Narraciones extraordinarias - Edgar Allan Poe - E-Book

Narraciones extraordinarias E-Book

Edgar Allan Poe

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«Oí de pronto un quejido, y supe que era un quejido de miedo. No era de dolor o de pena… ¡oh, no!». La caída de la Casa Usher, El escarabajo de oro, Los crímenes de la calle Morgue, El pozo y el péndulo, El cuervo… algunas de las historias más célebres y estremecedoras que haya dado jamás la literatura. Con atmósferas que deslumbran y relatos repletos de misterio y locura, Edgar Allan Poe nos lleva de la mano a crímenes imposibles, obsesiones fatales y encuentros sobrenaturales que desafían la razón. Esta cuidada edición de David Roas, con traducción de Carlos Santos Sáez y posfacio de H. P. Lovecraft, celebra la vigencia del maestro indiscutible del terror y el suspense. Una lectura que sigue fascinando a cada nueva generación.

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Seitenzahl: 558

Veröffentlichungsjahr: 2025

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NARRACIONES EXTRAORDINARIAS

Edgar Allan Poe

NARRACIONES EXTRAORDINARIAS

Prólogo y edición de David Roas

Traducción de Carlos Santos Sáez

Posfacio de H. P. Lovecraft

 

 

© de la traducción: Carlos Santos Sáez, 2022

© del prólogo: David Roas, 2025

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: julio de 2025

ISBN: 979-13-87833-11-4

Diseño de colección: Anna Juvé

Imagen de portada: Aubrey Beardsley, Retrato de Edgar Allan Poe (1894)

Maquetación: Nèlia Creixell

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

ÍNDICE

Cubierta

Título

Créditos

Índice

PRÓLOGO DE DAVID ROAS

1. Berenice

2. El gato negro

3. Los hechos en el caso del señor Valdemar

4. La caída de la Casa Usher

5. Hop-Frog o los ocho orangutanes encadenados

6. La máscara de la muerte roja

7. Ligeia

8. El hombre de la multitud

9. Manuscrito encontrado en una botella

10. El pozo y el péndulo

11. Un cuento de las Montañas Ragged

12. El corazón delator

13. William Wilson

14. El escarabajo de oro

15. Los asesinatos de la calle Morgue

16. La carta robada

17. Sin aliento

18. El sistema del doctor Alquitrán y el profesor Pluma

19. El fraude del globo

20. Algunas palabras con una momia

21. El hombre reducido. Un relato sobre la reciente campaña contra las tribus bugabú y kikapú

22. El cuervo

POSFACIO DE H. P. LOVECRAFT

PRÓLOGO

POE O LA PERVIVENCIA DE UN CLÁSICO

«These are the stories of Edgar Allan Poe Not exactly the boy next door.

He’ll tell you tales of horror Then he’ll play with your mind.

If you haven’t heard him You must be deaf or blind».

LOU REED, Edgar Allan Poe

¿Qué decir a estas alturas de la obra de Edgar Allan Poe? Con él nace el relato breve moderno y también el género policiaco. Sin él no podría entenderse la historia y evolución de lo fantástico y el terror desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días: sin su magisterio no tendríamos (o serían muy distintos) a Lovecraft, a Shirley Jackson, a Stephen King, a Cristina Fernández Cubas y a otros muchos autores/as en cuyas obras se percibe el influjo de Poe, sobre todo en la exploración de las raíces psicológicas de lo fantástico y lo terrorífico (aspecto al que enseguida me referiré) y la creación de atmósferas ominosas y malsanas en ámbitos aparentemente cotidianos.

A todo ello hay que añadir que Poe fue también un gran poeta (su huella entre los simbolistas franceses y los modernistas españoles y latinoamericanos es fundamental), sin olvidar su inigualable maestría para el humor y la sátira grotesca. Y aún hay más: su inteligente (y afilada) pluma para la crítica literaria y sus sagaces reflexiones sobre el arte narrativo y el cuento breve en particular.

Un escritor poliédrico, pero sobre todo un autor cuyas obras siguen interpelándonos. Porque Poe no envejece, como ocurre con los verdaderos clásicos, en el sentido en que lúcidamente lo expresó Italo Calvino: «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Porque el verdadero clásico siempre se reactualiza.

