No siempre Pandora abre su ánfora - L. H. Martello - E-Book

No siempre Pandora abre su ánfora E-Book

L. H. Martello

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Beschreibung

Según el mimetismo aristotélico, el autor utiliza a Pandora y su entorno para imitar de manera clara la vida cotidiana de las bandas mafiosas. De este modo, se desvela cómo actúan y por qué el negocio criminal de la trata de mujeres con fines de prostitución se considera uno de los más lucrativos. Las peripecias que se suceden a raíz de la muerte de su marido llevan a Pandora al submundo, donde deberá sumergirse en la búsqueda del asesino. Todo ello conforma el telón de fondo de una denuncia verosímil, que incluye una anagnórisis insólita.

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No siempre Pandora abre su ánfora

L. H. Martello

ISBN: 978-84-19796-85-1

1ª edición, abril de 2023.

Imagen de portada: Eva Prima Pandora, de Jean Cousin (1490–1560)

Conversão para formato e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografí

Para Cintia

Agradecimiento

Por la compañía, y el norte, y la paciencia, y la complicidad, y las interminables e incansables horas dedicadas a Pandora.

Nunca será demasiado darle las gracias de corazón a Leonor Sánchez Martín, mi tutora y consejera de viaje en el arduo camino de la escritura. Si empezamos con orientaciones específicas y superficiales sobre el arte de contar historias, algunos meses después ya peleábamos por conceptos fundamentales respecto a lo profundo de la denuncia que va inserida en el presente trabajo:!¡Gracias por ello! Gracias por haberme tendido la mano y no habérmela soltado a lo largo y ancho de más de tres años de intenso trabajo en los cuales jamás me decepcionó. ¡Gracias Leo!

“...los hombres habían vivido hasta entonces libres de fatigas y

enfermedades, pero Pandora abrió un ánfora que contenía todos

los males de la humanidad, liberando todas las desgracias humanas.

El ánfora se cerró justo antes de que la esperanza fuera liberada.”

Hesíodo – Trabajos y Días

A todas las mujeres que luchan por Justicia

“Muchas cosas asombrosas existen,

y con todo, nada más asombroso que el Hombre”.

Antígona, de Sófocles

La última entrevista

—Ya está. Eso es todo, Anne. El horror. Ha sido duro, he tragado todas esas pérdidas, pero las he superado.

La entrevisté innumerables veces, en las que me contó aquellos acontecimientos, hasta que habíamos llegado al último encuentro. Mientras lo hacía no podía dejar de mirarla y admirarla. ¡Qué mujer!

¡Pandora! Mi mejor amiga, casi una hermana, ahora la veía bien, había vuelto a sus ojos la chispa de optimismo y fe en la vida.

Nosotras, como suele pasar a los hermanos, habíamos tomado distintos caminos, habíamos vivido experiencias muy diferentes; sin embargo, desde el día en que nos habíamos conocido –hacía ya más de treinta años– jamás habíamos estado sin algún tipo de contacto, aunque fuera un telefonazo para saludar.

La primera vez que nos separamos fue cuando tuvo que volver a su país antes de terminar el último curso, yo seguí aguantando las monjas del internado en Liverpool; después vine a España, me licencié en periodismo, y me casé.

Según salíamos de la adolescencia, nuestras vidas divergían como haces de luz al cruzar el prisma de la cruda realidad del mundo de los adultos, nos hacíamos adultas.

Cuando volvió de un viaje inexplicable hace dos años, me llamó desde el aeropuerto, quedamos; entonces no lo sabíamos, pero era la primera entrevista del presente proyecto.

Parecía mucho mayor que hoy, tenía más ojeras de lo que era normal en ella. Un ojo morado, la cara demacrada por algún tipo de paliza o tortura y un deseo irrefrenable de estar viva. Venía con el pelo muy mal cuidado, inusual en ella; y marcas de quemadura en un brazo.

En aquel entonces, yo ocupaba un acomodado cargo de articulista en un respetado periódico de España. “Nada mal para una inglesa”, me recordaba mi editor-jefe más a menudo de lo que soportaba mi legendaria y falsa flema inglesa.

Pandora me pidió que publicase un reportaje, algo muy amplio que pudiera divulgar todo el horror que había visto y vivido; me explicó los riesgos de convertirse en –lo que se dice en el argot de los suyos– una “arrepentida”, y acogerse a la protección de testigos, pero tampoco pensaba callarse.

Lo tenía muy complicado, reconozco, pero no quería defraudarla, así que al final de la tercera entrevista, más o menos me figuraba el volumen de material: imposible. Ni siquiera si planteásemos un cuaderno especial de domingo, una edición especial, o algo por el estilo.

