No me apagues el sol - Camila Díaz Gaggero - E-Book

No me apagues el sol E-Book

Camila Díaz Gaggero

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«Llegué a la adolescencia hecha pedazos, tanto que ni siquiera pude reconocerme en esos restos. Era como esa pieza de un rompecabezas que intentás enganchar y seguís presionando hasta que se rompe.»   No me apagues el sol es el relato que Camila Díaz Gaggero hace de su infancia, de su adolescencia, hasta el inicio de su vida adulta. Es una historia en la que el maltrato tiñe muchas vivencias, como una sombra que se agiganta hasta ser una presencia constante. No me apagues el sol es también el grito, el pedido que hace la protagonista, el que hizo para sobrevivir, el que hace ahora para seguir. Y es también un posible punto de partida para reflexionar sobre los estereotipos que persisten en algunas instituciones escolares y sobre las desigualdades de género. En ese sentido, este libro es un mensaje de aliento para aquellas y aquellos que se sienten fuera de lugar o dejados de lado: que no les apaguen el sol.

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Camila Díaz Gaggero

NO ME APAGUES EL SOL

EN PRIMERA PERSONA

Díaz Gaggero, Camila

No me apagues el sol / Camila Díaz Gaggero. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-30-9

1. Infancia. 2. Bullying. 3. Educación Primaria. I. Título.

CDD 302.343

© 2023, Camila Díaz Gaggero

Primera edición, octubre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Malvina Chacón y Patricia Jitric

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Índice

CubiertaPortadaCréditosEpígrafePrólogoJardínEncerrada¿Vos también sentís ese ruido en el pecho?Me pesaba la mochila, pero ¿qué no me pesaba ese día?El microMargaritaOvejas blancasMúsica y magiaEntonces escribíTantos colores, pero ningún grisPrimariaSiempre fui yo, aunque haya querido ser otraRecreoAferrar: agarrarse con fuerza a algoLa llaveDesencajadaTe entiendo, pero ¿quién me entiende a mí?El llavero de ososLas nadasSecundariaUn equipoPolaridadesCara de albóndiga¿Un nuevo grupo de amigas?Nuestras rutinasLa amistadCumpleaños felizEl chico de los ojos clarosChatsOrientaciónHacia donde los lleve el vientoLos hombres, las fiestas y los besos¿Seremos?CuerpoSonrisas cómplicesLa pollera y mi sonrisa se volaron con el vientoLluviaLa primera vezEuropaFue más fácil ser obediente que amarloAbrir los ojosLos hombres como él solo pagan los tragos más amargosEl amor desesperado siempre es arrebatadorCortesNo me apagues el solNo es amor, es control«. No te fijes mucho en lo que digo, me encontrarás en cada cosa que he callado»Después del colegioEl amor y el respeto van de la manoMapasEnamorarse es caminar con miedoVacaciones de las vacacionesUn viaje hacia adelanteContrastesEpílogoAgradecimientosSobre este libroSobre la autoraTienda PAM

Si bien este libro usa el masculino como genérico, está destinado a una pluralidad de géneros. Y guarda el deseo de que todas, todes y todos les lectores encuentren algo de luz en estas palabras.

«El contraste te ayuda a elegir, resistencia es seguir eligiendo lo mismo.»

MÍA PINEDA

Prólogo

Toda primera vez es paralizante, duele como si no fuera a parar, pero después se aprende a vivir con eso. Es como si te pegaran una patada atrás de otra, cada vez con más frecuencia. Duele tanto que solo podés hacerte una bolita y esperar a que pase o que se haga tan insoportable que te deje inconsciente; así eran para mí los dolores de panza.

Mi panza es una especie de mapa que muestra una historia, con heridas y cicatrices. Justo al lado de la herida estaba mi abuela Margarita, esa mujer de cabellos dorados que me decía «sana, sana y si no sana hoy, sanará mañana». Me regalaba esa frase mágica mientras me acariciaba donde sentía dolor y era automático, sanaba cualquier malestar. Mi infancia y adolescencia fueron constantes momentos pendulares entre dolores y «sana, sana», hasta que no hubo palabras mágicas que alcanzaran a tapar lo que cada vez se hacía más grande. Ella es, de alguna manera, una cicatriz, una marca en el dedo anular, donde llevo su anillo, directo al corazón.

