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Ser mujer requiere determinación, ingenio y habilidad. Hoy, como ayer, hay quienes no dudan ante la única y paradójica manera de poder ser libres: fingir ser un hombre. La necesidad, el espíritu aventurero, la sed de conocimiento, el amor o, simplemente, el hecho de poder practicar un deporte, han llevado a las protagonistas de este libro a desafiar las normas de una sociedad injusta, pues, en el fondo, el sexismo todavía se impone. Independientemente de que hayan llevado un bigote (postizo) durante algunos días o, en algunos casos, durante el resto de sus vidas, entre estas páginas descubrirás más de veinte vidas emocionantes y, en ocasiones, realmente extraordinarias: lee cada una de ellas y compártela con quien desees, con la esperanza de que algún día, cada uno de nosotros pueda ser quien es y, al fin, pueda vivir la vida que quiera, sin más obstáculos.
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Annalisa Strada Gianna Re
Translated by Raquel Luque Benítez
Saga Kids
Mujeres con bigote (postizo): historias de heroínas rebeldes disfrazadas de hombre
Translated by Raquel Luque Benítez
Original title: Donne coi baffi (finti)
Original language: Italian
Copyright ©2022, 2023 Annalisa Strada, Gianna Re and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728578384
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
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ANNALISA STRADA & GIANNA RE
MUJERES CON BIGOTE (POSTIZO): HISTORIAS DE HEROÍNAS REBELDES DISFRAZADAS DE HOMBRE
ILUSTRACIONES DE ROSARIA BATTILORO
A Claudio y Gianluigi
Dales a las mujeres oportunidades adecuadas y serán capaces de cualquier cosa.
Oscar Wilde
Ser mujer es tan difícil que, en ocasiones, fingir ser un hombre durante toda la vida —o tal vez durante algo menos— resulta lo más fácil. De hecho, en algunos momentos de la historia, nacer mujer ha llegado a considerarse incluso un error, si tenemos en cuenta todos los impedimentos, coacciones y limitaciones que se han impuesto a las mujeres. Rendirse a la evidencia de las situaciones es la más fácil de las tentaciones; oponerse, el más agotador de los esfuerzos.
Este libro nace para contar las experiencias de aquellas mujeres que, durante toda la historia y en cualquier rincón del mundo, han tenido y querido aceptar la paradoja de esconder su propia identidad para poder existir y vivir la vida que deseaban. Solo así han logrado superar los innumerables obstáculos que se interponían entre ellas mismas y los objetivos que legítimamente tenían la intención de perseguir, para los cuales su género se consideraba erróneo.
De entre todas esas mujeres, hemos seleccionado solamente unas cuantas, que van desde el siglo VI a. C hasta nuestros días.
Sus historias son una excelente —y a veces dramática— manifestación de que todo aquello que se les ha negado a las mujeres, en realidad se le ha negado a toda la humanidad. Son biografías que, entre otras cosas, tienen la virtud de manifestar que el valor de una persona no está ligado al género, sino que pertenece a la esencia más pura del ser humano en un sentido absoluto.
Las mujeres que hemos elegido merecen exaltarse, pues aún no hemos alcanzado la ansiada igualdad, y porque en los recovecos de la Historia suele esconderse el papel de muchas de ellas, poco o nada reconocidas. Porque detrás de cada una de ellas se esconde la historia de una vida que nos provoca indignación o sonrisa, que plantea interrogantes que nunca han sido resueltos o que nos ayuda a entender algo más sobre la naturaleza humana. Son historias insólitas, dramáticas o curiosas; historias verdaderamente documentadas o a medio camino entre el mito y la leyenda. Son historias olvidadas.
Entre estas páginas descubrirás la vida de mujeres que se hicieron pasar por hombres para librar las batallas en las que creían, para estar cerca de sus seres queridos, para poder acceder a los estudios que les estaban vedados o para practicar su deporte favorito. Para viajar por el mundo. Para escapar del acoso de un hombre. O, simplemente, para ganarse la vida.
Rendirse a la evidencia de las situaciones es la más fácil de las tentaciones; oponerse, el más agotador de los esfuerzos.
