Nadie puede cambiar el pasado - Luis Expósito Rodríguez - E-Book

Nadie puede cambiar el pasado E-Book

Luis Expósito Rodríguez

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Beschreibung

¿Puede un hombre decidir su destino? La historia de Agustín lobo, jornalero en los campos de Extremadura en 1936, en tiempos convulsos de guerra y lucha de clases, seguramente nos hará comprender que somos marionetas zarandeadas una y otra vez por el azar. Expósito expone con maestría los pormenores de una existencia, inspirada en hechos reales, azotada por múltiples vicisitudes y marcada por sentimientos maltratados y amores destruidos que llevarán al protagonista a viajar por toda España y América, a pasar de ser jornalero a sindicalista y espía, en una feroz huida hacia adelante para lograr sobrevivir, mantener sus principios y preservar su alma.

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Título original: Nadie puede cambiar el pasado

Primera edición: Septiembre 2023

© 2023 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Luis Expósito

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Valeria Hernández

Maquetación: Mercedes Galán García

ISBN: 978-84-19495-66-2

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Para mis padres, que me lo han dado todo

ÍNDICE

Prólogo

I. 15 de septiembre de 1936

II. Masacre

III. La gran ocasión

IV. Cortejo y sentimiento

V. La soledad del camino

VI. 1921 Bautismo de fuego

VII. Infierno y gloria

VIII. Amor y conciencia de clase

IX. Madrid

X. El frente y la retaguardia

XI. Cambio de rumbo

XII. Reencuentros

XIII. La misión

XIV. El retorno

XV. Ultramar

XVI. El fin de un sueño

XVII. La esperanza

XVIII. Fregenal

XIX. Mateo

Agradecimientos

PRÓLOGO

En la pequeña ciudad en que nací y viví hasta mi adolescencia se hablaba en voz baja de la Guerra Civil. Por mi casa, que en los años cincuenta y sesenta tenía jardín, cuadra, gallinero y gorrinera, aparecía cada año el tío de mi amigo Juanito. Era el matarife encargado de acabar con la vida del cerdo que mi madre alimentaba a diario con pienso y las sobras de las comidas. Aunque su nombre oficial y público era Esteban, su madre –represaliada de la guerra– le llamaba de vez en cuando Lenín; dicho así, con acento. Yo pensaba que tenía un segundo nombre, Helenio, con el diminutivo Helenín, y por eso lo de Lenín. ¡Bendita inocencia! Pero no, según supe después se llamaba exactamente como el líder de la Revolución rusa, algo que se hizo costumbre al nombrar a bastantes niños españoles hijos de izquierdistas, y su padre lo era. Ella, la madre de Lenín, a quien se le escapaba en la vejez aquel nombre verdadero y prohibido, había perdido a su marido, muerto de hambre y frío en el penal de Chinchilla, y ella misma había sido castigada al término de la contienda a beber aceite de ricino y dar un vejatorio paseo purgante por la plaza del pueblo serrano donde vivían. Era nuestra familia vecina más cercana, por más que mi madre fuera hija de guardia civil. Otro vecino de aquella calle nuestra había sido todo lo contrario: un inspector de la Benemérita, descubridor y torturador de quienes tenían conductas poco afines con el régimen, pero amado en la senectud por los suyos, que eran cumplidores con la Iglesia y buena gente. Otros vivían con alegría la nueva situación después de soportar la represión de una retaguardia movilizada por el conflicto y muchos más disimulaban, porque ¿para qué? Nadie hablaba de nada, o eso parecía, y el dolor, que existía, se vivía por dentro. Para muchos había comenzado el tiempo del perdón, o algo parecido.

Mi madre, que había pasado la guerra en Barcelona, me enseñaba catalán en casa. Unas cuantas frases, unas cuantas canciones y el consabido «esto no lo sueltes por ahí». Era un mundo de silencio en el que, sin embargo, íbamos conociendo retazos de un periodo del que no se puede presumir. Un día escribí una historia de la guerra no para publicar, solo para mi madre, que ella tenía indefectiblemente en su mesita de noche y leía y releía por capítulos sueltos. Me preguntó cómo sabía tanto de aquello, de su vida en la calle Verge de Monserrat en el Guinardó, de sus amigas en Cataluña, del padre de Nuria –el del colmado–, tenor en el coro del Liceo, de los bombardeos y las carreras por una ciudad temerosa y valiente a la vez. Le dije que todo me lo había contado ella en la voz baja de los silencios. Poco antes de su muerte, le faltaban unas horas para expirar, me dijo con una sonrisa inolvidable: «Pedri, ¿por qué no me haces un bocadillo con pan, tomate y jamón y nos vamos a Barcelona?». Y con ese recuerdo de las meriendas de niña en su ciudad, porque Barcelona era la suya de corazón más que ninguna otra, se fue en Albacete cuando entraba el Año Nuevo.

Mi buen amigo Luis Expósito ha escrito este libro, Nadie puede cambiar el pasado –en el que hay mucho de la guerra que le precedió, de su idea de la guerra–, en el que hace un enorme ejercicio de equilibrio porque, como dice uno de sus personajes: «Pensar diferente no es como para matarse». Pero en aquel tiempo lo fue. Basta con crear las suficientes condiciones para que germine el odio más brutal.

Estamos ante una novela histórica plagada de conocimiento, investigación, sensibilidad y seguro que de relatos que le han llegado en la discreción de ese mundo del silencio. Se trata de las aventuras de Agustín Lobo, que no voy a desentrañar demasiado por respeto al autor y a ti, lector, que deberás descubrir poco a poco sus vivencias, que son muchas. Sí quiero decir que he vivido su lectura con pasión porque Luis nos lleva con un relato vigoroso a través de los distintos estadios de la Guerra Civil, desde que se inicia con el levantamiento militar en Marruecos hasta las consecuencias de la misma, la prisión o el exilio. Se trata de una obra documentadísima; es evidente el gran trabajo del autor a la hora de trazar el recorrido personal de Lobo desde la Extremadura represaliada por el General Yagüe, pasando por su ingreso en las fuerzas de la defensa de Madrid y las operaciones en las que participa como agente secreto a las órdenes de la República en los dominios de Queipo de Llano. Pero no se trata solo de una obra de contenido bélico. Es la narración de una vida marcada por los sentimientos maltratados, los amores destruidos… con dos escenarios paralelos: el de Lobo allá donde quiera que esté, y el mundo familiar y sentimental que deja en Extremadura y Madrid. Todo para llevarnos ante la sinrazón de una guerra de la que la que todos, absolutamente todos, podemos sentir algún tipo de vergüenza…

Luis cuenta la historia de Agustín Lobo, personaje central de su novela, como si el narrador fuera una especie de testigo oculto de todo lo que acontece en estas páginas. Es imposible abandonar el relato de un libro que, aunque extenso, se lee de un tirón. Es como si escribiera al dictado de alguien que vivió todo aquello en primera persona, como si las teclas del ordenador corrieran despiadadas para crear centenares de páginas emocionadas. ¿Es eso la pasión?

Hay mucho en esta novela de las grandes lecturas de aquellos que hablaron de la guerra desde la sabiduría. Es evidente que el autor es además un lector enfebrecido de la Historia y el Periodismo con mayúsculas. Por aquí surgen sensaciones de un Foxá, por allí las de Chávez Nogales o el espíritu de Unamuno tan rebelde, tan poco proclive a creer en la verdad de nadie porque antes se había creído las de todos… Y en medio mucha enciclopedia, muchas páginas subrayadas, mucho estudio para enfocar con ánimo explicativo las claves del porqué y cómo pasaron las cosas.

