en la que Brad parecía no poder dar un paso sin consultar con ella previamente, aunque solo fuera para decidir a qué evento acudir qué noche, o si la corbata debía ser más osada que conservadora o viceversa. Pero de eso hacía mucho tiempo.
Bradley estaba sentado tras su mesa de escritorio, con las gafas caladas sobre la nariz y el nudo de la corbata aflojado. De pronto, Sara se sintió intimidada. ¿Quién era aquel señor mayor que ocupaba el despacho de Brad? ¿Dónde estaba el hombre que aceleraba su corazón e incendiaba su pasión con cada encuentro haciéndola gozar y reír a un tiempo con su encanto? Desde luego, no era el sátiro con el que había cenado mientras trataba de seducir a la Reina de las Redes, y, menos aún, aquel hombre mayor, cansado y aburrido. ¿Pensaría lo mismo él de ella, que parecía mayor, cansada y aburrida?
Se preguntó cuántos años tendría ya Brad. Hasta ahora había conservado su aire de remero universitario, cosmopolita y distendido, y había que mirarlo muy de cerca y muchas veces para reconocer en él algún signo de la edad madura. Pero ahora parecía distinto, con profundas ojeras bordeando sus ojos, otrora chispeantes, y la carne de la barbilla colgando como la de un pavo. ¿Cuándo había pasado todo aquello?
—Sara, me alegro de verte —dijo levantando la vista un momento—. Siéntate, por favor. Estaré contigo en un momento.
El tono de voz le pareció a Sara demasiado jovial y forzado. ¿Y qué era aquello de que se alegraba de verla? Como si fuera una visita de cortesía. Sara se sentó con cierto estiramiento en el sofá, con las posaderas cerca del borde y cruzando las piernas para no caerse. Habían remodelado el despacho, y la moqueta y el sofá, ambos de un intenso índigo, lucían elegantes entre los muebles de haya y cristal blanco, pero Sara no quería pensar en las cosas que el nuevo sofá habría tenido que soportar, las mismas seguramente que el viejo sofá de cuero cuando Brad la invitaba al despacho. Tragó saliva. A veces no podían ni llegar al sofá, y no había rincón de aquel despacho que no la hubiese contenido desnuda, húmeda y excitada para recibir al hombre que ahora la hacía esperar allí sentada, junto a una orquídea blanca de penetrante olor almibarado y en un sofá que era como una cama ajena y usada.
Parker siempre había sido un hombre elegante y atractivo, impecable en sus estilismos y generoso con su sonrisa. En los negocios era taimado, prudente y meticuloso, y Sara sentía que parte de ese carácter se lo había transferido con el roce. Todo lo que sabía se lo debía a Brad. Se estremeció ahogando un suspiro y sonrió forzadamente cuando Brad se dejó caer a su lado con la elegancia de un siamés. Llevaba unos gemelos de oro en los puños, que se estiró formalmente a la par que cruzaba sus piernas largas y delgadas. Vestía una inmaculada camisa blanca y una corbata de un brillante azul celeste, que contrastaba con el más oscuro de sus ojos. Pero había algo deslucido en su figura, un aura de abatimiento que obligó a Sara a separarse un poco más en el sofá, como si temiera contagiarse de lo que fuera que le pasase.
Brad la observó con detenimiento frunciendo los labios, mientras fingía buscar unas palabras que ya tenía más que estudiadas en su cabeza. Sara le había visto hacer aquello en muchas reuniones. Había cosas que no cambiaban.
—Brad, si algo me enseñaste —dijo al fin—, es que el tiempo es valioso, así que desconozco el motivo por el que lo estás desperdiciando conmigo, pero estoy segura de que no va a gustarme.
Brad sonrió, pero ni por esas se reavivó el encanto que en otros tiempos le había provocado sudoraciones. Aquella era la sonrisa del tipo que tras años de entrenamiento había llegado el último en la maratón y tenía que oír que lo importante era participar. Sara sintió una alarma silenciosa activarse en la boca de su estómago, una vibración sutil que la puso en alerta, tan concentrada como un paracaidista a punto de saltar.
—Me conoces bien, Sara. ¿Quieres una copa? —Trató de sonar frívolo, pero Sara notó que le temblaban las manos y que en su voz se deslizaba, sinuoso, un atisbo de miedo. La alarma ya no era tan sutil. Era más bien la sirena de un cuartel de bomberos. Algo iba rematadamente mal.
—Y ahora necesitamos alcohol para desembuchar. Está bien, Brad. Lo de siempre.
