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John Ruskin

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Veröffentlichungsjahr: 1907

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Munera pulveris

M. John Ruskin

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Munera pulveris

PREFACIO

CAPÍTULO PRIMERO. DEFINICIONES

CAPÍTULO II. GUARDALMACÉN

CAPÍTULO III. GUARDASELLO

CAPÍTULO IV. COMERCIO

CAPÍTULO V. GOBIERNO

CAPÍTULO VI. AUTORIDAD

APÉNDICES

NOTAS

Acerca de esta edición

Enlaces relacionados

PREFACIO

1. Creo que las siguientes páginas contienen el más acabado análisis que sobre las leyes de la Economía Política se ha publicado en Inglaterra. Múltiples y notables tratados concernientes á este asunto han aparecido impugnando las opiniones vulgares acreditadas; pero el examen subjetivo de esta materia no puede ser asequible á ninguna persona que ignore el valor inherente á los productos de las más altas industrias, comúnmente llamadas «Bellas Artes», y ninguna de las versadas en la naturaleza de tales industrias tengo noticia de que haya acometido, ni siquiera intentado, semejante empresa.

Hasta la fecha, pues, en que estos estudios se publicaron (1863), no solamente las primordiales condiciones sobre la producción de la riqueza eran desconocidas, pero tampoco la naturaleza de la riqueza misma fué jamás definida. «Cada cual posee una noción suficientemente exacta para su uso corriente de lo que se entiende por riqueza», escribe Mr. Mill al principio de su obra, y prosigue muy tranquilo: Es como si un químico procediese á inquirir las leyes de la química sin cuidarse de establecer la naturaleza del fuego ó del agua; porque cada cual posee de estos elementos una noción «suficientemente exacta para su uso corriente».

2. Pero, aunque esta razón parezca aceptable, en puridad es falsa. No se encuentra una persona entre diez mil, que posea una noción suficientemente exacta—aun para los usos más comunes— de «lo que se entiende» por riqueza; todavía menos de lo que la riqueza eternamente es, signifiquémosla ó no, pues el determinarla es asunto que corresponde á cada escritor de economía. Sabemos, en verdad (tanto por la experiencia como por la figuración), lo que necesitamos para sustentarnos espléndidamente y para vestirnos con elegancia; y si Mr. Mill había pensado que la riqueza consistía sólo en eso ó en los medios de obtenerla fácilmente, hubiese podido definirla con gran precisión científica. Pero Mill sabe más: sabe que algunas clases de riquezas consisten en la posesión ó facultad de obtener otras cosas que no son ellas; pero no habiendo encontrado en los estudios y meditaciones de su vida los principios esenciales del valor, se vió obligado á adoptar y establecer la opinión corriente como fundamento de su ciencia. La muchedumbre, por su parte, aceptó con gusto la noción de una ciencia fundada en sus propias opiniones.

3. Al contrario; yo poseo una singular ventaja, no sólo por la amplitud de horizontes que en el campo de la investigación he columbrado durante mis cuotidianas rebuscas artísticas, sino también por el rigor de algunas lecciones que accidentalmente he recibido en el decurso de aquéllas.

Cuando en el invierno de 1851 me encontraba reuniendo datos para mi obra sobre la arquitectura de Venecia, tres cuadros del Tintoreto instalados en la Academia de San Roque cayeron destrozados, entre pedazos de madera y de yeso, á consecuencia de los boquetes abiertos por tres bombas austríacas. Parece ser que la ciudad de Venecia no se sentía bastante rica para reparar los daños de aquel invierno, y se colocaron cubos en el último piso de la Academia para recoger la lluvia, la cual, no sólo destiló al través de los agujeros abiertos por las balas, sino que siguiendo su camino, inundó casi todo el primer piso, calando varios lienzos del Tintoreto que adornaban el techo.

4. Fué esta para mí—como he dicho—una lección no menos directa que severa, pues en aquel tiempo creía ya (aunque no haya osado decirlo hasta hace poco, en Oxford) que los cuadros del Tintoreto existentes en Venecia son de fijo los más preciosos artículos de la riqueza europea, siendo á la vez las mejores producciones que existen de la humana industria.

Pues bien; cuando tres lienzos de esos cuelgan como trapos mojados del techo que tanto adornaron, los almacenes establecidos en la calle de Rívoli, de París, respondiendo á un persistente aumento en la Demanda pública, empiezan á mostrar un fuerte aumento en la Oferta de litografías laboriosamente hechas en colores, representando los modernos y deleitosos bailes, entre los que ocupa el can-cán lugar preferentísimo.

