Muerte en la rectoría - Michael Innes - E-Book

Muerte en la rectoría E-Book

Michael Innes

0,0

Beschreibung

Desde el momento en que el rector del St. Anthony's College aparece muerto en su biblioteca, el escándalo está asegurado, pues las únicas personas con motivos para asesinarlo —una legión de excéntricos y grandilocuentes profesores— resultan ser aquellas que tuvieron la oportunidad de hacerlo. Los esfuerzos de sus colegas por ofrecer unas sólidas coartadas que sirvan a la vez para inculpar a sus enemigos académicos, así como sus particulares divagaciones intelectuales, harán que la tarea del inspector Appleby y el agente Dodd no resulte sencilla en absoluto, ya que nada en ese caso es lo que parece a simple vista, ni siquiera la muerte... Innes tomó como modelo el entorno docente de los antiguos colleges de Oxford que tan bien conocía para componer una esmerada trama detectivesca de corte clásico, a la par que una divertidísima burla de las costumbres de sus eruditos compañeros.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 431

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Edición en formato digital: abril de 2016

 

Título original: Death at the President’s Lodging

En cubierta: imagen de © NRM / Science & Society Picture Library Licensed by SCMG Enterprises Ltd. National Railway Museum Logo © SCMG

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Michael Innes Literary Management Ltd., 1936

© De la traducción, Susana de la Higuera Glynne-Jones

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16749-10-2

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Nota

Los miembros sénior de los colleges de Oxford y Cambridge figuran sin lugar a dudas entre los hombres más juiciosos y con los más altos valores morales que haya. Nunca hacen nada aberrante; nunca cometen una temeridad ni se dejan llevar por la precipitación. Conservadores por tradición, su mundo se asocia al conocimiento, la ausencia de mundanidad, una cierta tendencia a incurrir en algún que otro despiste y a protagonizar entrañables y siempre inocentes excentricidades. Como habría dicho Ben Jonson, son personajes perfectos para la comedia; es mucho más fácil darles un pequeño empujón hacia el humor que un giro hacia el melodrama; resultan especialmente inmunes a la psicología un tanto peculiar que requiere la mayoría de las novelas policiacas. Y es una lástima, aunque solo sea por su hábitat —esa estructura material donde hablan, comen y duermen—, que ofrece un marco magistral para los ardides y las apariencias engañosas, tan preciadas en el citado género literario.

Por fortuna, existe un lugar en tierras inglesas donde estos razonables y virtuosos hombres se desmoronan tristemente —exhibiendo todos esos síntomas de irritabilidad, impaciencia, pasión y falta de caridad que allanan el camino del novelista—. Es bien conocido que cuando uno de esos hombres de Oxford o Cambridge no «sube» ni «baja», sino que «cruza» —cuando, en realidad, se dirige de Oxford a Cambridge o de Cambridge a Oxford—, ha de atravesar una región extrañamente hostil para el auténtico sosiego académico. Por un misterioso designio, esta región se encuentra casi a mitad de camino entre las dos antiguas sedes de la sabiduría —próxima a los aledaños, por lo demás intachables, de Bletchley—. Las mentes científicas más simples, acostumbradas a someter a debate sin mayor dilación las circunstancias físicas evidentes, ya apuntaron otrora, a modo de explicación de este hecho, hacia ciertas deficiencias en la austeridad de la estación de tren de Bletchley Junction. Uno debía esperar allí durante tanto tiempo (un argumento indiscutible) y con tan exigua comodidad material que ¿quién no estaría un poco disgustado?

Pero todo ello forma parte del pasado; la última vez que atravesé la estación de tren a toda velocidad me pareció un pequeño paraíso; y, además, mi talante literario es proclive a explicaciones más metafísicas. Prefiero pensar que, a mitad de camino entre las dos fuertes polaridades de Atenas y Tebas, el éter se turba; para un erudito, el aire no resulta ni dulce ni ligero. Y he imaginado que si esos clérigos de Oxford, que siglos atrás emprendieron un intento de secesión, hubiesen ido a Bletchley, podrían haber levantado la universidad —o al menos el college— que yo deseaba para esta historia... Quienquiera que consulte un mapa cuando lea el capítulo X comprobará que he actuado siguiendo mi imaginación. St. Anthony es un colegio ficticio que forma parte también de una universidad ficticia. Y sus fellows1 son todos personajes de ficción, sin sustancia y (estimado e indulgente lector literario) sin el menor manto de ficticia verdad que pueda cubrir su desnudez. Son fantasmas; he aquí una escena de un mundo puramente imaginativo.

 

 

1

I

La vida universitaria, observó el doctor Johnson, raras veces nos sitúa ante un caso de muerte fuera de lo común. Esa no fue la experiencia que tuvieron los fellows ni los estudiantes del college St. Anthony cuando despertaron una gélida mañana de noviembre y descubrieron que Josiah Umpleby, su rector, había sido asesinado durante la noche. El crimen resultaba a la vez fascinante y extraño, eficaz y teatral. Era eficaz porque nadie sabía quién lo había cometido. Y era teatral por la macabra e innecesaria puesta en escena con la que el asesino, no tardó en rumorearse, había adornado su obra.

El college bullía. Si el doctor Umpleby se hubiese suicidado, el decoro habría exigido cierto recato y la represión de toda curiosidad pública y fuera de lugar. Pero un asesinato, y un asesinato misterioso además, fue percibido casi de inmediato como una aquiescencia para una abierta excitación y especulación. Para cuando dieron las diez de la mañana el día del suceso, habría resultado obvio hasta para el catedrático más abstraído, acostumbrado a caminar sin prisa por los patios con la mirada introspectiva puesta en el problema del histórico Sócrates, que la paz de St. Anthony se había visto bruscamente alterada. Las grandes verjas de la entrada principal permanecían cerradas; todo aquel que entrase o saliese era sometido al excepcional escrutinio por parte del conserje superior y de un sargento de policía con uniforme. En la ventana norte de la biblioteca podía divisarse otra silueta uniformada vigilando las ventanas, con las cortinas totalmente corridas, en el despacho del rector. Las numerosas escaleras, con las que la construcción de factura medieval había logrado dilatar la institución del interminable pasillo, bullían con el paso alerta de los estudiantes, que subían y bajaban para comentar la desgracia con sus amigos. Poco antes de las once, una hoja de papel —discreta, pero expuesta fuera del college en contra de lo habitual— informaba a los estudiantes externos de que no se celebraría ninguna clase ese día en St. Anthony. A las doce, los periódicos locales ya habían colgado sus carteles en las calles —y en ninguna otra ciudad habrían publicado algo tan contenido como hicieron: «Repentina muerte del rector de St. Anthony»—. Pues en los periódicos mismos se relataba el suceso: ¡El doctor Umpleby había recibido un disparo letal!, se sospechaba que de forma deliberada y por un autor desconocido. A lo largo de la tarde, un pequeño corrillo de ociosos vecinos fue agolpándose distraídamente en la acera de enfrente de St. Ernulphus Lane y satisficieron su curiosidad clavando la mirada en la larga hilera de adinteladas ventanas de estilo Tudor con parteluces grises, detrás de las que había ocurrido tan misteriosa tragedia. Mientras tanto, el suceso local se convertía en noticia de alcance nacional. A las cuatro y media de la tarde, cientos de miles de personas en Pimlico, Bow, Clerkwell, en las recientes afueras de Londres que habían crecido como hongos y en las recónditas callejuelas de Westminster, añadían un nuevo nombre a su conocimiento de una ciudad universitaria muy lejana. Las últimas ediciones igualaron a este público con los ociosos vecinos, puesto que la larga hilera de ventanas de estilo Tudor llenaba sus portadas en una fotografía en perspectiva. A las siete de la tarde, se descargaba una cuádruple entrega de estos diarios de la capital al alcance de la voz del mismo St. Anthony. El sosiego monacal del college había quedado definitivamente hecho añicos.

