Mision presidencial - Upton Sinclair - E-Book

Mision presidencial E-Book

Upton Sinclair

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Beschreibung

1942 es el comienzo del fin de la serpiente nazi. Con los Estados Unidos de Roosevelt a punto de cruzar el charco y las gélidas estepas rusas causando estragos en el ejército alemán, Hitler y sus histéricos secuaces se niegan a admitir lo inevitable. Por su parte, tras su última aventura por Oriente, nuestro señorito Lanny Budd, agente presidencial 103, alias Viajero, se instala en Nueva York con su nueva esposa, la escritora antifascista Laurel Creston. Pero no hay descanso en estos tiempos para los defensores de la libertad, y enseguida comienza el incesante periplo de Lanny por el mundo, bajo su camuflaje de frívolo marchante de arte filonazi. De la Francia de Vichy del mariscal Pétain, para sondear a sus ricos empresarios, a Tolón y Suiza, para financiar a la resistencia con dinero estadounidense. Del inhóspito desierto del Sáhara a la hermosa Argel, nido de víboras en el que conviven gaullistas, diplomáticos, soldados y banqueros antibolcheviques. Allí Lanny tratará de convencer a las tropas francesas para que se unan a Roosevelt y Churchill. Y el destino llevará también a nuestro playboy al Berlín bajo las bombas aliadas, a intentar colarse en la nueva guarida del bosque de Hitler y, quizá, a descubrir uno de los secretos científicos más codiciados del momento: ¿dónde fabrican los alemanes el agua pesada, clave del poder nuclear? Misión presidencial es el octavo capítulo de la fascinante saga de Lanny Budd, con la que Upton Sinclair quiso narrar la historia mundial del siglo XX, y con la que ganó el Premio Pulitzer.

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Seitenzahl: 1404

Veröffentlichungsjahr: 2025

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SENSIBLES A LAS LETRAS, 114

Título original: Lanny Budd #8: Presidential Mission

Primera edición en Hoja de Lata: noviembre del 2025

© Upton Sinclair, 1947

This edition is published by arrangement with Mcintosh and Otis Inc. through Yáñez, part of International Editors’ Co. S.L. Literary Agency

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2025

© de la imagen de portada: Admiral Stark, Chief of Naval Operations, J. C. Leyendecker, 1944, Alamy Limited

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2025

Hoja de Lata Editorial S. L.

Camino del Lucero, 15, bajo izquierda, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores Culturales Glayíu

Corrección: Hoja de Lata Editorial S. L.

ISBN: 979-13-87554-34-7Producción del ePub: booqlab

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

  

Actividad subvencionada por el Gobierno del Principado de Asturias.

 

 

 

A mis amigos y lectores de Gran Bretaña que, durante los ocho años de publicación de la serie de libros de Lanny Budd, han estado soportando una pesada carga y actualmente están comprometidos en implantar el socialismo democrático en su país, una tarea de vital importancia para el mundo.

NOTA DEL AUTOR

El autor y los lectores agradecen al señor Eric Erickson, el petrolero sueco-estadounidense, por permitirnos conocer sus extrañas aventuras en Alemania durante la guerra. Asimismo, gracias al señor Kenneth Pendar, vicecónsul de Estados Unidos en los territorios franceses del norte de África, por su permiso para presentarle aquí a él y sus experiencias, ya espléndidamente contadas en su libro, Adventure in Diplomacy (Dodd, Mead & Co.).

Lo mismo al señor Louis Adamic, por dejarnos incluir a Lanny Budd en cierta cena en la Casa Blanca. Él me contó esta historia poco después de que tuviera lugar el ágape en cuestión, y yo le pedí permiso para tomar algunas notas sobre el suceso y para que Lanny Budd estuviera presente. La escena fue escrita teniendo en cuenta esas anotaciones, referidas exclusivamente a la cena y nada más. Más tarde, el señor Adamic amplió dichas notas, convirtiéndolas en un libro titulado Cena en la Casa Blanca (Harper & Brothers).

UPTON SINCLAIR

ÍNDICE

Cubierta

Título

Créditos

Índice

Libro Uno: Tan cerca del polvo está nuestra grandeza

1. La humanidad con todos sus miedos

2. Entre el amor y el deber

Libro Dos: El invierno de nuestro descontento

3. Y solo el hombre es vil

4. No se puede huir de la historia

5. Testamento de una guerra atroz

6. Qué enmarañada red tejemos

Libro Tres: El mundo se ha vuelto loco, señores

7. El amor es amor para siempre

8. Tantas cosas dependen de la cena

9. Traiciones, estratagemas y malignidades

10. Para la aflicción nace el hombre

Libro Cuatro: Punto fijo del mundo giratorio

11. Madre de los libres

12. La calma antes de la tormenta

13. ¡Ya vienen los yanquis!

Libro Cinco: Aprovecha la ocasión

14. Conoce a tu enemigo

15. Una historia extraordinaria

16. Tres veces armado está

17. Miel sobre hojuelas

Libro Seis: Puertas que conducen a la muerte

18. Ocurrió la noche antes de Navidad

19. Pide consejo a los mayores

20. La gran divisoria

Libro Siete: Más mortífero que el mordisco de un perro rabioso

21. Ha llegado el momento de echarse a temblar

22. El poderoso flagelo de la guerra

23. El enemigo a las puertas

Libro Ocho: Diligente es el diablo

24. De la oronda barriga

25. Adiós a la mente tranquila

26. Bombas explotando en el aire

Libro Nueve: Cómo acabará el día

27. El cielo desprevenido estaba

28. Tierra de esperanza y gloria

29. El marinero vuelve a casa

Guide

Cubierta

Título

Start

LIBRO UNO

TAN CERCA DEL POLVO ESTÁ NUESTRA GRANDEZA

1

LA HUMANIDAD CON TODOS SUS MIEDOS

I

Lanny Budd trataba de contener la emoción mientras conducía hacia el norte por los acantilados Palisades. Durante los últimos seis meses apenas había pasado un día en que no imaginara el momento de informar al Gran Jefe, pensando qué le diría y qué respondería él. Seis meses constituyen una buena porción de la vida de un hombre, y la de Lanny había estado plagada de nuevas experiencias. Había dado la vuelta al mundo y gran parte del viaje había discurrido cerca del ecuador, donde las distancias son aún mayores. Y entretanto el mundo había presenciado sucesos dolorosos y terribles, cataclismos tan cruciales que los hombres continuarían escribiendo y hablando de ellos mientras siguiera existiendo alguien sobre la faz de la tierra capaz de saber lo ocurrido en el pasado.

El sol brillaba aquella templada tarde de principios de abril. Pequeñas nubes blancas se deslizaban por el cielo azul, sobre manzanales cargados de satinados capullos rosas, para dar la bienvenida a casa al viajero. La autopista bien asfaltada serpenteaba irregularmente siguiendo el perfil de los acantilados cubiertos de árboles, descendiendo aquí y allá hacia hondonadas para volver a salir a zonas abiertas donde el automovilista podía observar el amplio cauce del río, el ferrocarril en la orilla contraria, los pueblos y las colinas salpicadas de granjas y mansiones campestres. Lanny, que adoraba conducir, había pasado medio año sin sujetar un volante. Había llegado a casa desde las nieves de Arcángel y las nieblas de Terranova, y aquí estaba ahora disfrutando del calor y la luz del sol, de la belleza y las comodidades, de todos los dones de la naturaleza y la civilización que un estadounidense de las clases pudientes daba por sentado y era capaz de apreciar en su justa medida únicamente después de haber viajado por tierras salvajes y asoladas por la pobreza y haber presenciado escenas de guerra y destrucción.

