Muerte en el mar - Janeth G. S. - E-Book

Muerte en el mar E-Book

Janeth G. S.

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Beschreibung

  Un misterio.   Una chica.  Un asesino se esconde entre las olas.  Claire Campbell tiene dieciséis años y ha ganado una beca para asistir al prestigioso instituto Westminster de Altamar, una escuela de élite en un barco. Pronto, Claire comienza a ver comportamientos extraños entre la tripulación y, una noche, presencia la muerte de una estudiante. La versión oficial afirma que ha sido un trágico accidente. Sin embargo, algo le dice a Claire que el barco oculta una terrible verdad… ¿Descubrirá Claire el secreto del Westminster? ¿Y sobrevivirá para contarlo?  De la autora del best seller ¿Quién mató a Alex? Más de 300 .000 lectores ya han disfrutado de las novelas de Janeth G. S.  

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Muerte en el mar

Janeth G. S.

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Agradecimientos
Sobre la autora

Página de créditos

Muerte en el mar

V.1: noviembre de 2020

© Janeth G. S., 2020

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Aleshyn_Andrei | Shutterstock

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-05-6

THEMA: YFD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Muerte en el mar

Un misterio. Una chica.
Un asesino se esconde entre las olas.

Claire Campbell tiene dieciséis años y ha ganado una beca para asistir al prestigioso instituto Westminster de Altamar, una escuela de élite en un barco. Pronto, Claire comienza a ver comportamientos extraños entre la tripulación y, una noche, presencia la muerte de una estudiante. La versión oficial afirma que ha sido un trágico accidente. Sin embargo, algo le dice a Claire que el barco oculta una terrible verdad… ¿Descubrirá Claire el secreto del Westminster? ¿Y sobrevivirá para contarlo?

De la autora del best seller ¿Quién mató a Alex?
Más de 300 000 lectores ya han disfrutado de las novelas de Janeth G. S.

#wondermystery

Qué gran libro se podría escribir con lo que se sabe.

¡Otro mucho mejor se escribiría con lo que no se sabe!

Julio Verne

Capítulo 1

Hay situaciones en la vida que son bastante crueles, y yo lo descubrí cuando apenas tenía dieciséis años.

Estaba sentada, con la respiración entrecortada, me dolían los huesos y el sabor amargo en la boca me indicaba que estaba despertando. Otra vez. La nuca y la frente me sudaban como nunca; las gotas se deslizaban por mi pecho como pequeñas hormigas que me hacían cosquillas. Tenía las piernas extendidas, pero inmóviles, y mis vaqueros favoritos estaban rasgados. Me raspaban y e impedían que la sangre me circulara bien. La tela me picaba y, de pronto, sentí unos calambres mucho más dolorosos que las heridas que tenía en los brazos. A través de uno de los orificios de los pantalones vislumbraba la rodilla izquierda llena de sangre seca. Se había formado una costra y me daba la sensación de que la sustancia amarillenta que la rodeaba era pus o una infección que debía tratar lo antes posible. Estaba apoyada sobre una pared que me daba calor y me hacía sudar más, el cabello me caía por los hombros, tensos y duros como rocas, las puntas estaban grasientas y sucias, apenas recordaba la última vez que me había duchado y me estremecí cuando pensé que, quizá, no volvería a hacerlo si no actuaba pronto. Tenía la muñeca derecha casi rota y unos grilletes tan apretados que me provocaban cortes. Cerré los ojos de nuevo y eché la cabeza hacia atrás, cansada de estar en la misma posición. De repente, aquella frase que había aprendido cuando tenía seis o siete años en la clase de Geografía me invadió la mente: «El agua cubre más del 70 por ciento de la Tierra». 

El corazón me dio un vuelco y tragué saliva con pesar. «El agua cubre más del 70 por ciento de la Tierra. Nadie te encontrará, Claire. Nunca. Eres nada contra ese 70 por ciento. Nadie te hallará. Tu cuerpo se hundirá en la profundidad del océano y nunca flotarás. Te convertirás en un organismo oculto en ese 70 por ciento». 

Abrí los ojos despacio. Todo me daba vueltas, me sentía muy débil y sabía que tenía peor aspecto que un vagabundo en un callejón sucio. Aquel lugar estaba vacío, tan solo había una mesa de metal y un foco en el centro del techo, que me iluminaba como si fuera un rayo de sol. Un vaso medio lleno de agua en la mesa oscilaba con los golpes del exterior. 

Parpadeé un par de veces y traté de mantenerme despierta unos minutos antes de volver a dormirme. No tenía sueño, pero lo que menos deseaba en ese momento era notar que estaba viva. Luego desperté de nuevo. Me sentía como un animal enjaulado. No dejaba de hacerme miles de preguntas. ¿Cuándo volvería a ver a mis abuelos? ¿Y a mi padre? ¿Cuándo sería libre de nuevo? O, al menos, ¿regresaría a mi vida de siempre después de esto? 

Alguien había aprovechado que nos encontrábamos en medio de aquella masa de agua para cometer dos asesinatos en un barco: uno por accidente y otro por cólera. Así que sospechaba que el tercer acto de cobardía se acercaba. Yo sería la siguiente víctima, pues había descubierto la identidad del culpable. Y esto me había traído a un cuarto solitario y húmedo en lo más bajo del barco. Era un lugar silencioso, y lo único que oía eran las olas al estrellarse contra el buque. A veces, las disfrutaba y, otras tantas, cuando me sumía en la desesperación por querer salir de aquí, las detestaba. No sabía dónde estábamos, pero los cambios de temperatura me causaban alucinaciones y estornudos continuos. El resfriado empeoraba con cada día que pasaba y, a pesar del calor inhumano, los escalofríos me recorría el cuerpo de manera constante. Por la mañana, la temperatura era tan alta que se hacía insoportable y, al anochecer, descendía hasta que parecía estar en una nevera. Una cadena oxidada que se adhería al brazalete de metal no me permitía moverme más de un metro. 

Traté de llevar la cuenta de los días en la cabeza, pero, a partir del decimoquinto, me había descontado. Era probable que llevara más de veinte días encerrada. El tiempo era desconcertante y poco alentador. Dormía y comía poco, los pensamientos me agobiaban y durante los primeros días de encierro, me había caído y golpeado la cabeza, que todavía me dolía. Al parecer, me quedé inconsciente y desperté con más heridas y menos fuerza para luchar. Apretaba los dientes por el dolor, me había mordido la lengua y tenía los labios resecos debido al calor y la falta de agua. 

