Morir antes del suicidio - Francisco Villar Cabeza - E-Book

Morir antes del suicidio E-Book

Francisco Villar Cabeza

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«Este no es un libro sobre la muerte, de esa no sé nada. Es un libro sobre la vida, y de ella sé algunas cosas, al menos todas las que me han explicado quienes han querido abandonarla de forma prematura». El suicidio en la adolescencia es una tragedia, una catástrofe sin retorno para la persona y un súbito cataclismo que marcará para siempre a la familia y al entorno. En la actualidad, está considerado como un problema de salud pública que, en el peor de los casos, acaba en la pérdida de muchos años potenciales de vida. Estas páginas son fruto de un trabajo de reflexión compartida que pretende aproximar algunas claves de la conducta suicida a los diferentes agentes implicados en la vida de los adolescentes. Su intención es ofrecer respuestas claras y útiles para el abordaje de esta problemática. Se ejemplifica con experiencias reales para cumplir con el compromiso contraído con las familias: transformar aquel dolor pasado en prevención y ayuda futuras.

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Francisco Villar Cabeza

Morir antes del suicidio

Prevención en la adolescencia

Herder

Diseño de portada: Dani Sanchis

Edición digital: Martín Molinero

© 2021, Francisco Villar Cabeza

© 2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-4790-7

1.ª ed. digital, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

PREFACIO

PRIMERA PARTELA CONDUCTA SUICIDA

1. HISTORIAS QUE NO PASAN, HISTORIAS QUE NO EXISTEN

1.1. El punto de partida

1.2. Mitos del suicidio

2. ¿QUÉ ES LA CONDUCTA SUICIDA?

2.1. La conducta suicida

2.2. Conducta suicida como petición de ayuda

2.3. ¿Qué no es conducta suicida?

2.3.1. ¿Llamar la atención o pedir ayuda?

2.3.2. Eutanasia o buena muerte, acompañamiento a la muerte, suicidio asistido

2.3.3. Actos heroicos, condenas a muerte, rituales y conductas de riesgo

2.4. Acotación del término «suicidio»

3. ¿CÓMO SE LLEGA A LA CONDUCTA SUICIDA?

3.1. Teoría Interpersonal del Suicidio

3.2. Teoría de los Tres Pasos

3.3. Dolor y desesperanza

3.3.1. Dolor

3.3.2. Desesperanza

3.3.3. Paso cero. Aplicaciones prácticas

3.4. Pertenencia frustrada

3.5. Ser una carga para el resto

3.6. La capacidad de suicidio

3.6.1. Variables disposicionales

3.6.2. Variables adquiridas

3.6.2.1. Habituación

3.6.2.2. Procesos oponentes

3.6.3. Variables prácticas

3.6.3.1. Autolesiones no suicidas

4. ¿CÓMO SE IDENTIFICA LA CONDUCTA SUICIDA? CONSIDERACIONES DE LA EVALUACIÓN

4.1. ¿Cómo saber si hay conducta suicida? ¿Qué hacer con esa información?

4.2. Exploración especializada del riesgo de suicidio

4.2.1. Impulsividad, rescatabilidad y letalidad

4.2.1.1. Impulsividad

4.2.1.2. Rescatabilidad

4.2.1.3. Letalidad

5. LA PREVENCIÓN UNIVERSAL DEL SUICIDIO

5.1. Prevención en el ámbito escolar

5.1.1. Intervenciones validadas

5.1.2. Colegio como espacio comunitario multidisciplinar

5.2. El suicidio en la expresión artística y los medios de comunicación

5.2.1. El contagio de la conducta suicida

5.2.2. El contagio de la conducta NO suicida

5.3. La Red

5.3.1. Claves de acceso

5.3.2. Red en la Red

5.3.3. Intimidad versus clandestinidad

SEGUNDA PARTEREFLEXIONES PARA LA PREVENCIÓN

6. LA FAMILIA

6.1. Estructuras familiares y sensación de pertenencia

6.2. Soledad de las familias y sentirse una carga

6.3. Mover el mundo

7. LOS IGUALES

7.1. «Amistad verdadera»

7.2. Malas compañías

7.3. Pescados en la red...

7.4. Conclusiones

8. RELACIONES SENTIMENTALES

8.1. Cree lo que ves, ve lo que crees

8.2. Colorín colorado...

8.3. Diques de contención

8.4. Conclusiones

9. EL COLEGIO

9.1. Querer es poder

9.2. Para hacer algo mal, mejor no hacerlo

9.3. Conclusiones

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

NOTAS

INFORMACIÓN ADICIONAL

PREFACIO

No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía.

ALBERT CAMUS (2021: 15)

El suicidio está reconocido como un problema de salud pública, de incierta dimensión, que acaba, en el peor de los casos, en la pérdida de muchos años de vida potenciales. En muchos otros, ocasiona graves secuelas que no constan en los registros. En todos los casos, no es más que la punta del iceberg de un mal proceso de resolución de las exigencias de la vida, las cuales son vividas de forma tan intensa y convulsa durante la adolescencia que retrasan e hipotecan una adecuada adaptación a la vida adulta.

El suicidio en la adolescencia es una tragedia, una catástrofe sin retorno para la persona y un súbito cataclismo que marcará para siempre a la familia y al entorno, una realidad tan dramática como difícil de abordar. Es un punto final para quien toma la fatal decisión y un punto y seguido marcado por una combinación de tristeza, duda eterna, enfado y culpa para los seres queridos. Un sufrimiento nada poético, acompañado siempre de una fuerte repercusión en lo terrenal, en la calidad de vida de los que le rodeaban, de «los supervivientes».

Cuando se aborda el suicidio, generalmente se destaca su carácter poliédrico, multifactorial, multicausal. Toda una serie de términos que, siendo ciertos, eluden las respuestas y enfatizan de tal forma la complejidad del fenómeno que acaban desalentando la implicación de los agentes sociales. La intención de este libro es ofrecer respuestas claras y útiles para el abordaje de la problemática, y ejemplificarla con la experiencia real, cumpliendo así con el compromiso contraído con las familias y los adolescentes: visibilizar sus experiencias, garantizando su intimidad, sin la certeza de que con ello se pueda asistir a otros, pero con la esperanza de que, en alguna medida, sirva de ayuda.

