Muñecas de hollín - Augusto Andra - E-Book

Muñecas de hollín E-Book

Augusto Andra

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Beschreibung

En la isla francesa Nouvelle Lune se desencadena una peligrosa revuelta entre clases sociales, pero todo apunta a que los hilos de esta revolución están siendo manipulados por un misterioso y peligroso culto pagano. El detective Gaspard Lombard investiga el extraño asesinato de mademoiselle Cassandra Abbadie, hija de una familia adinerada de la isla. El misterioso cuerpo de la chica no presenta indicios letales de violencia ni agresión, pero la extrema belleza de la niña Abbadie tiene otros tintes oscuros detrás de su particular muerte y su poderosa y maligna presencia. Por otro lado, el escritor Levi Debussy se hospeda en la aterradora mansión Pierrot Rouge, una casona supuestamente maldita, donde aparecen fantasmas de niñas en forma de muñecas. Además, todos los anteriores inquilinos de la mansión se han suicidado de manera terrible y el escritor Debussy, sediento de historias, buscará inspiración en Pierrot Rouge para su próxima novela. El culto pagano comienza sus movimientos en Nouvelle Lune y probablemente los últimos y extraños acontecimientos de la isla pueden estar vinculados a la muerte de Cassandra Abbadie y a las misteriosas muñecas de Pierrot Rouge. Muñecas de hollín es una historia de investigaciones policíacas, maldiciones, sacrificios y brujería, en una oscura isla olvidada donde un detective y un escritor pondrán a prueba su intelecto y creencias. Y, por supuesto, sus vidas.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2021, Augusto Andra

© 2021, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Edith Gallego

Portada

Vasco Lopes

Corrección

Mario Morenza

Maquetación

Manuel Baraja

Primera edición en formato electrónico: enero de 2022

ISBN: 978-84-18013-91-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Augusto Andra

Nouvelle Lune:

Muñecas de hollín

Esta es una obra de ficción. Los nombres, lugares, personajes, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia.

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«La inocencia es como el oro,

sumamente cara y anhelada».

IDebussy

IILombard

IIIDebussy

IVLombard

VDebussy

VILombard

VIIDebussy

VIIILombard

IXDebussy

XLombard

XIDebussy

XIILombard

XIIIDebussy

XIVLombard

XVDebussy

XVILombard

XVIIDebussy

XVIIILombard

XIXDebussy

XXLombard

XXIDebussy

XXIILombard

XXIIIDebussy

XXIVLombard

XXVDebussy

XXVILombard

XXVIIDebussy

XXVIIILombard

XXIXDebussy

XXXLombard

XXXIDebussy

XXXIILombard

XXXIIIDebussy

XXXIVLombard

Epílogo

Agradecimientos

I

Debussy

Desde el puerto de Granville, la corta línea férrea le parecía majestuosa. Nunca en su imaginación de escritor habría pensado en crear algo semejante al Grand Cloche; un ingenioso ferrocarril que iba desde el puerto francés hacia la misteriosa isla Nouvelle Lune.

Aunque el trayecto era sumamente corto, el paisaje que ofrecían las ventanas de los vagones era sublime para la vista de un escritor como lo era Levi Debussy. Las luces de los barcos en el puerto y el destellar de la iluminación en la ciudad, le estimulaban la creatividad. Inclusive, al sentir el campaneo de los navegantes, el tren y la música cercana, le recordaba la dicha de vivir entre las calles parisinas donde nació.

Desde que leyó en los periódicos la apertura del Grand Cloche, le emocionaba embarcarse en el viaje. La popularidad de un tren que marcha sobre el mar se escuchaba en toda Francia. Los ciudadanos de los países vecinos se exaltaban por tal máquina y la poderosa locomotora se convirtió en un centro de atracción turístico, más que un método de transporte mercante y de embarque insólito.

Al asomarse por la ventana en la oscuridad de la noche, observó que el oleaje no movía ni un centímetro el vagón. Debussy visualizó detalladamente cómo el agua ocultaba la línea férrea por la que se desplazaba la locomotora. El mar funcionaba como un espejo, el cielo se reflejaba con nitidez en él. Debussy imaginaba que el Grand Cloche se desplazaba por las estrellas.

Inmediatamente, el escritor sacó un pequeño cuaderno marrón de apuntes con textura lisa como el cuero; retiró la pequeña correa que lo envolvía y, desde otro compartimiento de su maletín, alcanzó un lápiz negro.

Debussy contaba con una gran imaginación, pero se conocía muy bien, tendía a ser un poco olvidadizo y se acostumbró a anotar todo lo que se le venía a la cabeza. Bastante rabia había pasado cuando, repentinamente, la musa tocaba la puerta de su creatividad y, por circunstancias ajenas, perdía la idea por no tener un papel donde anotarla.

―¿Puedes escribir con el movimiento del vagón? ―le preguntó una anciana sentada frente a él.

―No muy bien, pero entenderé lo que escribo. No quiero olvidar mi idea ―respondió sin distraerse, levantando la vista un poco.

―El Grand Cloche se mueve menos que un coche nuevo. En esos no puedes escribir ―le comentó el viejo con bastón que acompañaba a la anciana.

―¿Han tenido la oportunidad de subir a un coche? Yo todavía no he podido. Mi padre tiene pensado comprar uno al final del año ―agregó Levi.

―Ya estamos en 1910, créeme cuando te digo que en el futuro habrá un coche en cada hogar. Y más adelante, coches que no se tambaleen tanto ―dijo el anciano riéndose.

Levi compartió una breve y silenciosa risa.

―Nuestro hijo en París nos paseó por la ciudad en su coche, pero me siguen gustando más las carrosas a caballo. ―La anciana interrumpió la risa de su marido.

―Mi mujer dice que los caballos son más fieles que las máquinas ―expresó.

―Cualquier animal es más confiable y fiel que una máquina, cariño. Ellos sí piensan ―contestó la anciana.

