Miserias del reloj - Alberto Guerra Naranjo - E-Book

Miserias del reloj E-Book

Alberto Guerra Naranjo

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Beschreibung

El tiempo, que daña o reconcilia, dilata las experiencias que centran estos cuentos: miserias del reloj, o de quienes, seres humanos al fin, no logran más que sentirse a merced de la vida, en su goce o padecer. Cada elección de estos personajes, que expresan, además, la posibilidad de que seamos cualquiera de nosotros, conduce a un final del que el autor nos brinda atisbos y claves con maestría.

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Seitenzahl: 151

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Edición, corrección y composición: Teresa Melo

Obra de cubierta: Joe Wentrup

Conversión a ebook: Madeline Martí del Sol

 

© Alberto Guerra Naranjo, 2020

© Sobre la presente edición:

Editorial Oriente, 2023

ISBN 9789591113382

Instituto Cubano del Libro

Editorial Oriente

J. Castillo Duany No. 356

Santiago de Cuba

[email protected]

www.editorialoriente.wordpress.com/

www.facebook.com/editorialorienteoficial/

 

Tabla de contenido
Siete variaciones y un tema convencional
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Nostalgia San José
Lincon la Voz
Bolero Mustelier
Miserias del reloj
Datos de autor

Para Mercedes y Cándido, mis padres palmeros

 

 

Sólo existe el buen verso, el mal verso y el caos.

T. S. Eliot

 

Mientras algo nos quede por hacer nada está hecho.

Melville

 

Lo que se logra con demasiada facilidad,

sin grandes preocupaciones,

esquivándose los planteamientos verdaderos,

no perdura en letras ni en arte.

Carpentier

 

No creo en casi nada que no salga del corazón.

Fito Páez

Siete variaciones y un tema convencional

Uno

El reportero Velázquez estaba muerto de sueño. La noche anterior la había pasado con un par de putas. Ahora, su vida era un bostezo interminable. Bajó del taxi con la mano en la boca, pidió al chofer que lo esperara, y en la calle, sobre un charco de sangre, advirtió el cadáver. Antes de tomar las fotos de rigor, saludó al capitán, miró a los policías, a sus ametralladoras Thompson acabadas de usar, sacó un lápiz, una agenda y anotó:

Eladio Delgado.

Periodista.

Enfrentamiento.

Patrullas.

Capitán.

Velázquez guardó sus apuntes, volvió a bostezar, esas putas me dejaron muerto, se dijo, tomó la cámara y le pidió permiso al capitán. Después de un fuego cruzado, inexplicable, desigual, ya se podían tomar ciertas fotos. Había un charco de sangre, olor a mierda, casquillos de balas, orificios en el cuerpo, orificios en los muros de la residencia, policías con ametralladoras Thompson cerca de las patrullas, otros periodistas que llegaban, algún curioso y cierto comentario.

Velázquez preparó la cámara. En la primera foto incluyó a las patrullas y a los policías; la segunda la dedicó al cuerpo agujereado; la tercera la detuvo en el rostro. Eladio Delgado, cará, estos cabrones te echaron balas hasta por gusto, se dijo. Entonces, guiado por su experiencia en la crónica roja, fue hasta su maletín, sacó un periódico, volvió a donde estaba el cadáver, bostezó una vez más, contuvo la respiración, se vio los zapatos de dos tonos embarrados de sangre, maldijo, abrió la hoja con cierto cuidado, se inclinó y le cubrió el rostro.

—La juventud está perdida —dijo, ladeando la cabeza.

—Perdida es mierda, Velázquez —dijo el capitán.

—El tipo no era mal periodista. Eso es lo triste.

—Ya usted lo dijo, Velázquez, «no era mal periodista».—Elcapitán se echó la gorra hacia atrás, luego enseñó los dientes—.Estos tipos no son como usted; se creen dueños del mundo, precisamente porque son periodistas. Lo cuestionan todo, lo critican todo. Eladio Delgado jodía mucho, él solito se lo buscó.