De mi parte, coadunaban tres factores que me impelían a hacerlo: me atrapó la historia de Pandora, era real, era como decía ella, el horror. Una vez enterada me sentí en la obligación moral de contarla; hacía tiempo buscaba un tema que me importase de verdad como para afrontarlo y escribir sobre. Finalmente tenía unas ganas locas de un año sabático para dedicarme a algo mío, personal.

Le dije que era imposible. Ella se desplomó, claro. Yo le expliqué que una historia tan tremenda merecía un medio más detallista para ser contada, un libro.

—¡No, Anne! Una novela no, todo eso pasó realmente, no es ficción, y seguro sigue pasando, todos los días, ahora mismo. –Estaba suplicando. Y sí, Pandora tenía razón, todo aquello sigue pasando, ahora mismo –da igual el día o la hora que sea– en muchos lugares del mundo.

Estábamos allí, “en algún lugar de la costa española”, como me propuso ubicarla; en un pequeño bar de pescadores, a pocos metros de la única lonja del puerto. Sentíamos la brisa agradable y el olor cálido del trajinar de los hombres del mar.

En el bar, además de nosotras, el único cliente era un viejo patrón que podría ser el abuelo de todos los demás pescadores, incluso el abuelo de todos los habitantes del pueblo. Entre copa y copa, parecía contarle al del bar la aventura de su última pescaría; es decir, apenas se habían enterado de nuestra presencia.

—Ahora, si no te importa, te pido dos cositas más.

No eran condiciones. Pandora no es mujer de poner condiciones, menos si es para mí. Tal como lo pidió, sentí que era un deseo sincero, tiene una manera muy suya de pedir las cosas, nadie logra negarle nada.

—Que la primera imagen, no sé cómo, si el primer párrafo, no lo sé, eso es cosa tuya, tú eres la escritora; que la primera imagen sea de las cortinas. –Hizo su gesto peculiar: torcía la nariz y hacía un gesto de beso con los labios a la vez, como al lanzar un beso. Era una chulería que podía tener varios significados, pero era su chulería. En aquel caso concreto, era para terminar de convencerme.

Meneé la cabeza, accedí, la entendía. Aunque se decía curada, que lo había superado todo, reconoció a su pesar, que hasta entonces, alguna vez cuando se acostaba o algún día cuando se despertaba, recuperaba por algunos segundos la imagen de aquellas cortinas meciendo, por supuesto lo asociaba a todo lo demás.

—¿Y la segunda? –Pregunté abriéndole una exagerada sonrisa, no quería que se pusiera nostálgica o depresiva por lo de las cortinas. Al fin y al cabo estábamos celebrando el que yo había reunido todo el material para empezar a escribir.

—Transcríbelo todo, Anne. Cada placer, por pequeño que haya sido; el disfrutar de un abrazo, aunque hubiera culpa en él. También las desdichas; lágrimas como erupciones volcánicas. –Nos reímos juntas.

—A ver si al final lo escribirás tú. –Dije.

—No, tonta. Sabes lo que te quiero decir, todo lo que te he contado, el horror, las ganas, las ganas de matar, de que me matasen, alguna vez las tuve, son peores que las ganas de morir.

Pasados dos años y algo de aquella última entrevista, lo que viene a continuación, pretende explicar porque

“No siempre Pandora abre su ánfora.”

01.

Sorprendida por la muerte de su marido Pedro, Pandora se verá forzada a volver a los viejos tiempos. Acudirá a los funerales, envueltos en más sorpresas, reflexionará sobre quién ha podido perpetrar la venganza, y porqué en aquel momento.

Pensó que iba a morirse. Perder a su marido de aquella manera la haría confrontarse con gente de la peor calaña. A partir de aquel momento sabía que su vida ya no le pertenecía, se la tendría que ganar día a día, quizá minuto a minuto.

—Pandora, Pedro ha muerto.

La voz ronca y catarrosa de Tony sonó como una lija enojada al teléfono. La llamada la había despertado muy temprano, diminutas campanillas martillaron el interior de su cerebro. Cogió el auricular sin levantarse ni abrir los ojos, escuchó a su cuñado anunciar la noticia.

No supo cómo reaccionar, ni siquiera qué debería preguntar. Él se le ahorró tal molestia, le explicó que la esperaba en el tanatorio del pueblo. Estaba muy nervioso, mostraba un tono ofensivo, como si tratase de morder las malas palabras que escupía. Ella sabía que no había nada de personal en ello. O eso creía.

