Nikki y el lobo solitario - Buscando el futuro - Marion Lennox - E-Book

Nikki y el lobo solitario - Buscando el futuro E-Book

MARION LENNOX

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Beschreibung

Nikki y el lobo solitario Nikki Morrissy se había mudado al precioso pueblo pesquero de Banksia Bay para empezar de nuevo. Alquilar parte de la casa del solitario y enigmático Gabe Carver no iba a distraerla de su tarea: empezar una nueva vida. Gabe, a pesar de tener que compartir su casa con la atractiva Nikki, estaba decidido a seguir encerrado en sí mismo. Hasta que un perro asustado y solitario aullando en medio de la noche hizo que, literalmente, chocasen el uno contra el otro. Cuando el pobre animal abandonado los miró, Gabe y Nikki supieron que iban a tener que unir esfuerzos para resolver aquella situación. De repente, sus planes de evitarse el uno al otro se habían derrumbado… Buscando el futuro La última persona que Mardie Rainey esperaba encontrar en el porche de su casa era a su amigo de la infancia y amor de adolescencia, Blake Maddock. Quince años atrás, Blake la había dejado, rompiendo su joven corazón; pero ahora, con una tormenta de truenos y relámpagos sacudiendo la casa, no podía darle la espalda, ni tampoco a la perrita que lo acompañaba. Blake Maddock se había pasado la vida huyendo de un trágico error… pero el niño asustado era ahora un hombre formidable y había vuelto a Banksia Bay en busca de la mujer a la que nunca logró olvidar.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 484 - agosto 2019

 

© 2011 Marion Lennox

Nikki y el lobo solitario

Título original: Nikki and the Lone Wolf

 

© 2011 Marion Lennox

Buscando el futuro

Título original: Mardie and the City Surgeon

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-376-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Nikki y el lobo solitario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Buscando el futuro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABÍA un lobo en la puerta.

Muy bien, tal vez no en la puerta, tuvo que admitir Nikki volviendo a la tierra. O más bien al sofá. Pero el aullido sonaba muy cerca y era el sonido más desolador que había escuchado nunca.

Dejó su taza sobre la mesa con cuidado, absurdamente contenta de no haber derramado una gota. Ahora era una chica de campo y las chicas de campo no se asustaban de los lobos.

Sí se asustaban.

Nikki intentó pensar con lógica: no había lobos en Banksia Bay, en la Costa Norte de Nueva Gales del Sur.

¿Sería un dingo?

Su casero no había mencionado a los dingos.

Pero claro, ¿cómo iba a mencionarlos?, pensó amargamente. Gabe Carver era uno de los hombres más taciturnos que había conocido nunca y desde que se conocieron lo único que había dicho era: «Firme aquí. El alquiler, el primer martes de cada mes. Algún problema, hable con Joe, en el embarcadero».

¿Estaría en casa?

Nikki miró por la ventana y sintió cierto consuelo al ver las luces encendidas en la casa de al lado. Bueno, en realidad no era la casa de al lado. Ella vivía en un apartamento que era parte de una casa enorme a las afueras del pueblo. Tres habitaciones habían sido separadas de la edificación principal para convertirlas en un bonito apartamento y su casero estaba al otro lado de la pared, aunque sólo compartían el porche.

Taciturno o no, pensar que Gabe Carver estaba en casa la animaba un poco. El rudo marinero parecía fuerte, capaz, poderoso… incluso daba un poquito de miedo. Si el lobo entraba en su casa…

Aquello era absurdo. Nada iba a entrar en su casa porque la puerta estaba cerrada con llave. Y no podía ser un lobo…

Nikki escuchó el aullido de nuevo, largo, llenando la noche de desesperación.

¿Desesperación?

¿Cómo lo sabía?

Sólo era un perro ladrando a la luna.

Pero no sonaba como un perro.

De nuevo, Nikki miró por la ventana. Lógico o no, aquello daba mucho miedo. Lo que debía hacer era poner una barricada en la puerta e irse a la cama.

Otro aullido.

De dolor.

De desolación.

¿Tenía algún sentido que oyera dolor y desolación en un aullido?

«Aléjate de la ventana, Nikkita», se dijo a sí misma. «Esto no tiene nada que ver contigo, son cosas raras del campo».

–Yo soy una chica de campo –dijo en voz alta–. No, no lo eres –dijo luego–. Eres una chica de ciudad que va a vivir en Banksia Bay durante tres semanas. Has venido aquí porque el canalla de tu jefe te rompió el corazón y ha sido una locura porque tú no sabes nada de la vida en el campo.

Pero su casero estaba al otro lado de la pared. ¿Perros? ¿Lobos? Fuera lo que fuera, también él tenía que oírlo y, si hubiera algún problema, lidiaría con ello o llamaría a Joe.

Ella se iba a la cama.

 

 

Los aullidos llenaban la noche, haciendo eco en la vieja casa.

Ahí fuera había un perro perdido.

No era problema suyo, pensó Gabe.

Pero volvió a escuchar el aullido, triste como la muerte, llenándolo de angustia. Si Jem estuviera allí, habría ido a investigar…

La echaba tanto de menos que era como si hubiera perdido una parte de sí mismo. Estaba sentado en su sillón, frente a la chimenea y las cosas seguían como siempre, pero el sitio a sus pies estaba vacío.

Había encontrado a Jem dieciséis años antes, una collie que era todo pelo y huesos comiéndose un pez podrido en la playa.

