2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Al entrar en mi casino, Edie Spencer parecía una heredera consentida, hasta que aceptó saldar las deudas de su familia haciéndose pasar por mi amante temporal. ¿Cuál era mi plan? Utilizarla para comprometer a mis rivales en los negocios. Sin embargo, descubrir la inocencia de Edie provocó que la tentación aumentara de un modo inimaginable. Entre nosotros la química era espectacular, así que decidí comprometer a Edie para mucho más que el placer…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 187
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Heidi Rice
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Mucho más que placer, n.º 2752 - enero 2020
Título original: Claiming My Untouched Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-038-1
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
AL LEER el cartel que colgaba del casino que Dante Allegri tenía en Mónaco, hice lo posible por controlar el pánico que me invadió por dentro. Bienvenidos a El Infierno. La iluminación provocaba que la imponente fachada del edificio del siglo XVIII pareciera sacada de un cuento de hadas en una noche en el Mediterráneo, y eso hizo que yo me sintiera todavía más impostora con aquel vestido de segunda mano y los incómodos zapatos de tacón de aguja que mi hermana había encontrado online.
«Por favor, que Dante Allegri no esté en el casino esta noche».
Para prepararme para esa noche, había visto fotos de Allegri y leído un montón de artículos sobre él en el último mes. Él me asustaba como rival, pero me aterrorizaba como mujer.
Allegri era famoso por ser despiadado, y por haberse criado en los suburbios de Nápoles y haber conseguido crear un imperio de casinos, valorado en miles de millones, por Europa y Estados Unidos. Si tuviera que jugar contra él y él descubriera el método que yo había desarrollado, no mostraría ningún tipo de consideración hacia mí.
La brisa proveniente de la marina me hizo estremecer, pero sabía que no era la cálida noche de verano lo que provocaba que sintiera frío en mi interior, sino el temor.
«Deja de estar aquí parada y muévete».
Sujetándome el vestido, subí por las escaleras de mármol hasta la entrada principal, haciendo un esfuerzo por mantener la espalda derecha y la mirada al frente. El cheque de un millón de dólares que le había pedido al prestamista de mi cuñado y que llevaba guardado en el bolso parecía que pesaba varias toneladas.
«Si quiere malgastar el dinero, señorita Trouvé, es su elección, pero, pase lo que pase, mañana vendré a cobrar».
Las palabras de Brutus Severin, el matón de Carsoni, resonaron en mi cabeza y el frío me invadió por dentro.
Esa era mi última oportunidad para liberarnos de las amenazas e intimidaciones, de la posibilidad de perder no solo nuestra casa familiar, sino también nuestra dignidad y el respeto por nosotros mismos. Algo que Jason, el esposo de mi hermana, Jude, nos había robado doce meses antes, después de perder una fortuna en la ruleta de Allegri.
Esa noche, fracasar no era una opción.
Me acerqué al guardia de seguridad que estaba en la entrada y le entregué mi identificación. Recé para que el falsificador de Carsoni hubiera hecho bien el trabajo por el que le habíamos pagado. El guardia asintió y me la devolvió, pero mi sensación de pánico no disminuyó.
¿Y si mi método no funcionaba? ¿O si mis gestos delataban mi jugada más a menudo de lo que yo esperaba? No estaba segura de si había tenido suficiente tiempo para probarlo de manera adecuada, y nunca tuve la oportunidad de probarlo contra jugadores del calibre de Allegri. ¿Cómo sabía que resistiría el escrutinio? Yo era un prodigio en matemáticas, no una jugadora de póquer.
La entrada para las partidas de aquella noche ascendía a un millón de euros. Un millón de euros que yo no podía permitirme perder.
Si Allegri estaba allí y, como hacía algunas veces, decidía jugar y me ganaba, no solo Belle Rivière estaría perdida para siempre, sino que yo le debería a Carsoni un millón de euros extra que no podría devolver. Porque la venta de la propiedad, una vez hipotecada y después de vender el resto de nuestros enseres de valor y la mayor parte de los muebles, solo cubriría el faltante de las pérdidas de Jason y los intereses astronómicos que Carsoni nos estaba cobrando desde la noche en la que Jason había desaparecido.
«Por favor, Dios mío, te lo suplico. No permitas que Allegri esté aquí».