Poe no envejece porque seguimos asediados por los mismos miedos y obsesiones de los que él habla en sus textos, y porque, además, continuamos explorándolos y gozándolos en la ficción. Y porque también compartimos su manera grotesca de ver el mundo y el ser humano en toda su cotidiana absurdez, una visión agudizada en nuestro caso por el escepticismo propio del pensamiento posmoderno.

Como decía antes, Poe es el padre del cuento moderno: fue el primero en comprender la necesidad tanto estructural como psicológica de la brevedad de los relatos, lo que determina tanto la forma en que él los escribió como también sus reflexiones teóricas sobre dicho género. Así, en la célebre reseña que dedicó a la obra de Nathaniel Hawthorne en 1842, Poe señala que la verdadera originalidad literaria se mide por la impresión que la obra crea en el lector, más que por la elaboración de una trama novedosa o de las ideas expresadas. Pero Poe no se refiere a una sorpresa final (como algunas malas lecturas insisten en señalar), sino al hecho de conseguir que todos los elementos dispuestos a lo largo del relato converjan en el final, tomen sentido ahí y, con ello, provoquen ese efecto único sobre el receptor.

Si nos asomamos a sus relatos fantásticos y terroríficos, a los que hay que añadir su única novela, La narración de Arthur Gordon Pym, la gran aportación de Poe fue intensificar la cotidianidad y el realismo que ya se apuntaba en los cuentos del escritor alemán E. T. A. Hoffmann (uno de sus maestros) y, sobre todo, potenciar la dimensión psicológica de lo fantástico y el terror mediante el análisis minucioso de la angustia, el horror y otros estados morbosos de la conciencia. El propio Poe lo expresaba así en el prólogo a su libro Tales of the Grotesque and Arabesque (1840): «un horror en cuyas genuinas raíces he escarbado, y llevado hasta sus últimas consecuencias».

Y esto es así porque, como ya advirtiera H. P. Lovecraft, «Poe estudia la mente humana más que los usos de la ficción gótica, trabaja con unos conocimientos analíticos de las verdaderas fuentes del terror que duplican la fuerza de sus relatos y los libran de todos los absurdos inherentes al estremecimiento convencional y estereotipado» (El horror sobrenatural en la literatura).

Ello explica que Poe nos ofrezca siempre en sus relatos el estudio de una mente humana en curso de desintegración, un motivo que queda perfectamente ejemplificado en el proceso de enloquecimiento y crisis final de Roderick Usher, el protagonista de una de sus obras maestras, «La caída de la casa Usher». El componente psicológico se convierte, así, en el eje central de la mayoría de sus relatos, como puede verse en el uso del motivo del doble en «William Wilson», en la fobia a la soledad en «El hombre de la multitud» (un cuento que se adelanta a lo que Kafka explorará en muchas de sus obras), en la obsesión por el mal y el asesinato en «El gato negro» o en «El corazón delator».

Para intensificar ese realismo y, por tanto, la inquietante impresión que sus cuentos provocan, Poe recurrió a la ayuda de la ciencia y los avances de la psiquiatría. Con ello trata de hacer creer al lector en lo que por definición es imposible. Aunque, evidentemente, ese racionalismo de Poe tiene truco. A pesar de que en varios de sus cuentos fantásticos se apunten posibles explicaciones basadas en nuevas prácticas científicas o en trastornos mentales, lo sobrenatural siempre acaba dominando la historia, tal y como puede verse, por ejemplo, en «Los hechos en el caso del señor Valdemar», donde se narra un macabro experimento de hipnosis en el que el tal Valdemar una vez muerto sigue comunicándose desde el más allá con su hipnotizador. La supuesta explicación científica del fenómeno choca aquí con un elemento claramente inexplicable que sumerge al relato en lo fantástico puro, más allá de cualquier posible racionalización de lo narrado. Pero Poe construyó el cuento con tal habilidad que muchos lectores de la época creyeron que era la transcripción de un experimento científico auténtico.