La había apartado del pez, esperando que intentase morderlo, pero el hambriento cachorro se había dado la vuelta para lamer su mano… sellando una amistad de por vida.

Jem había muerto mientras dormía tres meses antes, pero Gabe seguía alargando la mano cuando se sentaba en aquel sillón, esperando tocar su pelo. Esperando que estuviera allí.

El aullido interrumpió sus pensamientos. Era imposible ignorarlo.

Gabe murmuró una maldición.

Muy bien, no quería involucrarse. ¿Por qué iba a hacerlo?, se dijo. Pero no podía soportarlo. El aullido llegaba de la playa y si algún perro estaba atrapado… la marea estaba a punto de subir.

¿Por qué estaría un perro atrapado en la playa?

El aullido… otra vez.

Gabe suspiró. Dejando a un lado el libro que estaba leyendo y poniéndose las botas y la vieja gorra de marinero que era como una segunda piel para él, se dirigió a la puerta.

En realidad, estaba aburrido de mirar la chimenea. Cuando su mujer lo abandonó había tomado la decisión de no vivir con nadie más. Las relaciones sentimentales siempre acababan en desastre, pero eso no significaba que le gustase su solitaria vida. Con Jem, no le importaba.

Pero ya no.

 

 

Su pijama de seda estaba sobre el bonito edredón rosa, esperando que se lo pusiera, pero los aullidos continuaban.

No podía soportarlo.

Ella no era una chica de campo, pero era evidente que el animal que aullaba estaba en peligro o muy asustado. Y ese aullido contenía toda la tristeza del mundo.

Su casero debería encargarse de ir a ver qué pasaba, ¿pero lo haría?

El día que llegó a Banksia Bay le habían preocupado las ruidosas cañerías del antiguo cuarto de baño y había decidido hablar con su casero al respecto.

Gabe estaba fuera, cortando leña, y Nikki había vacilado antes de acercarse, intimidada por su estatura y su seria expresión. Cortando leña parecía un actor de cine.

En realidad, se había quitado la camisa y era un lujo para los ojos. Y Nikki había tenido que reunir valor para acercase, sintiéndose como Oliver Twist pidiendo otro plato de comida en el orfanato.

–Perdone, ¿le importaría arreglar mis cañerías? Hacen un ruido horrible.

–Pídaselo a Joe –se limitó a decir él antes de darse la vuelta.

Nikki se había quedado desconcertada.

Durante los días siguientes había intentado soportar el ruido de las cañerías, pero luego había ido a ver a Joe, un antiguo pescador que vivía en un desvencijado barco atracado en el puerto. El hombre prometió arreglar las cañerías esa misma tarde, pero mientras hablaban, un barco de pesca pasó a su lado. Enorme, recién pintado, brillante, el casco rodeado de linternas que, según le explicó Joe, eran para atraer a los pulpos y los calamares.

Su casero iba al timón.

Seguía siendo desconcertante. Grande, fuerte, poderoso.

Y seguía haciéndole cosas a sus hormonas.

–Gabe pesca de todo –le dijo Joe–. Algunos vienen aquí sólo a pescar calamares o atún y entonces bajan los precios –el hombre suspiró–. He sido pescador toda mi vida y he visto a muchos perderlo todo pero Gabe compra sus barcos y sigue adelante. Se marchó de aquí durante un tiempo, pero volvió cuando las cosas se pusieron feas y nos echó una mano. Seis de los barcos que hay aquí son suyos.

Al timón de su barco, Gabe tenía un aspecto imponente. Llevaba una gorra descolorida, un peto impermeable, botas de goma y una camisa a cuadros con las mangas remangadas, revelando unos antebrazos que eran cuatro veces el tamaño de los de Nikki.

Después de un día en el mar, su sombra de barba era casi una barba completa. Y su espeso pelo negro, que necesitaba un buen corte, estaba tieso por la sal.

Gabe saludó a Joe, pero sin sonreír.

Daba la impresión de que no sonreía nunca.

¿Compraba los barcos de otros pescadores cuando se arruinaban? ¿Ganaba dinero con la miseria de otros?

Sus hormonas necesitaban encontrar a otro hombre con el que fantasear y pronto.

–Entonces, imagino que no será muy popular por aquí –aventuró. Pero Joe la miró como si estuviera loca.

–Sin Gabe, la industria pesquera de Banksia Bay se iría al garete. Compra los barcos de los que se han arruinado a un precio justo y luego los contrata para que trabajen con él. Ahora tiene treinta hombres y mujeres en nómina y todos ganan más dinero que cuando trabajaban por libre. Y todos ellos darían su vida por él. Aunque no lo pediría, Gabe nunca pide nada. Si alguien tiene algún problema, Gabe hace lo que puede para ayudar, cueste lo que cueste, pero no quiere que le den las gracias. Después de su desastroso matrimonio no quiere amistad con nadie y todo el pueblo respeta eso.

Joe se quedó callado, observando cómo Gabe maniobraba para atracar el barco en un sitio que parecía demasiado pequeño. Lo hacía como si estuviera aparcando un Mini, como si tuviera todo el espacio del mundo.

–Pero ahora ha muerto su perra, Jem. No sé… nunca lo hemos visto sin ella y ahora… –el hombre sacudió la cabeza–. Bueno, vamos a ver esas cañerías.

Eso había sido dos semanas antes.

Otro aullido la devolvió al presente. Un perro con problemas. Un perro abandonado.

Tenía que hacer algo.

Pero no podía hacer nada. Eso era algo que debía resolver su casero.