Mujeres conocidas o desconocidas. Mujeres que se disfrazaron solamente durante un breve período de su vida, y mujeres cuya ropa masculina llegó a convertirse en una segunda piel, en una armadura tan sólida que su verdadera identidad tan solo se descubría —con sorpresa, estupor y horror— después de su muerte. Historias lejanas en el tiempo o increíblemente recientes; historias de países remotos o de nuestra propia tierra.
Mujeres que fueron obligadas o que eligieron deliberadamente esconderse detrás de un nombre de hombre —o, al menos, un nombre ambiguo— para llegar a reafirmarse de un modo que aún consideramos demasiado masculino —o machista—: mujeres cultas, escritoras, pintoras, músicas y disc jockeys… Mujeres de la antigüedad, y también de nuestros días.
Mujeres indómitas, rebeldes, que desafiaron reglas y costumbres. Mujeres quemadas en la hoguera, lapidadas, condenadas, a veces reconocidas, y rara vez rescatadas por la historia.
Este libro está dedicado a esas chicas y chicos que desean de todo corazón que todos nosotros lleguemos lo antes posible a ese momento en el que podamos ser quienes somos. Libres y verdaderos; aceptados y acogidos.
El 27 de julio de 2020, en el 280º aniversario de su nacimiento, Google le dedicó a esta intrépida e inconformista exploradora un doodle que la representaba sonriendo, a bordo de un barco y rodeada de flores de buganvilla. Si buscamos su nombre online, la imagen más habitual que encontramos es la de un personaje vestido con pantalón a rayas, chaqueta azul y gorro frigio, esa especie de capucha roja que se utilizaba durante la Revolución Francesa como símbolo de libertad. El doodle de Google muestra claramente a una mujer; el resto de imágenes pueden resultar un tanto dudosas.
Resolvamos, pues, el misterio: Jeanne Baret fue la primera mujer que dio la vuelta al mundo al participar en una importante expedición científica. Sin embargo, para hacerlo, tuvo que disfrazarse de hombre.
Poco sabemos sobre su infancia: Jeanne Baret nació el 27 de julio de 1740 en La Comelle, un pequeño pueblo de Borgoña, Francia. Aunque su familia era bastante humilde, Jeanne aprendió a leer y a escribir, y también recibió una buena educación. Esto era muy poco habitual entre las niñas de su época, y tal vez ocurrió gracias al párroco de su pueblo, el artífice de un importante punto de inflexión en la vida de esta aventurera.
Un día, el sacerdote se presentó en su casa y fue directo al grano:
—Creo que he encontrado un buen empleo para Jeanne.
—¿Aquí en el pueblo?
—No, en Toulon-sur-Arroux, a unos treinta kilómetros de aquí. La hermana del cura se ha casado y busca una ama de llaves para su nuevo hogar.
—Por mí, la chica puede irse esta misma noche —respondió el padre de Jeanne encogiéndose de hombros, mientras daba el último sorbo a su copa—. Una boca menos que alimentar.
Mientras acompañaba al párroco hasta la puerta, Jeanne le pidió más información sobre la que sería su nueva familia. El padre Jacques la tranquilizó: la señora era una mujer muy amable y educada, y su esposo era médico y científico, muy conocido y reputado; era naturalista, para ser más precisos.
—¿Y qué hace un naturalista? —preguntó Jeanne.
—Estudia la naturaleza. En particular, el doctor Commerson estudia las plantas y las flores, pero también ha realizado estudios sobre animales. Es un hombre que ha viajado mucho. Ya verás, te llevarás de maravilla con ellos.
—Qué pena… —Jeanne se encogió de hombros desconsoladamente y los dejó caer con un suspiro. Miró a su padre, que aún seguía sentado a la mesa, y seguidamente echó un vistazo a la copa, que volvía a estar llena—. Estoy impaciente por marcharme.
Jeanne se presentó en la casa de Commerson con la energía de sus diecinueve años y una canasta en la que guardaba sus escasas pertenencias: algo de ropa interior desgastada; dos camisones, uno para el verano y otro para el invierno, y dos viejos vestidos. El más hermoso de los dos —mejor dicho, el menos usado—, se lo había puesto para la ocasión.