Estaba aterrada. No sabía cuándo moriría, pero estaba segura de que ocurriría en algún momento: me dormiría y no despertaría jamás. Las ganas de huir me habían abandonado días atrás, cuando todo quedó en silencio y la mayoría de los tripulantes bajaron a tierra para reunirse con sus familiares y celebrar la Navidad. Para entonces, parecía que en el barco solo quedábamos el criminal y yo, pero podía saberlo a ciencia cierta, pues no sabía nada del exterior desde hacía tiempo. 

La puerta se abrió de golpe y me asusté. Me quedé quieta y esperé en el colchón donde dormía. Entró con su uniforme y sonrió ligeramente, como si disfrutara al verme aterrada. Su rostro estaba limpio y le sudaba la frente. Sostenía una bandeja con comida, una jeringa y dos frascos que contenían unos líquidos que ya me había inyectado antes. Era más sedante. ¿Cuándo terminaría esa tortura? Lo observé desde el otro extremo de la sala, en silencio. Descargó el metal sobre la mesa y cerró la puerta con el talón. Sentí calor en el rostro y una gota de sudor deslizarse por mi vientre. Observé sus movimientos minuciosamente: se sentó en la mesa frente a mí, se giró un poco y, con cuidado, sacó los cubiertos de las servilletas blancas estampadas. 

Traía la comida de la cafetería, pues los cubiertos y la bandeja tenían el escudo del Instituto Westminster de Altamar o, mejor dicho, el maldito Instituto Westminster de Altamar, que había nacido a partir del centro de mismo nombre, fundado en 1874 en Londres. Este último era un colegio privado ubicado en la capital británica. A raíz de su prestigiosa reputación y la alta demanda por parte de familias de la élite de varios países, se creó un Westminster flotante, una escuela fuera de lo común. Siempre había estado entre los cinco primeros puestos en las listas de los mejores centros educativos. Según había leído en el periódico más importante de Nueva York, la idea del barco había surgido hacía más de cuatro años. Elena Pritzker, una mujer estadounidense, contrajo matrimonio con Peter Pritzker, director del instituto desde 1999 y tataranieto de su fundador, y se había mudado a la ciudad inglesa para ayudar a su esposo en la dirección del centro. A pesar de su prestigio, el Royal College de Suiza lo había superado en cuanto a desarrollo tecnológico, por lo que muchos millonarios estaban apostando por dicha institución. A raíz de esto, Elena decidió que había llegado el momento de poner en práctica su revolucionaria idea, que tomaría forma en 2004, gracias a algunos avances tecnológicos y a un incremento del capital: la creación del Instituto Westminster de Altamar, un barco que contaría con seiscientos estudiantes a bordo. Decirlo sonaba tan increíble como verlo en las noticias. 

Cuatro años más tarde, en 2008, se iniciaron las clases, que tuvieron un éxito rotundo. El Instituto Westminster de Altamar acaparó las noticias en la televisión y los diversos medios de comunicación y se convirtió en una quimera para la clase media y un sueño hecho realidad para la clase alta. El Royal College suizo entró en declive y el Westminster de Altamar se convirtió en el mayor deseo de los jóvenes millonarios. Para entonces, yo tenía ocho años y lo había visto en los artículos publicados en la biblioteca del condado, al igual que todos mis compañeros de clase. No había ninguno que no quisiera estar allí, aunque solo fuera por un minuto. Era algo increíble. 

Westminster, al oeste de Londres y al norte del Támesis, había registrado más visitas de turistas ricos y curiosos (pero no de millonarios dispuestos a invertir su dinero) para ver el Instituto Westminster de Altamar, que, en su primer año, se empleó como atracción turística para recaudar fondos y conseguir los permisos que faltaban. La fantasiosa idea de Elena Pritzker había tomado cuerpo y tanto la clase media como los nuevos estudiantes que en 2008 viajarían en él ansiaban que su travesía se iniciara lo antes posible. El barco partiría desde Los Ángeles, California, donde Elena había pasado su infancia y la mayor parte de su vida. 

El Instituto Westminster de Altamar era mundialmente reconocido como una de las mejores escuelas para millonarios. No era un secreto que no se exigieran expedientes con notas sobresalientes, pues no necesitaban que sus estudiantes fueran genios o superdotados. Sin embargo, había algo desconocido para todos: en Altamar sucedían cosas inimaginables, y yo lo había descubierto. Por eso estaba allí, encadenada para que no huyera y lo gritara a los cuatro vientos. 

* * *

Llegué a la conclusión de que mi vida había terminado bastante mal. Meses atrás, habría creído que moriría en un accidente de coche o atropellada al cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo. O por caminar distraída, quizá. Sin embargo, la cadena de la muñeca me recordaba lo frustrantes que habían sido los últimos días. Me desconcertaba estar allí. Me molestaba saber que mi vida podía terminar en ese lugar. 

Una voz nítida me llamó. Los cubiertos chocaron contra la bandeja y me obligué a levantar la vista. Por un instante, me había olvidado de que seguía allí, limpiando los cubiertos para hacer tiempo, como era habitual. El sonido metálico se repitió y deseé que la conversación no fuera demasiado larga para que me permitiera beber agua lo antes posible. 

—Es Matthew otra vez —dijo con la mirada fija en mi rostro sudoroso. 

Odiaba que estuviera impecable con el uniforme limpio mientras que yo trataba de no arrancarme la ropa debido al calor. Era lo único que tenía, pero la incomodidad me provocaba ansiedad. A pesar de la sonrisa socarrona que mostraba, noté que sus ojos denotaban cierta preocupación. Eso me animó. 

El plan que había ideado días atrás funcionaba. Todavía venía y no se había deshecho de mí. 

—¿Te ha vuelto a escribir? —pregunté. 

—Quiere verte, Claire. —Le brillaron los ojos y negó de inmediato—. Pero ambos sabemos que no puedes salir de aquí. Necesito que le sigas la corriente. He contestado algunos de sus mensajes y, como sabes, parece que tenéis historia y yo no puedo mentir si no quiero que descubra dónde y cómo estás. Lo mejor, por ahora, es que crea que estás con tu familia. No queremos que empiecen a buscarte, ¿verdad? 

Asentí, aunque no pensaba lo mismo. 

Se levantó y se acercó hasta mí sin vacilar. Su rostro me intimidaba. En la mano llevaba mi TalkBack, un aparato para enviar mensajes y que contenía todos los que me había intercambiado con Matthew desde que había iniciado el curso escolar. La sangre me hervía fruto de la rabia y quise darle un puñetazo, pero no tenía las de ganar, por lo que me contuve y rechiné los dientes para no decir algo de lo que no me arrepentiría, pero por lo que terminaría pagando.

