Mujeres Malabaristas - Soledad Zanchi - E-Book

Mujeres Malabaristas E-Book

Soledad Zanchi

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Beschreibung

Mujeres Malabaristas es un libro de cuentos, como los que nos contaban de chiquitas. Son relatos cortos y cotidianos sobre mujeres comunes y corrientes, entrelazados sutil y cuidadosamente con una historia principal, que transcurre en un Circo sin espacio ni tiempo y recorre el libro de principio a fin. Fantasía y realidad se combinan mágicamente a lo largo del libro creando diferentes climas y escenarios. Nada se queda quieto, todo varía. Pero hay un punto de encuentro, un hilo conductor: todas y cada una de las protagonistas son Mujeres Malabaristas.

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SOLEDAD ZANCHI

Mujeres Malabaristas

Zanchi, SoledadMujeres malabaristas / Soledad Zanchi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4647-0

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Prólogo

Las Malabaristas

Yo escribo

Doña Lidia

Treinta minutos en la vida de Ana

El límite

Carta para Narciso

Las Malabaristas (segunda parte)

Una vaquita para Susana

Mi abuela Baba

En loop...

Mamá

Las Malabaristas (tercera parte)

Juego de roles

Interferencia

Transparente

Más viva que nunca

Elásticos

El hombre

Las Malabaristas (cuarta parte)

El ténder de Virginia

Un día perfecto

Café y menta

De fotos y milanesas...

Las Malabaristas (quinta parte)

Los días de semana

Poliamorosa

Suspendida en el aire

No soy solo esto

Definamos normalidad

Las Malabaristas (sexta parte)

Agradezco haber tenido una infancia con días aburridos, porque la fantasía y la creatividad se abrieron paso en mí, gracias a ellos.

Agradezco la ternura, la magia y el inmenso amor con que fui criada.

Agradezco el dolor, a él le debo mucho. Tan reiterado y en ocasiones profundo, que me empujó a escribirlo para sacarlo de adentro y no morir de tristeza. Me hizo resiliente y sarcástica pero también cuidadosa a la hora de tocar el mundo de los otros.

Agradezco mi sensibilidad, siempre con tan mala prensa. Mi intuición, rehabilitada y en plena expansión. Mi convicción, mi entusiasmo y la alegría inmensa que siento hoy.

Agradezco a mis hijos, que más de una vez cenaron tarde por verme detrás de la computadora escribiendo, pero a su vez les cuentan a sus amigos que tienen una mamá feliz, reafirmando ferozmente mi camino. A mi compañero y amistades, por haberme acompañado y leído una y mil veces. A Facundo Gerez, que fue quien generó y sostuvo los espacios periódicos, seguros y enriquecedores donde fueron naciendo muchos de estos textos y tomando su forma final casi todos ellos.

Agradezco mi profesión, mi sueldo y también la cuota alimentaria de mis hijos, porque son condiciones sin las cuales, sería mucho más difícil dejar la vida un poquito de lado para sentarse cómodamente bajo un aire acondicionado a escribir estas líneas.

Prólogo

Se presume que el registro más antiguo del malabarismo, ese fascinante juego de destreza y agilidad que consiste en lanzar objetos al aire y recogerlos, manteniéndolos en perfecto equilibrio, data de hace más de cuatro mil años. Se encuentra ubicado en una de las tumbas de Beni Hassan –necrópolis egipcia situada en la orilla oriental del Nilo, al sur de El Cairo– y consiste en un retrato de lo que parece ser un grupo de mujeres arrojando metódicamente esferas al aire.

De la china a la india, hasta la griega y la romana, pasando por la nórdica y la azteca, son varias las culturas en las que, más allá del mencionado antecedente egipcio, se pueden encontrar registros de este arte, el del malabarismo, a lo largo del tiempo. Un arte que supo tener su momento aciago en la Edad Media, cuando buena parte de las historias que circulaban en aquel entonces no solo desaprobaban abiertamente el malabarismo, sino que además acusaban a los malabaristas de ser personas de baja moral e incluso de practicar brujería.

