Niñas en la casa vieja - Dazra Novak - E-Book

Niñas en la casa vieja E-Book

Dazra Novak

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Beschreibung

La sutileza, la recurrencia a referentes afectivos, pero también políticos y del arte y las letras, una conciencia del lenguaje que reconoce tanto el gesto culto como la jerga; el humor y la ironía dan cuerpo a este relato que ratifica la capacidad alusiva y cuestionadora de Dazra Novak. Sorprendente, llena de mujeres pertinaces, bellas, egoístas, ocurrentes, amorosas, arteras, libres, al borde de la desesperación o de la nostalgia, Niñas en la casa vieja es un libro tramado con pericia, consciente de su alevosía. ¿Novela lésbica? Insuficiente. ¿Novela feminista? Insuficiente. Se trata de una novela sobre la condición femenina; es en primera instancia un hermoso poema a la mujer y sus inabarcables perspectivas. En segunda instancia, lo sospecho, es muchísimo más.

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Título

Niñas en la casa vieja

Dazra Novak

© Dazra Novak, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2023

ISBN: 9789591026286

Tomado del libro impreso en 2019 - Edición y corrección: Rogelio Riverón / Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez / Diseño de Cubierta: Claudia Hernández Cabrera / Ilustración de cubierta: Lasgeishasde 5ta. Avenida, Rocío García / Emplane: Jacqueline Carbó Abreu

E-Book -Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: Aymara Riverán Cuervo / Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Reseña del autor y la obra

Dazra Novak (La Habana, 1978). Escritora cubana. Ha cultivado el cuento, la novela, el minicuento y la crónica. Entre sus libros destacan Cuerpo Reservado (Cuento, Editorial Letras Cubanas, 2008 – Premio Pinos Nuevos 2007), Cuerpo Público (Cuento, Ediciones Unión, 2008 – Premio David y Premio Especial Cabeza de zanahoria 2007), Making of (novela, Ediciones Unión, 2012 – Premio Uneac de novela Cirilo Villaverde 2011), Los despreciadas (Cuento, Ediciones Isla de Libros, Colombia, 2019) y Erótica (minicuentos, Cuadernos de Bongó Barcino, Barcelona, 2019).

La sutileza, la recurrencia a referentes afectivos, pero también políticos y del arte y las letras, una conciencia del lenguaje que reconoce tanto el gesto culto como la jerga; el humor y la ironía dan cuerpo a este relato que ratifica la capacidad alusiva y cuestionadora de Dazra Novak. Sorprendente, llena de mujeres pertinaces, bellas, egoístas, ocurrentes, amorosas, arteras, libres, al borde de la desesperación o de la nostalgia, Niñas en la casa vieja es un libro tramado con pericia, consciente de su alevosía. ¿Novela lésbica? Insuficiente. ¿Novela feminista? Insuficiente. Se trata de una novela sobre la condición femenina; es en primera instancia un hermoso poema a la mujer y sus inabarcables perspectivas. En segunda instancia, lo sospecho, es muchísimo más.

ROGELIO RIVERÓN

Table of Contents
Título
Reseña del autor y la obra
Exergo
Ana Manso
Rosita Aparicio
Lina Linet
Rosario Farrás
Zulema Restrejo
Vera Borrás
Camila Comas
La gitana
La tregua
Natasha
VEF-206
David
Dazra Novak

Exergo

–No vive ya nadie en la casa —me dices—; todos se han ido.

La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados.

Nadie ya queda, pues que todos han partido.

Y yo te digo: cuando alguien se va, alguien queda. El punto

por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está

solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre

ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las

viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no

de hombre. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban

de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa

vive únicamente de hombre, como la tumba. De aquí esa

irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba.

Solo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras

que la tumba se nutre de la muerte del hombre. Por eso la

primera está de pie, mientras que la segunda está tendida.

Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han

quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda,

sino ellos mismos. Y no es tampoco que ellos queden en la

casa, sino que continúan por la casa. Las funciones y los actos

se van de la casa en tren o en avión o a caballo,

a pie o arrastrándose. Lo que continúa en la casa es el órgano,

el agente en gerundio y en círculo. Los pasos se han ido, los

perdones, los crímenes. Lo que continúa en la casa es el pie,

los labios, los ojos, el corazón. Las negaciones

y las afirmaciones, el bien y el mal, se han dispersado.

Lo que continúa en la casa, es el sujeto del acto.

César Vallejo. Poemas humanos. 1923-1937.