El esfuerzo físico aplicado á cualquiera de esas litografías es mucho mayor que el empleado ordinariamente por el Tintoreto en un cuadro de regulares dimensiones. Si se considera al trabajo como origen del valor, es indudable que la piedra, tan minuciosamente trabajada, deberá valer más que el cuadro; y puesto que también es capaz de producir gran número de copias aptas para ser vendidas ó cambiadas al momento, ya que su «demanda» es constante, la ciudad de París supone—y, sobre todo, lo afirman ó establecen hasta aquí los principios de la Economía política—que es infinitamente más rica con la posesión de sus numerosas piedras litográficas (no hablemos del incalculable aceite, pintura, mármol, grabadores, etc.), que Venecia con la posesión de aquellos mohosos jirones de lienzos flotando entre el viento sud y el agua salada. Y, consecuentemente, París ha prevenido (sin reparar en gastos) altas galerías en sus almacenes y ricos depósitos en innumerables habitaciones privadas, para protejer estos superiores tesoros de su industria contra los riesgos de cualquier tempestad.

6. Sin embargo, París no es más rico por tales posesiones. La deliciosa litografía no constituye intrínsecamente la riqueza, sino el polo opuesto de la riqueza. Aunque la exacta cantidad de trabajo que se haya suministrado para producirla sucumba rugiendo ó sobrenade, ella es la absoluta Pobreza. No sólo es una falsa Riqueza: es una verdadera Deuda, que se pagará al cabo: el presente aspecto de la calle Rívoli dice de qué manera.

Y las marchitas pinturas del techo veneciano son, á pesar de todo, una riqueza absoluta é inestimable. Inútil á su dueño, como olvidado tesoro en una sepulta ciudad, posee no obstante en sí la intrínseca y perdurable naturaleza de la riqueza; y Venecia, con sólo poseer esas ruinas, es rica ciudad; pero los venecianos no poseen una noción suficientemente exacta—aun por lo que concierne á la más elemental necesidad de poner pizarras en un tejado—de lo que «significa riqueza».

7. El economista ordinario podrá replicar que su ciencia nada tiene que ver con las propiedades de la pintura, sino con su valor de cambio exclusivamente; y que su negocio se limita á saber si los restos del Tintoreto tienen el valor de las muchas reproducciones que pueden obtener con las piedras litográficas.

Pero no se aventuraría sin reservas á dar semejante respuesta, si el ejemplo se refiriese á caballos en lugar de pinturas. El más estulto economista advertiría y admitiría que un hombre dueño de hermosos y bien criados caballos, es infinitamente más rico que otro que sólo los posea cojos y asmáticos. Instintivamente comprendería, aunque su pseudo-ciencia no se lo hubiese advertido, que la cantidad pagada por los animales en cada caso no puede alterar su mérito; que el caballo bueno, aunque se venda por unas cuantas guineas, no deja por eso de tener el mismo mérito, ni vale más el cojo y cansado, aunque se den por él cien guineas.

8. De modo que cuando el economista dice que su ciencia no se ocupa en las cualidades de la pintura, quiere decir sencillamente que no puede concebir ninguna cualidad de esencial bondad ó maldad que concurra en la pintura, y que es incapaz de investigar las leyes de la riqueza en tales artículos. Esto es lo cierto. Pero siendo incapaz de definir el valor intrínseco de un cuadro, síguese que también lo es para definir la naturaleza del valor intrínseco de un cristal pintado, de un jarrón, de un tapiz ó de cualquier otro producto nacional que exija el concurso del humano ingenio. Aunque capaz, pues, de concebir la idea del intrínseco valor respecto á las bestias de carga, ningún economista ha intentado sentar los principios generales de la Economía Nacional, refiérase á los caballos ó á los pollinos. Y, en fin, los economistas políticos modernos han sido, sin excepción, incapaces de reconocer la naturaleza del valor intrínseco en todo.

9. Y la primer especialidad del siguiente tratado consiste en dar al principio—y mantener como fundamento de los subsiguientes razonamientos— una definición del Valor Intrínseco y de lo contrario del Valor Intrínseco. Los anteriores escritores han prescindido equivocadamente de estudiar este poder negativo del valor, y el positivo no lo han definido.