Pero, además, el libro que empiezas a leer es una advertencia contra la polarización política y contra la guerra. Si me permite Luis, diría que su novela es antibelicista. Todos pierden en un mundo en que la confrontación de las ideas, desde el fascismo al comunismo, es capaz de llevar a un país a la destrucción y el atraso. Nadie cede un centímetro en sus posiciones. Nadie tiene la razón y todos resultan ser víctimas y verdugos, aunque los autores del golpe de Estado que derivó en el conflicto tengan la mayor responsabilidad en esta furia destructiva. Por estas páginas se deslizan la traición, el valor y el señalamiento, la falsedad y la honra como un retrato de aquella sociedad que vivía la guerra y la posguerra como si estuviera en una especie de eterno fingimiento. Lo que tienes en las manos es un relato de algo que fue muy real y que, según vemos, sigue marcando la vida presente y diría que futura de nuestro entorno. Ojalá un día podamos leer estas historias sin que nos hielen el corazón.

PEDRO PIQUERASPeriodista

I. 15 DE SEPTIEMBRE DE 1936

La habitación estaba oscura. Agustín Lobo entró en silencio y encendió el candil de latón. El pequeño Mateo dormía confiado, ajeno a la tragedia que se cernía sobre su vida. Su padre observó con ternura sus negros cabellos, el bracito y las piernas delgadas que emergían de la sábana revuelta, incorporando esa imagen a su banco de recuerdos.

Agustín era consciente de que no tenía alternativa. ¿Cómo aventurar a su hijo en la huida? Percibía en las sienes el retumbar de sus latidos y la sensación de impotencia tensaba su cuerpo como la cuerda de un arco. La mirada de su esposa, aunque invisible, le pesaba; el niño ni siquiera tendría el consuelo de las caricias maternas. Se inclinó sobre él, aspiró con fuerza su aroma para no olvidarlo y le besó la frente con suavidad. Luego, apagó la luz y salió sin girarse.

En la puerta lo esperaba Simona, su madre, una mujer curtida por las fatigas de una vida de escasez continua. Tras la pérdida de su marido, dos años antes, había envejecido deprisa: su moño perenne encaneció, se le achicaron los ojos y solo vestía de negro. Ya no acompañaba sus tareas con el canturreo de coplas, como solía antes.

–Madre, no sabe lo que me duele dejarla en esta situación. –Le cogió las manos–. Pero los fascistas están al caer y vendrán a por mí. Apóyese en Reme –se refería a su hermana mayor–, y no se signifique.

–Descuida, hijo, nos apañaremos. Cuídate y vuelve cuando no haya riesgo. ¡Ah! Si llegas a Madrid, busca a tu hermano. –Simona se esforzaba por ocultar el desánimo que la embargaba.

A madre e hijo les costó deshacer el postrer abrazo. Sus ojos húmedos se miraron unos segundos interminables, sin palabras, con una efusividad sincera. Se despidieron con un hasta pronto, que ambos suponían improbable.

Las primeras luces del alba proyectaban la sombra de Agustín Lobo contra las paredes mientras atravesaba las calles angostas hacia la estación de tren del pueblo. Caminaba deprisa, con el morral a la espalda; entre la ropa y los víveres iban ocultas la pistola y algunas balas. El relente no hacía presagiar el martillo candente que golpearía los campos durante la jornada.

A pesar de su aplomo notó la debilidad en las piernas y una presión en el pecho, barruntando que quizás no volvería a pisar su pueblo ni a ver a los suyos.

De las casas emergían sombras que se incorporaban en silencio al caudal humano que comenzaba a anegar las calles. Se podía escuchar el murmullo de letanías y el rumor del llanto de las despedidas. El canto de los gallos anticipaba puntual el fin de la noche.

Los ojos enrojecidos de Agustín distinguían hebras de humo elevándose sobre los tejados pardos. Procedían de las fogatas del campamento improvisado que, desde hacía días, albergaba a la multitud de fugitivos llegada a Fregenal de la Sierra. Era gente sencilla procedente de pueblos de Badajoz, Huelva y Sevilla. Compartían la desesperación y el miedo por el avance del ejército sublevado, que los había empujado como una mano gigantesca hasta aquel refugio de tránsito.

Camino de la estación se desvió al «Cinema Bravo», el edificio modernista asentado entre las columnas porticadas de la plaza del Ayuntamiento. En el balcón de forja de su fachada flameaba la bandera tricolor y en su interior se hallaban recluidos derechistas y oligarcas del pueblo desde finales de julio. Entre ellos, Manuel Barrero, El Gacho, su mejor amigo, y don Rogelio, el padre de este. Así lo había decidido el Comité Local de Defensa de la República constituido tras el alzamiento militar.

Al pensar en su amigo rememoró travesuras infantiles, como la de aquella mañana de verano en la que el tío Basilio los sorprendió bañándose en su alberca y tuvieron que huir semidesnudos, o las escaladas furtivas a la tapia de los toriles de la plaza para ver las reses. Le vinieron a la mente aquellas tardes de invierno en la casa de El Gacho, el sabor a bizcocho y chocolate: «Vamos, chicos, que se enfría», les decía la madre. Y la lectura de las aventuras de su héroe compartido, el conde de Montecristo: Manuel era Edmundo y él Dantés. Luego, ya con el pantalón largo que marcaba el fin de la niñez, los domingos de baile y escarceo con las mozas del pueblo, las peleas y otros alardes de hombría. Siempre juntos, compartiéndolo todo, hasta que él se fue a la Guerra de Marruecos, de la que se trajo el chirlo en la barbilla.

Se habían sucedido conatos de linchamiento a los inquilinos del «Cinema»: las noticias sobre las masacres de las tropas rebeldes en la provincia enervaron los ánimos en el pueblo e hicieron aflorar odios largo tiempo larvados. Solo la actuación decidida de Victoriano Cordero, el alcalde, y otros izquierdistas templados, impidió que se reprodujera la carnicería acaecida en otros pueblos de la provincia.

El Gacho nunca se significó en política; su estigma de culpabilidad consistía en ser una persona de orden, asidua a la iglesia y con un negocio próspero. Lo suficiente para correr peligro en aquel tiempo de incertidumbre y brutalidad. Lo que más temía, sin ser ni mucho menos cobarde, eran las posibles represalias contra su familia: «Por favor, protege a mi mujer y a mi madre de esos exaltados» –era hijo único–; así se lo había dicho a Agustín en su última visita.

Cuando el miliciano de guardia le franqueó el acceso al «Cinema» se topó con una vaharada de olor nauseabundo, una mezcla de sudor rancio, detritus y tabaco, macerada por la calorina estival. Decenas de hombres se hacinaban en el suelo del vestíbulo, entre colillas y restos de comida. Enseguida lo distinguió, acurrucado en los peldaños de una escalera, y se abrió paso hacia él sorteando cuerpos doblegados. Cuando estuvo frente a El Gacho lo encontró más delgado de lo habitual, con su pelo cano revuelto y el rostro inclinado sobre las manos entrelazadas en las rodillas. Le tocó un hombro con suavidad a modo de saludo.

Manuel separó las manos y elevó la vista despacio, lo que permitió a su amigo apreciar las ojeras violáceas, la palidez de su rostro y el azul turbio de su mirada. Eran las marcas de la desesperación y el cautiverio.

–¡No sé cómo te atreves a venir aquí después de lo de mi padre! –le espetó El Gacho con la voz entrecortada por la emoción.

–¿Qué pasa con don Rogelio, Manuel? –expresó Agustín con sorpresa.

