Mia: La perdición de una Sabello - Angy Skay - E-Book

Mia: La perdición de una Sabello E-Book

Angy Skay

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Beschreibung

La venganza es el desaliento del alma. Lo que la pudre, lo que la daña. Pero el que sufre sus acometidas es quien arrastra los traumas, el que gime de dolor, el que llora, el que se hunde en un pozo del que no sabe si podrá salir. Y ¿cómo se le vence a la muerte? La vida de Mia empeorará tan rápido que un parpadeo no será suficiente para darse cuenta. Ahora, no solo tendrá que lidiar con la desconfianza de Romeo, sino también enfrentarse a la cólera del capu de La nostra famigghia, convencerlo de que es merecedora de pertenecer a los Sabello y, por ende, intentar que los hermanos se pongan de su lado. Algo improbable, dadas las condiciones en las que se encontrará su piccolo, por su culpa. Serán todas esas adversidades las que la impulsen a cometer una de las mayores locuras: enfrentarse a su demonio y arroparse con nuevos fantasmas que la engullirán hasta casi romperla. En el proceso de intentar arreglar lo que ha destrozado a su paso, deberá decidir qué es lo mejor para su futuro, poniendo sobre la mesa una verdad aplastante: que no ha sabido querer a Romeo desde que regresó a su vida. Mia: La perdición de una Sabello es la segunda parte de la trilogía Romeo, dentro del universo de villanos de Angy Skay, en la que la muerte, la sangre, los asesinatos y el amor jugarán un papel fundamental para sus protagonistas.   Juntos se hacen daño, se hieren. Juntos van a morir, y nadie podrá evitarlo.

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Seitenzahl: 644

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Mia

La perdición de una Sabello

Mia

LA PERDICIÓN DE UNA SABELLO

vol.2

Angy Skay

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2025

© Entre Libros Editorial LxL 2025

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: enero 2025

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 979-13-87621-02-5

Cuando un payaso se muda a un palacio

no se convierte en rey.

El palacio se convierte en un circo.

Proverbio turco

Tu mano se alzará contra tus adversarios,

y todos tus enemigos serán exterminados.

Miqueas 5, 10-8

Las cosas que dan más miedo

son las más grandes en tu vida.

Angy Skay

Índice

Índice

Lista de canciones

1

Desesperación

Mia Sabello

2

Gota a gota

Romeo Sabello

3

Vas a ser juzgada

Mia Sabello

4

Te voy a curar

5

Un pago adelantado

6

Te amo muchísimo

7

La verdadera mafia

8

Los celos que matan

Romeo Sabello

9

Es un desalmado

Mia Sabello

10

Recoge mis trozos

Romeo Sabello

11

Voy a quebrantar tu vida

12

Las cosas bonitas no se rompen

Mia sabello

13

Eres mío

14

Vamos a enfrentarnos a la verdad

Romeo Sabello

15

Hasta que me quede sin aire

Mia Sabello

16

El follón del bro

Romeo Sabello

17

El pelotón

Mia Sabello

18

Detalles ofensivos

Romeo Sabello

19

No gestiones la ira

Mia Sabello

20

Nuestro pilar

21

Que nadie sobreviva

Romeo Sabello

22

Nuestra realidad

Mia Sabello

23

La vita è bella

24

Lo hemos hecho nosotros

Romeo Sabello

25

Un bambini especial

Mia Sabello

26

El plato frío

Romeo Sabello

27

El factor que no esperas

Mia Sabello

28

Pillada más cagada

Romeo Sabello

29

Te miro y no te veo

30

Me das asco

Mia Sabello

31

Los payasos de los ricos

Romeo Sabello

32

Un corazón roto

33

Vuelvo a ti

Mia Sabello

Agradecimientos

Agradecimientos infinitos

Tu opinión es importante

Biografía de la autora

Lista de canciones

Escucha las canciones que han formado parte de esta historia mientras se escribía. En el siguiente QR encontrarás todas las actualizaciones de la trilogía Romeo.

1

Desesperación

Mia Sabello

Corría.

Con el corazón en la garganta, corría mientras veía el humo negro que llenaba Roma. Al salir de la iglesia, la lluvia se había detenido.

Me había largado del sitio sagrado con una urgencia desmedida cuando Nicola intentó llevarme con él quince minutos después de que Lorenzo se marchara. Allí nos habíamos quedado los cuatro discutiendo cuál era el plan, aunque en realidad quienes llevaban la batuta de la situación eran mi padre y mi hermano. Evidentemente, yo era el cebo más válido de la historia, y me oprimió el pecho saber que el pacto antes de matar a mi piccolo era sacarle a golpes la cuenta que había creado para mí.

Buscaba en mi cabeza la excusa para no irme con Nicola cuando una explosión impresionante hizo retumbar los vitrales de la iglesia y la gente comenzó a gritar en la calle. Eso bastó para que saltara el banco y acelerara en dirección a la salida, escuchando las voces de mi progenitor a mi espalda. ¿Qué había ocurrido?

Y lo vi.

Era el Vietato lo que ardía.

Y Romeo estaba allí.

Me detuve solo unos segundos al final de la Piazza Navona, en la salida por donde se llegaba al local. Solo eran cinco minutos los que tardaría corriendo, a toda mecha, sin interrupciones, pero llegaría aunque no estuviera cerca.

—¡Miaaa! —Nicola berreó mi nombre a pleno pulmón en la puerta de la iglesia.

Me giré una sola vez para ver su desquiciante mirada, su mentón ovalado, su obsesión por mí y la desesperación al ser consciente de que me perdía de nuevo y no conseguiría clavarme las garras. Elevó un dedo en el aire, como si yo fuera un perro y estuviera indicándome que debía regresar con su dueño. Desde lejos, tan valiente como era, le saqué el dedo corazón justo cuando mi padre y Greta se colocaron a su lado, esta última meneando la cabeza en señal de que yo estaba perdida y era indomable.

Me palpitaba el corazón cuando Nicola estaba cerca, sí, pero eso no quería decir que no sacara las fuerzas de donde no las tenía para plantarle cara, pese a que el miedo algunas veces me paralizara. Debía superar aquella barrera, pero... ese día no era el momento. No lo era porque algo cambió.

Que corrió con cara de asesino detrás de mí.

Abrí los ojos como platos, con el corazón latiéndome con mucha fuerza y el sonido sordo en el tímpano. Pum, pum. Pum, pum. Pum, pum. Una última bocanada de aire y ni siquiera fui consciente del momento en el que mis pies se pusieron en funcionamiento y corrieron como si fuera una atleta golpeando a la gente que se aglomeraba en mi camino para ver cómo las impresionantes llamaradas se alzaban en el cielo.

No volví la vista atrás ni una sola vez.

«Dios mío, por favor, cuídalo. Que esté bien, que esté bien, que esté bien...», me repetí como un mantra, creyéndomelo, deseándolo con una fuerza infinita y sin quitarme sus ojos de la cabeza.

—¡¡Miiiaaa!! —Los pies me quemaban. Lo sentía cerca—. ¡¡¡Miiiaaa!!!

Era el rugido de un demonio vengativo, de alguien que tenía ganas de destrozarme, de arrancarme la vida a mordiscos y de hacerme cosas indecentes. Ni siquiera quería pensarlo.

Apreté la marcha, sintiendo que un pinchazo me atravesaba un lado de la cadera debido al esfuerzo. No me detuve, incluso cuando noté que las fuerzas me fallaban. No podía permitirme el lujo de trastabillar, o Nicola me cazaría.

Salté por encima de un coche al cruzar la carretera, sin mirar. El autobús que venía justo detrás y me adelantaba no me arrolló, pero sí frenó el avance de Nicola y sonreí victoriosa. Crucé el puente y vi que el Vietato estaba a tan solo unos metros.

