Miedo - Zweig Stefan - E-Book

Miedo E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

En Miedo, Stefan Zweig narra la historia de Irene Wagner, una mujer que, en apariencia, tiene una vida tranquila, apacible y libre de preocupaciones. Su vida cambia por completo cuando conoce a un joven pianista y, en uno de sus encuentros, es descubierta por una mujer que empieza a chantajearla. Se sentía enterrada en una eternidad de silencio y la oscuridad del cielo invisible pesaba sobre su pecho. A veces las horas marcaban con sonido un número en la oscuridad, después la noche se tornaba negra y sin vida; por primera vez creyó entender el sentido de esa oscuridad infinita y vacía.

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Acerca de Stefan Zweig

Stefan Zweig (Viena 1881 – Petrópolis 1942)

Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. Estudió en la Universidad de Viena, donde obtuvo un doctorado en filosofía e incursionó en estudios literarios.

Durante la Primera Guerra Mundial, sirvió al Ejército austrohúngaro con tareas administrativas, ya que no era apto para participar en combate. Escribió varios artículos apoyando el conflicto. Sin embargo, luego de esta experiencia y después de ser testigo de las implicancias de la guerra, cambió radicalmente su posición. En base a ello, escribió Jeremías, en la cual establecía sus firmes convicciones antibelicistas, por las que tuvo que exiliarse a Suiza.

El período de entreguerras fue el más productivo de su carrera: durante este tiempo escribió Una partida de ajedrez, Momentos estelares de la humanidad, La piedad peligrosa, entre otros. Desde 1933, con la llegada de Hitler al poder, sus obras fueron prohibidas.

En 1934 tuvo que exiliarse nuevamente –esta vez a Gran Bretaña–, debido a la ocupación nazi en Austria. En 1941 se instaló en Brasil con su esposa Lotte Altmann, donde el 22 de febrero de 1942 se suicidaron ambos en vista a la inmensa avanzada del nazismo. Antes de suicidarse escribió cartas a todos sus amigos y conocidos, pidiendo disculpas y explicando las causas de su muerte. En 1944 se conoció su autobiografía: El mundo de ayer. Ediciones Godot lleva publicadas seis de sus novelas: Los ojos del hermano eterno, Una partida de ajedrez, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Mendel, el de los libros, Carta de una desconocida y El candelabro enterrado.

Página de legales

Zweig, Stefan / Miedo / Stefan Zweig. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2023. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Nicole Narbebury.ISBN 978-987-8928-64-7

1. Literatura Austríaca. 2. Literatura Contemporánea. I. Narbebury, Nicole, trad. II. Título.

CDD 830.192

ISBN edición impresa: 978-987-8928-61-6

Título original Angst (1920)

Traducción Nicole NarbeburyCorrección Andrés Vélez CardonaDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de tapas y guardas Juan Pablo Dellacha

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina, 2023

Miedo

Stefan Zweig

TraducciónNicole Narbebury

CUANDO LA SRA. IRENE bajó la escalera del departamento de su amante, de repente se volvió a sentir invadida por ese miedo sin sentido. De pronto, una peonza negra zumbó ante sus ojos, las rodillas se le congelaron con una horrible rigidez y tuvo que agarrarse de prisa a la baranda para evitar caerse hacia adelante. No era la primera vez que se atrevía a hacer esa peligrosa visita, ese repentino estremecimiento no le era ajeno, a pesar de toda su resistencia interior, siempre padecía tales infundados ataques de miedo insensato y ridículo cada vez que regresaba a su casa. El camino a la cita era, sin dudas, más fácil. Hacía detener el auto en la esquina, corría a toda prisa y, sin alzar la vista, se apuraba a subir los pocos escalones hasta la puerta principal, sabiendo que él la esperaba detrás de la puerta que se abría con rapidez y ese miedo inicial, en el que también ardía la impaciencia, se desvanecía ardiente en un abrazo de bienvenida. Pero luego, cuando quería volverse a la casa, aparecía estremeciéndose ese otro horror misterioso, ahora confusamente mezclado con el terror de la culpa y ese tonto delirio de que cada mirada extraña en la calle podía leer en su rostro de dónde venía y responder con una sonrisa descarada a su confusión. Incluso los últimos minutos con él estaban envenenados por la creciente inquietud de ese presentimiento; quería irse, sus manos temblaban con prisa nerviosa, distraída escuchaba sus palabras y rechazaba intranquila las últimas manifestaciones de su pasión. Lejos, todo en ella quería escaparse lejos: irse de su departamento, de su casa, escaparse de la aventura para volver a su tranquilo mundo burgués. Apenas se animaba a verse en el espejo, por miedo a la desconfianza en su propia mirada, y sin embargo era necesario chequear si no había algo en su vestido que delatase por su desorden la pasión de esa hora. Luego venían esas últimas palabras, vanamente tranquilizadoras, que ella apenas podía oír por su excitación, y ese segundo de escucha detrás de la puerta protectora, para ver si alguien subía o bajaba las escaleras. Afuera, sin embargo, ya estaba el miedo, impaciente por tocarla, y le alteraba tan imperiosamente los latidos del corazón que terminaba bajando ya sin aliento los pocos escalones hasta que sentía que le fallaba la fuerza hasta ahora sostenida por los nervios.