El aullido sonó de nuevo, largo y aterrador.

Nikki se puso la chaqueta del pijama con gesto desafiante.

¿Y si su casero no estaba en casa? ¿Y si se había marchado dejando la luz encendida?

Ahí fuera había un perro con problemas.

Pero no era problema suyo.

Nikki cerró los ojos.

Otro aullido.

Suspirando, se quitó el pijama y se puso los vaqueros. De diseño. Debería hacer algo con su ropa.

Debería hacer algo con el perro.

–¿Dónde hay una linterna?

¿Y si era un dingo?

Nikki tomó su móvil y comprobó que tenía cobertura y batería.

Había un atizador al lado de la chimenea… por el momento no la había encendido. O más bien la había encendido una vez, pero salía tanto humo que tuvo que apagarla. ¿Qué hacía una cuando salía humo de la chimenea?

Una compraba un radiador.

Otro aullido… ahora eran casi continuos.

Ya estaba bien.

Con el atizador en una mano y la linterna en la otra, chica de campo o no, Nikki salió a investigar.

 

 

La oscura playa estaba llena de arbustos que llegaban casi hasta la orilla, pero Gabe había vivido allí toda su vida y no necesitaba linterna. El limitado haz de luz de una linterna te impedía ver el paisaje.

Cuando llegó a la playa miró a un lado y a otro siguiendo el aullido… y lo vio.

Era un perro grande, flaco, muy flaco que aullaba con toda la pena del mundo.

Gabe dio un paso adelante, con cuidado para no asustarlo, caminando como si estuviera paseando por la playa y ni siquiera lo hubiera visto.

Pero el perro sí lo vio. Dejó de aullar y dio un par de pasos atrás, hacia el agua, aterrorizado.

Parecía un perro lobo mezclado con algo… negro, flaco y desolado.

–No pasa nada –dijo en voz baja–. Vamos, chico, no pasa nada. ¿Vas a contarme qué haces aquí?

El perro se quedó muy quieto. ¿Habría saltado de un barco?

Entonces pensó en Jem, temblando en la playa dieciséis años antes. Jem, rompiéndole el corazón.

Aquel perro no tenía nada que ver con él. No era Jem.

Pero no podía dejarlo allí. Si pudiera meterlo en su camioneta, lo llevaría al refugio de Henrietta para animales abandonados.

Sólo eso. Los perros te rompían el corazón casi tanto como las personas.

–No voy a hacerte daño –le dijo. Debería haber llevado galletas, algo que lo animara–. ¿Quieres venir a mi casa a comer?

El perro volvió a dar un par de pasos atrás. Aparentemente, no quería compañía.

Tendría que llevarle un filete, pensó. Sin eso no podría atraparlo.

–Quédate aquí. Volveré con tu cena en dos minutos. ¿Te gustan los filetes?

El perro estaba casi metido en el agua. ¿Era tonto o sólo actuaba de manera irracional?

–Dos minutos –le prometió–. No te vayas.

 

 

El perro estaba en la playa. En cuanto salió al porche, Nikki imaginó que era allí donde estaba porque era de allí de donde llegaban los aullidos. ¿Debía llamar a la puerta de su casero?

Si estaba en casa, debía de haber oído los aullidos, pensó. Y si los había oído y no había hecho nada, entonces daría igual que se lo pidiera. Joe decía que Gabe Carver ayudaba a la gente… ¡ja!

¿Pero debía llamar a su puerta?

¿Qué era peor, el perro de los Baskerville o su casero?

«No seas tonta, llama».

Nikki llamó con los nudillos.

Nada.

No sabía si sentirse aliviada o no.

Otro aullido.

¿Qué podía hacer, llamar a la policía? ¿Y qué iba a decir: «Perdone pero hay un perro en la playa»? No le harían ni caso, por supuesto.

Había un camino desde la casa a la playa, pero sólo había bajado en un par de ocasiones. Era un camino privado, lleno de arbustos y malas hierbas. ¿Dónde empezaba?

Nikki buscó el camino con la linterna, pero en la oscuridad no lo encontraba.

En fin, sólo había cincuenta metros de arbustos entre la casa y la playa y no eran tan espesos como para que no pudiese apartarlos. Y ese aullido estaba empezando a romperle el corazón. Sonaba como imaginaba que debía de haber sonado el aullido del perro de los Baskerville en el solitario páramo inglés.

El pobre animal debía de estar atrapado o herido.

Pero si estaba atrapado, ¿qué podía hacer ella?

Ir a la playa, comprobar qué pasaba y luego llamar para pedir ayuda.

«Puedes hacerlo, eres una adulta, una chica de campo. O no».

De repente le gustaría estar de vuelta en Sídney, en la vida que había dejado atrás.

Pero pensaría en eso al día siguiente. Por el momento, lo que tenía que hacer era bajar a la playa para ver qué demonios pasaba.

 

 

 

Gabe iba por el camino a toda velocidad. Pensaba tomar el filete de desayuno porque necesitaba reunir fuerzas antes de ir a pescar, pero tendría que conformarse con unos huevos.

«No te dejes engatusar».

–No me estoy dejando engatusar –se dijo a sí mismo–. Voy a darle el filete y a llevarlo al refugio de Henrietta, fin de la historia.

 

 

Estaba oscuro.

Los arbustos eran muy espesos y la linterna no iluminaba más que un par de metros delante de ella.

Y los aullidos habían cesado.

¿Por qué?