—Ya sabes cómo va esto. Te lo daré, leerás la conversación desde la última vez que lo hiciste y me dirás quién es Lauren Hunter. 

Volví a asentir. Agarré el aparato con dedos temblorosos y leí. No sabía quién demonios era Lauren Hunter, no la recordaba en absoluto, así que no entendía a qué se refería Matthew. Lo último que había hablado con él fue lo sucedido en el restaurante de langostas, cuando Diana me invitó a comer con ellos. Para entonces, yo tenía doce años. Fue una cena divertida y un tanto incómoda, pues nunca había comido langosta hasta aquel día. 

Matthew 23 de diciembre, 20:47 

Claire, ¿podrías venir a casa para Nochebuena? Quiero contarles a todos que somos pareja. 

Por supuesto, iría a por ti o, si lo prefieres, le pediré permiso a tu padre. 

Matthew 23 de diciembre, 20:52

Sé que es precipitado, pero me gustaría mucho que estuvieras aquí. 

¿Qué te parece?

Matthew 23 de diciembre, 22:34

¿Eso es un no? ¿O lo estás pensando?

Matthew 24 de diciembre, 00:46 

¿Claire? ¿Estás ahí?

Claire 24 de diciembre, 07:15 

Hola, Matt. Lo siento, creo que no será posible. Mi padre está enfermo.

Gracias por la invitación. 

Matthew 24 de diciembre, 07:18

C., ¿necesitas ayuda?

¿Cómo está tu padre?

No te preocupes por Nochebuena, ya se lo he dicho a mi familia. 

Matthew 24 de diciembre, 07:19 

Ahora solo importa la salud de tu padre y que tú estés bien. 

Si necesitas algo, házmelo saber. 

Por favor, Claire. Dime algo. 

Contéstame, por favor, o conduciré durante horas para asegurarme de que estás bien. 

¿De acuerdo? 

Sabes que puedo ayudarte en lo que necesites, ¿verdad?

Matthew 24 de diciembre, 14:23

Te echo de menos. ¿Estás bien? 

Matthew 24 de diciembre, 19:40

¿Hola? ¿Claire? No respondes desde esta mañana.

Espero que tu padre esté bien. 

Claire 24 de diciembre, 19:43

Lo siento. Me encargo de darle las medicinas y he perdido la noción del tiempo. 

También te echo de menos. 

Feliz Nochebuena. 

Matthew 24 de diciembre, 19:48 

Feliz Nochebuena, Claire.

Matthew 26 de diciembre, 12:14 

¡Hey! Estoy preocupado.

Sigo sin tener noticias tuyas. Escribe cuando puedas. 

Claire 26 de diciembre, 12:15

¡Hey! No deberías estarlo. 

Mi padre está mucho mejor. 

Matthew 26 de diciembre, 12:15

¿Y tú? ¿Cómo estás?

Claire 26 de diciembre, 12:17 

Estoy más tranquila al saber que ya está mejor. 

¿Cómo estás tú? ¿Qué tal las vacaciones?

Matthew 26 de diciembre, 12:19 

Muy bien. En casa estamos un poco tensos por lo de Diana. 

Todavía no sabemos nada de ella. Mi padre ha venido hoy. Quiere contratar a alguien. 

Parece bastante decidido.

Matthew 26 diciembre, 12:22 

¿Qué opinas de Lauren Hunter? 

Aparté la mirada del aparato y se me formó un nudo en el estómago. No había escrito ninguno de los mensajes que acababa de leer. Lo miré con el rostro inexpresivo y hablé con la boca seca. 

—Lauren Hunter es una amiga de la familia Van der Welle —expliqué sin soltar el aparato. 

Me tranquilizaba saber que Matthew estaba bien. Al menos, algo iba bien entre tanto dolor.

—La conocí en una de las fiestas del padre de Diana; de Thomas Van der Welle. Es una agente, una especie de investigadora privada. No la recuerdo mucho, pero supongo que Matthew quiere asegurarse de que estoy bien y de que soy yo quien está detrás del TalkBack. Está claro que es una pista que debo responder correctamente.

—Así que ¿van a contratar a una investigadora? —Frunció el ceño y se le arrugó la frente. 

—Eso parece. 

Resopló.

—¿Crees que Matthew sospecha que algo no va bien?

Dejé pasar unos segundos y relajé los hombros. 

—No es tonto —respondí con sinceridad. 

—No, no lo es, pero tampoco es tan inteligente —dijo con arrogancia—. Si lo fuera, no estarías aquí. 

Apreté la mandíbula, molesta. Dos números me vinieron a la mente: 16 y 19. 

Tenía que hallar la manera de hacerlo posible. 

—¿Qué le respondo? —pregunté, mientras señalaba el aparato que seguía en mis manos.

—¿No es obvio? —respondió con una ceja arqueada—. He venido para que le respondas la verdad. Y no quiero trucos, Claire. Vigilo a tu familia y la única persona que decidirá si vives o mueres soy yo. Creo que ha quedado claro. Así que haz lo correcto. 

Asentí. Esperaba que Matthew estuviera cerca del TalkBack para que viera los mensajes y respondiera pronto. Necesitaba leerlo. Hablar con él, aunque fuera a través del maldito aparato. 

—Está claro. 

Se sentó junto a mí al pronunciar esas palabras. Sabía que poner en peligro a mi familia me provocaría pesadillas, así que debía acceder y portarme bien mientras durara su juego. Se dejó caer sobre el colchón con movimientos calculados y me estremecí cuando sus hombros rozaron los míos. 

Inspiré hondo y traté de tranquilizarme. 

—Voy a ver todo lo que escribas —me amenazó. 

Volví a asentir. Poco a poco, recorrí la pantalla táctil con los dedos. Él supervisaría cada palabra antes de que enviara el mensaje. 

Claire 27 de diciembre, 15:04 

¿Lauren Hunter? ¿La mujer de pelo rizado y largo? Creo que la conocí en una de las fiestas de tu padre. 

Bueno, supongo que habrá cambiado. Ha pasado mucho tiempo. 

No lo sé, Matthew.

Creo que contratar a un investigador solo traerá más problemas. 

Claire 27 de diciembre, 15:05 

Elena Pritzker es una mujer muy influyente. No le gustará la idea de que la reputación del instituto se vea amenazada. Mucho menos, que los alumnos sean víctimas de las preguntas de la prensa y la policía. 