Si bien Poe acudió a la ciencia como recurso (falsamente) verosimilizador de sus historias, también publicó diversos relatos humorísticos en los que —a través del juego con lo fantástico y lo insólito— muestra una visión descreída y caricaturesca de la ciencia (y del científico). Pero no porque Poe desconfiara de esta. Todo lo contrario: lo hace para satirizar la «credulidad» que la ciencia (y sobre todo la pseudociencia: magnetismo, hipnosis, espiritismo) provocó en muchos de sus contemporáneos. Entre los diversos relatos de Poe que juegan con estos asuntos, destacan dos de los recogidos en esta antología: «El fraude del globo», que refiere un estrambótico viaje en globo cruzando el océano Atlántico ¡en tres días! mediante la aplicación del «principio de la rosca o hélice de Arquímedes a los efectos de la propulsión en el aire», y «Algunas palabras con una momia», donde lo sobrenatural y el humor se combinan para narrar la historia de una momia egipcia (llamada «Allamistakeo», es decir, «All is a mistake», «todo es un error, un engaño») que es devuelta a la vida en el siglo XIX mediante el galvanismo; un relato de clara intención paródica no exenta de crítica política, pues tras escuchar a la momia hablar de su época —lo que da pie a diversas bromas respecto a los desastres de la vida del presente—, el protagonista decide finalmente pedir que lo embalsamen, pues quiere conocer el futuro.

Este juego con la sátira y la parodia nos lleva a otra de las vías más transitadas por Poe (a veces un tanto olvidada por los críticos), en la que confluyen lo fantástico, el terror y el humor: el cuento grotesco.

Poe emplea lo grotesco en varios de sus relatos, aunque con objetivos diversos: por un lado, lo utiliza para intensificar esa voluntad paródica y satírica antes comentada (contra la política, la cultura y la sociedad), como ocurre en «El sistema del doctor Alquitrán y el profesor Pluma»; y, por otro, están aquellos relatos en los que se manifiesta la encarnación más distorsionada y absurda de la hipérbole grotesca, como puede verse en «Sin aliento» y en «El hombre reducido», textos que se convierten en una prefiguración de las narraciones de Kafka.

Y llegamos al Poe creador del género policiaco. En su relato «Los asesinatos de la calle Morgue» vamos a encontrar los elementos que serán constitutivos —y repetidos hasta la saciedad— por la ficción policial: el misterio que resolver, el detective y el método de investigación, basado en la observación y la deducción. Sin su genial y extravagante Auguste Dupin no existirían Sherlock Holmes, Hercule Poirot o el Dr. House. Dupin fue el modelo para todos los detectives posteriores: un personaje frío y cerebral con una impresionante capacidad de raciocinio, culto y solitario, de hábitos un tanto singulares y, lo que es esencial, cuyas actividades están lejos de cualquier intención moral: es un artista que solo busca disfrutar con su arte, en este caso, la resolución de enigmas. Así, por ejemplo, en «Los crímenes de la calle Morgue», mientras investiga dos brutales asesinatos, es capaz de afirmar con toda tranquilidad: «la encuesta nos servirá de entretenimiento». Una frase muy holmesiana.

En esos cuentos policiacos —que el propio Poe calificó «de raciocinio»— encontraremos, además, algunas de las situaciones que la narrativa policiaca posterior convertirá en tópicos: el inocente acusado de forma injusta, el crimen cometido en un recinto cerrado, el misterio aparentemente irresoluble, etc.

EL LEGADO DE POE

La huella de la obra de Edgar Allan Poe desborda la literatura e inunda toda la cultura popular. Son múltiples las adaptaciones cinematográficas de sus cuentos ya desde los primeros años del cine mudo. Así, en 1909 se estrenan, entre otras, Le puits et le pendule, de Henri Desfontaines, The Tell-Tale Heart (1928), de Charles Klein, o la inquietante La Chute de la maison Usher (1928), dirigida por Jean Epstein y en cuyo guion colaboró Luis Buñuel. Los años del sonoro trajeron algunas destacadas adaptaciones como Murders in the rue Morgue (1932), de Robert Florey, interpretada por el gran Bela Lugosi, quien también aparece en The Black Cat (1941), o El fantasma de la calle Morgue (1953), que Roy del Ruth rodó en 3-D. En 1960 se estrenó la primera de las adaptaciones de Roger Corman, House of Usher (La caída de la casa Usher), a la que seguirán siete más en las que —fascinado por la obra de Poe— vuelve a inspirarse en los textos del escritor americano. Tras estas, siguieron estrenándose versiones para todos los gustos y con un variado respeto por el texto original. Entre las muchas adaptaciones rodadas en los últimos cuarenta años, destacaré solo algunas: Histoires extraordinaires (Historias extraordinarias, 1968), una coproducción franco-italiana que incluye tres historias: Metzengerstein, dirigida por Roger Vadim, William Wilson, por Louis Malle, y Toby Dammit, por Federico Fellini (sin duda la mejor de las tres); la revisión que hicieron dos maestros del cine de terror, Dario Argento y George A. Romero, en Due occhi diabolici (1990), que ofrece sus peculiares versiones de «El gato negro» y «La verdad sobre el caso del señor Valdemar», y la reciente película de Netflix Los crímenes de la Academia (2022, Scott Cooper), en la que aparece Poe como personaje, magníficamente interpretado por Harry Meling (asusta su parecido físico con el escritor).

