Mundo hormiga - Charlie Kaufman - E-Book

Mundo hormiga E-Book

Charlie Kaufman

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Beschreibung

El bombazo de Editorial Barrett en 2021 tiene nombre y apellidos: Charlie Kaufman. El aclamado director y guionista, ganador del Óscar al mejor al mejor guion por Olvídate de mí debuta como novelista con la audaz y original Mundo hormiga, una mordaz denuncia del mundo moderno y una reflexión sobre el arte, el tiempo, la memoria, la identidad, la comedia y la propia naturaleza de la existencia. B. Rosenberg, crítico de cine neurótico e infravalorado (académico fracasado, cineasta, amante, vendedor de zapatos que duerme en un cajón de calcetines), se tropieza con una película hasta ahora inédita realizada por un enigmático forastero, una película que está convencido de que cambiará la trayectoria de su carrera y sacudirá el mundo del cine hasta sus cimientos. Cuando llega a sus manos la que posiblemente sea la mejor película jamás realizada —una obra maestra de stop-motion de tres meses de duración que su recluso autor tardó noventa años en completar— B. sabe que su misión es mostrarla al resto de la humanidad. El único problema es que la película ha sido destruida, dejándole como único testigo de su genio inadvertidamente efímero. Todo lo que queda de esta obra de arte es un único fotograma a partir del cual B. debe intentar recordar de alguna manera la película que podría ser la última gran esperanza de la civilización. «Tan alocada e inteligente como sus películas». The Washington Post «Desde cualquier punto de vista, Mundo hormiga es un libro excepcionalmente extraño. También es un libro excepcionalmente bueno».  The New York Times «Mundo hormiga es Kaufman llevándose a sí mismo a todos los límites formales y sociales, sin tapujos, sombrío y devastador, pero maravilloso».  Los Angeles Review of Books

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Charlie Kaufman (Nueva York, 1958) es probablemente el cineasta estadounidense más original y surrealista de los últimos años. Durante los ochenta, tras sus estudios en las universidades de Boston y Nueva York, envió sin suerte diversos guiones a personas de la industria cinematográfica, hasta que en 1991 consiguió trabajo en la segunda temporada de la mítica serie Búscate la vida.

En 1999 Kaufman se dio a conocer por primera vez como guionista en la gran pantalla con la película Cómo ser John Malkovich, dirigida por Spike Jonze, por la que fue nominado al Óscar y ganó un BAFTA por el mejor guion original. Después se estrenaron Human Nature (2001), dirigida por Michel Gondry; Adaptation. El ladrón de orquídeas (2002), dirigida de nuevo por Jonze (donde el personaje protagonista se llama Charlie Kaufman), y Confesiones de una mente peligrosa (2002), con George Clooney como director, aunque Kaufman reniega de ella por los cambios que el propio Clooney hizo sobre el guion. En 2004 se estrenó la película más conocida de Charlie Kaufman, Eternal Sunshine of the Spotless Mind (traducida horriblemente en España como ¡Olvídate de mí!), dirigida de nuevo por Michel Gondry y protagonizada por Jim Carrey y Kate Winslet. Con esta película obtuvo el premio Óscar y el BAFTA al mejor guion original.

A partir de 2008, Charlie Kaufman comienza a dirigir sus propias películas, empezando por Synecdoche, New York, el filme de animación Anomalisa en 2015 y, su último delirio, Estoy pensando en dejarlo, en 2020 a través de Netflix.

Mundo hormiga es su primera novela y en ella se pueden reconocer su originalidad, sus obsesiones y su locura. Puro Kaufman.

Ce Santiago

Ce Santiago (Cádiz, 1977) aprovechó los turnos de noche en la garita de un aparcamiento para estudiar filosofía. Traduce con vistas al futuro, consciente de que escribir es un deporte de fondo en el que, como mucho, uno queda segundo. Ha traducido, entre otros, títulos de William Gass, Gilbert Sorrentino, Mary Robison, Nicholson Baker, Ann Quin, T. C. Boyle, Chris Offutt y Ronald Sukenick. Es también autor de la novela El mar indemostrable, publicada por La Navaja Suiza en 2020.

Isidro Ferrer

Decenas de libros, cientos de carteles, delicados objetos, enormes fachadas, cortos de animación, esculturas, textiles, imágenes de marca, esculturas, lámparas. Cualquier soporte, técnica, canal de comunicación, le sirve a Isidro Ferrer para expresar con imágenes su pasión por el teatro de la vida. Premio Nacional de Diseño 2002, Premio Nacional de Ilustración 2006, Miembro del AGI (Alliance Graphique International), viajero infatigable, abarca con su obra y su palabra una vasta geografía física y emocional.

Título original: Antkind: A Novel © Random House, 2020

Primera edición: noviembre de 2021

 

 

Traducción: Ce Santiago

Corrección y maquetación: Editorial Barrett

© del texto: Charlie Kaufman

© foto de la biografía: continúe sin este dato

© de la traducción: Ce Santiago

© de la ilustración de cubierta: Isidro Ferrer Soria | www.isidroferrer.com

© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Belén García | [email protected]

 

 

ISBN: 978-84-18690-09-9

Publicación digital: @Booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

Es muy estadounidense, el fuego. Muy como nosotros.

Su desolación. Y su triunfo final, breve.

LARRY LEVIS, «Mi historia en un fuego de estilo tardío»

 

 

Te entra humo en los ojos

Te entra humo en los ojos

Te entra humo en los ojos

Te entra humo en los ojos

«Te entra humo en los ojos»

Aterriza con un zump, desde ninguna parte, intempestiva, impropia, arrojada desde el futuro o quizás desde el pasado, pero aterriza aquí, en este lugar, en este momento, que podría ser un momento cualquiera, lo que significa, supones, que no es momento.

Parece ser una película.

HERBERT Y DUNHAM VAN EN BICICLETA (1896)

Herbert y yo vamos en nuestras bicicletas por Anastasia Island. Ahora tienen el puente ese nuevo. Es 30 de noviembre de 1896, y es casi de noche, pero no del todo. No sé bien qué tiempo hacía porque no conservan registros tan antiguos, pero al ser Florida seguramente hacía calor, para variar. Total, que vamos chillando y aullando y de todo, esas cosas que hacen los niños, porque eso es lo que éramos, y teníamos energía para dar y regalar. Estoy a punto de contarle a Herbert una patraña sobre fantasmas porque sé que enseguida se acojona y siempre es divertido intentar hincharle las narices. Herbert y yo nos conocimos porque las Hermanas nos acogieron a los dos cuando éramos pequeñitos porque éramos bebés huérfanos y nos encontraron en mitad del cementerio de Tolomato, en serio, lo que, si lo piensas, acojona bastante ya de por sí. O sea, que las Hermanas nos acogieron y así nos conocimos, y luego nos adoptó a los dos la viuda Perkins, que como está vieja y sola quería rodearse de niños para sentirse joven otra vez y menos sola, según dice. Pero esto no tiene nada que ver con que vamos en bici hacia Crescent Beach porque allí los roncadores se pescan fenomenal. Todavía no es de noche y cogemos nuestras cañas y soltamos las bicicletas y nos encaminamos al agua.

—¿Eso qué es? —dice Herbert.

Así de entrada no lo sé, pero como he estado jugando a acojonarlo, pues digo:

—Igual es un fantasma, Herbert.

Total, cuando Herbert oye eso quiere volver al pueblo cagando leches, así que le digo que estoy de coña y que en realidad los fantasmas no existen, y como por lo visto eso lo convence pues como que puede merecer la pena acercarse a investigar.

Con un poco de inquietud Herbert accede a seguir hasta el bulto, porque es lo que parece ser, un bulto.

¡Anda que no es grande! No soy un experto en mediciones, pero calculo que debe de tener como seis metros de largo por tres de ancho. Tiene cuatro patas. Es blanco y gomoso y duro al tacto como las suelas de las zapatillas de correr Colchester que la viuda Perkins me regaló en mi anterior cumpleaños cuando hice diez. Herbert ni lo toca, pero yo no le quito las manos de encima.