Claire 27 de diciembre, 15:08

Sé que es importante para ti. 

También lo es para mí. 

Te ayudaré en lo que necesites o, al menos, en lo que pueda desde aquí. 

Matthew 27 de diciembre, 15:08 

¡Hola! ¡Estás ahí! Creía que te había perdido. 

¿Cómo va lo de tu padre? ¿Mejora?

Da señales de vida más a menudo, me preocupas. Y sí, hablo de la misma Lauren. 

Claire 27 de diciembre, 15:09

Lo siento. Estoy algo ocupada en casa. 

Mi padre está mejor. Mis abuelos nos ayudan mucho, ya sabes cómo son. 

Y sobre Lauren, creo que es buena en lo que hace, pero tened cuidado. 

Matthew 27 de diciembre, 15:09 

Lo tendremos en cuenta. Entonces ¿te parece bien? 

Claire 27 de diciembre, 15:09

Sí, creo que os ayudará mucho. 

Matthew 27 de diciembre, 15:09 

Gracias, Claire. Por ayudarme. En realidad, por todo. 

Me alegra saber que tu padre está mejor. Quisiera verte, ¿sería posible? 

Necesito contarte muchas cosas. 

Claire 27 de diciembre, 15:12

Tal vez. Te diré cuándo. También necesito despejarme un poco… 

Salir de casa y respirar aire puro. 

Matthew 27 de diciembre, 15:12 

¿Sabes? Es algo bueno entre tanta mala noticia. 

Claire 27 de diciembre, 15:13 

Te prometo que nos veremos pronto. 

Haré todo lo posible.

Matthew 27 de diciembre, 15:14 

Tengo muchas ganas de verte durante las vacaciones. 

Espero que no sea una de tus bromas y nos veamos antes de volver al barco. 

Si volvemos. He oído rumores. 

Claire 27 de diciembre, 15:15

Yo también espero verte, Matthew. 

Y volveremos, recuerda la frase de Elena: «La mitad del barco es importante, y esa mitad sois vosotros». 

—Muy bien, eso es todo. Seguiré yo. 

Sentí un tirón en la mano y el TalkBack desapareció de entre mis dedos sudorosos. Había cumplido mi objetivo. Ahora, solo debía esperar lo suficiente para que Matthew resolviera este maldito rompecabezas. 

—Te he traído la comida. —Señaló la mesa y me dio la espalda—. Vendré a recogerlo todo en una hora. Gracias por tu cooperación, Claire. 

Me rugieron las tripas. Se me humedeció la boca, la puerta se volvió a cerrar y me quedé sola de nuevo. A duras penas pude levantarme del suelo. Me crujieron las rodillas y tuve la impresión de que la herida amarillenta se abrió. 

Me acerqué a la mesa y tomé la bandeja. Tenía las manos y las uñas sucias. No sabía si me preocupaba más no alimentarme o provocarme una infección al tocar la comida. Se me volvió a formar un nudo en el estómago y decidí que era peor no comer. 

Al acercarme, vi que en el plato del postre había una cereza. De inmediato, el sonriente rostro de Diana apareció en mi mente. Le encantaban las cerezas. 

Me mordí el labio y suspiré a la vez que miraba el techo para retener las lágrimas. 

Podría empezar la historia desde cualquier punto. Los estudiantes dirían que todo empezó en la fiesta de bienvenida. Si Diana viviera, contaría que, para ella, todo inició en el momento en que descubrió que sucedía algo extraño en el barco, secreto que solo compartiría con una persona. Para algunos, ese hecho nunca sucedió, pero yo lo sabía absolutamente todo. 

Mi opinión del Instituto Westminster de Altamar se hizo añicos en cuanto comprendí lo que realmente sucedía allí.

Para mí, la historia empezó durante un enero frío y aburrido, cuando, refugiada en casa de los copos de nieve que caían con insistencia, leí la invitación a mi nuevo destino: el Instituto Westminster de Altamar. Un barco repleto de estudiantes millonarios con secretos misteriosos y, al igual que las aguas del océano, turbulentos y oscuros. 

Capítulo 2

Un año antes

Mi vida era un completo desastre maquillado de buenas notas y reconocimientos que colgaban de cada centímetro de la pared de mi habitación. Cientos de premios que reflejaban una vida perfecta ante ojos ajenos. Tenía dieciséis años y parecía estar atrapada en la mente de una mujer de cincuenta. A mis amigos les gustaba bromear sobre ello. En especial, a Diana. Estaba encerrada entre cuatro paredes grisáceas cual princesa de cuento, pero, en lugar de cadenas y un gran muro por el que escapar, había puertas y ventanas, por las que se filtraban los rayos de sol, que parecían selladas con candados invisibles que no me permitían tener una vida normal. Tenía demasiadas obligaciones y responsabilidades para alguien de mi edad, pero no dejaba de ser una joven inexperta, por lo que la mejor solución había sido mantenerme alejada de la mayoría de la gente. Mi mejor arma para ello era estar a salvo en mi pequeño núcleo familiar, con mis dos mejores amigos, y el deseo de ocupar mi tiempo libre con distintos cursos y actividades. Tampoco era desdichada o introvertida. Mi desastre se debía a la insatisfacción que me provocaban mis propias responsabilidades, que me impedían sacar a la luz a mi verdadero yo.

—Jaque —dijo mi abuelo con cierto gozo mientras derribaba uno de mis caballos. Yo negué y moví mi reina para matar a su alfil en un instante glorioso que había visto venir hacía dos movimientos. El ajedrez se había convertido en uno de nuestros juegos favoritos.

—Ha sido una jugada peligrosa, pero todavía no hemos llegado al final —respondí a la vez que me guardaba la pieza que acababa de robarle con un sentimiento de victoria. Él se limitó a asentir, como buen perdedor, y volvió a analizar el tablero. Yo, por contra, esperé. Decidir su próximo movimiento le llevaría unos minutos. Cruzó las manos sobre el pecho y buscó una forma de atacarme.