―Por el hecho de pensar es que se tiene libre albedrío, madame. ¿No le parece que el pensamiento también lleva a la traición? Una máquina no piensa, no puede traicionar y es fiel a su dueño ―argumentó Levi, sorprendiendo a la pareja.

―Eso es aterrador… ―comentó la anciana, mezclando las ideas del joven con las suyas.

―Este muchacho me cae bien ―rio el anciano con una carcajada fuerte―. ¿Cómo te llamas? ―le preguntó con amabilidad, ofreciéndole la mano.

―Levi Debussy. Un placer. ―Estrechó la mano del anciano.

―Johann Wallach, a tus servicios. Ella es mi esposa, Margot. ―Se presentaron moviendo la cabeza―. ¿Eres periodista? ―preguntó.

―Escritor ―corrigió―. Escribo novelas de horror y suspenso ―les aclaró.

―Eso explica tu particular análisis. Me da un gusto conocer a jóvenes interesados por el mundo literario. Yo solía trabajar para los periódicos en París. No como escritor, mi empresa se encargaba de la parte de imprenta y maquinarias, pero conocí a muchos escritores. ―El anciano comenzaba una conversación laboral.

―No me gustan las novelas de horror, no me dejan dormir, prefiero las románticas ―dijo la anciana, interrumpiendo nuevamente.

―El romance, a veces, es más aterrador que un cuento de horror. Se acerca a la realidad y no existe nada más terrorífico que un hecho que puede hacerse realidad ―argumentó Levi, dejando a la anciana perpleja.

―Eso es aterrador… ―volvió a repetir la anciana, todavía algo aturdida.

La locomotora llegó a la estación de la isla Nouvelle Lune. El motor se detuvo y los pasajeros comenzaron a pararse de los asientos para desembarcar.

―Es un trayecto corto, la conversación se tornaba interesante ―dijo el anciano Johann, tomando su bastón y las pequeñas maletas de él y su esposa.

―No eres de la isla, ¿verdad? ―preguntó la anciana.

―Parisino ―contestó Levi, bajándose el sombrero.

―¿A dónde te diriges? ―indagó Johann.

―Busco una posada en particular, al norte de la isla ―comentó sin dar muchos detalles.

―Podemos compartir un coche y seguir conversando. Nuestra casa también se encuentra al norte ―le propuso el anciano, entusiasmado.

―Se los agradecería mucho, es mi primera vez en la isla ―confesó Levi, guardando su libreta de anotaciones. Tomó con fuerza su maletín y se separó de la pareja en busca de su equipaje.

Levi Debussy era un joven apuesto, muy delgado y alto. Su piel era tan blanca como la nieve, su cabello rizado y oscuro como la noche lo volvía invisible en la oscuridad. Sus preferencias al vestirse de negro lo camuflaban perfectamente, sin embargo, sus ojos celestes lo delataban de inmediato; observarlo a los ojos era navegar en un mar tranquilo, pero con profundidades misteriosas y atractivas.

La pareja de ancianos lo esperaba en el andén. Debussy les calculó alrededor de unos 60 o 65 años de edad. El viejo monsieur Johann Wallach le recordaba a su difunto abuelo Bernard, un viejo amable y conversador, al cual le agradecía haberle fomentado el don de la escritura. Todas las noches le leía un cuento antes de dormir, preferiblemente de terror, los favoritos de Debussy.

―Muchacho, por aquí ―le gritó el viejo Johann, agitando su sombrero. Jugaba con su bastón.

El anciano tenía un entusiasmo particular, muy vivaz, cortés y elocuente, por eso le recordaba a su abuelo. Pero la característica más arraigada a su recuerdo era el espeso bigote blanco que le tapaba el labio superior, bien peinado y cortado. Debussy imaginaba al anciano podando el bigote y peinándolo con pequeños utensilios, al igual que su difunto abuelo.

Madame Margot, por lo contrario, era una persona más reservada. A simple vista, una mujer que vivía para su esposo: una fiel ama de casa. Debussy aseguraba que, por su porte, la anciana debía tener buenas manos en la cocina. La madame era canosa con mirada frágil y desviada. Debussy notaba cómo se distraía fácilmente. A esa edad, la mente tendía a retroceder y retorcerse. Estaba seguro de que la anciana tenía problemas de memoria, las interrupciones rápidas que hizo en la anterior conversación la delataban; era una mujer celosa y quizá estar prensada a su esposo era la única manera de aterrizar y mantenerse firme, en equilibrio.

Analizar a las personas era un don problemático para el joven Debussy, había aprendido a callar y no sobreexponer sus habilidades analíticas arruinando sus amistades. De pequeño, cometía mucho ese error y eso fomentó una amistad profunda con su abuelo, en vez de con otros jovencitos.

―Aquí mismo en la estación podemos coger un coche al norte ―comentó el viejo Johann, interrumpiendo los pensamientos del joven.

―Preferiría una carroza ―agregó la anciana.

―¡No caigamos en el mismo tema, ¡por favor! ―dijo el anciano con otra carcajada, y le convidó el brazo a su esposa para caminar.

Con cortesía, Debussy se ofreció para llevar una de las maletas de la pareja. No esperaron mucho cuando abordaron una carroza. Una vez dentro, siguieron conversando.

―¿Qué edad tienes, muchacho? ―preguntó el anciano.

―Veintiocho años desde la semana pasada ―declaró Levi con una sonrisa.

—¡Feliz cumpleaños! ―agregó Margot, agachando la cabeza.

―Es mejor tarde que nunca. ¡Feliz cumpleaños! ―añadió el viejo Johann, respaldando a su esposa.

―Muchas gracias ―agradeció Levi.

Debussy había tratado de seguir la conversación, pero el vistazo corto que hizo por la ventana de la carroza lo distrajo de golpe.

Una multitud enfurecida con antorchas encendidas se instalaba frente al ayuntamiento de la isla para reclamar violentamente. Gritos de rabia y dolor se disparaban de las bocas inquilinas de los isleños. Las amenazas y groserías se apoderaban de la plaza.