Es un trabajo de reflexión compartida que pretende aproximar algunas claves de la conducta suicida a los diferentes agentes implicados en la vida de los adolescentes: familiares, profesores, asociaciones juveniles, presidentes de clubs deportivos, entrenadores de fútbol, baloncesto, etc., directores de casales infantiles y sus monitores y, por supuesto, otros profesionales de la salud mental, psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, educadores, enfermeros, etc.

El trabajo está organizado en dos partes. La primera recoge todo lo que me hubiera gustado saber del suicidio antes de empezar a especializarme en él. La segunda, todo lo que me gustaría compartir después de muchos años de dedicación. En ambas partes se compartirán experiencias de situaciones reales. El objetivo es dar visibilidad y ofrecer al lector elementos de reflexión, señalando para ello los senderos más frecuentes que transita un adolescente hasta la decisión de acabar con su vida. Aunque todos los casos que se presentan son «ficticios», están basados en experiencias reales. La metodología es sencilla, primero explicamos todo lo que se debe saber acerca del suicidio, y después mostramos la realidad. Con esos dos elementos, el lector podrá saber qué hacer, desde su posición, para detectar e incluso evitar un potencial suicidio en la adolescencia, y quizás también en la adultez.

Este no es un libro sobre la muerte, de la que, al fin y al cabo, poco sabemos. Es un libro sobre la vida, acerca de la cual podemos aprender a partir de lo que dicen quienes han querido abandonarla de forma prematura.

PRIMERA PARTE

LA CONDUCTA SUICIDA

1

HISTORIAS QUE NO PASAN, HISTORIAS QUE NO EXISTEN

Rebeca es una niña de 13 años, vive con sus padres y sus dos hermanos mayores, en un ambiente familiar de respeto, cuidado y dedicación. Es un poco despistada, quizás un poco infantil para su edad. El hecho de haber nacido a final de año distorsiona la valoración. En ocasiones la arbitrariedad del calendario disuelve las sutiles diferencias de maduración, en otras, las acentúa. Es una niña noble, sin malicia y de buen corazón, una niña no hecha para la mentira, siempre la descubren. Afectuosa, entrañable y con tantas habilidades sociales como dificultades para destacar en el modelo académico actual. La diferencia con sus hermanos es notable en este ámbito. Son unos chicos también de gran nobleza, ambos con un perfil más ansioso y preocupado, competitivos entre ellos y con gran determinación y persistencia, en contraste con la tendencia a la distracción de Rebeca. La primera injusticia de la vida suele venir de la mano de la naturaleza. Como en una partida de póker, en el primer reparto alguien siempre sale favorecido. Las consultas y exploraciones profesionales descartaron que ese atolondramiento o tendencia a la distracción, innegable, tuviera rango de trastorno. La recomendación en estos casos es de un refuerzo académico. No habiendo problemas clínicos que justificaran su condición, todo quedaba focalizado en un aspecto «actitudinal». Los profesores, para no estigmatizarla, le decían que era muy inteligente, que si quería, podía, de lo que se desprendía que no quería. Los padres, preocupados por su futuro y confiando en todos los profesionales, pensaban que tenían que presionarla para que consiguiera un buen futuro, que no perdiera sus oportunidades, que no desperdiciara su potencial. Es sorprendente la cantidad de horas de castigo que puede haber acumulado una chica a los 13 años, las horas de regaños y de los mismos mensajes: ¿Cómo puede ser que…?, ¿acaso no ves que…?, no has hecho los deberes… Tienes que… tienes que… tienes que… A las que hay que sumar las horas de consejos y «regaños» que recibían los padres por parte de familiares, profesores y profesionales de la salud mental, así como de los libros que enseñan «cómo educar a un hijo»: Tenéis que hacerle saber que todo implica unas consecuencias…., tenéis que estar encima de ella…. Si sigue así se echará a perder… Si no se comporta tenéis que castigarla…

A Rebeca nada le cuadraba: la misma genética que los hermanos, el mismo colegio y el mismo entorno familiar, además, con ayuda extra de profesores particulares y mayor dedicación; la misma familia afectuosa, comprometida y volcada en sus hijos, alentada por el entorno social y profesional. Lo tiene todo para tener éxito, ¿qué puede fallar…? Efectivamente… «Ella», cuando no hay nada que reprochar al entorno, solo ella puede ser el problema, una carga para los demás. ¿Estarían todos mejor sin ella? Después de las innumerables horas valorando la idea, el último recuerdo que conserva es el intenso miedo antes del salto.

Siguiendo los protocolos de asepsia, el equipo médico había tapado a la niña y solo dejaba al descubierto una parte despersonalizada del cuerpo, donde el cirujano aplicaba la diestra incisión. De vuelta a la habitación, quedaba al descubierto todo aquello que hubiera alterado la precisión de aquel profesional bisturí: aquella culpa infinita, aquella incomprensión, aquellas preguntas sin respuesta, aquel dolor eterno, aquella niña… una niña…, una niña que no sabía que una persona podía llegar a pensar en el suicidio, una niña que no sabía ni cómo ni dónde decir algo que «no existe», algo que «no le pasa a nadie», una niña que tomó la decisión sin poder valorarla, porque «eso no pasa», porque «eso no existe». Acabada la primera fase de la recuperación, en la que el goteo de pequeños logros cesa, en la que ya se ven las consecuencias reales…. Llegados a ese momento, la más feliz de todos, Rebeca, volverá a jugar al baloncesto, ahora en un equipo adaptado a sus nuevas limitaciones físicas. El mundo le envía la misma presión que antes, pero ahora tiene más aliados, que la ayudan a que estas exigencias se ajusten a ella de forma más adecuada. Ahora sabe que no valía la pena, que hay otras formas de afrontar esas situaciones, que la muerte no era la salida. Ahora sabe que con menos habilidades que antes el amor de todos los que la rodean es el mismo, que los nuestros no nos quieren por nuestro rendimiento, sino porque estamos, porque somos, sin más… Ahora sabe que puede contar con sus padres y con otros profesionales para trabajar de qué manera afrontar las bromas pesadas de los compañeros de clase, cómo ver tontería e inmadurez donde se podría ver maldad, volver a aprender a afrontar la vida con los propios recursos. ¿Cómo pueden sus padres moderar el exceso de expectativas? ¿Cómo pueden acompañar a su hija en su desarrollo, sea cual sea la característica o particularidad de este? La familia reemprende el camino, vuelve a constituirse como base segura donde refugiarse cuando las exigencias del entorno abruman a la menor. No hay más recuperación de las secuelas físicas y mentales, no hay más buenas noticias, no hay nada más que puedan hacer por recuperar algo más en ella. Debatidos entre la alegría y el alivio, encantados y agradecidos de tenerla, no pueden evitar la tristeza por las habilidades psicofísicas perdidas, ni el miedo de lo que pudieron perder. Ahora se tienen que recuperar ellos, llega el «temido» descanso del guerrero, pero del guerrero que ha ganado la batalla. En esos momentos la sensación de abatimiento es intensa, pero el tiempo la acabará diluyendo en una continuidad de experiencias compartidas. La misma suerte correrá el intenso miedo de que lo vuelva a hacer. Puede dar la sensación de ser un oscuro túnel, pero con la certeza de que es un túnel con luz al final. Todo lo demás se irá borrando en la tierra removida del camino andado, el camino que afortunadamente andarán juntos. Las nuevas vivencias compartidas, la nueva vida creada se acabará imponiendo a las culpas, a las malditas culpas… Las preguntas, los «y si…», los «debería haberlo visto… debería haberlo sabido…», los «¿cómo de mal debería de sentirse para llegar a ese extremo, para hacer eso que «no existe», eso que «no pasa»?». La soledad y el sentimiento de tener la peor suerte imaginable son inevitables, pues eso tan horrible, el intento de suicidio de un hijo, como la muerte por suicidio de un hijo, son cosas que «no pasan», son cosas que «no existen».