Pero la calma de la que disfruta gran parte de la universidad en el siglo XX es una calma engañosa. Día y noche la enorme aglomeración de Londres, a apenas cien kilómetros de distancia, reclama suministros; día y noche envían sus propios productos. Y día y noche, sus venerables calles, que han recorrido una y otra vez muchas generaciones de estudiantes y poetas con una calma meditativa, resuenan con el rugido de los medios de transporte modernos. De día, la ciudad ofende los sentidos; los autobuses locales y los innumerables coches de estudiantes atestan las estrechas calles como un torbellino. Pero al caer la noche, el lugar se vuelve únicamente una arteria de paso; a ritmo constante e implacable, con tan solo alguna pausa suficiente para permitir una inquieta expectación, enormes vehículos pesados que viajan de noche y camiones de transporte moderno atraviesan la ciudad con un sordo rugido. Y día y noche, conforme pasa el incesante flujo, la piedra gris y erosionada, que se extiende en un suave meandro de puente en puente, respira y se estremece, como ante el golpe de un enorme martillo sobre la tierra.

En medio de esta agitación general, St. Anthony no deja de ser afortunado. Solo entre los colleges que están en primera línea de semejante estrépito, goza en este aspecto de un amplio jardín, el famoso huerto de Orchard Ground. Al abrigo de cierta intimidad gracias a un muro de tres metros y medio, coronado con un elevado y decorativo enrejado, un gran césped adornado con una densa arboleda de manzanos que se extiende hasta toparse con el primero y más macizo conjunto de edificios del colegio: la capilla, la biblioteca y el refectorio. Más allá de esta gran barrera, en Bishop’s Court, apenas se percibe el zumbido del tráfico. Y todavía más allá se encuentra la parte más antigua del college, el patio medieval de Surrey Court con sus elevados arcos de estilo gótico inglés primitivo y la verja principal que se abre sobre St. Ernulphus Lane, que casi roza la inviolada paz de los prados de King Alfred’s Meadows. La antigua ciudad todavía conserva sus ámbitos predilectos para los soñadores.

Sin embargo, el enorme huerto de Orchard Ground había sido de cuando en cuando el lugar elegido para actividades muy poco tranquilas. Los estudiantes de primer ciclo de St. Anthony habían protagonizado en él revueltas, practicado la caza del zorro e incluso introducido de contrabando y con nocturnidad una cerda de considerable tamaño, a punto de parir. Por todo ello, hacía ya tiempo que Orchard Ground permanecía cerrado por la noche; los jóvenes estudiantes del college no podían acceder a él después de las diez y cuarto. Los mayores, los fellows, disponían de una llave: para cuatro de ellos que se hospedaban en Orchard Ground tener una llave resultaba esencial... Y sobre Orchard Ground, de ese modo absolutamente aislado de noche, se abría la puerta vidriera del despacho donde se había descubierto el cuerpo del doctor Umpleby.

 

 

II

Eran las dos y cuarto cuando el gran Bentley amarillo salió con toda celeridad de New Scotland Yard; se detuvo delante de St. Anthony en el mismo instante en que las campanas daban las cuatro en punto. Raras veces, reflexionó el inspector John Appleby, lo habían enviado con tanta premura a investigar un presunto caso de asesinato ocurrido más allá de los límites de la capital. Y, desde luego, su llegada a bordo del vehículo más lujoso de Scotland Yard suponía toda una señal y un símbolo de la actuación de augustas fuerzas: esa mañana, el decano de St. Anthony se había reunido de urgencia con el vicecanciller; el vicecanciller se había apresurado a su vez a llamar por teléfono al lord canciller de Inglaterra, alto administrador de la universidad; el lord canciller se puso en contacto sin perder un segundo con el ministro de Interior... No era improbable, pensó Appleby mientras bajaba del coche rápidamente, que las autoridades locales sintieran que el poder central se les había lanzado, un tanto bruscamente, a la cabeza. Por tanto, se sintió aliviado al descubrir, mientras una asustada camarera lo conducía hasta el comedor del finado rector, que la autoridad local no era otro sino un viejo conocido suyo, el inspector Dodd.

Estos dos hombres presentaban un contraste interesante: no tanto el contraste de dos generaciones (aunque Appleby era el más joven por una veintena de años) como de dos épocas de la vida inglesa. Dodd, un hombre tosco, lento, sin mucha educación y con una forma de hablar de tal pureza dialéctica que un filólogo habría podido nombrar la parroquia donde había nacido; sugería una Inglaterra todavía esencialmente rural —y una Inglaterra donde un asesinato, cuando se cometía, era claro y brutal y requería menos de la ciencia y de las habilidades de un detective y más de una vigorosa acción física—. Había adquirido el procedimiento habitual, pero era fundamentalmente una persona sin preparación ni cualificación, que confiaba en una agudeza innata y concisa aunque a veces imprecisa, al tiempo que conservaba un aspecto recio y propio, tanto en sus modismos mentales como lingüísticos. A su lado, la personalidad de Appleby parecía en un primer momento débil, eclipsada en parte por una larga disciplina de estudio, como un cirujano cuya maestría se hubiese especializado en los límites de una única técnica quirúrgica. Pues Appleby era el eficiente producto de una edad más «desarrollada» que la de Dodd; una edad en la que nuestra civilización, multiplicando sus elementos mediante división, había producido, entre innumerables productos altamente especializados, el altamente especializado asesino así como el altamente especializado cazador de asesinos. No obstante, había algo más en Appleby que el producto de una intensa formación de una academia de policía moderna. Una actitud contemplativa y una mente analítica, aplomo así como fuerza, reserva más que cautela —estas eran quizá las señales de una latente educación más liberal—. Lo que a la postre resultaba formidable en Appleby era su inteligencia, cultivada aunque todavía libre, del mismo modo que lo que resultaba formidable en Dodd era esa mezcla de tradición y sabiduría del terruño.