―No te preocupes, la policía calmará todo ―mencionó el anciano, cambiando el tono de su voz.

El monsieur Wallach jocoso y amable había desaparecido. Debussy conocía otra faceta del anciano, una seria y despiadada.

―Todos los pueblos y ciudades tienen problemas, es parte de vivir en una sociedad. ¿A qué se debe este alboroto? ―preguntó Levi y sacó su libreta.

―Es mejor que no lo sepas, te arruinaría la visita ―dijo el viejo con tono cortante.

―Soy escritor, mi deber es saberlo todo, forma parte de mis argumentos a la hora de crear, la musa llega con el saber ―arguyó.

El anciano se palpó la frente quitándose el sombrero y se secó el sudor con un pañuelo. Suspiró antes de hablar, pero, ni él mismo sabía qué responder y tartamudeó antes de comenzar.

―Preferiría explicarte todo cuando lleguemos a mi casa ―se excusó el anciano.

―El problema es que yo no voy a su casa, me dirijo a la posada ―interfirió Levi.

―Puedes quedarte con nosotros si lo deseas, a Johann le gusta la compañía para charlar. Ya no le quedan casi amigos ―interrumpió Margot, como de costumbre.

―Estás hablando de más, mujer. ―Johann accionó su mecanismo defensivo, pero calmó el tono de su voz, avergonzado.

―Entiendo perfectamente que existen temas de conversación que no deben ser expuestos en horas y lugares determinados. Hablar de los problemas del pueblo en la calle no dicta una situación segura, pero puedo ir a visitarlos mañana para charlar y tomar el té ―amablemente les propuso.

Debussy tenía por convicción jamás quedar mal con alguien que había sido amable con él.

―Sería una visita estupenda, puedo preparar un pastel. ―Margot esbozó una sonrisa.

La primera sonrisa que Debussy le había visto. Además, rectificaba sus sospechas sobre ella: era una buena cocinera.

La carroza terminó alejándose del marullo de gente, pronto se orientó por las camineras rocosas de la isla. Los faroles encendidos iluminaban de a poco, brindándole a la isla una tenue atmósfera tétrica y fantasmagórica.

―La electricidad todavía no ha llegado a la isla, es uno de los principales problemas. Gran parte de Europa ha sido abastecida, pero en Nouvelle Lune seguimos en otra época ―indicó el anciano, al pasar por la parte menos iluminada por los farolitos.

―Me sorprende que no lo hayan hecho, Nouvelle Lune está al lado de las islas británicas y escuché que ellos ya tienen electricidad ―sospechó Levi y lo anotó en su libreta.

―Francia no le presta mucha importancia a esta isla. Es un espejismo, oscuro y opacado. Margot y yo esperamos que el aumento del turismo gracias al tren, le dé a Nouvelle Lune la oportunidad de surgir ―dijo Johann, esperanzado.

―Espero lo mismo, vine aquí para inspirarme y escribir una novela, de horror por supuesto ―rectificó el escritor―. Y si tengo suerte, la popularidad de la isla me ayudará en mi cometido ―agregó Levi, palpando su libreta.

―¿Hablas inglés? ―le preguntó la anciana.

―Fluido, mi hermano es luchador y le he acompañado en varios viajes en el extranjero, le sirvo de intérprete. Aunque ya ha aprendido por su cuenta ―detalló, pero se negaba a guardar su libreta.

―Aquí hay muchos marineros mercantes británicos. Esta es una isla muy misteriosa, estoy seguro de que encontrarás inspiraciones en cada esquina. Debes tener cuidado, pero de eso hablaremos después ―advirtió el anciano.

Su temor por hablar en las calles seguía latente, como si los antiguos fantasmas de los vecinos le escucharan y corrieran a chismearles a los vivos embravecidos.

Debussy no preguntó más, sabía muy bien que la insistencia incomodaba, tendría mucho tiempo para conversar con el viejo monsieur Wallach el día de mañana.

Al doblar la esquina, el cochero indicó la aproximación de su llegada. Debussy intercambió unas palabras con el cochero, luego ayudó a la pareja a bajar de la carroza y llevar sus maletas. Los acompañó a la entrada de la enorme mansión pintada de blanco, con decoraciones en oro y plata.

―¿Dónde se hospedará, monsieur Debussy? ―preguntó el viejo Johann, antes de que Levi arribara en la carroza.

―Me dirijo a Pierrot Rouge ―respondió Levi, dibujando una mueca sonriente.

Los ancianos, sorprendidos, dejaron caer las quijadas y no pudieron detener al joven que se marchaba.

II

Lombard

Faltaba poco para que el sol se ocultara. En las orillas de la isla, entre las ventanas de un bar de marineros, el detective descansaba. Contemplaba el anochecer por la borda del malecón. Le gustaba esa vista.

El afamado bar Nuriel era el más visitado por pescadores y mercantes. La comida y la bebida era buena, pero todos sabían que la mayoría de los hombres solo iban para observar a las chicas que atendían el local.

Por otro lado, el detective era paciente y sabio, además de guapo y galante, no tenía que beber para poder llevarse a una de las camareras a la cama. Su buena habla les fascinaba a las chicas, y su buen porte le facilitaba la tarea. Todas en el bar lo conocían. Gaspard Lombard, «El Detective de los Muertos», un tipo no muy alto, pero fornido, con cabellera negra, barba poblada y bien cortada; con mirada asesina de ojos negros y de piel blanca quemada por el sol. El sujeto era capaz de encontrar a cualquier criminal hasta debajo de una roca en lo más profundo el océano. A pesar de su baja estatura, nadie se le cruzaba en su camino buscando pleitos. A sus 46 años, Lombard ya tenía su fama ganada.

Todas las tardes iba al bar Nuriel y se sentaba en la misma ventana. Observar cómo el cielo se mezclaba con el mar le daba una satisfacción relajante. Una buena copa de coñac acompañada de un libro, lo despejaba un poco de sus labores detectivescas. Y, por supuesto, lo ayudaba a encontrarse consigo mismo. Además de acoplar situaciones y pistas para sus casos y de, quizá, llevarse una chica a su alcoba.