En segundo lugar, ignorando el economista moderno lo que es el valor intrínseco, y aceptando el criterio popular en la apreciación de las cosas como único sustentáculo de su ciencia, ha imaginado haber establecido las leyes constantes que regulan la relación entre la demanda popular y la oferta, ó, al menos, haber probado que oferta y demanda están coordinadas por la celestial balanza, sobre la cual no prevalece ningún humano designio. Por singular coincidencia he podido ver recientemente cómo esta teoría sobre la oferta y la demanda se la conducía á las más extremas consecuencias en otro gran asedio, así como pude ver las teorías sobre el valor intrínseco actuando en el sitio de Venecia.

10. He tenido el honor de pertenecer á la comisión, presidida por el Lord Mayor de Londres, encargada de abastecer á París después de su rendición. En una de nuestras sesiones se propuso la cuestión de vital importancia respecto al momento en que la ley de la oferta y la demanda podría actuar y en qué operación; precisamente, la demanda era tan apremiante en este momento, que algunos millones de hombres se encontraban desde hacía varias horas en extrema inanición, sin alimento de ninguna especie. Sin embargo, en el curso del debate se admitió como probable que el divino principio sobre la oferta y la demanda podría encontrarse á las nueve y minutos con que necesitaba de carros y caballos. Nos decidimos, pues, á intervenir tanto con el divino principio, que pudimos cargar carros y caballos con bastante prisa para llegar felizmente en sazón oportuna; pero no un momento antes. Más tarde supo la comisión que el divino principio de la oferta y la demanda había comenzado sus operaciones cargando á los pobres de París doce peniques por cada uno de valor que necesitó, y pudo terminar sus operaciones entregando doce peniques por cada uno á los traficantes que no necesitaron de nada. En vista de lo cual, reconoció la comisión que el pequeño enredo apenas había sido en esta singular ocasión «dignus vindice», por lo que toca al divino principio de la oferta y la demanda, y que prontamente podríamos aventurarnos otra vez á proveer al pobre París de lo que necesitase, cuando de ello tuviese necesidad. Pues, para el valor de las sumas que se nos confiaron, se recordará lo que de hecho obtuvimos.

11. Pero lo cierto es que la pretendida «Ley», cuya falsedad se ha palpado en este caso de extrema exigencia, es igualmente falsa en otros casos de exigencia menor. Es falsa siempre y en todas partes. Más todavía: hasta tal punto es imaginaria la existencia de esa ley, que ni los economistas vulgares están siempre acordes en su apreciación, pues algunos sólo pretenden dar á entender con ella que los precios están regulados por la relación de la oferta y la demanda, lo cual es parcialmente cierto; y otros entienden que la relación misma es una, en cuyo proceso no es prudente intervenir. Esta afirmación no sólo es incierta, como en el primer caso; es, seguramente, el reverso de la verdad; pues toda sabia economía política ó doméstica consiste en el decidido mantenimiento de una relación dada entre la oferta y la demanda, independientemente de la instintiva ó (directamente) natural que ya existe.

12. De análoga manera, la Economía Política corriente afirma que, según una «ley», el salario está determinado por la competencia.

Ahora bien; yo pago á mis criados el salario que juzgo necesario para satisfacer sus necesidades. La cantidad no está, pues, determinada por la .competencia; á veces responde á mi noción de sus necesidades, á veces á la de ellos mismos. Si mañana me arruinase, es posible que algunos aún me sirvieran por nada.

En ambos casos, el real y el supuesto, la pretendida «ley» de la Economía Política corriente, hay que mirarla con desconfianza. Pero no puedo desconfiar si se trata de la ley de la gravitación, ni asegurar que en mi casa no permitiré que se derrita el hielo cuando la temperatura es superior á treinta y dos grados. Una verdadera ley superior é independiente fuera de mi casa, persiste verdadera dentro de ella. Por esta razón no es ley de la naturaleza que el salario esté determinado por la competencia. Todavía menos una ley del Estado, ó no podríamos ahora estar discutiendo sobre ella, puesto que el país pierde muchos millones de libras esterlinas. El economista ordinario ha tenido la debilidad de considerar como una ley al hecho de que durante los últimos veinte años, buen número de insensatos han intentado fijar el salario de ese modo, y en cierto sentido han logrado ocasionalmente hacerlo.