Se quedaba ahí parada durante un minuto con los ojos cerrados, inhalando con avidez el frescor crepuscular de la escalera. Entonces, en uno de los pisos de arriba se cerró una puerta de golpe, asustada se recompuso y se apresuró a bajar los escalones, mientras sus manos involuntariamente apretaban el espeso velo aún más. Ahora amenazaba el último y más espantoso momento, el horror de salir de una casa extraña a la calle y quizás encontrarse con la pregunta urgente de algún conocido de paso queriendo saber de dónde venía, y precipitarse en la confusión y el peligro de una mentira. Ella bajó la cabeza como un saltador en la carrera y con súbita determinación se precipitó hacia la puerta entreabierta.

En ese momento, se topó con una mujer que evidentemente estaba a punto de entrar.

—Pardon —dijo avergonzada, tratando de pasar con rapidez delante de ella. Pero la mujer le cerró la puerta de par en par y la miró con enojo y al mismo tiempo con desdén evidente.

—¡La he atrapado! —gritó despreocupada con voz grosera—. ¡Por supuesto, una mujer decente, una supuesta mujer decente! De esas a las que no les es suficiente un solo hombre, todo ese dinero y todo lo demás, que tienen que ir a robarle a una pobre chica su amado…

—Por el amor de Dios… pero qué dice usted… se equivoca… —tartamudeó la Sra. Irene e hizo un torpe intento de escaparse, pero la mujer interpuso su voluminoso cuerpo en la puerta y la regañó con voz estridente.

—No, no me estoy equivocando… Yo la conozco a usted… Viene de lo de Eduard, mi novio… Ahora por fin la descubrí, ahora sé por qué últimamente estuvo teniendo tan poco tiempo para mí… ¡Así que es… por usted, despreciable…!

—Por el amor de Dios —la interrumpió la Sra. Irene con una voz que se desvanecía—, no grite así. —E involuntariamente volvió a entrar al pasillo. La mujer la miró con desdén. Ese miedo tembloroso, esa impotencia visible, de alguna manera parecían gustarle, porque ahora estudiaba a su víctima con una sonrisa segura y burlonamente satisfecha. Por un vil bienestar, su voz tomó cuerpo y se volvió casi indolente.

—Así es entonces cómo se ven esas damas casadas, las damas nobles, distinguidas, cuando salen a robarle a una los hombres. Con velo, por supuesto que con velo, para después poder jugar el papel de mujer decente en cualquier parte…

—¿Qué… qué quiere usted de mí?… Ni siquiera la conozco… Me tengo que ir…

—Tiene que irse… sí, claro… con el señor marido… al cuarto calentito, a jugar el papel de dama distinguida y dejarse desvestir por los empleados… Pero lo que nos pueda llegar a suceder a nosotras, ya sea morir de hambre, a una dama así de distinguida le importa un bledo… A una como yo le roban hasta la última cosa, esas mujeres decentes…

Irene se recompuso y, obedeciendo a una vaga intuición, metió la mano en su billetera y tomó todos los billetes que pudo encontrar.

—Ahí… ahí tiene… pero déjeme irme ahora… No volveré jamás… se lo juro.

Con una mirada malvada, la mujer agarró el dinero.

—Zorra —murmuró ella.

La Sra. Irene se estremeció al oír esa palabra, pero vio que la otra le liberaba la puerta y salió corriendo, aturdida y sin aliento, como un suicida al tirarse de la torre. Sintió que los rostros se deslizaban a su lado con muecas distorsionadas, mientras huía y luchaba, con la mirada ya nublada, por llegar hasta un auto estacionado en la esquina. Como una masa desplomó su cuerpo sobre los asientos, luego todo en ella se volvió rígido e inmóvil, y cuando el chofer finalmente le preguntó asombrado a la extraña pasajera adónde iba, ella lo miró fijo sin comprender por un momento, hasta que su cerebro aturdido terminó entendiendo sus palabras.