Le miró dirigirse al mueble bar y servir dos whiskies cortos con un chorro de soda y el hielo justo. Y luego lo soltó:
—Estamos al borde de la quiebra. Más que al borde, Sara.
Sara le miró súbitamente petrificada, su mano rozando la suya en aquel instante, siendo consciente del calor de sus dedos y del frío cristal del vaso en el que tintineaban los cubitos de hielo.
—¿Cómo dices?
Fue consciente de que su voz sonó como el graznido de un cuervo, pero Brad ya se había vuelto a sentar y había empezado una larga diatriba sobre las nuevas condiciones del mercado, la ausencia de nuevos talentos, los tiburones de las plataformas online y las consecuencias imprevisibles de una absorción que se había anunciado a bombo y platillo con la idea de salir a bolsa en el futuro. Sara escuchaba los detalles con la mirada perdida, tratando de digerir la noticia.
—Soy directora ejecutiva en esta empresa y no sabía nada de esto. ¿Desde cuándo tenemos este… problema? —No era capaz ni de encontrar la palabra adecuada para definir aquella maraña de incongruencias. Tomó un trago largo que le supo a hiel.
—Hace un año empezamos a caer en picado —reconoció Brad como un niño sorprendido robando los caramelos del bote—. Lo siento, Sara. No debí escuchar a Weaver con la absorción de la Editorial MissTerius. Todavía no nos habíamos recuperado de la inversión en Barcelona.
Sí, sí, pensó Sara, la absorción de MissTerius, la gran competidora a la que por fin habían dado caza y a la que ella apenas dedicado su tiempo, ocupada como estaba con su trabajo y sus escritores. Aquella editorial en quiebra había necesitado una considerable inyección de capital que había culminado con despidos masivos y reajustes de esto y de lo otro. Era fácil ver el desastre venir desde su trono de Emperatriz de los Eventos, esperando que la cagada no rozase los bajos de su capa de armiño. Sara se frotó las sienes y la frente con la mano libre y apuró su copa. Sentía ya el galope de un lacerante dolor de cabeza.
—¿Por qué no está aquí Weaver? —preguntó Sara levantándose de improviso para liberar la energía negativa que le carcomía por dentro—. ¿No tendría que estar aquí el director financiero?
—Te lo contaré todo, Sara. Pero siéntate, por favor. No tardaré mucho.
Cuando Brad acabó de hablar Sara sentía toda la sangre de su cuerpo dando bandazos, enloquecida, bajo la piel. Haciendo gala de todo su autodominio, se puso lentamente en pie, consciente de que estaba a punto de cometer un desatino.
—Brad Parker. Eres el hombre más tonto del mundo —se limitó a decir antes de marcharse.
Bruno se adormeció en el banco pensando en Rebeca y solo salió de su modorra cuando unos agentes municipales le instaron a abandonar el lugar como si fuera un sintecho. Había llegado el momento de tomar una ducha, quitarse aquella barba de varios días y comer algo caliente. El recuerdo de las comidas de su madre le provocó un revoltijo de jugos gástricos que se tradujo en arcadas secas junto a un árbol. Se lavó la cara en la fuente, bajo la atenta mirada de un labrador del que colgaba una lengua rosada y pastosa, y que esperó su turno sin rechistar. Bruno sonrió tímidamente a su dueña, una mujer con una permanente anticuada que no le devolvió la sonrisa. Pensó que estaba perdiendo el toque con las mujeres, que ya no se sentían cautivadas por sus hoyuelos picarones y su aire travieso.
Volvió a casa por General Ricardos, dejándose arrollar por la riada de personas que parecían tener algo importante que hacer aquella mañana de un día laborable. A la altura del metro de Oporto, vio a un abuelo rebuscando en el colillero de una papelera y el estómago se le estrujó un poco más. Se acercó y le ofreció un cigarrillo de los suyos, que el hombre cogió con mano dubitativa. Antes de que encontrara las palabras para agradecérselo, Bruno ya había seguido su camino y había cruzado corriendo un semáforo para llegar a la acera contraria en la que se encontraba el palacete de la Fundación Goicoechea Isusi.
Se paró un momento para contemplar las ruinas valladas de la antigua casa, como dos enemigos que se hubieran convocado para un duelo y no se decidieran a empezar. A sus espaldas, Bruno oía el repiqueteo de martillos y maquinaria pesada provenientes del edificio de pisos que se construía en un solar frente a la fundación. La enorme grúa osciló sobre su cabeza dibujando sombras sobre la acera, haciéndole recordar aquellos viejos dibujos animados antiguos en los que una grúa dejaba a un coyote espachurrado en el suelo. Por dentro se sentía igual de plano, tanto que a veces le sorprendía verse a sí mismo en todas las dimensiones, como si se hubiera convertido en el reflejo de su espejo, un ser carente de profundidad.