En este arte ancestral se inspira Soledad Zanchi para componer Mujeres malabaristas, un libro conformado por treinta textos (seis de los cuales pueden leerse como un cuento largo) que, más allá de un eje conceptual, tiene una serie de similitudes y contrastes en los que vale la pena detenerse.

Basta citar a tres mujeres –Ana, Virginia y Maira–, las protagonistas de tres de los relatos de este libro (“Treinta minutos en la vida de Ana”, “El tender de Virginia” y “Un día perfecto”), tres madres abnegadas, para dar cuenta, por empezar, que Mujeres malabaristas reúne, ante todo, una serie de piezas que revelan de un modo elocuente las luces y las sombras de la maternidad.

Si en dichos textos nos sumergimos en el intenso mundo de la maternidad y sus malabares, es en “Mi abuela Baba” y “Café y menta” donde, en un juego autorreferencial, Zanchi se detiene en la historia familiar. A partir de la evocación de la figura de una abuela pícara y transgresora, en “Mi abuela Baba” se despliega una historia de tradiciones y legados atravesada por la ternura y la admiración, mientras que en “Café y menta”, una serie de recuerdos de infancia dan cuenta de la complejidad de la relación de una hija con su padre; una relación tan tirante como amorosa, que a la distancia es vista con un halo de nostalgia.

Por otro lado, en un arco que va de la risa al llanto, en “Transparente” y “Definamos normalidad” se pone de relieve el impacto de la violencia, el control y la manipulación en el marco de relaciones asimétricas, mientras que en textos como “Poliamorosa”, “No soy solo esto” y “Yo escribo” Zanchi hace gala de su veta más experimental, explorando las inesperadas asociaciones de la mente y el misterio del proceso creativo, considerando el sentido del tiempo y la libertad en un mundo convulsionado.

Un relato que gira en torno a una pareja que, a fuerza de autocrítica y reflexión, logra romper con la monotonía y recuperar el sentido lúdico del vínculo (“Juego de roles”), y una historia de amor, de locura y de muerte (“El hombre”), por su parte, son dos puntos destacados del libro, por no mencionar “Doña Lidia” y “Una vaquita para Susana”, dos relatos entrañables que ponen de relieve la importancia del apoyo de la familia y los amigos en la adversidad y el padecimiento físico.

Si esta serie de relatos es rica y variopinta, tal como queda a la vista, “Las malabaristas”, el cuento largo dividido en seis partes que da título al volumen merece un párrafo aparte.

En el contexto de un oscuro mundo circense donde impera una cruel tiranía, seguimos a Julieta, una malabarista condenada a malabarear, que, día a día, ejecuta sus números ante un público voraz. A partir de ella, no solo vemos cómo la impronta violenta y abusiva del circo entra en tensión con las expectativas y las posibilidades de cada una de las artistas, sino que vemos también cómo, sigilosamente, desde la base, se impone un sentido comunitario que habilita una zona segura donde se resignifica el sentido de la intimidad: un foco de resistencia eminentemente femenino donde aflora la complicidad y el cuidado mutuo aligera el peso de la existencia.

En Zen in the Art of Juggling (Zen en el arte de los malabares), libro de culto entre malabaristas del hemisferio norte, Dave Finnigan plantea al arte del malabarismo como un proceso integral que involucra tanto a la praxis como a lo filosófico. A partir de esta idea, y yendo de lo literal a lo metafórico, podríamos pensar, entonces, que ya sea una cuestión de esferas, clavas, aros, sombreros, cuchillos o antorchas, o bien se trate de la serie de compromisos, responsabilidades y pequeñas batallas de la vida ordinaria, este arte ancestral se basa en un fino sentido del equilibrio entre lo interno y lo externo.

La concentración, desde ya, es clave, al igual que la agilidad y la destreza, pero –tal como nos demuestran los personajes que habitan los relatos de este libro de Soledad Zanchi– en este arte, mezcla de atracción y conjuro, tanto o más importante parece ser la flexibilidad y la capacidad de adaptación ante lo imprevisto y lo urgente, sin por eso dejar de lado la sensibilidad que nos permite detenernos y apreciar el sutil brillo de los pequeños detalles de la vida cotidiana.

