Muerte en el meridiano - Carlota Suárez - E-Book

Muerte en el meridiano E-Book

Carlota Suárez

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Beschreibung

EN EL COMPETITIVO MUNDO DE LAS LETRAS, CADA PALABRA PUEDE SER UN ARMA LETAL Y CADA PÁGINA EL ESCENARIO DE UN CRIMEN PERFECTO. Con Muerte en el meridiano, Carlota Suárez hace un ácido tributo a Agatha Christie, desviándose del estilo clásico de la famosa autora, pero conservando elementos esenciales, como un misterioso asesinato en un festival literario: el Festival Meridiano Cero, evento que reúne a escritores, editores, traductores y blogueros que se celebra en la encantadora isla de Santa Lucía, una pedanía ficticia de la isla de El Hierro. Andrea Sabugo, una escritora cínica y descreída, adicta al kétchup y las pipas Churruca, guiará al lector por un mundo literario crítico y competitivo. Con Minerva Novoa, exitosa novelista conocida como la Reina del Crimen, intentará descubrir al asesino de uno de los asistentes al festival. A medida que Andrea y Minerva avanzan en la investigación, se desvelan secretos oscuros y rivalidades intensas entre los participantes. Cada personaje tiene su propio motivo para querer silenciar a la víctima. Muerte en el meridiano es mucho más que una novela de misterio. Es una reflexión satírica sobre el mundo literario y sus mecanismos internos, explorando temas como el éxito, la envidia y la obsesión por el reconocimiento. «Una visión irónica sobre el mundo literario con una antiheroína desinhibida y original». MARÍA ORUÑA «Una novela negra mordaz, divertida y certera con una resonancia magnética de la trastienda del mundillo literario». PERE CERVANTES «Un crimen extraño. Dos peculiares investigadoras. Una crítica mordaz y descarada al negocio literario. Con una prosa directa y ágil, Carlota Suárez consigue descolocar al lector con Muerte en el meridiano». LETICIA SIERRA «Carlota Suárez ha llegado para subir el volumen del panorama literario. También para descorcharlo. Su honestidad y deliciosa pluma nos vacían de las mentiras que nos hemos contado sobre quiénes somos verdaderamente los escritores». MEN MARÍAS «Con pulso firme y oficio, Carlota Suárez plantea una historia en la que la intriga y el misterio compiten en interés con la reflexión acerca de la literatura y la sociedad literaria y todo ello con unos personajes sólidos e inolvidables». LAURA CASTAÑÓN

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Muerte en el meridiano

© 2024, Carlota Suárez

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia.com

 

ISBN: 9788410021334

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Embustera

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo 1

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo 2

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo 3

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo 4

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo 5

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo 6

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo 7

Capítulo XXII

Capítulo 8

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo 9

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo 10

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo 11

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo 12

Catalina

Nota sobre la Isla del Meridiano

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para el bizarro, capaz de crear verdades, hacerlas suyas y morir por ellas

 

 

 

 

 

 

El mal nunca queda sin castigo,

pero a veces el castigo es secreto.

AGATHACHRISTIE

 

 

 

 

 

Respiras. Sientes dolor. Será por poco tiempo. La muerte se presenta de súbito, tras la séptima ola.

Olas. Rompen con fuerza. Cerca, muy cerca. Puedes oírlas. Pronto dejarás de hacerlo. Aún estás viva cuando el hombre de las gafas se aproxima. Ha estado allí todo el tiempo. Sigue buscando al escultor.

Lo ves, a través de la sangre que corre sobre tu cara. Se agacha a tu lado. Por un momento, tienes la esperanza de que te socorra. Pecas de ingenua. Como tantas otras veces, en el pasado. Tantas tantas veces…

Él toma la piedra del suelo. Está teñida de rojo. Es tu sangre. No entiendes para qué la quiere. No entiendes por qué la mete en la bolsa. Cuando la oscuridad te engulle para siempre, sigues sin entender.

Embustera

 

 

 

 

 

Todo empezó con un adjetivo. El principio es siempre una palabra. Lo que no se dice no es, lo que no se escribe no está. Embustera.

Embustera, porque ya no queda kétchup en la nevera y el bote se compró esta mañana y el kétchup no desaparece solo y los seres mitológicos no existen. Echar la culpa a los trasgos es de niñas embusteras. Embustera.

Embustera, porque no has hecho los deberes de matemáticas y en lugar de confesar que has preferido terminar Agnes Cecilia a pelearte con los catetos, porque es mucho más divertida Maria Gripe que Pitágoras, te inventas una historia sobre ladrones que se llevan el televisor y los gemelos de oro de tu padre y tus deberes de mates. La profe no te cree y te acusa de embustera. Embustera.

Embustera, porque la culebra que nadaba entre tus compañeros de campamento era solo una culebra y no un bebé dragón y los dragones vuelan, pero no existen y las culebras existen, pero no vuelan. Embustera, porque fuiste tú quien sacó la culebra del río y la metió en la piscina. Y la niña de las trenzas casi se ahoga del susto. Embustera.

Me enviaron al despacho del director en más ocasiones de las que puedo recordar. Entonces, yo ya jugaba con el niño muerto, pero su boca solo estaba llena de dientes de leche, muy blancos y separados. También de los otros, que eran grandes y amarillos y estaban demasiado juntos. No había una sola mosca. Ni moscas, ni gusanos ni cuencas vacías, solo dientes. Dientes blancos y amarillos.

Hace tres o cuatro años, el exdirector de mi antigua escuela acudió a la presentación de uno de mis libros. No dejé pasar la oportunidad de corregirle. No él a mí, como entonces, sino yo a él. Maticé: la alumna a la que en tantas ocasiones sentaron frente a su mesa no era una embustera. La niña era —es— escritora. Don Pedro sonrió y asintió con la cabeza.

Envejecer me dio credibilidad. Cre-di-bi-li-dad. Doce letras, cinco sílabas. Tan absurdas, que dan risa. Concejales, ministros y políticos de toda índole y condición, sin ir más lejos, envejecen dando la mano a la mentira. Consumen vidas enteras, propias y ajenas, instalados en el embuste y dudo que sepan qué supone estar al otro lado de la mesa del director. No es su lado de la mesa.

Ahora, que vivo en la ficción y mi trabajo consiste en escribir mentiras y comerciar con ellas, soy más creíble que cuando solo describía el mundo tal y como lo veía. A pies juntillas, ni una mentira, ni un embuste. Y me acusaban de embustera.

I

 

 

 

 

 

Me despierta Bob Marley:

 

Get up, stand up (Stand up for your life),

stand up for your rights (Stand up for your life).