Pero lo que más le gustaba, era mirar a través de esa ventana. El local del bar se posaba encima del rompeolas en el malecón y el sonido suave del oleaje lo relajaba constantemente.

―¿Quiere otra copa de coñac, monsieur Lombard? ―preguntó una de las chicas del bar.

Nadia era la más atractiva y voluptuosa de todas, una rubia espectacular con enormes senos.

―No ―respondió el detective rápidamente y levantó la mano―. Hay rumores de protestas para esta noche y no me las pienso perder ―le contestó, levantándose de la mesa.

La voz gruesa y rasposa del detective les encantaba a las mujeres.

―No son rumores ―dijo Nadia, acercándose a la oreja del detective―. Mis primos irán hoy al ayuntamiento, dicen que llevarán antorchas. Es mejor que no vaya, monsieur Lombard, se pondrá peligroso ―le rogó la rubia.

―El peligro ha sido mi mejor amigo desde que nací, no puedo abandonarlo esta noche ―pronunció Gaspard, guiñándole un ojo a Nadia.

Sus respuestas ingeniosas era lo que más les gustaba a las chicas que frecuentaba. Ninguna respuesta era igual a la anterior.

―¿Ni por una mujer como yo? ―lo tentó, asomándole los senos por su escote solo para que él los viera.

―Es una propuesta casi imposible de rechazar, pero primero está el deber y después el placer. Esta noche iré a trabajar ―articuló con amabilidad, no sin antes apretarle el trasero a Nadia.

La chica sonrió y dejó escapar una risita. Luego se despidió de su mejor cliente.

Lombard tomó su sombrero y abrigo del perchero de la puerta del bar. Se sacudió antes de emprender la caminata y observó la luna llena iluminando el hermoso océano. A lo lejos, detalló el Grand Cloche, faltaban pocas horas para que regresara de Francia hacia la isla.

La gente del continente solía ser muy ególatra y despectiva, Lombard lo era al principio; ahora que vivía en Nouvelle Lune no desprestigiaba a sus pobladores, al igual que hacía la gente del continente que no considera a los isleños como franceses.

Le provocó irse a su casa, fumar de su pipa y acostarse a dormir sin pensar en muchas cosas, pero lo cierto era que los rumores en una isla vuelan más rápido que el mismo viento en las orillas. Más pronto que tarde, los rumores se volvían realidad. De camino al ayuntamiento, escuchó los murmullos de la gente. Se comentaban los males de la isla y los problemas habituales: la falta de electricidad, los molestos turistas y la gravedad de las clases sociales que se entremezclaban en la pequeña Nouvelle Lune.

Pasaron las horas y la luna se ocultaba en las espesas nubes grises, la poca iluminación de las velas de los faroles proporcionaba cierto miedo y escalofrío. La gente presentía el escándalo que se avecinaba y los inquilinos cercanos cerraban puertas y ventanas.

Los horarios del ayuntamiento clausuraban la entrada después del ocaso. Algunos empleados de la administración y limpieza se quedaban hasta altas horas de la noche, pero como los rumores llegaban a todas partes en un lugar pequeño, las puertas del edificio se encontraban cerradas con cadenas y candados.

De repente, las callejuelas empedradas se iluminaban con las llamas de las antorchas. En cada esquina se asomaban los enfurecidos ojos del pueblo, con la candela centellante en palos encendidos. Lombard nunca había visto la plaza central tan iluminada en la noche desde que se mudó a la isla. Había más gente de lo que esperaba. No pintaba bien.

Gaspard Lombard entrecerraba la vista para enfocar algunos rostros conocidos de la isla, la mayoría de trabajadores y hombres de hogar, algunos jóvenes acompañando a sus padres, como los primos de Nadia, por ejemplo. Unos llevaban palos encendidos, otros, cadenas colgando de las manos. Observó picas y tridentes de paja. La multitud aumentaba, la aglomeración impulsaba la ira y, entre gritos y desorden, comenzaron a arremeter contra el edificio.

Con los tridentes de paja trataban de quitar las cadenas de las puertas y ventanas, pero el hierro protector era demasiado fuerte para un metal barato de arado. Un sujeto gritó y pidió que trajesen arpones de marineros. La gente retrocedió a la espera, pero siguieron con el escándalo.

El edificio de estructuras griegas era fuerte e imponente. Los pilares soportarían las agresiones de los isleños. Pero no fue hasta que los vidrios de las ventanas fueron rotos por piedras, que un valiente empleado del ayuntamiento decidió salir por la parte trasera y hablarle al pueblo.

El hombre, asustado, flaco y de cara larga, caminó hacia la parte delantera, encontrándose con los manifestantes. La gente lo miró enfurecida, pero nadie se violentó contra él, se trataba de un tipo conocido por todos. La cara buena del Estado en Nouvelle Lune.

―Por favor, les pido un poco de colaboración y calma ―solicitó el hombre flaco.

La gente se tranquilizó un poco, atenuando la euforia, pero los murmullos no pararon.

—¡¿Dónde está el alcalde?! ―gritó alguien y los demás repitieron la pregunta una y otra vez.

―Todos tenemos las mismas preocupaciones y una de ellas es el paradero del monsieur Trubac. No hemos podido localizarlo desde su repentino viaje ―explicó el hombre, con una mueca enojada entre los ojos.

Lombard lo notó de inmediato.

―Está huyendo de sus responsabilidades ―replicó un hombre, levantando el puño.

―¿Dónde están todas las cosas que prometió? ―preguntó un joven con furia, alzando una pica.

―Hemos estado trabajando arduamente, pero tienen que entender que, sin la supervisión de un superior, yo no puedo hacer muchas cosas ―se excusaba el hombre flaco―. Todos ustedes me conocen, soy parte de la comunidad y estoy igual de enojado, pero con venir aquí y armar un alboroto no se resolverá nada ―dictaminaba el tipo.