Cierro los ojos y puedo ver su casa pequeña, donde solíamos vivir con mi mamá, con las paredes sucias de humedad —con un poco más de esfuerzo puedo llegar a olerlas—, el patio, en el que entrábamos dos personas, y la rayuela dibujada en la vereda con los restos de una tiza.

Desde que tengo memoria, cuando me levantaba para ir al jardín, Margarita ya estaba sentada en la mesa con el mate listo, esperando que nos despertáramos; hasta el día de hoy no encuentro gesto de amor más grande. Esa marca emocional me permitió, durante la adolescencia, tener la capacidad de andar por todos lados haciendo «sana, sana» y dando pociones mágicas, a la espera de que, del otro lado, mínimamente, no me dejaran una herida.

Si amamos como nos han amado en la infancia, y esas formas de amar se trasladan en las relaciones posteriores, ella era mi principal referente. Era el tipo de amor que hubiera querido encontrar en cada relación, una manera de querer libre, pero acompañada, que me permitiera caer y levantarme.

Tuve amores que me vestían por la mañana cuando iba al jardín, que me preparaban el desayuno y me dejaban llenar la bañera de juguetes. ¿Qué hubiera pasado si todos los amores de mi vida se hubieran comportado de esa misma manera? ¿Importa? Es una pregunta que ya no va a poder encontrar respuesta, porque cuando tenía cinco años me cambiaron de colegio y, lejos de encontrar amores, encontré heridas. Los dolores de panza se agudizaron por esa época. Para algunos era cuestión de aguantarlo, pero yo no quería acostumbrarme a vivir con dolor.

A veces toca hacer cosas que no queremos, en mi caso fue acostumbrarme a vivir con el dolor. El recuerdo y la angustia caen como imágenes que pasan de un segundo a otro, sin respiro. Lo primero que aparece, tan punzante como sorpresivo, es el recuerdo del aula pulcra y los bancos escritos con birome BIC, que todavía me producen asfixia. A pesar de que la escuela se definía como una institución cuya educación estaba centrada en el individuo, entendido como un ser único e irrepetible, capaz de opciones libres y justas, creado a imagen y semejanza de Dios, nada de eso era así. En ese lugar dejarse maltratar era el equivalente de ser amado, y maltratar significaba amar. Al principio intenté rechazar el maltrato, denunciarlo y confrontarlo, pero con el tiempo fui dejando de lado esas reacciones porque no eran escuchadas. Dejé de hablar, de pedir, de insistir; (me) dejé.

Se entendía a cada persona como un ser único e irrepetible, pero todo era uniforme, incluso, permitían el castigo a quienes no se adecuaban a sus medidas. No reconocían otros lugares, personas ni conflictos. Opciones libres y justas, pero la libertad no tenía ningún tipo de parentesco con ese colegio, y la justicia… nada de lo que sucedió en ese lugar fue justo.

Sentí que no encajaba en ningún sitio, sentí miedo de ser diferente. Creí que había una medida única y homogénea. ¿Alguna vez te sentiste así? ¿Alguna vez te preguntaste si podrías sentirte correspondida? Con vos, con otros, con el mundo.

Yo tuve la sensación de no ser correspondida por nada y el no acomodarme a las medidas establecidas me condenó a la soledad. Una soledad que, en ocasiones, me dejó muy al margen. Todos en ese lugar utilizaban las mismas formas de vincularse, no eran las mías y tampoco las entendía. Ese no coincidir en sus medidas me hizo sentir desencajada, me llevó a replantearme entre elegir perder el sol que llevaba dentro, para encajar con la medida de amor que tenían estas personas, o conservarlo a costa de quedarme sola. ¿Vos qué hubieras elegido?

Me encantaría decirte que yo elegí conservar mi sol, pero no lo hice, cambié todo para poder pertenecer a un grupo de compañeros del colegio, aunque igual me quedé completamente sola. Esa sensación, lejos de achicarse, fue haciéndose cada vez más grande. Llegué a la adolescencia hecha pedazos, tanto que ni siquiera pude reconocerme en esos restos. Era como esa pieza de un rompecabezas que intentás enganchar y seguís presionando hasta que se rompe.

¿Perdí mi sol? Algo debo haber perdido, no fui la misma persona cuando salí de ahí. ¿Alguna vez lo tuve? No lo sé, al parecer no tenía nada más que tierra, estaba lejos de encontrar alguna luz. ¿Podía recuperarlo? ¿Era posible recuperarlo sin que quedaran marcas?