Miró al viejo palacete con malicia. «Ese será también tu destino», pensó. «Cualquier día te echarán abajo y empezarán a levantar pisos de lujo. Oh, sí, pisos como los del cartel, de dos, tres y cuatro habitaciones, con trastero y garaje». No podría dar una explicación razonable ni aunque estuviera en sus cabales, pero odiaba aquel edificio que parecía reírse de él cada vez que pasaba, y que le ponía en el pecho una presión ansiosa, como si alguien le pisara el esternón con una enorme bota. Hizo una peineta silenciosa en su mente y siguió caminando. Ya no sacaba el dedo físicamente, no desde que uno de los gruistas se dio por aludido y quiso darle un par de hostias. La gente estaba muy mal de la cabeza.
Rebeca, en cambio, sentía fascinación por aquella ruina. El edificio de tres plantas estaba abandonado desde que Bruno tenía memoria, anclado en aquel barrio como un buque varado tras una tormenta. Todos los accesos habían sido tapiados con ladrillos rojos, en contraste con las fachadas cubiertas de grafitis descoloridos y la decadente majestuosidad de los frisos y las columnas dóricas que flanqueaban la entrada. Las vigas de hierro bajo el tejado habían empezado a quedar al aire, igual que púas de un puercoespín, y las barandillas de forja de los balcones habían desaparecido mucho tiempo atrás. A su alrededor crecían las hierbas y los montones de basura que provocaban continuas quejas vecinales por el mal olor y las plagas de cucarachas y ratas. De vez en cuando, un camión del Ayuntamiento venía y limpiaba la zona que una vez fue jardín, pero el edificio seguía bajo la titularidad de la fundación, y se moría mientras las unos y otros se pasaban la pelota sin ganas, en un ir y venir de promesas que nunca se materializaban en nada.
Había leído que el antiguo palacete fue originariamente un hotel de carretera, hacia finales del siglo XIX. En 1924 se construyó el edificio de la Fundación Ramona Goicoechea Isui para destinarlo a asilo de inválidos, cumpliendo así con el legado testamentario de doña Ramona Goicoechea, viuda de Murga, que quería que se dedicara a fines benéficos. Dos años más tarde, el edificio fue reinaugurado por la infanta Isabel de Borbón tras una reforma, y, hasta donde Bruno sabía por su madre, miembro activo de cualquier asociación de vecinos en pro de causas perdidas, el edificio había sido vendido otra vez por el Ayuntamiento tras vanas promesas de destinarlo a fines sociales. Ahora era un desecho urbano declarado en ruina desde el año noventa y cinco, pese a un nivel de protección urbanística que, en teoría, debía preservar los paramentos exteriores o lo que quedaba de ellos al cabo de tanto tiempo. Eso decía indignada su madre cada vez que veía el edificio o el tema salía a relucir. Hasta la fecha, y pese a muchas declaraciones de intenciones, todo seguía igual y Bruno pensaba que, tarde o temprano, el edificio sería sustituido por otro engendro como el que crecía en la acera de enfrente.
Rebeca se enamoró del palacete el primer día que lo vio y, cuando se cansó de fotografiarlo por fuera, no paró hasta convencer a Bruno para visitarlo por dentro.
—Está muy de moda —había dicho Rebeca para convencerle, como si a él a eso le importara—. Se llama urbex, de exploradores urbanos, y tengo un grupo con el que suelo practicarlo. Lo único que tenemos que hacer es no tocar nada y dejarlo todo como está. Venga, que seguro que te encanta.
Entre una compra y otra, a veces el servicio de vigilancia se daba de baja y nadie se acordaba de volver a sacar el concurso para la empresa de seguridad, así que en aquella época no había vigilantes ni alarmas. Se colaron una noche por un hueco en la valla de rejilla de la parte trasera, y deambularon durante dos horas como dos lunáticos por toda la casa mientras Rebeca lo fotografiaba todo con entusiasmo. Subieron por la escalera, sorteando cascotes, residuos indescifrables y miserias humanas de toda clase. A su paso, Bruno veía el movimiento acelerado de las sombras en los rincones, cuando las ratas corrían a esconderse. Sintió un escalofrío al imaginar sus ojos amenazantes y sus dientes afilados, pero siguió iluminando con la linterna los pasos de Rebeca, que le apretaba el brazo cada vez que algo llamaba su atención, emocionada con aquella aventura. Bruno, en cambio, estaba acojonado. No solo por el sitio, que le daba mal rollo ya solo por fuera y no mejoraba nada por dentro. También porque temía que algún vecino llamara a la policía pensando que habían vuelto a ocupar el edificio, aunque había que tener ganas o estar muy desesperado para meterse allí dentro. Todo parecía ir a desmoronarse de un momento a otro.