El guardia miró hacia un hombre alto y atractivo que estaba en la entrada de la planta principal. Él se acercó a nosotros.
–Bienvenida a The Inferno, señorita Spencer –dijo el hombre–. Soy Joseph Donnelly, el director del casino. La tenemos apuntada en la lista de jugadores de esta noche –me miró de forma inquisitiva. Era evidente que no estaba acostumbrado a tener a alguien de mi sexo y edad en el torneo exclusivo de póquer de la semana–. ¿Es correcto?
Yo asentí, tratando de asumir mi papel de heredera, algo que nunca fui, aunque mi madre había sido la nieta de un conde francés.
–He oído que el juego en The Inferno es uno de los más exigentes –dije yo–. Confiaba en que Allegri estuviera aquí esta noche –mentí, fingiendo ser una niña rica mimada. Si la vida me había enseñado algo antes de que mi madre muriera, era cómo aparentar seguridad cuando uno sentía lo contrario.
«Las apariencias lo son todo, ma petite chou. Si creen que eres uno de ellos, no puedes fallar».
El director del casino sonrió y yo esperé las palabras que deseaba escuchar y que confirmarían que mis investigaciones habían servido para algo y que Dante estaba en Niza esa noche, cenando con la modelo con la que había aparecido durante varias semanas en la prensa rosa.
–Dante está aquí. Estoy seguro de que él disfrutará del reto.
«No. No. No».
Forcé una sonrisa. El mismo tipo de sonrisa que puse en el funeral de mi madre al recibir las condolencias de los periodistas que la habían perseguido durante toda su vida, mientras me enfrentaba al dolor que sentía.
Donnelly me acompañó a la caja para depositar mi dinero. Un dinero que había pedido prestado a un interés del dos mil por ciento. El dinero que no podía permitirme perder.
Repasé todas las posibilidades que tenía. ¿Podía echarme atrás? ¿Inventarme una excusa? ¿Fingir que me encontraba mal? Eso no era mentira, tenía el estómago muy revuelto.
Allegri era uno de los mejores jugadores de póquer del mundo. No solo podía perder todo mi dinero, sino que, si descubría mi método, podría prohibir mi entrada en todos los casinos famosos y jamás tendría la oportunidad de recuperar las pérdidas de Jason.
Sabía que no podía echarme atrás. Había contado con la posibilidad de que Allegri no estuviera allí y había perdido, pero tenía que participar en la partida.
Antes de que pudiera controlar el miedo que sentía por tener que enfrentarme a Allegri, una voz grave me hizo estremecer.
–Joe, Matteo me ha dicho que ya han llegado todos los jugadores.
Me di la vuelta y me encontré cara a cara con el hombre que había invadido mis sueños durante meses, desde que comencé a trabajar en mi plan para liberar a mi familia de la deuda. Para mi sorpresa, Allegri era incluso más alto, más fuerte y más devastadoramente atractivo en persona de lo que había visto en los blogs y en las revistas.
Sabía que solo tenía treinta años, pero las marcadas facciones de su rostro y su potente musculatura contenida bajo la tela del esmoquin dejaban claro que la dulzura y la inexperiencia de la juventud, si es que alguna vez había sido joven o dulce, habían desaparecido hacía mucho tiempo. Todo en él exudaba poder y seguridad. También una arrogancia sobrecogedora.
Posó la mirada de sus ojos azules sobre mi rostro y arqueó una ceja. Después me miró de arriba abajo y me dio la sensación de que el provocativo vestido que llevaba se había vuelto transparente a la vez que me oprimía el pecho sin dejarme respirar, como si la fina tela se hubiese convertido en hierro y se ajustara a mis costillas como una herramienta de tortura medieval.
Al contrario de lo que había experimentado tras las miradas que había recibido durante el último año por parte de Carsoni y sus hombres, la mirada de Dante Allegri no me provocaba repulsión, sino algo mucho más inquietante. Era como si mi piel hubiera recibido una corriente eléctrica. Recibir su atención era excitante, placentero y doloroso al mismo tiempo. Mi reacción me sorprendió, porque no parecía capaz de controlarla.