—¿Qué te parece que es? —dice Herbert.

—No sé, Herbert —digo—. ¿Qué ha arrojado ante nosotros el poderoso mar? ¿Quién sabe qué acecha en las opacidades oscuras como la tinta negra del mar? Es algo tipo, cómo se dice, una metáfora de la mente humana en todo su desconocimiento.

Herbert asiente, aburrido. Ya lo ha oído antes. Aunque somos íntimos como hermanos de verdad, somos muy distintos. A Herbert no le interesan los asuntos de la mente ni del espíritu. Se podría decir que es más pragmático, la verdad sea dicha. Pero tolera mis especulaciones, y lo quiero porque me las consiente. Así que continúo:

—La Biblia que nos enseñaron las Hermanas está abarrotada de simbolismo de peces, y, por lo que he oído, hay peces en casi todas las tradiciones mitológicas, sean orientales o no. De hecho, según me han contado, hay un joven suizo llamado Carl Young que cree que el pez es un símbolo de lo incosciente… ¿Es incosciente o inconsciente? Nunca me acuerdo.

Herbert se encoge de hombros.

—Da igual —continúo—, me viene a la mente el Jonás ese de la Biblia. Se lo traga un pez gigante porque rehúye lo que Dios quiere de él. Un rato después, Dios hace que el pez lo vomite en la orilla. Ahora tenemos aquí al pez este vomitado en nuestra orilla. ¿Es lo opuesto a Jonás? ¿Ha hecho Dios que un tipo gigante se tragara este pez y que lo vomitara aquí? Ya sé que se supone que la Biblia no hay que leerla literal, sino más bien, cómo se dice, de manera alegórica o lo que sea. Pero aquí estamos con una cosa misteriosa tipo pez. ¡Y tiene cuatro patas! Como un pez perro. O medio pulpo. O dos tercios de hormiga. ¡Es un misterio!

Miro a Herbert. Está ausente, pinchando al monstruo con un palo.

—Venga —digo—. Vamos a atarlo a las bicicletas con trozos de algas y lo remolcamos hasta el pueblo.

Como a Herbert las misiones le gustan como al que más, los ojos se le iluminan y nos ponemos manos a la obra. En cuanto lo tenemos bien asegurado, subimos a las bicis e intentamos pedalear. Las algas se rompen enseguida, así que Herbert y yo salimos disparados de nuestras bicis y caemos en una zanja, eso me dice que el monstruo pesa más de lo que nos habíamos figurado en un principio. No soy un experto en pesos y medidas, ya os lo he dicho.

A Herbert se le ocurre que vayamos al pueblo a buscar al doctor Webb. Es el hombre con más estudios de todo St. Augustine y un experto en los mecanismos de la naturaleza. También es médico en la escuela de sordomudos y ahí es donde lo encontramos, mientras les toma la temperatura a dos niños invidentes.

—¿Qué tal, chicos? —pregunta, a nosotros, no a los niños ciegos, para lo que supongo que ya conoce la respuesta.

—Hemos pensado que querría saber que acabamos de encontrar un monstruo marino en Crescent Beach —digo, todo engreído y eso.

—¿Es eso cierto, Herbert? —pregunta a Herbert el doctor Webb.

Herbert asiente, luego añade:

—Creemos que es de la Biblia judía y eso.

No es del todo cierto, pero me sorprende que Herbert se haya enterado de tanto.

—Bueno, no podré investigarlo hasta mañana. Hay una sala llena de niños invidentes cuyas constantes vitales han de ser medidas y anotadas. Por no mencionar a los niños sordos al otro lado del campus.

Y mientras el doctor Webb corre a ocuparse de sus deberes, algo me impacta y lo hace tan puñeteramente fuerte que casi me tira al suelo.

—Herbert —digo—. ¿Y si el montón ese éramos nosotros?

—¿Cómo? —pregunta Herbert.

—Como que, digamos que hay muchos de nosotros…

—¿De ti y de mí?

—Sí. De ti y de mí, pero como bebés nuestros del futuro, que se han quedado atascados mientras retrocedían en el tiempo hasta hoy, y se han amalgamado en una sola monstruosidad de carne impía. O sea que igual en la playa no hay ningún monstruo marino, solo nosotros…

—¿Tú y yo?

—Es solo una idea. Pero da a uno que pensar.

Capítulo 1

Mi barba es una maravilla. Es la barba de Whitman, de Rasputín, de Darwin, y aun así es mía en exclusiva. Una creación entrecana, estropajosa, tipo algodón de azúcar, demasiado larga, rala y rebelde como para estar de moda. Y es eso, la imposibilidad de que esté de moda, su alegato más poderoso. Dice, qué más me da (¡Da-rwin!) la moda. Qué más me da el atractivo. La barba es demasiado grande para una cara tan fina. La barba es demasiado espesa. La barba es demasiado acampanada para un calvo como yo. Echa para atrás. Así que, si te acercas a mí, lo haces según mis condiciones. Como llevo tres décadas así de barbudo, me gusta pensar que mi barba ha contribuido al resurgimiento de la barbedad, pero, la verdad, hoy día las barbas son animales distintos, la mayoría de ellas son tan fastidiosas que requieren más cuidados que los de un simple afeitado al ras. O, si son tupidas, lo son en caras de una guapura convencional, caras de leñadores de pega, caras de cerveceros de andar por casa. A las damas les gusta el look de estos figurines urbanos, hombres travestidos de varones. La mía no es así. La mía es de una heterosexualidad desafiante, descuidada, rabínica, intelectual, revolucionaria. Os deja claro que la moda no me interesa, que soy excéntrico, que soy serio. Me concede la oportunidad de juzgar el modo en que me juzgáis. ¿Me evitáis? Sois superficiales. ¿Os reís de mí? Sois unos filisteos. ¿Os repele? Sois… convencionales.

Que oculte un nevo flamígero que me llega del labio superior hasta el esternón es algo terciario, secundario como mucho. Esta barba es mi tarjeta de presentación. Es lo que me hace memorable en un mar de homogeneidad. Está dicho rasgo en sintonía con mis gafas buhiles de montura de alambre, mi nariz halconada, mis ojos hundidos de mirlo y mi coronilla de águila calva lo que me hace caricaturizable, como pájaro y también como humano. Algunos ejemplos enmarcados de varias publicaciones pequeñas, pero prestigiosas, de crítica cinematográfica (me niego a ser fotografiado por motivos filosóficos, éticos, personales y de agenda) adornan las paredes del despacho que tengo en casa. Mi favorita es lo que comúnmente se conoce como el efecto de inversión. Si me cuelgan boca abajo, parezco un Don King* caucásico. Como entusiasta inveterado del boxeo y erudito, este retruécano visual me divierte y, de hecho, utilicé la versión invertida de dicha ilustración como foto de autor en mi libro La religión perdida de la masculinidad: Joyce Carol Oates, George Plimpton, Norman Mailer, A. J. Liebling y la en ocasiones combativa historia de la literatura boxística, la ciencia dulce,^y por qué. Lo asombroso es que el truco de Don King también funciona en la realidad. Muchas son las veces, al realizar la sirsasana en clase de yoga, en que las hembras forman un corrillo y cacarean que soy clavado al «tío ese horrible del boxeo». Imagino que es la manera que tienen de flirtear, esas criaturas frívolas de mediana edad que se pasean, con la esterilla de yoga enrollada bajo el brazo o colgada al hombro proclamando su disciplina espiritual a un mundo indiferente, de la clase de yoga al almuerzo y del súper a un lecho conyugal vacío de amor. Pero yo voy solo por hacer ejercicio. Ni llevo ropa especial ni escucho el batiburrillo de religión oriental con que el instructor nos sermonea al principio. Ni siquiera llevo calzonas y camiseta. Pantalones grises de vestir y camisa blanca abotonada es lo mío. Cinturón. Zapatos Oxford en los pies. La cartera bien remetida en el bolsillo de atrás. Creo que eso habla a las claras. No pertenezco al rebaño. No me van las moditas. Es el mismo atuendo que llevo si en alguna rara ocasión me veo montando en bicicleta por el parque para relajarme. Nada de ropa de licra con logos por todas partes. No necesito que nadie piense que me tomo el ciclismo en serio. No necesito que nadie piense nada de mí. Voy en mi bici. Y punto. Si queréis pensar algo al respecto, adelante, pero a mí me da lo mismo. Lo que sí admito es que si me subo a una bici o voy a yoga es por culpa de mi novia. Es una actriz conocida de la tele, famosa por su papel de mamá sanota, pero sexy, en una sitcom de los noventa y en muchos telefilmes. Se podría decir que yo, como escritor mayor e intelectual, no estoy «en su liga», pero sería un error. Sin duda, cuando nos conocimos en la firma de la prestigiosa y poco distribuida biografía crítica de…