«Ya llego», le dije al viento, deseando que Romeo estuviera en la puerta del local y pudiera detener lo que Lorenzo pensaba hacerle. Aceleré, presa del pánico cuando una mano me rozó. Fue un segundo, una milésima en la que identifiqué que Nicola me había alcanzado, no sabía cómo. La vida volvió a ponerme en el camino a un grupo de turistas chinos entre los que me metí de un salto, esquivándolos después.

Corrí y corrí sin aire, sin fuerzas para seguir, y llegué a la masa de humo negro rodeado de luces azules de la policía y de los bomberos. Al fondo atisbé el coche de Dante, y a él con una mano en la cabeza, con un gesto de dolor en el rostro y gritándole a sus hermanos Claudio y Valentino.

Y se me abrió el cielo cuando los vi, porque eran mi salvación.

Tan ensimismada iba en intentar llegar hasta ellos que no pensé que gritarles sería una opción para llamar su atención y que me ayudaran, algo que no sabía si querrían. Preparando mis pulmones andaba cuando los ojos de Dante se volvieron hacia mí, como si me hubiera escuchado por telepatía. A punto de alcanzarlos, alguien me sostuvo de los brazos y detuvo mi carrera en seco.

—¿Adónde te crees que vas?

Histérica porque Nicola estaba a solo unos pasos de distancia, agarré las solapas del tipo guapo, arrogante y descarado que me había pillado en volandas y le supliqué agitada:

—¡No dejes que me coja! ¡Por lo que más quieras, no lo hagas!

Sus ojos, esos del color de la miel como los de algunos de sus hermanos, me observaron desconfiados. Fue su mirada en dirección a algo situado a mi espalda la que me indicó que alguien más formaba parte de esa decisión. Cuando me giré lo que pude para ver de quién se trataba, me encontré con Enzo.

Aguanté el aire al ver que mi hermano frenaba su carrera con una sonrisa triunfal en los labios, como si supiera de antemano que había cazado al ratón. Y tuve tantas y tantas ganas de llorar que un sollozo escapó de mi garganta de manera involuntaria. Lo escucharon los dos Sabello.

A lo lejos se oyó un forcejeo. Era como si Dante —lo supe por las quejas que se traía— intentara apartarse de los otros hermanos. Yo no podía desviar la atención del ser despreciable que elevaba una mano en señal de que ya podía irme con él.

La vida volvió a sorprenderme.

—Ya puedes entregármela, Piero —le solicitó jadeante.

El que ya era mi cuñado me soltó poco a poco, y sin siquiera darme cuenta del momento en el que aquello había ocurrido, me encontré cercada por tres tíos. Piero me ocultaba tras la mitad de su espalda; Enzo estaba pegado a su hermano, con la pistola en la mano e intimidante, y Dante apareció por el otro extremo de Piero para colocarse a su lado.

Estaban protegiéndome de algo que ni sabían.

O quizá lo sabían pero no tenían ni idea de hasta qué punto.

—Creo que te has equivocado de dirección —apuntó Piero inflexible.

Nicola rio mientras se acercaba mucho a él y me miró por el único hueco que había dejado el armazón en el que se habían convertido los Sabello.

—Mia, vámonos —me ordenó.

Di un paso hacia atrás, desesperada por encontrar a Romeo. ¿Por qué no estaba allí?

Mis ojos se fueron al interior del Vietato, que ardía sin parar. Alguien se pegó a mi espalda. Cuando giré el rostro, me encontré con el titán de Valentino y su cara de malas pulgas. Claudio llegaba a su lado también, aunque este con el gesto fiero que portaban todos los Sabello.

—No se va a ningún sitio contigo porque resulta que tú no eres su marido.

Mi hermano rio con sarcasmo, tratando de amedrentarlo.

—¿Y dónde está su marido, supuestamente?

Fue una burla en toda regla. Pensé que, al tratarse del abogado de la familia, Piero tendría los pies sobre la tierra y no se dejaría llevar por los impulsos. Pero no, me equivoqué, como cada vez que intentaba suponer cómo era cada uno de ellos. Sacó la pistola en un visto y no visto, le quitó el seguro y apuntó a la cabeza de mi hermano.

Deseé que lo matara con todas mis fuerzas. Sin embargo, fue solo durante el instante en el que vi que la policía y los bomberos se encontraban a unos metros de distancia y que podrían verlos si llamaban la atención. Nicola parecía nervioso.

—¿Te sirve esto como respuesta? —inquirió Piero.

Mi hermano me contempló con los ojos muy abiertos.

—¿Mia?... —Buscó ayuda en mí.

Yo me pegué más al costado de Valentino, a quien escuché resoplar por lo bajo, como si mi presencia lo molestara. Pero el tío no me apartó; al contrario, pareció querer ocultarme.

—Te he hecho una pregunta —insistió el Sabello.

El cañón rozó la frente de Nicola, así que no le quedó más remedio que atender a Piero. O eso, o sus sesos peligrarían. A mí, los nervios estaban comiéndome por dentro porque el pensamiento fugaz de que Romeo estaba en el Vietato me colapsó la mente.

—No —me dijo Claudio por lo bajo. No quise mirarlo, pero sí sentí que me quedaba sin respiración. ¿No qué? ¿Había llegado tarde?

Pum, pum. Pum, pum. Pum, pum.

Tenía que correr al interior, atravesar las llamas, buscarlo, sacarlo como fuera y...

—Sí —le contestó a regañadientes mi hermano, sacándome de mis planes alocados—. Me sirve como respuesta. —Apretó la mandíbula visiblemente, y antes de darse la vuelta, dijo con conocimiento algo que no comprendí—: Nos vemos esta noche, hermanita. Renato no está.

Tardó muy poco en desaparecer en medio de la multitud, sin mirar atrás ni una sola vez. Aquello me produjo un mareo, y sin ser consciente me había quedado en medio del círculo que formaban aquellos hombres, estática y sin saber qué hacer.

«Piensa, piensa, piensa», me dije acelerada, olvidando que esa noche no tendría lugar en Roma donde esconderme porque Renato no estaba. ¿Y dónde estaba mi hermano?, ¿dónde estaba Romeo? ¡Oh, mierda, Romeo! Abrí la boca para coger aire, pero antes de que me diera tiempo ni a respirar oí la ruda pregunta de Valentino de fondo, porque yo ya corría hacia el local:

—¿Piensas abrir la boc...?

—¡Mia! ¡Mia! ¿Adónde vas? —me gritó Enzo, claramente exaltado.

Aceleré sin importar que me quemara en el proceso, creyendo que podría atravesar las llamas como si fueran agua y teniendo a mi piccolo en la mente, tan clavado que dolía.

—¡Romeo! —sollocé, viendo que el fuego devoraba la entrada. Fue un susurro que casi amortigüé por las lágrimas apelotonadas en mis ojos y el nudo en la garganta.

—¡Mia! ¡Mia! —Esa vez, la llamada de atención fue de Piero.

Unos fuertes brazos me elevaron en el aire para detener mi intento de llegar al local y pataleé, con la respiración entrecortada, las terminaciones nerviosas alteradas y queriendo soltarme de esas manos que tan bien conocía.

—¡Romeo! ¡Romeo! —vociferé en bucle, notando que las mejillas me ardían y se me llenaban de lágrimas.

Sentí su boca muy cerca de mi oído mientras forcejeaba con él, sin que nadie se interpusiera entre nosotros, y me detuve en seco al escucharlo decir:

—No está ahí dentro. —Detuve el movimiento de mis piernas y mis gritos, que provocaron que los efectivos de la policía y algunos bomberos me miraran. Al girarme, me encontré con el rostro de Enzo a medio centímetro. Miró mis labios un segundo y añadió con aplomo—: Mi hermano no está ahí dentro.

Había llegado tarde.

Lorenzo se lo había llevado y...