La televisión también ha prestado atención a la obra de Poe. Para no cansar al lector con más títulos y fechas, solo mencionaré las versiones que filmó otro gran maestro de lo fantástico y el terror, Narciso Ibáñez Serrador, en su espléndida serie Historias para no dormir (1965-1984), donde adaptó, a veces muy libremente, «El barril de amontillado», «La verdad sobre el caso del señor Valdemar», «El cuervo» y «Berenice». A ella hay que añadir una referencia reciente ineludible: la impresionante y libre adaptación de «La caída de la Casa Usher» que Mike Flanagan realizó en 2022 en la serie del mismo título para Netflix, en la que, junto al cuento mencionado, aparecen numerosos ecos de «Los crímenes de la calle Morgue», «El gato negro», «El corazón delator», «El cuervo» o «El pozo y el péndulo».

Sin olvidar, por supuesto, la inolvidable versión del poema «El cuervo» que, por boca de Lisa, aparece en Los Simpson («La casa del terror», ep. 3, temp. 2, 1990), con un inolvidable Bart como el siniestro cuervo que atormenta a Poe-Homer con su continuo «¡Nunca más!».

Un último apunte: Poe también ha dejado su impronta en el rock. Basta recordar el álbum Tales of Mystery and Imagination (1976), de Alan Parsons Project, «Murders In The Rue Morgue» (1981), de Iron Maiden, «Just Like Heaven» (1987), de The Cure, inspirada en el poema «Annabel lee», que ese mismo año fue también versionado por Radio Futura en su canción homónima. Diez años después se editó el disco Closed on Account of Rabies, en el que cantantes como Iggy Pop, Jeff Buckley, Marianne Faithfull o Debbie Harry leían poemas de Poe. A todas estas referencias hay que añadir el disco de Lou Reed The Raven (2003), quizás el mejor homenaje musical a la obra de Poe.

Por suerte para nosotros, la sombra de Poe continúa siendo muy alargada. Celebrémoslo.

ESTA EDICIÓN

De los 69 cuentos que escribió Poe he seleccionado 21 para esta antología, junto a su poema más celebrado, «El cuervo». Dicha selección viene motivada por lo expuesto en las páginas precedentes acerca de las diversas vías literarias que exploró el escritor estadounidense: lo fantástico, el terror, lo policiaco y el humor. Asimismo, he tratado de combinar los títulos ineludibles con otros no tan conocidos por el público en general, para mostrar, insisto, las muchas caras de Edgar Allan Poe.

Así, como representantes de su producción fantástica y terrorífica, la más amplia y, sobre todo, conocida, he incluido: «Manuscrito encontrado en una botella» (1833), «Berenice» (1835), «Ligeia» (1838), «La caída de la casa Usher» (1839), «William Wilson» (1839), «El hombre de la multitud» (1840), «El pozo y el péndulo» (1842), «La máscara de la muerte roja» (1842), «El gato negro» (1843), «El corazón delator» (1843), «Un cuento de las Montañas Ragged» (1844), «Los hechos en el caso del señor Valdemar« (1845) y «Hop-Frog» (1849).

Entre los policiacos, he escogido los que quizás ofrecen las mejores muestras de las habilidades deductivas de Monsieur Dupin: «Los asesinatos de la calle Morgue» (1841), «El escarabajo de oro» (1843) y «La carta robada» (1844).

Por último, entre la también amplísima producción humorística he optado por cinco cuentos, cada uno de los cuales ofrece un excelente ejemplo de las formas en que Poe se internó por lo grotesco y lo satírico: «Sin aliento» (1832), «El hombre reducido» (1839), «El fraude del globo» (1844), «El sistema del doctor Alquitrán y el profesor Pluma» (1845) y «Algunas palabras con una momia» (1845).

Como cierre de la antología no podía faltar la muestra más celebrada de su obra poética: «El cuervo», un texto inmortal.