Javier tiene 13 años y es el mayor de tres hermanos. Es un chico responsable, respetuoso, introvertido, reservado y poco comunicativo de las vivencias íntimas. Sin embargo, es profundamente activo y participativo cuando las exigencias académicas lo requieren, y también cuando no lo requieren, en los intereses compartidos con sus amigos. Tiene una apariencia de formalidad inusual, de exceso de madurez, una imagen de estudiante responsable que le ha llevado a ser el delegado de la clase. También ha ido fraguando de forma prematura una autoimagen muy cargada de las expectativas del entorno. Toda esta confianza que el entorno ha depositado en él, la creencia de que llegará lejos, que será alguien importante, todo esto le fue fortaleciendo por fuera. Y así, hábilmente conseguía evitar los errores «prescindibles» que cometen otros chicos de su edad. Pero ¿son realmente prescindibles los errores que ayudan a la persona a perder el miedo de equivocarse? ¿Son prescindibles los errores que acabas entendiendo como parte de la vida, y posteriormente como una oportunidad de aprendizaje? Javier ha aprendido y asumido perfectamente las expectativas del entorno, y este le ha premiado con halagos y otro tipo de muestras de admiración. Javier es seguro, defiende sus puntos de vista, es un líder positivo. Los maestros lo ponen como ejemplo de buen comportamiento y refuerzan su papel de delegado y su implicación en la mejora constante del funcionamiento de la escuela. Todos están encantados con lo mucho que ayuda a los otros, de la forma más efectiva, con el ejemplo. Se ha sacrificado por los demás, a los adultos nos encandila el brillo de chicos como Javier, pero en ocasiones su brillo nos deslumbra, nos impide verlos a ellos. Cuando tenemos oportunidad, iluminamos con su brillo el camino de los otros, haciéndolos brillar más, pero ¿y ellos…? ¿Cuánto pesa esa corrección? ¿Cuánto pesa cumplir con las expectativas del entorno? ¿Debe un chico de 13 años cargar con ese peso? ¿Cuánto tiempo lo puede aguantar? ¿Cuántos golpes puede resistir? No ha demostrado su resistencia, está por llegar el primer escollo. ¿Cómo de fuerte es realmente en su interior? ¿Es fortaleza o rigidez lo que hemos conseguido construir entre todos a edades tan tempranas? Nadie quiere saber las respuestas. Pero desgraciadamente tuvimos la respuesta acerca del grado de resistencia de Javier. Solo toleró un golpe, una única «injusticia»: la injusticia que se comete cuando ves a dos estudiantes sumidos en un conflicto y decides una medida democrática de la sanción, seguramente con la intención de no estigmatizar al probable inductor. Aquella sanción no significó nada para el otro chico, una muesca más en su revólver, apenas una gota de rocío que se evaporó en su piel con la misma velocidad que le cayó. Para Javier era la más importante, la primera muesca, la primera «mancha en su impoluto expediente». Anticipó una ola de vergüenza y decepción en aquellos ojos que tanta admiración le habían proferido, sumándole la anticipación y la decepción inicial, aquella ola tenía apariencia de tsunami, además, por una injusticia, pues «él no había hecho nada».

Solo recuerda el agua fría del arroyo y los estruendosos ruidos inconexos del rescate. Nada de la caída, ni el menor recuerdo de sensación de miedo, solo de la profunda rabia con la que pretendía restablecer una suerte de «justicia», una rabia con ingredientes de vergüenza, sensación de fracaso y de haber decepcionado al otro. Afortunadamente, en ocasiones, los accidentes se empeñan en anularse mutuamente con otras circunstancias, en una extraña colaboración que acaba salvando una vida. Solo esos accidentes, la ropa de invierno y el bajo peso prepuberal, permitieron a Javier descubrir la verdad: que aquella vergüenza que le parecía inasumible era infinitamente menor que la satisfacción de su camino a la universidad, a través del bachillerato artístico, mucho más satisfactorio que el científico, al que parecía estar predestinado; que era infinitamente menor al amor y la satisfacción de formar parte de una fantástica familia, que no lo quería por lo que rendía, ni por su corrección, y que él mismo los había privado de la menor ocasión de demostrárselo; que aquella vergüenza e injusticia eran infinitamente menores que el camino de amores y desamores que acabaron en una confluencia de caminos con quien, hasta donde yo sé, sigue siendo su pareja. Lo más importante, y por lo que todos deberíamos disculparnos con él, es asumir que no estábamos preparados, que no miramos por él, que escondimos «lo que no pasa», «lo que no existe». Porque la decisión que tomó estaba basada en muchos errores de los que, de alguna forma, somos plenamente responsables como sociedad, por el peso que cargamos sobre sus espaldas, siempre con la mejor intención.