—¿Sabe una cosa, capitán? —el reportero, antes de acercarse, advirtió que la Thompson apuntaba hacia abajo.

—¿Qué, Velázquez?

—Eladio no era un comemierda. No me explico por qué viró a batirse con ustedes. Ya había entrado en la residencia. Saltando el muro de atrás ganaba la otra calle sin problemas.

—Eso mismo digo yo, Velázquez. Pudo escapar sin problemas, nosotros no sabíamos dónde estaba.

—Estos tipos a veces son románticos, capitán.

—Comemierda es lo que son, Velázquez. Arriba, muchachos, que nos vamos.

Los policías obedecieron la orden, las tres patrullas encendieron sus motores, y el reportero Velázquez, a punto del bostezo otra vez, recordó al par de putas de la noche anterior, y vio perderse las patrullas calle abajo.

Dos

Qué raro, pensó Velázquez. Con tiempo suficiente para escapar, el periodista Eladio Delgado, que no era un comemierda, prefirió terminar de esa forma. Muy raro, se dijo el capitán en el carro patrullero. Demasiado raro, pensó Velázquez mirando la sangre en sus zapatos de dos tonos. Mañana aparecería en la prensa que ese revoltoso había muerto en una pesquisa policial, cuando no era totalmente cierto. Velázquez sacó la agenda del maletín, tomó el lápiz y escribió:

Enigma.

Pistola.

Residencia.

Dueño de vacaciones.

Luego, incluida la cámara, guardó sus instrumentos de viejo reportero, volvió a mirar el cuerpo en la calle, y caminó hacia el taxi, pensando que aquello estaba raro. El capitán ordenó detener su patrulla frente a un bar. Como siempre, las otras continuaron, y él las vio perderse en la esquina. Después de tanta bala, se dijo, vienen muy bien unos tragos. En el taxi, Velázquez acomodó el maletín, se ajustó el sombrero, miró a los colegas de otros periódicos, Nos vamos, le dijo al chofer, y cerró los ojos. Eladio Delgado, pudiendo escapar por el fondo, terminaba de mártir, pensó. Resultaba bueno hasta con ese final. Prefirió el intercambio con las patrullas. Qué raro. La respuesta para aquella interrogante estaba allí, en la calle, sobre la sangre del tipo. Algo pasó allá dentro. De lo contrario, no tiene sentido que haya escalado la cerca de esa residencia, se dijo Velázquez.

—Claro que no tiene sentido —se dijo el capitán frente a la barra.

—¿Lo de siempre, Capitán? —preguntó muy servil el camarero.

—Ningún sentido —repitió Velázquez subiendo la escalera de la casa de huéspedes.

—Lo de siempre.

Tres

Eladio Delgado había saltado al interior de aquella residencia. También había perdido el equilibrio; en su caída terminó afectándose un pie. Eso estaba claro para el propio Velázquez, quien bostezó amplio en su cuarto de la casa de huéspedes. Luego, colocó el maletín en el suelo, se sentó en la cama y contempló la mesa repleta de papeles, una botella de ron a medio terminar, el vaso, la taza con restos de café, un plato de arroz con frijoles bien secos, la vieja Remington con hoja dispuesta en el rodillo, el cenicero repleto. Cada vez que me acuesto con una criada, después no viene a trabajar, se dijo.

Eladio jodía mucho, carajo. Al capitán, la imagen del hombre cojeando con pistola hacia los patrulleros, no se le borraba con unos cuantos tragos.

—Dame acá eso.

—Como usted diga, mi capitán.

El camarero, nervioso, acercó la Bacardí, y el capitán, en el espejo, vio a un tipo muy solo que enseñaba los dientes mientras se repletaba el vaso. Eladio Delgado, puro mártir, cará, se dijo el reportero Velázquez. Recostado en la cama, pero aún sin quitarse las ropas, no lograba olvidar esa noticia. La cerca era burguesamente alta, difícil de escalar, pero Eladio había logrado subirla. En el pietraía un vendaje reciente. Velázquez lo descubrió mientras tiraba las fotos de rigor. Luego, al ponerle el ­periódico en el rostro, pudo cerciorarse, aquel era un vendaje apurado. Eladio se lastimó el tobillo, y fue cojeando hasta la residencia. El dolor debe haberle ganado la pierna, en la caída la pistola habría quedado lejos. Arrastrándose, tanteando, escudriñando en aquella oscuridad, llegó a recuperarla. Coño, se me ha quitado el sueño, voy a colar café, pensó Velázquez.