El silencio empeoraba la situación. ¿De dónde llegaban los aullidos? ¿Dónde estaba el animal?

Podría encontrarse con cualquier cosa: un lobo, un neandertal, un violador.

Estaba perdiendo la cabeza, pensó. Tenía que volver a casa de inmediato. Pero cuando se volvió, una rama la golpeó en la frente y estuvo a punto de gritar.

Y los aullidos habían cesado.

¿Dónde estaba la cosa detrás de los aullidos?

Nikki se abrió paso entre los arbustos pero, de repente, el follaje se venció y estuvo a punto de caer al suelo.

Unas manos la agarraron por los hombros y ella gritó, levantando el atizador para golpear a su atacante.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LO HABÍA matado.

El extraño cayó al suelo como un tronco, doblándose por las rodillas.

Nikki tuvo valor suficiente para apuntar con la linterna a lo que había golpeado. Había golpeado a alguien… o a algo. Ella no creía en los hombres lobo y por lo tanto…

Casi lo sabía antes de iluminar su cara con la linterna y cuando sus sospechas se vieron confirmadas dejó escapar un gemido. Aquello era horrible en tantos sentidos que su cabeza estaba a punto de explotar.

Había noqueado a su casero.

Entonces sonó un aullido a unos metros de ella y Nikki dio un salto.

Una mujer más cobarde habría salido corriendo.

Pero no había sitio para la cobardía, de modo que se puso de rodillas para comprobar los daños. Un hilillo de sangre caía por la mejilla de Gabe Carver, que tenía una herida encima del ojo.

Estaba totalmente inconsciente.

Decir que se le encogió el corazón sería decir poco. Tenía el corazón en los pies.

Pero entonces… él se movió para llevarse una mano a la cabeza.

Estaba consciente. Eso tenía que ser bueno.

¿Qué podía hacer? Nikki respiró profundamente. No era momento de ponerse histérica.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó, dejando el atizador en el suelo.

Él dejó escapar un gemido.

–No –consiguió decir–. No estoy bien.

–Iré a buscar un médico –se ofreció Nikki, con voz temblorosa–. O llamaré a una ambulancia.

Él abrió los ojos entonces, pero volvió a cerrarlos después de hacer una mueca de dolor.

–No.

–Pero necesita ayuda. Alguien… yo no sé…

Metió la mano en el bolsillo para sacar el móvil, pero Gabe sujetó su muñeca con una mano que parecía de hierro.

–¿Con qué me ha golpeado?

–Con un… atizador de la chimenea –respondió Nikki.

–Un atizador.

–Lo siento mucho.

–¿Lleva un pistola en la chaqueta o sólo iba armada con el atizador?

Bueno, si estaba haciendo bromas tontas, el daño no podía ser tan grande.

–Eso no tiene gracia. Me ha dado un susto de muerte.

–Y usted me ha dado un golpe de muerte.

–Pero es que apareció de repente en la oscuridad –Nikki había empezado a levantar la voz sin darse cuenta–. Y me agarró.

–Yo iba por el camino… mi camino, mi casa. Y usted apareció de repente con un atizador.

Bueno, era verdad. Pero ¿cómo iba a saber ella que era su casero?

–Sea amable con Gabe y respete su privacidad –le había dicho la mujer de la agencia inmobiliaria–. Es un hombre muy solitario. Déjele a Gabe en paz y se llevarán bien.

Dejarlo en paz no incluía darle un golpe con un atizador, tuvo que reconocer. Y, mentalmente, ya estaba haciendo la maleta.

–Necesito un filete –dijo él entonces.

Nikki parpadeó.

–¿Un filete? ¿Para ponérselo en el chichón? Yo no tengo filetes, pero puedo ir a buscar hielo…

–Para el perro –Gabe intentó levantar la cabeza, pero tuvo que volver a apoyarla en el suelo–. Hay un filete en mi nevera, vaya a buscarlo.

–Yo no puedo…

–Vaya a buscarlo –repitió él, cerrando los ojos–. Si va por ahí con atizadores en la mano, tendrá que enfrentarse con las consecuencias.

–No puedo dejarlo aquí –protestó ella.

Gabe abrió un ojo y volvió a cerrarlo.

–Deje de apuntarme con la linterna.

–Perdón –murmuró Nikki.

–No se asuste.

–No estoy asustada.

Pero entonces el perro volvió a aullar y pensó que tal vez sí estaba un poco asustada.

–Ese animal necesita ayuda y yo volvía a casa para buscar un filete. Pero como tardaré un rato en dejar de ver las estrellas, vaya usted a buscarlo.

–¿De verdad ha visto estrellas?

–Se me pasará. No me moriré mientras usted va a buscar el filete, pero necesito unos minutos para que deje de darme vueltas la cabeza. El filete está en la nevera, córtelo en trozos. Yo me quedaré aquí y contaré las estrellas hasta que vuelva. Las del cielo.

–No puedo dejarlo –insistió Nikki–. Creo que debería llamar a una ambulancia.

–Estoy bien –dijo él, con exagerada paciencia–. He pasado por momentos peores que éste y he sobrevivido. Haga lo que le pido como una buena chica.

–Pero ha perdido el conocimiento durante unos segundos. No puedo…

–Ha sido algo momentáneo –la interrumpió él–. Está perdiendo el tiempo, vaya de una vez.

 

 

Nikki fue a buscar el filete sintiéndose fatal. Iluminaba el camino con la linterna, pero no se atrevía a correr porque el suelo estaba cubierto de raíces.

