Narraciones extraordinarias - Edgar Allan Poe - E-Book

Narraciones extraordinarias E-Book

Edgar Allan Poe

0,0

Beschreibung

Misterio y terror son palabras que definen este libro; tenebrosas historias que congelan la sangre del más tenaz lector. Esta obra está dotada de una gran intensidad tanto en su juego con las pasiones sobrenaturales como en el escudriñamiento de las naturalezas oscuras de la mente. Leer estas historias significa una experiencia que se acerca a la poética del horror, el ensueño y la muerte. El cuervo, Berenice, La caída de la casa Usher, Los crímenes de la Rue Morgue, El pozo y el péndulo, El gato negro, La carta robada, son algunos de los oscuros relatos del maestro indiscutible del cuento de suspenso, que el lector encontrará en esta impecable edición.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 439

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tercera edición en Panamericana Editorial, enero de 2022

Segunda edición, enero de 2020

Primera edición, junio de 1999

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 601) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julian Acosta Riveros

Ilustraciones

Marcela Quintero Angarita

Traducción

Carolina Abello Onofre

Juliana Borrero Echeverry

Diagramación

CJV Publicidad y Edición de libros

Diseño de carátula

Martha Cadena

ISBN DIGITAL 978-958-30-6570-5

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

La presente selección es traducción directa e íntegra del original en inglés, The Unabridged Edgar Allan Poe, Running Press, Philadelphia, 1983.

Poe, Edgar Allan, 1809-1849

Narraciones extraordinarias / Edgar Allan Poe ; ilustraciones Marcela Quintero ; traducción Juliana Borrero, Carolina Abello ; Prólogo Juliana Borrero. -- Tercera edición / Julián Acosta Riveros. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2022.

340 páginas : ilustraciones ; 22 cm. -- (Literatura Juvenil)

ISBN 978-958-30-6374-9

1. Cuentos estadounidenses 2. Cuentos de terror estadounidenses 3. Miedo - Cuentos 4. Misterio - Cuentos I. Quintero, Marcela, ilustradora II. Borrero, Juliana, 1973- , traductora III. Abello, Carolina, traductora, IV. Acosta Riveros Julián, editor V. Tít. VI. Serie.

813.5 cd 22 ed.

Traducción

Carolina Abello Onofre

Juliana Borrero

Ilustraciones

Marcela Quintero

Contenido

Prólogo............................................................................7

El cuervo.......................................................................19

Berenice.........................................................................25

La caída de la Casa Usher..............................................43

William Wilson ............................................................71

Los crímenes de la rueMorgue..................................103

Un descenso al Maelström..........................................157

La máscara de la Muerte Roja ...................................183

El pozo y el péndulo...................................................195

El escarabajo de oro....................................................219

El gato negro...............................................................273

La carta robada...........................................................289

El tonel de amontillado...............................................319

El corazón delator.......................................................331

Prólogo

Silence is the voice of GodOurs is a world of words: Quiet we call“Silence” — which is the merest word of all.

Al Aaraaf

Érase una noche lóbrega, cuando en junio de 1849, Edgar A. Poe se encontró frente a frente con la terrible y blan-ca Dama que, durante los cuarenta años de su existencia, había osado invocar. La visión fue terrorífica, pero no desconocida. Como era frecuente en la vida de Edgar A. Poe, la ficción se había anticipado a los hechos. En cuentos y poemas mencionó con diversos nombres a una singular y radiante mujer o Musa, y ahora esta se le presentaba en la obediente realidad. Era el último año de su vida, tres meses antes de su muerte. Edgar A. Poe se encontraba en Filadelfia, escala obligatoria entre la fría y moderna Nueva York de su madurez y la esclavista y tradicional Richmond, Virginia, de su infancia, a la que ahora regresaba. Había sido detenido en estado de ebriedad por fal-sificar un cheque, cuando en lo alto de la torre de la cárcel vio

la gran silueta blanca de una radiante mujer que musitaba, di-rigiéndose a él con sílabas incomprensibles.

No debemos descartar este testimonio alucinatorio con liviandad, pues en varios de sus escritos manifestó Poe que los sueños son la única realidad. ¿De dónde provendría aquel vocablo incomprensible musitado por su terrible Musa? El traductor no vacilará en remitirse a Babel, a ese balbuceo di-vino que fue el origen de todos los lenguajes, a esa partícula intocable que en todos subyace y alrededor de cuya efímera superficie se efectúa la primera lectura, la primera traducción, el primer acto poético. En el momento, Poe había escrito casi setenta cuentos, al igual que la mayoría de sus poemas, y Eureka, aquel texto que él mismo llama poema cósmico y filosófico, donde consigna que el camino lírico, aquel sexto sentido —de la palabra— es el único camino al conocimiento y la verdad. ¿Qué palabra,pues, susurra la bella y terrible Musa al oído de Poe?

El recuento sobre este fantasma del delirium tremenssigue así: la aparición llevó al poeta en un vuelo sobre los tejados de Filadelfia. Luego tomó la forma de un pájaro negro de mal au-gurio que según Poe representaba el cólera. (En ese tiempo se extendía una epidemia de cólera en Filadelfia).

Esta es una de las pocas alucinaciones testimoniadas por Poe. Aparte de una o dos más, ocurridas hacia el final de su vida, el resto pertenecen a la ficción.

«Nuestro mundo es un mundo de palabras»escribiría el poeta a los dieciocho años, en el poema Al Aaraaf. En la combinación de las palabras y la imaginación, para él «la reina suprema de las facultades», el poeta planteaba una manera de conocer el mundo: «La literatura de la imaginación pertenece a esa categoría de la creación en la que, bajo la corriente

superficial del significado, pasa una corriente subyacente o sugerida». Cada uno de sus cuentos es como una nuez dentro de una nuez. La fantasía combina las ideas; la imaginación crea, es responsable de mantener la Unidad —ese efecto únicoque debe producir un cuento y hacia el que todas sus palabras deben ir dirigidas—; las palabras pululan alrededor de un centro por siempre escurridizo y efímero, sin poder jamás llegar a tocarlo sino apenas sugerirlo. La creación de textos se modela a partir de esa palabra indecible —secreto divino— que dio luz a la Creación del universo, y para Poe, este universo no es otra cosa que el Poema o la intrigade Dios. En esto encuentra el poeta una justificación de su existencia. Grado a grado, por medio de la sugerencia y la intuición, las palabras de Poe van forjando el misterio —el terror— en un esfuerzo hacia esa semilla absoluta que no se puede alcanzar.