Era de esperar que ambos hombres chocaran: así como cabía esperar que con un poco de buena voluntad llegaran a entenderse. Y ahora Dodd, con sus casi cien kilos de peso y un cansancio poco habitual en él (llevaba trabajando en el caso desde primeras horas de la mañana), se levantó raudo para recibir a su colega en un arrebato de cordialidad.

—Ha llegado el detective —dijo con una risa ahogada tras intercambiar los saludos de rigor—, y el agente de policía del pueblo entrega el cuerpo con todos los malinterpretados indicios hasta el momento.

Mientras hablaba, Dodd se giró hacia la mesa, donde una pila de papeles evidenciaba sus diligencias del día. Estaba flanqueada a un lado por un plano del college, realizado con demasiada prisa pero lo suficientemente exacto, y por el otro, por los restos de pan y queso y una jarra de cerveza de estaño de la universidad —un tentempié que, según debieron de pensar los criados del doctor Umpleby cerca de las tres de la tarde, podría necesitar el inspector—.

—La cerveza de St. Anthony —explicó Dodd— es un perfecto resumen del caso. El agente de policía del pueblo está desconcertado, pero se toma su pinta.

Appleby sonrió.

—El agente de policía del pueblo se ha hecho cargo de la situación notablemente —respondió—, al menos si es el mismo policía que yo conocí hace un par de años. Scotland Yard todavía habla del control de identidad que realizó a esos ladrones de motocicletas... ¿Lo recuerda?

El agradecimiento de Dodd por semejante cumplido con aquella reminiscencia adoptó la forma de no perder más tiempo. Acercó una silla para Appleby y colocó la pila de papeles entre ambos.

—He ido un poco rápido esta mañana —advirtió con brusquedad—, y lo que tengo aquí está limitado por actuar con presteza. Es escueto en todos los aspectos, pero nos sirve de orientación. Había bastante terreno por cubrir y, convendrá conmigo, el primero en llegar debe abarcarlo todo lo antes posible. He tomado decenas de declaraciones algo apresuradas. Cualquiera de ellas podría haberme puesto sobre la pista de algún fugitivo. Pero ninguna lo ha hecho. Es ciertamente un misterio, Appleby. En otras palabras, parece un caso de los suyos, no de los míos.

El espléndido discurso sonaba sincero pero no del todo desinteresado. Envalentonado por la cerveza de St. Anthony, había dedicado la última hora a reflexionar, y cuanto más había reflexionado menos le habían gustado las conclusiones. De hecho, su mente se había distanciado de este caso, que no sabía cómo afrontar, y lo había estado rehuyendo para volverse hacia otro caso en el que esperaba llegar pronto a buen fin. Desde hacía algún tiempo, trabajaba en el caso de una larga serie de robos en las afueras y este desconcertante asunto del doctor Umpleby, por muy urgente que fuera, había llegado justo para apartarlo de una detención que pensaba supervisar personalmente y con la que confiaba obtener muchos réditos. Explicó su postura a Appleby y ambos acordaron que, por el momento, este último se hiciera cargo del misterio de St. Anthony en mayor medida. En cuanto llegaron a un entendimiento sobre esta cuestión, Dodd dispuso el plano del college delante de Appleby y procedió a exponer los hechos tal y como él los conocía.

—El doctor Umpleby recibió un disparo mortal a las veintitrés horas de la pasada noche. Este es el primero de varios aspectos que hace de su muerte algo eminentemente teatral. ¿Conoce usted la historia del caballero asesinado en su mansión, en medio de la tormenta de nieve? ¿Y todas las variaciones que puede haber: en un transatlántico en alta mar, un submarino, un globo aéreo, una habitación cerrada con llave y sin chimenea? Verá, el St. Anthony, o cualquier otro college, es algo parecido a eso cada noche a partir de las nueve y media. Aquí tiene a su submarino. —Mientras hablaba, Dodd cogió el plano y recorrió enérgicamente todo el perímetro de los edificios de St. Anthony con un grueso dedo—. Pero en este colegio —prosiguió— hay todavía más. —Esta vez su dedo dibujó un círculo más pequeño—. En este college hay un submarino dentro del submarino. A las nueve y media de la noche cierran y aíslan por completo el lugar del resto del mundo. Y después, más tarde, a las diez y cuarto, cierran una parte del college del resto. Esta sí que casi es una pura situación de novela, ¿no es cierto? Nadie entra ni sale del college después de las nueve y media sin que lo sepa el conserje (salvo ciertas excepciones). Nadie entró ni salió desde las veintiuna treinta de la pasada noche hasta el momento presente del que no tengamos conocimiento, salvo las mismas posibles excepciones. Y después de las veintidós quince, nadie puede ir ni venir entre el edificio principal del college (submarino) y Orchard Ground, la contigua zona que se corta (submarino dentro de submarino) salvo, de nuevo, las mismas posibles excepciones. Solo que... —y aquí el inspector Dodd habló de pronto con vigorosa irritación—, ¡ninguna de las excepciones parece ser un lunático homicida! Y, por lo tanto, el perturbado que hizo esto —y aquí Dodd, con un brusco movimiento, señaló con el dedo pulgar hacia la habitación vecina— ha de hallarse todavía en el recinto. No lo he encontrado, Appleby. Cada uno de los hombres que viven en este college es más cuerdo e intachable que el anterior.

—¿Por qué buscar necesariamente a un perturbado? —preguntó Appleby.

—No lo hago —respondió Dodd con seriedad—. Digamos que esa añagaza de allí al lado me puso nervioso por un momento. —De nuevo señaló la habitación contigua—. Ahora verá a lo que me refiero —continuó en tono un poco más grave—, pero lo que he de subrayar ahora atañe a esas excepciones. Las excepciones, como podría usted imaginarse, son algunos de los fellows del college, en absoluto todos ellos. Tienen llaves, de las que hacen doble uso. Pueden entrar o abandonar el college con ellas por este portillo que da a acceso a Schools Street. Y puede ver, si entran por allí, adónde les conduce este. Les conduce directamente al submarino dentro del submarino, a Orchard Ground. Después, pueden utilizar la misma llave para salir de Orchard Ground y acceder al resto del college. Y cuando le haya expuesto los hechos del caso dentro de un minuto, comprobará que el asesino del doctor Umpleby parece haber dispuesto de una de esas llaves. Razón sin duda alguna —añadió el inspector Dodd fríamente— por la que lo enviaron a usted con tanta premura.