En parte tenía razón, Gaspard Lombard conocía de ante mano todos los problemas que pasaba la isla: la incipiente demanda turística, las embarcaciones desparecidas, la depreciación del mercado marítimo a Francia por culpa del nuevo ferrocarril acuático, la inseguridad en sectores bajos… La gente se amotinaba, igual que marineros a la deriva.

La clase alta, liderada por exgobernantes y jubilados franceses, se apoderaba de la isla. Estos fuertes mandatarios no tenían ni la más mínima intención de ayudar al progreso de Nouvelle Lune en los sectores más humildes, sus únicas preocupaciones radicaban en vivir su vejez con lujos. ¿Por qué les iba a importar cómo vivía la clase baja de la isla?

El mismo discurso repetitivo se entablaba otra vez en la plaza del ayuntamiento. Lombard se sabía casi de memoria la tertulia. Eran todas las promesas que Trubac, apodado como el Maldito Alcalde Ladrón, no pudo cumplir. Una de estas promesas era la inmediata investigación y resolución de la serie de asesinatos repentinos, de los cuales, la mayoría resolvió Lombard por su cuenta. Y otro sinfín de casos y más casos.

―Todo se solventará en su debido tiempo si todos colaboramos ―repetía el sujeto flaco.

―Los ricos se adueñan de todo y no les importamos, deberían echarlos de la isla y dejarnos a nosotros resolver los problemas sin sus obstáculos economistas ―gritó un hombre fornido, acercándose al sujeto flaco.

―Olvídense de los ricos, ellos no pondrán ni un pelo para resolver algo. ―Se molestó el sujeto flaco, alzando la voz hasta dolerle la garganta―. Ellos viven en su mundo de cristal y porcelana, no les interesamos y ustedes deberían estar agradecidos de que yo trabaje en el ayuntamiento. Si no fuese por mí, el pueblo no tendría voto, ni voz dentro de estas malditas paredes ―vociferaba, lo estaban sacando de sus casillas―. Váyanse a sus casas antes de que ellos llamen a la Policía Monta… ―Todo el bullicio fue acallado por el estallido de un cañón.

La bala se asomó de la nada y reventó en la cabeza del sujeto procurándole una muerte instantánea. La multitud enmudeció por breves segundos. A pesar del escándalo que formaban, le tenían aprecio al sujeto flaco. Como miembros de la comunidad, ninguno se hubiese atrevido a lastimarlo por más rabia que tuviesen en ese momento.

El detective abrió los ojos de par en par, movía la cabeza en todas direcciones, buscando la señal de alguna pequeña pantalla de humo que le indicara el origen del disparo. Pero la luz de la plaza era tanta que eclipsaba los alrededores, dominados por las sombras.

―¿De dónde vino? ―se preguntó.

El detonante sería algo esencial para la investigación de este asesinato, una pistola común no podría haberlo matado desde una distancia considerable. Alguien desde algún tejado debió usar un rifle o fusil de largo alcance, eso le facilitaría la investigación. Lombard sabía que no existían muchos registros de armas de ese tipo en la isla. Los únicos usuarios eran los miembros de la Policía Montada, justo de quienes hablaba el hombre flaco en el momento del siniestro.

Pero los pensamientos prejuiciosos se disiparon en un instante. La gente estalló de ira, la única mano del pueblo dentro del Estado de Nouvelle Lune había muerto. La gente no se iba a quedar de brazos cruzados.

―¡Los ricos mataron a Humbert! ―gritó un hombre, señalando las casas de la zona privilegiada de la montaña.

―¡Hay que ir por ellos! ―gritó, eufórico, otro manifestante.

Y, en un instante, la desbocada manada enfurecida tomó sus armas con fuerza y se encaminó hacia las montañas de la isla.

III

Debussy

Las piedras que adornaban el camino iban desapareciendo a medida que la carroza subía la empinada montaña. El caballo no disminuía el ritmo, estaba acostumbrado a llenarse las pezuñas con arena negra del bosque. El camino rústico era proporcional al ambiente oscuro y tormentoso, un contexto perfecto para la imaginación de un escritor de horrores y pesadillas. Levi Debussy se fascinaba con las figuras aterradoras que se imaginaba en las siluetas de los árboles.

―Joven, falta poco para llegar, pero el camino está un tanto oscuro ―advirtió el cochero, asomando la nariz por la ventana.

―Descuide, me gusta el panorama ―respondió Levi, tratando de anotar y dibujar las siluetas en la libreta.

Al cabo de unos minutos, el sendero de piedra volvió a aparecer y los característicos pasos de las pezuñas del caballo en las piedras repicaron nuevamente, indicativo de su llegada. La carroza se detuvo. El cochero tocó la ventana para avisar el final del trayecto. Animoso, Debussy bajó con rapidez, desmontando su maleta y la maravillosa vista de aquella mansión frente a sus narices lo distrajo de sus asuntos.

Una gigantesca casa pintada de un rojizo oscuro y tenebroso, la oscuridad de la noche y el brillo de la luna le daban un toque lúgubre y aterrador. Los vellos de la nuca se le erizaron de golpe, la emoción por entrar lo excitaba. Una majestuosa pieza de arquitectura victoriana, decorada con estatuas de arlequines y payasos, con piezas en oro y bronce.

―Es hermosa, lástima que este sitio está embrujado ―comentó el cochero, devolviendo a Levi a la realidad.

―Lo sé, es precisamente por eso que estoy aquí ―dijo el escritor, feliz de contestar esa pregunta.

―¿Es usted uno de esos reporteros paranormales? ―Se emocionó el cochero.

―¿Cómo los investigadores que salen en los periódicos y desvelan mentiras? ―preguntó Levi, ansioso de la respuesta de un ignorante curioso.

―Sí, esos mismos ―confirmó el sujeto―. No quiero decepcionarlo, pero yo no me quedaría en Pierrot Rouge, esta mansión está realmente maldita ―corroboraba el tipo, su seguridad confirmaba las sospechas del escritor.