DAVID ROAS

1

BERENICE

(1835)

«Mis amigos me dijeron que hallaría consuelo a mi sufrimiento visitando el sepulcro de la amada».

EBN ZAIAT

La desgracia tiene variaciones. El infortunio se propaga sobre la tierra de todas las formas posibles. Se extralimita sobre el amplio horizonte como el arcoíris, con sus tonalidades tan múltiples, tan diferentes y tan íntimamente mezcladas. ¡Extralimitado sobre el amplio horizonte como el arcoíris! ¿Cómo es que de la belleza llegué a una especie de antibelleza, y del compromiso y la paz a un símil de la tristeza? Así, como en la ética, el mal es una consecuencia del bien, así, de la alegría nace la pena. O la memoria de la felicidad pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido familiar. Sin embargo, no hay en mi país torres más honorables que mi melancólica y gris propiedad heredada. Nuestra dinastía ha sido llamada raza de visionarios por muchos detalles asombrosos, el carácter de la residencia familiar, los frescos del salón principal, los tapices de los dormitorios, los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente la galería de cuadros antiguos, el estilo de la biblioteca y, por último, la muy peculiar naturaleza del contenido de sus libros.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este recinto y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer.

Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese recinto nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones, pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara todavía en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombroso el cambio total que se produjo en mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y solo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la propiedad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, encerrado en la pena; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerza; eran suyos los paseos por la colina, eran míos los estudios del claustro; yo viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y ardua meditación, ella vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven con este sonido. ¡Ah, ahora su imagen vívida llega ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, ostentosa y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh, sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh, náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad —una enfermedad fatal— cayó sobre ella como un huracán, y mientras yo la veía, el espíritu de la transformación la devastó, entrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre las numerosas enfermedades provocadas por la primera y fatal, que revolucionó tan horriblemente la moral y el cuerpo de mi prima, debe mencionarse como la más preocupante y pertinaz una especie de epilepsia que terminaba a veces en catalepsia, estado muy semejante a la desintegración y de la cual su manera de recuperarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debo darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más fuerza y, al fin, obtuvo sobre mí una incomprensible influencia. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es probable que no se me comprenda, pero tengo miedo de que no haya modo posible de dar a la inteligencia del lector corriente, una idea adecuada de esa nerviosa energía de la fascinación con que, en mi caso, la facultad de meditar (por no emplear términos técnicos) actuaba y se sumía en la contemplación de objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar incansablemente durante largas horas, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra rara que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la llama tranquila de una lámpara o las chispas del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos dañinas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Pero no se me malinterprete. La atención indebida, intensa y mórbida así excitada por objetos triviales en su propia naturaleza, no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Ni siquiera era, como podía suponerse al principio, una condición extrema o una exageración de esa propensión, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o entusiasta interesado en un objeto generalmente no es frívolo, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra, las capacidades de la mente más ejercidas en mi caso eran, como lo he dicho antes, las de la atención, mientras que en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si en realidad no servían para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del propio trastorno. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni Dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est; et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est (Ha muerto el hijo de Dios; es verosímil porque es absurdo; y una vez sepultado resucitó; es cierto porque es imposible) ocupó todo mi tiempo durante muchas semanas de investigación esforzada e inútil.

Se verá, pues, que mi razón, arrancada de su equilibrio solo por cosas triviales, se parecía a ese peñasco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer indudable que el cambio causado en el espíritu de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, no era este el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena y, muy conmovido por la ruina total de su vida hermosa y dulce, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan repentina y rara. Pero estas reflexiones no pertenecían a la índole de mi enfermedad, y eran parecidas a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su inigualable belleza, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la mente. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño, no como una habitante de la tierra sino como su abstracción, no para admirar sino para analizar, no como un objeto de amor sino como el tema de una especulación tan esotérica como inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y en un mal momento, le pedí matrimonio.

Se acercaba la fecha de nuestra boda cuando, una tarde de invierno —en uno de esos días inesperadamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción—, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero levantando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación estimulada, la influencia de la atmósfera nebulosa, la luz precaria, crepuscular del cuarto o los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No dijo una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo, me oprimió una sensación de intolerable ansiedad, una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, me quedé un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en ella. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea de su cuerpo. Mi apasionada mirada recayó, por fin, en su cara.