–Murió ayer en esta sucia ratonera –respondió seco El Gacho.

–¿Tu padre? Pero si me garantizaron que…

Manuel no le dejó terminar.

–No le han matado con balas: se ha muerto de pena y miedo. Su corazón no pudo resistir tanto odio, ni la vergüenza de las humillaciones, ni el temor por la familia. Te juro, por lo más sagrado, que esto no lo voy a olvidar.

–Cuánto lo siento, amigo –dijo mientras bajaba los párpados–; ya sabes el aprecio que le tenía y lo mucho que lo respetaba. Desde que perdí al mío lo consideraba un poco mi padre.

Sin decir más ayudó a levantarse a El Gacho y le dio un abrazo, al que este respondió sin poder contener el llanto reprimido. Luego fumaron juntos, en silencio.

–Manuel, me voy del pueblo hoy mismo. –Hizo una pausa–. Las columnas rebeldes están cerca y no puedo arriesgarme. Mateo se queda con mi madre; es demasiado chico para llevármelo. ¡No te tengo que decir nada! –Posó sus manos en los hombros del amigo mientras lo miraba a los ojos.

–Ya sabes que puedes contar conmigo. –Buscó los ojos de Agustín–. Joder, ¿cómo hemos podido llegar a esta situación? Guárdate, amigo, esquiva la muerte como supiste hacerlo en la Legión. Dame otro abrazo, joder –se despidió, sin certeza alguna sobre su propio destino.

Antes de salir, Agustín le aseguró que su padre tendría un entierro decente.

Los aledaños de la estación estaban ocupados por miles de figuras desorientadas y taciturnas: familias completas, campesinos, políticos, mineros y milicianos que dejaban atrás a los suyos. Los acompañaban decenas de bestias de carga que componían una sonata estrepitosa con el repicar de sus cascos y el entrechocar de los enseres amarrados a sus lomos.

Entre voces de adultos, llantos de niños y órdenes de mando apresuradas, la multitud legañosa se preparaba para la partida. Ese quince de septiembre era el día elegido para escapar del cerco inminente, tal y como se había decidido en la concurrida reunión de autoridades republicanas celebrada en Valencia del Ventoso.

Mientras atravesaba con dificultad el laberinto humano, Agustín podía observar a madres que alimentaban a sus hijos, algunos todavía de pecho, a hombres y niños que acarreaban agua o ajustaban las cinchas de las bestias y los corrillos de milicianos que engrasaban sus armas mientras charlaban. Olía a comida, ropa sucia, desesperación y miseria.

De repente se topó con los ojos marrón verdoso de esa mujer delgada. El lunar de su mejilla derecha le pareció más oscuro; sus marcadas ojeras hablaban de dolor y melancolía. A pesar de su andar cansino, pensó que iba a unírseles.

–Lola, qué alegría. ¿Y tus cosas? –La miró dudoso.

–Me quedo. Solo he venido a despedirme. –Sobre las palabras de la mujer flotaba el reproche.

–¿No te llegó mi mensaje? Aquí corres peligro; lo sabes.

–Hay sentimientos que duelen más que los golpes. –El semblante de Lola se clavaría en la memoria del que fuera su amante como un aguijón.

Agustín no consiguió que cambiara de idea y, pesaroso, vio perderse su figura entre el gentío. La Caraba –que así la llamaban– era consciente de que algo había cambiado en el corazón del hombre al que amaba. La alegría y la esperanza de esta mujer madura se marchaban con él.

***

Como secretario local del sindicato socialista de los trabajadores de la tierra, Agustín formaba parte del grupo que coordinaría la columna, por lo que se unió a la reunión en la oficina del jefe de estación. Apiñados en la pequeña sala, entre carteles y utensilios con el distintivo de la ferroviaria ZH se encontraban compañeros del sindicato, políticos, militares y expertos de la geografía de la región. El ambiente estaba cargado de humo de tabaco y los rostros reflejaban la tensión del momento. El capitán Serrano, un militar profesional magro de carnes, impuso silencio con su mirada y tomó la palabra.

–Nuestra única posibilidad es llegar a Azuaga, todavía en zona republicana. Son algo más de cien kilómetros, de cuatro a cinco jornadas con la gente que llevamos –hizo una pausa e inclinó la cabeza sobre el escritorio–. Hay dos puntos críticos: el cruce de la Vía de la Plata por Fuente de Cantos y la estación de Fuente del Arco –les dijo, y señaló los mismos con un lápiz en el mapa desplegado frente a él.

Serrano explicó con ademanes enérgicos que la vanguardia de la marcha la ocuparía una sección de milicianos en descubierta, mientras que otros se situarían en los flancos y la retaguardia. Los guías se destacarían de la columna para seleccionar los caminos; entre otros contaban con un tal Peñas, de Fuente de Cantos, que había trabajado como medidor de tierras en la comarca. Los elegidos como enlaces de órdenes, con un brazalete distintivo, transmitirían las instrucciones a los diferentes tramos de la columna.

–Aunque haya rezagados, no podemos parar, ¿entendido? –El capitán se colocó la gorra, en la que brillaban las estrellas de su rango, miró a los presentes y los invitó a preguntar.

–¿Qué hay de la comida y el agua? –planteó un concejal de Jerez de los Caballeros con barba de varios días y unas gafas redondas de cristal grueso.

–Llevamos mulas cargadas con comida y agua; también algunas reses requisadas. Aunque no les engaño: llegado el caso cada grupo tendrá que apañárselas por su cuenta.

Agustín levantó el brazo y pidió la palabra:

–¿Habéis observado a la pobre gente acampada ahí fuera? Hay mujeres, niños y ancianos. Conozco la dureza del terreno y os aseguro que, con este calor y mal calzados, la mayoría no lo conseguirá. Puede que si los dejamos aquí tengan más posibilidades de sobrevivir. –Escuchó el murmullo ocasionado por sus palabras.

–Puede que tengas razón, compañero –contestó un miliciano anarquista con pistola al cinto–. Pero están muy asustados por lo que han oído contar de otros pueblos y, aunque nadie los obliga, creo que la mayoría prefiere seguir la suerte del cabeza de familia.

El capitán eludió la polémica y, tras otro par de intervenciones, dio por terminada la reunión:

–¡En media hora salimos! ¡Avisad a todos! –Lo que no contó es que se había decidido liberar al día siguiente a los recluidos en el «Cinema» para evitar represalias cuando los rebeldes ocuparan el pueblo.

La columna se desperezó y se puso en marcha con lentitud, adentrándose en el camino viejo de Fregenal en dirección este, con el objetivo de alcanzar Segura de León al anochecer.

Muchos vecinos se agolpaban a las afueras para despedirlos; gritaban palabras de ánimo, vivas y proclamas. Algunos les entregaban pan, otros leche o tabaco. Mientras unos los compadecían por su destino incierto, otros los envidiaban, pues temían lo peor cuando la zona fuese ocupada. «¿Qué será de nosotros?», conjeturaban los que no habían tenido el valor de acompañarlos.

No menos de tres horas transcurrieron hasta que los últimos salieron en pos de la estela de polvo que levantaban miles de pies sobre la tierra seca. El estruendo producido por el desplazamiento de hombres y bestias se podía escuchar desde lejos. Despobladas sus calles, Fregenal se sumió después en un silencio tenso. En muchas de las casas se destruían papeles comprometedores y sus moradores entretenían el miedo a base de charla y alcohol. En otras se rezaba por la liberación que supondría la entrada de las tropas rebeldes.