—A la estación del sur —se apuró a espetar y de repente, asustada por la idea de que aquella persona pudiera seguirla, añadió—: ¡rápido, rápido, conduzca rápido!

Recién durante el viaje se dio cuenta cuán profundamente la había afectado ese encuentro. Se tocó las manos, que colgaban sobre su cuerpo rígidas y frías como cosas muertas, y de repente comenzó a temblar de forma precipitada. Algo amargo le subió por la garganta, sintió ganas de vomitar, y al mismo tiempo una ira sorda e insensata quería excavar las entrañas de su pecho como un espasmo. Le hubiera gustado gritar o dar puñetazos para librarse del horror de ese recuerdo que se le clavaba en el cerebro como un anzuelo: esa cara repugnante con su risa burlona, ese vaho de mezquindad que subía del mal aliento de la mujer proletaria, esa boca salvaje, llena de odio, escupiéndole con fuerza en la cara las malas palabras, y el puño enrojecido con el que la había amenazado. La sensación de náusea se intensificaba cada vez más, subía por su garganta cada vez más, el auto que rodaba con rapidez derrapaba de un lado a otro y ella estaba a punto de indicarle al chofer que condujera más despacio cuando se dio cuenta a tiempo de que podría no tener suficiente dinero encima para pagarle, ya que le había dado todos los billetes a esa chantajista. Se apuró a dar la señal de detenerse y, para renovado asombro del chofer, se bajó con mucha prisa. Por suerte, le alcanzó lo que le quedaba de dinero. Pero se encontró varada en un barrio extraño, en una multitud de personas ocupadas, que la lastimaban físicamente con cada palabra y cada mirada. Sus rodillas estaban blandas por el miedo e impulsaban con desgano sus pasos hacia adelante, pero tenía que volver a casa y, reuniendo todas sus energías, emprendía camino de callejón en callejón con un esfuerzo sobrehumano, como si estuviera caminando por un pantano o por nieve hasta las rodillas. Por fin llegó a su casa y subió corriendo las escaleras con prisa nerviosa, que aminoró de inmediato para no llamar la atención con su inquietud.

Recién cuando la empleada le agarró el abrigo escuchó a su pequeño jugar ruidosamente con su hermana menor en la habitación de al lado, y su mirada tranquila abarcó todo lo suyo, propiedades y seguridad, recuperó una apariencia de compostura, mientras que la ola de emociones seguía agitando subterránea y dolorosamente su pecho tenso. Se sacó el velo, calmó su rostro con la firme voluntad de parecer cándida y entró en el comedor, donde su marido leía el diario en la mesa ya preparada para la cena.

—Tarde, tarde, querida Irene —la saludó con un suave reproche, se levantó y la besó en el cachete, lo que involuntariamente despertó en ella un embarazoso sentimiento de vergüenza. Se sentaron a la mesa y con indiferencia, apenas levantando la vista del diario, preguntó:

—¿Por dónde anduviste tanto tiempo?

—Estuve… en la casa de… en la casa de Amélie… ella tenía que comprar algunas cosas… y la acompañé —agregó, enojada por su propia imprudencia de haber mentido tan mal. Por lo general, preparaba de antemano una mentira cuidadosamente elaborada, desafiando toda posibilidad de examen, pero hoy el miedo la había hecho olvidar sus medidas y forzado a una improvisación tan torpe. ¿Qué pasaba si a su marido se le ocurría —pasó por su mente—, llamar por teléfono y preguntar, como en la obra que habían visto hace poco en el teatro…?

—¿Qué te pasa?… Parecés tan nerviosa… Y ¿por qué no te sacás el sombrero? —le preguntó su marido.

Se estremeció, volviéndose a sentir atrapada en su vergüenza, se levantó a toda prisa y fue a su habitación a sacarse el sombrero, se contempló los ojos inquietos en el espejo hasta que la mirada volvió a parecerle segura y firme. Luego volvió al comedor.

La empleada trajo la cena y fue una velada como cualquier otra, quizás un poco más taciturna y menos sociable que de costumbre, una velada con una conversación pobre, cansada, a menudo con interrupciones. Sus pensamientos vagaban incesantemente por el camino y siempre despertaban horrorizados cuando llegaban a ese minuto, a la horrible proximidad de la chantajista: entonces levantaba la vista para sentirse segura, posaba con ternura su mirada objeto tras objeto de su entorno familiar, cada uno colocado en las habitaciones por recuerdo y significado, y una leve tranquilidad volvía a su cuerpo. Y el reloj de la pared, marcando pausadamente el silencio con su paso de acero, devolvía imperceptible a su corazón algo de su ritmo constante y despreocupado.