―Espero con mucho fervor que lo que usted dice sea verdad. No soy un reportero, pero sí tengo pasión por lo paranormal. Soy escritor de novelas de horror ―explicó con orgullo, agitando con cuidado su libreta.

―Entonces, vino al lugar correcto, monsieur escritor. Le aconsejo que duerma con un ojo abierto, dicen que la posadera es una vieja que cocina niños y se los come ―advirtió el supersticioso hombre―. Leyendas sin duda alguna, pero uno nunca sabe ―agregó, tapándose la boca con la palma abierta para atenuar su voz.

―Con certeza, espero encontrar fantasmas y no brujas. Esas son de carne y hueso y, al igual que a los ladrones y asesinos, hay que tenerles miedo ―agregó Levi, con una risa compartida.

―En eso estamos de acuerdo, monsieur escritor. Hay que tenerles miedo a los vivos, los muertos no pueden hacernos nada ―dictaminó el hombre.

Debussy lo detalló mejor, el hombre era de contextura larga y delgada, unos centímetros más alto que él, pero el sombrero de copa lo ayudaba a verse aún más alto. Tenía orejas grandes y patillas pobladas. Vestía elegante con una bufanda verde.

Generalmente, Debussy acostumbra a tener conversaciones con extraños. Analizar a las personas en todos los sitios, era un buen ejercicio para emplearlo en su escritura a la hora de crear personajes sólidos. Este hombre le pareció simpático, a mucha gente no le apetecía el tema paranormal, se asustaban. Pero este tipo tenía la lengua suelta, dispuesto a hablar del tema, y seguramente de otras historias de interés para Debussy.

―Los muertos sí pueden dañarnos, buen amigo. Pero no son temas que puedan hablarse a estas horas de la noche, será para otra ocasión ―concluyó Levi, guardando su libreta.

―¡Oh!, mil disculpas, monsieur escritor. Lo he distraído mucho, debe estar cansado por el viaje. ―El buen hombre se disculpó extendiéndole la mano.

Ambos se despidieron e intercambiaron información, el buen cochero llevaba el nombre de Antoine. Debussy acordó llamarlo al teléfono de la central de carrozas cuando necesitara recorrer la isla.

La entrada a la mansión era espantosamente horrible. Un pequeño muro de unos dos metros bordeaba la zona, ladrillos grises y gruesos apilados unos encima de otros, decorados con enredaderas con espinas y una pequeña cerca de metal negro, con agujas gruesas y punzantes para evitar intrusos. La reja de la entrada comprendía el mismo parámetro: el metal negro era mucho más grueso, como si se tratara de la mismísima puerta hacia el inframundo.

Debussy levantó la cabeza acercándose a la reja, tratando de ver por las hendiduras. Una colina rodeada de árboles revelaba la casa de su estadía, la hermosa mansión Pierrot Rouge. Le temblaron las manos y las rodillas, la emoción lo excitaba. El ambiente atroz y terrorífico le proporcionaba montones de ideas. No podía esperar a sentarse a escribir. Con tan solo observar la morada, volaba su imaginación. ¿Qué cosas se le ocurrirían desentrañando sus secretos?

La reja llevaba cadenas, la emoción le había nublado la vista cuando la intentó abrir. De repente, se encontró solo en medio de la oscuridad, apenas las luces de la mansión iluminaban el sendero de la colina. Y, a lo lejos, el desolado camino por donde vino, alumbrado tan solo por un atisbo de luz de un farolito.

―¿Cómo voy a entrar? ―se preguntó quedamente.

Recordó la carta que la administradora de Pierrot Rouge le escribió para confirmar su estadía.

«Yo sabré cuando usted llegue» finalizaba, con letra cursiva, la carta. El misterio iba de la mano con Debussy, le encantaba ese aire aterrador. ¿Podría ser la posadera realmente una bruja? O una adivina en otras circunstancias, los gitanos abundaban esos días en toda Europa.

Entonces, escuchó un sonido, un pequeño trote rápido entre la hierba del otro lado del muro. El rugido de una bestia lo espantó y casi lo tumba al suelo, la enorme dentadura del canino guardián mordía y rasguñaba la reja. El mismísimo Cerbero le daba la bienvenida a su patio de juegos.

Era un rottweiler con la mirada febril de asesino nato. La fuerza de esta criatura retumbaba el metal de la reja, los músculos de la mandíbula podrían romper las cadenas en cualquier momento y eso sí le daba terror a Debussy. Ni siquiera corriendo con todas sus fuerzas podría escapar del hambre asesina de ese can.

―¡Quieto ahí, Tifón! ―se escuchó la voz de una anciana.

La vieja emergió de entre las sombras de los árboles, calmando a la bestia.

―Que no te asuste, si estoy aquí no te hará daño. ―Lo serenó la vieja, jalándole una oreja al canino. Este, muy Obediente, se sentó sobre su trasero.

Debussy no podía distinguir bien a la anciana. Su lámpara apenas alumbraba el rostro tapado por una caperuza verde oscuro. Era pequeña y jorobada, con manos fuertes, pero deterioradas por los años. La vieja levantó con cuidado el enorme llavero que llevaba colgado de la falda larga y se dispuso a abrir la reja del infierno.

―Pasa, muchacho. No tenemos toda la noche, hace mucho frío ―carraspeó la anciana, malhumorada.

Debussy la pudo detallar mejor de cerca, aunque todavía seguía nervioso con la mirada del perro. La cabellera de la anciana se mezclaba entre un gris oscuro y mechones tan negros como el azabache. Tenía la piel blanca y lisa, sin contar las arrugas y manchas de la vejez. Cuando la miró directamente al rostro, se asustó un poco; tenía los ojos tan oscuros que la luz se perdía en las profundidades de sus iris.

―Tifón, olfatéalo ―ordenó la vieja. Luego se jorobó aún más para hablarle a la oreja del perro―. Es un huésped, no le hagas daño ―ordenó la anciana―. Huésped, amigo ―le repitió, jalándole la oreja nuevamente.