Get up, stand up (Stand up for your life),

don’t give up the fight!

 

proponiendo que me levante «por mis derechos». Lo increpo por despertarme para perseguir una quimera. Elevo el tono. Casi grito. Le recuerdo que soy blanca, intelectual reconocida y europea.

No encuentro el teléfono. Cuando lo hago, ha dejado de sonar. La voz de Bob se apaga. No me molesto en mirar quién es.

Últimamente, he leído algunas biografías interesantes. Todas hablan de grandes mujeres, que canalizan sus emociones a través de la música. La mayoría son bailarinas. Algunas ya no están. Son, pero no están. Yo soy escritora y aún estoy. Estoy y escucho, pero no bailo. Pensándolo bien, tampoco escucho. Oigo. Asisto a interpretaciones ajenas. Nunca se me ha dado bien escuchar.

La sintonía de mi móvil cambia con frecuencia, casi al mismo tiempo que mi humor. Casi. La cronología exacta es: cambio de humor y cambio de sintonía, para compensar el desequilibrio anterior. Sencillo y práctico. Opté por el tema reggae tras un ataque de ira. Recurrí a Marley cuando llegó a mis oídos el nombre de la futura ganadora del Premio Solsticio de Novela. Entre bambalinas literarias, esas cosas se saben. La afortunada será Catalina Fanta, una bloguera-influencer con apellido de refresco de los noventa que se niega a asumir que se acerca a los cuarenta. No asumir la edad de una es un mal muy extendido. Creerse escritora, por haber aprobado primero de primaria, también. Si sabes escribir, eres escritora.

Para mi desgracia, la bloguera y yo compartimos agente, un sesentón con implantes capilares y bronceado de cabina que lleva años con la agenda blindada. Me corrijo: lle-va-ba. Hasta que llegó ella y se metió en su cama. Lástima que Fernando Carriles no blindara también su bragueta.

El aire es denso. Huele raro. Quizá deba de seguir el consejo de Bob y abandonar el sofá. Ventilar un poco esta pocilga. Quizá.

Es duro abandonar lo que yo entiendo como lectura de duelo.

Hago un triste amago de levantarme. Me dejo caer de nuevo. Mi cuerpo pesa. La novela no ha salido aún a la venta y ya estoy exhausta. No me cansa leer o escribir, sino todo lo demás. Lo que viene después del punto final me agota. Ferias, seminarios, presentaciones. Promoción. Ventas. Pesa.

Quien no acostumbre a navegar este mar de letras y artificio, no entenderá la importancia del halago de firma ilustre en la faja de un libro o de la presencia del autor en redes sociales, prensa, ferias y otros eventos literarios.

Aquellos que se conforman con disfrutar de la lectura y sienten por el libro adoración y respeto, estarían profundamente decepcionados si supieran que el reconocimiento de esas obras depende de lo premiadas que estén. Sin premios, muchos de los libros que han leído, releído y recomendado no habrían llegado a sus oídos. No habrían llegado a sus bibliotecas. No habrían llegado a reposar sobre sus mesitas. No.

Festivales, grupos editoriales, fundaciones, ayuntamientos…, cada uno se inventa unas bases, un jurado y, en ocasiones, una novela o ensayo digno de subirse al podio. Los premios son embustes. Premios inventados.

No es costumbre, digan lo que digan las bases mentirosas, elegir un libro ganador. Se elige un personaje, un autor. Un escritor que algunas veces, véase el ejemplo de Catafanta la bloguera, es también un ejemplo de ficción comercial.

Soy arte y parte de esta comedia.

Mi primer premio fue accidental. Llegó a mis manos porque las bases prohibían que se quedara desierto. Ciertas desavenencias entre los miembros del jurado, mientras discutían sobre la conveniencia de emitir o no el fallo que proponía la mayoría, fueron las responsables. En estos casos, a riesgo de que una decisión de esa índole pueda crear enemistades con editores o agentes de cierta relevancia, lo más oportuno es decantarse por un completo desconocido. Eligen no elegir. Yo, que entonces no era nadie, había enviado mi novela sin reflexión previa. Ignoraba los pasos básicos de aquella coreografía de escualos de la narrativa. En esa ocasión, una entre mil, mi ignorancia tuvo premio. Pre-mio. Dos sílabas. Seis letras.

Fernando Carriles, el agente que sembró la discordia en aquel jurado, decidió sacar partido a su fracaso. Actuó por despecho. Después de que a su representado se le negara la posibilidad de sumar una línea al apartado «premios» en su prolijo perfil de Wikipedia, optó por ofrecer sus servicios a Nadie. Fui Nadie durante tres semanas; luego, me convertí en superventas. Empecé a escribir a tiempo completo por accidente.

 

 

En los ocho años siguientes, publiqué cinco novelas. Obtuve dos premios internacionales, cinco nacionales y un buen puñado de reconocimientos menores.

El número de lectores o ediciones es directamente proporcional a esos premios inventados, así que es fácil imaginar la alegría de mi editora, el entusiasmo de mi agente o la gratitud de Gabi, traductor al alemán de mi obra y lo más parecido a un amigo que tengo. Hay quien piensa que es injusto. Cuando se habla de literatura, no tiene el menor sentido mencionar a la justicia. Reflexionar sobre ello es inútil, improductivo e insano. In-.

Se han vendido más de cien mil ejemplares de mi última novela publicada. Las opiniones de los lectores son halagadoras, pero lo que llevó Sótano de hielo a los escaparates, bibliotecas y librerías fue que dos autores reconocidos a nivel internacional firmaron una breve frase-peloteo en la portada. Ayudó que un quisquilloso crítico literario la ensalzase en los medios y en sus redes sociales la misma semana que se puso a la venta.

A los generosos colegas que rubricaron su reconocimiento en obra ajena, la mía, y que también eran de mi editorial, de un modo u otro, tendré que devolverles el favor. En lo que respecta al crítico con capacidad de encumbrar o hundir, huraño y con cara de pocos amigos, como manda la tradición, escribe para medios de mi grupo editorial. Todo queda en casa.

Decimos a los lectores qué deben leer. Los convencemos de que apuestan sobre seguro. Ahorran tiempo. Evitan desilusiones. No entres en la librería, no fisgonees entre las estanterías. Indagar es malo. Si solo está a la vista el lomo, esa novela no es para ti.

Dejo de analizar una realidad demasiado simple. Sin levantarme del sofá, donde llevo durmiendo unas tres o cuatro semanas, veo que el reloj del microondas marca las doce del mediodía.