El calor acariciaba la piel del viajero, los aromas de los plantíos asaltaban sus fosas nasales y la belleza su mirada. Su subconsciente absorbía todo eso mientras su mente consciente estaba ocupada pensando en el gran hombre que iba a visitar, en la historia que tenía que contarle, las preguntas que este le haría y las respuestas que debía darle. Lanny se había perdido demasiadas cosas aquellos días en los que toda clase de acontecimientos significativos se sucedían a un ritmo de vértigo, sin dar tiempo a la gente para asimilarlos. Estados Unidos llevaba en guerra unos cuatro meses, acumulando una derrota tras otra sin un solo éxito. Batán acababa de rendirse y los japoneses estaban cerca de la India, los alemanes se aproximaban a Leningrado y al canal de Suez, y Lanny pensaba: FDR estará al corriente de todo. ¿Qué me contará y qué me pedirá hacer?

II

Después de un trayecto de hora y media, el conductor llegó al alto puente de Poughkeepsie y cruzó a la orilla este del río. Atravesó la extensa ciudad de curioso nombre indio y continuó hacia el norte por la ruta postal, una carretera ancha y bastante recta bajo una arcada de altos olmos, bordeada por los cercados y portones de las casas de campo. Pronto llegó a una localidad llamada Hyde Park y poco después a una finca conocida como Krum Elbow, la «Casa Blanca de verano» durante los últimos nueve años. Lanny había estado allí justo antes de emprender su largo viaje. En esa ocasión había entrado discretamente en plena noche por la puerta trasera y había visto a su jefe tumbado en la cama, con su pijama de tafetán y el jersey azul de cuello redondo, del que no quería desprenderse a pesar de que las polillas lo habían devorado parcialmente. El visitante solo había entrado con total normalidad en la propiedad una vez, la primera, antes de convertirse en agente secreto para el hombre más poderoso del mundo.

Tiempo atrás, en la pequeña garita junto al portón de entrada hacía guardia un agente de la policía estatal. Pero ahora estaban en guerra y el Ejército de los Estados Unidos había tomado el relevo. El conductor detuvo el coche y le dijo su nombre al sargento al mando. Por supuesto, el sargento tenía en sus manos una lista que conocía de pe a pa. Examinó al caballero de unos cuarenta y pocos años, convencionalmente vestido con un traje de hilo marrón, corbata y sombrero Homburg a juego; pequeño bigote castaño, sonrisa amistosa y un bronceado solar que no había perdido del todo en las nieves de Rusia.

—Necesito ver su permiso de conducir, señor Budd —dijo el hombre. Y luego—: Debo registrar el maletero de su vehículo.

Era un coche deportivo con un asiento adicional trasero, y cualquier persona oculta allí tendría que haber sido del tamaño de un jockey.

—Está abierto —dijo Lanny.

El sargento echó un vistazo y luego dijo:

—Está bien, señor.

El coche aceleró por el camino de entrada entre los frondosos árboles que su propietario adoraba. Le gustaba que lo describieran como «plantador de árboles» en lugar de como presidente de Estados Unidos, un trabajo mucho menos seguro. La mansión de piedra y ladrillo y dos plantas y media de altura tenía algo más de cien años de antigüedad, y le habían ido añadiendo partes con el paso del tiempo en un estilo arquitectónico distinto cada vez. La entrada principal tenía un pórtico semicircular de cuatro columnas, donde había un guardia que saludó a Lanny de manera informal pero no lo detuvo. Sin duda habían anunciado su llegada por teléfono, pues le abrieron la puerta sin necesidad de llamar y un mayordomo negro cogió su sombrero mientras una secretaria le daba la bienvenida alegremente.

III

De frente, nada más entrar en esta residencia familiar, había un reloj de pie y a la derecha una escalera circular con pasamanos tallado. La biblioteca estaba a la izquierda, y al girar en esa dirección uno se encontraba con una estatua de tamaño natural del presidente de joven, sentado en un bloque de piedra cuadrado. Había un pasillo y luego un tramo de tres o cuatro escalones y una rampa lateral para mover una silla de ruedas. Dondequiera que estuviera el presidente, la silla aguardaba cerca, y a su alcance también había un botón que podía pulsar para llamar a su ayudante.

La amplia biblioteca ocupaba el ala izquierda del edificio. Había una chimenea en cada extremo. Delante de una de ellas había un gran escritorio de tapa, tras el cual estaba sentado el hombre que Lanny había ido a visitar; un hombre alto, de hombros anchos y cabeza grande, con una afable sonrisa conocida en casi todo el mundo. Esperaba la llegada de su visitante y no consideró necesario mostrarse preocupado. Su rostro se iluminó y alargó la mano para darle la bienvenida.

—¡Hola, Marco Polo!

El agente secreto lo había visitado una docena de veces y Franklin Roosevelt siempre lo recibía con alguna alegre ocurrencia, y esta era para un hombre que había atravesado toda China.

—Diantres, ¡cuánto te he echado de menos! —añadió.

—Me parece que ya tiene usted bastante entretenimiento —respondió el visitante, esbozando una sonrisa.

Observó con curiosidad a aquel hombre grande y tullido que soportaba sobre sus anchos hombros una carga digna de Atlas. FDR estaba un poco más delgado y parecía más preocupado, pero más alegre que nunca, pues le gustaba la gente que iba a verle, especialmente cuando llegaban con informes interesantes.

—Ponte cómodo, como si estuvieras en tu casa —dijo, señalando una alta silla junto a su escritorio; una de las dos «sillas gubernamentales» que se había ganado, una por cada legislatura que había servido en su estado natal.

Lanny observó el escritorio decorado con burros y elefantes de juguete, billikens1, serpientes de cascabel y toda clase de cachivaches que le enviaban sus admiradores; además de la inmensa pila de documentos que tendría que revisar, aunque no esa misma tarde. El presidente estaba en Hyde Park para disfrutar de un fin de semana de descanso muy necesario, y hablar con el agente presidencial 103 era una de sus distracciones.

—¿Qué tal vas de movilidad? —fue su primer comentario—. Cuéntame qué sucedió.

—Mi avión se partió en el aire durante una terrible tormenta, y al caer al mar mis dos piernas quedaron destrozadas. Pero ahora están bien y listas para el deber.

—Cuando me enteré de lo ocurrido me dije: ¡ahora entenderá cómo me siento!

—Créame, Gobernador, no pasó un solo día en el hospital y también después que no pensara lo mismo.

—Tú tuviste más suerte que yo. Tenías esperanzas de recuperarte.

—Tuve una suerte increíble. No sé si llegué a contarle que un astrólogo había predicho que moriría en Hong Kong. Estuve a punto de hacerlo varias veces, y por poco me convierto en creyente.

—Alston me ha dicho que en lugar de eso te casaste —y luego, con una risita—: ¿Sabes lo que dicen de ese hormigueo?

—Muchos problemas empezaron allí, pero no tuvieron nada que ver con el matrimonio. Al contrario.

—Te deseo la mayor felicidad, Lanny. Tienes que traer a tu esposa a visitarnos alguna vez.

—Eso le encantará. Como supongo que habrá oído, escribe relatos y ha publicado unos cuantos varapalos contra los nazis. A los rusos les entusiasmaron.

—Envíamelos, me encantará leerlos. ¿Visitaste muchos sitios en Rusia?

—Solo Kúibyshev y Moscú, pero mantuve algunas charlas muy valiosas. Imagino que primero querrá oír hablar de Stalin.

Lanny sacó el tema nada más llegar, a sabiendas de que a su jefe le gustaba mucho divagar. El visitante no quería distraerse hablando de qué tatarabuelo o tío abuelo del presidente había sido contrabandista de opio en los mares de China o de la maqueta de clíper Yanqui guardada en alguna vitrina de aquella amplia habitación.