Incluso a sabiendas de que se la jugaban, buena parte de la corporación municipal permaneció en su puesto, mientras que la mayoría de los policías municipales se había unido a la columna que se dirigía a zona republicana. Por orden del Gobierno, las fuerzas locales de la Guardia Civil habían sido concentradas en Badajoz al poco de estallar la sublevación. El contingente militar que ocuparía el pueblo tres días después no encontraría resistencia.

La columna había dejado atrás la finca de «Los Arales» y avanzaba a marchas forzadas bajo un cielo huérfano de nubes; las únicas sombras eran las de los propios caminantes. El sol quemaba como el hierro de marcar reses y el agua había de racionarse, pues los arroyos estaban secos y todavía quedaba lejos el río Ardila. Los guijarros del camino castigaban contumaces las plantas de los pies, apenas protegidas por calzados toscos. Las ampollas y las rozaduras no tardarían en aparecer.

La gente dosificaba también sus palabras; no les quedaba saliva ni humor para conversar. Su silencio se rompía solo por el canto rechinante de las chicharras y el llanto de los niños. Por el momento no se observaban elementos sospechosos en el horizonte, por lo que, tras unas tres horas de marcha, se ordenó una parada para reponer fuerzas; los más frágiles estaban exhaustos.

En su función de enlace, Agustín se movía sin descanso por el espacio que abarcaba su tramo de la columna. Solucionaba problemas menores, brindaba palabras de aliento y acudía en busca de los sanitarios cuando era preciso. Aunque su mente estaba muy ocupada recordó las despedidas del día anterior: la de su hermana y su cuñado, que no temían a la ocupación; la de Marcelino, su mentor sindical y amigo, que había optado por dirigirse a la frontera de Portugal con su familia.

Tras comer pan y un trozo de queso duro, que a la postre aumentaría su sed, atravesó la dehesa en la que habían acampado y se dirigió al puesto de mando para solicitar órdenes.

Encontró al capitán Serrano bajo la exigua sombra de una encina. Se había desprendido de las botas de cuero y de su guerrera, oscurecida por el sudor. Acompañado de dos de sus hombres cortaba una porción de sandía con la navaja.

–Capitán, ¿a qué hora reemprendemos la marcha? –Agustín hizo una pausa–. Si la gente se acomoda luego costará moverla.

–Tiene razón, pero vamos a dejarles respirar un poco. No recuerdo su nombre –dijo Serrano en forma de pregunta.

–Agustín Lobo, de la FETT. Nos presentaron en la estación.

–Por su forma de moverse apostaría a que ha estado usted en el Ejército.

–Claro, como la mayoría –contestó sin aportar más información.

Su experiencia castrense impulsó al ex legionario a interesarse por el armamento de que disponían en la columna y la comunicación con la posición de Azuaga. Le contestó un subordinado de Serrano, el que ostentaba el distintivo de brigada en la gorra. Tenía las trazas típicas de los suboficiales chusqueros y su rostro estaba congestionado por el calor.

–Con su permiso, mi capitán –dijo antes de dirigirse a Agustín–. Tuvimos el último contacto con Azuaga esta mañana; la radio no funciona. En cuanto a lo otro, contamos con algunos fusiles de los carabineros y la casa cuartel de Fregenal; unos dos centenares de escopetas de caza y algunas bombas caseras –respondió el brigada Tendilla con gesto de resignación.

–Basta –cortó el capitán al lenguaraz brigada–. Sabremos defendernos si llega el caso. Usted vuelva a su grupo; nos vamos en quince minutos –le ordenó a Agustín.

La columna reinició la marcha en dirección a Segura de León que, según un vecino huido de allí, había sido ocupado el día anterior: «Han metío presos a los partidarios republicanos en el castillo de la Orden de Santiago», informó al mando. Al conocer esa circunstancia, los guías recomendaron desviarse por la cañada real leonesa para evitar el pueblo. El lazo iba cerrándose alrededor de los miles de personas que formaban esa procesión desesperada.

El sol comenzaba a ocultarse por la raya de Portugal cuando llegaron a una vaguada propicia para acampar. Tras más de veinte kilómetros de grava y calor, el agotamiento había hecho presa en la mayoría. Las úlceras en los pies, los dolores musculares y las quemaduras en la piel mortificaban a los menos curtidos y hasta los más habituados a la intemperie ansiaban la parada. Se establecieron guardias de milicianos armados en el perímetro y se dio la orden de acampar.

Las gentes se movilizaban hacia la cabecera de la columna con la esperanza de conseguir agua y alimento. Se formaron largas colas en las que los enlaces se esforzaban por poner orden, pues el hambre y la sed generaban tensiones difíciles de contener. Matarifes improvisados despiezaron parte de las el ganado confiscado y algunos voluntarios repartían agua y pan sobre unos carros. Al poco aparecieron centenares de fuegos en los que las mujeres apañaban la cena de los compañeros de viaje. La quietud de los campos se había quebrado y los aromas que desprendían centenares de pucheros comenzaban a atraer a las alimañas hacia el campamento.

El cansancio y la cena trajeron el sopor colectivo, y después llegó el sueño en los duros lechos duros de paja y mantas, acariciados por la brisa nocturna. Conocían la exigente prueba que los aguardaba al día siguiente; la esperanza y la voluntad de sobrevivir eran sus únicas armas para afrontarla.

La hoguera iluminaba un corro de jugadores, en cuyos rostros las llamas proyectaban sombras caprichosas. Estaban exhaustos y, con los naipes gastados en las manos, compartían vino, picadura y charla. Sobre la medianoche Agustín comenzó a bostezar y apenas seguía ya las jugadas, de manera que se sacudió la tierra del pantalón y, tras recoger su morral, dejó la partida.

–¡Salud, compañeros! Voy a dar una cabezada –se despidió.

Una vez se alejó del grupo, Mariano «El Cepas», yuntero de Fregenal, dio una calada larga y se dirigió al resto.

–¿No le notáis raro? Creo que no ha vuelto a ser el mismo desde lo que le pasó con aquel guardia civil. –El Cepas miró a los compañeros de partida antes de proseguir–. Joder, hizo lo que tocaba.

Tras un silencio breve, uno de Higuera la Real que no conocía a Agustín se atrevió a preguntar.

–¿Y qué pasó? Si puei saberse.

–Oye, ¿tú no serás de los que se van de la lengua no? –dijo El Cepas mientras echaba un vistazo al entorno.

Tras los gestos de protesta del higuereño, El Cepas bajó la voz y los situó en la acción de ocupación de fincas de marzo de ese año.

–Apenas hubo amanecido, estábamos marcando las lindes en una finca de Llerena cuando aparecieron dos camionetas de la Guardia Civil. Venían a echarnos y nos amenazaron con sus armas, de manera que se lió la trapatiesta. Entre gritos y azadas en alto, uno de los guardias le abrió la cabeza a un chaval con el fusil e hizo ademán de ensañarse con él. Al verlo, Agustín, que estaba al lado, hundió su faca en el costado de ese cerdo; allí quedó, desangrándose.

Tras una pausa expectante, habló de nuevo el higuereño:

–¡Hostia puta! Más vale que no lo agarren los fascistas. –Se pasó el canto de la mano por el cuello.

Se sirvieron el resto de la garrafa de vino de pitarra, ese de sabor recio que calentaba la garganta y espesaba la voz. El viento fresco de la noche dejaba sentir su presencia y el corro se estrechó junto a la hoguera.

–Eso no fue así, ¿acaso lo viste tú? –dijo con su voz ronca Gregorio «El Cachorro», un sindicalista de Fregenal de nariz prominente y una mirada que imponía respeto–. Ten mucho cuidado con lo que hablas, Mariano; son tiempos de medir las palabras.