Además, no llevaba zapatillas de deporte, sino unos mocasines de Gucci que eran estupendos para pasear por el jardín botánico de Sídney un domingo por la tarde, pero allí no valían de nada.

Le gustaría volver a su precioso apartamento frente a la bahía, a su preciosa vida, a su maravilloso trabajo, sus amigos, sus fiestas.

Al apartamento de Jonathan. A un trabajo en una preciosa oficina al lado de la de Jon. A una carrera con un sueldo extraordinario, amigos que compartía con Jon, cafés en los que la gente saludaba a Jon antes de saludarla a ella.

La vida de Jon… o más bien la mitad de la vida de Jon. Ella había pensado que tenía una vida perfecta y era todo mentira.

¿Qué hacía una cuando su mundo se derrumbaba?

Salir corriendo. Por eso estaba en Banksia Bay.

–No lo pienses –se dijo a sí misma. Ya estaba bien de autocompasión. Aquélla era su nueva vida: caminar en la oscuridad, atizarle un golpe a su casero, buscar un filete para el perro de los Baskerville.

Sería su nueva vida hasta el día siguiente, pensó. Porque al día siguiente, Gabe la echaría de allí.

Irse a otra ciudad sería más sensato que volver a Sídney, pero tal vez había llegado el momento de aceptar que irse a la costa había sido una excusa, una forma de salvar la cara.

–No puedo soportar esta ciudad ni un minuto más –le había dicho a sus amigos–. Puedo lidiar con los clientes por Internet y venir aquí de manera ocasional. Me imagino en una casita preciosa frente al mar, con tiempo para leer, para pasear.

Sus amigos, los amigos de Jon, habían pensado que estaba loca, pero ellos no sabían la verdad sobre Jon.

Menudo canalla.

Se había alejado de un canalla y ahora había golpeado a su casero.

Hombres. ¿Dónde había un convento cuando una lo necesitaba? Un convento de clausura a ser posible.

El filete.

Nunca había entrado en casa de Gabe y abrió la puerta con cuidado, como si también allí pudiera haber algún peligro.

No, no había nadie. El salón tenía un aspecto acogedor con la chimenea encendida. Había un enorme sillón frente al fuego, un vaso de cerveza a medias, libros… muchos libros por todas partes. Era una casa muy masculina.

Todo eso vio desde la entrada, mientras iba hacia la cocina pero, curiosamente, allí estaban las hormonas otra vez, distrayéndola.

«Qué tonta. Sigue adelante», se dijo a sí misma, enfadada.

En la nevera de Gabe había más cosas que en la suya: carne, verduras, fruta, salsas, cosas interesantes.

Ella tenía que aprender a cocinar, pensó. Ya estaba bien de comer ensaladas.

Pero no era el momento de pensar en clases de cocina.

El filete.

Tan grande como para dar de comer a una manada de perros. Lo cortó en trozos y luego abrió el congelador para sacar una bolsa de guisantes congelados.

Primeros auxilios y comida para perros, marchando.

Eso era lo que debía hacer. El convento tendría que esperar.

¿Qué se hacía con las hormonas en un convento?

 

 

La había asustado.

Gabe miraba el cielo, intentando aclarar su cabeza. Le había dado un buen golpe, pero la rabia que sentía se había disipado al ver su expresión. Parecía más dolorida que él.

¿Por qué le había alquilado parte de la casa a una chica como ella?

Era la segunda vez que lo hacía; la primera vez se la había alquilado a Mavis, una mujer soltera con dos perros y un instinto maternal que lo sacaba de quicio. Pero por fin, después de seis meses de hacerle cenas que no le había pedido, su padre se puso enfermo y tuvo que volver a Sídney para atenderlo. Gabe se había sentido tan aliviado que le había perdonado el último mes de alquiler.

Y ahora esto.

Dorothy, de la inmobiliaria, le había dicho que Nikki era una mujer seria y sensata. Muy diferente a Mavis.

–Nikkita Morrissy, treinta años. Es ingeniera industrial y diseña sistemas de aire acondicionado. Normalmente está tres semanas en casa y una viajando, a menudo al extranjero. Busca un sitio tranquilo con vistas, mucha luz natural y nadie que la moleste.

Una ingeniera industrial. Sonaba inteligente, eficaz, una persona que no lo necesitaría.

Y su casa era enorme. Debería irse al pueblo, pero había vivido allí toda su vida, su madre estaba allí.

Gabe había perdido a su madre a los ocho años y aquello era todo lo que quedaba de ella: el jardín que tanto le gustaba, el muro de piedra que había dejado a medias. A veces, cuando salía al porche, casi podía verla.

«Nunca te dejaré».

Uno no debería depender de nadie, pero el jardín de su madre, frente al mar que tanto amaba, era todo lo que le quedaba de una promesa en la que él había querido creer desesperadamente.

¿Tonterías emocionales? Por supuesto que sí, lo sabía, pero esa casa era un buen sitio para vivir cuando no estaba en el mar. Y si podía encontrar un inquilino razonable para el apartamento…

Entonces había conocido a Nikkita. Brevemente, el día que se mudó. No parecía una ingeniera industrial, parecía una de esas modelos de las revistas que Hattie dejaba en el barco. Era alta, metro setenta y ocho por lo menos, delgada, pálida, con unos ojos enormes. Llevaba el pelo liso por encima de los hombros y un maquillaje sabiamente aplicado… sí, él era un hombre, pero eso no significaba que no supiera distinguir un buen maquillaje.