Ana Manso

Un álbum de fotos bajo el brazo era todo su equipaje. Ana Manso aceptó el ofrecimiento, se aferró al brazo de aquel hombre como al último salvavidas del Titanic y subió sus quince primaveras. Sobre una rastra, detenida por unos minutos al borde de la carretera, fue donde ofreció su primera caricia oral a la entrepierna de un camionero. Quizá por eso su obsesión con los perfumes, porque el olor desabrido de la simiente del hombre quedaría impreso para siempre en su larguísima y fina nariz. Lamentablemente, para algunas y algunos, ese es el primer rostro de La Habana, ciudad tan diferente a su Pinar del Río natal que apenas era, contrario a lo asegurado por muchos, una confusión de extensísimas calles precariamente asfaltadas y malolientes que solo le brindaron por cobija el Palacio de las Ursulinas, con sus decenas de cuartos divididos hasta la mínima expresión. Fue en ese antiguo convento donde Ana Manso nació sin más remedio a esta vida de bares y mezquindades, sexo y deserciones, mujeres sin hombre, mientras contemplaba la manera lenta y obstinada con que el desagüe principal formaba más abajo, en lo que otrora había sido un hermoso patio interior, un verdadero pantano. A veces brillaba tanto aquel verde de quietud apestosa y densa cuando le daba un rayo de sol, que Ana Manso creía percibir una señal del más allá, un guiño del espíritu de su madre diciéndole No llores, mi niña, ya va a pasar. Quizá por eso los vecinos se detenían a mirarla mirando la mierda común del edificio y pensaban, está loca. Quizá por eso Ana Manso carga con esa dureza propia de los huérfanos, tan incapaces de pedir algo, pero si les tienes lástima, se lo llevan todo.

Todo.

Carita de niña perdida, esa fue el arma usada por Ana Manso para burlar a trabajadores sociales y presidentes del CDR, a policías, boliteros, bodegueros y, por esas cosas que un habanero pocas veces intentará para sobrevivir, anotó números de lotería, robó plátanos fruta de los altares religiosos y otras faenasturbias1 que ni el DTI, la CIA o la KGB, le harán confesar jamás. Cuando se escucha su nombre, —también me ocurrió a mí—, nunca se entiende en todo su alcance. Nadie imagina la gracia inofensiva de sus ojos amarillos tan susceptibles al tiempo, la cicatriz en la mano izquierda dejada por un perro rabioso, esa manía de intentar sacarle rulos a su pelo lacio con un dedo distraído. Cuando se escucha su nombre por primera vez, A–n–a M–a–n–s–o, no se entiende bien lo que esconde. Nadie imagina que alguien con ese nombre sea perfectamente capaz, al sentirse traicionada, de darle un puñetazo a un árbol —aunque se le rompa un hueso— y acto seguido ofrecer el abrazo más tierno, más largo y más necesitado del mundo.

Además de su obsesión por los perfumes se hizo adicta a los gimnasios. Primero, para hacerle frente a las libras de más que su irrefrenable gusto por el pan le hacía ganar. Segundo, para no dejarse avasallar por los hombres. Y es que Ana Manso tiene una piel tan blanca, una figura tan bonita que, también por su corpulencia, claro está, nunca pasa inadvertida. Todo el tiempo los hombres coquetean con ella como suelen coquetear con la mayoría de las mujeres la mayoría de los hombres de La Habana: desnudándola con los ojos, llamándola Oye, mami, chiflándole hasta verla doblar en la esquina. Detrás del camionero no tardarían en llegar el bodeguero, el panadero y hasta el policía jefe de sector. Este último tomando en cuenta el carnet de identidad de Ana Manso que todavía llevaba escrito Pinar del Río y eso la hacía más usable que deportable. Desechable, como cuando el resto de la familia no sabe qué hacer con ese huérfano que nadie pidió.

Hasta que la conocí la vida de Ana Manso había transcurrido como las de casi todos los emigrantes, apremiante y accidentada. La de ella sería, presa de las dobles necesidades, impúdica y heterosexual hasta, como ocurre tantas veces, un buen día. Ese día, al que también se le llama erróneamente el menos pensado, cayó en brazos de una mujer y comprendió dos cosas. Una: con las mujeres el olor es totalmente diferente; dos: entre su Pinar del Río natal y La Habana comenzaría a existir, a partir de entonces, una distancia más grande que la recorrida al principio. Por si esto fuera poco aquella misma mujer, única amante capaz de hacer algo por ella que valiera la pena, le legó las dos posesiones más preciadas: un perrito de ojos asustados llamado Tino que, si hubiera podido hablar, habría pedido permiso para ladrar, y una enorme, fastuosa, corpulenta —tan corpulenta como Ana Manso— motocicleta Harley Davidson.