—Aquí tiene, Capitán.

El camarero trajo una taza humeante con café. Su sonrisita daba lástima. El capitán prefirió mirar hacia el espejo. No era mal sitio este bar, se dijo. Cuando se retirara podría ser dueño de alguno. Pondría un espejo como ese, con todas las botellas anunciándose, la típica victrola, putas revoloteantes, mucha música. Aunque no me gustan las putas, pensó. No era casual que allí no hubiera ninguna. Cuando lo veían aparecer optaban por perderse. El capitán, con la taza de café en una mano, volvió a pensar en Eladio Delgado. Recordó la manera en que le entraron las balas, el indiscreto tableteo de las Thompson, el cuerpo repleto de agujeros, la ridícula manera en que cayó.

Velázquez, frente a la hornilla, lanzó otro bostezo. El agua de la cazuela estaba a punto de ebullir, debía tener cuidado, no era diestro en asuntos de café. Sobre todo, en el momento de verter polvo en el colador, agua hirviendo para que cayera colada en el jarrito, azúcar. No obstante, como si fuera experto, tarareó feliz,

En Prado y Neptuno,

papámpam,

había una chiquita,

papámpam,

que todos los hombreees,

la tenían que miraaar, y recordó las putas. Tremendas putas.

Lo dejaron muerto, la semana entrante volvería. Velázquez se imaginó en la silla, revivió los muslos con medias estilo can can, ciertos lengüetazos, senos despampanantes bajo corpiños apretados, gemidos lánguidos, amarre excitador de sus manos en la parte de atrás. Tremendas putas, se dijo, y derramó el café. Siempre terminaba derramando el café.

Eladio Delgado, con el cabo de la pistola, rompió el cristal de una puerta secundaria. Menos mal que no hay perros, pensó. Sin contratiempos avanzó cojeando al interior. Aún se sentían las sirenas, necesitaba algún trapo, vendarse el tobillo, luego saltar por el muro del fondo. Nada más. Subió las escaleras, intuyó cuadros a medida que avanzaba, llegó a los dormitorios, entró en el primero. El capitán los estaba cazando como a palomitas tristes, se dijo. Eso fue un chivatazo.

Un buen chivatazo, gritó el capitán frente al espejo del bar. Cuatro buenos bofetones y un tipo le dio a la lengua enseguida, pensó Velázquez, con el vaso de café en una mano, el cigarro en la otra y la vista en la ventana. Entraban confiados al edificio, recordó el capitán antes de empinarse el último trago. Esta ciudad está llena de soplones, se dijo Eladio, mientras revisaba las gavetas. La vecina de enfrente, desde el balcón, les iba haciendo señas, ese sí, ese no, en dependencia de levantar el pañuelo, pensó Velázquez. Cogimos a Martha Téllez, a Crescencio Luna y al resto del grupo, recordó el capitán. Muchachitos peligrosos, que se van a podrir en la cárcel, se dijo Velázquez. El único que se nos escapó fue Eladio Delgado, y mira el final que tuvo, gritó el capitán. Entonces, el camarero sintió pánico, miró la Bacardí terminada y dijo:

—¿Otra, capitán?

—Claro, comemierda.

Cuatro

El viejo, asustado, levantó los brazos. Era un hombre mayor, calvo, canoso, sumamente gordo. Resultaba ridículo en bata de dormir, con espejuelos de aumento y una pistola.

—Tranquilo —dijo Eladio—, no le pasa nada si se porta bien.

Minutos antes, como si se tratara de otra escena pueril de un policíaco, el viejo había entrado en el cuarto, encendido la luz y preguntado, ¿Quién anda ahí? Al no escuchar respuesta avanzó unos pasos, descubrió las gavetas mal cerradas, lo comprendió todo, pero sintió el cañón de otra pistola en su espalda.