Y su ropa… el día que llegó llevaba una especie de túnica negra con un estampado corinto en las caderas. Pendientes de plata, medias rojas y unas botas negras brillantes que llegaban casi por el muslo pero de tacón bajo.

Esa noche llevaba vaqueros ajustados y un jersey de color rosa…

Gabe sacudió la cabeza, haciendo un gesto de dolor. Estaba intentando no pensar mal de la ingeniera industrial que iba por la noche con un atizador en la mano y, de repente, ella volvió, prácticamente jadeando. Su pelo perfecto ya no era tan perfecto y tenía una ramita de algo detrás de la oreja.

–¿Está bien? –le preguntó, como si hubiera esperado encontrarlo muerto.

–Estoy bien –respondió Gabe. Apartó su mano, pero cuando intentó levantarse el mundo empezó a dar vueltas. No mucho, pero sí lo suficiente como para tener que aceptar su ayuda.

Era más fuerte de lo que parecía.

–El perro antes –dijo él cuando intentaba llevarlo hacia la casa.

–Usted antes.

–El perro está en el agua, aullando. Yo no estoy aullando –replicó Gabe. Intentó apartar su mano, pero Nikki lo sujetaba con fuerza y, al final, tuvo que aceptar.

Por dos razones. La primera, seguía sintiéndose muy débil. La segunda, le gustaba.

Él trabajaba con mujeres a diario. Una buena proporción de su equipo eran mujeres. La mayoría olían a pescado y después de un tiempo, por mucho que te lavases, el olor no se iba.

Nikkita olía a limón o algo parecido y, sin saber por qué, Gabe se quedó parado, respirando ese aroma.

Ella no dijo nada.

Dos minutos. Tres. No era habladora, afortunadamente. Y le gustaba notar el roce de sus manos. Eran manos pequeñas para una mujer tan alta. Y suaves…

Sí, bueno, por supuesto que eran suaves. Durante los últimos diez años él sólo había salido con mujeres del pueblo, pescadoras, mujeres que trabajaban con las manos. La única mujer que tenía manos suaves…

Sí, Lisbette. Se había casado con ella.

Pero las manos suaves no valían de nada.

–Ya estoy bien –dijo cuando otro aullido rompió el silencio de la noche–. El perro.

–Por favor, deje que lo lleve a casa.

–¿Se le dan bien los perros?

–No.

–Entonces iremos juntos –dijo Gabe–. Usted haga lo que yo le diga. Después del golpe que me ha dado, es lo mínimo que puede hacer.

 

 

 

Estaba aceptando órdenes de aquel hombre.

Gabe estaba sentado entre las sombras, mirando mientras ella se acercaba al perro con los trozos de carne. En la dirección del viento para que el animal pudiese olerlo.

Era un perro enorme y estaba empapado. El pelo negro se pegaba a su delgado pellejo y parecía casi un caballo.

«Hable bajito», le había dicho Gabe.

–Hola, Caballo –lo llamó ella–. Sal del agua y come este filete tan rico. Gabe ha sufrido mucho para conseguirlo, lo mínimo que debes hacer es comértelo.

«Dé un paso detrás de otro, despacio», le había dicho Gabe. «Pare si se pone nervioso. Deje que el perro sepa que no es una amenaza».

–Vamos, chico. Ven aquí, Caballito, no pasa nada. Ven a decirme cómo te llamas.

¿Qué estaba haciendo a unos metros de la playa con trozos de carne en la mano? Se había quitado los zapatos y tenía los vaqueros empapados, pero el perro seguía dando pasos atrás, a unos ocho metros de ella.

Si Gabe no estuviera entre las sombras, mirando, habría dejado la carne en el suelo y se habría apartado.

Pero su casero esperaba que hiciera aquello. Lo haría él mismo si no lo hubiese golpeado con el atizador.

–Ven aquí, Caballito…

Una ola más grande que las demás la golpeó de repente y Nikki lanzó un grito.

El perro volvió a dar unos pasos atrás.

–¡No pasa nada! ¡Ven aquí!

La siguiente ola tiró al animal de costado, pero consiguió levantarse y salir corriendo como el caballo que parecía. Por la playa, lejos, hasta perderse de vista.

 

 

–No pasa nada.

Sí pasaba, pero Nikki no había esperado que él lo dijera. Había esperado que gritase.

Había asustado al perro.

Una vocecita le decía: «Al menos los aullidos se han terminado». No era su problema, podía olvidarse del perro.

Pero el pobre… tenía un aspecto tan trágico.

Gabe estaba sentado en la arena. Al menos no había perdido el conocimiento.

–Ha hecho lo que ha podido.

Para ser una chica de ciudad. No lo dijo, pero no hacía falta.

–A lo mejor se ha ido a casa.

–¿Le parece que ese perro tiene casa? –Gabe sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Luego la miró, suspirando, y pulsó el botón del altavoz para que pudiera escuchar la conversación.

–Comisaría de policía de Banksia Bay.

–Hola, Raff –lo saludó Gabe.

–Hola, Gabe, ¿qué tal?

–No es un problema grave, pero hay un perro abandonado en la playa.

–Otro perro –el policía suspiró.

–¿Otro perro? –repitió Gabe.

–Henrietta tuvo un percance con la furgoneta del refugio hace unos días y hay perros abandonados por todo el pueblo –le explicó Raff–. Descríbeme al animal.

–Negro, grande y desnutrido –Gabe miraba a Nikki, que estaba quitándose la arena de los pies.