Es en Eureka, su poema filosófico de cien páginas en prosa, donde Poe enlaza todos estos conceptos. En este, casi su último escrito, el poeta se propone hablar del «Universo físico, metafísico y matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición presente y su Destino». Allí, su variada obra de cuentos de terror, cuentos policiacos, cuentos satíricos, ensayos críticos, poemas y teorías literarias se ilumina en la oscuridad como una constelación. Este poe-ma es el testamento o última voluntad (will) del Poeta; él lopropone ante el mundo con gran seriedad y, a pesar de que su tratamiento de las ciencias físicas y matemáticas se ha considerado poco objetivo tanto en su época como en la nuestra, habría que recibirla como una propuesta que pasó y sigue pasando desapercibida: la propuesta de la Imaginación y la Intuición como métodos de conocimiento, análisis y estudio, como una forma de Vida. En ella vemos una crítica al camino

que en el siglo XIX ya se dibujaba demasiado perceptiblemente en cuanto a las ideas de progreso y de ciencia en la sociedad. Eurekano forma parte de este volumen. Si se menciona, es para darle sentido a la obra de Poe desde sus propias palabras. En ella vemos la propuesta y realización de un camino liberador, justificado desde las leyes intrínsecas del Universo.

Demos cabida, pues, en la imaginación a la vida de Edgar A. Poe. Después de la muerte de sus padres, actores ambulantes, alcohólicos y sin un pennya su favor, el niño de tres años (había nacido el 19 de enero de 1809) fue adoptado por Frances Allan y su marido, el adinerado comerciante John Allan. Así creció Edgar en un lujoso hogar de Richmond, Virginia, donde el gorjeo de los sirvientes negros se escuchaba en la cocina y donde, a sus pesadillas nocturnas, de seguro acudiría Frances Allan para entorchar sus rizos negros, o su nana negra para arrullarlo con canciones tristes de lejanas tierras. A los siete años, su familia se trasladó a la Escocia natal de John Allan, y luego a Inglaterra, donde durante tres años Edgar asistió al colegio internado del reverendo John Bransby, que más adelante describirá en William Wilson. Bajo la ley de la férula aprenderá francés y latín con este maestro, y como un golpe de férula también quedarán grabadas en su mente aquellas memorias escolares y de viaje, de las personas y los acentos, de las lúgubres casas señoriales del antiguo continente. A la azarosa intervención de los Allan en su vida, Edgar deberá su excelente aunque inconclusa educación, que lo llevó hasta la Universidad de Virginia en Charlottesville, nido de jóvenes aristócratas aficionados al derroche, al juego y al vicio. Allí contraerá deudas por dos mil quinientos dólares, pues su padre adoptivo escasamente le proporcionaba los medios para llevar tan extravagante forma de vida. Allí también escribirá

sus primeros poemas. Más adelante, romperá relaciones con su padre (o este con él, como quiera verse), que no quería un hijo poeta sino un joven comerciante y en adelante, de la herencia de los Allan, de la aristocracia para la que había sido criado, de la adolescencia y de la academia, no le quedaría sino esa A, intermedia e intrusa entre su nombre y apellido.

Fue a los veintiún años, en una habitación compartida con su hermano mayor, que agonizaba de tuberculosis y alco-holismo, cuando Edgar escribió sus primeros cuentos. Poeta desde su primera intuición, Poe recurrió a los cuentos por dinero, en una sociedad en que los poemas «no vendían». Ace-chado por la pobreza, había acudido a Baltimore, a casa de su tía Maria Clemm. En este hogar de miseria encontró por fin el poeta la paz para escribir, para soñar, para comenzar con rigor una vida literaria que perduraría el resto de su existencia. Des-de entonces, la literatura y la pobreza siempre irán de la mano en su vida. Allí también conoce el poeta a Virginia, su prima y futura esposa, entonces de siete años.

Imaginemos ahora a Edgar en su matrimonio con Virginia. Él tenía veintisiete años y ella no había cumplido los catorce. Además de su matrimonio propiamente dicho, también significó la unión hasta la muerte de Edgar, Virginia y su madre, Maria Clemm, a quien Poe llamaba cariñosamente «Muddie». Imaginemos a estos tres personajes viajando de ciudad en ciudad a medida que Edgar realizaba su carrera literaria en diferentes revistas, la Southern Literary Messengerde Richmond, la Burton’s Gentleman’s Magaziney la Graham’s Ma-gazineen Filadelfia, los periódicos New York Mirrory Broadway Journalde Nueva York. Todos sus cuentos y ensayos críticos y teóricos fueron publicados en estas y otras revistas a cambio de precios ínfimos.

A principio del siglo XIX, en una América adolescente, la literatura se difundía en su mayor parte en revistas literarias que proporcionaban el entretenimiento de la gente común. En estas revistas se mezclaban los best sellersde la época (que variaba enormemente en calidad), ocasionales poemas, escán-dalos, cartas, chismes, crítica literaria y acertijos para el lector. A los treinta y dos años, Edgar escribiría acerca del trabajo en estas revistas a su amigo Frederick William Thomas: «Hacer dinero con el cerebro bajo la férula de un amo, tal es, a mi juicio, la labor más dura del mundo». La amplia gama de ciu-dades y revistas en las que trabajó durante su vida la debemos a su insatisfacción con la naturaleza de las revistas, a la mez-quindad de los salarios y a altercados con sus jefes.

A medida que iba perdiendo interés, Edgar recurría al al-cohol, agravando los problemas ya existentes. Aquellos que lo conocieron han dicho que tomaba uno o dos vasos a una velo-cidad casi suicida y con eso ya quedaba perdido. Su recurrencia al alcohol, sin embargo, era esporádica. En cuanto al opio, sus biógrafos lo mencionan apenas brevemente, diciendo que to-maba láudano esporádicamente para sus dolores. Esto no era raro en la época; es muy posible que también Virginia tomara láudano para su enfermedad. Las alusiones más importantes a esta droga se encuentran en varios de sus cuentos. Además de las alusiones directas, muchos de sus cuentos son comosueños de opio, pero si este opio era real o de la imaginación, y qué cantidad consumió... son todavía preguntas sin respuesta.