Siento la espalda agarrotada. Tengo el cuello dolorido. Mi apartamento es un caos que huele como una guarida de mofetas. Debería buscar el teléfono. Debería comprobar las llamadas. Debería. Nunca he sido de cumplir con mis deberes. Encontrar el teléfono entre los restos de comida rápida, papeles arrugados, libros y trapos difíciles de clasificar se me antoja misión imposible. Imposible e inútil, por otra parte. In-.

II

 

 

 

 

 

Me desperezo. Lo que empieza como un bostezo termina en una arcada al inhalar el hedor procedente de mi sobaco. En un acto de masoquismo, ahueco la mano delante de la nariz. Constato que mi aliento es un efluvio de alcantarilla. No recuerdo la última vez que me cepillé los dientes.

Le echo arrestos y me levanto, con la rigidez propia de una cuarentona malnutrida e inactiva. Una, dos, dos y medio, ¡tres! Subo la persiana de golpe, como quien despega un esparadrapo o una tira de cera. «Depilarme el sobaco».

La luz del sol se apodera de la sala. Miles de alfileres se me clavan en las sienes. Al mismo tiempo, unos molestos destellos en forma de medialuna se alojan en el lateral derecho de mi campo visual. Me convenzo de que estoy sufriendo un desprendimiento de retina. Sí, es eso. Seguro. Viviré atada a un bastón. Tendré que adiestrar a un perro. No me gustan los perros. Los detesto casi tanto como a las personas. Casi.

Quedarse ciega es lo peor que le puede pasar a una escritora. Y a una lectora. Y a un relojero. Quedarse ciega es un círculo del Infierno. Por suerte, sé leer braille. Estudié el alfabeto para invidentes hace unos años, antes de firmar el consentimiento informado para operarme de miopía. No dejé que el láser se me acercara un milímetro hasta que no fui capaz de leer El Principito en braille. No me gusta El Principito. Como tantos otros libros, está sobrevalorado, pero fue el único libro con puntos braille que pude conseguir.

Parpadeo varias veces, cierro los ojos durante unos segundos e intento respirar. Me tranquilizo cuando consigo enfocar la mirada en el regalo de despedida de mi último ex. Leo: «El ser humano es un animal social. Recuerda que eres parte de la tribu». Germán, que hizo la maleta tras dos semanas y media de sufrir mi ostracismo más absoluto, me dejó esta tarjeta a modo de recordatorio.

No puedo quitarle la razón. La tiene. En términos generales, la gente me resulta molesta. Cubro mi cupo de socialización sin salir de casa. Más difícil todavía, sin levantarme del sofá.

Converso a diario con muertos de todas las nacionalidades y con extranjeros vivos. Hubo un tiempo en el que leía también a los vivos nacionales, pero ya no me interesan. En el mejor de los casos, escriben mejor que yo; en el peor, venden diez veces más sin alcanzar ni de lejos mi calidad narrativa. Y se llevan todos los premios. Premios.

Dialogo a través de los libros. Nunca tuve predisposición para sufrir ese otro tipo de conversaciones que obligan a discernir, desgranar e interpretar. Todo sería más fácil si se usara la palabra como quien usa un destornillador o un martillo. «Hola» para saludar, «estás guapa» para halagar; el destornillador para poner y quitar tornillos, el martillo para clavar. Pero no es solo la palabra. Es el tono, el contexto, los gestos. Se me da bien leer «a». La comunicación gestual no es un secreto para mí, pero sí una chorrada. Y no tengo tiempo para chorradas. O sí, pero paso.

A través del cristal, observo la calle. Es como cualquier otra. Carritos de la compra y mochilas escolares; bolsas de deporte y maletines de piel; cochecitos de bebé y correas de perro. En esta ciudad, hay demasiados perros. Y demasiada gente.

Desde la marquesina del autobús, el actor de moda mira de reojo a los viandantes. Es quince años más viejo que yo. Protagoniza la mayor parte de las series que se ruedan en este país. Ha engordado para interpretar al jefe de La organización. A su lado, una veinteañera. Pómulos marcados, labios operados… Lo de siempre. No sé qué papel puede tener Barbie Malibú en una serie basada en la novela de Julián Manzano. Y no pienso averiguarlo.

Manzano escribió La organización el año pasado. No la leí. No tengo previsto leerla. Sé que trata del cártel de los Saltacharcos porque Gabi me lo dijo, después lo vi en la prensa. Luego, oí hablar de ella en el quiosco del barrio.

El mes anterior a que se publicase la novela, detuvieron al jefe de la organización. Al real, al de verdad, al que inspiró al escritor. Manzano saltó a los titulares y a los platós. Netflix compró los derechos.

Se escribieron cientos de artículos sobre el tema. Dos importantes productoras dedicaron a los narcos sendos reportajes de investigación. Se vendieron más de cuarenta mil ejemplares de la novela en las cuatro primeras semanas. El caso sigue abierto y el mes que viene se estrena la serie. Julián Manzano es un escritor con suerte. Y un capullo. La mayoría de los escritores lo son.

 

Get up, stand up (Stand up for your life),

stand up for your rights (Stand up for your life).

Get up…

 

Bobby vuelve a llamar mi atención. Esta vez, puedo distinguir la pantalla iluminada del teléfono debajo de unos calcetines de color verde. Miro el rectángulo luminoso. Suspiro. Es Gabi.

Gabriel Alpide Lang. Español de nacimiento y corazón. Sobre todo, de corazón. Gabi es un blando. A los pocos días de cumplir los seis años, sus padres se separaron. Su madre, Casilda, se lo llevó con ella a Múnich. Casilda es alemana. Gabriel visitaba a su padre durante las vacaciones escolares y siempre tuvo predilección por España. Por ese motivo, tras licenciarse en Filología Alemana en la universidad de Múnich, se mudó definitivamente a su amado país natal.

No conforme con ser alemana y ejercer como tal, Casilda Lang también es editora. Es mi editora en Alemania. Y tuvo la mala idea de cargar a su hijo con la traducción de buena parte de mi obra. A la pesada mochila que supuso esa tarea, Gabi tuvo a bien sumar el peso del afecto. Fue un accidente. Aún no sé cómo pudo suceder algo así. Nunca me había pasado. No me ha vuelto a ocurrir. No acostumbro a buscar aprobación con mis acciones y mucho menos afecto. A-fec-to. Tres sílabas. Seis letras. Gabi es un poco masoquista. Y lo más parecido a un amigo que tengo. A veces, está más cerca de una madre que de un amigo. Eso me cabrea.