–¿Grande como un gran danés?

–Sí, pero con pelo –dijo Gabe–. Tal vez un perro lobo mezclado con no se sabe qué. Estaba en la playa, frente a mi casa. Hemos intentado atraparlo con un filete, pero ha salido corriendo hacia el pueblo.

–¿Hemos? –repitió Raff.

–Mi inquilina y yo.

–Y no habéis podido atraparlo entre los dos.

–No –asintió Gabe.

–Muy bien, echaré un vistazo por la mañana. Esta noche no creo que pueda hacer nada. ¿Te pasa algo? Tu voz suena rara.

–Nada importante. Si el perro vuelve… ¿quieres que lo lleve al refugio?

–Sería mejor que lo llevaras al veterinario –dijo Raff–. De todas formas tendrán que sacrificarlo. Si es el que yo creo, alguien lo tiró de un barco hace un par de semanas. Lo encontramos en la playa, hambriento. Parece que lo han maltratado y no es muy amistoso… nadie adoptará un perro como ése, así que habrá que sacrificarlo.

–Vaya, pobre animal.

–Si no vuelve a la playa, no te preocupes. Y gracias por llamar.

–Buenas noches, Raff.

Gabe volvió a guardar el móvil en el bolsillo.

Un perro hambriento, maltratado, lanzado desde un barco para que se ahogase, pensó Nikki, con el corazón encogido.

Y su casero seguía tembloroso porque le había dado un golpe en la cabeza.

–Deje el filete en la arena –dijo Gabe–. No es culpa suya.

–Gracias por decirlo.

–El golpe en la cabeza sí ha sido culpa suya, pero no podemos hacer nada más por el perro. Si huele el filete, volverá, pero no lo hará si nos huele a nosotros. Hemos hecho todo lo que hemos podido y yo necesito una aspirina. ¿Se ha quitado la arena de los pies?

–Yo… sí.

No era verdad, pero se levantó, mirando hacia el otro lado de la playa, casi esperando volver a ver al perro.

¿Por qué iba a volver?

–Raff lo encontrará –dijo Gabe.

–¿Es el policía local?

–Sí.

–¿No lo buscará esta noche?

–Esta noche no podría encontrarlo, pero lo intentará mañana.

–¿Usted también irá a buscarlo?

–Yo tengo que levantarme al amanecer para salir a pescar –respondió Gabe–. Si quiere quedarse aquí, hágalo, pero yo tengo que irme a la cama.

 

 

Nikki lo siguió por el camino, desolada. Pero Gabe debía de sentirse mucho peor.

–Le he dado un buen golpe.

–Las mujeres no son como antes –bromeó él–. ¿Qué ha sido de una bofetada? Es lo que hacen en las películas.

–Lo recordaré para la próxima vez.

–No habrá una próxima vez. Pero no voy a echarla de aquí, no se preocupe.

–Gracias –murmuró Nikki, concentrándose en poner un pie delante del otro.

Pero cuando llegaron al porche no entró directamente en su apartamento. Bajo la luz de seguridad, Gabe tenía un aspecto horrible. Sí, seguía siendo alto, moreno y guapo, pero el hematoma de la frente no tenía buen aspecto.

Nikki alargó una mano cuando lo vio trastabillar, pero él se agarró a la barandilla.

–Lo siento mucho, de verdad.

–Sé que no lo ha hecho con mala intención.

–Tiene que ver a un médico.

–Tengo que irme a la cama.

–Pero he oído que los golpes en la cabeza pueden provocar todo tipo de problemas… una conmoción cerebral, por ejemplo. Deberían mirarle las pupilas. No sé si deben estar dilatadas o al revés… por favor, deje que lo lleve al hospital.

–No –dijo él, con tono inflexible.

–¿Por qué no?

–Lo crea o no, he recibido peores golpes y sé que estoy bien.

–Debería ir al médico –insistió Nikki.

–¿Quiere mirarme las pupilas?

–Yo no sé cómo deberían estar. Pero si se va a la cama ahora, podría ser peligroso. Por favor, no quiero eso sobre mi conciencia.

Estaba demasiado cerca, pensó. Y era demasiado grande. Olía a mar, a pescado, a sal y a otras cosas increíblemente masculinas que nunca había olido antes.

El único hombre que había estado tan cerca de ella en los últimos años era Jon. Jon, con sus elegantes trajes de chaqueta y sus colonias caras.

Comparado con Jon, Gabe Carver era de otra especie. Los dos eran hombres, pero Gabe parecía recién salido de la cueva. O del mar.

A su lado se sentía vulnerable por alguna razón. Era una sensación que no podía explicar y que no quería explicar.

–Debería ir al médico, eso es lo único que sé.

–Estoy bien –repitió él, irritado–. En ocho horas estaré en el mar, así que tengo que irme a la cama. Buenas noches.

–Al menos deje que entre de vez en cuando para ver si está bien.

Gabe se quedó inmóvil. Estaban demasiado cerca y el porche era demasiado pequeño. Aunque no podía tener muchos más de treinta años, tenía arrugas en la cara. Parecía como si su vida hubiera sido dura.

Y podía ser aún más dura si le pasaba algo. Si se muriera…

–¿De qué está hablando?

–Tengo que entrar a ver cómo está cada dos horas –dijo ella, aparentemente segura de sí misma–. Para ver si sigue consciente.

–No estaré inconsciente, estaré dormido.

–Entonces lo despertaré para pedirle que me diga su nombre y qué día es y luego podrá volver a dormirse.