El poeta, su niña-mujer y su suegra-madre (y más tarde la gata Catterina) conformaron un hogar que la mayor parte de sus días subsistió en una dura pobreza. Imaginémoslos a los tres sentados alrededor de la mesa en una sala pulcra, pero desprovista de mobiliario y decoración, a excepción quizá

de algunos libros. Imaginemos a Poe leyéndoles uno de sus cuentos, recién terminado, digamos, por ejemplo, La caída de la Casa Usher.El poeta leería con exquisitez de ritmo las detalladas descripciones de esa casa señorial, del fino material de sus colgaduras negras bordadas con hilos de oro, de sus altas ventanas teñidas de rojo, de sus raros instrumentos musicales desparramados por doquier, de sus cornisas, de un inmenso incensario de bronce que pendía del techo, e incluso de sarcófagos egipcios recostados en las esquinas. Son muchos los cuentos en los que Poe no escatima el lujo y la excentricidad de la decoración. Incluso, llama la atención la fascinación con la que incluye en sus textos «sillones con ruedas», la misma fascinación con la que en ellos habla de la «frenología», que se postulaba como la ciencia del momento. La decoración y la desolada y salvaje naturaleza de los territorios en los que se encuentran aquellas casas adquieren una sensibilidad propia, además de que tiene una función protagónica en la creación de ese ambienteque alimenta el efecto del cuento. Leer a Poe sin saber nada de su vida hace posible imaginarlo como un aristócrata melancólico y ocioso, que pasaba los días sumido en sueños de opio en una enorme casa en una región desolada del país, decorada según el capricho y la extravagancia del autor y atestada de raros y curiosos objetos y muebles provenientes de los lugares más diversos. Sin embargo, la exquisita mansión de este poeta, su prima y su madre, se encontraba por completo en la imaginación.

Estas escenas familiares debieron ocurrir a menudo. Ed-gar leía un cuento o un artículo, y a veces Virginia cantaba. Fue en una de estas veladas, seis años después de casados, cuando, mientras cantaba con su dulce voz de diecinueve años, se le reventó una venilla en la garganta. La sangre manaba de su

boca y se cuenta que manchó su vestido blanco. Se trataba de tuberculosis, que por pudor se decía en ese entonces consun-ción. Imaginemos cómo, en su agonía de cinco años, el pálido y hermoso rostro adolescente de Virginia se encendía en los labios y mejillas con el tono rojo de la tuberculosis. Imagine-mos cómo, tanto el poeta como su madre, languidecían a su lado. En numerosos cuentos, Poe describe a su mujer amada enferma y antes de morir la vemos encenderse con ese mismo tono «más que mortal». Pero como ocurre varias veces en la vida de este autor, son sus cuentos los que se adelantan a los hechos. Cuando su niña-mujer enfermó, el poeta ya había es-crito Ligeia, Berenice yLa caída de la Casa Usher.En los años de enfermedad escribiría Eleonora, El retrato oval yEl cuervo, que cantan por adelantado la muerte de su bienamada. En 1847 muere Virginia.

Los últimos años del poeta son la mezcla de una frené-tica desesperación por la pérdida de su esposa y una calma bendita por saberla descansando en paz. Sin pies ni cabeza, se enamora de varias poetisas norteamericanas a las que hace propuestas de amor por carta —a todas al mismo tiempo— e incluso algunas propuestas de matrimonio. Es como si tras la muerte de su esposa el mundo se hubiera llenado de rostros de mujeres, culminando en aquel delirio terrorífico en la cár-cel de Filadelfia.

Sus últimos meses los pasó en el Richmond de su in-fancia. Estaba enfermo, pero los ciudadanos de esa ciudad lo trataron con cortesía, como a un poeta de renombre. Edgar A. Poe tenía planes para el futuro —se casaría con Elmira Roys-ter, amor de juventud que había quedado viuda—, y por eso emprendió un viaje hacia Nueva York con el objeto de recoger a Muddie, su suegra-madre, para que viviera con ellos.

Nunca llegó a Nueva York. La muerte lo encontró en Baltimore, donde debía haber hecho escala seis días antes. En las calles de esa ciudad fue encontrado el 3 de octubre con ropas que no eran las suyas, con un sombrero de paja blanco, tirado en el suelo, sin documentos ni dinero. El día ante-rior había sido de elecciones en Baltimore, y tanto demócratas como republicanos rondaban las calles en busca de vagabundos a quienes embriagar a cambio de su voto. Es un hecho que su médico, en Richmond, le había advertido que otra dosis fuerte de alcohol podría ser mortal. No se sabe qué pasó. No hubo investigación alguna. En un hospital de Baltimore halló la muerte el 7 de octubre de 1849 como si fuera un hombre cual-quiera.

Este volumen de Narraciones extraordinariascontiene una selección de doce de sus cuentos más leídos y releí-dos, además del poema El cuervo, ave o demonio que lo hizo inolvidable.

En los cuentos encontramos una amplia gama de espa-cios: las calles de París, el carnaval de Venecia, las turbulentas costas de Noruega, las sombrías casas señoriales de Inglaterra y la isla de Sullivan, en Carolina del Sur. A esta última llegó el poeta a los dieciocho años, al alistarse en el ejército bajo el nombre de Edgar A. Perry. En aquel momento nadie sabía de su paradero, todos lo creían en el ejército griego luchan-do contra los turcos como Byron, en un viaje por Europa que culminaría en Rusia, en una cárcel, sin documentos; pero todo esto era una mentira que el mismo soldado Perry-Poe se había encargado de difundir para ocultar su flaca realidad: se había alistado en el ejército estadounidense por el pan de cada día. El único viaje al exterior del que se tiene registro se lo debe el poeta a John Allan, aquellos cinco años vividos en

la Gran Bretaña durante su infancia. Sus descripciones de las ciudades y florestas del viejo continente, de las costas nórdicas e incluso, en algunos cuentos, de ciudades árabescon mina-retes, las debe a los viajes, estos sí incontables, de la lectura y la imaginación.

Encontramos también en estos cuentos una gran divi-sión de estilo. Por un lado, están los cuentos policiacos, como Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robaday en cierta medi-da El escarabajo de oro, donde, a partir de una historia hallada en un texto escrito —prensa, carta o criptograma— el prota-gonista resuelve el misterio aplicando una facultad de análisis basada en la imaginación. Estos cuentos incluyen su propia lectura: primero Poe narra el caso y la evidencia existente, y luego lo vuelve a contar, resolviéndolo punto a punto como una segunda lectura. Aquí Poe nos está legando una teoría de la lectura, implicando que así debemos leer sus cuentos, de la misma manera en que Dupin, por medio de la Imaginación, lee el mundo como un texto.