IV

Lanny Budd abordó impetuosamente el tema que sin duda más interesaría al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y conferenció durante dos horas sobre el misterioso hombre del Kremlin; no tan misterioso si uno había leído algunos de sus escritos y los de su maestro Lenin. Pero a mucha gente le resulta más fácil contemplar un misterio que leer un libro, y a Lanny no le parecía probable que Franklin Roosevelt hubiera hojeado ninguno de los de Stalin. Describió la estancia ovalada utilizada como despacho por el jefe soviético, la entrevista en plena noche y el abrigo y las botas de piel que le habían regalado al emisario de la Casa Blanca.

—Su embajada en Washington preguntó por ti y yo les di el visto bueno —explicó FDR.

Y el visitante respondió:

—Supuse que había sido así, porque Stalin se mostró muy franco y me transmitió varios mensajes para usted.

—Lo que más nos interesa saber, Lanny, es si van a aguantar esta guerra hasta el final.

—En cuanto a eso, estoy seguro de que no tiene nada que temer. Han visto demasiada brutalidad nazi, que es realmente de locos. Un ruso confiaría antes en un tigre de Bengala que en un hitleriano. La respuesta de Stalin a mi pregunta fue inmediata y contundente. Llegarán hasta donde haga falta en esta guerra, y lo único que le pido es que los ayuden lo antes posible.

—Haremos todo lo que podamos, Lanny, pero en este momento no tenemos prácticamente nada. Disponemos de muy pocos barcos y los submarinos nos están haciendo mucho daño. Tengo entendido que los rusos esperan una fuerte ofensiva esta primavera.

—Así es, aunque no están seguros de cuándo llegará. Esa es la mayor desventaja de la guerra defensiva. Lo más probable es que Hitler se concentre en el sur por el petróleo, que es lo que más necesita. Será un ataque abrumador. No ha sufrido tantos daños como nos hicieron pensar los comunicados soviéticos. Su retirada fue estratégica, hasta posiciones de invierno ya preparadas, y no sacrificó muchas tropas. Sin duda lanzará todo lo que tiene en cuanto el suelo se seque. Hay millones de rusos, hasta ahora fuertes y felices, que serán pasto de los lobos y los buitres en cuanto las estepas estén secas.

La sonrisa había desaparecido del rostro del presidente y en su lugar había una mueca de dolor que hizo callar a su agente secreto.

—¿Sabes, Lanny? Nunca imaginé que tendría que lidiar con una guerra siendo presidente. Es algo en lo que apenas había pensado.

Lanny hizo lo posible por animarle.

—Lincoln no la quería, Wilson no la quería y dudo que ninguno de nuestros presidentes en tiempos de guerra quisiera lidiar con ella. Está usted en manos del destino, señor, y la historia recordará que hizo bien su trabajo.

Lanny imaginó que ese era el motivo por el que Roosevelt vivía, el manantial del que extraía su coraje y su confianza; estaba haciendo la historia que los hombres estudiarían y gracias a la cual renovarían su fe en los principios democráticos.

El visitante continuó su relato. Contó todo lo que había dicho el dictador rojo, incluida la afirmación de que no era un dictador. Repitió las preguntas que Stalin hizo sobre Roosevelt; preguntas muy directas, que revelaban un conocimiento de Estados Unidos que llegaba hasta personajes como Hearst y el coronel McCormick y sus periódicos, cuyo principal propósito parecía ser tergiversar la imagen de la Unión Soviética. Luego Lanny respondió a un interrogatorio parecido al que había soportado en Moscú. ¿Qué aspecto tenía Stalin, cómo eran sus modales, le había parecido un hombre sano? Lanny dijo que hablaba de forma reposada y sopesaba atentamente cada respuesta. Ya había cumplido los sesenta, pero solo su cabello y su bigote gris evidenciaban su edad.

—Es curioso —dijo el presidente—, tenía la impresión de que era un hombre grande, pero me han dicho que no es así.

—Diría que es diez centímetros más bajo que yo, y yo mido uno setenta y ocho, pero es de constitución robusta. Su entrenamiento ha sido el de un revolucionario, un hombre perseguido durante el zarismo, y probablemente le resulta difícil aceptar que hombres como nosotros, nacidos en la riqueza y la comodidad, puedan estar genuinamente interesados en la abolición de sus propios privilegios. Sin embargo, cuando propuse un brindis por el progreso de la democracia en todo el mundo, Stalin bebió por ello sin dudar. Por supuesto, él tiene su propia definición de la palabra y sus propias ideas acerca de cómo conseguirlo. Si es posible convencerle de que nuestra manera es mejor, tendrá que ser mediante actos y no palabras.

V

Lanny contó todo lo que sabía sobre la Unión Soviética y después sobre China. FDR colocó otro cigarrillo en la larga y delgada boquilla que siempre usaba, lo encendió con un mechero y dio comienzo un nuevo tercer grado. Quería saber cómo era la vida en una tierra que llevaba diez años en guerra. ¿Qué le había parecido la gente y qué hacían y decían? ¿Los viajeros habían visto indicios de inanición, qué dinero habían utilizado y en qué medida estaba informada la gente corriente sobre lo que sucedía actualmente en el resto del mundo?

—A usted lo conocen todos —respondió Lanny, sonriendo—, y están seguros de que va a enviarles varios miles de aviones lo antes posible.

—Ay, no me atrevería a decirles qué pocos aviones tenemos, Lanny. Ni siquiera te lo voy a decir a ti. Será imposible proporcionarles nada en absoluto durante algún tiempo.

—Los listos son conscientes de la situación y dicen que están mucho peor desde que entramos en la guerra. Solían conseguir mercancías mediante contrabando o sobornando a oficiales japoneses, y ahora no tienen nada.

—Es importantísimo que China no se derrumbe, Lanny. Solo podemos hacer promesas en este momento, pero las hacemos con sinceridad. Es un hecho que vamos a aplastar a los señores de la guerra, y entonces será posible la existencia de una China democrática y pacífica.

—Eso es lo que dije en todas partes. Me tomé la libertad de presentarme como emisario especial suyo, enviado para ofrecerles garantías.

—Lo eres allá donde vayas, Lanny. Tengo entendido que estuviste en Yenán. Háblame de ello. Los informes que he recibido son contradictorios.

De modo que este «Marco Polo» moderno describió la «China Roja», la tierra en el norte y el noroeste hacia donde los comunistas habían avanzado tras ser expulsados del resto del país, y donde ahora estaban construyendo una rudimentaria y patética utopía, principalmente en cuevas excavadas en acantilados, donde los bombarderos japoneses no podían alcanzarlos. Lanny explicó la extraña impresión que había causado en él ese modo de vida. No era marxista y desde luego tampoco leninista, sino más parecido a una primitiva utopía norteamericana; era una colonia, un falansterio, una mancomunidad. Su gente no hablaba de la lucha de clases; hablaban de cooperación y hermandad y trabajaban por ello con celo apostólico.

—¿No están intentando socializar la industria? —preguntó el presidente.

—Me explicaron detalladamente que sus teóricos han decidido que en esta fase deben promover la industria privada como medio para superar el feudalismo —fue la respuesta.

—Una especie de NPE2 —comentó el otro—. Eso debería facilitar las cosas a la hora de llevarnos bien con ellos.

—Parece lo más lógico, pero desafortunadamente el gobierno de Chungking quiere perpetuar el feudalismo bajo el emblema de la democracia. Mantiene un estricto bloqueo sobre Yenán y nos dijeron que sería imposible llegar hasta allí. Finalmente lo conseguimos, pero no fue un viaje fácil ni exento de peligros.