¡Dios! Me zafé de las manos de Enzo con urgencia, retrocedí sobre mis pasos como una demente y les pedí, atacada de los nervios, con las manos temblando y el corazón a mil por hora:

—¡Dadme un teléfono! —Los miré a todos, pero nadie se movió—. ¡¡Joder, dadme un puto teléfono!!

El bramido sirvió para algo mientras me limpiaba las lágrimas a manotazos y veía de reojo el gesto confuso del resto de los hermanos. Supe inmediatamente que se debía al acercamiento de Enzo, a su mirada, a la manera de sujetarme. «Mierda», pensé, sin saber cómo iba a salir de esa situación.

Dante fue el primero en tenderme el móvil, aunque me advirtió:

—Romeo no lleva el teléfono encima. Lo tengo yo.

La cabeza iba a estallarme y solo conseguí decir palabras incoherentes bajo la expectación de todos, que me observaban como si se me hubiera ido la cabeza.

—Si Renato no está conmigo, es por un motivo de peso. —Me sentí mal por lo que había pensado respecto a su abandono—. Él lo sabía. Lo sabía y no le ha dado tiempo a decirme nada... —murmuré, trasteando el teléfono de Dante como una experta.

—¿El qué no ha podido decirte? —me preguntó Claudio determinante.

No era un hacha con la informática, pero mis truquitos había aprendido de mi hermano, pues él sí tenía conocimientos. Hablaba en murmullos como una desquiciada, sin recordar que tenía a cinco tíos como moscas mirándome. Bueno, no a todos en realidad, porque Valentino daba órdenes al teléfono a no sabía quién, y el de Claudio no dejaba de sonar de manera insistente.

—¡Mia! —El rugido proveniente de Dante mi hizo mirarlo de sopetón.

Con la mano temblorosa y sin ocultarlo, levanté el dispositivo y se lo enseñé, indicándole también un punto en mi muñeca derecha, por debajo. Era un localizador que Renato llevaba en un tatuaje, idéntico al mío. Un punto que parecía un lunar. Y lo habíamos hecho por la sencilla razón de tenernos ubicados siempre. De hecho, ese tatuaje llevaba el cacharro incrustado en la piel.

El puntito rojo del teléfono no se movió.

—¿Me estás diciendo... —comenzó Piero, sin creérselo— que lleváis un puto chip como los perros?

Asentí sin articular una palabra ni darle una explicación más amplia. La mirada que lancé al vacío, justo por donde Nicola se había marchado, sirvió.

Valentino me arrancó el teléfono de las manos sin delicadeza.

—¿Aquí está tu hermano? —me espetó con tono duro, enseñándome el punto rojo, y asentí de nuevo.

—¿Y eso quiere decir que crees que Romeo está con él?, ¿que se lo ha llevado tu hermano? —inquirió Enzo.

Me apresuré a sacarlo de su error:

—No, no. —Elevé las manos, pidiendo con ello espacio porque cada vez estaban más cerca—. Tengo la sospecha de que Renato sabía que iban a venir a por Romeo.

Valentino torció la cabeza de forma muy intimidante.

—No te entiendo.

Todos me miraban.

Todos me juzgaban.

Todos me señalaban sin hablar.

Y yo temblaba, aunque no quisiera demostrarlo.

—¿Podemos ir a un lugar más privado?

Mi pregunta cayó como un jarro de agua fría. Vi los dientes apretados del mastodonte de Valentino, el humo comenzando a salir por la cabeza de Enzo, a Dante conteniendo unos instintos asesinos y a Claudio... Ese daba mucho miedo, y encima fue el que habló:

—Vamos a ver, Mia... —hizo una pausa en la que me sentí ridícula con aquella ropa deportiva de color azul bebé, rodeada de tanto tío macizo y malhumorado, pero lo sorteé como bien sabía: alzando el mentón—, o me dices qué es lo que sabes aquí, o...

Había visto el filo de una navaja salir de la chaqueta de Claudio, pero alguien tuvo la decencia de darme un voto de confianza. Y, para mi sorpresa, volvió a ser el niño guapo:

—¿Y si vamos al despacho de papá? Ahí podremos centrarnos mejor —terció Piero, con la mano en alto hacia su hermano.

Claudio gruñó como respuesta. Valentino también.

—Yo creo que sería lo mejor. No daríamos tanto el cante —añadió Dante, echándome una doble mano. Me guiñó un ojo—. Además, el piccolito sabe cuidarse bien. Seguro que está como una rosa.

Todos lo dudaron y lo dejaron claro con sus gestos, incluida yo. Asentí con convencimiento, calculando el tiempo que me llevaría llegar hasta el despacho de Claudio padre. Los nervios resurgieron con más fuerza al saber que me lo encontraría allí. Él había sido como el padre que nunca tuve hasta que nos alejamos. Y no había tenido la oportunidad de hablar con él ni con Antonella ni una sola vez.

—Está bien. Nos veremos allí —añadí al viento, porque se habían afanado en subirse a los coches con urgencia.

Antes de que pudiera dar un paso, Dante se metió en uno con Valentino, Claudio y Piero, y el gemelo zumbado de aquellos ocho hermanos me dijo, dando unas palmaditas en el techo:

—No te preocupes, puedes ir con Enzo.

Una encerrona.

Eso era lo que nos habían hecho. Una jodida encerrona.

Tragué saliva cuando vi la deslumbrante sonrisa del gemelo de Tiziano. También escuché cómo Enzo bufaba sonoramente para que me enterara. Me giré con lentitud, sin querer incordiar más de lo que ya lo había hecho, y lo miré. Él también lo hacía, y por Dios que no podía ser más atractivo con esa mirada que te perdonaba la vida.

—Iré andando. No está lejos —lo informé para su tranquilidad.

No dejó de mirarme.

El otro vehículo se marchó quemando ruedas, dejándonos allí con nuestra batalla de miradas y con los bomberos y la policía intentando aún controlar el incendio del Vietato. Me giré, presa de la desazón que sentía en el pecho por la inquisidora mirada de Enzo, y comencé a caminar. Oí la puerta del coche; imaginé que para entrar él. Acto seguido, fue su voz lo que me detuvo:

—Sube al coche, Mia.

«Se lo ha pensado». Sí, y bastante además. No iba a llevarle la contraria porque sabía que eso no surtiría efecto; no con alguien tan insistente como Enzo. Cuando me monté, lo encontré rígido al volante. No se pronunció. Arrancó e hizo como si yo no estuviese allí con él, como si no hubiera un aura de tensión alrededor en la que apenas podía respirarse.

Me vinieron a la mente sin pretenderlo sus manos acariciando mis muslos, su lengua, su boca, ahora enfurruñada, sus rudas acometidas... Me dejé caer en el asiento a plomo, con un pitido de fondo proveniente del coche que indicaba que debía ponerme el cinturón. Antes de que me ladrase como un perro rabioso, tiré de él y me dispuse a atármelo. Justo cuando llegaba a la parte de abrocharlo, me rocé con su mano.

Él tampoco se lo había puesto.

Nuestras miradas se encontraron y tuve un gesto que no controlé: apretar las piernas.

Y Enzo lo vio. Claro que lo vio. Apartó la atención de mí y se centró en la carretera, pese a que yo no podía hacerlo y sabía que estaba poniéndolo nervioso. Poseía un atractivo innegable, me ponía como una burra, ¿y qué narices le hacía? Lo peor de todo es que no me sentía mal por ello. Me fijé en su cabello corto por abajo y más largo por arriba, rubio y con destellos claros; en su mentón cuadrado y poblado por una barba incipiente que pinchaba lo justo para volverte loca; en sus facciones marcadas y en aquellos ojos verdes, bonitos y vivaces. Bajé la mirada por sus hombros tensos, sus brazos... Las manos llenas de tatuajes. Era un pecado verlo, estar con él y no tocarlo.