–No sé qué día es.

–Entonces dígame lo mal que le cae su inquilina –insistió Nikki–. O eso o llamo a su amigo el policía y le cuento lo que ha pasado.

Silencio.

–Eso es una tontería –dijo por fin.

–No lo es. Podría tener una conmoción cerebral…

–¡Mire, déjeme en paz! –exclamó él entonces y Nikki, sin darse cuenta, dio un paso atrás–. Perdone, no quería gritarle –se disculpó luego, pasándose una mano por el pelo.

Necesitaba un corte de pelo, pensó Nikki tontamente. Y luego, más tontamente, se preguntó qué aspecto tendría con un traje de chaqueta.

Como un tigre enjaulado, pensó. No, aquel hombre no podía ser constreñido.

Y eso era lo que ella estaba haciendo, constriñéndolo. Pero no pensaba rendirse. No pensaba irse a la cama y dejarlo así, de modo que lo miró a los ojos con expresión decidida.

–Cada dos horas o llamo a Raff.

–Muy bien, de acuerdo –Gabe levantó las manos en señal de rendición–. Como quiera. Me voy a la cama. Pero se lo advierto, si me despierta cada dos horas es posible que le diga lo que pienso de usted.

–Mientras esté vivo no me importa.

–Buenas noches –Gabe se dio la vuelta y Nikki vio que hacía una mueca de dolor.

De verdad le había hecho daño.

 

 

 

Mientras se duchaba, Nikki intentaba no pensar en su casero o en el perro.

Las cañerías hacían un ruido extraño otra vez. Pensó entonces que podrían hablar de cañerías oxidadas cada dos horas. No, mejor no. Le preguntaría su nombre, nada más.

Puso el despertador, pero no pudo dormir y, dos horas más tarde, se levantó de la cama para ir de puntillas a casa de Gabe.

Había olvidado preguntar dónde estaba su dormitorio y era una casa enorme. Pero había una nota en el suelo del pasillo con una flecha señalando hacia la izquierda: Por aquí, Florence Nightingale.

Nikki tuvo que sonreír, la primera sonrisa en toda la noche. Muy bien, había aceptado su ayuda.

Estaba tirado en la cama, con la manta por la cintura, boca abajo.

Con la espalda desnuda.

Debería usar la linterna para iluminar su cara, para despertarlo y comprobar si hablaba con coherencia. En lugar de eso, se tomó un momento para mirarlo.

«Madre mía».

Sus hombros eran dos veces los de Jon y no tenía una onza de grasa. Sólo puro músculo. El duro trabajo manual lo mantenía en forma…

Tenía una cicatriz en el hombro y, de repente, sintió el deseo de trazarla con los dedos…

–Estoy vivo –dijo él entonces–. Y soy Gabriel Carver. Váyase de una vez.

–¿Le duele la cabeza?

–Si cierro los ojos, no. Váyase.

Nikki se marchó.

Al menos estaba vivo.

Y al menos no había rozado la cicatriz. Aunque quería hacerlo.

«Qué tontería».

No durmió durante las siguientes dos horas, antes de volver a la habitación. Gabe seguía dormido, esta vez de espaldas. Y el hematoma en la frente tenía un aspecto horrible.

Algo dentro de ella se encogió. Aquel gigante de hombre…

¿Tal vez un poquito vulnerable?

Eran las dos de la mañana y Nikki miró el despertador sobre la mesilla, que estaba puesto a las cinco. Vaciló durante un segundo, pero luego tomó el despertador y se lo guardó en el bolsillo. Y el móvil. Ya que estaba, lo mejor sería hacer las cosas bien.

Luego rozó su cara con un dedo y él abrió los ojos. Parecía desconcertado, pero por fin dijo:

–Estoy bien. Me llamo Gabe Carver.

–Diga algo desagradable.

–Voy a quitarle el atizador.

–Muy bien –dijo Nikki, antes de dejarlo dormir.

 

 

A las cuatro volvió a entrar en su habitación y, de nuevo, recibió una repuesta. Estupendo. Una vez más y podría irse a dormir. Nada de seguir inspeccionando a caseros medios desnudos.

Aunque no sabía si alegrarse o no.

Alegrarse, se dijo a sí misma, sorprendida por la dirección de sus pensamientos.

Volvió a la cama intentando no pensar en su casero, pero no pudo conciliar el sueño.

A las cinco y media, sonó el móvil de Gabe y Nikki respondió.

–¿Gabe? Soy Hattie. ¿Dónde estás? –preguntó una voz femenina.

–Hola –respondió Nikki, después de aclararse la garganta–. Soy Nikki, la inquilina de Gabe.

–Ah, la chica de Sídney –dijo la mujer.

–Sí, la misma.

–¿Dónde está Gabe?

–Lo siento, pero Gabe tuvo un pequeño accidente anoche y no irá a trabajar esta mañana.

–¿Que no irá a trabajar? ¿Qué tipo de accidente?

–Se cayó y tiene un golpe en la frente.

No había necesidad de explicarle que el golpe había sido responsable de su caída.

–Gabe va a trabajar aunque esté medio muerto –dijo la mujer–. ¿Se encuentra muy mal?

–Está durmiendo. Le he quitado el móvil y el despertador para que descanse.

Al otro lado de la línea hubo un silencio.

–Cuando despierte dígale que Frank está enfermo, de modo que sólo podría haber ido yo con él en el barco. En el Mariette también falta un tripulante así que yo iré en el Mariette y el Lady Nell