–Coño, Cachorro, ¿me llamas mentiroso? Quizás no estuviese cerca, pero sí vi caer al guardia y el resto me lo contaron los compañeros –respondió El Cepas alterado.

–Entonces muérdete un poco la lengua. Yo lo presencié todo –afirmó El Cachorro–. Agustín golpeó al guardia con el mango de una azada y cuando cayó a tierra le quitó el fusil. Luego lo miró a los ojos y al de la Benemérita le faltaron güevos para levantarse.

En realidad, cuando Agustín informó en el sindicato sobre las ocupaciones, solo habló de algunos forcejeos con la Guardia Civil que finalizaron sin sangre.

Tras dejar la partida, Agustín encontró acomodo bajo un alcornoque. Tras descalzarse se tendió vestido sobre los hierbajos, apoyó la cabeza sobre el morral y se cubrió hasta el pecho con una manta tosca. Colocó la pistola a la altura de la cintura; en el sindicato le dijeron que el arma procedía del saqueo de la casa de un cacique. Encendió un cigarrillo y se puso a contemplar las infinitas estrellas que regalaba la noche a los campos. Su cerebro se pobló de pensamientos: «No hemos tenido suerte. Parecía demasiado fácil», se decía. Tras la reforma agraria había vislumbrado un futuro para él y su familia, sin estrecheces ni humillaciones, con posibilidades de educación, progreso y, una vida digna. La ilusión duró pocos meses y ahora ni siquiera estaban juntos. «Si no logro regresar, ¿qué imagen tendrá Mateo de su padre? ¿Recordará que le enseñé las primeras letras? ¿Y los paseos por el campo o las coplillas que le cantaba para que se durmiese?», se removió inquieto.

Andrea, su mujer, se había perdido todo eso. En una sola noche su vida se extinguió como una vela sin cera. Recordó que fue ella la que lo remansó al volver de Marruecos; la Legión no había sido buena escuela para la vida civil. Tenía unos ojos negros a los que nada se les ocultaba, la piel morena, el temperamento vivo y aquellas descaradas ganas de vivir. Aún cargaba con la culpa de su muerte. «¿Podría haber hecho algo más?», se preguntaba sin encontrar la respuesta que lo tranquilizara.

Con el segundo cigarrillo le vino a la mente el que le enseñó a liarlos, su padre, otorgándole patente de fumar cuando consideró que tenía edad. Álvaro, que así se llamaba, murió tan analfabeto como digno. Le transmitió los secretos de la tierra y lo introdujo en el camino del esfuerzo. Fue duro con él, tanto como requería la supervivencia en sus etapas de minero y campesino. La enfermedad se lo llevó antes de tiempo; sus pulmones llevaban la sentencia por su trabajo en las explotaciones de Río Tinto.

El sueño lo venció cuando rondaba su mente la imagen de aquella señorita burguesa que meses atrás conoció en Llerena; suponía una ráfaga de esperanza tan imposible como placentera. «Si yo pudiera...». Se durmió con ese pensamiento.

El 16 de septiembre los rayos tímidos del sol comenzaban a iluminar el campamento, que estaba en plena actividad desde hacía una hora. Los enlaces cumplían la orden de movilizar a las gentes para iniciar la marcha cuanto antes; tenían más de treinta kilómetros por delante. Otra prueba de fuego.

Cada grupo apañaba su desayuno; desconocían cuándo volverían a parar. Algunas madres amamantaban a sus bebés, otros calentaban gachas, migaban pan duro en la leche o masticaban higos secos; los menos disponían de café. En el ambiente se mezclaban voces de mando, conversaciones, llantos y lamentos. También expresiones animales: rebuznos, relinchos, mugidos y los ladridos de los perros que seguían a la columna. Las mujeres tenían prioridad en las cabalgaduras y colocaban a sus pequeños en serones de esparto a los lados de las bestias. Del campamento emanaba un olor espantoso; esa noche no se cavaron letrinas ni se alejó a los animales, de manera que el lugar se contaminó con las huellas fisiológicas de aquel ejército casi inerme.

El capitán Serrano apuraba una taza de café junto a José Sosa, diputado socialista, extremeño de origen humilde que había conocido los rigores de la guerra, pues su servicio militar coincidió con el desastre de Annual. Sus rostros, ojerosos y somnolientos, reflejaban la responsabilidad sobre este pedazo de humanidad que parecía reproducir el Éxodo. «No me gustaría estar en su pellejo», pensó Agustín. El objetivo para esa jornada era llegar hasta Fuente de Cantos y cruzar de noche la Vía de la Plata, que coincidía con la carretera de Sevilla a Madrid. La suponían muy vigilada, dado que los rebeldes mandados por el capitán Navarrete habían ocupado ese pueblo el cinco de agosto. Sabían que la represión en Fuente de Cantos había resultado brutal; así tomaron cumplida revancha tras la quema de su iglesia con una docena de elementos de derechas en su interior.

Amparada por el frescor matinal, la columna se desperezó y comenzó a estirarse con brío. Por encima del temor a las patrullas rebeldes empezaba a preocupar la falta de agua. Esa misma mañana había partido un avión de reconocimiento de la base sevillana de Tablada. A esas alturas, el general Queipo de Llano conocía la existencia de la columna, a la que consideraba un objetivo militar.

–¡Que no quede uno! –dijo con la mayor frialdad a su Estado Mayor.

El piloto, tras unos treinta minutos de vuelo impune, observó la polvareda y una hilera larga que a vista de pájaro asemejaba una procesión de hormigas. A fin de amedrentarlos realizó una pasada a menos de doscientos metros de la tierra seca. El ruido del motor al acercarse produjo el mismo efecto que el rugido de un depredador sobre una manada de rumiantes, precipitando órdenes angustiosas:

–¡A tierra, todos a tierra! ¡Avión fascista! –gritaron algunos.

–¡Apartaos de la senda! –le voceó Agustín al grupo más cercano.

Todos temían el ametrallamiento, que no llegó a producirse. Unos se lanzaban al suelo, otros buscaban el cobijo de los carros, las madres cubrían a sus hijos con el cuerpo y algunos milicianos disparaban sus armas con frustración.

Tras un par de pasadas, en las que el piloto verificó la ausencia de armamento pesado, el aparato se alejó en dirección sur. Cuando desapareció el avión la marea humana apresuró el paso en condiciones cada vez más penosas, estirándose en una línea de varios kilómetros. El número de rezagados aumentaba a pesar de los esfuerzos de los enlaces para evitar la dispersión. Algunos optaron por desandar sus pasos y regresar a los puntos de origen. «No sos vayáis», les gritaba aquella joven anarquista que recorría incansable las filas con la melena castaña al viento. Procedía de la serranía de Huelva y la fuerza que irradiaba de sus ojos de fuego logró detener a algunos.

El resto de la jornada discurrió sin incidentes por la vía pecuaria que durante siglos utilizaron los rebaños trashumantes del «honrado Concejo de la Mesta». Se detuvieron a unos tres kilómetros al sur de Fuente de Cantos y aguardaron a que anocheciera para cruzar la Vía de la Plata. Eligieron un lugar llano y comenzaron a atravesar la carretera en grupos pequeños. Caminaban en silencio; habían envuelto en trapos las pezuñas de las cabalgaduras y las mujeres se ocupaban de silenciar el llanto de los niños. Casi cuatro horas tardó en pasar toda la columna, que se detuvo a hacer noche a pocos kilómetros de allí. «¡No encendáis fuego!», «¡silencio!», transmitían los enlaces. La gente caía rendida en cualquier parte. Desde la salida de Fregenal habían fallecido seis adultos y un niño por insolación severa; los sanitarios no pudieron hacer nada.