Algo (¿un ciervo?) pasa a toda mecha por delante de mi coche. ¡Un momento! ¿Aquí hay ciervos? Creo que he leído que aquí hay ciervos. Tengo que consultarlo. ¿De esos con colmillos? ¿Hay ciervos con colmillos? Creo que sí existen —ciervos con colmillos—, pero no sé si me lo he imaginado y, de no ser así, no sé por qué los asocio con Florida. Tengo que consultarlo en cuanto llegue. Sea lo que fuere, ya estará lejos.

Conduzco a través de la oscuridad hacia St. Augustine. Mi mente ha divagado hasta el monólogo de la barba como suele hacer durante los viajes largos en coche. En todo tipo de viajes. Lo he pronunciado en firmas de libros, en una conferencia sobre Jean-Luc Godard en el Salón Comedor Adjunto del Colegio Mayor del centro cultural 92Y. Por lo visto la gente lo disfruta. A mí me da igual, pero es lo que parece. Yo comparto la menudencia porque es verdad. La verdad es mi maestra en todo, si puede decirse que tenga maestra, que no es el caso. Treinta y dos grados, según el indicador de temperatura exterior de mi coche. Ochenta y nueve por ciento de humedad, según la pátina de sudoración de mi frente (en Harvard, se me conocía afectuosamente como el higrómetro humano). Una tormenta de mosquitos en los faros, azotando el cristal, embadurnados por los limpiaparabrisas. Mi suposición semiprofesional es que se trata de un enjambre del acertadamente denominado mosquito del amor —Plecia nearctica—, el mosquito de la luna de miel, el mosquito bicéfalo, así llamado porque vuelan juntos incluso tras finalizar el apareamiento. Es esa clase de arrumaco poscoital con mi novia afroamericana lo que me resulta tan placentero. Su nombre os sonaría. Si los dos pudiésemos volar por el cielo nocturno de Florida de tal guisa, accedería al instante, aun a riesgo de espachurrarnos contra un parabrisas gigante. Por un instante me veo perdido en ese escenario sensual y fatídico. Un plas sonoro me despierta de este viaje por las carreteras secundarias de la ensoñación, y veo que un insecto especialmente grande y estrafalario se ha estampado contra el cristal y espachurrado en el centro de lo que, calculo, es el cuadrante noroeste del parabrisas.

La autopista está vacía, la nada a cada lado la interrumpe un esporádico tugurio fluorescente de comida rápida, abierto, pero sin clientes. Sin coches en los aparcamientos. Los nombres no me resultan familiares: Slammy’s. The Jack Knife. Mick Burger. Hay algo siniestro en esos locales aislados en mitad de la nada. ¿A quiénes dan de comer? ¿Cómo se abastecen? ¿Vienen camiones con hamburguesas congeladas desde el almacén de Slammy’s de no sé dónde? Cuesta imaginarlo. Puede que me haya equivocado al hacer el viaje en coche desde Nueva York. Pensé que podría meditar, que así tendría tiempo para pensar en el libro, en Marla, en Daisy, en Grace, en lo lejos que al parecer me encuentro de cuanto había imaginado para mí. ¿Cómo ha sucedido? ¿Puedo saber siquiera cómo era yo antes de que el mundo me pusiera las manos encima y me volviera contra mí mismo en este… lo que sea?

En fin, es una historia antigua, por citar a todo zoquete y a su hermano. No hay forma de saberlo. Como especular al azar después de una excavación arqueológica somera. ¿De dónde proviene esta rabia? ¿Por qué estoy llorando? ¿Por qué amo a aquella mujer del Whole Food? Lo ha comprado Amazon y aun así la amo, pese a saber que Amazon es todo lo que va mal en este mundo. Bueno, todo no. Bezos sigue con un ojo puesto en todo. ¿Qué intento demostrar? ¿Qué cojones intento demostrar? Y avanzo cada vez más hacia el futuro, cada vez más lejos de cuando esta vasija de arcilla agrietada estaba nueva, de cuando su utilidad estaba clara, de cuando fue diseñada para contener algo específico y olvidado hace mucho. ¿Qué daño debía contener? ¿Qué vergüenza? ¿Qué pérdida? ¿Qué —me atrevo a especular— alegría? ¿Qué necesidad insatisfecha y siempre pospuesta? Heme aquí en el ocaso de la cincuentena con la cabeza calva y una barba gris y descuidada, conduciendo por la noche para investigar con vistas a un libro sobre género y cine, un libro que ni me va a salir a cuenta ni va a leer nadie. ¿Es esto lo que quiero hacer? ¿Soy quien quiero ser? ¿De verdad quiero esta cara ridícula que, según los guasones, me merezco? No. Y, sin embargo, ahí está. Lo que quiero es ser íntegro. No quiero odiarme. Quiero ser guapo. Quiero el amor de mis padres hace un millón de años en formas que seguramente nunca me dieron. O quizás sí. Creo que sí, pero soy incapaz de hallar otra explicación para esta necesidad constante, este agujero incolmable, esta convicción de que soy repulsivo, patético, asqueroso. Busco en cada rostro algún indicio de lo contrario. Lo suplico. Quiero que me miren como yo miro a esas mujeres, esas que pasan sin verme. Altaneras y autónomas. Quizás por eso llevo barba. Es una protesta excesiva. Dice: no necesito que me améis, ni atraeros, y he aquí cómo voy a demostrarlo. Voy a llevar la pinta de un intelectual ridículo. La pinta de ir sucio, como si apestara, quizás. Cuando era más joven, abrigaba la esperanza de que me transformaría en alguien atractivo. La mentira esa del patito feo con la que ceban a los niños tristes y poco agraciados igual que ceban con maíz a los gansos para hacer paté. Fui al gimnasio. Corrí. Me compré ropa moderna. Los cinturones anchos estaban de moda. Me compré los más anchos que pude encontrar. Tuve que ir hasta Lindenhurst para agenciármelos. Fui a que me ensancharan las trabillas a un sastre de Weehawken que hizo un trabajo parecido para David Soul.* Pero el pelo desapareció y la cara envejeció y como carecía de sentido negarlo, tiré por el lado opuesto. Quizás podía aparentar sabiduría. Que mis ojos legañosos tras cristales gruesos pudieran parecer reflexivos e incluso amables. No podía confiar en nada mejor. Y, en efecto, eso me visibilizó. Desde luego, hubo risitas a mis espaldas, pero mi perseverancia ilustraba mi desafío al modelo estándar, mi independencia.