—No podemos llevarnos nada —susurró en un momento dado mientras Bruno miraba a su alrededor—. Recuérdalo.
Bruno se había limitado a asentir con la cabeza. Ni muerto tocaría nada allí, para tener que ponerse un montón de vacunas después. ¿Y llevarse algo? ¿Como qué? ¿El cubo de plástico roto donde los anteriores inquilinos okupas hacían sus necesidades? ¿El sofá carcomido con las tripas fuera y manchas indescifrables? ¿La inyección del tétanos, quizá? A él no le estaba encantando, pero Rebeca tenía los ojos brillantes por la excitación.
Mientras seguía sus pasos, Bruno había pensado que Rebeca tenía muchas facetas, algunas más brillantes que otras: la niña bien del barrio de Salamanca que iba al Club de Campo los fines de semana, la bohemia que estudiaba Bellas Artes y, por supuesto, la rebelde que salía con un pobretón de barrio y aspirante a escritor. También tenía un variopinto grupo de amigos: compañeras de los colegios elitistas a los que había acudido, amigos del club, de la Universidad de Berkeley, de la urbanización de la sierra y de la casa junto al mar. Y también el grupo con los que compartía aquellas aventuras proscritas, todos ellos estudiantes de Arquitectura o Bellas Artes aficionados a la fotografía, que allanaban en plena noche edificios en riesgo de derrumbe buscando huellas del pasado o de fantasmas despistados que no supieran que ya no quedaba nada de su antigua historia. Arriesgándose a que los detuvieran o a tener un accidente, pese a todas las recomendaciones de llevar calzado adecuado y los móviles bien cargados. Una panda de irresponsables que jugaban a ser grandes aventureros antes de acabar colocados por papá en algún museo o galería de arte.
Bruno suponía que a él no le iba aquel rollo porque toda su vida había convivido con edificios que se caían a pedazos, cines desahuciados, obras interminables y contenedores a rebosar de cascotes e inodoros. No encontraba ninguna melancolía en las viejas fábricas de suelos inestables, ni en granjas abandonadas de gallinas ponedoras que todavía seguían oliendo a mierda y miedo. Tampoco pensaba que el antiguo palacete cuyas ruinas presidían el número 159 de la calle General Ricardos fuera una «joya arquitectónica» como decía su madre, ni un lugar lleno de encanto, como pensaba Rebeca. Pero él era un tipo bastante básico y habría seguido a Rebeca al fin del mundo. Por suerte, el edificio de la fundación no estaba en el fin del mundo, sino a unos cientos de metros de su casa.
Rebeca no dejó un solo rincón ni una sola porquería sin fotografiar, fascinada por todo lo que veía, y Bruno se alegró de haberla complacido. Rebeca era capaz de encontrar la belleza donde el resto del mundo solo veía putrefacción, y no solo en los escenarios, también en las personas. Por eso era tan difícil separarse de ella, dejar de amarla. Y por eso la siguió como un cordero durante toda la exploración, contento de que no hubiera invitado a nadie más a su pequeña aventura. En el fondo, entendía la extraña afición de Rebeca por aquellos edificios vacíos. La misma Rebeca tenía una habitación en su interior cerrada a cal y canto. A veces, cuando miraba a Rebeca durante mucho tiempo, podía ver la puerta, como si pudiera alargar la mano y tocar el pomo para abrirla. Pero era solo una ilusión, porque nadie, tal vez ni la propia Rebeca, sabía qué había al otro lado de aquella puerta. Si conducía al infierno o a un mundo encantado, eso era algo que Bruno temía no llegar a saber jamás.
Cuando Rebeca desapareció, Bruno repasó en su cabeza los nombres de todos los amigos de Rebeca que conocía, y de todos aquellos de los que solo había oído hablar. Hizo incluso listas exhaustivas con todo lo que pudo recordar de cada uno: los amigos de la sierra y de la playa, los de Madrid, los de la universidad y los locos del urbex