El canino, calmado, olfateó los pies y el pantalón de Debussy. Alzó la mirada definiendo los rasgos faciales del nuevo huésped. Luego, permaneció inmóvil, vigilante, a la espera de cualquier gesto sospechoso.

―Preséntate, muchacho. Tifón no recordará tu nombre si no se lo dices ―le indicó la vieja, jalándolo del brazo hacia el canino.

―Mi nombre es Debussy, Levi Debussy ―lo pronunció dos veces para asegurarse que lo escuchara. No querría levantarse el día siguiente y que el perro no lo reconociera cuando decidiera pasear un rato por el jardín.

El canino movió las orejas y le ladró, se levantó y caminó tranquilo al lado de su dueña. Se comportaba como una persona, un verdadero guardián.

―¿Así es como te presentas a las personas? ¡¿Ah?! ―se quejó la vieja.

Su mal temperamento no le daba buena espina a Debussy, pero de eso se trataba esta travesía. La vieja posadera era parte del encanto siniestro de Pierrot Rouge.

―Nunca le he hablado a una mascota de esa manera y a ninguna con nombre de tempestad. ¿Usted le puso ese nombre? ―preguntó, tratando de conversar con la vieja.

Por unos segundos, ella lo miró con el ceño fruncido. Se detuvo y dijo:

―No… Y es un nombre de demonio, no de tempestad ―le corrigió la anciana, con otro gesto fruncido.

Debussy no quiso seguir conversando.

De camino por la empinada colina, Debussy desvió su atención hacia los árboles: enormes estacas naturales que se perdían en lo alto. Troncos gruesos y negros en la oscuridad, tenebrosos, como si ocultaran criaturas inenarrables detrás de ellos.

Finalmente, llegaron a la mansión carmesí. De cerca daba mucho más miedo, pero, al mismo tiempo, admiración. La mano derecha de Debussy temblaba, necesitaba sentarse a escribir. También le provocó dibujar las figuras de arlequines que adornaban la morada.

El canino corrió trayendo un enorme hueso enseñándoselo a su invitado. La pieza ósea parecía un fémur humano.

―Es un hueso de vaca, dejé que se lo quedara. A la gente le espanta verlo con ese juguete ―aclaró la vieja, sacando las llaves de la entrada.

La puerta principal tenía un acabado impecable, con diseños extravagantes y tallados de flores con arlequines. Entraron al pasillo principal. Debussy escuchó la voz de una joven, ella habló con la posadera y se dirigió al escritor.

―He preparado su habitación para esta noche. Espero no le moleste pasar la primera velada en nuestra mejor alcoba. ―La chica hizo una pequeña reverencia para tomar el abrigo de Levi.

―¿Disculpe? ―se inquietó el escritor. No era lo que había acordado.

La vieja carraspeó nuevamente. Cojeó un poco antes de darse la vuelta para encarar al escritor y responderle:

―No esperaba su llegada a tan altas horas de la noche. No puedo dejar que duerma más allá del jardín sin verificar algunas cosas, monsieur Debussy ―explicó la anciana con más seriedad. La burla odiosa de su voz se esfumó, se tornó preocupante.

―No quiero discutir con usted, madame… ―de repente, recordó que nunca preguntó el nombre de la anciana.

―Vícatris, madame Boyer para usted ―se inclinó un poco en la presentación, fue un extraño gesto de gentileza―. No es la primera persona en ocupar aquella ala. Por la mañana le mostraré algunos documentos, fotografías y testimonios ―acordó la anciana Vícatris, desviándole la mirada para seguir su rumbo por el pasillo principal.

―Si esas son las políticas para habitar ese sitio, tengo que obedecerlas. De igual manera, me interesan mucho esos documentos, es parte de mi investi… ―Los gritos y disparos interrumpieron al escritor, la bulla se colaba hasta la cima de la colina en Pierrot Rouge.

―Más disturbios… ―dijo la chica en voz baja.

―Verlaine, lleva las cosas de monsieur Debussy a su habitación y sírvele la cena ―indicó la anciana.

Madame Boyer se acercó a un cofre cerca de la puerta y sacó una escopeta.

―Pero, ¡madre…! ―La chica trató de hablar, pero el ceño fruncido de su madre la enmudeció de golpe.

―Quédense aquí, iré con Tifón a revisar ―dictaminó la vieja Vícatris, abriendo la puerta con el arma en las manos.

IV

Lombard

El detective corrió, abriéndose paso entre la multitud eufórica. Cuatro hombres levantaban el cuerpo de Humbert, el sujeto flaco del ayuntamiento al que le acababan de disparar en la cabeza. La herida del disparo fue directa en la sien. Un tiro perfecto. Solo un francotirador profesional podría haber apuntado de esa manera.

Lombard examinó el cadáver tan rápido como pudo. Desde su perspectiva, direccionó el ángulo de la bala hacia los tejados, al noroeste de la plaza.

―¡Llévenlo a la morgue! ―ordenó Gaspard Lombard a los individuos que cargaban el cuerpo.

Con urgencia y valiéndose de todas sus fuerzas, el detective corrió nuevamente entre la muchedumbre hasta llegar a la casa más cercana. Tocó la puerta con ímpetu. Esta se abrió como si el seguro no estuviese puesto. Le pareció extraño, todas las casas estaban cerradas y bien protegidas debido a la turba.

No disponía de tiempo para analizar la ocasional puerta sin cerrojo, pero, mientras corría escaleras arriba, notaba que no había ninguna vela encendida en todo el sitio. La puerta del ático estaba abierta. Afortunadamente, la luz de la calle proporcionada por las antorchas embravecidas le ayudaba a iluminar la oscuridad de la morada.

Su buen olfato detectivesco lo condujo directamente a la casa del siniestro. «Un golpe de suerte», se dijo Lombard, las mentes maestras piensan demasiado rápido. Se preocupó por los inquilinos de la casa, estaba completamente vacía, pero después se ocuparía de ese pequeño gran detalle. Divisó la ventana triangular abierta. Con agilidad felina, se escabulló hacia fuera para examinar mejor el ángulo que había estado inspeccionando.