Sin nadie que la repudiara, pues no tenía familia para convencer de su elección sexual, Ana Manso se lanzó a una de las más completas felicidades: la construcción del amor conyugal en aquel cuartico ubicado en una discreta zona del Vedado, no muy lejos del mar, que incluía esas obligaciones hogareñas, comunes a cualquier pareja heterosexual, y además el tira y afloja de quién lava, quién plancha, quién friega si yo cociné. Junto a esa mujer descubrió en la mano al órgano sexual más importante, el rol jugado en la cama con los hombres —léase baño público, banco de parque, escalera sin luz—, resultó ser no solo cuestionable, sino soberanamente inferior, y vivió lo que más extrañaría meses después: bailar con ella una canción romántica —un bolero, para ser más exactos—, sentir la proximidad de ese otro cuerpo buscando algo muy parecido, balanceándose al mismo ritmo, hablando el mismo idioma. Por desgracia aquella primera mujer de su vida, triunfante ante su sexualidad, pero derrotada por los penosos avatares cubanos, un buen día le dijo como tantos: No puedo más, amor mío, me voy pa´l yuma.

Ana Manso no insistió en convencerla de lo contrario. Entrenada para perder a los seres queridos más temprano que tarde, se limitó a encogerse de hombros y permanecer en silencio, como suele hacer con frecuencia obligándola a pensar a una que, bien está elaborando una larga respuesta o no ha entendido nada —generalmente, sucede lo segundo—. Sospechó que, tan inútil como llorar era anotarle en un papelito su dirección postal con el objetivo de no ser olvidada y, con ese gesto decidido que a su pesar todos confunden con indiferencia, la llevó hasta las mismísimas puertas del aeropuerto, la abrazó muy fuerte con sus brazos musculosos, y se marchó.

Desde hacía un buen tiempo había comenzado a hacer recorridos para algún que otro personal de servicio —a fin de ganarse unos pesos—, y se le había hecho costumbre, como a mí, desandar esta ciudad en las noches. Ambas coincidíamos en esta manera de salvarse del callejón sin salida adonde conducen nuestras quejas ciudadanas. La única diferencia entre nosotras era que yo lo hacía a pie mientras ella tenía de su lado las ventajas de esa velocidad, probada noche tras noche, que le permitía asomarse efímeramente a las vidas de los otros siempre que la ciudad no fuera castigada por otro sempiterno apagón. Cuando más le gustaba hacerlo era en invierno, en esas madrugadas en que la velocidad hace del viento un cuchillo afilado hiriendo el rostro y se pueden justificar fácilmente las lágrimas con el frío. De este modo la ciudad era, so pretexto de la velocidad, menos ajena, más alcanzable, menos repetida, más suya podría decirse. Gracias a ese trabajo de taxi nocturno llegó a visitar una noche el bar Gato Tuerto y escuchó, por primera vez, en vivo, a una mujer cantando, no con la voz, como cabría esperarse, sino con el hígado. En ese ritmo tan lento propio de las madrugadas aquel órgano vital procesaba desamores, más que tardanzas, ausencias, en una verdadera cirrosis sentimental e irreversible. Aquella cantante de boleros esculpida en ébano transpirado le regalaría, además, un encuentro del que después juraría no recordar nada. Al día siguiente no sabría decir si la otra tenía celulitis o si era ágil al moverse, si en verdad había logrado tener un orgasmo o varios o ninguno, porque aquella Guantanamera convertida de nuevo en mujer se diluía por completo en los mareos de su borrachera. Esa noche el Gato las vio salir dando tumbos y llegar, a toda velocidad por la larguísima avenida Línea —con el pretexto de taxi—, hasta aquella famosa y hoy triste casa-protagonista de la novela Jardín donde Ana Manso vivió alquilada en un espacio de tres metros por tres, haciendo pipi en un orinal, hasta que nos conocimos y se vino a vivir a esta casa.

Así como unos nacen con una estrella que no se apaga ni con la muerte, otros traen la mala suerte enganchada al pellejo con un imperdible, con el clarísimo y único objetivo de que duela más. Ese es el caso de Ana Manso. Convertida sin más, para todas las mujeres que amó a partir de la primera, en un pasaporte visado, un pasaje a la gloria, pero sin regreso. Todas se iban dejándole el corazón destruido, la mascota de turno —que sumaban ya, además del perrito, una cotorra, un gallo, un pececito, un conejo, una jicotea, una araña peluda— y al parecer se ponían de acuerdo para cerrar el capítulo con la frase más triste del ejército libertador: Eres tan buena que mereces alguien que de verdad te haga feliz. Para rematar, la primera vez que la gitana la vio en esta casa Ana Manso estaba cocinando sus famosos ajíes rellenos con atún y también a ella le leyó las manos y le largó, con ese tono de regaño que gustan usar algunos espiritistas:

—Aprovéchalo todo, tírate con la guagua andando que de todas formas, tú no vas a durar mucho.