Marta era un poco mayor que los dos casos anteriores, con casi 17 años, hacía mucho tiempo que se encontraba en las telarañas de la tristeza. Era hija única del primer matrimonio, tenía una hermanita menor del segundo. Su conocimiento de la tristeza había llegado a ella por transmisión generacional, no la había vivido únicamente en primera persona, había sido testigo de sus estragos en sus familiares más cercanos. El origen de ese conocimiento, según los expertos, la ponía en riesgo, al menos genéticamente. Esas vulnerabilidades, siendo genéticas, ¿cómo podía ella cambiarlas? Nunca dijo que la depresión la asustara, al menos las formas de depresión que había conocido. Del mismo modo que había sido testigo de las consecuencias, también había sido testigo de los alivios, de las mejorías. Ella nunca se asustó de esos sentimientos, no sentía ni la menor culpa, podríamos decir que los asumía con excesiva normalidad, ni siquiera buscaba ayuda. Lo que sucedió fue diferente de todo lo que había conocido o imaginado. El infierno se desencadenó tras una travesura menor en el colegio, situaciones frecuentes en la adolescencia. Desde aquel momento, ella pensó que se había empezado una investigación a su alrededor para encontrar al culpable, un cerco de búsqueda que se iba estrechando al ritmo de su confinamiento. Cuanto más se escondía, más cerca, pensaba ella, que estaban de descubrirla, los sentía ya en la puerta de su casa, las múltiples comprobaciones entre las cortinas no le permitían verlos, pero sabía perfectamente que estaban allí. De alguna forma, era conocedora de todos los avances de la investigación. No le extrañaba ese conocimiento, su conciencia se había estrechado hasta tal punto que dudar ya no era una opción. Ante esa persecución no hay lugar seguro, los niveles de angustia son desconocidos e inimaginables para la mayoría de las personas, no hay escapatoria posible, solo la última.

Unos días después salió del coma, no solo se recuperó de las consecuencias orgánicas de la intoxicación; finalizada su estancia en la UCI y la hospitalización, siguió su recuperación en la planta de salud mental. El deseo de morir se desvaneció de la mano del cese de la investigación, de la persecución, de la desmesurada angustia. Siempre había sido una persona con buena capacidad de introspección, no todo lo que le dejó la genética fueron vulnerabilidades, era una chica muy inteligente, tampoco eso parecía mérito propio, pero sí el sacarle provecho. Conforme mejoró su estado de ánimo, tras el desconcierto inicial, todo fue encajando. Había conocido otras caras de la enfermedad mental, y como las anteriores, también su capacidad de recuperación. Supo minimizar las consecuencias y seguir con su proyecto vital, confirmando con esa determinación lo erróneo de aquella terrible decisión.

1.1. EL PUNTO DE PARTIDA

Lo que acabamos de ver son historias invisibles, que no existen, que no podemos encontrar en los registros. Son historias con final incierto, relatos que se acaban con un punto y seguido. Y, efectivamente, eso las hace menos dramáticas que las historias de las 77 familias que en 2018 vieron cómo la vida de sus hijos menores de 19 años acababa con un punto y final. De esas sí tenemos registros, pero igualmente no existen, las ignoramos. Tampoco sabemos que en la adolescencia, por cada suicidio consumado, hay entre 100 y 200 intentos de suicidio. E ignoramos que a muchos padres las consecuencias y/o la gravedad del intento no les permiten pensar que «únicamente estaba llamando la atención», explicación a la que se aferran desesperadamente los padres de hijos cuyos intentos de suicidio fueron de menor gravedad. Al atribuirles la intención de «llamar la atención», esquivan la dureza de conectar con la horrible idea del suicidio de un hijo: menos mal que esas cosas «no existen», menos mal que esas cosas «no pasan».

Sí sabemos la dimensión de otras desgracias sociales, con las que afortunadamente cada vez estamos más sensibilizados y concienciados, como cuántas mujeres mueren a manos de sus parejas y exparejas cada año. Llevamos la cuenta al momento en el informativo de la mañana, del mediodía y de la noche, pero no sabemos que es incluso mayor el número de niños menores de edad que anualmente se quitan la vida, porque eso «no pasa», porque eso «no existe». Sabemos que esos asesinatos machistas han causado en España la muerte de más de 1 000 mujeres desde que hay registros, pero no sabemos que esa cifra se alcanza en un solo año si hablamos de mujeres que se quitan la propia vida. De hecho, tampoco sabemos que 7 de cada 10 muertes violentas de mujeres en el mundo, incluidas las guerras, son causadas por el suicidio, pero «eso no pasa». Sabemos los muertos por accidentes de tráfico de cada año, pero no sabemos que el suicidio casi triplica esa cifra, pero «este no existe».

No hay relatos de familiares que conmuevan, ni hay ganas de escucharlos. Es una realidad demasiado cruda, es una realidad que se esconde, y eso sitúa a la persona que sufre y a la familia en una posición de soledad. Se encuentran condenados a la clandestinidad, en la que se les mantiene con los mecanismos de la vergüenza, la culpa y el miedo al estigma.

Ese estigma y ese rechazo que envuelven al suicidio están basados en la dificultad del abordaje y la comprensión de la problemática. Ante las puertas de la incomprensión, la intuición nos puede llevar a concluir que lo más prudente es no entrar.

Para dialogar es fundamental escuchar, y para escuchar determinadas cosas es imprescindible sentirse preparado y con recursos para conducir un diálogo que acompañe a una persona por los vericuetos que conectan la vida y la muerte. Ayudar a alguien a escapar de la angustiante sensación de estar en un callejón sin salida. Nadie se queda impasible ante la inminencia de la muerte de otro, es difícilmente imaginable que una persona no se contagie de la profunda angustia que transmite una persona en una situación así, y esa angustia es difícil de manejar cuando no contamos con los recursos necesarios.

La angustia es una mezcla de emociones que suele llevar a la acción para escapar de ella, aunque esa acción conlleve aferrarse a algún pensamiento tranquilizador. Lo que demanda la situación de ver a alguien en peligro sería actuar para poner a la persona a salvo, alejarla de la amenaza. Cuando es la propia persona la que nos está diciendo que ese riesgo es precisamente su deseo, cuando el agresor y la víctima son la misma persona… No hay separación posible. En estos casos la primera acción siempre tiene que ver con el establecimiento de un diálogo, con ofrecer a la persona la oportunidad de replantear su idea. Ofrecer la ayuda que está pidiendo, desengranar cada una de las preocupaciones que la han llevado a esa conclusión. Que alguien la ayude a ver lo que no está pudiendo ver, alguien que la ayude a recordar lo importante, alguien que la acompañe en esa desesperante espera hasta que la situación mejore.