«Y es el hermano de tu ya marido», me dijo mi subconsciente, frenando a mi mente calenturienta. Sí, lo era, pero la vista también era libre y no pecábamos por pensar. Bueno, yo era una pecadora nata, eso ya se sabía, aunque no estaba haciéndole daño a nadie por pensar que Enzo era tremendamente arrebatador.

—Lo siento, Enzo. —Ni siquiera supe por qué lo dije.

Tardó lo suyo en separar los labios, aunque mejor que no lo hubiera hecho:

—¿Qué sientes exactamente, Mia? Porque si me pongo a contar la de veces que la has cagado, me quedo sin dedos en las manos.

Yo continuaba de lado, contemplándolo. El corazón me tronó en los oídos.

—Siempre amé a Romeo —le solté como una capulla.

Me miró de sopetón y muy mal.

—Ya. Y por eso te importó bien poco que fueran a matarme en la fiesta de los Rinaldi. —Movió la cabeza afirmativamente—. Eso estuvo genial. Fíjate que no tengo ninguna secuela.

Cerré los ojos un segundo, sintiéndome mal de verdad.

—No sabía que eso ocurriría.

—No, claro que no. La cuestión es que iba a morir, no a sobrevivir como un inválido —dictaminó casi sin dejarme terminar.

—Enzo...

Volvió a interrumpirme, ahora con tono de cabreo y más alto que antes:

—Porque yo no era tu Romeo.

—Enzo, escúchame... —le pedí con calma, viendo que se alteraba e ignorando su tono de recochineo.

No consintió hacerlo:

—Pero no tuviste el mismo reparo cuando follamos —pinchó con maldad. Apreté los labios, sin querer entrar en una disputa—. ¡Ni una puta vez, Mia! —Me miró con rencor—. No tuviste reparos ni una puta vez. Y fueron bastantes, te recuerdo, por si lo has borrado de tu cabeza.

Entrelacé las manos y las apreté, acalorada porque la ira comenzó a subirme por la garganta. Solo pretendía disculparme con él, que arregláramos la situación, y al final la que saldría mal parada sería yo.

—A mí no se me olvida nada, Enzo —escupí con inquina—. Y creo que hasta donde sé, los dos éramos adultos y sabíamos quiénes éramos cada uno.

Dio un volantazo a la derecha, después un frenazo en seco, y no terminé clavada en el salpicadero porque estuve rápida para poner una mano. Se quitó el cinturón de malas maneras, se giró y me miró furibundo, a punto de echar fuego por los ojos.

—¡Pero yo no estaba enamorado de nadie! —bramó.

—¡¿Y eso qué mierda importa?! —me puse a su altura, imitándolo y acercándome como había hecho él—. ¡A ver si te piensas que Romeo siente una décima parte de lo que siento yo por él!

No dijo nada a mi último comentario, aunque sus ojos tomaron un matiz encolerizado. Los iris verdes estaban rodeados de vetas rojizas que acentuaban su cabreo. Se acercó un centímetro y murmuró muy despacio:

—Me has usado para llegar a él.

Lo imité, quedándome más cerca:

—Te he follado y me has follado porque me ha salido del coño.

Su mirada se fue a mis labios y después a mis ojos, y dañino sentenció:

—¿Y en qué te convierte eso, señora Sabello?

Lo sentí como un cuchillo clavado en el cuello. Claro, me había llamado hija de puta sin escrúpulos, de manera camuflada. ¿Y él? Sonreí ladina, sabiendo que iba a ser mala, que la Mia perversa, deslenguada y bruta iba a salir, y sin meditarlo un segundo le dije:

—¿Y en qué te convierte a ti, hermano Sabello?

Lo pilló, claro que lo hizo. Porque todos los Sabello habían sabido desde pequeños lo que yo había significado para su Romeo, para mi piccolo. Y Enzo se había metido entre mis piernas sin importarle lo poco o mucho que hubiera podido sentir su hermano.

No me sentí victoriosa cuando se quedó con la mirada clavada en mí. Abrí la puerta, aguantándole el pulso en las oficinas de Claudio padre, y salí del coche para terminar dando un fuerte portazo que retumbó en la avenida.

Miré hacia arriba, hacia el edificio antiguo en el que se encontraba el que ya era mi suegro, y respiré antes de dar un paso.

Otra batalla.

Otra vez los nervios.

De nuevo, el pensamiento de Romeo, de Renato. ¿Dónde estarían?, ¿cómo estarían? Y como si no hubiera sido capaz de ser tan valiente como en el coche con Enzo, los nervios regresaron y las manos me temblaron, al igual que las piernas.

Porque iba a enfrentarme a él.

Al patriarca de la familia.

Con quien llevaba sin hablar tantísimo tiempo.

2

Gota a gota

Romeo Sabello

Ploc. Ploc. Ploc.

Intenté abrir los ojos, pero un profundo dolor me impidió llevar la acción a cabo. Eran los párpados. Me pesaban tanto que no había valiente que los levantara. Y eso que le había echado huevos a los más de treinta latigazos que me habían desgarrado la piel de la espalda.

Al principio fueron suaves con los puñetazos en la cara.

Después llegaron las patadas en las costillas.

Más tarde los cortes en cualquier parte de mi cuerpo, tirado en el suelo para avasallarme entre cuatro mientras Lorenzo miraba.

Siguieron los grandes puntapiés en el estómago, que me indicaban una paliza certera y estar a base de puré mínimo una semana...

Entonces recordé cómo le habían tapado la boca con cinta americana a Renato cuando me sujetaron de la cadena de perro, me tiraron al suelo de rodillas, lleno de sangre, barro y heridas, y comenzaron a fustigarme con coraje al ver que lo resistía todo. Porque mi padre me había enseñado a aguantar. A todos.

El que ya era mi cuñado gritó. Lo hizo muchísimo, pidiendo que no continuaran con aquella tortura que llevaba más de un día en danza. De hecho, ese era el segundo y ya contaba con veinte cigarros apagados dentro de las heridas abiertas de la espalda; suturas que no dejaban de sangrar. Y de tanto en tanto, alguien venía, me ponía una inyección y el cuerpo volvía a arderme.

Me quemaba.

Me abrasaba respirar.

Todo aquello se pasaba cuando aparecían, me molían a golpes de nuevo y me hacían algún corte de los que sangraban mucho pero de los que no te morirías. Porque sabían perfectamente dónde hacer daño para que el juego no terminara tan pronto, aunque yo estuviera a punto de desmayarme. Siendo sincero, creo que en alguna ocasión el dolor hizo ese efecto y perdí el conocimiento.

Todo eran comparativas con Adriano y Vicenzo: «Has matado a mis dos hijos, y voy a torturarte durante dos días. Tres, para resarcirme». Lo comprendía. También tenía el firme pensamiento de que podría matarme ya y ahorrar tanta pantomima. No sabía dónde estábamos; creí que en un sitio muy turístico, porque escuchaba a la gente arriba y las pisadas hacían que la tierra se moviera y me manchara más y más.

Iba a ser imposible que me encontraran. Y en cierto modo, pese a que no iba a reconocérselo a Lorenzo jamás, de lo único que me había arrepentido en mi vida criminal había sido de matar a Adriano por un ataque de celos idiota. Me había marcado en exceso porque nunca quise hacerlo, porque me dejé llevar por una rabia incontrolada.

Traté de levantar la cabeza, notando cómo la sangre se deslizaba por mi cuello hacia abajo cuando escuché que Renato me llamaba. ¿Cómo se había quitado la mordaza?

—Romeo. Eh. ¡Romeo, joder!