El sol estaba en lo más alto cuando Simona salió de casa de su hija Reme, donde acababa de dejar a Mateo. Habían pasado dos días desde la marcha de Agustín y se dirigía a cumplir su encargo. Apenas encontró vecinos por las calles, solo algunos perros huérfanos guarecidos en las sombras y un par de mujeres viejas que, con silencio huraño, llenaban sus cántaros en la fuente de los Grifos, junto a la casa de Agustín. Las calles del pueblo olían a ausencias y miedo.

La fachada de la vivienda, ayuna de encalado, exhibía desconchones grises. Tras echar un vistazo a derecha e izquierda sacó de la faltriquera la pesada llave, que tenía los dientes cariados por la herrumbre. La cerradura se resistió hasta el tercer intento. Ya no había visitas; a todos les daba mal fario ir a la casa desde que había pasado aquello. Los cercos de la entrada acumulaban telarañas y una capa gruesa de polvo ocre.

Al empujar las dos piezas de la puerta maciza aspiró un olor espeso a cerrado, a excremento animal, quizás de gatos y ratas, a humedades no atendidas y a vacío. Abrió la única ventana de la planta baja –había otra en el doblao–, y enrolló con dificultad la madera reseca de la persiana, dando paso al aire y al sol. Al iluminarse la alcoba marital pudo ver esa fotografía, la de la boda. Tras limpiar con un paño el polvo del cristal observó a Andrea, sentada con las manos en el regazo y ataviada con el vestido negro de novia. Su expresión era alegre y de sus orejas pendían unos aretes de media luna, tan comunes en el pueblo. A su lado, de pie, un Agustín de expresión solemne apoyaba una mano en el hombro de la novia y la otra en el respaldo de la silla. Sobre el fondo oscuro destacaban la camisa blanca de este, abotonada hasta el cuello, la cicatriz curva de su barbilla y un brillo especial en los ojos. Bajo la fotografía reposaba, como un esqueleto metálico, el cabecero de bronce que fue testigo mudo de su amor y sus sueños.

En la pared del fondo colgaba un calendario de 1931 de «Unión Española de Explosivos», en el que amarilleaba una belleza morena de las de Julio Romero de Torres. Frente a la ventana, sujetos por clavos gruesos, podían verse el chapiri legionario con su borla roja y una gumía de hoja oxidada. En la única estantería acumulaban polvo algunos libros que la mujer analfabeta no pudo identificar. Entre ellos un ejemplar de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, otro de discursos de Julián Besteiro y, el más voluminoso, El conde de Montecristo, con el sello borroso de la biblioteca local en la tapa.

Avanzó por el pasillo que terminaba en el corral, al que daban las pocas piezas de la casa, y se paró en el hogar. Las paredes estaban ennegrecidas por efecto de guisos antiguos, al igual que el techo. Encendió un fuego, al que arrojó los libros, tal y como le había pedido su hijo. La alacena, de techo bajo, estaba tan sucia como vacía, a excepción de un cajón cubierto con una manta vieja. Allí guardaba Agustín los papeles del sindicato y algunas cartas que quizás habría fisgoneado Simona si hubiese sido capaz de entender esos extraños garabatos: de Amalia Esquivel, de la Comandancia Militar y del Juzgado, entre otras. El contenido al completo fue víctima de las llamas, llenándose la estancia del humo que revocaba la chimenea, puede que por exceso de hollín o por algún nido.

Al abrir la puerta del corral, que rechinó por el polvo y la hojarasca del suelo, pudo aliviar el escozor que la lumbre le producía en los ojos. El pequeño cuadrilátero aparecía descuidado y en silencio; se echaba en falta el cacareo de las gallinas y el chirriar de la polea del pozo. La higuera, sin embargo, estaba gozosa y plena de higos maduros, mientras que las brevas, ya pasadas, yacían por el suelo o picoteadas en las ramas. Sus manos se pringaron al probar el fruto dulce, recordando lo mucho que le gustaban a su marido. Al asomarse al pozo arrojó una piedra pesada, que produjo un chapoteo profundo.

Compuso un hatillo de tela de saco para guardar la fotografía, los recuerdos de Marruecos y algunos higos. Su mirada recorrió de nuevo las estancias y no pudo contener las lágrimas. Salió con el presagio de un adiós definitivo.

Sin ella saberlo, el comandante Álvarez y el capitán Navarrete se dirigían al pueblo al frente de dos columnas de unos 3.000 hombres; lo ocuparían la madrugada del día siguiente. Desde Fregenal les habían informado de que tenían el camino expedito.

II. MASACRE

El 17 de septiembre, tras rebasar la Vía de la Plata, la columna de huidos tomó dirección sudeste hacia Montemolín, antiguo enclave musulmán con una alcazaba ruinosa en la loma más alta. Ese pueblo estaba ocupado desde agosto por los soldados del capitán Navarrete, por lo que habrían de evitarlo.

–¡Agustín! –lo llamó Petra, una mujer de su pueblo que tenía dos hijos pequeños.

Este se giró y contempló la escena. A su paisana le caían regueros de sudor por el rostro, sus ropas negras estaban cubiertas de polvo y calzaba unas zapatillas deshilachadas. Portaba al menor en la cadera y el que llevaba de la mano no tendría más de seis años. Conocía que el marido de Petra había participado en la batalla de Badajoz y que no se había vuelto a saber de él.

–¿Qué quieres, chacha? –se interesó Agustín.

–Cucha, paisano, no pueo más. A ver si tienes algo de comer y agua para los chiqueninos. Que se me van a morir en el camino –le expresó suplicante.

–Pa los míos también –dijo una mujer rubia a la que el sindicalista no conocía.

Les dijo que no podían parar, que había que aguantar un poco más. Sabía que las reservas de provisiones y agua comenzaban a agotarse. El mando decidió realizar una incursión en el cortijo de Gallicanta, en el camino entre Montemolín y Llerena, donde encontraron la resistencia timorata de guardas y criados; los señores se habían marchado en julio. Requisaron algunas cabezas de ganado vacuno, cerdos, varias decenas de gallinas, patatas, grano, chorizos, morcillas y quesos. Llenaron cántaros y todo tipo de envases con el agua de los dos pozos. También se hicieron con un par de escopetas de caza y cartuchos que había ocultos en la casa principal.

En el salón de la vivienda permanecían intactos los objetos de valor, tal y como lo dejaron los dueños: los candelabros y la cubertería de plata, los muebles de roble macizo, un reloj de pie con péndulo de bronce y multitud de fotografías de familia que revelaban el origen social de sus moradores. El capitán Serrano aprovechó para celebrar una reunión con los responsables y enlaces de la columna. Desenrolló el mapa sobre la mesa de comedor y sujetó los extremos con jarrones de cerámica; luego se dirigió al grupo heterogéneo de uniformes, ropas de civil y monos de miliciano.

–Señores, vamos a continuar hacia el sur. Deberíamos rebasar Puebla de Maestre al atardecer, a una distancia prudente de las fuerzas que lo ocupan. Desde allí giraremos en dirección a Fuente del Arco para cruzar esta noche la línea ferroviaria Sevilla-Mérida. Más o menos por aquí. –Señaló el punto con su fusta–. Por lo que sabemos, el pueblo y la estación están en poder de los sublevados.

Los que entendían de mapas trataban de calcular distancias e identificar obstáculos; la mayoría fumaba y todos sudaban por el calor y la tensión.