13. Tanto en la definición de los elementos de la riqueza como en el establecimiento de las leyes que gobiernan su distribución, la moderna Economía Política ha sido tan absolutamente incompetente como absolutamente falsa. El siguiente tratado no es, como se ha dicho con tenaz pertinacia, una tentativa de poner al sentimiento en el lugar de la ciencia; sino que contiene el análisis de lo que insolentemente quiere pasar por ciencia, y también la definición, hasta hoy inaprehendida—y me atrevo á decir que inaprehensible—de los elementos materiales con que la Economía Política ha de elaborar, y de los principios morales que la integran; ya que no es una ciencia precisamente, sino «un sistema de conducta fundado en varias ciencias, cuya existencia solo es posible supuestas ciertas condiciones». Esto quiere decir que habilidad, frugalidad y discreción—los tres sustentáculos de la economía—son cualidades morales que no pueden alcanzarse sin una disciplina moral. Insípido verismo, pensará el lector. Sí, pero verismo abominado clamorosamente y con gran empeño por todo el populacho de Europa, que al presente abriga la esperanza de obtener riquezas mediante los engaños del comercio, sin habilidad; populacho que, poseyendo la riqueza, ha olvidado en su empleo la concepción—¿y cuánto más el hábito?— de la frugalidad; y que en la elección de los elementos de la riqueza no sabe cuánto pierde—pues jamás hasta el presente poseyó—la facultad de la discreción.

14. Pues bien; si los maestros, en la pseudo-ciencia de la economía, han osado afirmar con resolución hasta las más pobres conclusiones que han obtenido en aquellos puntos que, tratándose del populacho, la indiscreción suele ser más peligrosa, también podrían afirmar por el uso hecho de esas conclusiones, cuáles eran verdaderas y cuáles falsas.

Pero ningún economista político ha osado todavía establecer un seguro principio sobre los más grandes y vitales problemas. Deseo presentar tres puntos de universal importancia: Adorno Nacional, Renta Nacional, Deuda Nacional.

Mas si hemos de tener en cuenta cada detalle para formar un cuadro sistemático y completo de los principios inherentes á una ciencia dada, para esto hay que ser Profesor de Cambridge.

13. Tomad la última edición del Manual de Economía Política del Profesor Fawcett, y, ante todo, formularos con precisión las tres siguientes preguntas, procurando al mismo tiempo darles respuesta:

I. La inversión del dinero en vestidos y muebles lujosos, ¿tiende á hacer á la nación rica ó pobre?

II. El pago por la nación de un tributo impuesto á sus tierras ó á los productos de ellas, y recibido por algunos particulares que lo gastan como les place, ¿tiende á hacer á la nación rica ó pobre?

III. El pago por la nación, y durante un período indefinido, de los intereses correspondientes al dinero prestado por los particulares, ¿tiende á hacer la nación rica ó pobre?

Estas tres preguntas son, ante todo, perfectamente sencillas y primordialmente vitales. Precisadlas, y desde luego tendréis una base de conducta nacional en todos los casos. Dejadlas imprecisas ó indeterminadas, y no tendrá límites la miseria que sobre el país desencadenen la astucia de los bribones y la locura de las muchedumbres.

Analizaré los tres puntos en el debido orden.

16. (I) Adorno (dress). La opinión general, al presente, es que el lujo del rico en vestidos y muebles beneficia al pobre. Ni la ceguera de nuestros economistas políticos se atrevería probablemente á sostener tal cosa con muchas palabras. ¿Pero cuándo ha sostenido lo contrario? Durante el período entero de su último Emperador, se adoptó en Francia, como primer principio de gobierno final, que una gran cantidad de los fondos desembolsados en concepto de rentas por los labradores provincianos debería gastarse en la confección de vestidos para las damas de París. ¿Dónde está el economista político de Francia ó Inglaterra, que se atreva á sostener que las conclusiones de la ciencia son opuestas á este sistema? Hace bastante tiempo, en el año 1857, hice lo posible para demostrar la naturaleza del error y prevenir el peligro1; pero ninguno de los hombres que tienen la insensata atención del pueblo suspensa de sus palabras, debió escuchar mi discurso, cual si hubiese sido una ofensa á las potestades del comercio; y estas potestades han imperado en París durante catorce años con el siguiente resultado, como nos dice en breves y precisos términos el Ministro de Instrucción pública2:

«Hemos sustituido á la gloria por el oro, al trabajo por la especulación, á la fe y el honor por el escepticismo. Absolver ó glorificar la inmoralidad; decantar á las mujeres perdidas; regalar nuestros ojos con el espectáculo del lujo y nuestros oídos con cuentos orgiásticos; ayudar en sus maniobras á los ladrones públicos, ó aplaudirlos; burlarse de la moralidad, y creer en el éxito; amar sólo el placer; adorar sólo la fuerza; sustituir el trabajo por fecundos ardides; hablar sin antes haber pensado; preferir el aplauso ruidoso á la gloria; erigir la befa en sistema y la mentira en institución, ¿no es este el espectáculo que estamos presenciando?... ¿No es esta la sociedad que estamos viendo?...»