Cuando aparca sus manías germanas y su papel de gallina clueca, el traductor puede alcanzar un siete en mi escala de tolerancia social.

—Andrea, ¡llevo tres días intentando localizarte! —Hoy apenas roza el cinco—. Casi llamo a la policía.

—No seas dramático, estaba durmiendo.

—¿Durmiendo? Nuestro vuelo sale en cuatro horas.

—Vale.

—¿Y ayer? Estuve ahí, en tu portal, más de veinte minutos. Casi te quemo el timbre de tanto llamar.

—Lo sé. —Imagino que los vecinos también lo saben—. No quería hablar.

—Menuda novedad. Cada vez que terminas una novela, es lo mismo. Ich habe es satt!

—¿Qué?

—Nada, que estoy harto, ¿y qué me dices de anteayer y del lunes?

—Estaba leyendo, con Bolaño.

—A.

—¿Qué?

—Estaba leyendo «a» Bolaño.

—¿Tú también?

—No, yo te estaba llamando a ti, que no me contestaste porque…

—Ya te lo he dicho, porque estaba leyendo con Bolaño. Con.

—Déjalo. Salgo para el aeropuerto, ¿nos vemos allí?

—Sí.

—Date prisa.

Cuelgo. Me arrepiento de haber aceptado ir a ese dichoso festival. El Festival Meridiano Cero se celebra en la pequeñísima isla de Santa Lucía. No me convenció la campaña turística de las islas Canarias. No me convenció viajar al sur ni tomar el sol. Me convenció la idea del origen, del cero, del vacío, de la nada.

Santa Lucía es algo así como una isla-pedanía que depende de El Hierro. Me gusta pensar en El Hierro como la Isla del Meridiano. Aún se la conoce por un nombre que data de los tiempos en que se creía que la Tierra era plana. De ser así, el meridiano de Greenwich pasaría justo por uno de los cabos que dibujan su costa. Me pregunto si la organización del festival no correrá a cargo de un puñado de terraplanistas chiflados.

Dejo el teléfono al lado de unas bragas con la goma cedida y media chocolatina Twix pegada en el trasero. «Ordenar este caos». Las doblo, les doy un mordisquito y lo saboreo. Chocolate con tofe. Mis papilas gustativas envían a mi cerebro la imagen de un envoltorio dorado. Era la antigua presentación de la chocolatina que, cuando era niña, se llamaba Raider. Claro que entonces las cosas se llamaban por su nombre. Una chocolatina era una chocolatina, y un snack, un videojuego.

Hay sabores, olores y melodías que son portales. Hago una bola con mis bragas-portal e intento encestar en el revistero. Fallo. Nunca estuve muy dotada para los deportes con balón. Jamás practiqué ninguno. Quizá sea el motivo de que no sepa trabajar en equipo. Quizá por eso no me gusta la gente. Quizá.

Me pasé la niñez eligiendo equipo. E-qui-po. Tres sílabas. Seis letras. No estaban permitidas las medias tintas y había que tomar partido, color y bandera. Sigue ocurriendo lo mismo.

Hoy, me vuelven a pedir que elija. Entre defender el artículo neutro, algo muy poco sororo, o hablar como una tartaja políticamente correcta, lo que dada mi profesión y sexo resulta muy adecuado; adoptar un gato, como Borges o Cortázar, o un perro, que no es de intelectuales; comer carne, lo que me convertiría en poco menos que una caníbal, o tofu, que demostraría una conciencia medioambiental muy conveniente. «Elige, Andrea».

Las etiquetas de los ochenta y noventa eran otras, pero aquella sociedad también exigía saber quién eras. Entonces, como ahora, lo hacían en función de si ibas con los Tigres o con los Leones, si preferías a Charlie Brown o a Mafalda, Mars o Raider, Arias o Churruca, Cheiw o Boomer. Si quieres pertenecer a la tribu, como sugiere la tarjeta de mi ex, debes elegir; de lo contrario, estás fuera. Y pobre de ti como no te puedan etiquetar, clasificar y ordenar. Yo elijo no elegir, ¡a la mierda la tribu!

 

 

 

 

 

Hace días que no la ves. La observas siempre que puedes. Sabes que hoy debe tomar un vuelo. Estás vigilante.

Captas movimiento en una de las ventanas de su piso. Abre la persiana. Arruga la frente. Cierra los ojos. No te ve. Te has ocultado bien. Te dices que no es necesario; no repararía en ti aunque estuvieras a un palmo de sus narices. Tu conclusión duele. «Te» duele.

Durante tu guardia de ayer viste a Gabriel Alpide. Pobre Gabriel. Permaneció frente a su timbre más de quince minutos. Preocupado, indeciso, con el móvil en la mano y el corazón en un puño.

Andrea no merece la amistad del traductor. Lo usa, como usa a todo aquel que se cruza en su camino. Solo tiene que llamarlo y allí está él. Pero llegará el día en que no sea así. Llegará el día en que nadie correrá a ayudarla. Eres paciente. Puedes esperar a que llegue ese día.

Miras el reloj y te vas. Tú también tienes que emprender un viaje.

III

 

 

 

 

 

Abro el navegador. «Aún hay tiempo». Busco una canción de Torrebruno que se ha instalado en mi cabeza. Me ocurre a menudo. Lo tomo como una señal.

Cambio la sintonía del smartphone siguiendo las instrucciones que Gabi me anotó hace meses en un papel. «Tu premio y tú me importáis cero, Catafanta. Voy con los Leones. Prefiero Twix, Churruca y Cheiw. Y por supuesto, Mafalda, bloguera-impostora de pacotilla, ¡siempre Mafalda!». Esas son mis etiquetas del siglo pasado; este, me las arranqué de cuajo.

Salí de la tribu el día que dejé el instituto. Ya no elijo cuando me lo piden. Ahora, elijo cuándo elegir.

Volviendo a los premios: como le ocurría a Mafalda y a las pipas Churruca, en literatura, si no te eligen no vales nada. Sin premios, no eres nadie.

Hace un mes que entregué el manuscrito de mi última novela. Lo escribí a medida. Se gestó para llevarse el Solsticio. Ahora, sé que no ganará.

Para un escritor, desprenderse de una novela es un salto al vacío. Puede derivar en depresión, enajenación o suicidio. El concepto romántico-cutre de «escritor maldito» está pasado de moda. Las modas me importan cero. Y sigue sin gustarme el cliché de escritor deprimido, amargado y adicto. Para evitar caer en el pozo, recurro a la medicina más eficaz que conozco: leo. Elijo leer. A este proceso lo llamo lectura de duelo. Es un método preventivo e infalible.