El matrimonio Commerson no tardó en cogerle cariño a esa chica despierta y brillante; el cansancio nunca era un problema para ella; siempre estaba dispuesta a ayudar, no solo a la señora Antoinette, sino a su esposo, inmerso en sus estudios, catalogando y preparando herbarios.
Philibert Commerson , que en aquel momento tenía 33 años, trece más que Jeanne, pronto supo apreciar la vivaz inteligencia de la chica, su ávida curiosidad por saber y aprender. Le halagaba el gran interés que la joven mostraba por su trabajo como naturalista y su sincero entusiasmo por ayudarle.
Fue así como Commerson empezó a hablarle a Jeanne sobre sus estudios y sus viajes por Europa; sobre sus veranos entre los Alpes y los Pirineos, con la mochila a la espalda, comiendo pan y queso, y durmiendo en caballerizas. Todo ello para estudiar y clasificar la flora de montaña. Le habló de sus encuentros con célebres científicos y estudiosos, de los días que pasó con Voltaire —quien le pidió que fuera su secretario—, y de las cartas que se escribía con Carl Linnaeus, el famoso naturalista sueco que había sentado las bases del sistema de nomenclatura binominal que se enorgullecía utilizar. Desconocía que, en el siglo XXI, ese sistema que él mismo utilizaba seguiría siendo reconocido como único y válido.
A Jeanne le encantaba trabajar con el médico, un hombre preciso y meticuloso. Con él perdía la noción del tiempo; tanto es así que, en más de una ocasión, la voz de la señora Antoinette resonaba por la casa recordándole sus quehaceres de ama de llaves. Las avergonzadas disculpas de Jeanne siempre despertaban la sonrisa condescendiente de la señora, que bien conocía la gran pasión que sentía por el trabajo de su marido. Por las noches, sola en su habitación, Jeanne reflexionaba sobre las historias de Commerson y soñaba con viajar. Jamás hubiera imaginado la gran aventura que le estaba esperando.
Cuando la señora Antoinette quedó encinta, todos lo celebraron: su esposo, su hermano y también Jeanne le prestaban toda su atención, pero el embarazo no fue nada fácil. Las condiciones de salud de la señora preocupaban a su marido e incluso a la joven Jeanne, que cada vez disponía de menos tiempo para ayudarlo en los estudios y catalogaciones que tantísimo le fascinaban.
Antoinette murió en abril de 1762, mientras daba a luz a un niño que recibió el nombre de Anne François Archimbault. Desde aquel día, Jeanne debió ocuparse del bebé, de la casa y también de Philibert, quien, desconsolado por la muerte de su esposa y atormentado por los sentimientos de culpa por no haberla podido sanar, se refugió en su trabajo y estudios, olvidándose incluso de comer.
—Doctor, le he traído algo de comer.
—Déjalo ahí, sobre el escritorio. Ahora no tengo hambre.
—Pero tampoco comió nada esta mañana. Deje que le ayude a ordenar algunos papeles, así podrá comer algo.
Poco a poco, el doctor se dio cuenta de que aquella joven se había vuelto indispensable para él; una valiosa ayuda, pero también una presencia reconfortante, con una carga de energía que parecía inagotable.
Por su parte, Jeanne, cada vez más involucrada en el trabajo de Philibert, había aprendido mucho y se había convertido en una «naturalista bastante buena», como él solía repetir. La confianza entre ambos fue creciendo día tras día, aunque oficialmente Jeanne no dejó de ser nunca la ama de llaves de Commerson.
A finales de 1764, el científico decidió mudarse a París, empujado por un colega y amigo cercano. En la capital no podría cuidar a su hijo como era debido, así que decidió confiarle su cuidado a su tío, párroco de Toulon. Sin embargo, tampoco podía renunciar a Jeanne, y le pidió que se fuera con él. En diciembre de ese mismo año, Jeanne dio a luz al pequeño Jean-Pierre.
Según importantes biógrafos e historiadores, Jean-Pierre era hijo de Commerson, pero Jeanne no quería que se formara un escándalo en torno al nombre de su compañero, cuya fama crecía cada día: dio a luz en el hospital público de París y, en el certificado de embarazo que se vio obligada a rellenar porque era madre soltera, omitió el nombre del padre.