El mes de diciembre había llegado a su fin y no sabía cómo sentirme. Las fiestas navideñas se acababan y el ritmo de la ciudad, poco a poco, volvía a la rutina en el nuevo y primer mes del año. Mis amigos regresaban de sus increíbles vacaciones o de las reuniones con sus familias para adaptarse al nuevo año que nos daba la bienvenida con una gran nevada. Frente a mí, estaba mi abuelo paterno, un hombre que me había cuidado desde que era pequeña. Me miraba con sus ojos claros como la miel. Estaba orgulloso de mí y le gustaba demostrarlo. Era delgado y, cuando alzaba algo, le temblaban las manos. Sentía un poco de pena por él, pero, con el tiempo, comprendí que mi abuelo no le daba importancia, pues sabía que desgastarse formaba parte de la vida. La piel arrugada de su rostro, de sus brazos y manos le colgaba por la disminución de peso. Lo único que intentaba ocultar era la pérdida de visión. La abuela y yo lo habíamos notado antes de que él se hubiera percatado de los cambios, pero no quería que nadie lo viera débil o inútil para ayudar en casa o en el trabajo. Sin embargo, para nosotras, el abuelo no había dejado de ser útil, pues todavía tenía las piernas fuertes y caminaba sin apoyo. Era una bendición para nosotras. Tenía el pelo blanco como la nieve, utilizaba, a regañadientes, unas gafas de vista redondas de color dorado y siempre vestía suéteres de algodón con camisas a cuadros que le hacía mi abuela. Me quería y yo a él.

El señor James Campbell era un forastero que se había trasladado a la ciudad con mi abuela para ayudar con el nuevo y pequeño miembro de la familia, mi padre. Él era mi segunda figura paterna y, tanto a mi abuela como a él les tenía un gran respeto y amor.

Cuando me veía pensativa, se acercaba, me ponía una mano sobre el hombro y me decía las palabras que quería escuchar, casi como si me leyera la mente. No le importaba repetirme cientos de veces lo inteligente que era, lo capaz que había demostrado ser y lo responsable y comprometida que era todos los día.

El abuelo también me decía que mi madre me quería, pero parecía un cuento con final feliz que no me convencía del todo. Tras la conversación, que, de cierta manera, me tranquilizaba y aliviaba, mi abuela llegaba con una taza de té para que me relajara y no pensara en ello, sobre todo en mi madre, pues nos abandonó tras mi nacimiento. La abuela decía que se marchó semanas después de mi llegada, pero yo creía que lo había hecho en cuanto salió del hospital.

Tras este incidente, mi padre y yo nos quedamos solos.

Papá era joven cuando llegué al mundo, tenía veintidós años y no sabía mucho sobre la vida; era ingenuo y un tanto crédulo. Diría que demasiado. Lo habían engañado muchas veces y, aun así, todavía creía en las personas. Creció en el pueblo con mis abuelos y su peor error fue enamorarse de una chica de ciudad: una mujer misteriosa e inteligente que sabía jugar con las personas. Conocía la historia de memoria y cada vez que él me la contaba, empleaba las mismas palabras, el mismo tono de voz y siempre la defendía: «Tu madre era una mujer impresionante, en todo el sentido de la palabra. Desde el primer momento en que la vi, supe que algo hermoso nacería entre nosotros. Me enamoré de ella y salimos juntos durante varios meses. Yo era un granjero y ella quería comerse al mundo. La típica historia de amor que no acabó como las demás. Meses después, comprendí que tenía razón: algo precioso nació de nosotros. Estaba embarazada de ti, mi pequeña Claire. No te miento, me asusté un poco porque íbamos a tener a un bebé, pero la noticia me hizo muy feliz».

En ese punto, la historia se volvía trágica. De cinco personajes, uno había desaparecido sin ninguna razón aparente y había dejado a mi padre solo, con mis abuelos y conmigo. Lo único que conservaba de mi madre era una historia de un párrafo, nada más. Ni siquiera una foto.

A pesar de ello, sentía un extraño ardor en el estómago y en la garganta cada vez que reproducía la historia en mi cabeza. No sabía si la odiaba por abandonarnos o si la quería por haberse marchado cuanto antes, pues sabía que tarde o temprano lo habría hecho.

Me tensé y tomé aire. Sentada en la mesa, con los codos apoyados en el tablero y mi abuelo frente a mí mientras trataba de mover una pieza del ajedrez, observé la habitación con detalle. La puerta estaba delante de mí, a la derecha había un gran ventanal cubierto por unas cortinas gruesas de color marrón. En la pared entre estas dos había un llavero con la figura de un león donde siempre dejábamos las llaves. Al otro lado de la puerta, en la parte izquierda, había un sofá con unos cojines muy cómodos. El centro de la habitación lo ocupaba una mesa con libros y una vela que olía a jazmín. La mayoría de los muebles de la casa eran coloniales, bastante viejos y casi siempre estaban repletos de polvo. Detrás de mi abuelo, se encontraba el sofá más grande, de cara al ventanal que daba al jardín. Lo que más me gustaba de la casa era aquella gran ventana que, cuando se descorrían las cortinas, llevaba al jardín, ahora cubierto de nieve. Frente a la puerta estaban las escaleras que conducían al segundo piso, donde más títulos y diplomas colgaban de las paredes tapizadas.

Durante los últimos días de las vacaciones, había estado más pensativa de lo habitual, incluso más de lo que habría deseado. Terminaba agotada y sufría fuertes dolores de cabeza. Echaba de menos el instituto. Los deberes y los exámenes me mantenían ocupada, pero ahora no tenía nada que hacer y me sentía encerrada.

—¿Estás seguro de que quieres mover esa pieza? —pregunté a mi abuelo cuando noté que su jugada lo llevaría directo al jaque. Él me observó y sonrió, complacido de que le hubiera dado una oportunidad. Luego, bajó la mirada y pensó. Esperé. Cuando llegábamos al final del juego, tardaba tres veces más en mover una pieza. Resoplé e intenté reírme. No había forma de que me ganara, solo una manera: que yo perdiera a propósito. Hacía dos años que había ganado el campeonato nacional de ajedrez y practicaba unas cuatro veces a la semana.

Me vibró el móvil en el pantalón y lo saqué de inmediato. Era un mensaje de Diana, mi mejor amiga. Era princesa y vivía en un maravilloso palacio con grandes murallas.

Aproveché que mi abuelo pensaba para responderle. Tenía muchas ganas de saber de ella. Era el tercer mensaje que me enviaba durante las vacaciones.

Diana 05 de enero, 19:45

¡Mira lo que me ha llegado!

Abrí los ojos como platos, sorprendida, y por el reflejo de la pantalla vi a mi abuela, que se acercaba para asegurarse de que no ocurriera nada extraño. En los últimos días, se había preocupado por si hablaba con un desconocido, pues hacía un tiempo que le había enseñado a buscar noticias en internet y, muchas veces, leía reportajes sobre personas desaparecidas después de haber quedado con algún desconocido través de las redes sociales.