Tras escuchar aquello ninguna de nosotras la perdía de vista. Nos turnamos durante un tiempo para acompañarla a todas partes hasta que, como suele suceder con las advertencias, aprendimos a vivir con la profecía.Y la lástima, la que negábamos porque en el fondo no debíamos sentir, se hizo más evidente y penosa. Yo, personalmente, en una ocasión le dejé regalos por toda la casa y una pequeña lista martillada a la puerta de su cuarto para que ella misma fuera descubriendo tesoros como: una botella de vino espumoso rosado —su color favorito—; una compilación de canciones donde cada cantante pronunciaba en algún punto de su respectivo tema la palabra amor —detalle que ella nunca notó, pero poco importa—; unas pesas para hacer ejercicios en casa; un perfume carísimo; y una cesta tejida llena de pan negro, pan integral, pan Viena, pan con ajonjolí, pan de molde, pan francés, pan de barra y hasta un pan de la bodega.2 Luego de ese día me concedió la oportunidad de hojear brevemente su álbum de fotos de sus quince años, único tesoro traído desde Pinar del Río, donde salía retratada con vestidos y cabellos largos, tacones, el primer maquillaje y un brillo en los ojos que nunca antes le había visto. Aquel día comprendí por qué de vez en cuando nos sorprendía a todas usando vestido o falda corta, zapatos altos y salía, como gritándole a todo el mundo no solo que era mujer, sino que también, en un pasado no muy lejano, había tenido quince años. La verdad, más allá de que ya no se le veían tan bien ni los manejaba con prestancia, era con verdadero pavor que la veíamos dar, llevando sus tacones demodé, torpes pasitos de geisha hasta la acera. Nos quedábamos sumamente preocupadas al ver difuminarse su silueta en la tenebrosa oscuridad de la calle 19 del Vedado, tan precariamente iluminada, y aguantábamos la respiración hasta su regreso que, con suerte, acontecería entrada la madrugada, y a pie —porque a nadie se le pasaba por la mente que pudiera manejar una Harley con tantos tragos arriba, un vestido tan corto y aquellos tacones tan altos.

Ana Manso era una mujer de naturaleza tan parca, de gestos tan recogidos, casi tímidos, que las pocas veces en que dejaba escapar su voz entrecortada se le quedaban las frases a medias, como si el necesario vínculo entre sus neuronas y su aparato vocal se rompiera apenas al segundo de crearse. Las inflexiones de su voz, por otro lado, me hacían pensar en el estado más puro, en esa inocencia humana común a todos en la niñez. Por eso comprendí, cuando me pidió: Ayúdame a hablar mejor, lo injusto de negarme. Y me entregué sinceramente, con una sensación que era casi una certeza de estar rescatando la última pureza disponible en el mundo, a nuestras tardes de té, lecturas, películas y música. Entre otras cosas aprendió que, aunque muchas de las más populares canciones dijeran... y que cambiastes el querer que siempre me perteneció o Quisiera volver al lugar aquel donde me besastes con placer, la segunda persona del singular, en presente, no lleva ese. Al llegar juntas a la última página de la novela Los pasos perdidos aseguró, con la mejor dicción de que era capaz —e intentando demostrar que algo había asimilado de mis explicaciones sobre las sílabas omitidas y vocales aspiradas:

—No digas más. ¿Tú sabes lo que es haber encontrado el camino de la felicidad y perderlo así como así? Esto es… ¡una mariconada de Carpentier!

Pero Ana Manso conservaría, a pesar de todos mis esfuerzos por introducirla en el mundo de las letras, las artes y el bien decir, su inclinación natural hacia esos videos que cuentan cómo alguien sobrevivió al ataque de un animal. Y apartaría la mayoría de las manifestaciones para dejarle el terreno limpio a una sola, la que le quitaba el sueño y le llenaba el alma: la música. Era una verdadera ironía que, habiendo nacido por demás en un país indiscutiblemente musical como el nuestro, cuyos habitantes somos capaces de arrancarle el ritmo hasta a una lata y un palo, a Ana Manso le era imposible reproducir, no ya la escala musical de siete notas; ni siquiera acertaba a imitar el golpeteo de la claves. Eso sí, podía sentirla, bailarla, gozarla, pero le estaba vedada su reproducción y eso bastaba para causarle un trauma similar al de los hijos adoptados que se cuestionan a cada tanto sus raíces. ¿Había nacido ella realmente en Pinar del Río?