La receta para afrontar la pérdida de cada una de mis criaturas son los libros. La pauta, entregar la novela a mi agente, que se la hará llegar a mi editora; dedicar entre tres y cinco reuniones presenciales —nada de teléfonos— al corrector y sumergirme en la lectura durante días, semanas o meses.

Leo. Siempre. Esté trabajando en un proyecto o no, leo. Pero la lectura de duelo es otro concepto, otro verbo, otra palabra. La lectura de duelo requiere dedicación exclusiva. Algunas veces me olvido de comer; otras, como compulsivamente y acabo con la cabeza metida en el váter. El proceso toca a su fin cuando soy consciente de que las páginas de las que emerjo me han inoculado una idea. Sé que es buena porque me hace olvidar la pérdida y me empuja a la superficie. Esa idea germina, se convierte en una nueva historia y el ciclo se repite. Es el mismo mecanismo que el de una ruptura sentimental. Un clavo saca otro clavo.

 

Tigres (tigres), leones (leones).

Todos quieren ser los campeones.

Tigres (tigres), leones (leones).

Todos quieren ser los campeones.

Son los tigres los más fuertes, los más duros de pelar…

 

Al parecer, toda la tribu se ha puesto de acuerdo para tocarme los ovarios hoy. «Comprar tampones».

En esta ocasión, el teléfono está a plena vista. Sin dar a Torrebruno la oportunidad de defender a los leones, respondo. Es Fernando.

—Buenas tardes, Andrea, ¿cómo va todo? —Detesto a las personas que no van al grano. Me corrijo: detesto a las personas en todas las circunstancias. Más aún, cuando no van al grano.

—Bien, ¿qué quieres? —Sé lo que quiere. Me lo ha dicho cientos de veces. Quiere que me implique en la promoción de mi obra, contraviniendo la norma de que solo escribo. Quiere que sea amable con los lectores, con los libreros, con los organizadores de un festival al que ya no deseo ir. Quiere im-pli-ca-ción. Quiere. Puedo fingir que escucho su manido sermón. Puedo hacerlo. Pero no sé si quie-ro.

—A veces olvido lo borde que eres.

—No te preocupes, Fernando, yo te lo recuerdo.

—¿Ya estás en el aeropuerto?

—No.

—¿Vas de camino?

—No.

—Pero vas a ir, ¿no?

—Sí.

—Vale. Esto…, no te he dado las gracias, por lo de Catalina.

—Ya. —La bloguera no estaba invitada. Yo, sí. Soy una rara avis que siempre dice que no. Los organizadores se tomaron mi aceptación como una victoria. Además, les conseguí a Minerva Novoa. Me habrían concedido cualquier favor. Elegí boicotearme pidiendo que admitieran a Catafanta.

—Agradezco mucho que hayas intercedido por ella ante la organización…

—Lo hice para que dejaras de acosarme.

—¿Cómo que acosart…?

Cuelgo.

Abro la ventana, con intención de ventilar, y me arrastro hasta la cocina. Rasco con ahínco el fondo del tarro de café y consigo llenar una cuchara sopera, que me permite preparar un aguachirri medio bebible. «Comprar café».

Completo el festín matutino con tres magdalenas, de las que vienen empaquetadas y rellenas de una crema que el fabricante pretende hacerme creer que es cacao. Engullo una detrás de otra, sin saborear. Entre mordisco y mordisco, siento reducirse el diámetro de mis arterias. Disfruto de un desayuno suicida antes de volar a la Isla del Meridiano.

1

 

 

 

 

 

Carlos empezó primero de EGB dos meses más tarde que el resto de sus compañeros. Era una escuela de barrio. Dos meses suponían ser «el nuevo» hasta que llegase otro al que colgar el sambenito. En colegios como el nuestro, los cambios no eran frecuentes, así que aquello no ocurrió hasta octavo curso, pero Carlos ya no estaba entonces. Era, pero no estaba.

Carlos Sariego Pinzones dejó de ser el niño nuevo para convertirse en el niño muerto.

 

 

En 1990, el primer día lectivo tras las vacaciones estivales, nuestra tutora entró en clase con aire compungido. Nos pidió que guardáramos silencio. Si-len-cio. Tres sílabas, ocho letras. Su rostro transmitía gravedad. Obedecimos. Escuchamos la noticia. El silencio se prolongaría durante toda la semana. Se adueñaría del aula y se extendería por los pasillos, como las epidemias. Pensé en la varicela y la gripe y el sarampión y los piojos. Un, dos, tres, responda otra vez: varicela, gripe, sarampión, piojos, silencio. Cinco respuestas acertadas, a veinticinco pesetas cada una, ciento veinticinco pesetas.

El pupitre de Carlos estaba vacío. Se discutiría mucho sobre la conveniencia de ocuparlo ese curso. La palabra de los psicólogos empezó a pesar más que la de los maestros. Los alumnos no opinábamos. Y si lo hacíamos, nuestra opinión no contaba.

El pupitre vacío se grabaría para siempre en nuestra memoria, como símbolo de la fragilidad humana.

La hermana pequeña de Carlos, que empezaba ese año la escuela, vagaba por los pasillos sin apartar la mirada del suelo. Nunca supe su nombre, pero poco importaba ya. A partir de entonces, fue para todos la-her-ma-na-del-ni-ño-muer-to.

Aquello me hizo consciente del poder de la muerte. La parca tiene la mala costumbre de robar identidades a quienes se quedan y añadir relevancia a los que se van. Muchos «nadies» se convierten en alguien tras cruzar a la otra orilla y estoy convencida de que pagan al barquero con los nombres de los de esta.

Aquel primer día, antes de salir al recreo, la profesora se acercó a mí. Me pidió que le dedicara unos minutos. La petición de la maestra era una orden disfrazada. Interpreté mi papel. Obedecí, que no es lo mismo que aceptar, porque era lo que ella esperaba. Tomó mi mano y me condujo al pupitre vacío. Me preguntó cómo me sentía. Pensé en contarle lo de las moscas, los gusanos y lo mal que olía Carlos aquella tarde. No lo hice. Quise evitar que me acusara de embustera y me enviara, como de costumbre, al despacho del director. Ahora, años después, comprendo que ya lo sabía.

Por suerte, el silencio tras la pregunta no se alargó mucho, por lo que no me sentí obligada a llenarlo.

—Andrea, cariño —«Detesto que me llamen cariño»—, sé que es muy difícil entender que algo que debería sucederles solo a los viejecitos le pueda ocurrir a un niño.