Nada. Me era imposible abrir mucho más de medio centímetro el ojo derecho. Lo sentía muy hinchado, dolorido. Suspiré con pesar porque el labio parecía una puta morcilla y solo recé por morirme con todos los dientes en la boca. «¿Y de qué te servirán?», me dije, y reí como un desquiciado, rasgándome la garganta.

Unos pasos se acercaron y Renato dejó de llamarme para que no se dieran cuenta de que no tenía la mordaza en la boca. Qué pestazo echaba. Mis heridas comenzaban a infectarse por la mugre del lugar, por las barbaridades que estaban haciéndome y... ¡Plas! El olor a carne quemada y un fogonazo hizo que me inclinara hacia delante por instinto.

—¿Qué tal, siciliano? ¿Te gusta cómo huele el olor de tu carne churruscada?

Sentí el aliento de uno de los rusos, el tal Lev, el cabecilla, muy pegado a mi oreja derecha; una que estaba reventada. Si no me habían perforado el tímpano de las dos, era de milagro. Me había quedado sin audición momentáneamente en una de las palizas.

Sonreí ampliamente para que me viera. Lo suyo me costó, porque al hacerlo se me agrietó el labio inferior y otra raja más se sumó a la colección. Rabioso por mi mueca, no dudó en atacarme con brusquedad. Lo siguiente que sentí fue un cuchillo clavarse en mi empeine derecho. Grité ronco, porque no podía apenas respirar.

—Ahora no te ríes tanto, ¿verdad, cabrón? —siseó con los dientes apretados.

—Que... —balbuceé, porque no podía hablar, y no por falta de ganas—. Que... te fo... llen, ruso.

Sabiendo el lado en el que estaba, giré el rostro, desfigurado, y por la rendija que veía lo miré atentamente y sonreí de nuevo. Elevó la jeringuilla que tenía en la mano y la dejó a un centímetro de distancia de mi ojo, con el que veía.

—No puedes clavarle el fentanilo en el ojo, Lev. No le hará efecto y no es lo que queremos.

Por eso dejaba de dolerme. Por eso llegaba arriba, caía en una vorágine de sensaciones y el dolor pasaba. Si salía de allí... Si salía de allí, me moriría cuando no tuviera la droga en el organismo.

El tontaina del ruso me clavó la jeringuilla en el muslo, creí que incluso partiendo la aguja cuando el líquido entró con mala leche.

—Ahí tampoco era el sitio, Lev. Era en la vena —le dijo Lorenzo, y suspiró—. Pero, bueno, algo le hará. Puedes dejarnos solos.

El ruso se levantó. Escuché que Lorenzo arrastraba una silla para colocarla delante de mí, pues me habían dejado en la posición inicial, solo que ahora estaba curvado porque no me mantenía erguido. Ni el fentanilo conseguía paliarme un poco el dolor de la espalda.

—Quiero compartir contigo mis planes, Romeo —me informó, como si me importara algo de lo que tuviera que decirme.

No quise desperdiciar mis fuerzas con él, porque lo único que me habría salido habría sido pedirle más de aquella mierda. Sabía también que si se pasaba, me dejaría KO en la silla. Decidí no tentar a la suerte, que la situación ya estaba tensa.

—Sé que acabas de tener dos preciosas sobrinas. —No mostré nada. Valentina y Galena estarían a salvo siempre que su padre estuviera con ellas. Su padre o cualquiera de sus tíos—. Puedo decirles a mis hombres que no vayan a por ellas si te portas bien, me das la cuenta en la que ibas a transferir esos treinta millones para tu mujer y...

Reí, cortándolo. Me dolió tanto saber que Mia estaba siendo partícipe de aquello que no podría describir lo que me tembló el pecho al pensar que lo había organizado para quitarme del medio... O eso había dicho el hombre que tenía delante. El mismo que mostraba una devoción paternal por ella inmensa. Hablaba de mi piccola como si siempre hubiera sabido que aquello ocurriría.

Y yo ya desconfiaba de Mia de por sí.

Pero eso..., hasta donde había llegado..., no tenía perdón de su Dios ni de mí.

—Entiendo por tu risa que eso es una negativa —añadió con tranquilidad, y se dio dos golpes en el muslo—. Bien. No me dejas otro remedio que terminar con esto. Tendré que felicitar a tu padre por lo perfectamente entrenado que te tiene. ¡Ah!, se me ha ocurrido algo.

No lo vi, aunque escuché cómo se levantaba, apartaba la silla y alguien entraba con algo muy grande, pesado y que se deslizaba. Lo supe por las ruedas, como si fuera una camilla. Después, el sonido de unas herramientas afilándose.

Eran sierras.

«Jesús de mi vida, mátame ya. Van a cortarme a cachos», pensé abatido aunque sin perder el humor. Porque no iba a llorar como un niño delante de Lorenzo, y mucho menos suplicar.

—Detén esta locura, Lorenzo.

Maldije a Renato por abrir la boca. Él podría haberse salvado.

La cabeza me colgó cuando empecé a sentir los primeros síntomas de la droga. Era la misma que habían estado poniéndome desde que llegué, hacía no sabía cuántas horas. Abrí un poco el ojo, cerciorándome de lo que mi sexto sentido me había chivado: sí, era una camilla, y todo lo demás, artilugios para descuartizar a una persona.

Contuve el aire cuando sentí a Lorenzo en la espalda. Y no por su presencia, sino porque portaba algo frío en las manos; algo que colocó en mis heridas y que me hizo erguirme con las pocas fuerzas que me quedaban. Por la textura que noté en la piel, se trataba de unas tenazas.

Unas tenazas que cogían la carne que me colgaba de los latigazos.

Y tiró para desgarrarme.

—¡¡Lorenzo, por Dios!! —gritó Renato, moviendo las cadenas de manera brusca al levantarse del suelo.

Pero el nombrado estaba pendiente de tirar de mi piel hasta el final, hasta crear una nueva herida que marcara mi espalda. Sentí cómo se deslizaba la carne, cómo se abría, cómo podía verme el cuerpo por dentro si quería.

Apreté los dientes, aleccionándome yo mismo: «El dolor no existe. Todo está en tu cabeza. El dolor no existe. Todo está en tu cabeza».

—Renato, no sé cómo te has quitado la mordaza, y prometo que si no me das tormento, lo dejaré estar. Pero no vuelvas a interrumpir mi obra maestra. Está costándome mucho no cortarle los dedos de las manos y los pies, ¿sabes?

Su tono macabro se me antojó delirante. Sabía que miraba mi carne desgarrándose, porque conforme soltó el trozo que había quitado, lo hizo con el siguiente. Y tenía unos cuantos sueltos.

—Mi hermana no estará de acuerdo con esto —le dijo en un último intento.

Yo me reí mentalmente. Su hermana habría estado de acuerdo en joderme la vida desde el minuto uno en el que puse un pie en la cloaca aquella.

La tenaza se deslizó hacia abajo dolorosamente y contuve el grito que subió por mi garganta.

—Eres fuerte, Romeo. Veremos a ver esas niñas que tanto adoras, tan pequeñitas, tan vulnerables. ¿Crees que aguantarán como tú? —cizañó para hacerme perder los nervios.

Ploc. Ploc. Ploc.

La sangre seguía goteando en el suelo, la cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de vomitar; de hecho, lo había hecho unas cuantas veces ya, y eso que no llevaba nada en el estómago desde el día de la boda.

La carne se abrió y un sollozo me subió por la garganta. Lo retuve antes de que saliera y, con rabia, me moví hacia delante todo lo que pude para arrancarme la piel yo solo. Si ese cabrón terminaba antes...

—¡Oh! ¿Pero qué acabo de ver? ¡Eres un masoca! —se exaltó con emoción. Llamó a alguien, y ese alguien se colocó delante de mí, sujetó mis hombros y me mantuvo en una postura recta para que no pudiera moverme. Las tenazas regresaron a mi espalda y me cagué en todos sus muertos montados a caballo—. Vamos a hacer las cosas bien, Romeo. Vamos a hacerlas bien.