—Parece que todas las naciones quieren seguir con sus guerras civiles, incluso aunque estén siendo aplastados por los japoneses o los alemanes.

—Incluso después de haber sido aplastados, Gobernador. Esa es la situación en Francia y entre todos los grupos de refugiados que he conocido en todas partes.

—Es triste —respondió el otro—. Pero el problema parece muy simple. Vamos a combatir a los japoneses y los alemanes y a quebrar sus sistemas militares. Eso es lo único que cuenta para nosotros, y no vamos a librar la guerra civil de nadie, ni en China ni en Francia ni en Italia ni en ningún lugar adonde puedan ir nuestras tropas. Cuando esto termine, nos encargaremos de que todos esos países tengan elecciones democráticas y después de eso estarán solos.

—¿Esa es la fórmula, Gobernador?

—Así es. Pégatela en el sombrero y échale un vistazo de vez en cuando. Todo aquel que quiera ayudarnos a combatir a los japoneses y los alemanes y, por supuesto, a los italianos, es nuestro aliado; y todo el que quiera enfrentarse a los demás tendrá que esperar de momento.

—Me alegra oírlo de su boca, Gobernador, pues sé por previa experiencia lo que va a ocurrir. Toda clase de camarillas y causas intentarán usar a nuestros ejércitos para sus propios fines.

—La consigna es democracia. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo… y eso referido a todo el pueblo, no solo a los príncipes y a los generales.

—No olvide mencionárselo a su Departamento de Estado y a sus generales —fue la cáustica sugerencia del visitante.

VI

El hombre más atareado del mundo encendió otro cigarrillo y procedió a «hablar claro», como él decía.

—Dime, Lanny, ¿qué quieres hacer ahora?

El visitante estaba preparado para esto y respondió inmediatamente:

—Quiero hacer cualquier cosa que le sea de gran ayuda.

—Estamos construyendo un gran, y espero que eficiente, servicio de inteligencia. Puedo asignarte a «Wild Bill» Donovan, el salvaje Bill es un hombre astuto y leal, y te convertirá en uno de sus ases.

—Si es ahí donde cree que puedo hacer mi mejor trabajo, adelante. Aunque esperaba alguna misión concreta para mí. Ya sabe lo que pienso, mis encuentros con usted han sido una buena parte de la diversión de todo esto.

—No es un trabajo agradecido, Lanny. No tiene futuro.

—¿Quiere decir que no conseguiré títulos y un salario? Nunca he querido nada de eso. Mi recompensa es sentarme en esta silla gubernamental y contarle mi historia, y que usted mismo me diga qué es lo siguiente y qué puedo hacer para ayudar.

—Entonces, ¿prefieres seguir siendo un agente independiente?

—Nunca he sabido ser otra cosa y no estoy seguro de poder convertirme en un engranaje de la máquina. He estado pensando en ello y esta es la principal dificultad: los contactos que tengo en Europa son personales y estoy comprometido con ellos. Antes de poder decirle algo importante al coronel Donovan tendría que volver y pedir su consentimiento a mis amigos.

—¡Supongo que no pensarás volver a Alemania!

—No veo cómo podría hacerlo. Pero tengo un contacto en Suiza que ha demostrado ser valioso en el pasado, y espero que el hombre siga vivo y en activo. Y lo mismo con un viejo amigo que trabaja en Tolón con un grupo clandestino. Seguro que cuando llegue hay cartas en código esperándome en la Riviera, en casa de mi madre.

—La situación ha cambiado mucho desde que nos vimos obligados a entrar en guerra. ¿Qué usarás ahora como tapadera?

—He pensado mucho en ello mientras atravesaba Asia y Europa. Creo que todavía puedo apañármelas en países neutrales con mi papel de experto en arte. Mis clientes tienen dinero y seguirán comprando cuadros si puedo encontrárselos y traerlos hasta aquí.

—¡Pero no parecerá plausible que un experto en arte siga recorriendo Europa en plena guerra!

—Parecerá más plausible de lo que le gustaría creer, Gobernador. El mercado negro y toda clase de contrabando están en alza, y muchas personas de las más altas instancias siguen pensando que poseen privilegios especiales. En Londres me ofrecieron especular con bonos de la industria francesa… quiero decir, de industrias de la Francia ocupada, algo completamente ilegal. Podría contarle decenas de historias parecidas. Lo único que tengo que hacer es sonreír con complicidad y recordarles a mis amigos que mi padre es el presidente de Aviones Budd-Erling y un hombre influyente en su propio país. A aquellos que simpatizan con nuestra causa puedo sugerirles discretamente que estoy en posición de ayudar a mi padre a obtener información. La pista más inofensiva será suficiente, pues la gente se dará cuenta de que esa clase de asuntos son estrictamente confidenciales.

—¿Seguirás representando el papel de simpatizante del fascismo?

—A lo largo de todos estos años he logrado desarrollar una complicada técnica que adapto a cada persona. La mayor parte del tiempo soy el amante del arte, el habitante de la torre de marfil, el comedor de loto sin el menor interés por la especie humana. Un detalle que le parecerá divertido: estaba representando ese papel la noche que conocí a la que ahora es mi esposa, y ella me dio un buen repaso y me llamó troglodita. Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos ese papel satisface a la gente del gran mundo.

—Creo que te encontrarás con una realidad diferente ahora que estamos en guerra, Lanny. La gente ha elegido bando.

—He aprendido a ser ambiguo al hablar, esbozando una sonrisilla enigmática y misteriosa. Con los fascistas de corazón, o los que creen serlo, adopto la actitud de mi exmujer, lady Wickthorpe, que de repente se ha vuelto pacifista y humanitaria. Deplora las matanzas, que a su modo de ver solo pueden favorecer a los rojos. Tan elevados sentimientos no hacen daño a nadie.

—Me han dicho que la situación cambia deprisa, especialmente en Francia. Los alemanes se están granjeando un odio cada vez mayor y la Resistencia crece deprisa.

—Estoy preparado para eso y quizá ahora pueda revelar mi verdadera posición a más personas que en el pasado. Teniendo que viajar a Alemania debía ser extremadamente cauteloso, pero me da la sensación de que mi visita a Stalin ha puesto fin a todo eso. Me cuesta creer que los nazis no hayan recibido algún informe al respecto. De hecho, decidí que mi tapadera se había echado a perder ya en septiembre, cuando me llevaron a Halifax tras el accidente de avión. La gente del hospital encontró mis dos pasaportes, uno de ellos con nombre falso. Las enfermeras se enteraron y debió pasar lo mismo en toda la ciudad. Doy por hecho que los alemanes tendrían agentes allí y que la historia llegó a Berlín. Que yo sepa, el Führer ha tenido un solo amigo americano, y si se ha revelado que era un espía se ha debido armar un tremendo revuelo en las altas esferas. Creo que saldré de dudas cuando pueda hablar con el antiguo socialdemócrata y líder sindical que es mi contacto en Ginebra.

—Te entiendo, Lanny —dijo FDR—. Que quede claro que no te voy a pedir que vayas a territorios controlados por los alemanes ni por los italianos. Tenemos a muchos otros que pueden hacerlo y con menos riesgo.

VII

Habían llegado a un momento crucial de su conversación, con el que Lanny había estado soñando medio año. El Gran Jefe guardó silencio de repente, lo miró fijamente y dijo:

—Voy a compartir contigo cierta información, Lanny. Es alto secreto. No hace falta decir que no debes revelar absolutamente nada de esto a nadie.

—Por supuesto, Gobernador.

—Debo especificar que ni siquiera a tu esposa.

—Mi esposa nunca me ha preguntado nada desde que le dije que estoy bajo juramento.