Rubia como la más aria. Desafinada, pero muy sensible. Me limité entonces a complacerla, puesto que llegó a convertirse en la más fiel oyente de mis programas de radio, dedicándole sobre todo temas de Elena Burke y Omara Portuondo, evitando los de aquella cantante con quien había intimado, tan prendada de Ana Manso después de aquella noche, que la llamaba para cantarle por teléfono:

Tal vez, si te hubiera besado otra vez,

ahora fueran las cosas distintas.

Ella no respondía, pero tampoco colgaba el auricular. En su persona, además de ser realmente muy atractiva, se daba una magnífica mezcla de rudeza y sensibilidad. Alimentaba con verdadera devoción a sus mascotas, a todas nosotras y a cualquier vecino que lo necesitara. Fue capaz, incluso, de alimentar durante muchísimo tiempo a aquel viejo vagabundo que un buen día, el menos pensado, tocó a nuestra puerta.3 Hasta que el viejo no apareció más y ella vigilaba la puerta de entrada, se levantaba al menor ruidito hasta que, temiendo lo peor, fue capaz de hacer un discreto, pero sentido duelo. Con esa misma determinación, que nadie sabía de qué recóndito lugar de su ser provenía, nos defendía de los hombres que se nos encimaban con demasiada frecuencia.4 Todas coincidíamos en que esa mujer de tan pocas palabras nos hacía sentir seguras. Algo tan asombroso, sobre todo contrastante con el hecho comprobado de que el feeling era su banda sonora por excelencia. Un bolero era lo único que la hacía vulnerable al evocarle el recuerdo de su madre. Hermosa y suspicaz mujer que, sabiéndose cerca de la muerte, se había asegurado de que Ana Manso incorporara, repetidas todas las noches antes de dormir, tres máximas: Las mujeres no lloran, los hombres no sirven y La Habana es la única ciudad de este país con algo un poquito mejor para ofrecer.

Y, por lo menos en esto último, su madre tenía mucha razón. La Habana le había puesto en las manos no pocas oportunidades, aunque luego se las arrebatara sin más, sin avisar. Del mismo modo arbitrario en que cambian las leyes de un día para otro demostrando que, en el fondo, no es tan distinta nada. Muy por el contrario, puede ser una ciudad apacible e inhóspita, sentimental y agresiva, leal y pérfida en la misma medida. Como si La Habana fuera el más grande bolero que se haya escrito y que algunos cantan a viva voz —los que pueden—, otros tararean —los que luchan— y otros tristemente se enteran —los que sobreviven en todos los sentidos posibles—. A estos últimos pertenecía Ana Manso y a lo mejor por eso el día en que escuchó a Moraima Secada con su:

Perdóname, conciencia,

razón sé que tenías,

pero en aquel momento

todo fue sentimiento,

la razón no valía…

algo se le revolvió dentro y me dijo:

—Ay… si yo pudiera cantar como ella. Quién pudiera meter en una canción la vida entera.

Y me dejó sin palabras, sobre todo triste. Es cierto eso de que todas las personas que pasan por la vida de uno vienen a enseñarnos algo. Y de Ana Manso aprendí en ese breve instante, usando las frases de la gitana, que a veces el que menos palabras bonitas sabe es el que más entiende, el que más profundo se zambulle, es al que a veces y sin pretenderlo le cae en el plato el pollo del arroz con pollo. Era muy triste darse cuenta de que a Ana Manso, por lo menos en esta vida, le sería muy difícil expresarse a través de la música. Yo misma le había arrancado más de una vez el micrófono, cuando bebíamos un poco de más y nos daba por el karaoke, porque sus alaridos eran, más que descomunales, sonidos impropios de un ser humano. Quizá por eso, y también porque generalmente se bañaba sobria, nunca cantó en la ducha. Quizá por eso iba tanto al bar Gato Tuerto, porque es uno de los pocos lugares de La Habana donde todavía se canta así.