Me temblaban las piernas, mis senos presionaban contra el corpiño de la herramienta de tortura medieval y me costaba un gran esfuerzo evitar que mi respiración se acelerara.
–En efecto, Dante –Joseph Donnelly contestó a su jefe–. Esta es Edie Spencer. Acaba de llegar y espera jugar contigo esta noche.
Al oír el tono de Donnelly, mi pánico aumentó de golpe.
Allegri no parecía muy impresionado y me miró de arriba abajo.
–Exactamente, ¿cuántos años tiene, señorita Spencer? –preguntó, dirigiéndose a mí directamente por primera vez. Hablaba un inglés perfecto, una mezcla de americano y británico con un toque de acento italiano–. ¿Tiene la edad legal para estar aquí? –añadió.
–Por supuesto, tengo veintiún años –dije con cierto tono desafiante.
Él continuó mirándome, como si tratara de adentrarse en mi alma, y yo me esforcé por no apartar la mirada.
El ruido del casino pasó a un segundo plano bajo su intenso escrutinio. Lo único que podía oír era el ruido de mi corazón.
–¿Cuánto tiempo lleva jugando al Texas Hold’Em, señorita Spencer? –preguntó él, mencionando la variedad de póquer que preferían todos los profesionales.
En medio de la mesa se colocan cinco cartas comunitarias y se reparten, boca abajo, dos cartas propias a cada jugador. Es un tipo de juego que requiere mucho talento a la hora de calcular probabilidades y valorar el riesgo cuando se crea la mano a partir de las dos cartas propias y de las cinco cartas comunitarias. Y ahí es donde entra en juego mi método. Yo he desarrollado una fórmula matemática para valorar el comportamiento de otros jugadores a la hora de apostar, y eso me daría ventaja durante la partida. Sin embargo, si me pillaran empleando la fórmula estaría en un lío, igual que aquellos jugadores a los que les pillan contando las cartas cuando juegan al Black Jack.
En cuanto los casinos detectaban a esos jugadores, los echaban de por vida y les bloqueaban sus ganancias. Yo no podía arriesgarme a tal cosa.
–Tiempo suficiente –contesté, obligándome a mostrar una seguridad que no sentía.
Mi madre tenía razón en una cosa. Las apariencias lo eran todo. Si quería ganar, no podía mostrarme insegura ante ese hombre. Aparentar seguridad y tener el control era tan importante como tener seguridad y el control.
Su rostro atractivo permaneció impasible, pero el brillo de su mirada y la tensión de su mentón sugerían que mi atrevida respuesta había causado efecto. Yo me habría sentido más triunfal con su reacción si no hubiera provocado que todo mi cuerpo reaccionara.
¿Qué me estaba pasando? Nunca había reaccionado así ante ningún hombre.
–Supongo que eso ya lo veremos, señorita Spencer –dijo él, y se volvió hacia el director del casino–. Acompaña a la señorita Spencer al salón, Joe. Preséntasela al resto de los jugadores del Millionaire Club –se miró el reloj con un gesto profesional–. Tengo que hablar con Renfrew, pero estaré allí en treinta minutos –añadió–. Entonces, podremos empezar.
–¿Vas a unirte a la mesa esta noche? –preguntó Donnelly, algo sorprendido.
–Sí –dijo él, y su tono de voz fue como una ardiente caricia para la parte más íntima de mi cuerpo–. Nunca me echo atrás en un reto, y menos cuando la que me reta es una bella mujer.
Tardé un momento en darme cuenta de que yo era la bella mujer, probablemente porque la mirada que me dedicó antes de alejarse sugería que no lo consideraba un cumplido.
No obstante, mientras me guiaban hasta los ascensores, fui incapaz de apartar la mirada de la parte trasera del cuerpo de Allegri. Sus anchas espaldas parecían indomables y resultaban muy atractivas bajo la tela del esmoquin. La gente se apartaba para dejarlo pasar hasta el otro lado de la habitación.
Esa noche, tenía que ganar costara lo que costara, el futuro de mi familia dependía de ello. No obstante, al sentir que mi cuerpo seguía alterado tras ese breve encuentro, empecé a sospechar que ya había perdido.
EDIE Spencer era un enigma que no podía resolver, y me estaba volviendo loco.