Al otro lado de la división, encontramos cuentos de terror, o psicológicos, donde un narrador en primera perso-na se dispone a contar un hecho insólito, perverso, malvado o misterioso, no sin antes confesar que los hombres del mun-do lo han llamado «loco»y que por lo tanto será el lector quien decida sobre la veracidad de su historia. Estos cuentos son ante todo una voz, y el terror se va construyendo grado a grado a medida que no sabemos si esa voz está solo en la ca-beza del narrador, en la historia que supuestamente nos está contando, o incluso en nuestra propia cabeza.

En el borde de la división encontramos el eslabón que une estos dos estilos: las historias psicológicas de terror en primera persona son como el antecedente necesario y no

contado de las historias policiacas. Al final de las historias de terror quedamos con unos hechos escasos, y una maraña de sensaciones al borde de la demencia, con la que no sabemos qué hacer. De ese punto parte la historia policiaca, donde, a partir de un texto que resume estos escasos hechos —carta, prensa o criptograma— Dupin lee el mundo como si fuera una historia de Poe. El eslabón que une estos dos estilos es el punto de encuentro entre Dupin y el lector: la lectura de un cuento de Edgar A. Poe. Así, de nuevo, nos encontramos ante nueces sobre nueces.

Para completar la selección de cuentos, esta edición presenta El cuervo, el poema más famoso del autor, donde se trasluce la verdadera inclinación del escritor hacia la poesía. Allí, la combinación de la tristeza, la monotonía tanto de so-nido como de pensamiento, la muerte de la mujer amada y el manejo de la rima y aliteración buscan, como en la alquimia, encontrar el secreto para traspasar los límites de la vida y la muerte.

Existe una unidad en todos estos textos, y se halla en el hecho de que todos (a excepción quizá de El escarabajo de oro y La carta robada) nacen de una muerte —o de una confrontación con la muerte— para luego volver a la vida, que ahora se dibuja como una existencia más amplia que está inscrita en la Unidad del universo, el escape hacia una libertad que no se encuen-tra dentro del cuento sino más allá —en la literatura misma— en la búsqueda de esa primera palabra inalcanzable. En este paso de la muerte a esta Vida explota la creación. La palabra adquiere Vida y así desde el principio, Poe ha estado buscando ese vocablo indefinible que le pronunciaría la Musa al oído a sus cuarenta años. A nuestros lectores ofrecemos estos cuentos y este poema en una nueva traducción que revuelve

alrededor de ese centro indecible, hundiéndose hasta el fondo del remolino para retornar como Sobreviviente.

Juliana BorreroSantafé de Bogotá, 1999

El cuervo*

Érase una noche sombría, cuando cavilaba, febril y fatigado,Sobre antiguos y curiosos tomos de un saber ya olvidadoMientras cabeceaba, casi dormitando, súbitamente llegaron tocando,Como alguien suavemente llamando, llamando a la puerta de mi habitación«Será algún visitante», musité, «tocando a la puerta de mi habitación

Solo esto, y nada más».

Ah, lo recuerdo claramente, transcurría el glacial diciembre;Y cada chispa desfalleciente proyectaba su fantasma sobre el suelo.Ansiosamente esperaba el amanecer —vanamente intentaba distraerCon mis libros la pena de mi ser —pena por la ausente LeonorPor la singular y radiante doncella que los ángeles llaman Leonor

Sin nombre aquí por siempre jamás.

*Título original: The Raven.Traducción de Juliana Borrero y Giselle Mazuera.

Y el sedoso, triste, incierto crujir de cada púrpura cortinaEstremeciome —colmándome de monstruosos terrores nunca antes sentidos;En aquel momento, para calmar el latir de mi corazón, me detuve repitiendo«Será algún visitante pidiendo entrada a la puerta de mi habitaciónAlgún visitante nocturno, pidiendo entrada a la puerta de mi habitación;

Esto es y nada más».

Al fin mi alma cobró valor y sin más vacilación, dije:«Señora o señor, sinceramente imploro me perdone;Pero estaba dormitando, y tan suave usted llamando,Y tan débilmente tocando, tocando a la puerta de mi habitación,

Que supuse que soñaba»—aquí abrí la puerta de par en par;

Noche absoluta, y nada más.

Asomado, entonces, a la negra noche, largo estuve cavilando, temblando, titubeando,Sumido en sueños que ningún mortal ha osado soñar;Pero el silencio no fue perturbado, y la oscuridad no fue

alterada,Y la única palabra allí pronunciada fue el susurro de su

nombre: «¡Leonor!»Esto dije en un susurro, y de vuelta un eco murmuró: «¡Leonor!»

Apenas esto, y nada más.

Ya en la habitación de nuevo, con toda mi alma en fuego,Volví a escuchar un toque, algo más potente que el anterior.«Pareciera, pareciera ser algo en el marco de mi ventana;

Dejadme ver entonces qué se avecina y explorar este temor.Calma un momento tus latidos, corazón, y ponle fin a este temor;

Será el viento, y nada más».

Súbito abrí el batiente; y con altivo revoloteoIngresó un erguido Cuervo de sacro tiempo inmemorial.No mostró el menor respeto; no titubeó un momento;Con ademán de noble ancestro, sobre la puerta se posóSe posó en el busto de Palas, encima de la puerta de mi habitación

Inmóvil se quedó, y nada más.

Entonces aquel pájaro de ébano sedujo a sonreír a mi tristezaCon el grave y severo decoro del semblante que vestía,«Por tu cresta trunca y pelada puedo ver que no temes a nada,Fantasmal y torvo Cuervo antiguo, vagabundo de la orilla de la NocheDime qué ilustre nombre llevas en la orilla de la Noche de Plutón!»

Contestó el Cuervo, «Nunca más».

Perplejo dejome el pajarraco de mala muerte al oír de su pico palabras tan corrientes,Si bien poco sentido —poca relevancia tenía su contestación;Pues a bien hemos de conceder que bajo la luna ningún serHa visto jamás aparecer ave tal sobre la puerta de su

habitaciónAve o bestia sobre el busto esculpido justo encima de la puerta de su habitación,

Con un nombre como “Nunca más”.