—Bueno, me hago una idea de la situación que usted sugiere —respondió Appleby, tras examinar brevemente el plano—. Mientras que en un college normal un asesino nocturno podría ser cualquiera en el seno del college, St. Anthony está dispuesto de tal manera que aparentemente este asesinato solo han podido cometerlo contadas personas; personas que tenían o podían hacerse con la llave de Orchard Ground. Pues esas llaves, así lo sostiene usted, ¿verdad?, permiten el acceso a los aposentos del doctor Umpleby en las circunstancias ideales.

Dodd asintió.

—Lo ha entendido perfectamente —dijo—. Y puede comprender la inquietud que todo esto ha generado en St. Anthony.

—Hay que tener en cuenta la obviedad de que las llaves son objetos traicioneros. Suelen ser más fáciles de robar que un talonario, y mucho más fáciles de copiar que una firma.

Dodd asintió de nuevo.

—Sí, pero enseguida comprobará que hay mucho más todavía. La topografía del lugar es realmente extraña y muy poco corriente.

Ambos hombres observaron el plano en silencio durante un momento.

—Bien —dijo Appleby al fin—, tenemos aquí el escenario. Veamos ahora los personajes y los acontecimientos.

 

 

III

—Comenzaré con los protagonistas —dijo Dodd—, de hecho comenzaré por donde empecé esta mañana: por una lista de nombres.

Mientras hablaba, el inspector hurgó entre sus papeles como si buscara un memorando. Después, como si cambiase de parecer, enderezó los hombros, frunció el ceño en un gesto de concentración y prosiguió con los ojos clavados en sus propias botas.

—Estos son los fellows que cenaron anoche en el college. Además del rector estaba el decano; se llama honorable reverendo Tracy Deighton-Clerk. —Había un tono indefinible en la manera con la que el inspector transmitía la información—. También estaban el señor Lambrick, el profesor Empson, el señor Haveland, el señor Titlow, el doctor Pownall, el doctor Gott, el señor Campbell, el profesor Curtis, el señor Chalmers-Paton y el doctor Barocho.

Appleby asintió.

—Deighton-Clerk —repitió—, Lambrick, Empson, Haveland, Titlow, Pownall, Gott, Campbell, Curtis, Chalmers-Paton y un extranjero cuyo nombre no consigo entender. Prosiga.

—Barocho —puntualizó Dodd—. Por lo visto, tan solo un fellow estaba ausente. Se llama Ransome y de momento parece estar ocupado en unas excavaciones en algún punto de Asia central. —El tono de Dodd daba a entender que el asesinato del doctor Umpleby lo había arrojado en medio de unos seres extravagantes—. No es que tenga prueba alguna —prosiguió con tono sospechoso— de dónde se encuentra este Ransome. Pero es lo que todos me vienen diciendo.

Appleby sonrió.

—El submarino parece dotado de una buena tripulación —observó—. Si tiene pensado extraer una lista de doscientos estudiantes de sus botas, creo que preferiría la versión de la historia del caballero. O la del globo en la estratosfera. Por regla general allí solo caben dos personas. —Pero mientras hablaba, sus ojos estaban clavados en el plano delante de él y añadió a continuación—: Pero la cuestión es que a priori descartamos a los estudiantes, ¿no es así?

—Eso creo yo —respondió Dodd—, al menos es lo más probable, lo mismo que también descartamos al servicio del college,ya se imagina usted, por obvias razones topográficas. De modo que la lista que le he proporcionado podría resultar importante. Y ahora, después del escenario y los personajes, supongo que abordaremos los hechos y su cronología. Veamos un resumen del suceso, hora por hora, tal y como he podido establecerlo.

»La cena terminó en torno a las veinte horas, en lo que se refiere a los actos en el refectorio. Pero todos los comensales sentados alrededor de la mesa de honor, el rector, el decano y los fellows, se dirigieron juntos como de costumbre a las salas comunes. Se instalaron en un saloncito durante aproximadamente media hora, mientras tomaban un pequeño extra en forma de postre y copa de jerez. Después, sobre las veinte treinta, volvieron a desplazarse, de nuevo en grupo, y se acomodaron en la sala común más amplia situada en la habitación contigua. Allí tomaron café mientras fumaban, todavía como es costumbre, y conversaron hasta aproximadamente las veintiuna horas. El doctor Umpleby fue el primero en marcharse: salió por una puerta que conduce directamente a sus propios aposentos. Y si hemos de creer lo que se nos ha contado, aquella fue la última vez que sus colegas lo vieron con vida.

»En fin, poco a poco los demás fueron abandonando la sala común a su vez, y a las veintiuna treinta ya no quedaba nadie. Lambrick, Campbell y Chalmers-Paton están casados y a las veintiuna treinta regresaron a sus hogares. Los demás se dirigieron a sus habitaciones en el college. Todos, excepto Gott, que es el encargado de disciplina de los estudiantes y salió a vigilar las calles.

»A las veintiuna treinta comenzó el procedimiento para el cierre de las puertas. El conserje cerró con llave la verja principal. Ese es el momento, podría decirse, en que el submarino se sumergió; desde ese instante hasta ahora nadie pudo entrar o salir de St. Anthony sin ser visto, a no ser que poseyera una llave.

Appleby sacudió la cabeza a modo de protesta.

—Me inclino a desconfiar de esas llaves desde un principio —apuntó—, así como desconfío de su submarino. Un edificio tan grande y repleto de recovecos como este podría albergar media docena de entradas irregulares. O salidas.

Pero Dodd respondió con total seguridad.

—Lo del submarino puede parecer fruto de mis muchas horas dedicadas a la lectura de novelas, pero ciertamente creo que la analogía no está muy desencaminada. Esta es una investigación que hemos de realizar sin aspavientos, y podríamos sorprender a algunos colleges señalando unas cuantas astutas artimañas. Pero he inspeccionado St. Anthony hoy, y le aseguro que es absolutamente estanco.

Appleby asintió con la cabeza, aceptando este punto de forma provisional.

—Bueno —dijo—, el rector se encuentra en sus aposentos, los profesores están en sus habitaciones, los estudiantes en la suyas, y St. Anthony está en efecto aislado del resto del mundo. ¿Qué tenemos después?