–Desde Fuente del Arco tendremos el camino despejado hasta Azuaga. Una jornada de marcha y ¡a tomar por culo los fascistas! En medio está Valverde de Llerena, que aún permanece leal –añadió el brigada Tendilla, ansioso por intervenir.

–Entonces no hay tiempo que perder –intervino el diputado Sosa–. Hay que pasar al mayor número de gente posible. Me temo que van a quedar atrás mujeres, niños y viejos, aunque si los cogen no se cebarán tanto como con los hombres. –Repasó con la mirada a los presentes y se secó el sudor de la frente con un pañuelo.

Al dejar Gallicanta la columna avivó el paso ante la esperanza de una salvación cercana. Pocas horas después se detuvieron para aguar en el cortijo del Puerto del Águila, donde sacrificaron a algunos animales para la comida; sería la última en condiciones.

Agustín se sentó a descansar junto a El Cepas y El Cachorro, cuya poderosa nariz semejaba un pimiento rojo por efecto del sol. Los tres se desprendieron del calzado y los calcetines. Sus pies doloridos mostraban la hinchazón y las gruesas venas; se podría afirmar que las uñas de los dedos de los pies de El Cepas desconocían las tijeras. Bajo las volutas de humo de tabaco se apreciaban los cabellos apelmazados por el sudor y los efectos de la intemperie sobre las partes descubiertas del cuerpo. Ese día no los habían sobrevolado; todo estaba demasiado tranquilo, lo cual más bien los inquietaba.

–Ahora llega lo difícil, compañeros: hay que atravesar lomas y terreno plagado de guijarros; muchos no lo van a aguantar –dijo El Cachorro, que conocía bien la zona.

–Esos cabrones saben por dónde andamos. ¿Crees que atacarán, Agustín? –preguntó El Cepas.

Agustín, recostado sobre la hierba, salió por un momento de sus pensamientos. Tras incorporarse, agarró sus rodillas con las manos y miró a sus compañeros con ojos sombríos, los mismos que mostraba en la víspera de sus combates en Marruecos:

–Tengo un mal presentimiento –dijo con sequedad.

El capitán Gabriel Tassara había dado ya pruebas de su manera de proceder en la represión de Cazalla de la Sierra, donde se contaron más de 50 mujeres asesinadas. Llevaba quince años en el Ejército y se había unido sin titubear a los sublevados, entrando a Llerena en agosto bajo las órdenes del comandante Gómez Cobián. Cuando el jefe regresó de Sevilla a mediados de septiembre, fue claro: «Capitán, tiene que hacerse con la maldita columna de rojos, la que viene de Fregenal», le encomendó el militar falangista.

Tassara formó un contingente con una compañía del Regimiento Granada, los guardias civiles de Llerena del teniente Miranda y algunos voluntarios de Falange. Poco más de quinientos hombres bien pertrechados: morteros ligeros Valero, ametralladoras pesadas Hotchkiss, fusiles y munición abundante. En base a la información recibida, el capitán supuso que resultaría una empresa fácil: «Como cazar conejos en un campo pelado», les dijo a sus subordinados. A media mañana del 17 de septiembre, la tropa multicolor emprendió la marcha hacia el sureste en camiones militares, automóviles particulares y caballos. Al poco atravesaron Casas de Reina, siendo jaleados a su paso por adeptos al alzamiento, que les ofrecían vino y viandas. En menos de una hora llegaron al punto de concentración elegido: la estación de Fuente del Arco.

Bajo un sol inclemente tomaron una comida de campaña fría, dejando en la estación a un par de secciones para controlar las vías y la carretera que conducía a Azuaga, por la que suponían iba a cruzar la columna de Fregenal. La mayoría eran soldados de reemplazo e ignoraban su objetivo; no tanto así los guardias y los voluntarios civiles.

–Oye, Curro, ¿tienes idea de adónde nos llevan? –le preguntó el soldado Márquez a su compañero mientras rebañaba el aceite de la lata de sardinas.

–El sargento Estepa ha insinuado que vamos al encuentro de los milicianos de Fregenal de la Sierra, a los que acompañan un montón de rojos de la comarca. «Hay que hacer una buena limpia de hijos de puta», me dijo.

–Ahora me lo explico. Fíjate en esos chulos de camisa azul, con los correajes pulidos y las pistolas relucientes. Como si fueran a una fiesta –escupió con desprecio Márquez.

Si los dos soldados hubieran sido de Llerena no les habría costado distinguir a Lorenzo Almenares y Diego Correa entre los falangistas voluntarios.

Tras la comida se dio la orden de partir por la carretera angosta que unía Fuente del Arco con Puebla del Maestre. Se adentraban así en el territorio abrupto de la sierra de la Jayona, que daba nombre a una milenaria mina de hierro cuyos escombros rojizos destacaban sobre el verde agostado de las montañas. Durante años, el fruto de sus entrañas fluyó entre la estación de Fuente del Arco y las fundiciones de Peñarroya. A pocos kilómetros, los hombres de Tassara se toparon con la cañada real del Pencón. Allí se detuvieron a esperar a las mulas que transportarían las armas pesadas y los pertrechos al emplazamiento previsto, el conocido como cerro de la Alcornocosa. Desde sus alturas se dominaba el tramo de la vía pecuaria por la que se esperaba que llegara la columna. Los guerreros de color caqui, verde y azul se movían silenciosos entre matorrales y terraplenes resbaladizos. El sudor salpicaba sus ropas en la ascensión hacia aquella cumbre cubierta de alcornoques, peñas y riscos. Las grajillas y los abejarucos alzaron el vuelo ante el ruido de pisadas y el rechinar metálico de armas y equipos. El contingente ocuparía en breve un territorio señoreado por jabalíes, tejones y gatos monteses.

Los oficiales distribuyeron a los hombres entre las posiciones más guarecidas y estos acogieron con alivio la sombra de los árboles y el viento templado que limpiaba las alturas. Los aguardaba una espera tensa y monótona. «Prohibido hablar y fumar», les repitieron. Los de la columna no debían distinguirlos antes de que aparecieran el plomo y la metralla. Los emboscados cubrían con tela las partes metálicas de sus armas para evitar destellos inoportunos.

Ya declinaba la tarde cuando la multitudinaria columna dejó la senda para internarse en la cañada real del Pencón; de esta manera evitaban la carretera de Fuente del Arco. La vía no tendría más de cuatro metros de ancho, por lo que se formó una línea apretada de más de una legua. Los guías que precedían a la columna no presagiaban que la nube de polvo y el estrépito de pasos, herraduras y cachivaches eran observados por cientos de ojos desde las alturas cercanas.

En la vanguardia, el capitán Serrano avanzaba despacio a lomos de un caballo castaño. Escrutaba el horizonte con ojos fatigados por el sol y el polvo. Calculó que en pocas horas alcanzarían las vías férreas y confiaba en que las tropas rebeldes estuvieran concentradas en objetivos de interés militar. Dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó a un lado, después extrajo los prismáticos de campaña de la funda de cuero negro. Ajustó las lentes con pericia en dirección a los cerros que aparecían por su izquierda y barrió las cimas con lentitud hasta llegar a la que tenía frente a él. Algo inusual había llamado su atención; no sabría explicar qué: una piedra al caer, un destello sutil, la vibración de unos matorrales. Paró al equino, se restregó los ojos y volvió a enfocar al mismo lugar. De repente lo divisó entre unas peñas: el cañón era delgado y negro, un peine de balas brillaba en el lateral. En una décima de segundo comprendió todo y una espoleta invisible accionó su cuerpo.