Y hubo algunos resultados modestos. Mi novia actual, la que acabó con mi matrimonio, es actriz, preciosa, protagonizó una sitcom en los noventa, seguro que sabéis quién es. Creo que la atrajo mi aspecto rebelde, intelectual. Y mi último libro. Es afroamericana; y no es que eso importe, pero, desde luego, nunca pensé que fuese a suceder. Nunca imaginé que una mujer afroamericana se interesaría por mí. No tengo los modos, ni el porte, ni la forma de un sirviente de lo supermasculino, y ella es muy guapa, y quince años más joven. Leyó mi libro sobre William Greaves y su película Simbiopsicotaxiplasma. Me envió una carta de admiración. Seguro que sabéis quién es. Es guapísima. No os voy a decir su nombre. Nos conocimos y enseguida las dificultades de mi matrimonio se me hicieron insoportables. Esta mujer afroamericana era lo que yo siempre había deseado y jamás creí posible. También ha salido en varias películas. Películas que he examinado en mis escritos. Películas en las cuales la menciono de manera favorable. Por supuesto, es muy leída. Es divertida, y nuestras conversaciones son como relámpagos: ingeniosas, intensas, desnudas en lo emocional. Solemos pasarnos la noche hablando, propulsados por el café, los cigarrillos (que dejé hace años, pero, inexplicablemente, cuando estoy con ella me veo otra vez fumando) y el sexo. No me creía capaz de volver a tener erecciones así. La primera noche no se me levantó porque imaginé que me iba a comparar con la anatomía del hombre afroamericano estereotípico y me entró la timidez y la vergüenza. Pero lo hablamos. Me explicó que había estado con negros mal y bien dotados, que en mi asunción había cierto racismo inherente y que debía informarme sin falta. Añadió que el tamaño no importa en absoluto. Que lo importante es cómo un hombre usa el pene, la boca, las manos. Y me explicó que el amor que ponga en ello es el afrodisíaco definitivo. Acabó diciendo que debía revisar mi privilegio, al parecer no se refería a la cuestión que nos ocupaba, pero desde luego tenía toda la razón. Es una afroamericana listísima y de una sensualidad desbordante. Todo lo que hace en el mundo, saborear, bañarse, mirar, el sexo, lo hace con una inmediatez que jamás había presenciado en ningún otro ser humano. Tengo mucho que aprender de ella.

A lo largo de las décadas, he erigido muros que han de derribarse. Me lo dijo ella, y es lo que intento. Practicamos yoga juntos y siempre me aseguro de colocarme detrás de ella para poder verle ese increíble culo afroamericano que tiene. Cuesta creer que se lo pueda tocar. Y nos ha apuntado a una especie de retiro tántrico de fin de semana para el próximo julio y ando de los nervios. La maestría eyaculatoria es importante, pero tengo dudas de que vaya a sentirme cómodo relacionándome tántricamente con desconocidos. Mi novia ya ha participado en un taller de estos y dice que te cambia la vida, pero a mí me incomoda desnudarme delante de desconocidos. No solo por la cuestión del tamaño de mi pene, algo en lo que estoy trabajando (o sea, trabajando en mi preocupación), sino también por el tema de mi vello corporal. Hoy día no se considera atractivo que los hombres (ni las mujeres, no vayamos a caer en el doble rasero sexista, en esa pesadilla social de esas mujeres adultas que fingen ser preadolescentes) tengan vello, no digamos ya demasiado vello. Me niego a participar de la cultura de la cera o la depilación. Lo veo vano y afeminado, y, en consecuencia, me veo cohibido. Mi novia dice que el taller va a hacer milagros con nuestra vida sexual y que es algo positivo, pero yo no me quito de la cabeza que eso significa que está insatisfecha. Ella dice que no, que se trata de una comunión espiritual y de librarse del miedo, y me parece bien. Es solo que para mí esta relación lo significa todo por su novedad y, lo admito, por su naturaleza exótica. Tengo un montón de cosas en las que pensar y los mosquitos no dejan de dar contra el parabrisas del coche. Los limpiaparabrisas ya no dan abasto. No hacen sino untar los mosquitos. Busco una gasolinera o un Slammy’s para hacerme con agua y una servilleta. Pero no hay nada. Solo oscuridad.

Cuénteme cómo empieza.

En un coche. Voy conduciendo. Soy yo, pero no soy yo. ¿Sabe a lo que me refiero? Noche. Oscura. Negra, en realidad. Una autopista negra y vacía flanqueada por árboles negros. Constelaciones de polillas e insectos acorazados en mis faros se estrellan contra el parabrisas, se destripan. Toqueteo el dial de la radio. Estoy nervioso, inquieto. ¿Demasiado café? Primero Starbucks, Dunkin’ Donuts después. En Dunkin’ Donuts el café es mejor, desde luego. En Starbucks hacen café de listillos para tontos. Es el Christopher Nolan de los cafés. El de Dunkin’ Donuts es el pedestre, el auténtico. Es el placer simple y real de una película de Judd Apatow. Sin alardeos. Certero. Humano. No compitas conmigo, Christopher Nolan. Llevas las de perder. Sé quién eres, y sé que aquí el listo soy yo. En el dial no hay nada que dure mucho. Ahora pop cubano con estática. Mis dedos tamborilean en el volante. Sin control. Todo se mueve, todo está vivo. Tengo palpitaciones, me corre la sangre. Perlas de sudor me resbalan por la frente. Ahora un predicador: «Podréis oír, pero sin entender, y podréis ver, pero sin percibir». Ahora nada. Ahora el predicador. Ahora nada. Los mosquitos continúan estampándose en una nada con estática. Ahora el predic… apago al predicador. Zumban los neumáticos. Está muy oscuro. Empieza a lloviznar. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo logra que llueva? Un milagro de la artesanía. Otra ilusión. La belleza del mundo creada a fuerza de practicar, durante décadas, a fuerza de prueba y error. Más adelante, un fogonazo de luz fluorescente. Un tugurio de comida rápida. Slammy’s. Slammy’s en mitad de la nada. En mitad de ninguna parte. En mitad de la llovizna y los limpiaparabrisas y los mosquitos y la oscuridad. Slammy’s. El aparcamiento está vacío; el restaurante está vacío. Abierto, pero vacío. En el mundo real nunca he oído hablar de Slammy’s. Los locales de comida rápida que no conoces tienen algo perturbador. Es como la comida enlatada sin marca en el lineal del supermercado. Cada vez que veo Auténtico Atún de Neelon me acojono. No me acostumbro. No me atrevo a comprar el Auténtico Atún de Neelon, aunque asegure que es de almadraba y respetuoso con los delfines, que está envasado con agua de manantial y su textura es nueva y mejorada. He visto varios locales de comida rápida misteriosos en esta carretera: The Jack Knife. Morkus Flats. Ipp’s. Todos vacíos. Todos centellean. ¿Quién come ahí? Quizás esos restaurantes resultan menos lúgubres a la luz del día.

En cualquier caso, reduzco y entro en el aparcamiento. Los mosquitos del parabrisas me quitan la visibilidad casi por completo. Veo, pero no percibo nada: salvo mosquitos. Oigo, pero no entiendo, a los mosquitos. Necesito servilletas y agua. Una adolescente afroamericana con uniforme de colores carnavalescos asoma la cabeza desde la cocina con un gesto suspicaz ante el sonido de mis neumáticos en la grava. Aparco y me dirijo hacia ella. Me observa con los párpados caídos.

—Bienvenido a Slammy’s —dice, está claro que no habla en serio—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Hola. Solo necesito usar el servicio —digo mientras me excuso hacia el excusado.

Me río con mi juego de palabras mental. Me lo guardo para usarlo en otra parte, quizás en mi próxima conferencia para la Asociación Internacional de Amigos de Proyectores de Películas Antiguas (AIAPPA). Ese grupito es la monda.

El baño es una pesadilla. Uno se pregunta qué hace la gente en los servicios para que las heces acaben esparcidas por las paredes. Y no es un hecho aislado. ¿Pero, cómo? El pestazo es insoportable, y no hay papel, solo uno de esos secadores de manos que detesto porque no hay manera de girar el pomo sin tocar el pomo, que nunca quiero tocar.

Lo giro con el pulgar y el meñique de la mano izquierda.

—El pulgar y el meñique izquierdos —digo para grabar en mi cerebro con qué dedos no debo frotarme los ojos ni la boca ni la nariz hasta que encuentre agua y jabón como está mandado.