—Más puertas bajo llave —respondió Dodd al instante—. El mayordomo del rector cerró con llave tres puertas. Cerró la puerta principal de los apartamentos, que da a Bishop’s Court, cerró la puerta de atrás que da a St. Ernulphus Lane, y cerró la puerta que separa los aposentos de las salas comunes, aquella que había utilizado el rector poco antes. Eran aproximadamente las veintidós horas. A las veintidós quince se cerró la última puerta. El conserje echó la llave a las cancelas que dan a Orchard Ground...

Hasta entonces, Dodd había relatado estos hechos sin la ayuda de ninguna nota. Pero ahora hizo una pausa y entregó a Appleby un fajo de hojas.

—Yo que usted, lo revisaría todo de nuevo. Aclararse lleva su tiempo.

Appleby leyó las notas lentamente y observó, con cierta intencionada admiración, que en apariencia Dodd no había dejado que nada interfiriese en su informe oral. Levantó la mirada en cuanto hubo memorizado los nombres y los horarios, y Dodd continuó con el nudo de su relato.

—Cuando el doctor Umpleby abandonó la sala común, se dirigió directamente a su despacho. A las veintidós treinta, Slotwiner, su mayordomo, le llevó algo de beber; por lo visto formaba parte de las costumbres habituales del rector. Después, se retiró a la despensa al final del pasillo. Durante la siguiente media hora Slotwiner tuvo un ojo puesto en el pasillo y asegura que nadie entró en el despacho por allí y nadie salió. En otras palabras, solo había una forma de entrar, y de salir, del despacho durante todo ese tiempo: por las puertas vidrieras que dan a Orchard Ground.

—El huerto de Orchard Ground cerrado a cal y canto —murmuró Appleby.

Dodd comprendió las implicaciones del tono de su interlocutor.

—Exacto. Supongo que allí está nuestro primer indicio: desde el principio nos enfrentamos a una situación obviamente artificiosa. Pero mientras tanto tenemos a Slotwiner, el mayordomo, en la despensa; no es más que un recoveco y normalmente habría regresado a la planta baja, donde tiene un cuarto para él al lado de las cocinas. Pero por lo visto, en esta noche de la semana, el señor Titlow, el fellow sénior, tiene por costumbre visitar al rector para mantener con él una breve conversación sobre asuntos de la universidad. Suele llegar a las once en punto; algo tarde, a mi juicio, para hacer una visita, pero se supone que a todos los fellows les gusta trabajar un par de horas después de la habitual y afable sobremesa en las salas comunes. Tengo la impresión de que esta gente trabaja lo suyo, a su manera. En fin, Slotwiner esperó arriba para dejar pasar a Titlow. Tuvo que abrir con llave la puerta principal, la que da a Bishop’s Court, porque, como recordará, la había cerrado con llave junto con las otras dos puertas a las diez de la noche, cumpliendo con las instrucciones domésticas de Umpleby. Titlow se presentó como de costumbre a las once en punto y Slotwiner y él estaban intercambiando unas palabras en el pasillo cuando oyeron el disparo.

—¿El disparo procedía evidentemente del despacho donde Umpleby supuestamente estaba solus?

—Así es. Y el hombre estaba solus, o más bien su cadáver, cuando Titlow y Slotwiner irrumpieron en la habitación. Umpleby yacía muerto con un disparo en la cabeza; si hemos de creer a estos dos hombres, no había ni rastro de la menor arma; pero los ventanales que dan a Orchard Ground estaban entreabiertos. Bien, Titlow y Slotwiner (o uno de los dos, no sé cuál) se hizo cargo de la situación con asombrosa rapidez. Vieron que se trataba de un asesinato y comprendieron la relevancia de Orchard Ground. Si el asesino había escapado por allí, permanecía allí, a no ser, algo que no se les ocurrió, que tuviese la llave de esas puertas.

El inspector cogió un lápiz y señaló en el plano. De nuevo, laboriosamente recalcó:

—Comprobará cuán cierto es cuando vaya y lo vea in situ. En estos tres lados, Orchard Ground limita bien por un muro extremadamente alto, bien por una combinación de muro y enrejado decorativo mucho más alto aún. El cuarto lateral cuenta con los aposentos del rector a un extremo y la capilla del college al otro, teniendo entre medias la biblioteca y el refectorio. Todos ellos forman una línea de edificios que separan Orchard Ground de Bishop’s Court, y solo existen dos pasajes que comunican uno con otro: uno entre la capilla y la biblioteca y el otro entre el refectorio y los aposentos del rector. La única otra salida de Orchard Ground es por un portillo que da a Schools Street. Y las tres salidas estaban, por supuesto, cerradas con llave. Escapar de Orchard Ground sin una llave resultaba de todo punto imposible.

»Verá, Titlow y Slotwiner llegaron a la conclusión de que el asesino estaba atrapado. No pensaron que pudiera salir porque no se les ocurrió que podría tener la llave de esas tres puertas. Y tampoco pensaron que pudiera tener una llave porque no se les pasó por la cabeza que pudiese tratarse de un fellow del college.

»Sospecho que Slotwiner tomó la iniciativa. Es un antiguo soldado y me parece que tiene capacidad para reaccionar ante una emergencia, mientras Titlow es más bien una mente soñadora, aunque no le falten agallas. El aspecto de aquella habitación era bastante dantesco y, sin embargo, él se mantuvo allí vigilando la ventana mientras Slotwiner corrió hasta el teléfono en el pasillo para llamar a los conserjes, avisar a un médico y telefonearnos. Yo me encontraba en la comisaría redactando unos informes del caso en el que estaba trabajando y Slotwiner me contó lo suficiente como para que acudiera con todos los hombres que pude reunir diez minutos más tarde. Slotwiner y Titlow se encontraban en el estudio con un conserje que los ayudaba a vigilar. Peinamos el huerto a este lado de las verjas como si buscáramos un gato negro. Formamos un cordón humano y avanzamos de un extremo al otro, registramos la capilla y el pequeño bloque de edificios de los fellows que hay enfrente, e incluso trepamos a todos los árboles. Salvo por tres de los cuatro fellows (siendo Titlow el cuarto) que viven en Orchard Ground y permanecían tranquilamente en sus habitaciones, no encontramos a nadie. Buscamos de nuevo a la luz del día, por supuesto, y las puertas y cancelas continúan bajo vigilancia.

Dodd hizo una pausa y Appleby aprovechó para preguntar:

—¿Hay alguna señal de que se haya producido algún robo?