Facundo Gerez

Las Malabaristas

Ahí va ella, vestida para la ocasión, malabareando la vida. Ahí va, segura, mirando al frente, con sus platitos chinos volando por el aire como en una danza perfecta.

Dicen por ahí que usa colores y amuletos los días en que tiene sus funciones más difíciles. Cuando la ven entrar de esta forma, sus compañeras ya saben que hoy es uno de esos días, que hoy se malabarea con fuego o algo de eso.

Y es que su día a día es un equilibrio constante. Hace piruetas vistosas y perfectas entre quehaceres, emociones y algunos mandatos. Malabarea tristezas, canciones y recuerdos. Depende del día. A veces solo lleva en las manos expectativas y sueños, esos días es fácil la función, el día pasa más rápido. Pero cuando le toca malabarear escasez, o las caras tristes de sus hijos, cuando le toca esconder los moretones o malabarear llorando, esos días son eternos; le pesan las piernas, le duele la cara al forzar la sonrisa para salir a la función, le duele todo. Aunque igual malabarea. Lo hace, porque eso es lo que le enseñaron que debía hacer.

Le tiran de a uno los aros al empezar el día y ella casi sin pensar los va tomando en sus brazos, luego en las piernas, y hasta en el cuello. A veces se asfixia. No tanto por el aro, sino por el hecho de no poder soltarlo nunca. Pero entonces llega su compañera de función. Todas tenemos una compañera, o dos, o más. Ellas salen al escenario con nosotras y nos hacen la gamba. Entonces, cuando nos quema el fuego, o ese aro nos asfixia más que otros días, solo nos miramos y hacemos el cambio. Así es este arte.

A veces están todas, a veces falta alguna, a veces está sola, esas son las funciones más duras. Malabarea en silencio, lo hace y lo hace, con la mirada gacha, pero a su vez con énfasis, como para apurar el tiempo, como para poder terminar antes y descansar. Malabarea en automático, extraña las miradas cómplices y las risas de sus compañeras. Esos días no tienen mucho sentido. Pero hay que hacerlo. No hay opción.

Hubo un día en que una de ellas no llegó. Lo raro fue que al día siguiente tampoco. Pasó esa semana y nada. Bueno, a veces pasa, decían. A veces se cansan del oficio y deciden cambiar. A veces la función las deja extenuadas y simplemente se van a un limbo del que no pueden volver, raro, como brujería suelen murmurar los espectadores. Y a veces, simplemente dejan de existir, ponen final a su dolor de manera drástica. A veces lo hacen ellas, a veces otro lo hace por ellas. Es que el número se las lleva puestas, el número de la vida es demasiado largo a veces, demasiado riesgoso.

Algunas toman más riesgos que otras, en realidad son los platitos que les tocaron, no lo deciden ellas, lo decide el jefe. Él es quien decide la distribución de los lugares en el escenario, el momento del día en que será la función. Todo. Absolutamente todo.

Y así transcurre el tiempo. A veces más rápido, a veces eterno. El consuelo es que siempre transcurre, que el tiempo no para. Aunque haya ocasiones en que se olvide hacia dónde va, aunque haya días en que termine con las manos y los pies llenos de ampollas, siente un extraño consuelo por la tarea cumplida, por los aplausos de la gente. Esos gritos de aliento que llegan desde el público son un combustible que enciende el motor, pero luego, como todo combustible, se extinguen. “sos hermosa” “vos podés” le gritan. Mira a su alrededor y si el circo está lleno, ella sabe –o cree– que la función valdrá la pena, que la paga será acorde, y que podrá comprarles una sonrisa a sus bebés o al menos podrá apagarles el llanto por un rato. Tal vez, un vestido nuevo para alguna función difícil, un cuarzo, un collar de semillas, en fin.