Escribí a mi amiga casi al instante. Imaginaba lo que tendría entre las manos, pues Diana ya había asistido al Westminster el año anterior, pero había regresado antes de tiempo. Si a ella le había llegado la carta, era probable que hubieran rechazado mi solicitud. Me alegré por ella y traté de no parecer triste o decepcionada. Llevaba meses preparada para recibir la negativa.

Claire 05 de enero, 19:45

¡No me lo puedo creer! Déjame verla. Me muero de ganas. Creo que la mía no ha llegado. He revisado el buzón casi cada hora y nada. Aunque me alegro mucho por ti, de verdad.

Diana 05 de enero, 19:47

¿Qué? ¿Por qué?

Tendría que haberte llegado ya. Estaba segurísima de que entrarías. Tal vez el correo se ha retrasado. No te preocupes.

Sabes que no dejarían ir a alguien como tú, Albert Einstein.

Diana 05 de enero, 19:48

Voy a hacerle una foto, espera.

Te vas a morir.

Claire 05 de enero, 19:48

Ay, dios… ¡hazlo ya!

Mi abuelo carraspeó para que le prestara atención; por fin había movido una pieza. Me disculpé con una sonrisa y bloqueé el teléfono, pero no me lo guardé en el bolsillo. Enseguida, visualicé la jugada y moví la torre para matar a su caballo.

—¡Joder, Claire! —gritó mi abuelo, y yo sonreí a la vez que tomaba una pieza de color negro que le pertenecía.

—¡James! ¡Ese vocabulario! No estamos en un bar donde puedas decir esas groserías —le reprimió mi abuela desde la cocina—, estamos en casa.

—Lo siento, lo siento. Esta jovencita me va a ganar otra vez y no puedo permitirlo, Helen. —Me miró con cierta frustración, pero, a la vez, divertido. La tenue luz amarilla de la lámpara le resaltaba las arrugas de la frente, los pómulos y la barbilla.

—Abuelo, ya lo hemos hablado. Te puedo enseñar técnicas…

—Nada de eso. —Su voz, ronca y lenta, resonó por todo el comedor—. Ganaré por mis conocimientos y mis propios méritos. Cuando era joven, era el rey del ajedrez, ¿lo sabías?

—Por supuesto que sí, abuelo. ¿Quién podría olvidarlo?

Traté de no burlarme. El abuelo, por el contrario, levantó las manos y las sacudió en el aire antes de seguir con el juego. Me apoyé de nuevo en la mesa y vi la jugada perfecta. Si él seguía jugando así, mataría a su rey con un peón. Me llevé las manos a la barbilla y suspiré.

Fuera, la nieve caía con insistencia y se habían cerrado las calles principales, aunque solo usaríamos el coche en caso de emergencia. Había oído que la nieve había alcanzado los setenta y cinco centímetros de grosor y, si seguía así, pronto nos quedaríamos aislados en nuestras casas.

Miré de nuevo el móvil y vi que Diana todavía no me había respondido. Seguro que estaba dando la buena nueva a todas sus amigas, en especial a las que embarcarían junto a ella. Me sentí algo celosa, pero no le di especial importancia; me había preparado mentalmente para la negativa y, ahora, debía centrarme en mi plan B.

Escuché un resoplido.

—Claire, dime qué debo hacer —me pidió mi abuelo, frustrado—. Creo que cada día me cuesta más trabajo jugar contra ti.

—Siempre es bueno aceptar ayuda, abuelo. No importa la edad que se tenga.

—¿Podéis limpiar la mesa? Ya es la hora de cenar. Daos prisa —dijo mi abuela detrás de mí.

La había escuchado tomar unas latas de comida y picar unos cuantos tomates, pero, esa noche, me había prohibido ayudarla, pues quería que estuviera con el abuelo para distraernos un rato de nuestras obligaciones.

Alcé la vista cuando escuché a alguien bajar las escaleras con pasos pronunciados. Mi padre iba abrigado, la barba le había crecido y estaba seriamente preocupado. Cuando llegó a la habitación, lo observé con la misma expresión.

—¿Ocurre algo, papá? —pregunté.

Caminó hasta la cocina y se detuvo. Me miró y luego a mi abuela, que estaba detrás de nosotros. El instinto me hizo pensar que ellos ya lo sabían, incluso cuando observé a mi abuelo, supe que él también estaba implicado en el asunto. Ante mi pregunta, bajaron la mirada y siguieron con lo que estaban haciendo. Mi abuelo guardó las piezas de ajedrez y se levantó de la mesa.

—No, todo en orden. ¿Tú estás bien? —preguntó más animado. Bebió un poco de agua y noté el tic de su ojo izquierdo: mentía.

—Perfectamente —respondí.

Despejamos la mesa y mi abuela me pidió ayuda con los platos y los cubiertos. Fui al armario y saqué cuatro platos hondos, cuatro cucharas y cuatro cuchillos. Era algo habitual: yo ayudaba a mi abuela en la cocina y preparaba la mesa, y mi padre y mi abuelo la limpiaban tras la cena y fregaban los platos sucios.

Coloqué las servilletas en su lugar y, después, los cubiertos. Cada vez que terminaba de poner la mesa, mi abuela me seguía para llenar los platos de comida. Al terminar, fui directa al congelador y saqué una jarra de zumo de naranja, la puse en el centro y llevé cuatro vasos entre los brazos mientras intentaba que no se me cayeran al suelo.

Nos sentamos a cenar.

—¿Qué haremos mañana? —formulé una de mis preguntas habituales para romper el silencio. Al tener familiares mucho mayores que yo, me había acostumbrado a ser la que más hablaba en la mesa, aunque eso me llevara alguna reprimenda de mi abuela en alguna que otra ocasión.

—No lo sé, con este tiempo no creo que podamos salir —comentó mi padre, que tomó un trozo de pan de la cesta. Repetí el gesto y me manché los dedos de harina—. ¿Tenías planes, Claire?

Negué y le di un bocado rápido al pan. Diana no me había respondido todavía. No quise decir que tenía planes, en realidad. Quería ir a casa de mi amiga para que me enseñara la maravillosa carta que le había llegado. Estaba nerviosa porque ya se estaban enviando las respuestas a las solicitudes. Soñaba con estudiar en aquel barco desde que era niña. Lo había visto en revistas y en las noticias. Y sabía que solo existían dos formas de entrar: o pertenecías a la clase alta y podías permitirte pagar la matrícula, o eras uno de los cinco afortunados a los que otorgaban una beca. En el momento en que descubrí esta segunda opción, me centré en convertirme en la mejor de la clase y aumentar la puntuación con actividades extracurriculares. Hasta el día de hoy, sentía que lo había logrado. Tenía medallas, trofeos y diplomas con mi nombre de cada curso escolar o de cada concurso regional, estatal o nacional en los que había participado.