Otras causas, independientemente del deseo que incita al amor del lujo en trajes y arreos, han hecho que el trabajo produzca tales consecuencias; pero la más activa de todas ha sido esa pasión del lujo; pasión no censurada por el sacerdocio y en gran parte provocada por los economistas como favorable al comercio. No tenemos derecho á pensar que sólo en Francia han podido obtenerse tales resultados; también nosotros marchamos rápidos por análogo camino. Francia, en sus pasadas guerras con nosotros, jamás nos fué tan fatalmente enemiga como en la amistad de la moda y en la libertad del comercio. Ningún caso recuerdo del lujo romano ó asirio tan ominoso y horrible como uno de que he tenido noticia hace algunas semanas, ocurrido en Inglaterra: un respetable matrimonio, establecido en una apacible ciudad del Norte, se ha visto lanzado al arroyo, en la edad provecta, víctima de un pleito entablado por la modista de su única hija.

17. (II) Renta. El siguiente informe sobre la naturaleza real de la renta lo comunica muy acertadamente el profesor Fawcett en la página 112 de la última edición de su Economía Política.

«Probablemente, cada país ha sido subyugado y las partes del territorio vencido el ordinario premio que el jefe otorgaba á sus más insignes compañeros. Tierras conquistadas por la fuerza, por la fuerza tenían que defenderse; y, antes de que la ley afirmase su supremacía y la propiedad quedase asegurada, ningún barón pudo retener sus posesiones, excepto los que viviendo en sus estados lograron organizar la defensa....3. Cuando la propiedad quedó asegurada, los terratenientes comprendieron que el poder del Estado garantizaría todos sus derechos de propiedad y los vestigios de la posesión feudal quedaron abolidos y las relaciones entre terratenientes y colonos se trocó en meramente comercial. El terrateniente ofrece los campos al que desea cultivarlos, y él solo ambiciona recibir la más alta renta posible. ¿Cuáles fueron los principios que regularon la renta de esta suerte pagada?»

El Profesor Fawcett continúa muy tranquilo investigando esos principios, sin ocurrírsele por un momento la posibilidad de contemplar el primer principio que domina al problema entero: la conservación por medio de la fuerza de la tierra que obtuvo la fuerza, principio jamás negado por la inteligencia humana. Sin embargo, la más apremiante empresa de nuestros días consiste en averiguar á qué precisa distancia el robo original se encuentra con el reaccionario, ó si el robo reaccionario es quizás el robo en su integridad. Y luego averiguar cuáles son las justas condiciones que deben concurrir en la posesión de la tierra, una vez eliminado el robo original y correcto.

18. (III) Deuda. Hace mucho tiempo, cuando yo era niño, solía escuchar silenciosamente la conversación que en la mesa sostenían los comerciantes londinenses, buenos y sesudos hombres de negocios, que iban de tiempo en tiempo á comer con mi padre. Y nada me sorprendió tanto como la convicción claramente expuesta por algunos de los más cautos y prudentes, de que «si no hubiese Deuda Nacional, ignorarían qué destino dar á su dinero, ó dónde colocarlo con seguridad». En la página 399 del Manual escrito por el Profesor Fawcett, podríamos encontrar la misma afirmación:

«En nuestro propio país previenen los fondos públicos contra el riesgo posible de pérdida.»

y otra vez, como antes en la cuestión de la renta, el profesor Fawcett prosigue adelante en su trabajo, sin que al parecer le turbe ninguna duda ni advierta que existe una esencial diferencia, por lo que se refiere á los efectos sobre la prosperidad nacional, entre un Gobierno pagando intereses por dinero que desde hace cincuenta años gasta en fuegos de artificio, y otro Gobierno que paga intereses por dinero para ser empleado en trabajo.

Esta diferencia, que el lector encontrará expuesta y analizada más adelante, en los § § 127 y 129 de este volumen, es un punto que los economistas deben dilucidar plenamente antes de ocuparse en cualquier otro problema relacionado con el Gobierno.