Rosita Aparicio

A Rosita Aparicio la desheredaron sus padres por salir corriendo, apenas con veinte años, detrás de una cantante. Nada de malo había en declararse rockera, pero lo de ser lesbiana no lo aceptarían tan fácilmente. Por esa manía de los padres de buscarle una explicación a estas y otras inclinaciones de los hijos su madre juró y perjuró, durante muchísimo tiempo, que cayó en esta mala vida por culpa de aquel peluquero envidioso, para colmo, maricón, que le jodió su hermoso pelo con una decoloración pasada del tiempo recomendado. Con cuatro pelos en la cabeza, ¿qué hombre se fijaría en ella? No obstante, por caprichos del destino, o quizás porque algunos homosexuales efectivamente lleven cierto parecido con los judíos en esto de volverse muy solventes, pocos años después Rosita Aparicio logró hacerse de bastante dinero guiando turistas por la ciudad y entonces fue ella quien puso tierra de por medio. Sin mucho alarde, al ser el tipo de persona que, cuando echa a andar, no mira para atrás por más que le duela.

Antes de venirse a vivir a esta casa residía en un enorme y hermoso edificio venido a menos, ubicado en los límites entre la parte más vieja y el centro de la ciudad. Un cuarto adquirido ilegalmente —cuando aquello la única vía para poder tener una propiedad en La Habana— que casi acabó pagando dos veces, gracias a las extorsiones hechas en varias ocasiones por inescrupulosos funcionarios de vivienda. Aquel gran edificio era una pequeña réplica de La Habana, la misma a la que Rosita Aparicio recriminaba la elegancia perdida. La mayoría de los apartamentos había sufrido desgloses, arbitrarias remodelaciones, muy pocos conservaban su estructura original. Era muy difícil, para alguien con un espíritu tan refinado como el suyo, pasar velozmente bajo los balcones vigilando no se fueran a descolgar sobre su privilegiada cabeza. Enfrentar la penumbra de la escalera al regresar de madrugada y encontrarse con todo tipo de personajes pernoctando en lo que, en tiempos muy lejanos ya, había sido un lujoso lobby. Una explosiva mezcla de olores hería su olfato delicado con frijoles negros, calamares, chícharos, carne de cerdo y picadillo de soya cayendo en un mismo plato. El viejo elevador se rompía en el momento más inoportuno. Los vendedores ambulantes entraban como perro por su casa a gritar sus mercancías. El toque de los tambores se extendía hasta la noche compitiendo con alguna discusión entre vecinos, o con las rancheras cantadas a cappella por el encargado cuando se emborrachaba con el dinero que le cobraba de más, pretextando algún pago extra del edificio.

En efecto, como si llevara impreso en su frente el monto millonario de su cuenta bancaria, Rosita Aparicio llegó a ser reconocida por nosotras como la persona más estafada del mundo. No solo acabó perdiendo el pequeño apartamento, sino que la mayoría de las veces debía pagar el doble, el triple de lo que nos costaba a nosotras cualquier tipo de mercancía. Por eso no la dejábamos poner un pie en el agromercado o en tienda alguna, ni conseguir nada en el mercado negro.5

Aun así, en cuestiones de suerte, ella era todo lo contrario a Ana Manso. Si por casualidad una estrella se desprendía del cielo iba a parar, la mereciera o no, se la hubiera ganado o no, a las manos de Rosita Aparicio. La estrella bajaba lento, asegurando así un aterrizaje seguro y sobre todo delicado en aquellas suaves, delicadas manos que delegaban en las nuestras esas innobles labores de cocina y fregado, lavado y limpieza. Allí donde Ana Manso no solo era capaz de repellar una pared, sino de levantarla, Rosita Aparicio ni siquiera acomodaba las flores en un búcaro. Todo en ella eran reglas a cumplirse al pie de la letra: leía religiosamente antes de cerrar los ojos cada noche; dormía con medias y en completa oscuridad; no podía ser despertada antes de las once de la mañana ni aunque se le hubiera preparado su desayuno favorito; no se le hacía esperar porque mejor se iba sola; sumamente celosa de su desnudez, de modo que no se puede entrar al baño aunque se haya vencido el tiempo estipulado; nadie se tire un pedo en su presencia; no se pronuncien malas palabras; no le metas la mano en el plato mientras come y, si ya terminó, ¡quítalo de encima de la mesa!

Además del dinero, su verdadera obsesión son los angelitos coleccionados durante años. Ángeles en llaveros, estampas, pequeñas estatuillas, monedas, aretes, pulseras y el más especial de todos, un pendiente de oro colgando de su fino cuello, regalo de una ex novia que encontró en el gesto de gastarse los ahorros de todo un año la única manera de ver reconocido su amor, aunque nunca correspondido.