Tras el parto, dio en acogida al pequeño Jean-Pierre y volvió al trabajo, que por aquel entonces ya era especialmente el de naturalista y científica, aunque nadie debía saberlo. A la vista de todos, Jeanne seguía siendo la omnipresente ama de llaves de Commerson.
A principios del año siguiente, Francia decidió organizar la mayor expedición científica marítima de la historia. El proyecto incluiría dos barcos y daría la vuelta al mundo; se descubrirían nuevos territorios para colonizar, se abriría una nueva ruta hacia China, se crearían nuevos puertos para la Compañía Francesa de las Indias Orientales y se descubrirían nuevas especies vegetales, evaluando la posibilidad de cultivo en el continente europeo. El nombre de Commerson fue defendido por algunos eminentes científicos, pero él no tenía claro si debía partir.
—Sin duda, sería una aventura increíble… Pero tal vez es mejor que siga estudiando aquí, a buen recaudo, entre los muros de esta casa —llegó a decirle a Jeanne.
—¿Estás bromeando, verdad? —ella lo fulminó con la mirada—. ¿Te imaginas a cuántos de tus colegas les gustaría ese puesto? Y tú, en cambio, piensas en quedarte en casa, trabajando frente a la chimenea, como un anciano...
—¿Eres consciente de que en un viaje de estas características debes estar preparado para enfrentarte a cualquier tipo de peligro, incluso a condiciones meteorológicas extremas? Desde el calor sofocante del ecuador a las gélidas temperaturas del Antártico.
—Pero piensa en todas las cosas maravillosas que podrías ver y descubrir. Un viaje alrededor del mundo… ¡Una ocasión única! Verás tierras desconocidas, flores, plantas, animales, insectos… Mundos que jamás has conocido, mundos inexplorados…
—Es un hermoso sueño, eso es cierto…
—No es un sueño: para ti, puede hacerse realidad si así lo deseas. Y tu nombre quedará en la Historia. ¿Imaginas cuántas nuevas especies podrían llevar tu nombre? ¡No como todos esos libros que escribes y nunca decides publicar!
—Contigo todo parece siempre más fácil. Pero ya conoces mi estado de salud…
—¿No me dijiste que tienes derecho a un asistente «contratado y pagado por el rey»? ¡Pues me iré contigo! Juntos afrontaremos esta extraordinaria aventura. ¡No veo la hora de partir!
Así fue como Commerson terminó presentando su candidatura, pero exigía una condición: teniendo en cuenta su precario estado de salud, debía ir acompañado por una enfermera personal de su elección. El comandante de la expedición, el conde Louis-Antoine de Bougainville, se mostró complacido con la decisión del naturalista de participar en la expedición, pero le explicó, con mucha educación, que era imposible satisfacer su petición.
—Desafortunadamente, no es posible tener una enfermera a bordo —dijo de Bougainville—. Por orden del Rey, está prohibida la presencia de cualquier mujer en el barco de Su Majestad. Y los oficiales que no cumplan con esta orden serán sancionados con un mes de suspensión. Como puede comprender, tengo las manos atadas, doctor Commerson.
—Entiendo.
—Y le recuerdo que un oficial médico viajará con nosotros. Y usted también es médico, ¿me equivoco?
—Sí, tengo el título de medicina y también he ejercido durante algún tiempo, pero como sabe, mi verdadera pasión es la botánica.
—Y no solo eso, tengo entendido que ha realizado estudios sobre la fauna marina del Mediterráneo por recomendación del célebre Linneo. Será un honor para mí tenerle a bordo.
—El honor será mío —respondió cortésmente Commerson.
—Viajarán con nosotros otros nombres eminentes: el ingeniero y cartógrafo Charles Routier de Romainville; el astrónomo Pierre-Antoine Véron, a quien conoce muy bien, y el príncipe Carlos de Nassau. Será la expedición más importante de todos los tiempos. Su Majestad, el rey Luis XV, espera mucho de nosotros, y tenga por seguro que juntos estaremos a la altura de tal empresa.
Commerson se limitó a asentir sonriente. El entusiasmo de Bougainville era palpable, casi tanto como el de Jeanne.