Me sentí obligada a sobrevivir dentro de ese molde único de personalidad que tenían, y lo hice durante años, pero después supe que donde hay sometimiento también hay posibilidad de resistencia y transformación.

Lo bueno de los días malos es que en algún momento terminan, pero lo malo es que hay que transitarlos.

JARDÍN

Encerrada

Apoyé mi frente sobre las rendijas de la puerta del baño y espié hacia afuera. Por las maderitas cayó mi flequillo hacia el otro lado y sentí una mano tironeando de él con tanta fuerza que me golpeó la cabeza contra la puerta. La mano era pesada, como de plomo. Eran ellas, me habían encontrado.

La noche anterior mi mamá me había ayudado a pintar unos dibujos que había hecho para reconciliarme con mis amigas. No quería ser más un problema, ni pelear, ni molestar. ¿Era un problema? No lo sé, en ese momento ni siquiera me lo preguntaba, asumía que sí. Entonces, nos pasamos el domingo coloreando unos corazones con el nombre de cada una de ellas, hasta que nos dolieron las manos. Los guardamos entre las dos, en un folio dentro de la mochila, así no se arrugaban y los dejamos ahí hasta el otro día.

Me costó dormir esa noche, era la primera vez que estaba tan ansiosa por ir al colegio. No podía esperar para verles las caras de felicidad, para estar cada recreo juntas y sentarnos en el mismo banco. A la mañana, temprano, salí antes de que me llamaran para irnos —aunque normalmente me levantaba después del tercer llamado—, agarré mi mochila y le grité a mi mamá que se apurara.

Llegué al colegio con los hoyuelos que se formaban en mis mejillas cuando estaba muy contenta. Me paré en la fila para izar la bandera, pero sin decirles nada, quería darles una sorpresa y preferí esperar hasta el primer recreo. Nos saludamos y cuando terminó la formación, fuimos al aula. Cada una sentada en su banco tuvo la clase con total normalidad, menos yo, que por cada palabra que decía la seño miraba la hora unas veinte veces.

Sonó el timbre al terminar la clase, eso significaba que empezaba el recreo y nuestra amistad.

Salimos corriendo los treinta alumnos, llevándonos los bancos por delante, como cada vez que terminaba una clase. Yo me apuré a seguirlas para darles los dibujos, pero ya estaban lejos. Cuando pude alcanzarlas, estaban por empezar un juego, me acerqué despacio y estiré la mano con el papel, sin decirles nada más. Se veían en cada hoja seis nenas de la mano, con un sol brillando arriba de sus cabezas. El sol de ese día pegaba justo en el centro del dibujo.

Me dieron una palmada suave en la espalda, sin mucha fuerza, y, además, me dejaron jugar con ellas por un rato, al menos los primeros minutos del recreo, y eso era más de lo que hubiera imaginado. Empezábamos a hacernos amigas.

Un rato después, cuando estábamos jugando a la mancha, me tocó atraparlas a mí. Estaba por agarrar a una, me encontraba cada vez más cerca, hasta que la pude tomar de su remera. Ella se enredó los pies, se cayó al piso y se golpeó la cara. Yo me quedé parada justo a su lado sin saber qué hacer, y el resto de las nenas se acercaron enseguida a preguntarle si estaba bien.

—Vos me tiraste —me acusó.

—Fue sin querer, te lo juro —contesté.

No me creyeron y escuché que alguien daba la orden de correrme hasta que pudieran atraparme, para llevarme con la maestra. No sabía que podía correr tan rápido.

Llegué hasta el baño, trabé la puerta y me quedé ahí encerrada. La sostuve con las dos manos apoyadas, tampoco sabía que tenía tanta fuerza. La que estaba encerrada era yo, pero no en el baño. Estaba atrapada en algún otro sitio cualquiera que nada tenía que ver con ese lugar.

Desde ese día, el baño se convirtió en un lugar para mí. Un lugar seguro, donde estar tranquila, donde llorar, donde poder desaparecer, donde esconderme.

La mano sobre mi flequillo no aflojaba y la voz del otro lado de la puerta juraba no soltarlo hasta que saliera del baño. Lloré despacito, en silencio, pero no salí, porque me daba miedo. Ya no importaban los dibujos, las amigas, las manos, los juegos, quería estar ahí por mucho tiempo.