―Detective Lombard, ¿ve algo desde ahí? ―le gritó un tipo fornido desde la plaza.

Lombard observó el tejado, sus ojos escaneaban con cautela cada rincón de las tejas. Estaba en lo correcto. Parte de las losas se habían resquebrajado. Había pequeñas grietas y una en particular, estaba montada encima de las otras. Acercó la nariz al hallazgo. Olfateó profundamente.

―Huele a pólvora… ―musitó e introdujo el dedo medio entre las hendiduras. Tocó un polvo áspero. Llevó el dedo hasta su boca y probó el residuo con la punta de la lengua. Identificó de inmediato el sabor―. Sí, es pólvora ―confirmó.

Con rapidez, escaló la superficie de la ventana posándose sobre los tejados. Se encontró con el paisaje que imaginó: un conjunto de hileras de chimeneas hasta un horizonte de bosques y montañas. Apenas la luz iluminaba los techos. Pero Lombard no apartó la mirada de las torres humeantes, graduó la vista como un animal nocturno en cacería. No era la primera vez que usaba sus habilidades en la noche. Sus ojos parecían los de un águila en pleno vuelo. No se le escapaba nada… ¡Y acertó!

Detectó una silueta humana a los lejos, oculta tras el humo de una chimenea. El asesino se escondía, pero no era lo bastante bueno para escapar de Gaspard Lombard. El detective tomó impulso desde la venta y corrió, saltando el tejado hacia otra casa. Las callejuelas eran estrechas y fáciles de franquear.

―¡Por allí! ―gritó otro sujeto, observando al detective corriendo por los tejados.

La sombra oculta tras la capa de humo se movió. Lombard llegó hasta la chimenea, pero solo vio un trapo amarrado a una viga suelta que ondulaba con el viento.

―Maldito, ¡me engañó! ―Enojado, sostuvo la extraña capa oscura y la arrojó hacia la calle―. ¡Guarden la evidencia! ―gritó. Y afiló la vista nuevamente.

El quebradizo camino por las losas delataba la huida del homicida. Lombard corrió, siguiendo el sendero. Saltó varias casas hasta llegar al tope de la montaña, donde los árboles comenzaban a nacer. Vio un arma larga tirada en un callejón, volvió a gritar para que alguien la guardase. El tipo era muy veloz, disparar a distancia y correr todo ese trayecto hasta el bosque con alguien pisándole los talones, no era algo que cualquiera podía hacer. ¿Se trataba de algún francotirador o un asesino profesional?

Lombard escuchaba la caminata del tipo entre los arbustos, faltaba poco para atraparlo. Por fortuna, siempre llevaba una pequeña pistola de bolsillo, una Remington modelo 95 Double Derringer, el arma perfecta que pasaba desapercibida. Algunas prostitutas solían comprarlas para protegerse de clientes borrachos o potenciales abusadores.

En cuestión de segundos, Lombard desenfundó el doble cañón de su pistola. Se escabulló entre los árboles persiguiendo al sujeto. Pero bajo las copas de los árboles la luz escaseaba y la luminosidad de la luna no llegaba hasta allí.

Los sonidos de la naturaleza se escuchaban poco a poco: aves revoloteando, el ulular de un búho cazador o insectos moviéndose. Pero las pisadas del prófugo sonaban fuertes y nerviosas, pronto le daría alcance y lo tendría frente a frente.

El trabajo del detective era encontrar culpables y tenía uno picándole el anzuelo. Pero, a lo lejos, sin ningún sentido, los manifestantes comenzaban a destrozar y quemar cosas, crear caos. A estas alturas, estarían en la zona rica de la isla. La Policía Montada ya debía estar luchando contra la protesta agresiva. Al día siguiente por la mañana, habría casos y más casos de muertos y heridos, mucho trabajo para Gaspard Lombard y eso solo significaba dolores de cabeza.

Entre los árboles, a kilómetros de donde se escondía Lombard, persistía una pequeña fuente de luz, indicio de los alborotos de los ciudadanos. La cuestión iba de mal en peor. Escuchaba a lo lejos el rumor de los gritos y el desorden.

Tenía que concentrarse en el fugitivo. Lombard se acodó a un árbol sin perder el rastro. Se ensució el pantalón con la tierra húmeda. El olor de la corteza mojada de los árboles le gustaba, pero si seguía apoyado al tronco, pronto le daría alergia, lo último que deseaba en ese momento era que un estornudo delatara su acecho. Mucho menos ahora, que había encontrado la guarida del matón.

Otra fuente de luz más luminosa se distinguía entre los arbustos. Lombard se arrastró para evitar ser detectado. Asomó la cabeza entre unas ramas para observar la hoguera del otro lado. Una gigantesca llamarada extrañamente blanca iluminaba el sector del bosque, arropando todo: era una tela gris cubriendo su vista, al igual que una fotografía en blanco y negro. Jamás en su vida había experimentado una visión tan pavorosa como esa. ¿Qué era ese extraño fuego blanco?

A pesar de ser altamente enigmática, la llamarada no era la atracción principal. Un grupo de personas bailaba alrededor de la hoguera. No se trataban de bailes folklóricos o música instrumental, los cantos que Lombard escuchaba le retorcían los tímpanos y le hacían temblar la médula.

El grupo coreaba palabras inentendibles, pero esa era la menor de sus preocupaciones, calculaba que había de veinte a veinticinco hombres, y quizás mujeres también. No alcanzaba a distinguir su género, ya que todos vestían atuendos idénticos: túnicas largas de pies a cabeza, de marrón ladrillo con tonos oscuros, o eso intuía Lombard, identificar el color exacto se le complicaba debido a la luz grisácea del fuego. Sus cabezas se escondían bajo una capucha peculiar, apenas un pequeño agujero en sus rostros dejaba ver sus ojos entre la perpetua sombra y una especie de cuello que los cubría hasta la boca.