La frente era alta, muy pálida, especialmente tranquila, y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las sienes hundidas con numerosos rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico, discordaban por completo con la melancolía dominante de su semblante. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para ver los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron y, en una sonrisa de expresión peculiar, los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del cuarto. Pero del desorden de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi con más claridad que antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los labios pálidos contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes en mi mirada mental y, en su insustituible individualidad, llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual.

Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments (todos sus pasos fueron sentimientos), y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! (todos sus dientes eran ideas) ¡Ah, este fue el loco pensamiento que me destruyó! Des idées! (¡Las ideas!). ¡Ah, por eso era que los deseaba tan locamente! Sentí que solo su posesión podía devolverme la paz, restableciéndome la razón.

La tarde cayó sobre mí, vino la oscuridad, duró la noche y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel cuarto solitario; y seguí hundido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible autoridad como si, con la claridad más viva y aterradora, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y desconsuelo, y luego, tras una pausa, el sonido de voces trastornadas, mezcladas con lamentos sordos de dolor y pena. Me levanté del asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, su tumba estaba dispuesta para que la ocupe y ya estaban terminados los preparativos del entierro.

Me encontré otra vez solo, sentado en la biblioteca. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y emocionante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, confusos. Luché para descifrarlos, pero fue en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: «Decíanme los amigos que encontraría algún alivio a mi dolor visitando la tumba de la amada». ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mi ropa: estaba embarrada y ensangrentada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo observé durante unos minutos: era una pala. Con un grito salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se deslizó de mi mano, cayó pesadamente y se hizo añicos, y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos de marfil, pequeños, blancos, que se desparramaron por el suelo.

2

EL GATO NEGRO

(The Black Cat, 1843)

No pretendo que crean mi historia, que suena rara aunque parezca simple. Estaría loco si lo esperara, cuando mis propios sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que no es un sueño. Mañana voy a morir y hoy quisiera aliviar mi alma. Mi propósito inmediato es poner de manifiesto sucintamente y sin comentarios, una serie de hechos caseros. Las consecuencias de esos hechos me han aterrado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido tétricos, para otros resultarán menos pavorosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia serena, más lógica y menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia sobresalí por mi docilidad y mi bondad. Mi inocencia era tan grande que me convertía en objeto de burla de mis compañeros. Me gustaban los animales y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la madurez, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel no necesitan que les explique la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso amor de un animal que llega directo al corazón de aquel que ha probado la falsa amistad y la lealtad frágil del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis gustos. Al observar mi cariño por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más maravillosos. Teníamos aves, peces, un perro, conejos, un mono y un gato. Este último era un animal de notable tamaño y belleza, completamente negro y de una inteligencia asombrosa. Al referirse a su viveza, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía a la antigua creencia popular de que los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y solo lo menciono porque acabo de recordarlo.

Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi amigo. Solo yo le daba de comer y él me seguía por toda la casa. Me costaba impedir que me persiguiera por la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (me sonrojo al confesarlo) mi carácter se alteró radicalmente por culpa del demonio. Día a día, me fui volviendo más melancólico, irascible e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a gritarle a mi mujer y terminé por pegarle violentas palizas. Mis mascotas preferidas sintieron también el cambio de mi carácter. No solo las descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para no maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad se agravaba —pues ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió la mano. Se apoderó de mí una furia demoniaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, ardo, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

A la mañana siguiente, cuando la razón volvió, cuando disipé los vapores de la orgía nocturna, sentí que el miedo se mezclaba con la culpa ante el crimen cometido, pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más, me hundí en los excesos y ahogué en vino los recuerdos de lo ocurrido.

El gato mejoraba de a poco. La órbita donde le faltaba el ojo presentaba un aspecto espantoso, pero el animal ya no parecía sufrir. Paseaba por la casa y huía aterrorizado cuando me veía. Todavía guardaba bastante de mi antiguo modo de ser, y no quería sentirme agraviado por la antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la furia. Y entonces, para mi caída final e inevitable, se presentó el espíritu de la maldad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu y, sin embargo, estoy tan seguro de la existencia de mi alma como de que la maldad es uno de los impulsos básicos del corazón humano, una de las virtudes primarias, una de las emociones que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de maldad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el deseo que tenía mi alma de humillarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, actuando a sangre fría, le pasé una soga por el cogote y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras lloraba, y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había amado y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel faena me despertaron gritos de: «¡Fuego!». Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme al desaliento.