—No tengo planes como tal —respondí—. Me preguntaba si haríamos algo, tenía pensado dar una vuelta.

—¿Dar una vuelta? ¿Por dónde? —inquirió mi padre con el ceño fruncido—. Con este tiempo es imposible caminar. No creo que sea una buena idea.

Estaba de mal humor.

—Puede que el tiempo mejore mañana. —Lo miré con cierto optimismo, pues convencerlo para que me dejara salir, me obligaría a implicar a alguien más—. Elliot podría acompañarme.

Cuando el nombre sonó en el comedor, la tensión desapareció. Mi padre moderó el tono y relajó los hombros. Lo pensó durante unos momentos. Mi abuela me miró, pues sabía que mi plan funcionaría. A veces, era una buena cómplice. Elliot era un respetuoso chico de cabellos castaños, de piel morena y un poco más alto que yo. Era delgado y con facciones finas. Haberle dicho que daría una vuelta con él me había salvado de un encierro. Era como una luz en una habitación oscura. Mi padre confiaba en él porque era el hijo de un amigo suyo con el que trabajaba.

No insistí demasiado, ya que me quitaría ventaja. Después de todo, yo tenía algo de razón: el tiempo podría cambiar al día siguiente y estaba de vacaciones, no tenía extraescolares y los exámenes habían terminado. Solo quería ver a Diana y recompensar a Elliot con un chocolate caliente por ser mi cómplice. A veces, no comprendía por qué mi padre era tan sobreprotector. Me molestaba que controlara a dónde iba y lo que hacía.

—He visto que trabaja en la tienda de discos del centro comercial. No sé si acaba de empezar, pero no me gustaría que lo interrumpieras, Claire.

Asentí, ya que conocía a la perfección sus horarios. Antes de empezar las vacaciones, me contó que había conseguido un trabajo para ahorrar dinero, colaborar un poco en casa y comprar una enciclopedia que le había llamado la atención. Me fascinó que trabajara a media jornada, pues, así, se distraería en la tienda. Aunque me planteé hacer lo mismo, ni siquiera lo intenté, pues sabía que mi padre se opondría.

—Sí, lo sé. Pero está todo controlado. Mañana es su día libre. Seguro que no habrá problema —agregué sin decir nada más.

—Me parece muy bien que veas a Elliot mañana —comentó la abuela mientras picaba la comida. Aunque me hablaba a mí, tenía la mirada fija en los cubiertos—. Creo que tendrás muchas cosas que contarle.

Mi padre carraspeó y casi se atragantó. Fruncí el ceño y, enseguida, bajé los cubiertos y apoyé los codos en la mesa.

—¿Qué me he perdido? ¿Hay algo que deba saber? —pregunté al ver que todos se habían quedado en silencio.

Mi abuela intentó levantarse de la silla de manera inesperada, pero mi padre fue más rápido y le sostuvo la mano con la intención de retenerla. Aprecié un gesto de enfado en su rostro. Era ella quien tenía la autoridad en la casa, excepto cuando mi padre tuviera algo importante que decir, lo cual significaba que sucedía algo grave.

—No es nada, Claire —contestó él.

Se quitó la servilleta de las piernas con la mano libre y el pedazo de tela cayó cerca de los cubiertos. Le brillaban los pómulos bajo la luz de la lámpara, los pelos de la barba parecían cuchillas listas para herir a alguien. Tenía los labios húmedos por el zumo de naranja y, de nuevo, el tic del ojo izquierdo me indicaba que mentía.

—Por favor, Marcus, no hagas esto —intervino mi abuela, que se liberó de su agarre, enfadada—. Claire tiene derecho a saberlo.

Me quedé helada. Deseé que la televisión estuviera en la planta baja para tener algo de ruido de fondo. Se oían los coches que pasaban y cómo el hielo crujía bajo los neumáticos.

—¿Saber qué? —pregunté de nuevo sin moverme del asiento.

Alterné la mirada entre mi abuela y mi padre. Estaban molestos el uno con el otro. A mi derecha se encontraba mi abuelo, que había decidido no intervenir en la conversación.

Yo tenía el ceño fruncido y sentí cómo se me aceleraba el corazón.

—Tu abuela está precipitándose, Claire. No es nada.

—¡Por favor, Marcus! ¡No seas egoísta! —gritó ella con un tono de voz que nos sobresaltó. De pronto, se le enrojecieron las mejillas.

—Mamá —habló con la misma calma que lo caracterizaba y suspiró—, lo hablaré con Claire cuando sea el momento. Hoy no es un buen día. Necesitamos pensarlo y no dejar nada al azar ni crearle falsas ilusiones. Sé que es importante y que deseas lo mejor para ella, todos lo deseamos, pero, por favor, déjamelo a mí. Soy su padre.

—¿Qué es tan importante, papá? —pregunté—. Creo que es irrelevante que me lo digas ahora o la semana que viene. Si es la misma noticia, es muy probable que mi reacción sea la misma.

—Claire… —dudó y negó—, no creo que sea conveniente.

Agarró los cubiertos con fuerza y bajó la mirada al plato. Observé a mi abuela.

—¿Helen? —Levanté una ceja y esperé a que ella me contara lo que mi padre me ocultaba.

—Lo siento, Marcus.

La abuela se dio la vuelta y caminó hacia el armario donde guardaba la correspondencia y los recibos. La observé y me fijé en mi padre, que estaba exasperado. Había tensado la mandíbula para tratar de disimular el enfado y tenía la barbilla apoyada en una mano. Estaba en silencio y quería dar la impresión de que la situación no lo sacaba de sus casillas. Papá era bueno controlando las emociones, pero esta vez me preocupaba.

La abuela regresó con un fino sobre amarillo en perfecto estado. Se quedó detrás de la silla y me lo extendió con una ligera sonrisa de satisfacción. En la parte delantera, estaba mi nombre escrito a mano y reconocí la caligrafía de inmediato.

—Esto ha llegado hoy. —Se me aceleró el corazón al pensar que podría ser una carta de mi madre—. Creo que esto te pertenece.

Tomé el sobre sin vacilar y aparté los cubiertos y el plato. La abuela se acomodó y esperó a que lo abriera. Todos me observaban, incluso mi padre, a quien parecía resultarle gratificante que la abuela hubiera tomado la iniciativa de contármelo, a pesar de no estar del todo de acuerdo. ¿Tan grave era?