—Sí, señorita. —A mí no me parecía tan difícil entender que Carlos se hubiera muerto. En el cuento de La cerillera, se moría su madre que era mayor y también la cerillera, que era una niña como yo. Como Carlos. Pensé en los libros antiguos, plagados de niños muertos. Los nuevos, no tanto. Me dije que los escritores modernos eran unos blandos. Y unos mentirosos.

Cuando una no entiende algo está confundida. Yo entendía. No estaba confundida, solo me pesaba la tripa. Me apretaba la garganta y la oscuridad se había vuelto roja, desde el episodio de las moscas, los gusanos y las cuencas vacías. Creo que estaba triste.

—Si necesitas hablar de esto conmigo o con la psicóloga, puedes hacerlo. De esto o de cualquier cosa que te preocupe. —Me sonrió de un modo extraño. Su boca reía y sus ojos lloraban. Yo ya estaba acostumbrada a las incoherencias de los adultos. Los mismos adultos que, entre mentira y mentira, me acusaban de embustera.

—Sí, señorita.

Me dirigí al patio de los manzanos. Me senté con la espalda apoyada en un tronco a leer Mujercitas. Mamá se había empeñado en que viéramos juntas la peli. Yo no quería verla, porque no me gustaba el título. A veces no me atraen los títulos de los libros o de las pelis y decido que no los voy a leer o ver nunca jamás. Disfruté viendo la peli de Mujercitas. Me gustó. Mamá me dejó el libro. Lo tenía en casa. Lo estaba leyendo en el recreo, porque me gustaba mucho, porque contaba cosas sobre las cuatro hermanas y ninguna era la protagonista. No como en la peli, que Jo es la más importante y la que más quiere todo el mundo. Pensé que a Enid Blyton también le debió de gustar mucho Jo, porque Jorgina era como ella. Me encantaban las historias de personajes valientes y que tuvieran muchas cosas que decir. Carlos prefería las aventuras. Sus favoritas eran las de Sandokán.

La tarde que averiguamos que Sandokán, bueno, el marino en el que Salgari se inspiró para crear su personaje, también se llamaba Carlos, su admirador y tocayo estuvo dando saltos y fingiendo que manejaba una cimitarra durante diez minutos seguidos. Una mañana, varios meses después, se enfadaría mucho con su madre porque insistía en llevarlo a la peluquería. Él no quería. Había decidido dejarse el pelo largo, como el personaje de Salgari. Por la tarde, se murió. Sandokán no, Carlos. Sandokán es un héroe y los héroes no se mueren nunca.

Como era habitual, la alarma que daba por finalizado el recreo sonó cuando aún no había terminado el capítulo que estaba leyendo. No me inmuté hasta pasados unos minutos. Para entonces, ya habían cerrado la puerta de acceso a las aulas.

Pulsé el timbre y traté de convencer al bedel para que me dejase pasar. Le expliqué que me había entretenido consolando a una amiga a la que su hermana le había quemado un manuscrito muy importante. No era exactamente una mentira, pero sí una verdad con matices. Mis excusas solían funcionar con el conserje; con la maestra, no tanto.

Para mi sorpresa, la profe me dejó entrar en clase. No sé si se creyó lo del manuscrito, pero en lugar de llamarme embustera o enviarme al despacho del director, me acarició el pelo y me acompañó al pupitre. Se me ocurrió que si la muerte de Carlos suponía no volver a escuchar la palabra em-bus-te-ra, quizá había sido una suerte para mí que se le llenara la boca de moscas.

Me maravilló el cambio de actitud que la lástima había obrado en mi maestra. Fantaseé con la idea de que mis padres sufrieran un accidente mortal antes de mi próximo examen de matemáticas. No se me dan bien los números. Si hubiera sabido lo que sé ahora, quizá no habría tenido ese pensamiento. Quizá.

Recuerdo aquel curso como el más importante en toda mi época de estudiante. Fue el año que terminé EGB. El que más aprendí, el que miré a la muerte a los ojos y el que dejé de leer literatura juvenil. Puede que las aventuras de los Cinco fueran los últimos libros clasificados como tal que pasaron por mis manos. Harry Potter no cuenta. Sus libros son el mejor tratado de filosofía que existe. Pero cuando yo tenía trece años, Rowling aún no había gestado a mi mago favorito.

Hogwarts aún no existía y, por lo tanto, no era una posibilidad académica, así que seguí el camino de baldosas amarillas. Me matriculé en el instituto del barrio.

Mis compañeros serían los mismos; salvo Carlos, claro, que estaba muerto. Muer-to. Dos sílabas. Seis letras. Tuve la esperanza de que me ocurriera lo mismo que a su hermana pequeña y que alumnos y profesores empezaran a verme como la-a-mi-ga-del-ni-ño-muer-to.

Habría sido fantástico, sustituir mi enquistada condición de mentirosa patológica por la de amiga en proceso de duelo. Pero nunca ocurrió. Me siguieron llamando embustera hasta que me fui. Em-bus-te-ra.

Soy una ávida lectora, desde que tengo uso de razón. Ya entonces leía los rostros de quienes me rodeaban con la misma facilidad que los libros de la biblioteca. Leía a mis padres. A mis compañeros. A mis profesores. A.

Dejé de mirar a mis compañeros a los ojos, porque no los quería leer. Respondía a mis profesores con la mirada pegada a las baldosas del suelo, por el mismo motivo. No quería. Si alguno de ellos me agarraba del mentón y fijaba sus ojos en mí —el idiota que nos daba Física lo hacía a menudo—, la lectura era siempre la misma: Em-bus-te-ra.

Uno de los motivos de que socializar me suponga un esfuerzo titánico es que no me gusta leer a. En cambio, disfruto leyendo con. Con.

Seguiría siendo una embustera hasta tercero de BUP. Luego me iría del barrio. Me examinaría de selectividad y me matricularía en la universidad. Me instalaría en la ciudad más grande y anónima que encontrara, donde nadie tuviera nombre y a nadie le importara el mío. Pero eso sería mucho después, cuando mamá ya no estuviera y la esperanza de mi padre se redujera a conseguir una pierna ortopédica que no le provocara laceraciones en la piel que le cubría el muñón.

IV

 

 

 

 

 

El espejo me devuelve la imagen de una rubia de bote, ojerosa, con raíces kilométricas atestadas de canas. «Comprar tinte». Me cepillo los dientes, sin piedad. Las encías me sangran tanto que el lavabo parece una vasija de sacrificio maya. Completo la ofrenda a los dioses con un corte de uñas rápido.