—Confiaba en que habría agua y papel. Para el limpiaparabrisas —digo a la adolescente afroamericana.

—Tiene que consumir algo.

—Vale. ¿Qué me recomiendas?

—Le recomiendo que consuma algo, señor.

—Vale. Una Coca-Cola.

—De qué tamaño.

—Grande.

—Pequeña, mediana o maxi.

—¿Coca-Cola maxi? ¿Eso existe?

—Sí. Coca-Cola maxi.

—Pues una Coca-Cola maxi.

—No tenemos Coca-Cola.

—Vale. Qué tenéis.

—Refresco Original Slammy’s de Cola. Refresco Original Slammy’s de…

—Vale. De cola.

—De qué tamaño.

—Grande.

—¿Maxi?

—Sí, maxi. Perdona.

—¿Qué más?

Quiero caerle bien. Quiero que sepa que no soy un capullo judío privilegiado y racista del norte. Para empezar, mi novia es afroamericana. Quiero que lo sepa. No sé cómo plantearlo en el contexto de esta conversación, ya que acabamos de conocernos. Pero noto su odio y quiero que sepa que no soy el enemigo. También quiero que sepa que no soy judío. Existe una tensión histórica entre la comunidad afroamericana y la judía. Tener pinta de judío es mi maldición. Por eso pago con tarjeta siempre que puedo. La cola Slammy’s la voy a pagar con tarjeta. Igual entonces mi cartera se puede abrir de manera accidental con la foto de mi novia afroamericana. Para que vea que me apellido Rosenberg. Que no es un apellido judío. Bueno, no solo judío. ¿Sabrá que no es solo judío? Hago mal en dar por hecho que es una persona sin formación. Es racista. He de revisar mis privilegios de entrada, como a mi novia afroamericana le gusta decir. Sin embargo, me he encontrado con muchas personas de extractos raciales y étnicos variados que no sabían que Rosenberg no es un apellido judío, bueno, no solo. Daba por hecho que lo sabían. Pero conforme avanzaba la conversación, sacaban el tema del Holocausto o del dreidel o del pescado gefilte, para intentar agradar, conectar. Y yo aprovechaba la ocasión para decirles que, de hecho, Rosenberg es alemán…

—¿Qué más? —repite.

—¿Tengo que comprar algo más para que me des unas servilletas?

—Cinco dólares es el mínimio —dice, y señala un cartel imaginario.

Quiero decirle que se dice mínimo, pero me muerdo la lengua. Ya habrá tiempo para eso cuando nos hayamos hecho amigos. Levanto la vista hacia el menú.

—¿Qué tal está la hamburguesa Slammy’s?

Se mira las uñas, a la espera.

—Tomaré una de esas.

—¿Algo más?

—No. Así está bien.

—Cinco con treinta y siete.

Saco la cartera, con la foto de mi novia a la vista. La reconoceríais. Hizo de madre joven y sanota, aunque sexy, en una sitcom de los noventa. No os voy a decir su nombre, pero es guapa y lista y divertida e inteligente y afroamericana. Ella prefiere que la llamen negra, pero no me atrevo a ir tan en contra de mi formación. Estoy trabajando en ello. La chica del mostrador no mira la cartera. Le doy la tarjeta de crédito. La coge, la examina, luego me la devuelve.

—No aceptamos tarjetas de crédito —dice.

¿Por qué la ha cogido entonces? Le doy seis dólares. Cuenta el cambio, lo cuenta otra vez, lo deja sobre el mostrador. ¿Por qué no quiere tocarme la mano?

—¿Me puedes dar también un vaso de agua y unas servilletas?

Suspira como si le hubiese pedido que me echara una mano con la mudanza este fin de semana y desaparece por el fondo, donde supongo que guardan el agua y las servilletas. Un joven afroamericano con el mismo traje carnavalesco asoma la cabeza y me mira. Sonríe y asiente. Desaparece. La chica regresa con una bolsa, dos vasos de papel pequeños con agua y tres servilletas de papel.

—¿Me puedes dar más servilletas? Tengo el parabrisas lleno de mosquitos.

Me mira con incredulidad durante un buen rato —diría que unos cinco minutos—, después se da la vuelta y desaparece por el fondo. De verdad que quiero caerle bien. ¿Qué puedo hacer para que cambie de opinión? ¿Sabe que he escrito un libro entero sobre la obra del revolucionario director de cine William Greaves, cuyo documental/relato Simbiopsicotaxiplasma iba tan por delante de su época que apodé a Greaves el Vincent van Gogh del cine estadounidense? Aunque ahora caigo en que hay algo inherentemente racista en validar a un artista afroamericano comparándolo con un artista europeo masculino. Muerto, además. No lo había pensado, muerto y encima heterosexual. Y una cosa más… cis. Aun así, ¿sabe que escrito el libro? ¿Hay alguna forma de sacar el tema? No soy racista. Ni por asomo. Regresa con tres servilletas más. Debe ser que el dispensador las da de tres en tres.

—¿Sabes quién es William Greaves? —digo, para tantear el terreno.

El joven asoma otra vez la cabeza, amenazador, como si acabara de insinuarme a la chica.

—Da igual —digo—. Gracias por el agua y las servilletas.

Voy hacia la salida. Alguien suelta un suspiro largo y sibilante. O ella o él. Puede que al fondo haya un tercer afroamericano que se encarga de los suspiros. No me vuelvo para mirar. Estoy herido. Estoy solo. Quiero ser amado. En cuanto salgo de Sammy’s, la puerta se cierra a mi espalda. La luz de dentro se apaga, y en el aparcamiento queda un rojo tenue. Miro hacia atrás. En el escaparate hay un neón de CERRADO. ¿Dónde se han metido? ¿No necesitan luz para recoger? ¿No tienen coche?

 

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* Donald «Don» King (1931), promotor de boxeo famoso por sus característicos pelos de punta. (Todas las notas son del traductor)

^ Expresión acuñada por Pierce Egan, periodista especializado, en 1813 para referirse al boxeo.

* Nombre artístico de David R. Solberg (1943), cantante y actor de televisión.

Capítulo 2

Fuera da mal rollo. Zumbidos de mosquitos. Ranas. Dejo la comida y la bebida en el coche y froto el parabrisas con las servilletas humedecidas. Los mosquitos se untan como la vaselina. El papel no tarda en quedar inservible. Ahora el parabrisas está peor que antes. Tomo la más o menos desquiciada decisión de usar la camisa. El insecto enorme del cuadrante noroeste está acorazado e incrustado. Lo rasco con la uña del meñique izquierdo, el del pomo, la que me he pintado de rojo en solidaridad con el movimiento australiano Polished Man* y también para ocultar una anormalidad de la uña poco importante, pero de una fealdad horrible, llamada uña de marinero. Os sugiero que no lo busquéis. El insecto sale a trozos, las tripas son negras y relucientes. De alguna manera, la parte de dentro sigue viva, como un hombre recién desollado, pero apenas, y experimento unos de esos momentos de intensa comunión con el mundo natural. Como si ambos nos reconociéramos, este insecto y yo, más allá de la especie, más allá del tiempo. Siento que quiere decirme algo. ¿Veo lágrimas en sus ojos? ¿Qué criatura es esta? Como entomólogo aficionado, estoy más que versado en las variedades insectiles, aunque Florida es, en muchos sentidos, un caso aparte, distinto a cualquier otro lugar. Aquí hasta los insectos son excéntricos y, sospecho, racistas. Lo estrujo con la camisa. Estaba sufriendo, como sufrimos todos. Era lo correcto.