No estableceré una relación de causa y efecto entre el siniestro y mi crimen. Pero detallo una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón perdido. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi cama. El enyesado había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una multitud se había reunido frente a la pared y varias personas la examinaban con atención. Las palabras «¡raro!, ¡extraño!» y otras parecidas animaron mi curiosidad. Al aproximarme, vi que en la superficie, grabado como en bajorrelieve, aparecía el dibujo de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez asombrosa. Había una soga alrededor del cogote del animal. Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra cosa— me sentí horrorizado. Pero luego reflexioné y recordé que había ahorcado al gato en un jardín cercano a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido el jardín; alguien cortó la soga y tiró al gato en mi cuarto por la ventana. Sin duda, habían tratado de despertarme de esa forma. Probablemente, la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el yeso, el fuego y el amoniaco del cadáver produjeron la imagen que acababa de ver. De esta forma quedó satisfecha mi razón, pero no mi conciencia. El suceso impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento parecido al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche, estaba emborrachándome en una taberna infecta, cuando me sorprendió algo negro posado sobre uno de los barriles de ginebra del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando ese barril y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de una mancha negra. Me acerqué y la toqué. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a este, salvo un detalle. Plutón no tenía ni un pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. Al sentirse acariciado se enderezó ronroneando, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar al animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero –sin que pueda decir cómo ni por qué– su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto creció hasta alcanzar el odio. Evitaba toparme con el animal; un poco de vergüenza y el recuerdo de mi antigua crueldad me inhibían. No lo hice víctima de maltrato violento ni lo golpeé durante unas semanas, pero, de a poco, empecé a mirarlo con odio y a escapar en silencio de su abominable presencia, como si huyera del hedor de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi antipatía fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, estaba tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros. El amor del gato por mí aumentaba como mi repulsión por él. Seguía mis pasos con una tenacidad que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, regalándome sus insoportables caricias. Si caminaba, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o clavaba sus uñas afiladas en mi ropa, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba matarlo de un golpe, me paralizaba el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— el animal me daba mucho miedo. Un miedo que no era precisamente temor a ser lastimado y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otro modo. Me avergüenza reconocer, sí, aún en esta celda de criminales, me siento avergonzado de reconocer que el pánico, el horror que ese animal me provocaba, se intensificaba por la más insensata de las quimeras. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida, pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por eso odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo, si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, una imagen atroz y trágica ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh, lúgubre máquina del crimen, la agonía y la muerte!

Me sentí miserable. ¡Pensar que una bestia, parecida a la que yo había eliminado, fuera capaz de angustiar a un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya descansar! De día, aquella criatura jamás me dejaba solo; de noche, me despertaba de los sueños más espeluznantes, para hacerme sentir su aliento caliente en mi cara, y su peso —pesadilla de la que no podía desprenderme— apoyado sobre mi corazón.

Agobiado por los tormentos, murió en mí lo poco que me quedaba de bondad. Solo disfrutaba de los malos pensamientos, de los más perversos pensamientos. Mi depresión habitual creció hasta convertirse en odio a todo lo que me rodeaba, en odio a la humanidad entera. Mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual víctima de mis frecuentes arrebatos de ira.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la escalera empinada y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los miedos infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por una rabia más que demoniaca, me zafé de su brazo y le hundí un hachazo en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Habiendo cometido este espantoso crimen, con total sangre fría, oculté el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, de día o de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos planes cruzaron mi mente: pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el suelo del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un changador para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció la mejor idea y decidí amurar el cadáver en el sótano, tal como cuentan que los monjes medievales amuraban a sus víctimas. El sótano se adaptaba bien a mis intenciones. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con una argamasa ordinaria, que la humedad no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la punta de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, meter el cadáver y tapar el agujero para que nadie pudiese sospechar.

Pude sacar fácilmente los ladrillos con una barra y, luego de colocar el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Con argamasa y arena, preparé un revoque que no se distinguía del anterior y enlucí cuidadosamente el nuevo enladrillado. Terminada la tarea, me sentí seguro. El muro no mostraba la menor señal de haber sido tocado. Había barrido hasta el menor fragmento de material. Miré alrededor, victorioso, y me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano».