Me depilo a lo bestia, usando una cuchilla desechable, de color rosa chicle. «Azul para las barbas, rosa para las ingles». Me río. Solo lo hago en privado. Me refiero a lo de reírme, no a afeitarme las ingles. Bueno, eso también.

En la ducha, valoro la posibilidad de sustituir la esponja por un estropajo. Siento lástima de mí misma, así que me limito a combinar un guante exfoliante con el gel de avena de marca blanca del supermercado. Puedo permitirme cosmética de gama alta, con nombres en francés, pero elijo el envase de dos litros de Mercadona. Encuentro ridículo pagar más de dos euros por algo que voy a tirar por el desagüe. Levanto el michelín que me cae sobre el ombligo. «Este no estaba aquí antes del duelo». Y froto con ganas. «Comprar fruta».

No tengo por costumbre salir de casa con el móvil. Cuando el frío me entumece las orejas, uso gorros de lana; algunas veces me pongo bragas y otras no; el móvil, jamás. Por ese motivo, y para evitar perder el teléfono de nuevo, se me ocurre establecer un área de telecomunicaciones dentro de mi apartamento. Encuentro el lugar perfecto, en el cuarto estante de la biblioteca del recibidor.

Me puse hecha un basilisco con el carpintero cuando decidió hacer, en el panel del fondo de la librería y sin consultarme, un agujero para el enchufe. Ahora le daría un beso en los morros.

Mientras conecto el teléfono entre Ryle y Rowling, veo que tengo varias llamadas perdidas —recuerdo, vagamente, haber escuchado a Torrebruno destacar las lindezas de los tigres y halagar a los leones—. Ninguna parece importante. Gabi (9), Rubia-anoréxica-de-gafas (2), Tías (1), número oculto (36). Ninguna de mi padre. Pospongo el propósito de llamarlo. No lo olvido, solo retraso la llamada. Hasta que no se adapte a su nueva prótesis, no habrá quien lo aguante. No quiero escuchar lamentos y frases con doble sentido. Calculo que, cuando regrese del Festival Meridiano Cero, el viejo estará más receptivo. O más soportable. Más.

Me cuelgo la mochila de los hombros. Antes de salir, lleno dos bolsas de basura con los restos acumulados alrededor del sofá. Incluyo las bragas que, tras mi tiro fallido, han ido a parar a tres metros del revistero. Con un cálculo rápido, estimo que he batido mi propio récord en colección de mierda y consumo de comida procesada.

En el portal, dos vecinos conversan de forma amistosa. Uno de ellos sujeta la puerta con una mano y la correa de su perro con la otra. Tengo la esperanza de que se vayan antes de verme obligada a establecer cualquier tipo de contacto verbal. No quiero arriesgarme a que me recuerden la ordenanza municipal sobre el horario de recogida de residuos. No tengo suerte. Me saludan. No respondo. No quiero hablar. No.

Tiro la basura al contenedor amarillo. Toda. No siento la necesidad de reciclar, pero sí un poco de lástima al deshacerme de las bragas con sabor a chocolatina y adolescencia.

Paso frente a la marquesina del autobús, donde destaca el actor madurito de moda. Me obligo a no pensar en la novela de Manzano. Soy escritora, estoy programada para sentirme ofendida por los éxitos ajenos. La organización de Julián Manzano no es una excepción.

Hago una parada en el quiosco de Rodrigo. No hay nadie detrás del mostrador. Solo una televisión diminuta. Una mujer rubia, con exceso de maquillaje, habla de un tal Jacob Miller. Y de Armando Giraldo. Giraldo es el jefe del cártel que fue detenido. Miller, el contable. Los informativos han dado paso a un magazine. Disfrazan el contenido sensacionalista de trabajos de investigación. Es solo cotilleo. Suficiente para mantener el pico de audiencia.

Un presentador con gafas de pasta de color turquesa sustituye a la rubia. Gesticula en exceso. Lo acompañan tres colaboradores y un invitado especial. Siento acidez al ver la sonrisa artificial de Julián Manzano. «Capullo». Habla de los narcotraficantes colombianos como si fuera un experto. Suelta toda una retahíla de datos, que sin duda obtuvo a fin de documentar su novela.

Rodrigo sale de la trastienda. Pregunto por lo mío.

—Dos cajas de cincuenta, Andrea —me confirma—. Están en el almacén.

—Vale. Cóbrame.

—¿Te las llevas ahora?

—Todas, no. Dame diez y recojo el resto a la vuelta. —Abono las cien bolsas de pipas Churruca. En efectivo. Los vicios se pagan a tocateja, siempre. Es ley.

Meto las pipas en la mochila, detengo un taxi y salgo hacia el aeropuerto.

V

 

 

 

 

 

Llego al aeropuerto sin resuello. Miro el reloj. Decido que tengo tiempo suficiente. Me equivoco.

Respiración larga, a fin de tomar fuerzas, antes de unirme a la marabunta. De muy mala gana, me dejo arrastrar por ella.

Hubo un momento en que la perspectiva de viajar a la isla me pareció excitante. Pero las circunstancias cambian. Las perspectivas también. Cola para facturar —de esta me libro, porque viajo con equipaje de mano—, cola para pasar el control de seguridad, cola para esperar la lanzadera que me llevará a la terminal —no, señora («Señora, tu abuela»), no se puede acceder de otro modo; sí, señora, tiene usted que tomar ese tren lleno de gente—, cola para salir de la ratonera en la que se ha convertido el andén.

Una pareja y su prole me rodean. «Pónganles correa a sus cachorros, señores». Gritan, me empujan contra un panel de publicidad. Anuncia el próximo estreno de La organización. Califica la serie de éxito internacional. Es una paradoja, porque no se ha estrenado aún. O un mantra. La boca me sabe a bilis.

Julián Manzano («tengo a ese capullo hasta en la sopa») está invitado al Festival Meridiano Cero. Me lo dijo Gabi. También me dijo que no va, porque tiene muchos compromisos en televisión. Y está ejerciendo de perito para la Interpol. Gabi no se lo cree. Piensa que es un truco publicitario. Yo no me he formado una opinión. No tengo interés en hacerlo. Pensar en obras ajenas me produce acidez. «Comprar Almax».

Por fin llego a la puerta de embarque —cola para embarcar—. Gabi me espera, con las mejillas encendidas. Tiene cara de pocos amigos. Su tupé color zanahoria arde. Creo ver las llamas sobre su cabeza. Tiene aspecto de supervillano. De no ser por las pecas y su complexión de tirillas, me echaría a temblar con solo mirarle.

—¿Se puede saber dónde te habías metido? —No contesto—. Te he llamado unas veinte veces.