Hay miles de formas de vivir y hasta los callejones más oscuros tienen salida, aunque la oscuridad no permita verla hasta que la tenemos delante. ¿Cómo colaborar? ¿Cómo acompañar a una persona hacia esa conclusión esperanzadora? ¿Cómo recordarle que después del momento más oscuro de la noche siempre empieza a amanecer? Más cuando la persona ya no está dispuesta a esperar, o te dice que ha perdido todo interés… Por el momento, lo que parece estar haciendo la sociedad es intentar encontrar un equilibrio, algún tipo de precario ajuste. Cuando alguien no sabe qué hacer en una situación, puede intentar prepararse para afrontarla, negarla o considerarla imposible de evitar. La segunda y la tercera opción parecen las más cómodas, pero aquí no es cuestión de comodidad. Especialmente cuando la más cómoda es también la más cruel para la persona que sufre y sus familiares. El incesante y persistente goteo de casos, año tras año, debería golpear cada vez de forma más estruendosa nuestras conciencias. En algún momento tendremos que pararnos a escuchar.

Realmente se hace difícil identificar las razones que explican la falta o el aplazamiento de una acción global contra el suicidio. Hay problemáticas que se han resistido a recibir atención por conflictos de intereses claramente identificables. El tabaco genera un impacto muy negativo en la calidad de vida de las personas y en términos de pérdida potencial de años de vida. Aun siendo innegable esa realidad, los intereses económicos consiguieron retrasar la implantación de medidas que se han acabado revelando efectivas en la disminución del consumo. En el suicidio no hay ningún interés económico aparente. Por otro lado, es una realidad que genera en la actualidad casi el triple de muertes que los accidentes de tráfico. No se trata de alarmar, esta proporción no obedece a un dramático incremento de los suicidios, sino a una notable reducción de los accidentes de tráfico. En España, en el año 2000 los accidentes de tráfico superaban los 6 000 fallecidos, el suicidio estaba entre los 3 500 y 4 000. Casi veinte años después, las medidas que ha tomado la Administración para prevenir los accidentes de tráfico han conseguido una reducción superior al 75 %, situándose un poco por encima de los 1 000 fallecidos. El suicidio sigue tozuda e inmutablemente instalado en su franja del año 2000, entre 3 500 y 4 000 muertes anuales. Los responsables de las campañas de tráfico siguen sin dormir tranquilos, no se felicitan ni caen en la autocomplacencia a pesar de su innegable éxito, a pesar de haber demostrado la posibilidad de evitar la muerte por accidentes de tráfico. Persisten en su aspiración, no cesan en su objetivo de «cero muertos». Mientras tanto, estamos todavía pendientes de designar a los responsables de la prevención del suicidio. Y para dormir tranquilos, lo que hemos hecho como sociedad ha sido generar ese saber popular en forma de mitos, que justifican nuestra inacción.

Los mitos en torno al suicidio no son el único elemento, el único recurso que hemos encontrado para dormir tranquilos. Los mitos entran en acción cuando el estigma y el tabú que rodea al suicidio, como primer dique de contención, se muestran incapaces de seguir tapando esa realidad. Ciertamente, más de 800 000 muertos por suicidio anuales en todo el mundo (WHO, 2014) no caben debajo de ninguna alfombra. Siendo una realidad imposible de tapar, pasaremos a analizar el segundo dique de falsa contención: los mitos del suicidio.

1.2. MITOS DEL SUICIDIO

El cuestionamiento de los mitos del suicidio es un objetivo loable que nos concierne a todos. En el saber popular, los mitos tienen una penetrabilidad y una aceptabilidad notables y, por lo general, estas se apoyan en su utilidad, o en la apariencia de ser útiles. Todos conformamos la sociedad, independientemente del eslabón que ocupemos en su engranaje, por lo que todos somos responsables o capaces de difundir o cuestionar estos mitos. No se trata de eludir ni de diluir la responsabilidad, los grados de responsabilidad son diferentes. Los profesionales de la salud, como responsables de la salud pública, del tratamiento de esta realidad y del acompañamiento de las personas que la enfrentan, somos especialmente importantes en la pedagogía social necesaria para prevenir las muertes por suicidio. Pero todos, independientemente de nuestra profesión o función en la sociedad, deberíamos mantener una posición firme y crítica ante los mitos. Tal vez la lucha activa sea innecesaria, simplemente desprendernos de ellos y no difundirlos supondría un gran avance.

Resulta muy preocupante, y un tanto desesperanzador, conocer que los casos más frecuentes de denuncia por mala praxis en salud mental consisten en la negligencia de no valorar de forma adecuada el riesgo de suicidio de una persona. Tal vez ante la falta de avances en la investigación científica, algunos profesionales de la salud acaben asumiendo ciertos mitos específicos, usos y costumbres difundidos dentro del gremio, transmitidos culturalmente más que científicamente. Para la mayoría de los lectores, esta será la primera vez que hayan oído hablar de «los mitos del suicidio», para los profesionales de la salud es un apartado obligatorio, presente en toda guía de «buena práctica clínica» relacionada con el suicidio.

El cuestionamiento de estos mitos por parte de los profesionales de la salud no es más que el primer paso. Asumiendo esa responsabilidad, la intención principal de este capítulo inicial es alinear fuerzas en esta lucha iniciada y mantenida por los profesionales dedicados a la prevención del suicidio. Sin embargo, es prudente moderar las expectativas, el objetivo es dar a conocer estos mitos para así establecer un punto de partida, aunque con ello aún estemos lejos de lograr el propósito de este libro. Además, hay que asumir una realidad:

Mientras los mitos sean necesarios y útiles para la sociedad, no desaparecerán.