Pero allí posado, el solitario Cuervo sobre el plácido busto, dijo soloEsas palabras, como si en ellas su alma entera derramara.Nada más musitó entonces —ni una pluma levantóCuando dije en baja voz: «Otros amigos han volado antesMañana élme dejará, como antes ha volado mi Esperanza».

Dijo el Cuervo, «Nunca más».

Meditando sobre la quietud alterada por respuesta tan

apropiada,«Sin duda», dije, «este estribillo es lo único que sabe recitar.Aprendido de algún amo de adversa suerte a quien la sombra del DesastreSiguió por lares y penates, y cuando la Esperanza fue a

invocarAcudió severo el cruel Destino, en lugar de la dulce

Esperanza que había osado invocar

Esa triste respuesta, “Nunca más”».

Forzada aún mi alma triste por el Cuervo a sonreír,Deslicé un sillón con ruedas frente a puerta, busto y ave;Dejándome caer entonces sobre el terciopelo suave, me

dispuse a encadenarFantasía tras fantasía, por saber qué pretendía esta negra ave de antañoEsta torva, tosca, inmunda, enjuta y siniestra ave de antaño

Al graznar, «Nunca más».

En estas conjeturas me ocupaba, mas ni una sílaba expresabaAl pajarraco de ojos ígneos que ya prendían fuego a mi corazón;

En estos y otros temas cavilaba, con la cabeza suavemente apoyadaSobre la orla aterciopelada que la lámpara desdeña con su luz,Pero en esta púrpura orla aterciopelada que la lámpara

desdeña con su luz,

Ya ellano hundirá su rostro, ay, ¡nunca más!

Luego pareciome que el aire tornose denso, perfumado por invisible incienso

Balanceado por ángeles cuyo leve caer de pasos tintineaba sobre el abullonado suelo.

«Mísero», exclamé, «tu Dios te ha otorgado —por estos ángeles él te ha enviadoAlivio —alivio y nepente de tus recuerdos de Leonor;¡Bebe, miserable, de este buen nepente y olvida a tu ausente Leonor!».

Dijo el Cuervo, «Nunca más».

«¡Profeta», dije, «ser del infierno! —¡profeta aun si eres ave o demonio!Mensajero del Tentador, o náufrago de la tempestad sobre esta orilla,Desolado y aún impávido, en esta estéril tierra encantadaEn este hogar por el horror embrujado — te suplico, dime la verdadExiste —¿existebálsamo en Galaad? —¡dime, dime la verdad!».

Dijo el Cuervo, “Nunca más”.

«¡Profeta», dije, «ser del infierno! —¡profeta aun si eres ave o demonio!Por el Cielo que se inclina sobre nosotros —por ese Dios que adoramos los dos

Dile a mi alma de pena cargada si en el Edén lejanoAsirá entre sus manos a la Santa Doncella que los ángeles llaman LeonorSi asirá entre sus brazos a la singular y radiante doncella que los ángeles llaman Leonor».

Dijo el Cuervo, «Nunca más».

«¡Sea esa palabra nuestro signo de partida, ave o demonio!», chillé enfurecido,«¡Regresa a la tempestad y a la orilla de la noche de Plutón!¡No dejes pluma ni vestigio del engaño proferido!¡Deja el busto sobre mi puerta! —¡Deja intacta mi soledad!¡Larga tu figura de mi puerta y saca tu pico de mi corazón!»

Dijo el Cuervo, «Nunca más».

Pero el Cuervo imperturbado, sigue sentado, siguesentadoSobre el lívido busto de Palas en la puerta de mi habitación;Y sus ojos son los ojos de un demonio que está soñando,Y la luz de lámpara sobre él manando derrama su sombra

sobre el suelo;Y mi alma de esa sombra que se esparce sobre el suelo

No será librada —¡nunca más!

[Febrero, 1845]

Berenice*

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.1

Ebn Zaiat

Disímil es la pena. Multiforme es la desdicha de este mundo. Extendida por el amplio horizonte como un arcoíris, sus tonalidades son tan variadas como las de este e igualmente claras a pesar de estar íntimamente mezcladas. ¡Extendida por el amplio horizonte como un arcoíris! ¿Cómo es que de la bellezahe derivado tal suerte de monstruosidad; de su pacto de paz, un símil de la tristeza? Pero así como en la ética el mal es consecuencia del bien, así también, de hecho, la tristeza nace de la alegría. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o acaso las agonías que son, tienen su origen en las euforias que pudieronser. Tengo una historia para con-tar, contagiada en su esencia por el horror; la suprimiría si no fuese un expediente más de sentimientos que de hechos.

*Traducción de Juliana Borrero.

1En latín en el original: Me dijeron mis compañeros que podría aliviar mi pena si visita-ba la tumba de mi querida. (N. de la T.)

Mi nombre de pila es Egaeus; el apellido de mi familia no lo mencionaré. Sin embargo, no hay en esta tierra torres más honradas por el tiempo que mi triste y gris heredad. La nues-tra ha sido una estirpe de visionarios y en varias características sobresalientes —en el carácter de la casa señorial, en los fres-cos de la sala principal, en los tapices de los dormitorios, en los tallados pilares del salón de armas, pero aun más en la galería de pinturas antiguas, en el estilo de la biblioteca y, por último, en el muy peculiar contenido de esta— hay más que suficiente evidencia para respaldar tal afirmación.

Los recuerdos de mi más temprana infancia están rela-cionados con aquel recinto y con sus volúmenes, de los cuales no hablaré más. Allí murió mi madre. Allí mismo nací yo. Pero es mera ociosidad decir que no he vivido antes; que el alma no tiene una existencia previa. ¿Ustedes lo niegan? No discutamos el asunto. Estoy tan convencido de ello que no siento la necesidad de convencer. De cualquier manera, existe la memoria de vagas formas aéreas; de ojos espirituales y ex-presivos; de sonidos, aunque musicales, tristes; una memoria que no será excluida, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, temblorosa; y como una sombra, además, por la imposibilidad de deshacerme de ella mientras exista la luz solar de mi razón.