—¿En tres horas?

—¡Vale, quizá me haya puesto un poco nervioso, pero intenta responder al teléfono! —Pone los ojos en blanco, como si yo fuera una niña de parvulario—. Pensé que te habías rajado.

—Lamento decepcionarte. De todos modos, no sé qué hago aquí.

—Vale, perdona. —Hace amago de darme un beso, pero se detiene a tiempo. Detesto que me besen—. Borra las llamadas perdidas. Tienes unas cuantas.

—Cuando regrese.

—Andrea, ¿te has dejado el móvil en casa?

—Claro. —Gabi debería saber que mi teléfono móvil es solo un te-lé-fo-no. No hace justicia a su apellido.

Muestro la tarjeta de embarque a la azafata. Camino hacia la pasarelaque comunica con el avión. Por enésima vez, me pregunto qué hago aquí. Pienso en lo irracional que ha sido aceptar la invitación. Casi tan absurdo como haber instalado el área de telecomunicaciones en la sección de filosofía británica de mi biblioteca. «Cambiar la ubicación de los tratados de filosofía».

Gabi apura el paso, se pone a mi lado. Imagino que me dará la matraca por no haber traído el dichoso móvil.

—Klar! —No sé para qué me habla en alemán, si no entiendo nada—. Esto… Olga y Carmelo ya están en el avión.

—Muy bien. No sé quiénes son esos, ¿me lo vas a explicar en alemán?

—Carmelo es tu editor, Andrea.

—¿Mi editor? —Gabi está fatal—. Mi editora se llama Elena. Y si tiene testículos, disimula de miedo.

—Elena no te aguantaba más y salió por patas hace dos semanas. Como hicieron Ariadna y Nacho antes que ella.

—Ya, ese Nacho es el tío con el que te acostaste en la Feria de Frankfurt…

—Ya te vale, Andrea. —Abre mucho los ojos y sube las cejas. Intuyo que quiere llamar mi atención. No lo consigue—. Elena le ha pasado el marrón a Carmelo y el pobre no tiene más remedio que asumirlo. Quizá va siendo hora de que te preguntes por qué tus editores preferirían ocuparse de negociar derechos de traducción de manuales de jardinería antes que tratar contigo.

—Vale, ¿y la tal Olga?

—Olga es tu community manager.

—Vale, a esa la conozco. Es la anoréxica rubia con gafas, que me llama Andi y habla como si aún no hubiera cumplido los siete años.

—Carmelo y ella son pareja, no los incomodes, ¿quieres?

—No sé si quiero.

—De no ser por Olga, no te conocerían ni en la librería de la esquina, pero te quiero contar otra cosa…

—Pues suéltalo. —Ya estamos en el interior del avión. Quiero tomar asiento y sumergirme en la lectura de El sueño eterno.

—Es Catalina. También viene.

—Ya.

—¿Cómo que «ya»? —Me mira, levanta las cejas de nuevo. Recuerda a un Groucho pelirrojo, sin bigote y con el flequillo encendido. Leo a Gabi. A. No está contento. No va a disfrutar de la compañía de la bloguera. Yo tampoco y me aguanto.

Gabriel se queda en la fila ocho. A mí me han asignado el asiento 23-A. Ventanilla, no está mal. Salvo por el gordo del 23-B, que tarda más de dos minutos en levantarse. Se ve obligado a salir al pasillo para dejarme pasar.

Mi gestora de redes está sentada detrás de mí, al lado de un querubín rubio con cara de no haber roto un plato. Imagino que es mi nuevo editor.

—¡Andi! Holi, holiii. —Espero que no use ese lenguaje en las redes sociales. No con mis lectores, rubia. Mis. No pienso molestarme en comprobarlo—. Qué alegría que hayas decidido venir, ¡es suuuperfabuloso!

—Hola, Olga. —Intento ser amable. Miro al rubito soso.

—Ya conoces a Carmelín, ¿eh, Andi? Cuando me dijo que iba a ser tu editor no me lo podía creer. Es…

—¿Superfabuloso?

—Sííí.

—Ya, bueno. —«Sonríe, Andrea»—. Me alegro de veros.

—Lo dudo. —Carmelo habla en tono afable, con una sonrisa sincera, que lo sube un punto en mi escala de tolerancia social—. Llevo toda la semana intentando localizarte, pero ya veo que vas por libre.

—Sí, eso es.

—Cari, de verdad, qué cositas dices. Andi no es tan así.

—El rubito tiene razón, Olga. —Me sorprendo defendiéndolo—. Soy muy «así». Tenemos cuatro días de circo por delante, editor. Hablaré contigo.

—Pediré audiencia. —Este tío me gusta.

—Ay, Andi, qué bien que vayamos a estar tooodos juntos —canturrea Olga mientras saca el móvil de no sé dónde—. Vamos, ¡sonríe!

—¿Qué? —Clic. No me da tiempo a reaccionar y ya ha disparado.

—Fotito para tus redes, ¡hay que promocionar Puerta al infierno!

El gordo está esperando a que ocupe mi lugar para poder encajar su culazo en el asiento. Me acomodo como puedo.

Aún no he abierto el libro cuando oigo a varias personas discutiendo en la parte de atrás de la cabina. No entiendo lo que dicen. Las protestas de Olga, que llegan a mis oídos de forma accidental, me dan una pista. No escucho, pero la oigo. Susurra. Está enfadada. Mucho. Todo lo enfadada que se puede estar en diminutivo. En-fa-da-di-ta. La escasa distancia que separa una fila de otra me obliga a oír su conversación con Carmelo.

—Ya tardaba, la se-ño-ri-ta —protesta—. Si no se hace notar, no está conforme.

—Ya.

—¿No dices nada?

—¿Qué quieres que diga? —le responde Carmelo.

—Siempre defiendes a la putita esa, no importa lo que haga.

Lamento mi encierro. Esto es una lata de sardinas llena de personas molestas. No me concentro en la lectura. No me lo permiten. No.

Otro de los motivos por los que no me gusta la gente es el ruido. La gente es ruidosa por naturaleza. Y yo detesto el ruido.

—Ay, Andrea, ¡estás aquí! —Catafanta llega, acompañada de un auxiliar de vuelo. Se detiene a mi altura. Intento no perder el hilo de lo que estoy leyendo—. Quiero darte las gracias por conseguir que me inscribieran fuera de plazo, fue un detalle por tu parte.

—Ya.

—De verdad, Andrea, te estoy muy agradecida. —Levanto la vista del libro y hago todo lo posible por sonreír. No es mucho.