Entonces se me ocurre: igual era un dron. En absoluto un insecto. Un dron en miniatura y llorón. Existen, según he oído. Están por todas partes, vigilándolo todo con un circuito cerrado de televisión. Vigilándonos a todos. ¿Soy un objetivo o ha sido una colisión accidental? ¿Por qué querría vigilarme el gobierno? ¿O se trata quizás de una organización no gubernamental? ¿O es un individuo? ¿Qué crítico podría conseguir, permitirse incluso, una tecnología así? ¿Podría ser Armond White? ¿Manohla Dargis?* ¿Uno de mis enemigos? Uno que me desee el mal, uno que quiera «barrerme», por así decirlo. A menudo he tenido la sensación de que hay fuerzas que operan contra mí, que me entorpecen. A lo mejor es porque soy un grano en el culo de la maquinaria. La industria del entretenimiento mueve un billón de dólares al año. Es un negociazo, amigos. Y aparte del dinero que genera, la industria ejerce una influencia enorme sobre la opinión pública, los cambios culturales, el analfabetismo, por no mencionar su vertiente de pan y circo. No quiere exponerse. A menudo me he preguntado por qué mi carrera se estanca una y otra vez. Puede que no sea casualidad. Despego el dron de la camisa, lo examino, extraigo la «carne» negra. Dentro hallo un esqueleto diminuto y escuálido. ¿Qué nuevo infierno es este? Me pregunto, parafraseando a la gran (aunque vergonzosamente sobrevalorada por ciertas adolescentes) Dorothy Parker, mientras especulo sobre qué ha forjado esa síntesis impía entre tecnología electrónica y animal que es nuestra sociedad. Armond White es un monstruo. Esto lleva la firma de Armond White.

Aplasto el dron de pesadilla de un pisotón para asegurarme de que, ni siquiera en un estado tan comprometido, pueda registrar mis quehaceres; luego lo meto en la guantera para su posterior inspección. No soy experto en electrónica, pero hice un cursillo de seis semanas sobre deposición de la capa atómica, una técnica de aplicación de una película muy fina, porque leí mal la descripción en el catálogo de Learning Annex y pensé que era un seminario sobre cine proanorexia.

Finalmente, mi visibilidad acaba reducida a un círculo en el lado del conductor más o menos del tamaño de una pizza mediana. Bastará. No quiero seguir aquí. Subo descamisado al coche de alquiler y me incorporo a la autopista. Para mi sorpresa, la cola no está mal. No es tan dulce como la Coca-Cola y tiene un toque más cítrico. Diría a uva, pero no estoy seguro. ¿A pomelo? Me tiro un buen rato con el rollo de relamerme los labios y chasquear la lengua contra el cielo de la boca para intentar determinar de qué sabor se trata. Por lo visto es un componente esencial en la identificación de sabores, pero mi mujer no lo hacía, y después de pasarme veinte años repitiéndolo, para ella la cosa perdió toda la gracia. Qué puedo decir, es algo mío. En mi familia todo el mundo prueba las cosas así. Tres cenas distintas de Acción de Gracias acabaron con mi mujer pidiéndome el divorcio en el trayecto de vuelta a casa. En las tres cambió de opinión, y el consiguiente divorcio llegó a petición mía. Tuvo que ver sobre todo con la aparición de la mujer afroamericana durante la firma de mi biografía William Greaves y el cine afroamericano de la identidad afroamericana. El libro la había impactado muchísimo y se había llevado una sorpresa al descubrir que no era afroamericano, de lo esclarecedoras (¡esto lo dijo ella!) que eran mis reflexiones sobre su raza y su cultura. Siempre insisto en que no se incluya ni mi foto ni mi nombre de pila en mis escritos sobre cine. El B. Rosenberg neutral (a veces B. Ruby Rosenberg, en homenaje al esencial B. Ruby Rich) permite que los lectores experimenten la lectura libres de prejuicios con respecto a la fuente. Cómo no, estaba familiarizada con la revolucionaria obra del célebre campeón de Ultimate Frisbee, el afroamericano Jalen Rosenberger, o sea que había leído el libro con cierto prejuicio racial con respecto a mí. Pero fue mérito suyo (¡no mérito de su raza!) que siguiera apreciando el libro después de descubrir cuál era mi raza. Incluso después de la segunda de sus conjeturas: que era judío. Es una mujer con educación. Me sorprendió que no supiera que Rosenberg (¡teniendo en cuenta que sabía que Rosenberger no es necesariamente un apellido judío!) no es necesariamente un apellido judío. Se lo mencioné. Y me dijo: «Eso ya lo sé, pero los judíos son matrilinealmente judaicos, de ahí que me pareciera concebible que tu padre fuese Rosenberg y tu madre Weinberg, por ejemplo». Lo primero, estaba enamorado. Lo segundo, le dije: no, el apellido de soltera de mi madre no era Weinberg, sino Rosenberger, como Jalen, aunque por desgracia no existía parentesco, según Genealogy.com. Y las otras quince fuentes que había consultado. Era necesario que lo supiera. Sí, también puede ser un apellido judío, pero no es el caso. Puntualizo que el famoso nazi Alfred Rosenberg era de hecho un virulento antisemita y que creo que somos parientes lejanos. Así que es un punto a mi favor, con respecto a no ser judío.

—Pareces judío —dijo.

—Ya me lo han dicho. Pero es necesario que sepas que no lo soy.

—Vale. Tu libro sobre Greaves es increíble.

Ella era increíble. Era todos los personajes afroamericanos admirables de la tele en un solo paquete, personajes creados para combatir los estereotipos negativos que vemos sobre los negros cada día en las noticias. Era elocuente, educada, atlética, guapa, encantadora, enormemente sofisticada. Y sospeché que tenía posibilidades con ella. Eso obraría milagros con mi autoestima, y también con mi estatus en la comunidad académica. Le pregunté si quería tomar un café. No es que pensara en ella como trampolín o como objeto a poseer o como algo curricular. Bueno, lo pensé, pero quise no pensar en esas cosas. Tenía planeado trabajar en esos pensamientos tan desagradables, para quitármelos de la cabeza. Sabía que estaban mal. Y sabían que no eran la totalidad de mis pensamientos. Así que me los guardé para mí y, en su lugar, me centré en los sentimientos de atracción genuina que tenía por aquella mujer. Al final, la novedad de que fuese afroamericana se pasaría, y sabía que solo quedaría el puro amor por ella, en cuanto mujer de cualquier color, de ningún color: una mujer transparente. Entendía, sin embargo, que mis sentimientos por las mujeres en general no eran puros. El atractivo era un factor determinante, algo que no está bien. Y, desde luego, cualquier característica exótica racial, cultural o nacional me resultaban atractivas. Me haría la misma ilusión fardar de novia camboyana o maorí o francesa o islandesa o mexicana o inuit que de mi novia afroamericana. Casi. Era algo que necesitaba para alcanzar una mejor comprensión de mí mismo. Lo necesitaba para combatir mis instintos a cada paso.

Meñique y pulgar izquierdos.

Meñique y pulgar izquierdos.

A menudo tengo la sensación de que me observan. Que fuerzas invisibles presencian mi vida, que para boicotearme, para humillarme, se hacen los ajustes que dichas fuerzas crean convenientes. Me preocupa que el dron inhabilitado pueda tener en funcionamiento algún dispositivo de rastreo pegado a la suela de mi zapato.

Conduzco hasta la playa y escupo el dron al océano través de la pajita de mi refresco de Slammy’s, como un guisante. Luego froto el zapato con agua del mar. De repente me siento muy solo. Puede que sea el mar. El océano inmenso. Puede que sea el mar lo que provoca estos sentimientos. Al mirarlo suelo sentir cierta morriña melancólica. ¿Me acuerdo de la época en que vivía aquí, hace cuarenta billones de años, junto a un conducto hidrotermal, cuando no era más que una babosa marina o lo que fuera?