Se siente gratificada al anochecer, mira los platitos al ir guardándolos uno a uno en su caja, cada noche. Siente que mañana será igual que hoy, pero que al menos hoy sí pudo. Pudo lograr entretener a la gente, y robar un par de sonrisas. Las del público las tradujo imaginariamente en dinero, aunque sabe que no siempre es así, aunque a veces el pago sea dejarse acariciar o besar por algún opulento espectador que el jefe decida. Él administra y ella lo sabe, desde chica conoce el oficio, y acepta las reglas. Su jefe es todopoderoso, ¿cómo habría de oponerse? Es eso o nada. No hay otros circos, no hay otros roles, no hay otras reglas. Las sonrisas de sus compañeras, sin embargo, se traducen en paz. Ella siente armonía en su cuerpo cuando se acompañan y pueden reír. Aquellos pequeños descansos entre maquillaje y ropas de colores son un atisbo de alegría. Comparten el mate y unos bizcochos duros, y en cada paso de manos se recargan entre sí. Magia. Brujería.

Cosa de malabaristas, dicen los espectadores, que esperan hambrientos su función, comiendo pochoclos con la mirada perdida, esperando llenar sus ojos de color y de belleza, aunque también esperando secretamente un tropiezo, o algo que trasforme momentáneamente a esa malabarista en payaso, algo que los haga reír y olvidar su miserable vida. Esperan relamiéndose, es que ellos han pagado, son clientes. Son clientes y son espectadores. A veces acompañados de espectadoras, también, exmalabaristas todas ellas, que han sido “salvadas” una noche y dejaron sus artes guardadas en un cajón. Ellas saben que sus maridos de vez en cuando le pagan al jefe para oxigenarse, para tocar a otras mujeres, las actuales malabaristas, las que se mantienen en la vidriera con una sonrisa abrochada a la fuerza, las que no pueden decir que NO.

Las mujeres tristes que acompañan a los clientes, saben el oficio y a menudo deben malabarear en silencio. Alguna vez pensaron que ese cajón se cerraría para siempre, pero saben que de vez en cuando hay que sacar platitos y entrar a malabarear. Ellas malabarean soledad y aburrimiento entre otras cosas. Malabarean silencios, desidia, hipocresía, ausencias. Pero cuando nadie las ve. Si se llegaran a enterar que malabarean, ¿qué sería de ellas? Si tienen todo para ser felices o eso les dijeron, eso les enseñaron una vez.

Al fin y al cabo, ninguna se salva de malabarear, solo que algunas son más conscientes que otras, algunas se tienen unas a otras, algunas comen mejor que otras, y ese tipo de cosas, pero no mucho más.

Yo escribo

En esta época de inmediatez, yo escribo.

Por cada respuesta que me han pedido en diálogos con sordos, en los que en realidad no importaba la respuesta sino el hecho de increpar, de intimidar, de descalificar; yo escribo.

Por todas las veces en que sentí el apuro, la presión para encontrar las palabras intentando convencer a inconvencibles, intentando en vano la celeridad y la eficiencia; yo, escribo.

La hoja en blanco me da tiempo. La hoja es generosa. La hoja es un refugio.

Escribir es resistir. Escribir es contraponerse a esa superficial inmediatez. Es encontrarse a una misma en las profundidades. Las profundidades del dolor y las del placer, todo al mismo tiempo. Es resistir creando. Es vislumbrar la magia en las tinieblas del alma. Es encontrarse y contar al resto todo lo que hemos encontrado. Y todo eso pasa porque la hoja no presiona, no precisa resultados urgentes.

El acto de escribir es revolucionario, es un trabajo silencioso y poderoso que no se deja condicionar por este mundo voraz.

La hoja da espacio de sentir y pensar esa respuesta que nadie nos pidió, excepto nuestra propia alma. Es mujer y es sabia, entiende que las mejores cosas nacen de los procesos. Sabe que antes de parir se precisan meses de gestación, que cada cosa lleva su tiempo y cada frase nace cuando tiene que nacer, en el momento adecuado, ni antes ni después. Jamás presionaría una hoja a su escritora, pues sabe que, si ella se atolondrara al darle respuestas, no habría nada que escribir, nada bueno ni real, al menos.

Si la hoja se empecinara en presionar a su escritora pidiéndole respuestas como aquellos sordos, aquellos inconvencibles, obtendría las mismas palabras precoces y temerosas, las mismas frases transparentes asomando entre sonrisas forzadas. Solo párrafos exhaustos y textos sin voz.