Todas las mujeres que vivieron en esta casa llegaron —rara vez sucede de otra manera— atormentadas por las limitaciones y las renuncias. Resignadas a que la vida que habían soñado y hasta la que habían vivido hasta un punto, se hubiera esfumado como por arte de magia. Como si Dios se hubiera olvidado de inscribirlas en el gran registro civil de la existencia humana y por eso carecían de todos los derechos —civiles, familiares, conyugales, humanos—. Por eso sintieron por mí, en un principio, un profundo y sincero agradecimiento que condicionaba sus críticas, decisiones, comentarios o quejas. Salvo Rosita Aparicio, que llegó a esta casa como solamente ella es capaz de hacerlo y no sé cómo ni por qué, una terminaba aguantándose cuando le escuchaba decir cosas así:

—Lo único bueno que tiene es que está en el Vedado. Por lo demás, es una casa demasiado grande, demasiados muebles por reparar, demasiadas paredes por pintar y adornos para botar. ¿Por qué te cuesta tanto hablar del pasado? Milagro no la has vendido, con la falta que te hace. Total, qué más da, si es una casa vieja. No deberías permitirle a Ana Manso que tenga tantas mascotas. ¿Qué tanto misterio con ese cuarto cerrado con llave? ¡Ábrelo de una buena vez!

De todos modos lo nunca confesado, pero que se notaba a las claras, fue que volvió a sentir ese calor de familia que le habían arrancado de pronto y sin avisar. Más allá de nuestras diferencias, de que nos costara trabajo llegar a un consenso sobre qué cocinar hoy o qué color darle a las paredes, qué música, qué ropa, qué manera de vivir es la más acertada, teníamos una familia otra vez. Eso, una familia. Nos preocupábamos las unas por las otras. Si alguna demoraba en llegar salíamos a buscarla. Jamás asistimos solas a otro turno médico, guardia o regreso de algún viaje, ni lloramos solas otro mal de amor. Como si nos hubiéramos dado el sí en una de esas peroratas rezadas en las ceremonias de casamiento habíamos hecho un juramento tácito de acompañarnos en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, en los respectivos aniversarios y en los dramas televisivos de los domingos en Arte Siete, en los incómodos períodos de ovulación y, faltaba más, hasta en las más enconadas resacas. Y ello incluía, claro está, a Rosita Aparicio. De todas nosotras la más criticona, sí, pero llegado a un punto comprendí que tenía algo de razón. Una llega a acostumbrarse demasiado a la manera en que funcionan las cosas y hasta a la disposición de los objetos a nuestro alrededor —más aún si han estado ahí desde que una tiene uso de razón—. Es tanta la costumbre que somos incapaces de imaginar un mejor lugar para cada uno de ellos y por eso terminan fosilizados, ajenos al tiempo, como los secretos de familia. Solo a ella le permití reubicar muebles, cuadros y demás. De todas nosotras, y eso nadie lo dudó nunca aunque no se asumiera públicamente, era la que mejor gusto tenía. Le nacía de manera natural, orgánica, espontánea.6 Algo de lo que el resto claramente adolecíamos. Si Rosita Aparicio pintaba su cuarto de verde y morado, allá íbamos todas a hacer lo mismo. Además del espejo largo junto a la puerta para revisarnos la ropa antes de salir, desfilábamos por su cuarto buscando el visto bueno. Un regalo que fuera necesario comprar, una propuesta de trabajo a valorar, eran el tipo de cosas consultadas. Le prestaba tanta atención a los detalles, que una vez llegó a decirme:

—Hay que esforzarse para que la casa de uno tenga olor propio, diferente de las demás casas. Un olor que, más que recibirte cuando abres la puerta, te provoque los deseos de regresar. Un aroma que cuando estés muy lejos, extrañes; y cuando no estés más ahí porque hayas cambiado de casa (siempre para una mejor, claro), evoques, con cada brisa que traiga una fragancia parecida, todo lo vivido en ella. Ese olor también será reconocido por los amigos, que gracias a ello sentirán un mayor o menor grado de atracción hacia ti. Es una lástima que vivamos en un país tan accidentado, con tantos problemas, donde la mayoría de la gente acaba por olvidar la función, la importancia, la necesidad del olor.