—Churchill estuvo aquí antes de Navidad, como probablemente habrás oído. Llegó acompañado de una gran comitiva y debatimos problemas de estrategia mundial. Los dos estamos de acuerdo en que Alemania es nuestro principal enemigo y debe ser derrotada primero. Pero discrepamos en cuanto al mejor modo de llegar hasta ella. Yo querría atravesar el Canal y tomar la península de Cherburgo. Lo haría este mismo verano, a pesar de lo mal preparados que estamos. Los rusos necesitan que se abra un segundo frente. Están en una situación desesperada y tememos que puedan dejarlos fuera de combate. Pero Churchill no quiere ni oír hablar de ello, pues teme enfrentarse a otro Dunkerque. Sigue hablando de lo que él llama «el bajo vientre de Europa». Parece hipnotizado con la idea de entrar por la puerta trasera. Como sabes, ya lo intentó en la última guerra.

—Le oí explicar su fracaso en persona, y parecía estar disfrutando.

—Dudo mucho que consiga hacerle cambiar de opinión. En cualquier caso, estoy decidido a combatir este año. Y si no es en Cherburgo será en el norte de África. De cualquier manera, será la mayor expedición que haya cruzado un océano e implicará una colosal cantidad de trabajo. Alrededor de un millar de barcos, con lanchas de desembarco, artillería y apoyo aéreo. ¿Has oído algo de esto por ahí?

—No se podía oír absolutamente nada donde yo he estado, Gobernador. No obstante, comprendo la estrategia. Hacer del Mediterráneo un lugar seguro, acortar la ruta a Suez y estar en una posición que permita atacar a Rommel por la retaguardia.

—Eso es. Y si podemos tomar Túnez seremos capaces de cruzar hasta Sicilia y luego a Italia.

—Será terrible combatir en un país como Italia, Gobernador. Lo he atravesado en coche y es muy montañoso.

—Controlaremos el mar y espero que pronto también el aire. Si logramos controlar los aeródromos del sur del país, podremos bombardear el sur de Alemania y las fábricas de armamento que Hitler construyó en Austria, creyendo que allí estarían a salvo.

—Eso suena bien, Gobernador.

—Lo principal es que estaremos en activo, proporcionando a nuestras tropas prácticas de combate reales, que es el único modo de que puedan aprender. Además, demostraremos a los rusos que vamos en serio. Cada división que Hitler tenga que enviar para frenarnos será una menos en el frente oriental.

—¿Quiere que vaya a espiar sobre el terreno?

—Ve primero a Vichy y reúnete con sus líderes, como hiciste anteriormente. Déjales hablar, que te digan qué piensan de nosotros, qué esperan que hagamos y cómo responderán. Luego podrías ver a tu amigo de Tolón y conocer a algunos de sus contactos de la Resistencia. Sondéalos en la crucial cuestión de su flota y qué podemos esperar tanto de sus mandos como de sus militares.

—No hablarán conmigo a menos que revele mi verdadera posición, Gobernador.

—Analiza la situación sobre el terreno. Si logras reunirte con la gente adecuada y obtener información valiosa, quizá puedas contarles que te he enviado yo. Diles que nuestros ejércitos van para allá, y pronto, pero no especifiques dónde ni cuándo. Dales dinero, si son de confianza y pueden usarlo en nuestro favor. Debemos redefinir el tema del dinero, Lanny, porque ahora vamos a gastar y habrá que hacerlo en serio. Nada es más importante que salvar las vidas de nuestros hombres y lograr nuestros objetivos.

—Entiendo lo que dice, Gobernador. No quiero ningún dinero para mí…

—Yo cobro un salario, Lanny, igual que todo el mundo que pongo a trabajar. Ahora eres un hombre casado y debes pensar en tu familia.

—Mi mujer está muy orgullosa de ganar cuanto necesita, así que puede ponerme en nómina como uno de sus hombres de un dólar al año. No obstante, estoy de acuerdo en recibirlo cuando haya que entregar dinero a la Resistencia. Tengo la buena fortuna de conocer a un hombre de absoluta confianza y no me cabe duda de que él podrá ponerme en contacto con otros.

—Me encargaré de que transfieran cien mil dólares a tu cuenta bancaria en Nueva York. No necesitaré que justifiques los gastos, salvo en términos generales cuando nos veamos. Cuando precises más por un buen motivo, házmelo saber.

—Lo que necesita la Resistencia no es tanto dinero como armas y explosivos, Gobernador.

—Cuando regreses tráeme los nombres de las personas que estén dispuestas a darse a conocer. Le pasaré los nombres a Donovan y sus agentes contactarán con ellos. Actualmente contamos con muchas maneras de enviar suministros a Francia, y pronto tendremos más. De todos modos, no quiero que te adentres demasiado en ese terreno, que seguramente llegará a ser peligroso. Lo que necesito de ti es información de la gente importante con la que hasta ahora tenías tanto éxito. Me parece bien que vayas a Suiza para saber qué está haciendo tu alemán y darle el dinero que pueda usar. Pero no permanezcas allí más tiempo del estrictamente necesario. Preferiría que fueras al norte de África a reunirte con los gerifaltes de allí para averiguar cuál es su actitud actualmente y cuál podrá ser cuando lleguemos. No hace falta que entre en detalles, tú sabrás enseguida lo que hace falta.

VIII

Esas eran las órdenes, no muy diferentes de las que había recibido en el pasado el agente 103 ni de las que esperaba ahora. Su ágil mente empezó a pensar preguntas, pero antes de que pudiera hablar el jefe dijo:

—¿Conoces a Robert Murphy?

—Lo conocí en Vichy, aunque por casualidad. Como recordará, usted mismo me aconsejó mantenerme alejado del almirante Leahy y el resto de nuestra delegación porque podrían sospechar que yo era el misterioso «Sájarov» que enviaba informes a través de la embajada.

—He enviado a Bob como nuestro consejero al norte de África. Se le ha proporcionado toda una delegación de vicecónsules, alrededor de una docena. Son hombres cuidadosamente seleccionados, la mayoría jóvenes. Saben francés y, por supuesto, sus deberes consulares son únicamente nominales. Están allí para preparar el terreno ante una posible invasión. Será inevitable que los conozcas y te hagas una idea de lo que están haciendo. No te envío para vigilarlos, pero si ves algo que crees que debería saber, me lo contarás. Eso vale tanto para lo bueno como para lo malo, para sus éxitos y sus flaquezas.

—Entiendo, Gobernador.

—Verás que Bob Murphy es un tipo encantador, afectuoso y simpático. Quizá demasiado para la clase de gente con la que tendrá que lidiar. Es uno de los que tú llamabas mis «chicos de protocolo».

—Su camarilla de diplomáticos, Gobernador —dijo Lanny, sonriendo.

—Además, es uno de esos católicos liberales que a uno le cuesta creer que existan realmente. Pero enseguida entenderás que es la clase de hombre que tengo que enviar a la Francia de Vichy y a sus colonias. Te caerá bien y descubrirás que tiene un trabajo bastante desagradable. No necesito decirte que la región está repleta de agentes enemigos muy bien informados de lo que les interesa.

—Soy consciente de ello. ¿Quiere que tantee a alguno de ellos y finja seguir siendo su amigo?

—Esa decisión la dejo de tu mano. Dudo que consigas sacarles gran cosa, pues naturalmente asumirán que ahora debes ser su enemigo. Me interesa más lo que puedas obtener de los franceses, de todos los grupos. Tarde o temprano sabrán que vamos a aparecer y desplegarán sus velas para estar preparados cuando el viento empiece a soplar en una nueva dirección. Te toparás con toda clase de intrigas.

—Argel será un nido de víboras, Gobernador. Haré todo lo que pueda para que no me muerdan. ¿Debo darle alguna pista a Murphy de lo que hago?