Sonó el timbre del recreo y la mano de Ludmila empezó a ceder, pero esta historia no empezó, ni terminó ahí, sino que fue antes: a partir de mi primer día en ese jardín.

¿Vos también sentís ese ruido en el pecho?

Para poder ir al nuevo colegio tenía que comprarme un uniforme —un short o pantalón verde y una remera blanca—, todos íbamos a usar el mismo. Un uniforme, repetía para adentro. Algo que presenta la misma forma, todos íbamos a tener la misma forma. Uniforme: similar, parejo, homogéneo. Viene del latín y significa que algo es de forma única. Uniforme.

Era bastante chica cuando supe que iba a llevar por primera vez un uniforme, lo que no sabía era que también iba a ser uniforme. Lo supe porque mi mamá me mostraba fotos, en nuestra computadora blanca y aparatosa, de lo grande que era el colegio y de todas las cosas que tenía. Mi altura llegaba justo por encima sus rodillas y tenía la cabeza llena de rulos; miraba la vida desde esa altura. Mis ojos eran grandes y celestes, bordeados por pestañas arqueadas y totalmente negras, con una mirada que se iba llenando de miedo al ver esas imágenes. Tenía cinco años.

Tenía cinco años.

—Si te portás bien, las seños te dan caramelos —me decía.

Nada me importaba menos que recibir caramelos, quería mi jardín chiquito, con el tobogán en el centro y a mi abuela yéndome a buscar.

—Bueno, pero van a leer cuentitos, eso a vos te gusta —decía mientras seguía mostrándome fotos del colegio en una página en internet. Parecía tan grande, y yo me veía tan chiquita.

Si pudiera definir mi vida antes de empezar el cambio, diría, en una palabra, que estaba contenida. Vivía en la casa de mi abuela Margarita, donde me levantaba con música para ir al jardín. Mamá armaba un desayuno que comíamos juntas en una casa rodeada de santos, estampitas y vírgenes.

—Para que siempre te protejan —decía mi abuela.

Me llevaban hasta la sala roja en brazos, porque no me gustaba caminar. A la tarde me buscaban para perderme entre el aroma a merienda casera y una pila de cuentos. Me gustaba mucho disfrazarme, sobre todo con vestidos de princesa. Ahí andaba, caminando entre límites, pero también sostenida por varias manos. Me daban las herramientas para poder crecer con libertad.

Di vuelta la cara para mirar la guarda que dividía la pared de mi habitación, tenía unos dibujos de Tweety, un pájaro amarillo con las patas del mismo tamaño que su cuerpo. Mi mamá me pidió que volviera a mirar la computadora. Las imágenes me mostraban una entrada larga y, al final, una iglesia. En frente, una plaza con una estatua rodeada de árboles. Le preguntaba si las personas que se veían en las imágenes eran buenas, como el color blanco de las paredes. No me contestó, solo miraba las fotografías con mucha emoción, parecía ella la que se iba a cambiar de colegio. Eso me dio permiso para sentarme en mi cama, sobre el acolchado de osos, y jugar con mis muñecas. Quería quedarme ahí por mucho tiempo. De alguna manera intuía que lo que estaba por venir no era nada bueno.

El nuevo colegio tenía una cancha de fútbol, una de rugby y otra de hockey, que eran el doble de grande que el jardín anterior. También trabajaba mucha gente: empleadas de limpieza, preceptores, profesores, maestras, etcétera. Tanta gente me hacía ruido. Algo así como una cosquilla en el estómago que no se iba con las palabras suaves de mi mamá, esas que muchas veces habían logrado alejar los miedos más oscuros.

Me senté junto a ella en una silla de madera frente a la computadora durante muchos meses, hasta que una mañana me cambiaron el uniforme rojo, tan querido, a un azul oscuro. Todavía puedo sentir el temblor de mis manos, el beso en la mejilla de mi abuela, mientras la agarraba con las uñas de su remera.

Recuerdo la voz suave de mi mamá, con la que trataba de convencerme, pero en el pecho sentía un ruido por lo bajo. Sonaba muy despacio, aunque igual lo escuchaba. Cada vez se fue haciendo más fuerte, entonces le pregunté:

—¿Vos también sentís ese ruido en el pecho?

Año 2000, cinco años.

Me pesaba la mochila, pero ¿qué no me pesaba ese día?