Llego al centro de St. Augustine. Es temprano y está todo cerrado. La ciudad es, como lo es ahora todo, una Disneylandia más. Castillos mágicos. Arquitectura pintoresca. Que los edificios sean auténticos, por algún motivo, no altera la sensación de falsedad, de fetichización. Lloro por nosotros, un mundo de turistas, por las ciudades travestidas, por nuestra incapacidad de ser reales en un lugar real. Son las cinco de la madrugada. La hamburguesa Slammy’s reposa intacta en el asiento del acompañante. El coche huele a cebolla y a sudor. Marco el número de mi novia. Son las diez de la mañana en Túnez. Parece buena hora para llamar. Está rodando una película con un director que conocéis. No voy a decir cómo se llama. Basta con decir que es un cineasta serio y que para ella esto supone un hito en su carrera. O sea que, aunque la echo de menos con una ferocidad que no había experimentado hasta ahora, respeto e incluso aplaudo su decisión de haber aceptado el papel. Aunque admito que me sentí herido. Hubo intercambio de palabras. No me enorgullezco. Pero nuestra relación es reciente y, por lo tanto, frágil. Forzar una separación prolongada en este momento me resulta preocupante. Que para ella no fuese preocupante no me pasó desapercibido. No cabe duda de que en el reparto de la película hay actores afroamericanos muy guapos de todas las partes del mundo. Es joven y guapa y está sexualmente liberada, o sea que, si bien apoyo su carrera e incluso estoy orgulloso, tengo inseguridades. Me odio por ello, de verdad. Pero las tengo. A veces no puede contestar. Filman a todas horas. No os voy a decir de qué va la película, pero es un acontecimiento histórico famoso que tuvo lugar a todas horas. Por el bien de la verosimilitud cinematográfica, de la cual soy uno de sus mayores adalides, por cierto —basta con ojear mi monográfico Día tras día: el arte perdido de la verosimilitud en el cine como prueba de mis intensos sentimientos en la materia—, deben filmar a todas horas. O sea que me llevo una sorpresa encantadora cuando contesta.

—Hola, B. —(No empleo mi nombre de pila para mantener una identidad de género neutral en mi obra).

—Hola, L. —(Ni su verdadera inicial, para proteger su privacidad)—. Me alegro de haberte pillado.

—Sí.

—¿Cómo va la cosa? Acabo de llegar a St. Augustine. Mucho coche.

—Estoy bien. Gracias —dice.

Nunca dice «estoy bien». Por algún motivo suena formal. Distante.

—Genial —digo—. ¿Qué tal el rodaje?

—Va bien.

Dos bien.

—Genial, genial.

Digo genial dos veces. No sé por qué. Me doy cuenta de que el segundo genial modifica el primer genial y hace que todo el rollo sea menos genial. Lo sé bien. No ha sido intencionado. ¿Y qué lo es?

—Bueno —dice—, ¿cómo tienes la agenda hoy?

—Echaré un ojo al apartamento. Igual duermo unas horas. Luego directo a la asociación histórica. A las tres tengo una cita con la directora.

—Guay —dice.

Ella no usa la palabra «guay». Guay equivale a no me interesa y a no se me ocurre qué más decir.

—Te echo de menos. —Pruebo.

—También.

Demasiado rápido. Sin el pronombre.

—Vale —digo.

—¿Vale? —dice.

Sabe que estoy molesto y me está retando.

—Sí —digo—. Solo quería saludar. Igual debería sobar un poco.

También sin pronombre y con el término sobar. Nunca digo «sobar». ¿Qué pretendo con esto? Ni idea. Aunque suena informal, brusco incluso, como si fuese un detective. No lo sé. Tendré que consultar la etimología más tarde. Lo único que sé es que odio a los actores afroamericanos guapos esos que hay allí con sus bravuconerías de gallito, su seguridad de guais, sus apéndices rollizos, sus cuerpos musculosos. Qué increíblemente narcisista emplear tal cantidad de tiempo y energía en el cuerpo propio. ¿No se da cuenta ella? Igual no. Al fin y al cabo, ella también lo hace, con su yoga y su triatlón y su pilates, sus clases de boxeo y de danza moderna. Pero con las mujeres es distinto, ¿no? En nuestro constante renqueo social hacia la ausencia de género no nos gusta reconocerlo. Pero es la verdad. A las mujeres se les aplaude y se las recompensa por ese tipo de acicalados. Y ahora a los hombres también, cada vez más. Está claro que el ideal de masculinidad tradicional en Estados Unidos es la fuerza y el músculo, pero no por el mero pavoneo, no por el músculo en sí. Admirábamos a los hombres cuya musculatura era fruto del trabajo y del deporte, no esa que resultaba de la búsqueda egocéntrica del músculo. ¿Es accidental que el culturismo haya sido, históricamente, en líneas generales, domino del varón homosexual? Musculatura como adorno. Musculatura travestida. En cambio, cada día es más habitual ver a un dirigente heterosexual con buena musculatura, sin camisa, con la manicura, depilado. Aquí me gustaría detenerme para decir que admito plenamente que mi actitud hacia la comunidad gay está estereotipada y que estoy trabajando en ello. Es complicado ser varón, y más aún un varón blanco, con tanta carencia de empatía, con tanta cháchara incesante sobre privilegios, con esa reprimenda constante para que: «Nos sentemos. Vuestro turno ha pasado y ahora toca apartarse y adoptar el autodesprecio como actitud», una actitud, por cierto, a la que siempre he sido propenso. Lo que pasa es que como ahora hacen hincapié, uno se resiente. Si tengo que odiarme a mí mismo, quiero hacerlo por elección propia, o que al menos sea el resultado de mi propia psicopatología.

—Vale —dice— Que descanses, B. Hablamos pronto.

Vago. Indeterminado. Formal. Pasiva-agresiva.

—Mañana te llamo —digo. Agresivo—. Y te cuento qué tal va.

—Vale —dice.

Pero es un vale muy poco oportuno. Existe el punto óptimo. Demasiado rápido, es forzado, una salida en falso, la tapadera de algo. Demasiado lento, es crispado, exasperado, vehículo de un suspiro silencioso.

—Guay —digo.

Nunca digo «guay».

—Guay —dice.

Nunca dice «guay».

—Descansa —añade.

—Lo haré. Te quiero.

—Te quiero.

El clic de mi teléfono, furioso. Un potaje de jaqueca, celos, resentimiento, soledad e impotente movimiento bajo coacción. Sé que si fuese un caballero afroamericano joven, guapo y exitoso todo sería de lo más sencillo. Si fuese ella, de hecho. Sería guapa y todos me querrían y se mostrarían comprensivos con mis penurias, impresionados por cuanto habría superado como mujer afroamericana en esta sociedad racista. Ojalá, pienso. Pienso que sería capaz de contemplarme en el espejo siempre que quisiera, lo cómoda que me sentiría con las interacciones sociales. Cómo me sonreiría la chica de Slammy’s, me daría cientos de servilletas gratis porque somos hermanas. Puede que hasta nos acostáramos. Noto una presión en los calzoncillos. Me he puesto cachondo ante la idea de dicha transformación y de un lío con la muchacha huraña de Slammy’s. Entreveo mi verdadero yo en el retrovisor: viejo, calvo, escuchimizado, barba desmadrada larga y gris, gafas, nariz ganchuda, pinta de judío. La calentura se evapora, me quedo abatido y solo.

Me duele un costado. ¿Una punzada? ¿Una enfermedad renal? ¿Apendicitis? ¿Cáncer? Lleva un tiempo doliéndome. Viene y va. Cuando deja de dolerme se me olvida, y me centro en algún otro dolor. Luego vuelve y pienso: ¿por qué vuelve? Tendría que ir al médico, pero no quiero saber si me pasa algo. Eso solo aceleraría mi muerte. Perdería la esperanza, me rendiría. Lo sé. Sería incapaz de trabajar. Necesito trabajar. Es lo que me mantiene vivo, la esperanza de que lo siguiente será lo que me traiga el reconocimiento. Siempre es lo siguiente.