Abrí el sobre nerviosa e inspiré hondo. Levanté la solapa y extraje el papel, extrañada. Se me cristalizó la mirada.

—Te han aceptado, Claire.

—¿Qué es esto? —musité en voz baja.

—Tu ingreso en el Instituto Westminster de Altamar. ¡Enhorabuena!

Quería gritar, pero no me salieron las palabras. Estaba en shock. No podía creer lo que sucedía. ¿Era un sueño? No. No podía serlo. La carta tembló entre mis dedos y asentí, emocionada. El mundo se detuvo y, de pronto, mi casa, mis abuelos, la mirada inquisitiva de mi padre y todo lo que nos rodeaba desapareció. Ahora, caminaba por los pasillos del Westminster de Altamar. Sentía el aire puro y fresco del mar y escuchaba las olas, que rompían contra los costados del barco, mientras nos abríamos paso hacia un paisaje infinito de tonos azules, rojos y naranjas. Deseaba tener un lugar para mí en el que estar sola y donde la naturaleza me escuchara. Sabía que allí tendría un futuro mucho más prometedor. Era una privilegiada escuela privada que, en un año, me concedería las herramientas suficientes para demostrar y mejorar mis conocimientos, así como encontrar un buen empleo. La puntuación que había obtenido en el examen para acceder a la beca y los extraescolares me habían permitido entrar en el colegio más codiciado del mundo. Su sistema educativo y la metodología de aprendizaje que empleaba estaban mucho más avanzados que en el resto de las instituciones privadas. El problema residía en que la mayoría de los alumnos eran millonarios que no debían preocuparse por su futuro y las cuentas bancarias, por lo que no destacaban por sus conocimientos, sino por el patrimonio.

Quise contárselo a Diana, pero, debido a la emoción, solo fui capaz de leer la carta en voz alta.

—Estimada Claire —dije con voz formal, pero, a la vez, entusiasta—, nuestra escuela ha recibido las notas de los exámenes de los candidatos a recibir una beca y me complace comunicarle que la suya fue una de las más altas, por lo que le extiendo mis más sinceras felicitaciones, ya que ha sido aceptada para navegar y aprender en el Instituto Westminster de Altamar. El centro se creó para que los alumnos obtengan amplios conocimientos y generen no solo nuevas habilidades, sino estrategias vanguardistas que aplicar tanto en su vida personal como en la profesional. Esperamos que su incorporación la ayude a mejorar su formación académica. Reitero mis felicitaciones y le damos la más cordial bienvenida al barco académico más grande del mundo. Atentamente, Elena Pritzker.

Mi sueño se desvaneció cuando escuché un gruñido. Volví a la realidad, donde los platos se enfriaban. El barco y el agua desaparecieron en un chasquido.

—¿Qué sucede? No te veo muy contento, papá.

—No podemos pagarlo, Claire.

Puse los ojos como platos.

—La beca cubre todos los gastos —declaré, eufórica.

—Incluso con la beca —agregó mi padre, que sacó un folleto del bolsillo del pantalón en que se veía el inmenso y precioso buque y a dos estudiantes sonrientes con libros entre las manos—. He investigado y la beca no cubre el material escolar. Hay que comprar libros, uniformes, ordenadores, pagar los alimentos y los servicios y el alojamiento de cada mes, entre miles de cosas de las que no podrás disfrutar porque la beca es un chiste en comparación con el esfuerzo que has hecho, Claire. No te merecen. Buscaremos un lugar mejor.

Me negué y pensé en algo en lo que pudiera apoyarme.

—Trabajaré a media jornada —contesté a toda prisa—. Ya me han aceptado. No necesito actividades extraescolares, puedo cancelarlas y centrarme en el trabajo para aportar dinero. Puedo hacerlo, papá. Confía en mí.

—He ahorrado algo de dinero. Te ayudaré —se ofreció la abuela.

Él movió la cabeza.

—No usaremos tus ahorros, mamá —anunció—. Lo siento, Claire. No lo discutiré más. Es un no rotundo.

—Marcus, no seas injusto.

—No —repitió, firme—. Claire no entra en razón, mamá. Solo es un capricho, ella es mejor que esto. —Bajó la mirada hacia mí y agregó—: Eres mejor que esto, hija.

Señaló el folleto y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Las palabras me atravesaron como si de dagas se trataran; me temblaron las piernas y me hirvió la sangre al pensar que todo el esfuerzo de los últimos años no había servido para nada. Debía hacer algo para entrar en ese barco. Me habían reservado una plaza y no iba a dejarla escapar. Era la oportunidad de mi vida.

Me levanté de repente y golpeé la mesa con las manos.

—¡Perfecto! Como veo que no tengo tu apoyo…

El teléfono fijo me interrumpió y el abuelo, que estaba más cerca, se levantó con la intención de escapar de la discusión. Los ojos de mi padre lanzaban chispas, y yo me senté, más furiosa de lo que ya estaba. Quería llorar, pero, tal vez, mi padre tenía razón. El coste era elevado y no lo cubriríamos ni con un préstamo bancario.

—Claire…

Negué, no quería escucharlo. La hoja temblaba entre mis manos.

—¿Hola? Ah, sí, esta es la casa de los Campbell… —dijo mi abuelo detrás de mí. Me dejé caer en la mesa y oculté el rostro entre las manos—. ¿Desea hablar con Claire? Oh, sí, por supuesto, está aquí mismo. ¿De parte de quién?

Al escuchar mi nombre, levanté la vista. Saqué el móvil con el ceño fruncido y vi que no tenía ninguna llamada perdida de mis amigos, pues eran los únicos que me escribían o llamaban, y solían hacerlo a través del móvil.

—Oh, es usted. Un gusto saludarla —murmuró el abuelo. Su tono de voz cambió; de pronto, se volvió frío, apagado—. Un momento, por favor.

Mi abuela se retorció los dedos, nerviosa.

—¿Quién es? —preguntó mi padre.

El abuelo tapó el micrófono.

—Es Elena Pritzker, quiere hablar con Claire.

Los ojos de mi padre se oscurecieron y se puso pálido. Fui hacia el teléfono. Cada paso que daba parecía eterno. Casi se me salió el corazón del pecho cuando alcé el auricular. Mi padre me observaba, molesto. Sabía que cualquier cosa que Elena Pritzker tuviera que decir no le gustaría.

Capítulo 3

La decisión estaba casi tomada. Solo faltaba la confirmación por mi parte para aventurarme en el Instituto Westminster de Altamar.