—Nada de nada. El dinero, el reloj y demás objetos de valor siguen en el cuerpo. Aunque hay algo que podría tener alguna importancia. —Dodd cogió un pequeño objeto envuelto en una servilleta de papel y lo dejó delante de su colega—. La agenda de bolsillo de Umpleby, hallada en su chaqueta sin problemas. Muchas entradas que usted sin duda querrá estudiar, hasta llegar al día de ayer. La página de los dos últimos días, así como la de hoy y la de mañana, han sido arrancadas... Y ahora acompáñeme...

 

 

IV

Los dos hombres abandonaron el comedor del difunto rector y atravesaron el estrecho pasillo hasta el final, donde un firme agente de policía vigilaba la puerta del despacho. Se apartó con un saludo y dirigió a Appleby una mirada directa de provinciano, mientras Dodd se sacaba una llave del bolsillo, la giraba en el cerrojo y abría la puerta con un gesto un tanto melodramático.

El despacho era una habitación amplia y alargada, con una enorme y profunda chimenea frente a la única puerta y con ventanales a ambos lados; a la izquierda, una hilera de pequeñas ventanas enrejadas (al igual que todas las ventanas exteriores de las plantas bajas del college) daban a St. Ernulphus Lane; a la derecha, unas estrechas puertas vidrieras, ahora con las pesadas cortinas echadas, daban, como bien sabía Appleby, a Orchard Ground. La habitación, de mobiliario de madera oscura y paredes revestidas de atestadas librerías, estaba iluminada en parte por la tenue luz de esa tarde de noviembre y en parte por una sencilla y corriente lámpara eléctrica. A mitad de camino entre los ventanales y la chimenea, yacía bocarriba el cuerpo de un hombre —alto, delgado y vestido con esmoquin—. Tan solo eso resultaba visible, ya que tenía la cabeza envuelta en una anodina toga negra, como si de una burda caricatura burlesca de un oficio fúnebre se tratase.

Pero no fue esa visión lo que hizo que Appleby se sobresaltase levemente al entrar en la habitación. Si Dodd se había referido a un perturbado, ahora comprendía por qué. En los paneles de roble oscuro que había encima de la chimenea, garabateadas torpemente con tiza, un par de sonrientes calaveras se dirigían a la habitación. Justo al lado de la cabeza del rector, envuelta de esa manera grotesca, yacía una calavera humana. Y esparcidos por el suelo por todo el área circundante había pequeños montones de huesos humanos.

Durante un largo rato Appleby se quedó observando el espectáculo; después, se acercó a las puertas vidrieras y descorrió las cortinas. Caía la noche y el cuidado huerto del college parecía contener todos los misterios de un bosque. Cerca de él, a la derecha, rompía esa ilusión la línea gris del refectorio y la biblioteca, piedra sobre piedra, que se elevaban hasta desvanecerse en la oscuridad de las vidrieras. Justo enfrente, una imprecisa silueta recortada contra el apagado cielo al este, se alzaban amenazantes los aguilones con atrevidos arabescos de la capilla Caroline. Una exhalación que no era por completo una bruma ni todavía niebla comenzaba a cubrir el inmemorial césped, enroscándose en los árboles, hasta disiparse y cubrir con un velo insustancial las difuminadas líneas del arco y del muro. Y atemperadas como si anunciaran un réquiem por lo que sucedía dentro de sus muros, sonó por todo el college y la ciudad la milenaria melodía de las campanas de vísperas.

2

I

Durante unos minutos, Appleby siguió contemplando las sombras que se extendían a gran velocidad. Después, sin volverse y casi a modo de soliloquio, se puso a resumir lo que sabía del caso.

—A las veintidós quince, este huerto, Orchard Ground, fue cerrado con llave. Después de eso, quienquiera que estuviera dentro y quisiera salir o quienquiera que estuviera fuera y quisiera entrar solo podía hacerlo de dos maneras. En primer lugar, mediante la llave que poseen algunos fellows; gracias a ella se puede pasar del huerto al resto del college por una de las verjas que dan a Bishop’s Court, o se puede pasar del huerto al mundo exterior a través de ese portillo que da a Schools Street. La otra manera supone cruzar esas puertas vidrieras, el despacho y salir por una de las puertas de los aposentos del rector: la puerta principal que da a Bishop’s Court, la puerta de la sala común que conduce indirectamente al mismo sitio o la puerta de atrás que da a St. Ernulphus Lane y, por tanto, al mundo exterior.

»A las veintidós treinta, Umpleby, según su mayordomo, estaba con vida. Desde ese momento hasta las veintitrés horas, siempre según su mayordomo, nadie cruzó el pasillo desde el despacho hasta Bishop’s Court o St. Ernulphus Lane, o a la inversa.

»A las veintitrés horas, según el mayordomo y Titlow, sonó un disparo en el despacho. Entraron al momento y encontraron muerto a Umpleby. Después, sostienen que no perdieron de vista ni un segundo el despacho hasta que usted se hizo cargo. Y usted lo mantuvo vigilado en todo momento hasta que completó un minucioso registro del estudio, de Orchard Ground y de todos los edificios que dan al huerto.

»Si damos por buenas estas premisas, tenemos una idea bastante clara de la situación. Si Umpleby fue asesinado cuando y donde presumimos que lo fue, y suponiendo que no se suicidó, entonces el asesino o bien es una de las tres personas con las que usted se topó cuando llevó a cabo su registro o bien es una cuarta persona que posee una llave. Esa cuarta persona, a su vez, podría ser o bien cualquiera de los legítimos propietarios de esas llaves o bien un desconocido que se hubiera hecho con una ilegalmente. Por consiguiente, se plantean dos cuestiones preliminares: primero, los movimientos de los legítimos propietarios de las llaves y, por extensión, las relaciones de dichas personas con Umpleby; segundo, la procedencia de las llaves existentes, el histórico de cada una de ellas, con las probabilidades de haber sido sustraídas y duplicadas en un pasado reciente.

Appleby elaboró este preciso y espinoso resumen de los hechos con cierta reticencia. Estaba menos predispuesto que Dodd para un caso con aroma a misterio convencional y se inclinaba más a desconfiar de toda conclusión inferida de las extrañamente precisas condiciones en las que en apariencia Umpleby había sido asesinado. Como Dodd había apuntado con perspicacia, el asunto resultaba del todo artificioso, como si el asesino se hubiese esmerado en firmar su crimen de un modo a la vez ingenioso y grotesco, premeditado y caprichoso. Appleby llevaba menos de una hora en St. Anthony y ya estaba convencido de que se imponía una línea de acción: una línea que exigía una investigación minuciosa y de seguro laboriosa de los comportamientos y las disposiciones adoptadas por un pequeño y definido grupo de individuos. Supo que en realidad se hallaba ante dos proposiciones. La primera era sencilla: «Las circunstancias son tales que he de concentrarme en tal y tal cosa». La segunda resultaba menos sencilla: «Las circunstancias se planearon para sugerir que yo había de concentrarme en tal y tal cosa». Mientras se dedicaba a la primera proposición, no debía perder de vista la segunda.