Encuentro el edificio del apartamento. Es un bloque en la periferia. No estoy seguro de cómo se llama el estilo del edificio, pero básicamente parece una casa gigante, de tres plantas, puede que con ocho apartamentos en cada una. Y hay muchos iguales en una suerte de campus, y son amarillo pálido. Hay una pista de tenis vacía, con socavones. Sin red. Es barato. No me dieron mucho de anticipo con este libro. En TripAdvisor, la única reseña de este piso decía: Cerca del trabajo para ir andando y ceca (sic) de la parada de autobús porque no tengo coche y cerca de restaurantes. Me entristeció la reseña de este hombre (¿mujer?, ¿mujer trans?, ¿hombre trans?), pero también me preocupó acabar en su (¿de él? ¿de ella?, ¿de elle?) barrio y llevándolo (¿la?, ¿le?) al trabajo y a los restaurantes. Desde luego, elle es mi pronombre de género neutro disponible favorito, seguramente porque tiene cierto pedigrí, una historia, una clarividencia impresionante ya que se creó en ese erial del género que fue el siglo XIX.* He asumido elle como mi pronombre personal, pero solo cuando me refiero a mí mismo en tercera persona, pero como es algo que ocurre con poca frecuencia, lo uso muy poco. Desde luego, lo uso en la solapa de mis libros con mi biografía: «B. Rosenberger Rosenberg escribe sobre cine. Elle recibió el Certificado de Excelencia Milton Bradley en Crítica Cinematográfica en 1998, 2003 y 2011. Elle imparte una asignatura optativa de estudios cinematográficos en la Escuela de Operarios de Zoo Howie Sherman, en la zona alta de Manhattan. A elle le encanta cocinar y se considera une chef bastante decente. Entre los mejores chefs del mundo hay varias mujeres». La última frase la incluí porque, desgraciadamente, la puntualización sigue siendo necesaria.

 

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* Movimiento en contra de los abusos infantiles que consiste en pintarse una uña (o varias) durante todo el mes de octubre.

* Ambos son críticos de cine famosos.

*Thon, en el original. Acuñado en 1858 por Charles Crozat.

Capítulo 3

Son las ocho en punto. Llamo a la puerta del conserje. Abre un anciano delgado como un junco y erguido como una baqueta. A modo de saludo, me entrega una hoja de papel fotocopiada con manchas. Leo los labios, pone. Por favor, vocalice y no me dé la espalda ni se tape la boca cuando hable. No hace falta que hable en voz alta ni despacio. Si tiene acento extranjero, indique cuál en el espacio disponible más abajo, ya que el acento afectará al movimiento de sus labios cuando articule determinadas palabras. Soy experto en acentos españoles (solo cubano y mexicano), mandarín, hebreo, francés, vietnamita y holandés. El resto de acentos prácticamente me imposibilitan la lectura de labios y podrían requerir de lápiz y papel, que estaré encantado de facilitar por un módico precio.

Escribo acento estadounidense en el papel y se lo devuelvo.

Lo escruta durante un tiempo extrañamente prolongado. Me da tiempo a contar hasta treinta con la mente y eso hago, con sus Misisipis correspondientes. Levanta la vista, asiente. Le digo que soy B. y que he venido por el apartamento. Asiente. Y entonces se me ocurre lo del experimento. No sé por qué se me ocurre. Quizás se deba a cierta hostilidad residual por mi conversación telefónica, pero decido comprobar qué sucede si muevo los labios sin pronunciar ninguna palabra. Gesticulo: «¿El apartamento está listo?». Asiente, se aleja, regresa con una llave y señala hacia el techo. Funciona estupendamente. Gesticulo: «Gracias». Asiente, sonríe, después escribe en el papel: «¿Por qué no pronuncia?».

Me quedo de piedra, dudo, entonces gesticulo: «Un experimento. ¿Cómo lo ha sabido?».

No respira cuando habla.

—¡Interesante! —Sonrío. Interesante, en efecto. Estoy aprendiendo un montón sobre la comunidad sorda.

Más tarde practicaré lo de respirar mientras le gesticulo cosas. Tendré que trabajarlo, pero creo que soy capaz. La práctica conduce a la perfección.

El apartamento es tal y como me esperaba. Anodino. Colchas y cortinas amarillo pálido. Parece limpio. Lysol. En el frigorífico solo hay un huevo marrón. Descorro las cortinas. La luz del sol dora el cuarto.

¡Pulgar y meñique izquierdos!

El baño está limpio. Quito el envoltorio a la pastilla de jabón Ivory tamaño hotel, me lavo las manos. Alivio. Siempre es un calvario encontrar un baño limpio en la carretera.

Bocarriba en la cama sin deshacer, observo el techo mientras practico lo de gesticular a la vez que respiro. Descubro que al respirar por la boca mientras gesticulas se crea una voz, un sonido tipo susurro: una persona sorda que susurra. Experimento con la respiración nasal mientras gesticulo palabras. Hay silencio. Me lleva un poco de práctica. Me recuerda a cuando, de niño, aprendí a frotarme el abdomen y a darme palmaditas en la cabeza al mismo tiempo. Estaba puñeteramente orgulloso de aquello. Era idiota, creo. Como el resto de niños idiotas. No era la excepción. Era buen estudiante, pero no era el mejor. El segundo. El tercero. No era un prodigio del ajedrez. Nadie abordó nunca a mi madre en el centro comercial para decirle que era de una agencia de casting y que debería dedicarme al cine. Ningún adulto abusó sexualmente de mí. Solo una vez me pasó una niña una nota de flirteo y era del montón, ni la más guapa ni la más inteligente, ni siquiera aquella niña artista, estrafalaria y taciturna, Melliflua Vanistroski. No, la niña que me amaba era anodina. Una malquerida, sin duda. Parecía insegura. Carecía de una personalidad discernible. Tenía el pelo marrón. Los ojos marrones. La piel blanca. No tenía la nariz adorable.

Eso me recuerda a mí, e intento de nuevo gesticular con respiración nasal. Esta vez, al exhalar, advierto que me sale humo por las narinas. Raro. Me miro la mano derecha y veo un cigarrillo. Hace cinco años que dejé de fumar. Raro. ¿Cómo ha acabado ese cigarrillo en mi mano? He de admitir que sabe bien. Pero me costó tanto dejarlo que por algún motivo he debido de retomarlo inconscientemente. No recuerdo haber comprado cigarrillos, ni haber encendido uno, ni haber inhalado el humo. La adicción es una bestia poderosa. Voy a destrozar los cigarrillos, a tirarlos a la basura. En cuanto me termine este. Ha sido una noche dura y necesito relajarme. Ahora, con consciencia plena de mi amiguito blanco enrollado en papel, me lleno los pulmones de humo, lo escupo, observo cómo serpentea y se enrosca en dirección al techo.

El último cigarrillo que me fumé conscientemente fue el nueve de agosto de 1995. El día que murió Jerry Garcia.* Fumador. Ataque al corazón.

El otro último cigarrillo fue en la Navidad de 1995 (diciembre). El día que murió Dean Martin. Cáncer de pulmón. Dean Martin, cuya actuación rompedora y asombrosa en la obra maestra de Billy Wilder Bésame, tonto se adelantó treinta años a la idea de Charlie Kaufman de meter en su «novela» a un actor que se parodia a sí mismo.

Siento que dormito hacia las tensiones neuronales del That’s Amore.*

Estoy en mi apartamento, pero es un hospital, pero vivo aquí, pero hay pilas de ropa. Está oscuro. Estoy escribiendo algo. ¿Un libro? Escribo la palabra invicisitudinariamente en una frase. Miro la palabra. No recuerdo lo que significa. Intento diseccionar sus componentes latinos para averiguarlo. Invic. Isi. Tudi. Naria. Mente. No son palabras. Bueno, mente sí. Pero las demás palabras no son palabras. Estoy casi seguro. Entra un médico con fotos pegadas a un trozo de corcho. Salgo de perfil con distintas narices.

—Estas son las opciones que hay —dice.

Observo las fotos etiquetadas. Respingona. Chata. Romana. Griega. Afroamericana. Japonesa.

—No sé —digo—. ¿Necesito una nariz nueva? ¿La nariz afroamericana es distinta de la nariz afroafricana?