—Las cosas de valor no están en los cuartos —dijo.

Eladio, con suavidad, le quitó la pistola. Luego lo invitó a sentarse. Sobre la cama, despacio, el viejo dejó caer sus libras y, sin apartarle la vista, soltó un suspiro.

—No soy un ladrón —dijo Eladio—, ¿o es que usted no oye las sirenas?

—¿Qué sirenas?

—No sea gracioso —Eladio lo miró con dureza y el viejo prefirió callar. Solo detuvo su vista en las ropas del desconocido: pantalón ancho, saco, tirantes. Notó algo extraño en aquella vestimenta.

—¿Qué es lo que quiere en mi casa? —dijo.

—Necesito vendarme este pie, luego me largo.

—Busque algo en esa misma gaveta —el viejo, nervioso, lo observó colocarse una pistola en la cintura, la otra la mantuvo en su mano mientras revisaba.

—Aquí no hay nada que sirva, carajo.

—Cálmese, por favor, busque bien en las otras. O si lo prefiere, puedo llegarme al baño, al botiquín...

—Cállese ya...

El viejo abandonó de repente el parloteo. Muerto de pánico sudaba demasiado, de su cabeza bajaban goterones. Intentó quitarse sus espejuelos de aumento.

—No se mueva, ¿o quiere que lo mate aquí mismo?

—Solo permítame secarlos, por favor.

Eladio buscó en la gaveta, le alcanzó un pañuelo y el viejo, tembloroso, comenzó a frotar los cristales.

—Su vestimenta —se aventuró a decir— ¿de dónde sacó su vestimenta?

—¿A qué se refiere?

—Ni los ladrones ni nadie se visten con ese tipo de ropa.

—¿Y qué tiene mi ropa? —Eladio Delgado detuvo su pesquisa. Ese viejo, muerto de miedo, por poco lo hace reír. Pero no podía perder tiempo, con una especie de paño con flores decidió enrollarse el tobillo. Sentado en un sillón se quitó el zapato y comenzó su trabajo.

—Le hice una pregunta —dijo—. ¿Qué es lo que tiene mi ropa?

El viejo prefirió frotar sus espejuelos, mirar extrañado al intruso que se mal enrollaba el tobillo.

—Ya sé por dónde viene —Eladio lo miró con lástima—. Es natural que vistamos de maneras distintas. Jamás me vestiría como usted. Odio a la gente como usted.

—No lo decía por eso, de verdad.

—Ah, ¿pero se burla de mí?

—No, de ninguna manera —el viejo dejó caer los espejuelos, apenas pudo recogerlos, se lo impedía su amplio vientre—. Lo digo por esos pantalones, los tirantes, el traje. Ya no se usan, están fuera de moda.

—Mire, viejo burgués, es mejor que se calle.

—Me callo, si quieres me callo, pero te advierto que tu cara me es conocida... Yo te conozco, te he visto antes, no sé dónde, pero te he visto...

—Lo que faltaba, ahora sí está bueno esto, carajo. ¿Así que también soy un burgués que vivo en una mansión y voy al club donde nos hemos visto? Mire, viejo, nosotros no tenemos por qué conocernos —Eladio sonrió sosteniendo el tobillo con sus manos, mientras el viejo lo increpaba:

—Búrlate si quieres, pero soy buen fisonomista, te conozco, te he visto antes..., además, si no eres un vulgar ladrón disfrazado, ¿a qué te dedicas, entonces?

—No debería responderle, pero digamos que soy un periodista en apuros.

—¿Ves? Yo también fui periodista. ¿No crees que sea una buena coincidencia?

—Mire, viejo, usted fue periodista. Ya no lo es, ahora es alguien que suda y habla demasiado pensando que voy a matarlo...

—Yo no creo que me mates, muchacho...

—¿No? ¿Y eso no depende de mí?

—No tienes tipo de asesino... Además, pertenecemos al mismo gremio...