—Al principio no, creo yo. Sin duda tendrá sus sospechas. ¿Piensas que tu tapadera funcionará en esa parte del mundo? ¿Hay algo de arte por allí?

—Donde hay franceses acaudalados siempre hay cuadros, y quizá valiosos. He encontrado obras maestras en los lugares más insospechados, y buscarlos en las colonias puede parecer tan natural como buscar ruecas y relojes de pie en Vermont o New Hampshire. También debe haber arte árabe bien conservado allí. No soy muy ducho en la materia, pero puedo ponerme al día en la biblioteca y convertirme en una «autoridad» en una o dos semanas. Intentaré suscitar el interés de un par de mis clientes y entonces podré enviar cartas y telegramas desde el campo de batalla. Eso impresionará a los censores, que por supuesto informarán a las autoridades, y al final empezarán a pensar que quizá soy realmente quien finjo ser.

—¡Bien! —dijo el presidente—. Yo mismo comienzo a creérmelo.

—Aunque por supuesto no conseguiré que el Departamento de Estado se interese por el arte árabe. Dependerá de usted que me proporcionen un pasaporte para todos los lugares que ha sugerido.

—Haré que Baker se encargue de ello inmediatamente. ¿Cuándo crees que podrás ir?

—Necesitaré alrededor de una semana para atender asuntos personales. Quiero instalarme con mi mujer en Nueva York y llevarla a Newcastle para presentársela a mi padre y a su familia. Quizá mi padre tenga algún encargo para mí. Y es importante, pues eso también me proporcionará un camuflaje extra y me permitirá conocer a gente influyente. Supongo que también querrá usted que hable de este proyecto con el profesor Alston.

—Por supuesto. Él tendrá muchas sugerencias. Tómate tu tiempo, pero no más de lo necesario.

—¿Debo seguir enviándole mis informes de la forma habitual?

—A través de nuestro diplomático cuando estés en Vichy, a través de Harrison en Suiza y a través de Bob Murphy en el norte de África. Daré instrucciones a Bob para que me reenvíe las cartas de «Sájarov» sin abrir por valija diplomática.

—Por cierto, Gobernador, eso me recuerda… un detalle curioso. Como sabe, me entretengo investigando algunos fenómenos psíquicos. La mayoría de mis amigos consideran que no es más que otra de mis excentricidades, pero ellos tampoco pueden explicar las cosas que suceden.

—He tenido algunas experiencias, Lanny, y no me sorprende que estés interesado en el tema.

—En casa de mi madre en la Riviera vive una mujer polaca que es médium y ha vivido con la familia durante los últimos quince años. Siempre que voy intento llevar a cabo alguna sesión con ella y uno de los «espíritus», o lo que quiera que sean, que siempre aparece es el viejo Sájarov. No deja de armar berrinches porque no saldo por él una deuda que tenía con un hombre de Montecarlo, pero tampoco me dice cómo debo conseguir el dinero. La última vez que estuve allí, hace aproximadamente un año, me dejó clavado en la silla al decir que estaba muy disgustado por el modo en que había estado usando su nombre. Como imaginará, no le he contado tal cosa a nadie y creía que usted y yo éramos las dos únicas personas que sabíamos que yo era «Sájarov». Por supuesto, es posible que la médium lo sacara de mi subconsciente. Pero en cualquier caso el asunto me inquieta, a sabiendas de que otras personas también experimentan con Madame. Mi padrastro lo hace continuamente y él podría llegar a hablar de ello, por la sencilla razón de que no tiene la menor idea de que se trata de un importantísimo secreto.

—Te entiendo —respondió el presidente.

—Lo sucedido me ha hecho pensar en mi alias. El viejo rey del armamento no tenía muchos amigos íntimos antes de morir, y si alguno de mis informes cayera en manos de la Gestapo podrían empezar a investigar a los herederos del viejo y a sus socios en los negocios hasta dar con mi nombre. Por eso creo que deberíamos enterrar definitivamente al viejo sir Basil.

—Está bien, elige un nuevo nombre —dijo el presidente. Y antes de que Lanny pudiera hablar, añadió—: Un desembarco en el norte de África se ha bautizado como «Operación gimnasta». Es alto secreto, pero puedes utilizarlo si llegaras a verte en problemas y necesitaras convencer a alguno de los nuestros de que trabajas para mí, a alguien como Bob Murphy.

—De acuerdo —respondió Lanny—. No sería mala idea tener un nombre en esa línea. Por ejemplo «Viajero». Me encaja bastante bien.

—Pues que así sea. Daré las instrucciones necesarias. También anotaré el nombre en mi servicio telefónico privado, de ese modo siempre que llames a la Casa Blanca y te identifiques así podrás hablar conmigo si estoy disponible.

—¡Estupendo, Gobernador! Un millón de gracias.

—Gracias a ti. Y una cosa más, abre ese cajón del escritorio y dame una tarjeta de visita.

Lanny ya lo había hecho una vez y sabía dónde buscar. El presidente cogió la tarjeta y escribió en ella con su pluma estilográfica: «Mi amigo Lanny Budd es digno de toda confianza. FDR». Luego se la dio a su agente diciendo:

—Será mejor que la lleves cosida dentro del forro de la chaqueta o en algún lugar seguro. Y úsala únicamente cuando estés seguro de que es necesaria.

—Si me meto en líos con el enemigo —respondió el agente— me la comeré y la tragaré.

No imaginaba lo atinada que llegaría a ser su predicción.

IX

Primero los negocios y luego el placer.

—Si tienes tiempo suficiente puedes quedarte a tomar el té y conocer a la familia —dijo el Jefe—. De ahora en adelante no habrá que esconderte tanto.

Lanny dijo que se quedaría encantado. El gran hombre pulsó un botón y enseguida apareció un hombre negro de aire afable. Era Prettyman, al que Lanny había visto tantas veces dormitando en la silla junto a la puerta del dormitorio del presidente. El Jefe salió de la biblioteca en la silla de ruedas con ayuda de su asistente, subió la pequeña rampa y recorrió el pasillo hasta el salón en el otro extremo de la casa. Habían preparado un servicio de té y Lanny conoció al fin a la activa mujer, bastante alta, a la que los periódicos se referían como la «Primera dama de la nación», y cuya fotografía había visto en muchas ocasiones.

La primera dama lucía un espléndido vestido de terciopelo azul claro adornado con broches de diamantes. Tenía la misma delicada coloración clara de ojos y piel que una vez hizo decir a Lanny, de Bernard Shaw, que era la persona de aspecto más limpio que había visto nunca. Ella misma había contado en alguna ocasión que, puesto que no había sido agraciada con una cara bonita, se había visto obligada a cultivar otras cualidades. Pero al verla ahora en persona Lanny pensó que dicha opinión con respecto a su cara era indudablemente errónea. No solo era bonita, sino que era una persona exquisita. Sus ojos azules sonreían constantemente, incluso mientras estaba ocupada sirviendo el té. No había en sus gestos y su actitud el menor asomo de la torpeza que los reporteros habían logrado captar en sus fotografías. ¡Quizá sus jefes siempre escogían deliberadamente las peores!

Eleanor Roosevelt era su nombre de soltera, pues era prima de Franklin. Se había casado con él y le había dado cinco hijos, a los que su suegra pensaba que estaba malcriando. Sus enemigos políticos consideraban que esos hijos necesitaban demasiado dinero y se divorciaban con demasiada frecuencia, pero ahora los cuatro hijos varones, todos ellos de considerable estatura, estaban en el Ejército cumpliendo con su doloroso deber, por lo que el clamor popular parecía haberse acallado.