En aquella habitación nací. Despertando de la larga noche de eso que parecía ser, pero no era, la no-existen-cia, súbitamente en el mismísimo reino de las hadas, en un palacio de la imaginación, en los salvajes dominios del pen-samiento y la erudición monásticos, no es extraño entonces que mirara el mundo con ojos asustadizos y delirantes, que hubiera desperdiciado mi infancia entre libros y disipado mi juventud en fantasías; lo que sí es extraño es que, a medida

que pasaron los años y el mediodía de mi madurez me en-contró aún en la mansión de mis antepasados, un asombroso estancamiento cayó sobre la fuente de mi vida y una total in-versión ocurrió en la naturaleza de mis pensamientos más triviales. Las realidades del mundo me afectaban como visio-nes y solo como visiones, mientras que las silvestres ideas del país de los sueños se tornaron, no en el material de mi exis-tencia cotidiana, sino en la existencia misma, pronunciada y única.

* * *

Berenice era mi prima, y crecimos juntos en mis corredores paternos. Crecimos, sin embargo, de manera diferente: yo, endeble de salud y enterrado en la melancolía; ella, ágil, ai-rosa y rebosante de energía; suyos, los paseos por las soleadas colinas, míos, los estudios en el lúgubre claustro; yo, viviendo entre mi corazón y adicto en mente y alma a la más intensa y dolorosa meditación, ella, vagando libremente por la vida, sin enterarse de las sombras en su camino o del silencioso vuelo de las horas con sus alas de cuervo. ¡Berenice! Pronunciosu nombre... ¡Berenice! Y desde las grises ruinas de la memoria, mil recuerdostumultuosos se estremecen con el sonido. ¡Ah, vívida acude su imagen frente a mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, qué maravillosa y fantás-tica belleza! ¡Ah, qué sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Náyade entre sus fuentes! Y luego, luego, todo es misterio y horror, y una historiaque no debe ser contada. La enferme-dad —una enfermedad fatal— cayó como el simún sobre su persona; y aun mientras la miraba, el espíritu del cambio la destruía, penetrando su mente, sus hábitos y su carácter, y perturbando, de la manera más sutil y terrible, ¡hasta la iden-tidad misma de su persona! ¡Ay de mí! ¡El destructor iba y

venía! Y la víctima, ¿dónde estaba? No la conocía. ¡No la reco-nocía ya como Berenice!

Entre los numerosos males provocados por aquella, primera y fatal, que tan espantosa revolución causó en la persona moral y física de mi prima, se puede mencionar como el más angustioso y obstinado, una especie de epilepsia que con frecuencia terminaba en trance, un trance que semejaba la muerte misma, del cual solía recuperarse de brusca y repentina manera. Entretanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debo llamarla de otro modo— creció rápidamente y, agravados sus síntomas por mi inmoderado uso del opio, asumió finalmente un extraordinario carácter monomaníaco, que ganaba fuerza a cada hora, a cada minuto y, que con el paso del tiempo, llegó a tener el más singular e inexplicable dominio sobre mí. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una mórbida irritabilidad de los nervios que más inmediatamente afectan esas facultades de la mente denominadas por la metafísica como la atención. Lo más probable es que no me entiendan; pero temo que me sea imposible transferir a la mente del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interésque ocupaba y hundía mi poder de meditación (para no decirlo técnicamente) en la contemplación de incluso los más comunes objetos del universo.

Reflexionar durante largas e incansables horas, con la atención fija en algún detalle trivial anotado al margen de un libro, o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de ve-rano absorto en una extraña sombra inclinada sobre un tapiz o sobre el piso; perderme una noche entera contemplando la constante llama de una vela o los rescoldos moribundos del fuego; soñar durante días enteros con el perfume de una flor;

repetir alguna palabra hasta que su sonido, a fuerza de mo-nótona repetición, abandonara todo significado; olvidar por completo el sentido de movimiento o existencia física, en un estado de absoluta quietud corporal, en el que perseveraba larga y obstinadamente; tales eran algunas de las más comu-nes y menos perniciosas extravagancias inducidas por esta condición de las facultades mentales, condición no del todo singular, pero que ciertamente desafiaba cualquier análisis o explicación.

Pero no se me malinterprete. Esta exagerada, intensa y mórbida atención así excitada por objetos en esencia frívolos, no debe ser confundida con la natural propensión reflexiva de la humanidad en general y más específicamente consentida en las personas de imaginación ardiente. De ninguna manera. Ni siquiera —como pudo suponerse al principio— era una condición extrema, o una exageración de dicha inclinación; era primordial y esencialmente precisa, diferente. En el primer caso, el soñador o entusiasta, interesado en un objeto que por lo general no tiene nadade frívolo, sin darse cuenta pierde de vista dicho objeto entre un mar de deducciones y sugerencias, hasta que, en la conclusión de un ensueño muchas veces colmado de lujuria, encuentra que el incitamentumo primera causa de su reflexión se ha desvanecido y olvidado por completo. En mi caso, el objeto primario era invariablemente frívolo, aunque asumía, por medio de mi visión destemplada, una importancia refractada e irreal. Mi condición empleaba pocas deducciones, y estas siempre retornaban al objeto original como centro. Las meditaciones no eran nuncaagradables; y al final del ensueño, la causa primera, lejos de estar fuera de mi vista, llegaba a adquirir aquel interés sobrenatural y desmedido que era la característica principal de mi enfermedad. En una

palabra, los más ejercitados poderes de la mente, en mi caso, eran —como ya lo he dicho— los de la atención, y son, en el caso del soñador, los de la especulación.

En esta época, mis libros —si no ayudaban en efecto a irritar más mi desorden— participaban activamente, en su naturaleza imaginativa e incoherente, de las cualidades carac-terísticas del desorden mismo. Recuerdo bien, entre otros, el tratado de aquel noble italiano, Caelius Secundus Curio, De Amplitudine Beati Regni Dei2; La Ciudad de Dios,la gran obra de San Agustín; y De Carne Christide Tertuliano, donde la paradó-jica sentencia «Mortuus est Dei filius; credible est quia ineptum est; et sepultus resurrexit; certum est quia imposibile est»3, ocu-pó semanas enteras de laboriosa e infructuosa investigación.