Llevábamos más de tres horas jugando y no era capaz de descubrir su método. Incluso me resultaba difícil interpretar sus pequeños gestos, esas reacciones físicas insignificantes de las que los jugadores no son conscientes, pero que pueden hacer que sean un libro abierto a la hora de valorar sus próximos movimientos. Y el motivo por el que no conseguía interpretarlos era sencillo y sorprendente a la vez. No podía concentrarme en el juego porque estaba demasiado ocupado concentrándome en ella.
Aunque hasta el momento sus ganancias eran moderadas, habían ido aumentando de manera estable, a diferencia de las de los otros jugadores de la mesa. Yo había conseguido deshacerme de todos menos de uno de los otros jugadores, así que solo quedábamos tres en la mesa. Y mientras a mi amigo Alexi Galanti, el propietario de Fórmula Uno, que estaba sentado al lado de ella solo le quedaba un millón, Edie Spencer estaba sentada frente a un montón de fichas parecido al mío.
Sabía que tenía que estar usando un método todavía más ingenioso que el mío. Aunque mi necesidad de descubrirlo era mucho menos fuerte que mi deseo de quitarle el vestido tan provocativo que llevaba. El encaje que cubría su escote no servía para distraer mi atención de la piel suave, femenina y tentadora.
–Subo doscientos –dijo Alexi, mientras tiraba las fichas por valor de doscientos euros sobre la mesa, haciendo que aumentara la apuesta.
Yo contuve mi frustración y observé los delicados dedos de Edie mientras levantaba sus cartas para estudiar la jugada.
Quería a Alexi fuera de juego para poder jugar a solas con la señorita Spencer, sin embargo, Alexi era un buen jugador. Así que tuve que concentrarme en la jugada y no en el escote provocativo que veía al otro lado de la mesa.
Al sentir que mi cuerpo reaccionaba ante la idea de estar con ella a solas, tuve que hacer un esfuerzo para calmarme. Mezclar el sexo con el póquer nunca había sido una buena estrategia. No obstante, mientras la miraba, tuve que admitir que no solo era su belleza lo que llevaba horas volviéndome loco.
Ya había sentido la química cuando le pregunté por su edad, y eso me excitó. Por primera vez en mucho tiempo me encontré pensando en cómo sería disfrutar del reto de jugar un estimulante juego con una estimulante mujer.
Su piel era pálida y, cuando no estaba apostando o mirando las cartas, sus manos permanecían sobre su regazo. La mirada de sus ojos verdes que me había cautivado en el piso de abajo no se había cruzado con la mía desde entonces.
Y aunque la falta de contacto ocular era bastante frustrante, cuando se trataba de interpretar su jugada, lo que resultaba mucho más frustrante era que cada vez estaba más excitado. Y desesperado por ver de nuevo el brillo de aquellos ojos verdes.
Eso no me gustaba. Nunca permitía que el deseo físico me distrajera en la mesa, pero lo que me gustaba menos era el hecho de que no comprendía qué era lo que me resultaba tan excitante de ella.
Para empezar, solo tenía veintiún años. E incluso parecía más joven. Nada más verla pensé que tendría unos diecinueve o veinte años como mucho, y con aquel maquillaje y su vestido escotado parecía una niña disfrazada.
Las mujeres jóvenes no eran mi estilo. Por norma, prefería mujeres mayores que yo, mujeres con mucha experiencia que pudieran saciar mi apetito en la cama, mantener conversaciones interesantes fuera de ella, y que no quisieran implicarse mucho en la relación o se pusieran sentimentales cuando les diera un regalo caro para que se alejaran contentas de mí.
Además, nunca había sentido el deseo de perseguir a una mujer que no me enviara claras señales de que estaba interesada en realizar conmigo un poco de ejercicio en la cama. Lo cierto era que, cuando las mujeres jóvenes venían a hacer grandes apuestas, iban buscando un poco de ambas cosas, la oportunidad de demostrar su talento en la mesa y en mi cama. Una tentación que siempre me había resultado muy fácil de resistir hasta ese momento.
Por supuesto era más que posible que el comportamiento recatado de la señorita Spencer fuera fingido, y que su intención fuese persuadirme e intrigarme. Si ese era el caso, debía felicitarla por probar una nueva táctica. Sin embargo, eso no contestaba la pregunta de por qué estaba funcionando tan bien.