MITO 1. LAS PERSONAS QUE HABLAN DEL SUICIDIO EN REALIDAD NO LO COMETEN, EL QUE DE VERDAD LO QUIERE LLEVAR A CABO NO LO DICE

Llevar las cosas al extremo puede ayudar a valorar el error esencial de un planteamiento, enfrentándolo a su ridículo. Veamos un par de ejemplos: «Estoy muy tranquilo en el matrimonio porque mi pareja me ha dicho que se quiere separar, así que no lo hará». «Menos mal que el atracador me ha amenazado con dispararme, de otro modo estaría preocupado por que lo hiciera». Una persona que nos dice que se quiere morir o que quiere matarse nos ha puesto en un conflicto total e ineludible, de la misma forma que nuestra pareja nos está diciendo que si la situación sigue así nos pedirá el divorcio, o que el atracador nos pone en la tesitura de darle nuestro dinero o bien arriesgar nuestra integridad física. No hay atajo, no hay escapatoria, no hay salida fácil. Sin duda, de estas tres situaciones, la de la persona que quiere morir es la más exigente de todas. Posiblemente con tu pareja puedas rectificar las cosas que te pide, o negociarlas; con el atracador, lo mejor es darle lo que quiera y que desaparezca, después ya podrás denunciarle. Sin embargo, en el tercer caso, la persona nos ha involucrado en una situación de cuyo abordaje depende una parte de la decisión de lo que pasará con su vida, y definitivamente no estamos preparados para afrontar situaciones de esa índole. ¿Cómo enfrentar una situación tan angustiante sin los recursos necesarios? A partir de ese momento, una persona nos hace parcialmente corresponsables de su vida, no tanto del resultado final, pero sí de activar los medios posibles para evitarlo.

El saber popular nos ofrece recursos para sobrellevar la propia angustia de la mejor forma, y el más habitual de ellos consiste en un simple mensaje esperanzador o reconfortante: «Tranquilo, no lo va a hacer». Desafortunadamente, si alguien dice que tiene la intención de acabar con su vida es que lo está contemplando de verdad, y en ese punto, cuanto antes se intervenga, mejor. Y en la adolescencia, la mejor intervención es informar a los padres de la situación de riesgo detectada. De ese modo, ellos podrán contactar con alguien que pueda ayudar al adolescente a cambiar su situación, o la interpretación insoportable que tiene de ella, volviendo a inclinar la balanza hacia la vida.

Las personas que piensan en la muerte, por lo general, lo que quieren es matar una forma de vivir, no matar la vida. En ocasiones, el estrechamiento de la conciencia reduce la capacidad de ver otras formas de vivir, por no mencionar la falta de energía para emprender cambios, aún siendo capaz de reconocer la conveniencia de realizarlos. En estas situaciones una persona puede llegar a desear acabar con su vida. Y esta es una situación muy real, estas cosas pasan, estas cosas existen. La mayoría de las veces están deseando un cambio, y la desesperanza asociada al suicidio es precisamente la falta de esperanza de que ese cambio llegue o de que uno lo pueda llevar a cabo.

Toda decisión en la vida tiene sus tiempos, una persona reflexiona mucho ante una decisión como esa, pero la soledad, la tristeza, la angustia, en ocasiones no permiten a la persona valorar la situación de forma más real o asumible. Es cierto que la persona que es capaz de hablar sobre ello tiene más posibilidades de no acabar suicidándose, se está dejando ayudar, conserva cierta duda en su decisión, una duda que ha transmitido al otro. Entender esa comunicación como un criterio de menor riesgo es un funesto error. Esa comunicación únicamente se puede entender como una ventana de oportunidad para influir en esa errónea decisión, pero las oportunidades hay que aprovecharlas, especialmente estas, porque tal vez podríamos no volver a tenerlas. Si la ayuda a la que se encomienda la persona que comunica su desesperada situación no llega, o no es la apropiada, aumenta el riesgo que corre, hasta el punto de ser mayor que el riesgo al que se expone quien no lo dice. La persona que no lo dice puede conservar la duda desesperanzada ante posibles soluciones o salidas: «¿Me podría ayudar hablar con alguien?». Quien pide ayuda y no la recibe ha quemado otro cartucho, su sensación de soledad e incomprensión y su desesperanza se confirman con el abandono por parte del interlocutor, que se retirará tan tranquilo pensando que «si lo ha dicho, seguro que no lo hace…».

Solo corre un menor riesgo de suicidio quien, habiendo comunicado sus intenciones de quitarse la vida, recibe la ayuda que pide. Si no la recibe, queda expuesto a un riesgo mayor que quien no ha manifestado sus intenciones suicidas.

MITO 2. EL SUICIDA ESTÁ DETERMINADO A MORIR / SI UNA PERSONA ESTÁ DECIDIDA A SUICIDARSE, NADA LO IMPEDIRÁ

La viabilidad posterior de la vida de las personas que han sobrevivido a un intento de suicidio «letal» demuestra lo equivocado de la decisión que tomaron al optar por suicidarse. Hablar de «realidad», «determinación» y de «querer hacer de verdad» son conceptos profundamente inapropiados en el campo de las decisiones del ser humano. Todas las decisiones tienen un fuerte potencial de mutabilidad, hasta las más profundas e incluso las ideológicas. Toda decisión en la vida debe poder ser reversible y permeable al cambio, y siempre está determinada por el dilema que confronta a la persona a elegir entre dos opciones, ninguna plenamente satisfactoria. Los ejemplos son innumerables: queremos pasar toda nuestra vida junto a una persona a la que años después no podemos mirar a la cara; ponemos todo el entusiasmo y las fuerzas en conseguir la titulación para ejercer una profesión que unos años después deseamos cambiar; pensamos que nuestra vida no será igual sin el último modelo de cualquier cosa que, un vez adquirida, dejamos olvidada en un cajón; nos avergonzamos de nuestro aspecto del pasado, de nuestra indumentaria o nuestro peinado, más aún si todavía tenemos presente la sensación de satisfacción que nos provocaba entonces. Por muy teñidas emocionalmente que estén nuestras decisiones, nunca se pierde la capacidad de cambiarlas. Prácticamente nada en la vida se quiere hacer «de verdad», la mayoría de las decisiones en la vida tienen a la ambivalencia como vehículo principal. Estamos siempre a lomos de un caballo indomable de contradicciones: los fumadores fuman deseando dejar de fumar; las personas se estiran en el sofá deseando salir a hacer algo de deporte. Casi nadie está completa e infinitamente determinado a nada en la vida, habría que ser tozudo como una mula e impenetrable a informaciones, incapaz de adquirir aprendizajes y con la plasticidad neuronal totalmente anulada. Nadie se suicida con un 100 % de inamovible convencimiento, nadie vive con un 100 % de inamovible convencimiento.