Así, mi razón, sacudida de su equilibrio solo por cosas triviales, se parecía a aquel peñasco marino descrito por Ptolomeo Hefestión, que resistía con fortaleza los constantes ataques de la violencia humana y la furia aún más feroz de las aguas y los vientos, pero temblaba ante el mero tacto de una flor llamada asfódelo. Y, aunque a un pensador descuidado podría parecerle obvio que la pavorosa alteración que producía tan tenaz enfermedad en la condición moral de Berenice me aportara abundantes objetos para el ejercicio de la intensa y mórbida meditación que tanto trabajo me ha costado describir, ese no era el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me causaba dolor y, tomando muy a pecho la desastrosa ruina de su dulce y noble vida, frecuente y amargamente reflexionaba sobre la asombrosa manera en

2En latín en el original: Sobre la Magnitud del Bienaventurado Reino de Dios. (N. de la T.)

3En latín en el original: El Hijo de Dios ha muerto: esto es creíble porque es absurdo; después de enterrado, ha resucitado: esto es cierto porque es imposible. (N. de la T.)

que tan extraña revolución había ocurrido sobre mi prima. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad y no eran distintas a las que podían ocurrirle a la masa de la humanidad en circunstancias similares. Fiel a su propia naturaleza, mi desorden se alborotaba con las alteraciones menos importantes pero más estremecedoras de la fisonomíade Berenice, y con la singular y aterradora distorsión de su identidad personal.

En los más resplandecientes días de su inigualable belleza, sin duda, nunca la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos nunca habíansido del corazón, y mis pasiones siempre fueronde la mente. A las primeras horas de la mañana gris —entre las sombras enmarañadas del bosque a mediodía, en el silencio de la biblioteca por la noche— pasaba como una sombra frente a mis ojos, y la había visto: no como la Berenice viva y palpitante sino como la Berenice de un sueño; no como un ser de esta tierra —terrenal— sino como la abstracción de dicho ser; no como algo para ser admirado, sino para ser analizado; no como objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa y anormal especulación. Y ahora, ahora, me estremecía su presencia, y al sentirla, palidecía; y aunque lamentaba amargamente su condición caída y desolada, sabía que desde tiempo atrás me amaba y así, en mala hora, le hablé de matrimonio.

Una tarde de invierno, cuando el momento de nuestras nupcias se acercaba —en uno de esos días inesperadamente cálidos, calmados y nebulosos que son la nodriza de la hermo-sa Alción*— me senté, creyéndome solo, en el más apartado

*«Dado que Júpiter, durante el invierno, otorga dos periodos de siete días cálidos, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado “nodriza de la hermosa Al-ción”». Simónides. (Nota del autor)

rincón de la biblioteca. Pero levantando los ojos, advertí que Berenice estaba frente a mí.

¿Sería mi propiaimaginación agitada, o la nebulosa in-fluencia del clima, o la incierta penumbra del recinto, o las grises vestiduras que envolvían su figura, lo que produjo tan sobrenatural aparición, tan vacilante e indefinido contorno? No podía saberlo. Quizá su infortunio había aumentado su estatura. Ella no habló; y yo por nada del mundo hubiera pro-nunciado una sílaba. Un escalofrío glacial atravesó todo mi cuerpo; me oprimió una insufrible ansiedad; una voraz cu-riosidad penetró mi alma; y, sumergiéndome de nuevo en mi silla, permanecí inmóvil, sin aliento, con mis ojos fijos en su persona. ¡Ay de mí; estaba tan macilenta, y no quedabaen las líneas de su contorno un solo vestigio de su ser anterior! Mi ardiente mirada cayó, al fin, en su cara.

La frente era alta y muy pálida y singularmente plácida; y el cabello, en otra épocadorado, cubría en parte la frente y sombreaba las hundidas sienes con rizos ahora negros como las alas del cuervo, que chocaban bruscamente, por su fantás-tico talante, con la melancolía que reinaba sobre el rostro. Los ojos estaban sin vida y sin brillo y aparentemente sin pupila, y descendí involuntariamente de su mirada vidriosa a la con-templación de sus flacos y encogidos labios. Se entreabrieron en una sonrisa diciente y peculiar, y los dientesde la cambiada Berenice se revelaron ante mí. ¡Ay de mí, que nunca hubie-ra visto aquellos dientes, o que, habiéndolos visto, hubiese muerto al instante!

Me sobresaltó el sonido de una puerta al cerrarse y levantando la mirada, descubrí que mi prima había salido del recinto. Pero del desordenado recinto de mi mente, ¡ay!, no se habíaido y no se dejaría ahuyentar el blanco y pavoroso espectro

de sus dientes. No había mancha alguna en su superficie, ni sombra en su esmalte, ni línea en su contorno, ni muesca en sus bordes, que en el breve periodo de su sonrisa no se hubiese impreso con fuego en mi memoria. Los veía ahoraaún másclaramente que entonces. ¡Los dientes!¡Los dientes!Estaban aquí y allá y en todas partes, visibles, palpables ante mí; largos, angostos y tan blancos, con pálidos labios retorciéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que por primera vez se desenvolvieron de manera tan terrible. Y entonces, sobrevino toda la furia de mi monomanía, y luché en vano contra su extraña influencia irresistible. Entre los múltiples objetos del mundo exterior, no tenía pensamientos sino para los dientes. Todos los demás asuntos e intereses se absorbieron en una sola imagen. Estos, solo estos, se presentaron ante el ojo de mi mente, y estos, en su individualidad solitaria, se convirtieron en la esencia de mi vida intelectual. Los contemplaba bajo todas las luces. Volvía a ellos en cada actitud. Examinaba sus características. Reflexionaba sobre sus peculiaridades. Meditaba sobre su conformación. Mi mente se perdía en los cambios de su naturaleza, y mi imaginación se estremecía al asignarles poderes sensibles y conscientes y, aun despojados de la guardia de sus labios, capacidad de expresión moral. De mademoiselleSallé bien se ha dicho: «Que tous ses pas étaientdes sentiments»4y de Berenice, yo creía seriamente que tous ses dents étaientdes idées5. ¡Des idées! ¡Ay, este fueel pensamiento idiota que me perdió! ¡Des idées! ¡Ay, por eso mismo los codiciaba tan locamente! Sentí que el mero acto de poseerlos me restauraría la paz, devolviéndome la razón.

4En francés en el original: Que cada uno de sus pasos era una emoción. (N. de la T.)

5En francés en el original: cada uno de sus dientes era una idea. (N. de la T.)