La joven Eleanor había jugado al tenis y la Eleanor madura jugaba en el tablero de la política; y en dicho juego, la mitad del país siempre encuentra fallos en lo que haces, atribuyéndolos a los peores motivos imaginables. La mitad conservadora pensaba que Eleanor alternaba demasiado, especialmente en plena guerra, e insistían en que su lugar era la Casa Blanca y que era deplorable que la esposa de un presidente se rodeara de toda clase de chusma como actores y bailarinas, líderes sindicales e incluso cantantes negros. Encontraban intolerable verla volar de un extremo a otro del país pronunciando discursos en clubes femeninos y convenciones radicales y en saraos aún peores. Les desagradaba el sonido de su voz, bastante agudo y tembloroso por la radio, y todo lo que había estado diciendo durante los últimos diez años. Insistían en que ganaba demasiado dinero y se negaba a prestar atención a los que decían que lo derrochaba en causas benéficas. En resumen, no les gustaba, y lo peor de todo era que a ella no parecía importarle lo más mínimo y seguía adelante serenamente, haciendo gala de su hábil personalidad y repartiendo parabienes y consejos a los millones de personas sencillas que sí la querían.

Y ahora ahí estaba sonriendo afablemente, sentada tras la mesa de té. Sabía que este invitado había estado al servicio de su marido sin cobrar y que iba a hacerlo de nuevo arriesgando su vida en una peligrosa misión. Se mostró amable con él y a Lanny no le costó creer que lo hacía porque realmente le caía bien y estaba interesada en lo que contaba. Ella estaba al corriente de su huida de Hong Kong, y ¿quién no querría oír semejante historia? A Lanny le encantaba hablar y se la contó. Después habló de Ching-ling, la viuda de Sun Yat-sen, fundador de la moderna República de China. Era una dama elegante y amable, nacida en el otro extremo del mundo, aunque sus ideales y su programa político armonizaban completamente con los de la primera dama de los estadounidenses. Tan poderosas son las fuerzas que están construyendo el mundo moderno y haciendo de él uno solo, aunque a algunos no les interese.

Lanny habló de su crucero desde Baltimore hasta Oriente a bordo del Oriole, y de cómo la noche del ataque japonés sobre Hong Kong, la embarcación había intentado abandonar el puerto. Cuatro meses después nadie había sabido nada del yate, de modo que lo habían dado por desaparecido. El presidente comentó que, de las numerosas embarcaciones que habían intentado huir, diecisiete habían desaparecido. Por supuesto, era posible que algunas hubieran sido capturadas.

—No podremos estar seguros hasta que termine la guerra, pues nuestro bárbaro enemigo no respeta la Convención de La Haya.

La señora Roosevelt se interesó por Reverdy Holdenhurst, el propietario del yate. No lo había conocido en persona, pero había oído hablar de él. Era uno de esos «monárquicos de la economía» que habían reaccionado con amargo furor cuando FDR los había puesto en la picota.

—Era un hombre extraño e infeliz —dijo Lanny—. No daba la talla en la batalla de la vida y él lo sabía y se aferraba a su dinero como única forma de distinción. Nunca compartí con él mi verdadera opinión con respecto al New Deal. Y lo cierto es que ya hizo bastante al invertir su dinero en acciones de Budd-Erling, propiciando un crecimiento más rápido de la empresa.

—Baste con eso para que sea admitido en el cielo —comentó el presidente.

Lanny sabía mostrarse encantador si la ocasión lo requería, pero también sabía cuándo había llegado el momento de marcharse, de modo que se levantó.

—Puede decirle a su mujer que en cuanto se haya instalado estaré encantada de visitarla —dijo la señora Roosevelt.

—Es usted muy amable —respondió Lanny.

Y mientras conducía de regreso a Nueva York reflexionó sobre todo lo que una mujer podía hacer para favorecer o arruinar la vida de un hombre conocido. ¿En cuántas de sus cruciales decisiones se habría dejado guiar aquel hombre por los consejos de su esposa, por los hechos que ella le había ayudado a ver y por la gente que ella le había presentado? ¿Qué habría sido de él sin ella a su lado? ¿Habría sobrevivido siquiera a su enfermedad? Lanny, que se consideraba «feminista» desde niño, lo estimó una confirmación más de su credo.

 

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1 El Billiken es una figura mítica de buena suerte que representa «las cosas como deberían ser». (Todas las notas son del traductor).

2 La Nueva Política Económica propuesta por Lenin, a la que él mismo denominó «Capitalismo de Estado».

2

ENTRE EL AMOR Y EL DEBER

I

Laurel Creston compartía apartamento con su amiga Agnes Drury en la calle Sesenta Este, justo al lado de Park Avenue. Laurel había dado la vuelta al mundo y había regresado con un marido. Podían hacerle sitio, pero estarían muy apretados.

—Me temo que se marchará muy pronto —había dicho Laurel.

Y su amiga soltera respondió:

—Tengo curiosidad por ver qué clase de hombre es.

Cuando él volvió de su escapada al norte del río Hudson, Agnes estaba en la pequeña cocina preparando la cena. La flamante esposa salió a recibirle y lo estrechó entre sus brazos.

—Lanny —susurró—, he ido al médico.

—¿Y bien?

—Dice que ha sucedido.

—¿Seguro?

—Totalmente.

—¡Oh, fabuloso!

La abrazó con fuerza y ella ocultó su alegría entre los pliegues de su chaqueta. Era una mujer menuda y la parte superior de su cabeza llegaba a la altura del hombro de Lanny. Él besó su suave cabello castaño.

—Estoy loco de alegría —dijo Lanny.

—¿De veras? —preguntó ella—. ¿Estás seguro?

—Será una aventura para los dos y tendremos que esforzarnos por entendernos bien.

Su hijita de doce años vivía en Inglaterra, aunque hacía casi un año que no la veía, y tenía la triste convicción de que se iría alejando más y más de ella a medida que fuera creciendo. Era la hija de Irma, y Lanny estaba harto de Irma y sus amigos, de todo lo que decían, pensaban y hacían. Pero un hijo de Laurel Creston crecería interesado en lo que Lanny decía, pensaba y hacía. Llevó a su cansada esposa al sofá y la estrechó entre sus brazos, susurrándole cariñosas naderías para animarla e infundirle valor para la dura prueba a la que se enfrenta toda mujer. Se abstuvo de decir «Debo marcharme dentro de una semana», y en vez de eso comentó:

—He conocido a la señora Roosevelt y se ofreció a hacerte una visita.

—Eso no sería adecuado —objetó Laurel, sorprendida—. Debería visitarla yo. Ella es la mayor.

—Bueno, escríbele a Hyde Park y organízalo de la manera que te parezca más conveniente. Merece la pena conocerla, créeme, y quizá algún día quieras escribir sobre ella.

Su esposa no preguntó: «¿Dónde la conociste y cómo?». Si Lanny hubiera querido decírselo lo habría hecho; al no hacerlo ella debía asumir que sus órdenes no se lo permitían y era mejor no «indagar». Laurel era una persona ética, estricta con respecto a sus deberes. Ni siquiera preguntó: «¿Ya sabes cuándo te marchas?». Quizá él no era libre para darle a entender que el hecho de haber conocido a la primera dama y recibir órdenes de marcharse estaban relacionados. Ella se había casado con Lanny sabiendo que él no podría contarle nada acerca de su trabajo.

II

Su próxima aventura sería visitar Newcastle, Connecticut.

—¿Qué te parece si vamos en coche esta noche? —propuso Lanny—. Solo tardaremos un par de horas.

—Estoy algo cansada —dijo ella—. Prefiero descansar e ir fresca por la mañana. Además, necesito salir a comprar algo de ropa, ¿sabes?

—¿No tienes un armario lleno? —replicó él.