Entreabrí los labios con la poca respiración que me quedaba, sintiendo que me desmayaba, que la conciencia se me apagaba y me iba a la mierda, porque ya no aguantaba más. Antes de que eso ocurriera, sí que lo escuché decir claramente:

—En unas horas vamos a dar una vuelta por Roma. —La tenaza tiró—. Te ataré con unas cuerdas al coche y te pasearé para que todo el mundo te vea. Desnudo, vulnerable, con las heridas de guerra y un gran cartel que diga quién eres. —Se pegó a mi oreja y apretó la tenaza en un gran trozo de mi espalda. Me ardía la vida—. Entonces te partirás todos los huesos que no tengas rotos. Y cuando vengamos aquí, estará esperándote esa camilla y mi trabajo favorito: el de carnicero.

De todas las muertes que podrían haberme tocado, desde luego me había llevado la palma con aquella. Esperaba que sirviera para que el resto de los Sabello tuvieran un margen de supervivencia más grande que el mío, porque menudo payaso estaba hecho. La Lombardi me la había jugado y a base de bien, por mucho que Renato estuviera arreglándolo.

—Lorenzo... —suplicó el mulato.

—¡Tapadle la boca! —se exaltó, dando un fuerte tirón de mi piel. «Joder»—. Tendré en cuenta a tu hermana para saber qué hacemos contigo cuando terminemos con este —me golpeó en la cabeza con la tenaza y se dirigió a mí—: después de dejarle a Claudio unas bolsas de basura con todas las partes del cuerpo de su hijo y una nota que diga que tienes un sobresaliente. ¿Te parece bien, Romeo? No por nada no te he arrancado la lengua todavía. Todavía. Aúna fuerzas, que nos queda lo mejor.

Mi respiración se tornó arrítmica; ya no sabía si porque estaba muriéndome de verdad o porque estaba desmayándome finalmente.

Deseé que fuera lo primero.

Lo deseé más que nunca, porque el descuartizamiento iba a ser de órdago. Y otra cosa no, pero Lorenzo se tomaba la situación con calma y en carnicería tenía un máster, que lo sabía yo. No se había marcado ningún farol.

No supe cuándo me sumí en ese recuerdo, ni siquiera por qué mi subconsciente se fue allí.

Estaba en mi dormitorio, en Catania. Tenía doce años y me encontraba en la cama con Mia en los brazos, acurrucándola mientras lloraba desconsolada por la muerte de su madre y una situación puntual en casa. Solo había pasado una semana, pero yo ya sabía cómo sacarla de sus días malos cuando estaba así de triste.

—¿Tú crees que esto tiene algo que ver? —Elevó su brazo moreno en alto y lo dejó delante de mi cara. La miré confuso.

—¿Que seas mulata?

—Sí.

Me incorporé en la cama, acurrucándola ahora en mi pecho. La mano que tenía en su espalda no dejaba de subir y bajar en caricias sin dobles intenciones, simplemente queriéndola.

—Tu madre era africana, piccola. ¿Por qué iba tu padre a no quererte por ser mulata?

Se apartó de mi abrazo muy exaltada y me miró con aquellos profundos y grandes ojos verdes con puntitos amarillos que no cambiaban con el paso de los años.

—A Nicola no lo trata así. Y a Renato y a mí nos mira de forma distinta.

—Eso es racista. Tú padre te quiere —le aseguré para quitarle el pesar. No era la primera vez que se quejaba de los desplantes de Fabio.

—Ojalá mi padre fuera el tuyo. —Frunció el ceño.

—No digas eso, Mia —la regañé, porque no estaba bien pensar así—. Si mi padre fuera el tuyo, Cinzia no habría sido tu madre, y no habrías querido eso, ¿a que no? —Negó con la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas. Tiré de su mano y la abracé de nuevo—. Pues entonces pasa la pena, pero no te arrepientas de la familia que tienes.

Deslizó una de sus piernas por encima de las mías, afianzando más ese abrazo, ese cariño que nos teníamos desde tan pequeños, y sumidos en un extenso silencio dejamos que los minutos transcurrieran: ella pasando una mano por mi pecho cubierto por el pijama de invierno y yo deslizando la mía por su espalda, enterrándola en su pelo negro revuelto y bajándola de nuevo a la tela de mi pijama que cubría su cuerpo.

Y no había nada sexual en aquellos dos niños que se querían por encima de todo, que se mimaban por encima de todo. Solo amor y la más bonita de las amistades. Solo una inocencia que no conocía límites aunque despertara algo desconocido entre los dos. Algo a lo que no podíamos ponerle nombre.

Alguien tocó a la puerta. Era la mamma.

—¿Se puede?

Puse los ojos en blanco. Por aquella época había escuchado a mis hermanos mayores, Claudio y Valentino, que con las niñas se hacían más cosas que darse arrumacos como yo con Mia. No lo comprendí, o por lo menos no se me despertó el instinto hasta esa noche. Enzo, también mayor que yo, no les hacía caso y los ignoraba porque se llevaba un año conmigo, aunque en realidad siempre supe que era un espabilado.

Mia no se movió cuando mi madre entró con una bandeja llena de pastas, chocolate caliente y unos vasos de leche. Sus ojos se fijaron en los míos. Apreté los labios, dándole a entender que estaba fatal. Entonces, no dudó en dejar la bandeja en el escritorio, caminar hacia la cama y sentarse en el borde con cuidado, pues su enorme barriga le impedía hacer muchos movimientos.

—¿Cómo te encuentras, piccolina?

Me hacía gracia cada vez que la llamaban así. Lo hacían solo mis padres. Aquello había sido provocado por mí, porque yo la llamaba piccola.

La mulata se separó de mi pecho, miró a mi madre con los ojos anegados en lágrimas y le dijo muy bajito:

—¿Tú me dejarías vivir contigo para siempre? —Mi madre sonrió con ternura—. ¿Me dejarías que te llamara mamma también?

A mi madre se le cambió el rostro pero asintió. Hizo ese movimiento porque yo sabía que la quería como si fuera una hija más. Mia pasaba mucho tiempo en casa, casi siempre en mi habitación o jugando conmigo, cuando no estábamos con Adriano también. Era como de la familia.

—Yo seré lo que vosotros queráis que sea.

Ahí tampoco comprendí el porqué de pluralizar en esa contestación.

Mia se levantó, separándose de mí, y extendió su mano hacia la abultada barriga de mi madre.

—¿Puedo tocar a Lionetta?

—¿Qué pregunta es esa, carusa? Claro que puedes tocarla. Además, hoy está especialmente revoltosa.

Mia plantó una mano en el vientre de mi madre con una sonrisa deslumbrante. Lamamma le quitó las lágrimas que le caían de los ojos, y cuando se resarció de sentir a mi hermana, la abrazó con tanta fuerza que me sobrecogí.

—Si me dejas quedarme aquí contigo para siempre —hizo una pequeña pausa antes de añadir—: bueno, y con Renato, que no puedo olvidarlo —y se apresuró a decirle, envuelta en sus brazos—: te haré de niñera, aprenderé a cocinar, que sabes que me gusta mucho —mi madre me miró, y entonces recordé el pastel que habían hecho la semana pasada y le hice arcadas—, y haré todo lo que me pidas, te lo prometo.

La mamma rio, por motivos distintos a los que mi amiga se imaginaba. Yo me aguanté la risa e intenté no ser malo ni pensar en aquel desastroso pastel de chocolate. La separó, mesó su pelo y le dio un beso en la frente con verdadero amor.

—De momento, vais a tomaros ese chocolate caliente y vais a iros a la cama, que mañana tenéis colegio. Porque no me vais a hacer que os levante con la zapatilla, ¿verdad? —Los dos negamos muy rápido—. Perfecto. Y, después, mi piccolina, dejaremos que la vida fluya y te traiga con nosotros a esta casa.