—Pero volviendo a nosotros y a su petición —prosiguió el líder de la expedición—, usted no podrá tener su propia enfermera personal, como le acabo de explicar, pero le recuerdo que tiene derecho a un asistente.—Commerson volvió a asentir y el capitán continuó—: Teniendo en cuenta su estado de salud y las necesidades de sus estudios, será usted quien elija el candidato más adecuado para el puesto. No seré yo quien le imponga un miembro de mi tripulación o una persona de mi confianza.
—Se lo agradezco. Comenzaré la búsqueda de inmediato, y le informaré sobre el candidato escogido.
—Tengo fe absoluta en su elección.
Ambos hombres se despidieron entre saludos y reiteradas demostraciones de afecto mutuo.
La noticia de que las mujeres no podían formar parte de la tripulación no desalentó a Jeanne. A esas alturas, ya había considerado la posibilidad de participar en una de las mayores aventuras de su tiempo, y era de la opinión de que no sería una idea estúpida e infundada la que le impediría partir, aunque fuera orden de Su Majestad.
La solución no era difícil: si ninguna mujer podía subir a bordo, entonces se convertiría en hombre. Superar la selección tampoco sería complicado, ya que la opinión de su Philibert sería vinculante. Con todo, debía estar preparada para afrontar largos periodos en los que sería la única mujer en medio del mar, tan solo en compañía de hombres, no siempre tan corteses y refinados como los científicos que frecuentaban su casa de París. Fue así como empezó a utilizar ropa de hombre —que, en realidad, no le resultaba tan incómoda—, y a tratar de moverse y de hablar como lo hacía un hombre. Traicionar su verdadera identidad podría serle fatal.
La que fuera proclamada como la mayor expedición científica del mundo partió del puerto de Brest en diciembre de 1766. Más concretamente, en ese mes zarpó la fragata Boudeuse (Gruñona), bajo el mando de Louis-Antoine de Bougainville. Commerson y Jeanne no estaban a bordo; su salida estaba prevista para un tiempo después, a bordo del buque L’Étoile (La Estrella), que alcanzaría a Boudeuse unas semanas más tarde.
La solución no era difícil: si ninguna mujer podía subir a bordo, entonces se convertiría en hombre
Así pues, el 1 de febrero de 1767, el doctor Commerson se presentó en el puerto de La Rochelle acompañado por su asistente personal, un tal Jean Baret. La transformación de Jeanne era completa: había cortado su largo cabello y se había vendado fuertemente el pecho, ocultándolo bajo una gruesa camisa y una pesada chaqueta de hombre. Naturalmente, vestía pantalones y zapatos de invierno, y a nadie se le habría pasado por la cabeza pensar que el asistente del médico naturalista era en realidad una mujer.
Debido a la gran cantidad de equipo que el científico llevaba consigo, y a que necesitaba un gran espacio para clasificar y estudiar las nuevas especies que descubriría durante el viaje, se le confió una cabina grande con instalaciones privadas, que solo compartiría con su asistente. Esto le dio a Baret significativamente más privacidad: resultaría mucho más fácil mantener en secreto su identidad a bordo de un barco abarrotado de hombres. Aún faltaban algunos meses para su cumpleaños: el 27 de julio de aquel año cumpliría 27, y su gran sueño estaba a punto de hacerse realidad.
El viaje no estuvo exento de imprevistos. Commerson empezó a sufrir mareos y le aquejaba una úlcera recurrente en la pierna: probablemente, Jeanne pasó la mayor parte del tiempo atendiéndolo, mientras saboreaba cada instante de esa nueva aventura.
Tras meses de navegación, finalmente los barcos Boudeuse y L’Étoile se encontraron por primera vez en las Islas Malvinas. Por decisión del rey, el día 1 de abril, las islas Malvinas fueron cedidas a España y los dos barcos zarparon rumbo a Brasil.
Una parada en Montevideo, Uruguay, representó para ambos botánicos la primera ocasión de recorrer las llanuras y montañas, y de recoger material. Sin embargo, el dolor en la pierna de Commerson no cesaba, así que fue Jeanne quien se hizo cargo del transporte de suministros y muestras. Pero el trabajo duro nunca la había asustado, y se ganó el respeto de sus compañeros de viaje, quienes supieron apreciar su fuerza, tenacidad y discreción.