Y así, la noche se cerró sobre mí, y entonces llegó la oscuridad, y se entretuvo y se marchó, y el día cayó de nuevo, y las tinieblas de la segunda noche se congregaron, y aún permanecía sentado en el solitario aposento, sin moverme, y aún seguía, enterrado en la meditación, y aún el fantasmade los dientes mantenía su terrorífico dominio sobre mí, a medida que flotaba por entre las cambiantes luces y sombras de la cámara con la más vívida y horrenda claridad. Y mis sue-ños fueron arrebatados por un clamor salvaje de horror y desolación; y, luego de una pausa, siguió un coro de voces turbadas, entremezcladas con varios quejidos bajos de triste dolor. Me levanté de mi puesto y, abriendo de un golpe una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una de las criadas que, bañada en lágrimas, me informó que Berenice ¡ya no existía! Había tenido un ataque de epilepsia temprano en la mañana y ahora, al final de la noche, la tumba estaba ya dispuesta para recibir a su inquilina, y todos los preparativos para el entierro estaban terminados.

Con el corazón lleno de pena y oprimido por un extraño temor reverencial, me encaminé a regañadientes a la habita-ción de la difunta. Era un aposento grande y muy oscuro, y a cada paso que daba en el lúgubre recinto tropezaba con la parafernalia de la tumba. Uno de los criados me dijo que las cortinas del lecho estaban cerradas sobre el féretro, y en este, me aseguró en voz baja, yacía lo que quedaba de Berenice.

¿Quién me incitó a contemplar el cadáver? No vi que labio alguno se moviera y, sin embargo, la sugerencia había sido hecha y el eco de las sílabas permanecía aún en la habi-tación. Era imposible negarse; y, con una sensación de asfixia me arrastré hasta el lado de la cama. Levanté con cuidado las cortinas.

A medida que las soltaba, caían sobre mis hombros y, se-parándome así de los vivos, me encerraban en el reino de los difuntos.

La atmósfera estaba cargada de muerte. El peculiar olor del féretro me enfermaba e imaginé que ya un maligno vaho se desprendía del cadáver. Hubiera dado mundos completos por escapar, por salir volando de la perniciosa influencia de la mortalidad, por respirar de nuevo el aire puro de los santos cielos eternos. Pero no me podía mover, mis rodillas tembla-ban, y me quedé clavado en el mismo sitio, contemplando la pavorosa extensión del rígido cuerpo que yacía entre el fére-tro sin tapa.

¡Dios de los cielos! ¿Sería posible?¿Habréperdido la ra-zón o en realidad su dedo —el dedo de la amortajada— se movió entre el vendaje blanco que lo encubría? Paralizado por un pavor impronunciable dirigí lentamente mis ojos al rostro de la muerta. Una venda cubría la mandíbula y no sé cómo, de un momento a otro, se reventó. Los lívidos labios estaban en-guirnaldados en una especie de sonrisa y, entre las tinieblas que lo envolvían todo, de nuevo me miraron, con una realidad de-masiado palpable, los blancos, los relucientes, los espectrales dientes de Berenice. Con un brinco espasmódico me alejé de la cama y, sin pronunciar palabra, salí corriendo como un loco de aquel recinto triplemente horrífico, misterioso y mortal.

* * *

Me encontré otra vez sentado en la biblioteca y, otra vez, solo. Era como si nuevamente acabara de despertar de un sueño confuso y alucinado. Sabía que era entonces la medianoche y que desde la puesta del sol, Berenice había sido enterrada. Pero del nebuloso periodo transcurrido no me quedaba una percepción clara ni mucho menos definitiva. Sin embargo, su

recuerdo estaba saturado de horror, de un horror más horri-ble por lo vago, de un terror más terrorífico por su misma ambigüedad. Era una tenebrosa página arrancada del regis-tro de mi existencia, garabateada en desorden con caracteres sombríos, horrendos e ilegibles. Traté de descifrarlos, pero fue en vano, pues, una y otra vez, el clamor de una voz fe-menina, como el fantasma de un sonido ausente, retumbaba, agudo y estridente, en mis oídos. Había hecho algo, ¿qué era? Los ecos de la habitación respondían: «¿Qué? ¿Qué?».

Sobre la mesa ardía una lámpara y, junto a ella, estaba una cajita de ébano. La caja en sí no tenía nada de particular; y la había visto antes, pues pertenecía al médico de la fami-lia; pero ¿cómo llegó a estar ahí, sobremi mesa, y por qué me estremecía al contemplarla? Era imposible dar explica-ción a tales asuntos y mi mirada terminó por posarse sobre las páginas abiertas de un libro y sobre la oración resaltada a continuación. Eran las sencillas y singulares palabras del poe-ta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas».¿Por qué, entonces, se me erizaban los cabellos, por qué se me helaba la sangre en las venas al leerla?

Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y,pálido como el inquilino de una tumba, entró en puntas de pie un criado. Su mirada estaba loca de terror y me habló en una voz trémula, ronca, bajísima. ¿Qué dijo? Escuché un revuelto de frases entrecortadas. Habló de un grito salvaje en el silencio de la noche, de la congregación de la servidumbre, del rastreo de aquel ruido; y luego, su tono se hizo más agudo y claro y susurrante a medida que mencionó una tumba violentada, un cuerpo desfigurado, encontrado al pie de esta, un cuerpo amortajado que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!

El criado señaló mis prendas; se encontraban embarradas y coaguladas de sangre. Yo no dije nada y me tomó suavemen-te de la mano, que estaba marcada por uñas humanas. Señaló un objeto recostado contra la pared. Lo observé durante va-rios minutos: era una pala. Con un alarido, me abalancé sobre la mesa y agarré la cajita de ébano. Pero no la podía abrir; y en mi tembloroso estado, resbaló de mis manos y cayó pesa-damente, partiéndose en mil pedazos; y de ella rodaron, con un castañeteo espeluznante, unos cuantos instrumentos de cirugía dental, mezclados con diversas sustancias, blancas y marfileñas, que se desparramaron aquí y allá por todo el piso.

[Marzo, 1835]

La caída de la Casa Usher*

Son coeur est un luth suspendu;Sitôt qu’on le touche il résonne.1

De Béranger

Durante todo un día otoñal, opaco, sombrío y silencioso, con opresivas nubes que colgaban de los cielos muy cerca de la tierra, cabalgué solitario por una región singularmente tenebrosa del campo; y a medida que se fueron formando las sombras de la tarde, me encontré ante la lúgubre presencia de la Casa Usher. No recuerdo bien cómo era, pero con el primer vistazo de la edificación,