–¡Atrás, los fascistas, todos atrás! ¡A cubierto! –gritó Serrano con toda la energía de que fue capaz, mientras volvía grupas y hacía gestos ostensibles con la mano derecha.

Los milicianos de la vanguardia salieron de su modorra y se giraron confundidos para repicar la orden, que corrió entre las hileras estrechas como una ola en busca de la orilla. A la derecha de la senda había barrancales profundos y a la izquierda, como una barrera natural, lomas suaves pobladas de zarzas y arbustos.

Ante el inicio de la desbandada y los gritos desesperados de los emboscados, en el cerro se coreó la orden táctica: «¡Fuego! ¡Fuego a discreción!». Las estrías de los cañones de las cuatro Hotchkiss vomitaron un plomo mortífero a razón de 450 balas por minuto. Casi medio millar de cargadores de fusil se vaciaron contra la masa, poblándose de humo y órdenes las alturas de la Alcornocosa: «¡Recargad! ¡Que no escapen!». Cuando los tiradores recuperaron la visión panorámica, las hormigas humanas se habían dispersado como barridas por un huracán. En el firme de la cañada cayeron decenas de hombres situados en las filas de la vanguardia, otros rodaron barranco abajo y el resto de la gente corrió sin orden en busca de salvación. Víctimas del pánico, los integrantes de la columna se empujaban y chocaban entre sí. No había contemplaciones para los que perdían el equilibrio, pisados como simples objetos por la masa en el fragor de la huida.

Desde la cumbre de la Alcornocosa se podían escuchar los gritos de angustia y las órdenes confusas. Las cabalgaduras se movían y coceaban sin control; algunas derribaron a sus jinetes y otras agonizaban tras ser alcanzadas por los disparos. Los pocos hombres armados disparaban hacia el cerro a bulto, sin detenerse para apuntar.

Agustín se desplomó aturdido por el balazo que acababa de recibir en el brazo izquierdo. Su mente se inundó de pensamientos confusos: «Me cago en mis muertos; me han dao. ¿Dónde estoy? ¡Aj! Tierra amarga en los labios. No veo. ¡Uff! Cómo quema el puto brazo. ¿Y esos gritos? Voy a moverme. Me pesa todo. Disparos. ¿La pistola, dónde está? Agua, qué salada la boca. ¿Quién llora? ¡Ay! Las piernas. Me pisan. ¡Brrr! Cómo duele. Mala suerte, mala suerte. ¡Madre, madre! Las bestias están locas, me van a patear. Piensa, piensa; tranquilo. Qué sed. ¡Ay! La cara». Una voz se destacó entre la confusión:

–Abre los ojos, Agustín –dijo El Cachorro tras abofetearlo–. Arriba, compañero; hay que salir de aquí. –Agarró de los sobacos al herido para incorporarlo.

Los dos paisanos iniciaron una carrera ciega hacia delante, ajenos al dolor, a las nuevas descargas desde el cerro, a los gritos y sollozos de las víctimas. El instinto de supervivencia los impulsaba a alejarse de aquel volcán de pólvora y plomo. Tropezaron con otros supervivientes, saltaron sobre bultos inertes; no sentían los golpes de sus objetos contra el cuerpo ni atendían las peticiones de ayuda angustiosas. A sus espaldas dejaban un buen número de cadáveres; el capitán Serrano yacía con una herida mortal bajo su caballo. Ninguno se detuvo a mirar atrás.

Tras el ataque desapareció cualquier atisbo de organización en la columna, que se deshizo en centenares de grupos. Ahora prevalecía el irracional sálvese quien pueda y en medio de la confusión se producían escenas desgarradoras: la madre que acurrucaba a su hijo muerto, el asesinato de un miliciano a manos de sus compañeros por negarse a seguir sin su familia y los viejos que, con la mirada perdida, se arrastraban exhaustos.

Una minoría escapó en dirección a Azuaga y, una vez oscureció, los más afortunados consiguieron cruzar la vía del tren. Aquellos que lo intentaron por la estación de Fuente del Arco se vieron sorprendidos por los disparos de soldados parapetados en un par de vagones inmóviles, perdiendo algunos la libertad o la vida cuando ya tocaban la salvación con la mano. Algunos vecinos de Valverde de Llerena, a unos trece kilómetros de la estación, al ver cómo llegaban los primeros fugitivos, hambrientos, deshidratados y con los pies como masas sanguinolentas, salieron con carros y cabalgaduras para socorrer a los rezagados.

Los supervivientes que se dispersaron por la zona de la emboscada sufrieron el acoso de las patrullas y el cerco de los incendios que provocaron sus perseguidores. Caminaban en solitario o en grupos pequeños, martirizados por la sed y el hambre. Se ocultaban durante las horas de sol y deambulaban de noche con rumbo incierto. Un grupo de fugitivos encontró la solidaridad de un pastor, compadecido por su estado penoso, que los condujo hasta zona republicana a través de trochas y veredas incógnitas.

Poco a poco fueron detenidos, cuando no ejecutados, allí donde los encontraban, como a aquellos a los que sorprendieron los guardias civiles en el río Ardila, a los que de nada sirvió el encomendarse a la Virgen de los Remedios. La mañana siguiente caerían prisioneros unos dos mil de ellos víctimas de una añagaza del capitán Tassara. Disfrazado de miliciano y megáfono en mano los convenció para que lo siguieran hasta Fuente del Arco. Una vez desarmados descubrirían en la plaza del pueblo el fatal ardid y serían trasladados en ferrocarril hasta Llerena. En ese mismo municipio, a primeros de agosto, un centenar de milicianos fue víctima del engaño de un teniente de la Guardia Civil. Antonio Miranda, que acababa de prometer fidelidad a la República, dijo conducirlos al encuentro de las tropas sublevadas que se aproximaban. En cuanto se distanciaron lo suficiente de Llerena ordenó a sus guardias abrir fuego contra ellos, para acabar entregando a los supervivientes al comandante de la columna enemiga.

Tras la emboscada de la Alcornocosa, la autoridad militar requirió a los vecinos de Reina, el pueblo más cercano, para que enterrasen a los caídos; las alimañas se estaban dando un buen festín. A otros los incineraron en cortijos de la zona, mientras que gran parte de los restos terminó en el pozo de San Antonio, lugar de extracciones mineras.

La noche del dieciocho de septiembre, don Rafael escuchaba junto a su familia la alocución radiofónica de Queipo de Llano: «En Badajoz se ha efectuado limpieza de focos constitutivos por gente huida de Sierra Morena. Tales operaciones han sido llevadas a cabo por la columna del comandante de Infantería Gómez Covián, que guarnece el sector de Llerena…».

–¡Chss! –Al escuchar el nombre del pueblo, pidió silencio a su mujer y sus hijas.

«Habiendo tenido noticias de una concentración enemiga, la atacó brillantemente, haciendo 80 muertos, 30 heridos y 2.200 prisioneros, con armas y caballos».

El relato ponderaba la valentía de las fuerzas rebeldes y la derrota humillante de los milicianos, superiores en número, para finalizar con una referencia a los prisioneros: «Se les está arrojando en los corrales de las casas y se procede a darles de comer, pues se hallan extenuados y en situación lastimosa».

–Menos mal que los han parado –expresó doña Teresa con alivio.

–Según me han dicho, hay que tener cuidado. Todavía quedan fugitivos por las sierras y se están dando batidas. Hasta que esté controlada la situación ¡no se sale del cortijo! ¿Estamos? –Paseó la mirada el patriarca por los tres pares de ojos femeninos.