Antonella Sabello se marchó de allí con una sonrisa en los labios. Ambos nos levantamos de un salto eufórico a por ese chocolate recién hecho, y después de bebérnoslo, nos lavamos los dientes, nos tiramos mucha agua en el cuarto de baño de mi habitación y nos reímos a carcajada limpia pese a ser muy tarde. Al día siguiente, no nos levantaríamos para ir al cole.

Fue justo en el momento de duermevela en el que la oí de fondo. Me había tocado el pecho varias veces, y al ver que no le respondía me dio un pellizco.

—¡Ah! —me quejé en un susurro—. ¿Por qué me pegas?

—Es que no me oyes —se justificó—. ¿Vas a contestarme?

—¿A qué? —le pregunté, viéndola a través del reflejo de la luna que entraba por la ventana.

—¿Tú te casarías conmigo? Cuando seamos mayores, me refiero.

—Mia, ¡por los clavos de Cristo! ¡Y yo qué sé!

—¡No digas eso! Que está feo —me regañó, refiriéndose al insulto a Dios en vano—. Pero ¿tú te casarías o no? ¿Yo te gusto?

—Pues claro que me gustas. ¿Qué pregunta tan tonta es esa?

—¿Entonces?

Era insistente, sí, más que Enzo, que era el cansino de los Sabello.

Negué con la cabeza, dándola por perdida. Eché la manta sobre nosotros para taparla, la abracé de manera que quedó escondida en el hueco de mi cuello y le dije:

—Duérmete, que mañana nos ganaremos un zapatillazo por tu culpa.

No se dio por vencida: trepó por mi cara y terminó a horcajadas sobre mí.

—A ver, he escuchado de las niñas mayores en el cole una cosa. —Alcé una ceja, inocente—. Dame un beso.

—¡¿Qué?! —me exalté, sentándome en la cama y casi provocando que se cayera de culo.

—¡Romeo, dame un beso! Que no es difícil. Me lo diste cuando teníamos cuatro años.

—¡Qué asco! ¡Aquello fue una tontería de críos! —Puse cara de hastío—. ¿Para qué quieres que haga eso? ¡Nosotros no somos mayores!

—Solo dime si sientes hormigas —insistió, ignorándome por completo.

Me asusté al pensar que era en sentido literal y me miré la barriga cuando ella se señaló esa zona de su anatomía. ¿Te salían hormigas por darle un beso a alguien?

—¿Dónde...?

No me dio tiempo a más porque plantó sus esponjosos labios sobre los míos y los dejó allí, inmóviles. Permanecimos con los ojos muy abiertos; a mí por lo menos se me secaron de tan abiertos que los tenía. Y cuando noté un cosquilleo extraño en las tripas, Mia se separó e hizo como que le daban arcadas.

Yo la imité, pero por supuesto no sentí lo mismo.

Respiré de manera entrecortada cuando un tirón seco me trajo de vuelta. Me había arrancado la piel a tiras, otra vez. Una lágrima se deslizó por mi mejilla, aunque por motivos completamente distintos a la tortura a la que Lorenzo estaba sometiéndome.

Mi madre me pareció más visionaria que nunca con aquel recuerdo.

Y la odié. Odié a Mia por haberme hecho aquello.

Por tenerme al borde de la muerte.

Por no poder seguir respirando.

Por no aguantar más.

La odié por aparecer de nuevo en mi vida. Ahora más que nunca.

3

Vas a ser juzgada

Mia Sabello

Un día y medio sin él.

No dábamos con Romeo ni vivo ni muerto. Ya les había contado todo lo ocurrido desde que salí de la basílica, posteriormente a cuando lo vi meterse en el Vietato con Dante, hasta lo de la iglesia, lo de Lorenzo y lo que sucedió después, aunque algunos ya lo sabían porque me salvaron de Nicola. La señal de Renato había dejado de ser localizable, sin poder comprenderlo, y la última vez que parpadeó había sido hacía más de dos horas, y ya habíamos barrido todo el Foro Romano y el Monte Palatino, donde se suponía que estaba ubicado. Y allí no había nada más que turistas y trabajadores que nos echaron a última hora de la noche.

Me encontraba mirando por una de las ventanas del despacho de Claudio, rendida. Él no estaba allí. Antonella tampoco. Nos habíamos encontrado con el resto de los Sabello; Tiziano a la cabeza. En la expedición que habíamos hecho, Piero había sido el único que había accedido a venir conmigo, pues la primera persona que se separó de mí, para mi pesar y equivocación, fue Adara. Del resto... El resto no quería ni verme, excepto Dante, que pareció tener un poco de compasión. Y digo un poco porque de vez en cuando me miraba como si quisiera sacarme las tripas.

Resoplé cuando la puerta del despacho se abrió. No había consentido irme a casa pese a que Tiziano había insistido en varias ocasiones, por lo menos para quitarme la ropa mojada y cambiarla por otra. De todos, el que más desquiciado estaba era él.

Un revuelo se armó. Hablaban muy alto, se contradecían, se pisaban, se alteraban. Y en medio de toda aquella catástrofe, me giré lentamente cuando la tronadora voz de Antonella sonó por encima de los siete tíos:

—¡Callaos todos! —Su mirada se clavó en mí. La de Claudio padre también—. Piccolina... Estás aquí.

Los ojos se me llenaron de unas lágrimas que no pensaba derramar delante de nadie. Fue la manera de llamarme, el cariño que impregnó la simple palabra. Entonces, los ojos de Adara me aniquilaron de manera furibunda, y creí que había encontrado una nueva enemiga quien quizá pensaba que había llegado a esa familia para destronarla. No pretendía eso, aunque bien era cierto que los Sabello habían formado parte de mi vida desde que era una niña.

Adelanté el paso, vacilante, y llegué hasta Antonella, quien no dudó en abrir sus brazos y arroparme entre ellos como cuando era pequeña. Cerré los ojos en su cuello, aspiré ese olor floral tan característico en ella y me sentí en casa, como si el resto del mundo hubiera dejado de existir.

—An... Antonella... —titubeé, porque hacía mucho tiempo que la había llamado mamma, que me había dejado hacerlo.

Al separarme, sus ojos brillaban en exceso y me sonrió con cariño, al igual que tocó mi rostro con ese mimo impreso en cada roce.

—Vamos a encontrarlo. —Se lo pensó, aunque al final dijo—: Puedes llamarme como quieras. Yo sí confío en ti.

El corazón me brincó y una lágrima traicionera saltó de mis ojos. La recogí con tanta rapidez que esperaba que nadie la hubiera visto. Me equivoqué, pues todos los ojos estaban puestos en la persona que había detrás de Antonella. Me contemplaba con cautela, analizándome, viendo mi alma.

—Señor Sabello —murmuré, y agaché la cabeza con respeto. También hacía mucho que había dejado de llamarlo así. Él había sido el padre que nunca tuve.

—Mírame a la cara, Mia —me ordenó, y obedecí de inmediato, como si tuviera tres años—. Mírame a los ojos y júrame que no se han llevado a Romeo por tu culpa. Júrame que no has tenido nada que ver —me pidió. Su tono se me antojó suplicante.

Insuflándoles confianza a mis palabras, con aquella seguridad que me definía, sentencié:

—Se lo juro por mi vida. Y si es mentira, dejaré que me mate atada a ese palo del infierno.

La referencia al poste al que todos temían ocasionó alguna sonrisa, incluso en Enzo, que ya era decir. No nos habíamos dirigido la palabra ni la mirada desde que habíamos puesto un pie en el edificio. La subida en el ascensor fue más tensa que un cable de acero.