Dejando a un lado esas conjeturas, Appleby se volvió hacia Dodd en busca de más información.

—¿Cuáles son los fellows que se alojan en Orchard Ground? —preguntó—. ¿Cuáles de todos ellos poseen llaves? ¿Qué ha podido averiguar de sus movimientos después de que abandonaran la sala común anoche?

—Los cuatros que se hospedan en Orchard Ground —respondió Dodd— son Empson, Pownall, Titlow y Haveland. Viven en un edificio contiguo a este apartamento, pero que no comunica directamente con él. Es justo al otro lado de aquí. —Dodd tamborileó con el dedo índice en una de las calaveras garabateadas en la pared encima de la chimenea—. Se trata de la residencia de los jóvenes fellows. Hay dos apartamentos por rellano a ambos lados de la escalera —continuó con precisión—. Los hombres se hospedan de la siguiente manera.

Rebuscó con rapidez entre sus papeles elaborados con esmero y le enseñó una hoja:

 

Primera planta — Empson — Titlow

Planta baja — Pownall — Haveland

 

—Encontramos a Empson, Pownall y Haveland en sus habitaciones respectivas; Pownall estaba en la cama y los demás trabajando. Ya conoce los movimientos de Titlow. En cuanto a las llaves, nos topamos aquí con lo más extraordinario de todo. Estas cuatro personas que habitan en Orchard Ground poseen todas llaves. Puesto que viven aislados del resto del college, resulta bastante natural. Pero cabría esperar que, por comodidad para poder visitarlos o entrar y salir del college por el portillo sin molestar al conserje, los demás fellows también tuvieran llaves. Pues resulta que no. Desde luego esta gente me parece muy poco práctica.

Appleby esbozó una sonrisa forzada.

—Puede que haya uno entre todos ellos que sí es eficiente —repuso.

—Bueno, si vamos al caso, todos son eficientes en cierto modo. Por ejemplo, no son imprecisos. De hecho, son aplicados y meticulosos. Aunque es una meticulosidad, creo yo, que se circunscribe a cuestiones remotas y lejanas. Cojamos al profesor Curtis por ejemplo. Se aloja en Surrey Court. Le pregunté si tenía una llave de las verjas. «¿Las verjas, señor inspector?», me respondió. «Las verjas que hay entre este lugar y Orchard Ground», expliqué. «Sí, por supuesto», respondió, «cuentan que proceden de Córdoba. El tercer conde de Blackwood se las regaló al college; sirvió en el segundo gobierno de Sidmouth». «Pero ¿tiene usted una llave?», insistí. «Renuncié a mi llave», respondió enseguida, «a finales de abril de 1911». «¿A finales de abril de 1911?», repetí, un tanto desconcertado. «Sí», sostuvo, «a finales de abril de 1911. Verá, Empson ganó los dos premios universitarios de Cornualles aquel año y lo elegimos para su cátedra acto seguido. Por cierto, no ha ganado nada desde entonces. Será un rector admirable, no me cabe la menor duda. Me ha dicho que el pobre doctor Umpleby está totalmente muerto, ¿no es cierto?». «Totalmente muerto», respondí. «¿Y está absolutamente seguro de que no ha tenido una llave desde 1911?». «Absolutamente seguro», contestó, «entregué mi llave a Empson. Recuerdo haber pensado que una verja cerrada con llave entre colegas era una cosa excelente. Si necesita una llave, inspector, estoy seguro de que el conserje le prestará la suya».

Tras concluir esta admirable muestra de memoria digna de una tribuna de testigos, Dodd presentó otra hoja de papel.

—Aquí tenemos —añadió con tono solemne— una relación.

A continuación, la extendió delante de Appleby.

 

× Deighton-Clerk — Bishop’s

× Empson — Orchard Ground

× Haveland — Orchard Ground

× Pownall — Orchard Ground

× Titlow — Orchard Ground

Barocho — Bishop’s

Campbell — casado; Schools Street

Chalmers-Paton — casado; afueras

Curtis — Surrey Court

× Gott — Surrey Court

× Lambrick — casado; afueras

 

—He marcado con una cruz —explicó Dodd— las personas que poseen llaves. No parece que el reparto siga ninguna lógica. Por ejemplo, Lambrick, que está casado y vive fuera del college, tiene una llave, y en cambio Campbell y Chalmers-Paton, que se encuentran ambos en la misma situación, no la tienen. Gott y el decano viven en el college y tienen llaves; Curtis y Barocho también viven en el college, pero no tienen llaves. Eso es en cuanto al reparto de las llaves. Ahora veamos su historia. —Llegado a este punto, Dodd soltó una inexplicable risita—. Verá, el otro día estaba leyendo una historia sobre unas llaves. La «procedencia de las llaves», tal y como usted dice en sus ilustradas maneras londinenses. El meollo del asunto trataba de la llave de una caja fuerte que no podía haber sido robada, ni siquiera se había hallado nunca en manos no autorizadas. Y sin embargo, se había hecho una copia de la misma. ¿Sabe cómo?

Appleby se rio.

—Creo que me hago una idea. Pero en el caso que nos ocupa no sabemos si debemos buscar alguna triquiñuela. Es muy posible que se sustrajera una llave y se devolviese en un pasado reciente.

—Sí —contestó Dodd—, pasado reciente es el término correcto. —Y dirigió a Appleby una mirada pícara. Con gran sentido dramático aguardó un segundo antes de revelar el punto álgido de la narración—. ¡Se cambiaron todas las llaves ayer por la mañana!

Appleby lanzó un silbido. Al enterarse de la misma noticia, Dodd había blasfemado. Era el último y abrumador toque de la desconcertante precisión que parecía caracterizar el caso de St. Anthony.

Dodd lo explicó brevemente. Nadie había prestado mucha atención a su llave. Una llave no supone en absoluto lo mismo para un académico que para un banquero, un médico o un hombre de negocios. Las pertenencias de las clases intelectuales suelen hallarse por regla general a buen recaudo dentro de sus cabezas y, para un catedrático, una llave es más a menudo un objeto que descubre que ha perdido cuando desea abrir una maleta. Y esos fellows de St. Anthony, que tenían llaves de las puertas y cancelas que se volvieron trágicamente importantes, se habían preocupado muy poco y durante mucho tiempo de cuidarlas, sin que nadie se inquietara por ello. Pero recientemente hubo un escándalo. Un estudiante de primer grado se metió en un serio problema durante una escapada nocturna ilícita, y el misterio de cómo había logrado entrar y salir de St. Anthony no se resolvió de manera satisfactoria. El rector dedujo que había conseguido una copia de la llave. Ordenó cambiar las cerraduras y las llaves de las tres verjas vitales; se pusieron nuevas cerraduras y se repartieron las llaves a las personas correspondientes tan solo la mañana previa a su muerte.