—¡Qué comentario tan varonil! ¿Es que no sabes cuánto cambia la moda en seis meses? ¿Y no te das cuenta de hasta qué punto tu propia felicidad depende de que yo sea del gusto de tu familia?

—De veras, cariño, no tienes que preocuparte por eso. Les encantarás.

—Estarán todavía más encantados si tengo el aspecto adecuado. Sigues siendo un hombre algo ingenuo para tener cuarenta y dos años. Tú mismo me contaste cuánto tiempo estuvieron intentando casarte con una rica heredera.

—Perdieron la esperanza hace mucho. Estoy convencido de que les parecerá igual de bien una intelectual —dijo, con una risilla.

—Es posible, pero de todas formas no pienso arriesgarme. Independientemente de lo que tú pienses, estoy segura de que ellos se tienen por gente muy importante.

Él volvió a reírse.

—Te puedo asegurar que no se creen tan importantes como tu tío Reverdy. Querían verme casado, y en cuanto se enteren de que voy a ser padre te recibirán como a la madre del cordero.

—Saldremos a primera hora de la mañana y así tendré ocasión de hacerme amiga de tu madrastra antes de conocer a tu padre. ¡De uno en uno será mucho mejor!

Lanny telefoneó a Newcastle para exponer su programa, y de paso le dio a su padre el parte médico. La noche pasada, nada más desembarcar del avión procedente de Terranova, había anunciado su llegada sano y salvo. A la mañana siguiente Robbie había enviado un coche a recogerlos. Así era Robbie.

Lanny examinó el conjunto de primavera que acababa de comprar su esposa, un vestido azul con sombrero a juego. Él le había dicho que le sentaba bien el azul y ella no lo había olvidado. También llevaría consigo el gran abrigo de piel que le habían regalado en Moscú, pues el tiempo de Nueva Inglaterra no era fiable en primavera. Lanny alabó su buen gusto y después fueron a dar cuenta de la cena que Agnes Drury había preparado para todos; básicamente comida enlatada, según la costumbre de los habitantes de apartamentos de Manhattan. Agnes era una enfermera a la que Laurel había conocido en una pensión al llegar a Nueva York por primera vez. Ambas se habían gustado y se llevaban a la perfección, porque una se iba a trabajar mientras la otra se sentaba en casa a teclear en su máquina de escribir. Más adelante resultaría aún más conveniente, pues cuando Laurel necesitara ayuda ella se convertiría en el trabajo de Agnes y Lanny podría marcharse con la tranquilidad de que su mujer estaría en buenas manos.

Y cuando al fin estuvieron a solas en su habitación, Lanny le dijo:

—Cariño, tengo que marcharme a Europa aproximadamente dentro de una semana.

La vio palidecer. Ella sabía que tarde o temprano se lo diría, pero eso no le ahorraría el sufrimiento.

—No iré a Alemania ni a ningún otro país en manos del enemigo —se apresuró a decir él—. Tengo órdenes claras al respecto. De modo que no correré mucho peligro.

—Sí, cariño —se obligó a decir ella—. Haz todo lo posible por mantenerte a salvo, hazlo por mí.

Ella había sabido desde el principio con quién se casaba y a qué se enfrentaría. De modo que no iba a atormentarle con su preocupación.

—Millones de hombres van a enfrentarse al peligro —le recordó él—, y lo mío no será gran cosa en comparación.

—Lo sé, Lanny. Yo tengo mi trabajo y me centraré en él para no pensar demasiado.

—Mi cuartel general será Juan-les-Pins. Escríbeme allí, pero evitando cualquier detalle confidencial, por supuesto. La censura de Vichy lo leerá todo. Recuerda que soy solo un experto en arte.

—Entendido. ¿Cuándo crees que volverás?

—Normalmente estoy dos o tres meses, dependiendo de lo que me encuentre —explicó—. Te escribiré con frecuencia, y quizá pueda dejarte alguna pista con referencias a los cuadros que vaya descubriendo. Busca dobles sentidos en los nombres de los pintores y sus temas.

Pero no dijo «Ese es mi código habitual».

III

A la mañana siguiente atravesaron en coche uno de los puentes sobre el río Harlem y continuaron por el bulevar que bordea el estuario de Long Island. Hacía buen tiempo, por lo que el abrigo de piel quedó relegado al asiento trasero del coche. Condujeron hasta el que había sido un pequeño pueblo y en la actualidad era el abarrotado puerto de Newcastle, y luego hacia terreno más elevado, donde tenían sus hogares los amos de la comunidad. Esther estaba fuera esperándolos, en su jardín de rosas, y Robbie, a pesar de la cantidad de trabajo, volvió a casa a la hora de comer para ver a su hijo mayor y a su nueva hija política.

Como no podía ser de otra manera, Laurel les gustó. Tenía treinta y tres años y era una mujer seria que sabía lo que quería, y lo que presumiblemente quería no era otra cosa que al mismo Lanny. Era lo que desde un punto de vista técnico se conoce como una «dama», y compartía con él sus peculiares ideas e intereses. Iba a darle un hijo y eso era cuanto sus padres podían desear; tanto los de Connecticut como los de la Riviera francesa. Los primeros tuvieron ocasión de reclamarla antes, invitándola a vivir con ellos; pero Laurel, advertida de antemano, dejó claro que sus rutinas y su modo de vida eran imprescindibles para su trabajo. En Nueva York conocía a editores y publicistas de los que recibía consejo e información privilegiada. Iba a escribir varios artículos sobre lo que habían visto en China y Rusia, y después retomaría la escritura de una novela por terminar. El embarazo no iba a suponer una gran diferencia en su vida diaria, al menos durante algún tiempo. ¡Sin duda era una dama con las cosas claras!

Había allí toda una manada de Budds de pura cepa y de Budds por matrimonio que se habían dejado caer para satisfacer su curiosidad, y hubo que organizar rápidamente una recepción para todos los amigos del club de campo. La novia visitante fue en coche a conocer la nueva y enorme fábrica donde actualmente se ensamblaban aviones de combate, a un ritmo de un nuevo modelo cada dos o tres meses, dado el temible cariz que estaba adquiriendo esta loca guerra. Durante un año o más los Budd-Erling habían estado a la zaga de los Spitfire, pero ahora habían tomado la delantera, anunció Robbie orgullosamente, llevando del brazo a su hija política por las salas de diseño y las salas de prueba donde intentaban asegurarse de que ningún piloto estadounidense volviera a tener miedo de nada ni de nadie en el cielo. Existía un nuevo concepto, la «propulsión a chorro», que Robbie apenas susurró, y del que no podía enseñar nada puesto que el proyecto se estaba llevando a cabo en secreto en algún lugar de los remotos desiertos del suroeste del país.

Laurel había oído hablar de Aviones Budd-Erling, no solo a su marido sino a su tío Reverdy. Ahora que se le suponía perdido, ella se convertiría en accionista al ser una de sus herederas. Otra manera de ser importante entre los Budd. Estaba subida a una especie de dresina ferroviaria que la iba llevando a través de la inmensa fábrica, en mitad de un considerable barullo y un aparente caos que no era tal. Vio componentes de aviones descendiendo desde los altísimos techos para ser ensamblados y soldados antes de salir por las puertas, rodando autopropulsados para despegar en vuelos de prueba. Y todo aquello continuaría día y noche mientras ella comía y dormía y mientras terminaba su novela antinazi. Formaba parte del inmenso y horripilante precio a pagar para dejar fuera de juego a tres dictadores. Y, por más que ella aborreciera la guerra, no tuvo otro remedio que aceptarlo y alegrarse de que su nuevo suegro hubiera visto venir la actual situación a lo largo de medio siglo y hubiera logrado salirse con la suya al menos durante los últimos seis años.