Claudio me atravesó con sus ojos; le mantuve la mirada, permitiéndole acceder a mi mente, a mi alma y a lo que quisiera. Necesitaba que confiara en mí, que lo hiciera de corazón.

—Bien —añadió por toda respuesta, cabeceando en señal afirmativa. Me dio la sensación de que todos estaban pendientes del veredicto del patriarca. De hecho, creí que algunos habían respirado aliviados, como si su palabra fuera la más absoluta verdad—. No vuelvas a hablarme de usted, piccolina.

Lo siguiente que sentí fueron sus brazos alrededor de mi cuello, un apretón que casi me asfixió y ese abrazo que durante tantos años había necesitado: el abrazo de un padre. Noté que mi cuerpo se aflojaba, que, de nuevo, me encontraba en casa.

Aquella tensión en el ambiente se rompió cuando Tiziano bramó con ansias que había que encontrar al piccolo, que sacaran un mapa del Foro Romano y que volveríamos a barrer la zona una vez más. Me separé de Claudio padre con media sonrisa que él imitó. Su gesto cambió de inmediato y habló con voz firme:

—Si el localizador se ha apagado ahí, tiene que estar allí. En una zona fantasma, en un sitio que todos desconozcan.

—No podemos seguir dando palos de ciego, papá —añadió Piero.

—El tiempo se nos agota, y si todo lo que nos ha contado esa —Valentino cabeceó en dirección a mí— es verdad...

—Se llama Mia —lo cortó su padre con hosquedad. Valentino gruñó.

—Lorenzo es un carnicero. Lo sabéis, ¿verdad?

La afirmación de Alessandro me tambaleó hacia atrás. Yo también lo sabía, y me daba miedo lo que hubiera podido hacerle a Romeo desde hacía un día y medio. Recé interiormente para que no lo hubiera lastimado, pese a que algo en mi interior me gritaba a voces que llegaba tarde.

Me moví hacia atrás, mirando desde la distancia el mapa del Foro Romano. Me lo conocía a la perfección y no quería interponerme entre los mandatos y soluciones de los Sabello.

Fue una hora después cuando Adara pasó por mi lado, llenó una taza de agua caliente y metió un saquito de tila.

—¿Te encuentras bien?

Para qué quise preguntar. Fue inmediato y para nada esperado. Elevó el mentón hacia el frente, soltó la taza a plomo en la mesa, volcando parte de su contenido, se hinchó como un pavo y se dio la vuelta muy despacio. Tenía el ceño fruncido: un indicativo claro del cabreo que la acompañaba.

—No. No estoy bien. ¿Te importa? —Su tono fue tan contundente que no me lo esperaba. No la conocía, aunque no me había dado la sensación de ser así de tajante.

—Lo siento, yo solo quería...

—No quieras nada, Mia —me interrumpió. De nuevo, volví a ser el centro de atención del despacho—. Por tu culpa, Romeo ha desaparecido. —Me señaló con el dedo y con dureza en su tono—. Por tu culpa, no lo encontramos. ¡Y por tu culpa, no sabemos si sigue vivo!

Al final de su alegato se le quebró la voz, y entonces comprendí que Romeo era alguien muy importante para Adara.

Tragué saliva, sin saber qué contestarle. Sí, por mi culpa estaba en aquella situación. Si yo no hubiera aparecido en su vida, nada habría ocurrido. Mi semblante cambió. Para mi sorpresa, fue su marido el que intervino, acercándose a ella, que temblaba.

—Bambina. —Le tocó el brazo, pidiéndole permiso. Los ojos de Adara se llenaron de lágrimas que no tardó en derramar cuando se giró hacia Tiziano. Él intentó mantener la calma—. Vamos a encontrarlo.

—¿Y si es demasiado tarde?... —musitó estrangulada—. Me muero, Tiziano. Me muero como... —Se quebró, y su marido no tardó en arroparla entre sus brazos para pedirle la calma necesaria.

Otra vez me juzgaron con la mirada.

Otra vez fui el punto de mira, ahora de todos los hermanos.

Otra vez era la que solo buscaba problemas.

Busqué a Claudio padre con la mirada, quien observaba a Adara sin saber qué decir. Antonella se acercó a ella también. Eso me indicó que no era un simple cuñado, que mi piccolo era mucho más importante para Adara.

«Tú has tenido la culpa de todo, Mia», me dije, secundando las palabras de la mujer rubia. Estaba en bucle, sí, era consciente de ello, pero no podía quitarme razón ni quería.

Entrelacé las manos por delante del vientre, sintiéndome más absurda con ese azul infantil en mi ropa. Retomaron la marcha cuando me giré de cara a la ventana. Desde el reflejo del cristal pude ver la silueta de Claudio, observándome, fijo en cada uno de mis movimientos. Dudó, pero al final avanzó con pasos decididos, con las manos a ambos lados del cuerpo y con aquella forma de andar tan elegante, sensual y derrochadora que poseía.

Había empezado a llover. Las gotas, unas gruesas y grandes, desdibujaron el cuerpo del mayor de los Sabello justo cuando se detenía en el lado derecho para contemplar la oscura noche. Busqué el reloj en el reflejo también, viendo que marcaba cerca de las once.

—Estuviste trabajando en el Foro Romano cuando te marchaste de tu casa, ¿verdad?

La pregunta me pilló por sorpresa. No esperaba que Claudio hubiera investigado sobre mi vida. Pero sí, al parecer lo había hecho.

—¿Por qué sabes eso y por qué me lo preguntas?

No me contestó, sino que se llevó el tema adónde le interesaba:

—¿Podrías acercarte a esos mapas y ver si falta algo? Te encargabas del mantenimiento de las zonas reservadas para los trabajadores. Habrá partes que desconozcamos.

Asentí como respuesta a la labor encomendada por el primogénito de los Sabello. Sin embargo, su pregunta me hizo darle vueltas a la zona, un barrido mental por cada parte del Foro Romano, sin pretender dejarme ninguna en especial. Si el punto de Renato estaba indicado allí, era porque estaba allí. Adivinaba que el dispositivo habría podido dejar de funcionar si se lo habían arrancado. No quería ni pensarlo.

Me apostaba la vida a que Romeo se encontraba con él.

—He revisado cada rincón que me han permitido durante esta tarde —lo informé, aunque en mi tono hubo un deje de duda.

—Entonces, ¿a qué estás dándole vueltas?

Lo miré. En ese instante, en el que pretendía acercarme a la cueva de los lobos y la loba, unos golpes secos sonaron en la puerta del despacho y todos quitaron los seguros de las armas. A mí me habían casi obligado a soltar la pistola sobre la mesa principal del despacho cuando regresamos.

—¿Quién pollas es? —preguntó Tiziano, y la mitad de los presentes se encogió de hombros.

Valentino tuvo la intención de pasar por delante de él para abrir, pero fue Alessandro quien llegó antes y lo apartó, imaginé que por los puestos que cada uno ocupaban en la mafia. Al abrirla, el asombro fue mayúsculo.

—¡Andaaa! —Ese fue Dante desde detrás de Alessandro—. ¡Pero si ha venido la poli!

—¿Tú no estabas en México? —cuestionó el pequeño de los Sabello, sin dejar de apuntarla.

¿Era poli? Ni se me ocurrió abrir la boca para decir que la conocía. Sin embargo, sus ojos fueron los primeros en chocar con los míos y, de nuevo, las miradas acusatorias cayeron sobre mí.

—Seguimos para bingo —se burló Enzo.

Beatrice tenía las manos en alto. Tiziano asomó la cabeza; detrás, Adara.

—¿Beatrice? ¡Oh, por favor! ¡Bajad las armas! —les pidió Adara de buenas maneras a la primera. Al ver que no lo hacían y que los únicos que habían obedecido eran sus suegros y Tiziano, preguntó con mal tono—: ¿Tengo que repetirlo otra vez?