Las personas hacen intentos de suicidio o mueren por suicidio tras una leve inclinación de la balanza en un momento determinado. Como muy bien describe Simon Critchley (2016), el primer pensamiento que tiene una persona al consumar un intento de suicidio es «quiero vivir». Es una constante, y no por eso es menos impactante, escuchar a un adolescente contar cómo, tras descolgarse de un lugar elevado, luchó con todas sus fuerzas para volver a subir, entrando en pánico al ser consciente de que ya no había marcha atrás. No ocurre solo con los que tuvieron que asumir algún grado de discapacidad física como consecuencia de las lesiones. Chicos que han incurrido en sobreingestas medicamentosas son arrancados de la ensoñación del deseo de morir de la mano de la cruda experiencia del dolor, de las náuseas y un profundo malestar físico, que los lleva a pedir ayuda urgente y espontáneamente, preocupados por las consecuencias a futuro.

Sería más cómodo pensar que si alguien está determinado a morir no podemos hacer nada para que contemple otras alternativas menos definitivas. Si nada podemos hacer, ¿para qué intentarlo? La realidad es profundamente diferente, el proceso decisional que sustenta la decisión de morir es similar a cualquiera de las miles de decisiones ante las que nos hallamos en la vida. Podemos entrar en debates filosóficos respecto a la «libertad individual» o a la «determinación de las circunstancias que nos rodean», pero es muy difícil no aceptar la presencia de la ambivalencia en todas las decisiones de la vida, y esa es nuestra oportunidad para presentar alternativas a la persona que solo ve una, especialmente cuando esta es la propia muerte.

Lo primero que piensa una persona que se arroja al vacío con la intención de acabar con su vida es: «No debería haber saltado».

Este mito hace de hilo conductor entre el anterior y el siguiente, todos tan útiles como peligrosos. No solo justifican y favorecen la inacción de la sociedad ante la primera causa externa de mortalidad en jóvenes, sino que desacredita y señala a todo aquel que pide ayuda. Ya sea antes de hacer un intento de suicidio o tras la realización de este. No se entiende con facilidad que el dolor físico, generalmente, disuelve los pensamientos suicidas y la desesperación, y tras los dolores provocados por una intoxicación medicamentosa lo más habitual es que la persona pida ayuda, procurando evitar la muerte en ese preciso momento. Eso no significa que, cuando pase el dolor físico y deba enfrentarse al dolor emocional ocasionado por su vida cotidiana, no vuelva a ser acosada por las ideaciones suicidas y lo intente de nuevo.

MITO 3. LA MEJORÍA DESPUÉS DE UNA CRISIS SUICIDA SIGNIFICA QUE YA NO EXISTE RIESGO DE SUICIDIO

Esta afirmación solo es cierta en su primera parte: tras toda crisis suicida hay una mejoría. Tras un intento de suicidio, la persona parece entrar en una fase reflexiva en la que está en mejor disposición de revalorar su postura. Acabamos de comentar que, por lo general, el primer pensamiento que se activa en el curso de un intento de suicidio con posibilidad de muerte inminente es «no quiero morir». En muchas ocasiones, los intentos son abortados por padres y amigos, por lo que la persona no se ha visto cercana a la muerte; en esos casos pueden seguir muy enrocados en la idea suicida, pero en unas horas o pocos días, la crisis remite. El propio término «crisis suicida» da cuenta de su carácter temporal y acotado.

La segunda parte de la afirmación es un absoluto error. Cuando observamos esa mejoría tras una crisis suicida, hemos de comprenderla como una oportunidad para generar cambios, de otro modo el riesgo de que la crisis suicida se repita es muy alto. Tanto en la adolescencia como en la edad adulta, el principal factor de riesgo de suicidio es el hecho de haberlo intentado, y eso es tanto más cierto cuanto más reciente haya sido el intento. Una persona que haya intentado suicidarse tendrá, a priori, mayor riesgo de repetir el intento que alguien con ideación de muerte o ideas suicidas que no lo ha intentado nunca. El período de mayor riesgo son las primeras semanas tras el alta hospitalaria, cuando todavía no se han dado los cambios en la vida o en la forma de percibirla. Por tanto, la calma después de una crisis suicida es el segundo momento de mayor riesgo, solo superado por el momento de la propia crisis.

Conforme pasa el tiempo desde el alta clínica tras un intento de suicidio, el riesgo para la propia persona va disminuyendo progresivamente. El primer año presenta un mayor riesgo que el segundo, y así sucesivamente. Un elemento esencial se ha de considerar: las estrategias de afrontamiento tienen una función esencial en la prevención. Si la persona ha estado en una especie de burbuja, protegida de cualquier frustración o exigencia, el tiempo no es más que una forma de medida, no es por sí mismo generador de aprendizaje. Se entiende que cuanto mayor tiempo transcurra, mejores serán las estrategias de afrontamiento porque se habrán ido perfeccionando tras cada nueva situación, error tras error, con algún éxito intercalado. Durante la adolescencia, el tiempo sí juega especialmente a favor de nosotros, pues además de los propios mecanismos de curación del organismo, el proceso de maduración cerebral, que acaba alrededor de los 21 años, dota a las personas de mayores recursos, aún en ausencia de experiencias de aprendizaje.

Asumir este mito atenta directamente contra el plan de seguridad que se trabaja en toda crisis suicida. Se indica a las familias que tienen que mantener las medidas durante un año después de que la persona haya conseguido una estabilidad global. Es decir, cuando la persona mejora, se siente integrada, ha reducido el sufrimiento y empieza a dar muestras fehacientes de esperanza, llegado ese momento de estabilidad, las medidas de seguridad deben mantenerse durante un año.

Después de una crisis suicida el riesgo de suicidio es alto. Durante una «crisis vital» pueden sucederse varias «crisis suicidas». Las medidas de seguridad deben mantenerse durante un año tras superar la «crisis vital», no tras superar la «crisis suicida».

MITO 4. HABLAR DEL SUICIDIO ES UNA MALA IDEA, SE PUEDE INTERPRETAR QUE SE ESTÁ INCITANDO A LA PERSONA

Este mito es también uno de los esenciales, uno de los más importantes. No podemos ser muy críticos con él, la verdad es que la premisa de «no provocar lo que se pretende evitar», o «mejor no hacer nada para no empeorar la situación», siempre está orientada por la prudencia. Lo cierto es que la persistencia de la problemática año tras año nos demuestra que, ante esta realidad, ser prudente es demasiado arriesgado. Recordemos que la intervención adecuada con adolescentes no es excesivamente compleja: acompañarlos, no dejarlos solos, poner la situación en conocimiento de sus padres y estos informar al médico. Esa es toda la intervención que se le exigiría a cualquier persona sin formación. Si un chico que tiene como referente a su entrenador de fútbol, le confiesa estas ideas, el entrenador solo tiene que tomarse en serio al chico. Sin gran alboroto: mantener la calma; decirle que lo entendemos perfectamente; que hay momentos en la vida en los que todo se ve muy oscuro; que mucha gente se ha podido sentir como él; que informaremos a sus padres para que pongan en marcha la ayuda necesaria y que todo va a ir bien. Hablar del suicidio puede incitar al suicidio si se alienta al adolescente a cometerlo; ofrecer un espacio en el que el adolescente pueda compartir sus ideas es un alivio para el adolescente y una oportunidad de recibir la ayuda necesaria.