El 21 de junio de 1767 llegaron a Río de Janeiro. La escala en esos territorios inexplorados era un banquete para los ojos. Jeanne y Philibert caminaban por esa naturaleza virgen, abrumados por la exuberancia de la flora tropical. Durante una de sus expediciones, se detuvieron a admirar un arbusto que nunca antes se había visto; un arbusto que presentaba hojas en forma de corazón y pequeñas flores de color crema, sostenidas por grandes brácteas de un rosa intenso. Aún en la actualidad, esas flores llevan el nombre de Bougainvillea spectabilis, en honor al capitán de la expedición y, desde aquel día, embellecen jardines y parques de toda Europa, allá donde el clima lo permite. Durante su escala en Río de Janeiro también recogieron enormes cestas repletas de ejemplares jamás vistos, y que Jeanne transportaba y catalogaba de manera incansable.
Después le tocó el turno a la Patagonia, donde los barcos debían esperar vientos favorables para poder cruzar el Estrecho de Magallanes. En aquellas ásperas tierras, ambos desafiaron el hielo, la nieve y los implacables vientos, pero quedaron conquistados por el encanto de aquellos paisajes desolados. El frío les calaba en los huesos y se sumaba al cansancio de transportar el material, tarea que siempre se le encomendaba a Jeanne, a quien Commerson le gustaba llamar «mi bestia de carga», palabras que suscitaban la decepción de la joven y la hilaridad de la tripulación.
Ya había llegado noviembre cuando se dispusieron a soltar amarras y hacer frente al gélido océano Antártico. Precisamente en esas aguas avistaron grandes peces de cuerpo blanco, con la aleta dorsal y la cola negras; una especie de delfines hasta entonces desconocidos que aún a día de hoy se denominan delfín de Commerson o Cephalorhynchus commersonii. Pero en esas mismas aguas, los barcos debieron enfrentarse a todo tipo de obstáculos: tormentas y marejadas se sucedían; los marineros, cada vez más débiles y cansados, enfermaban; los alimentos comenzaban a escasear. Philibert y Jeanne se apoyaban el uno a otro, y seguían con su trabajo de archivo: ya habían catalogado cientos de especies, y todavía les esperaba por delante un largo camino.
Finalmente, en abril de 1768, llegaron a Tahití, un auténtico paraíso terrenal. La isla, que había sido descubierta hacía apenas 10 meses por el inglés Samuel Wallis, no solo era fértil y exuberante, sino que sus habitantes acogían con calidez y generosidad a los extranjeros que llegaban del mar.
Después de pasar duros meses a bordo, el capitán tuvo la impresión de haber llegado «a los jardines del Edén». Sin embargo, ocurrió algo en esa tierra rica y generosa que revolucionó la vida de la joven exploradora.
Jeanne aún no había pisado esa isla de la que tanto alardeaban los tripulantes: una ligera indisposición la había obligado a quedarse en la cabina. Pero aquel día, se sentía de nuevo en forma. Con una ilusión renovada, comenzó a preparar las cestas para la recogida del material, los cuadernos para los apuntes y todo lo necesario para una nueva excursión. Cargada como siempre, se apresuró a desembarcar. Sin embargo, en cuanto pisó tierra firme, los aldeanos la rodearon y empezaron a repetir: «vahiné, vahiné» y «ayenne, ayenne».
Fueron instantes de confusión: hombres, mujeres y niños tahitianos intentaban acercarse cada vez más a Jeanne, estiraban las manos tratando de tocarla, mientras que los marineros intercambiaban miradas perplejas sin comprender lo que estaba sucediendo. Jeanne retrocedía, cada vez más asustada, dejando caer al suelo las cestas y provisiones. Mientras Commerson la seguía con la mirada, incapaz de ayudarla, uno de los guardias armados estacionados en tierra se abrió paso entre la multitud, llegando hasta el que para él era el asistente de Commerson. Después, sin dudarlo, le condujo de vuelta al barco. Poco después, todo quedó explicado: en aquel individuo de complexión esbelta, con el rostro cubierto de pecas y las manos menudas, habían reconocido a una mujer, a una muchacha.
Por supuesto, el episodio no pasó desapercibido y cuando el capitán