—Recuerde que usted ya no es periodista. Ya no escribe...

—¿Quién te dijo que no escribo? Soy escritor.

—¿Escritor?

—Un escritor de éxito, de muchísimo éxito. Abajo, en la biblioteca, puedes ver los diplomas, las medallas, los recortes de periódicos...

—Lo que faltaba —Eladio volvió a sonreír—. Así que estamos frente a un escritor de éxito... de muchísimo éxito.

—Perdona la inmodestia, pero esa es la pura verdad...

—¿Y qué es lo que escribe, si puede saberse?

—Novelas. Soy un escritor de novelas.

—Muy bien, así que tenemos un escritor de novelas. ¿Y qué tipos de novelas escribe?

—Bueno, las que a la gente le gustan. Cierta intriga, pizca de amor, pizca de sexo, algún muertecito, y ya tengo una buena novela.

Eladio miró con sorna los alrededores:

—¿Así que cierta intriga, pizca de amor, sexo, algún muertecito y ya está..? Por lo que veo, no le van mal las ventas...

—Ya te lo dije, escribo lo que a la gente le gusta; esa es la garantía del éxito, de mi éxito.

El paño con flores ya estaba enrollado en el tobillo. La sirena le recordó a Eladio que debía irse cuanto antes. No valía la pena demorarse más.

—Bueno, escritor de éxito, gracias por todo. Ya me voy —Eladio le tomó por el brazo—, pero antes debo amarrarlo. ¿Dónde hay una soga?

El viejo hizo un esfuerzo, se inclinó como pudo y recogió sus espejuelos.

—En la biblioteca.

Cinco

Un comemierda, Eladio Delgado era un comemierda, gritó el capitán. Los enfrentó con una pistolita, se dijo Velázquez recostado a la ventana. Solo tuvo tiempo para cuatro disparos, dijo el capitán. El primero, para llamar la atención, para orientarlos, pensó Velázquez. El segundo, para salir al intercambio suicida, gritó el capitán. Los otros dos, bueno, los otros dos, por puro instinto de conservación, se dijo Velázquez, dispuesto a escribir la nota que saldría mañana en su periódico.

Seis

Los estantes de la biblioteca estaban repletos. Tiene buenos libros, pensó Eladio, mientras alcanzaba una silla. El viejo se sentó, limpió sus espejuelos, se los colocó y puso sus manos detrás.

—Cuando quiera —dijo.

Agradecido por el buen comportamiento, Eladio trató de no dañarlo. Hizo un amarre discreto; al terminar tomó la pistola del viejo, la guardó en la gaveta del escritorio y, sin poder evitarlo, detuvo su vista en los estantes.

—Veo que tiene buenos libros.

—Por supuesto —el viejo sonrió—, ya le dije que soy escritor.

Eladio, entonces, lo recordó en el cuarto. Arriba sudaba, alardeaba con pánico y ahora sonreía a plenitud, con cierta calma, más seguro, ¿quién entiende a este tipo de gente?, se dijo. Lo hubiera puesto en su lugar con unas cuantas frases, pero debía saltar el muro cuanto antes. A manera de despedida, tamborileó sobre el escritorio.

—Ya me voy, gran escritor, espero que perdone la molestia.

El viejo, entonces, sin poder evitarlo, soltó una carcajada:

—Oye, muchacho, espérate ahí, no te vayas todavía...

—¿Y a usted qué coño le pasa?

—Nada, nada, no me pasa nada, solo me dio por reír. ¿Acaso no me puedo reír?

—No veo motivo para risas, la verdad.

—¿Pero no te das cuenta, muchacho?, ¿aún no te das cuenta?

El viejo estaba eufórico, fuera de sí. Inexplicablemente fuera de sí. Su risa resultaba abrumadora, descompuesta, y Eladio no supo qué hacer.

—No seacomemierda, ¿darme cuenta de qué?

—Sabíaque te había visto antes. Puedes mirar las fotos si quieres.

—¿Mirar qué fotos, imbécil?

—Están en la gaveta. Busca en la gaveta, en la segunda....