Después de atravesar el enorme ventanal transparente y de dejar atrás a mi abuela y a mi mamá, me encontré con mis señoritas. Todas tenían el mismo color de pelo, los mismos ojos y hasta se les parecía la voz.

Afuera del colegio había una plaza con juegos, un cielo despejado de nubes y el parque lleno de árboles: había aire; en cambio, adentro se respiraba agobio: me esperaba un hall estirado, a lo largo y a lo ancho, con paredes limpias y pisos grises, sin colores vivos ni cálidos.

A lo largo del hall estaban las cinco salas del jardín, ordenadas por colores. Las personas de limpieza ni siquiera saludaban, parecían un decorado. Las de la cocina me miraban con ternura al pasar, pero no hablaban. ¡Cuánta gente! Demasiada.

En medio del patio había un mástil con una bandera ajustada al tamaño de los nenes del jardín. Pesaba, aunque era chiquita, pero quizás era porque me pesaba todo lo que me estaba pasando. Además, era blanca porque para ellos todo tenía ese único color, asociado a la pureza, y a mí eso me hacía sentir incómoda; también me gustaban otros colores y no creo que nada sea tan puro. Al momento de izar la bandera se elegían a tres niños para la bandera papal, otros tres para la vasca y tres más para la argentina, todos ordenados por una jerarquía —dentro de lo jerárquico que era elegir tan pocas niñeces en una sala de veinte—.

La mañana empezó con el saludo a las banderas y el rezo a Jesús en el hall, junto con los niños de las demás salas. Yo me ubiqué junto a los de uniforme azul. Tenía los rulos peinados, los ojos cansados y mucho miedo: no conocía a nadie. Quise agarrarle la mano a la seño, pero me dio vergüenza, mi mamá me había dicho que fuera valiente, que todos los demás lo eran.

Cantamos algunas canciones hasta que sonó un timbre que me hizo doler los oídos, el cual indicaba que debíamos entrar a la sala. En el interior, había un perchero para dejar las mochilas, al que llegaba solo en puntitas de pie. La mía tenía flores, un fondo rosa y una Barbie que me encantaba, la había elegido con mi abuela.

Después nos sentamos cada uno en una silla en forma de ronda, mientras la maestra agarraba un libro en el que tenía anotado nuestros nombres. Nos llamó uno por uno, para que empezáramos a conocernos, pero ellos ya se conocían, porque estaban juntos desde sala amarilla, la extraña era yo. Cuando dijo el mío, levanté la mano, sin hablar, y los chicos giraron sus cabezas hacia mí en ese mismo momento, me miraron un rato hasta que la seño continuó con el siguiente nombre de la lista. Mientras nombraba a una compañera que se llamaba Ludmila, entró la vicedirectora y me llevó a hacer un test.

—¿Venís conmigo a jugar un ratito a la dirección?

Antes de que pudiera responderle, ya tenía mi mano agarrada a la suya. Me llevaba casi obligadamente, hasta la dirección. Yo caminaba arrastrando los pies, rechinando sobre el piso la suela de mis zapatos. Mi mamá me retaba cuando hacía eso, pero ella no estaba ahí y la vicedirectora no me dijo nada.

Su oficina tenía muchas luces que me pegaban directo en la cara, tanto que, cuando salí al patio, el sol me hizo doler los ojos. Ella se quedó sentada de un lado del escritorio y yo del otro, la miraba. Tenía ojos claros, pelo rubio y nariz respingada. Parecía una de esas madres que tienen tiempo para las cirugías, el gimnasio, las uñas, el solárium, algo que se me presentaba como una gran ajenidad. Era joven y se la veía relajada. La sonrisa falsa y la voz liviana hicieron que me calmara un poco. Sin embargo, seguía sintiendo ruido, mucho ruido.

Me preguntó cómo me llamaba, cuántos años tenía, cuánto medía, qué personas integraban mi familia. Números. Me pedía que dibujara la casita, el árbol, la familia. Personas desconocidas preguntándome cosas que solo recordaba mi madre.

Después me hizo unas preguntas sobre números, sobre los nombres de los colores, sobre formas geométricas y sobre qué animales eran los que me mostraba en fotos. Nunca supe para qué me hizo esas preguntas, pero quizás haya sido para saber si podría adaptarme a ese lugar o si ese lugar se adaptaría a mí. La respuesta era no, no estaba preparada, pero me dejaría adaptar.