¿Era porque resultaba enigmática? ¿O por haberse mostrado un poco desafiante? ¿Quizá era por el reto que ella representaba? ¿Cuánto tiempo hacía que no me encontraba con una mujer tan difícil de descifrar?
La observé mientras ella debatía su jugada. Me costaba dejar de mirarla, así que hice un esfuerzo por concentrarme.
Esa mujer no era diferente de otras herederas que había conocido durante los años mientras montaba mi negocio. Las hijas mimadas de ejecutivos y aristócratas millonarios, de la realeza europea y de jeques árabes, que nunca habían tenido que trabajar y no sabían el significado de querer algo. Se dedicaban al juego para infundir en sus vidas la emoción que les faltaba, sin darse cuenta de que, si el dinero no tenía valor, el riesgo y la gratificación del juego con dinero tampoco lo tendría.
A pesar de que había decidido racionalizar el efecto que había tenido sobre mí, continué mirándola y sentía un intenso ardor en el vientre.
Su piel joven brillaba bajo la luz tenue, el escote de encaje de su vestido resaltaba sus senos firmes y suaves como el alabastro. Sus pezones turgentes se marcaban a través de la tela de raso, y era lo único que ella parecía incapaz de controlar.
Yo me habría sentido satisfecho por ello, de no ser porque el potente deseo que sentía de quitarle el vestido, dejar sus senos al descubierto y sentir cómo se henchían mientras los acariciaba con la lengua, hacía que me sintiera poco impresionado de mi propio autocontrol.
–No voy –dijo ella, y le pasó las cartas a Alexi, que estaba barajando.
Yo me mordí la lengua para no blasfemar, pero ella me miró como si hubiera percibido mi frustración.
Al instante, apartó la vista, pero nuestras miradas se cruzaron y yo sentí que una oleda de calor me invadía por dentro.
Ella respiró hondo y recuperó la compostura, pero sus pezones se marcaron todavía más contra la tela del vestido.
El deseo se apoderó de mí al mismo tiempo que conseguía resolver parte del enigma. Su compostura era pura apariencia.
Fuera cual fuera el método que Edie había ideado, acababa de mostrar una gran debilidad.
Quizá todavía suponía un enigma, pero había una cosa segura, me deseaba tanto como yo a ella. Y por algún motivo, deseaba ocultarlo. Eso me daba ventaja porque era una debilidad que yo podía explotar.
Un fuerte calor se instaló en mi entrepierna.
De hecho, era una debilidad con la que yo iba a disfrutar mucho.
«Empieza el juego, bella».
LO SABE».
Yo había cometido un gran error. Lo supe en cuanto mi mirada se cruzó con la de Allegri y él la sostuvo durante un instante.
Yo llevaba toda la noche evitando el contacto ocular, ya que, la intensa mirada de aquellos ojos azules provocaba que me ardiera el estómago como si fuera lava y que los pezones se me pusieran turgentes.
No comprendía por qué reaccionaba así ante él. Lo único que sabía era que no podía permitir que él lo descubriera o quedaría completamente a su merced. No obstante, cuanto más intentaba controlar mi respuesta física, más difícil me resultaba ocultarla. Y me costaba más concentrarme en el juego también.
Debía haber apostado en esa mano. Sabía que la probabilidad de que él tuviera una jugada mejor era muy pequeña, teniendo en cuenta cómo había apostado antes. Aunque si nunca lo ponía a prueba, si nunca perdía, él empezaría a pensar que yo tenía un método.
El problema era que, durante toda la noche, yo había evitado ir cara a cara contra él. El temor de demostrar la extraña reacción que mostraba mi cuerpo era demasiado potente como para correr el riesgo.
Tan pronto como abandoné de nuevo y vi que se ponía tenso, la emoción que sentí por haber hecho que se sintiera frustrado fue como una droga embriagadora. De pronto, me sentí incapaz de no levantar la cabeza y mirarlo directamente.
Él permaneció calmado y puso una sonrisa sensual que alimentó mi nerviosismo.
Aparté la mirada antes de que él pudiera ver más, pero supe que era demasiado tarde. El anhelo estaba reflejado en mi cara.