En opinión de Dodd, aquella circunstancia, por muy extraordinaria que fuera en sí misma, proporcionaba una bendita simplificación del caso. A su entender iba a ahorrarles una ingente cantidad de laboriosas y complejas investigaciones, puesto que, tal y como había comprobado tras las entrevistas que había llevado a cabo por la mañana, nada podría resultar más difícil, delicado y tedioso que perseguir a un contado número de personas del mundo académico con minuciosas preguntas acerca de sus bienes materiales. Además, el círculo de posibles sospechosos parecía reducirse, de golpe, a un grupo definido. Si en ese instante Dodd hubiese tenido que redactar un informe formal sobre los progresos de la investigación, se habría aventurado a una afirmación categórica. Al doctor Umpleby solo lo pudo asesinar alguien de un reducido círculo de personas conocidas.

Mientras examinaba la situación al tiempo que caminaba de un lado al otro de la habitación con paso nervioso, sin dejar de observar la increíble escena del crimen, Appleby llegó a su vez a una clara conclusión. Había mucha afición a las novelas policiacas en las universidades, e incluso en el seno de la policía. Dodd, que todavía conservaba muchos aspectos del típico ciudadano inglés de la campiña que leía a Bunyan2 y la Biblia y que era además el paradigma del policía eficiente pero con escasa imaginación, era un buen ejemplo de ello. Su innata perspicacia lo había llevado a advertir de inmediato lo artificiales que eran las presentes circunstancias. No obstante (y tal es el extraordinario poder del Verbo, reflexionó Appleby), estaba casi dispuesto a aceptar lo artificial, lo notablemente ficticio como algo natural. Y por tanto, corría el peligro de dejar pasar el principal «porqué» del caso: ¿por qué Umpleby murió como en una novela? Ya que, a estas alturas, era patente que su muerte había sido objeto de una sofisticada puesta en escena; las circunstancias del cambio de las cerraduras parecían demostrarlo de manera casi irrefutable. Umpleby había fallecido en un contexto literario; de hecho, en cierto modo, había fallecido en medio de una profusión de contextos literarios. Porque, en la red de restricciones físicas que apuntaban de manera implícita (tal y como Appleby lo había expresado mentalmente) en tal o cual dirección, existía una combinación digna de la mejor tradición literaria heredada de Sherlock Holmes, mientras en la macabra disposición de los huesos podía atisbarse la marca de la incongruente tradición del provocador. En algún punto de este caso, daba la impresión, una mente estaba pensando en términos de deducción y juego macabro... Una mente, podría decirse, que seguía los pasos de Edgar Allan Poe. Si uno se paraba a pensar, Poe era un valor intelectual de moda, y St. Anthony era un santuario de la clase intelectual...

Un santuario de la clase intelectual. Era un dato fundamental que no debía olvidarse cuando se avanzara en la investigación, cuando se intentara responder a la pregunta de la que Dodd quizá no era lo bastante consciente: ¿por qué Umpleby había encontrado la muerte como un baronet en una tormenta de nieve? Había dos conjeturas posibles: uno, porque, por alguna razón, esa puesta en escena resultaba útil; dos, porque esa puesta en escena resultaba intelectualmente excitante... La inteligencia, al fin y al cabo, tenía sus manifestaciones malsanas.

Appleby se recompuso. Se dio cuenta de que intentaba encontrar, un poco a tientas, un enfoque humano o psicológico a este problema. Sabía que aquello suponía a la vez su fuerza y su punto débil como detective: se sentía mucho más cómodo en ese terreno que en el de las puertas, ventanas y llaves sustraídas. Los elementos materiales del criminólogo, solía manifestar en las discusiones teóricas que mantenía con sus colegas, no son las huellas dactilares ni las colillas de los cigarrillos, sino la mente y la conducta humana. Y en lo referente a comportamiento humano, no tenía nada de momento en el presente caso. Hasta ahora, no le habían presentado a ningún actor humano, sino solo un conjunto de circunstancias (de nuevo el enfoque de la novela policiaca, se dijo).

Como si le hubiese leído la mente, Dodd comentó:

—Pero estará deseando conocer a la fauna...

Sorprendido por el extraño tono de esa frase en presencia de quien había sido Josiah Umpleby, Appleby se dio la vuelta desde la ventana por donde había estado mirando y vio cómo su colega cruzaba la habitación para tirar de la campanilla.

—Hagamos pasar a un testigo —anunció.

Y ambos hombres se dirigieron de nuevo al comedor.

 

 

II

El señor Harold Tapp llevaba esperando media hora a que le tomaran declaración en relación con el asesinato; sin embargo, no estaba en absoluto nervioso por ello. Era un hombre bajito, despabilado y seguro de sí mismo; mostraba el perfecto aspecto de una persona en la que se podía confiar y, según Dodd, gozaba de la reputación de ser un excelente cerrajero. Poco hubo que insistirle para que ofreciera un relato bastante pormenorizado de sus recientes relaciones con St. Anthony. Su declaración fue tomada con gran diligencia por un corpulento agente con gesto triste que requirieron a tal efecto.

—El difunto doctor Umpleby —explicó el señor Tapp— me mandó llamar hará justo una semana. Para ser más preciso, que es lo que ustedes quieren, el difunto doctor Umpleby me llamó por teléfono.

—Y para ser más preciso aún —intervino Appleby—, ¿nos podría decir si el doctor Umpleby lo telefoneó directamente o si una tercera persona hizo la llamada antes de que hablara el doctor Umpleby?

Tapp no vaciló un segundo en responder, lo que se buscaba comprobar con esa pregunta. Umpleby en persona había llamado al cerrajero, que se personó de inmediato en los apartamentos del rector.

—Verá —dijo Tapp—, el difunto doctor Umpleby estaba inquieto. Muy inquieto y nervioso por cambiar estas cerraduras. No creo que inquieto sea exagerao para describir las prisas que tenía; estaba impaciente por que se cambiaran cuanto antes. También explicó el porqué de tanta prisa: un estudiante que hacía pequeñas salidas nocturnas. Desde luego estaba inquieto el difunto doctor Umpleby.

Appleby observó al señor Tapp con más interés del que se esperaba.