Para mi vuelta al aula, mis compañeros ya estaban jugando en el rincón que cada uno había elegido. Ese día, yo me fui con un grupo de nenas adonde estaba la cocinita, el lugar que nos tocaba a las niñas. Al final, cuando llegó la hora de irnos, nos formamos en fila para ir a la puerta.

Ojalá hubiera sabido que mi mochila quedaría tirada en el piso, ensuciándose, porque las nenas de la sala creían que no era tan linda como las suyas y que la Barbie no era de verdad. Lo primero que vi fueron las flores, y pensé: “Ojalá no sea mi mochila”, pero era. La levanté y la puse en el perchero hasta que llegara la hora de irnos. Lo que tenía adentro daba más pena: una servilleta azul y una taza con un dibujo gastado de tanto lavarla. Cuando una nena que estaba parada a mi lado abrió la suya, pude ver una taza, un cuaderno y una servilleta de Barbie. No podía dejar de mirarla, hasta que ella la cerró con fuerza, mientras me sacaba la lengua. Esa era Ludmila.

Cuando salí de la sala, todavía tenía la ilusión de que me esperara mi abuela con una golosina en la mano para ir a la plaza, pero ese día no hubo ni abuela, ni plaza, ni golosina, ni mano. Agarré del perchero mi mochila, la arrastré por el piso porque me pesaba. Pero… ¿qué no me pesaba ese día?

El micro

Cuando salí del jardín me encontré con una celadora que me llevó al micro que me dejaría en mi casa. Mi mamá solo me había dicho que ya no me iban a ir a buscar más, pero no sabía bien cómo era volverme en micro, con un chofer y una celadora. La mujer apareció en el patio del colegio sin presentarse, los chicos le decían «Cela». «Cela, vení», «Cela, traé», «Cela, hacé», «Cela, dame, que para eso te pagan».

Sus caderas se le salían por el costado de unos pantalones que parecían cortarle la circulación y era de baja estatura. Usaba un delantal de maestra jardinera lleno de migas. Tenía cara de cansada, me daba cuenta por las marcas debajo de sus ojos, su pelo era oscuro y tenía un lunar con tres pelos al costado de la boca.

Recorrimos las calles arboladas del colegio hasta llegar al estacionamiento, ahí nos juntaban a todos, desde los niños del jardín hasta los de secundaria. Primero salíamos los más chiquitos y esperábamos hasta que llegaran los más grandes. Éramos unos pocos aferrados a nuestras mochilas, en una fila, agarrados de una mano extraña.

En el camino busqué la mano de la cela y me la dio, pero yo quería otra: la de mi mamá. Sentí esa falta de piel conocida, no era lo mismo cualquier mano.

Cuando llegamos nos subimos al micro, después de que muchos se estamparan contra el piso en una corrida para llegar a sus asientos, los del fondo se ocuparon primero, porque eran los mejores, donde se sentaron los chicos más grandes. El resto de los asientos se ocuparon enseguida, así que me senté sola en la primera fila, al lado de la ventana.

El micro arrancó y pasó por donde estaba el señor con bigotes que subía y bajaba la barrera. Sacudí la mano de izquierda a derecha saludándolo por la ventanilla, pero él solo movió la cabeza para el otro lado, como diciendo que no estaba ahí para saludar, que su trabajo era subir y bajar la barrera. Estaba tan serio y rígido que se parecía a la estatua que estaba frente a la iglesia. Aunque también se parecía a un dibujo de una película que miraba con mi mamá, Valiente se llamaba, era sobre un pollito que caminaba con un escudo, un casco en la cabeza y sacaba el pecho hacia fuera, pero su cuerpo era de plumas.

Los olores, los ruidos, la tensión, el policía que nos miraba con indiferencia. Me detuve a mirar cómo bailaban los árboles con el viento, hasta que una galletita en mi cabeza me hizo volver al micro. Los del fondo estaban tirando comida. La cela les pidió que pararan, pero ni siquiera la escucharon. El chofer estaba un poco de adorno y quieto, como los faroles de la entrada. Solo una vez pidió silencio, aunque veía por el espejo a la cela esquivando galletitas.

«Gorda», se escuchaba desde el fondo, entre el piso enchastrado y algunos niños llorando. «Forra», gritaban otros. La cela —creo que se llamaba Alma— lloraba. Volvió a pedir tranquilidad, esa vez lo hizo con la voz cortada. Nadie la escuchó y creo que ni siquiera la vieron.