Mi paso siguiente fue buscar al animal causante de la desgracia; estaba decidido a matarlo. Si en aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto felino, alarmado por la violencia de mi primer acceso, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso de la culpa sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más, respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de la casa para siempre! ¡Ya no volvería a verlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa por mi oscura conducta cada vez me preocupaba menos. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una investigación en la casa, pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondite era impenetrable, no sentí ni el más leve temor. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía sereno, como el de aquel que se sabe inocente. Paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilo de aquí para allá. Los policías estaban satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias fanfarronadas, golpeé fuertemente, con un bastón que llevaba en la mano, sobre el muro tras del cual se hallaba el cadáver de mi esposa. ¡Que Dios me libre de las garras del demonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde la tumba. Un quejido entrecortado, semejante al sollozo de un niño, que creció rápido hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, inhumano, un lamento de horror y triunfo, como solo puede brotar de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios satisfechos en la condenación. Hablar de lo que pensé en ese momento sería una locura. Mareado, fui tambaleándome hasta el muro opuesto. Por un momento, los policías que estaban en la escalera se paralizaron de terror. Después, una docena de brazos musculosos embistieron contra el muro, hasta que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy podrido y ennegrecido de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la boca roja abierta y el único ojo como de fuego, estaba el gato agazapado, la horrible bestia que me había inducido al asesinato con su astucia y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había enclaustrado al monstruo en la tumba!

3

LOS HECHOS EN EL CASO DEL SEÑOR VALDEMAR

(The Facts in the Case of M. Valdemar, 1845)

No me sorprende que el extraño caso del señor Valdemar haya causado tanto debate. Hubiera sido un milagro que no sucedieran las discusiones, especialmente en ese contexto. Aunque todos los participantes queríamos mantener la cuestión alejada del público —al menos por el momento, o hasta que se nos brindara una nueva oportunidad de investigación—, a pesar de nuestro esfuerzo no tardó en divulgarse una versión tan espuria como exagerada, que fue la fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda desconfianza.

Ya ha llegado el momento que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es posible entenderlos—. Aquí están, brevemente narrados.

Durante los últimos años, la práctica del hipnotismo había llamado mi atención. Hace unos nueve meses pensé que, en la serie de ensayos hechos hasta ahora, existía una omisión curiosa e inexplicable: nunca se había hipnotizado a alguien in articulo mortis. Primero, quedaba por verse si un paciente en esas condiciones podía recibir influencia magnética; segundo, en caso de que pudiera, si su estado aumentaría o disminuiría su posibilidad de permanecer hipnotizado, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la llegada de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero estos eran los que más estimulaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la enorme importancia que podían tener sus consecuencias.

Repasé una lista de personas que yo conocía buscando a quien me permitiera verificar estos temas, y recordé a mi amigo Ernest Valdemar, renombrado antólogo de la Biblioteca Forensica y autor, bajo el seudónimo de Issachar Marx, de las versiones en idioma polaco de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, que vivía desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria flacura, sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y sus patillas blancas contrastaban violentamente con su cabellera negra, lo cual hacía suponer con frecuencia que usaba peluca. Su modo de ser tenso lo convertía en un sujeto ideal para prácticas hipnóticas. Dos o tres veces lo había dormido sin dificultad, pero me decepcionaba no lograr los resultados que su especial naturaleza me había hecho prever. Su voluntad nunca quedaba bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Culpaba yo de aquellas frustraciones a la mala salud de mi amigo. Unos meses antes de relacionarme con él, los médicos le habían diagnosticado tuberculosis. El señor Valdemar se refería con calma a su cercano final, como algo que no se puede evitar ni lamentar.

Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran oponerse. Le hablé sinceramente de la cuestión y, para mi sorpresa, noté que estaba muy interesado. Digo para mi sorpresa pues, si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento de la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.

Hace más de siete meses recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:

Estimado P.:

Ya puede usted venir. D. y F. coinciden en que no pasaré de mañana a la medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.

VALDEMAR

Recibí la carta media hora después de escrita, y quince minutos más tarde ya estaba en el dormitorio del moribundo. No lo había visto en los últimos diez días y me horrorizó el espeluznante cambio que se había producido en tan breve intervalo. Su cara tenía un color plomizo, no había brillo en sus ojos y era tan tremenda su delgadez que la piel se había rajado en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba, no obstante, una notable claridad mental y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D. y E.

Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado cartilaginoso y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior, el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras que la inferior era tan solo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y, en un punto, se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia solo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis, los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.

Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D. y F. se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.