Tras decirme aquello reconocí, consternada, que mi cuarto no tenía olor alguno. Aun cuando yo cuidara de la limpieza, de dejar las ventanas abiertas para ventilar el espacio lo suficiente, era en vano. Si algo exhalaba mi cuarto era higiene. El suyo, en cambio, siempre estaba perfumado. La pulcritud se sobrentendía. Gastaba verdaderas fortunas en incienso, velas aromáticas, carísimos sprays para rociar el interior de su armario. Bastaba pasar junto a su puerta entreabierta para desear quedarse a vivir allí. Lo mismo ocurría con sus ropas, sus objetos personales, todo lo que pasara por sus manos rezumaba su olor sutil, elegante, refinado, no un olor pesado e imponente como el de Ana Manso, luchando por derrotar cualquier otro aroma que se le enfrentara. A veces, al llegar a casa, yo sabía que ella acababa de salir por ese olor sublime que transpiraba el lobby: rastro delicado midiendo en años luz la distancia entre su realidad y la nuestra. Por más que me esforzara, los tragantes de mi casa disparaban hacia arriba gases acumulados durante años, humedades, ese vaho que impregna el tiempo sobre los objetos y adornos antiguos y que el plumero no alcanza a eliminar. Las mascotas de Ana Manso, tampoco contribuían a mejorar las cosas. Mi casa tenía un irremediable olor a usado, característico de las casas viejas que han visto llegar y partir demasiada gente: olor triste y pesado de la ausencia.7

Cuando Rosita Aparicio vio la cantidad y la calidad del perfume usado por Ana Manso, perdió la cabeza por ella. No solo fue capaz de levantarse muy temprano, sino de pagarle la cuota mensual en un gimnasio carísimo. Le pidió que fuera su entrenadora personal, a fin de bajar la pancita ganada con su actitud sedentaria ante la vida y tantas cervezas. Tras probar los ajíes rellenos con atún lavó los platos de las dos y, tomando por testigo incauto al asombro general, encaramó su metro sesenta en un par de tacones que, más allá de su gesto, no logró manejar dignamente.

—Qué lástima, tú… si no fuera tan machorra —fue todo cuanto dijo Ana Manso.

Y contradictoriamente esa frase me hizo reparar en algo que hasta ese momento no había visto. Rosita Aparicio era una mujer muy bella. Probablemente la más bella de esta casa con aquellas facciones finas, ojos grandes muy expresivos, labios carnosos y unas caderas anchas bajo una cintura estrecha cuyo andar demasiado firme anulaba por completo la delicadeza y el terreno ganado con dichos rasgos. Me abochornó, por otro lado, la fuerza de ese ojo común tan pendiente de tantas cosas —base, lápiz delineador, sombras, pestañas realzadas, pintalabios, pelo bien cuidado, maneras delicadas, uñas pintadas, aretes— para que la belleza de una mujer sea reconocida. Me asombró, además, el rechazo de Ana Manso hacia lo que, salvo pequeñas diferencias, ella también era.

Claro que, tras advertir el repudio de la otra Rosita Aparicio comenzó por criticarle el perfume demasiado fuerte, su demasiado poco vocabulario, en suma, demasiado primitiva para su gusto. De todos modos, el gimnasio tampoco era tan importante. Total, ella seguiría prefiriendo un ambiente más bohemio, una casa de esas donde la gente es muy culta y se hacen tertulias literarias o alguien famoso toca la guitarra, porque si algo le gusta realmente a Rosita Aparicio es que la saluden desde el escenario, que el artista haga una pausa y mencione su nombre por el altavoz.

Aunque no se permitiera largos recorridos a pie, Rosita Aparicio podía recitar de memoria las calles de La Habana. Llevaba años en ese negocio de los tours y se conocía el santo y seña de las paladares que, clandestinas al no existir cuando aquello permiso para negocios privados, igual vendían langostas, camarones y carne de res. Se esforzaba por llevar a los turistas solo a la parte reconstruida, a las zonas más vistosas, a los mejores bares y restaurantes. Según ella hacer dinero con la decadencia era como robarle a un niño su único pirulí saborizado. Mujer de códigos, pero a la vez fanfarrona, se jactaba de sus infinitas anécdotas donde, ante la insistencia del visitante por conocer zonas arruinadas, obligaba a sus clientes a pagarle generosamente a cada viejo que dejaba retratar su pobreza.

—Es que para colmo de males —declaró—, la gente ya no reconoce el valor real de su trabajo. Se han adaptado a la idea errónea de que levantarse temprano y salir a coger la guagua es una donación desinteresada de lo que, ni siquiera reparan en ello, es su más preciado tiempo de vida. Llegan a incorporarlo de tal manera que si intentas pagarle lo justo, niegan con la cabeza, ofendidos. Por suerte yo aprendí desde muy temprano que un favor se agradece, pero el trabajo, se paga.

Dicho esto con esa taquilalia que se mudaba a varios idiomas, Rosita Aparicio demostraba, más allá