Hablar del suicidio no incita a la persona a suicidarse, al contrario, le ofrece una tabla de salvación.

Por el contrario, perpetuar el consejo de no hablar del suicidio, por liberador que pueda parecer para la sociedad, tiene un precio alto para la persona en crisis suicida, el precio es la soledad de alguien que no ha elegido voluntariamente pensar en la muerte. Por un lado, la soledad de quien sufre y se muestra desesperanzado y, por otro, el sentimiento de culpa por no haber tendido la mano a quien sufre, al que no ve otra salida que quitarse la vida.

No ver perturbada nuestra paz con las tribulaciones de los demás no es un deseo de la sociedad, ni siquiera en el contexto del individualismo imperante. Todas las referencias culturales que parecen defender esa posición individualista de «no me molestes con tus problemas» no son más que composiciones artísticas, no tienen la pretensión de transmitir valores. Un ejemplo se refleja en el rotundo éxito de la canción «Black Box Recorder» (1998), del grupo Child Psychology, que en cierto pasaje dice: «Life is unfair, kill yourself or get over it» («La vida es injusta, suicídate o supéralo»), cuyo mensaje implícito es «pero a mí déjame tranquilo, no perturbes mi paz». La canción es agradable de escuchar y el mensaje es inequívoco, invita a seguir adelante: «Supéralo». Sin duda, puede percibirse como motivador, como aquello que llaman psicología inversa, como si dijera: «Deja de lamentarte y ponte en marcha». Nunca los denunciaron por incitar al suicidio, no tendría sentido.

Para quien no tiene fuerzas para arrancar la marcha, para quien se siente «una porquería», para quien se cree «incapaz» de cambiar su situación, ese mensaje, mal entendido, puede ser devastador, especialmente en la adolescencia, y especialmente si no tiene a alguien a su lado que le pueda decir que eso es solo una canción; que en la vida, en muchos momentos, nos podemos sentir desesperados y que no pasa nada por eso; que si no nos vemos con fuerzas de superarlos, solo tenemos que descansar para hacer acopio de ellas, y entonces empezar a superarlo. Pero para eso el adolescente tiene que poder hablar de todo ello, tiene que abrir la línea de diálogo.

Tapar una realidad como el suicidio tiene un altísimo precio en términos de dolor y soledad para la persona que sufre, pero no se tapa por pereza social, sino por falta de recursos de la sociedad.

MITO 5. LA MAYORÍA DE LOS SUICIDIOS APARECE DE GOLPE SIN AVISAR. EL SUICIDIO NO SE PUEDE PREVENIR, ES UN ACTO IMPULSIVO

Uno de los avances más interesantes de los últimos tiempos respecto al suicidio es el cuestionamiento de la impulsividad como elemento troncal en el suicidio. Lo que vemos en la realidad clínica es que la mayoría de las personas que atentan contra su vida viene de largos procesos de reflexión, de valoración de la posibilidad de hacerlo, frecuentemente vividos en soledad, o volcados en la peligrosa y fantástica herramienta de comunicación masiva que es internet. Las personas que se suicidan acaban tomando esa funesta decisión en respuesta a un desencadenante, pero no como consecuencia de este desencadenante. La explosión no la provoca la chispa, sino el cúmulo de gas que llena la habitación en la que se genera la chispa. Las chispas en la vida son necesariamente inevitables, el cúmulo de gas es generalmente evitable. Muchos suicidios son la primera comunicación que el entorno es capaz de escuchar de lo que, por lo general, hace mucho tiempo que la persona quiere transmitir, es una desesperada petición de ayuda.

La mayoría de suicidios se da tras un largo tiempo de reflexión y de valoración de la idea. Generalmente en una soledad y una clandestinidad favorecidas o forzadas por la carencia de recursos del entorno.

Generalmente, el intento de suicidio es el primer aviso que toma en cuenta el entorno; el primer aviso de una idea rumiada durante meses, incluso años, y muy raramente horas; e incluso cuando son horas, son tantas que se hace difícil atribuir una impulsividad al acto.

Digamos que el estigma y el tabú que envuelven al suicidio, con ayuda de los mitos que estamos abordando, nos impiden percibir el olor del humo, y cuando finalmente lo vemos lo confundimos con vapor, para luego sorprendernos y decir que se ha provocado un incendio de golpe y de forma espontánea. No haber percibido el proceso previo no indica que este no se encuentre presente.

Mientras la sociedad no se sienta preparada para afrontar esta situación no podremos reprochar que no haya podido escuchar todos esos avisos previos, pero no cabe confundir eso con la impredictibilidad del suicidio. La mayoría de las personas en crisis suicida da señales verbales o no verbales de sus intenciones, si aceptamos que «esas cosas pasan», que «estas cosas existen», quizás sea más fácil demostrar inequívocamente esta realidad y desmontar este mito.

MITO 6. UNA VEZ QUE ALGUIEN ES SUICIDA, SIEMPRE LO SERÁ (ONCE SOMEONE IS SUICIDAL HE OR SHE WILL ALWAYS REMAIN SUICIDAL [WHO, 2014])

Una persona puede estar pasando por una crisis en la que, erróneamente, contempla el suicidio como una posible solución a una determinada situación, pero todas estas situaciones, por definición, son temporales. Cuando alguien «está» de una determinada forma, el cambio se entiende como algo más alcanzable que cuando decimos que alguien «es» de una determinada forma. Decir que una persona «es suicida» fomenta la inacción, incidiendo en la consideración de muerte inevitable («Qué mala suerte, tiene el gen del suicidio, qué le vamos a hacer…»).

No existen las personas suicidas, solo las personas en crisis suicida, y depende de todos que salgan de ese estado.