Volvió a tumbarse en la cama, irguió la cabeza. La brisa marina que entraba por los altos ventanales mecía las cortinas. Un escalofrío le estremeció, se sintió mareada.

Habían decidido huir de su país para evitar amenazas y riesgos de que pasara una desgracia como aquella; se sentía segura en su castillo transformado en búnker, en algún lugar de la costa española.

Se incorporó en la cama, se abrazó a Lilith, su gata blanca. Miró a su madre. Para estar allí, al lado de su cama, con un buen vaso de zumo de tomate en las manos, había madrugado. O más seguro, ni siquiera había pegado ojo en toda la noche. Presa de su acostumbrado insomnio, habría estado vagando por la casa. Una vez en la cocina le habría preparado el zumo y mientras lo llevaba para despertarla como una bonita sorpresa, había sonado el teléfono. Con toda certeza Tony no quiso contarlo a ella, si es que la saludó. He ahí la explicación para que Amelia se hallase en pie como un poste, con aquella expresión de quien no tiene idea de lo que ha pasado, aunque sabe que ha pasado algo muy fuerte. No, Amelia no era un poste en aquel momento, sino un gran interrogante.

Se levantó como un resorte. Tomó el vaso de zumo de las manos de su madre, se lo bebió a grandes sorbos. Lilith se acomodó en su almohada como si fuera suya.

—Pedro ha muerto, Amelia.

La madre miró el interior del vaso de zumo vacío:

—Te ha matado él a ti, hija, y no te enteras. Te mató cuando te echó de Madrid. Es que tienes buena memoria para unas cosas, luego para otras...

Recorrió toda la habitación a largas zancadas. Por el camino se quitó el pijama y lo tiró sobre el sofá que decoraba la entrada del baño. Lo hacía de propósito, cuanto más ropas y bolsos o zapatos incluso sobre aquel sofá más ocultaba la piel de marta cibelina de que estaba hecho. Nunca estuvo de acuerdo con ese tipo de extravagancia de Amelia. Tampoco terminaba de aceptar el lienzo de Prometeo Encadenado en la pared delante de su cama.

Al abrir la puerta del baño le deslumbró la luz del sol que entraba por las paredes acristaladas, desde allí se veía toda la extensión de una hermosa playa desierta.

Cogió de un pequeño armario papel cartón y cinta de empaquetar, empapeló la pared acristalada de detrás del sanitario.

—Algún día voy a romper todo lo que sea de cristal en esa casa. –Dijo.

—Están blindadas, ya te lo he dicho mil veces. Además tienen protección extra contra granadas. –Contestó Amelia luciendo una suave sonrisa.

Amelia se había apoyado en el marco de la puerta, se había cruzado de brazos. Pandora, sentada en el sanitario, la observaba, la siguió con la mirada mientras ella se metía en el interior del cuarto de baño. Su madre no la miró, se quitó las chanclas para pisar la alfombra persa que presidía la habitación.

—Te olvidas del tiempo que pasaste allí, en su casa de Madrid, le limpiabas las heridas, ¿eh? Le cambiabas los vendajes. ¡Qué buena eres!

Mientras hablaba, Amelia rascaba la alfombra con el dedo gordo, como si hubiera algo allí que quisiera quitar. A ratos miraba de reojo.

—Le bañabas, ¿uh? Le mimabas como siempre, sin cansancio. ¿Te has olvidado? ¿Te olvidas de que te echó como no se hace ni a un perro? ¡Vaya! Seguro que hasta le limpiabas el culo.

Se hizo un moño mal hecho mientras veía cómo Amelia quitaba el papel de la pared acristalada, lo arrugaba y lo tiraba a un rincón. Siguió a lo suyo con las prisas naturales de quién va a enterrar a su ser más querido, aunque sabía que la madre estaría allí, pisando sus talones con sus irritantes pasitos menudos.

—Por cierto, anoche cuando llegué, ¿con quién hablabas por teléfono? –Disparó Pandora.

—¿Quién te ha enseñado a escuchar detrás de las puertas?

—Amelia, escuché tu voz en tu habitación, Carmela dormía. Tú no hablas sola, que yo sepa.

—Te llamó Sorenbäumm. –Contestó Amelia. – ¿Y tú, con quién estabas? ¿Sabes a qué hora llegaste a casa?

La miró de arriba abajo, dio un par de vueltas alrededor de sí misma en busca de algo en la habitación, sin saber exactamente qué era lo que buscaba, se acercó al espejo de cuerpo entero en un rincón, de espaldas a Amelia, que también daba vueltas como si tratara de adivinar qué era lo que buscaba Pandora.

—Estuvimos hablando un buen rato, pero no he querido concretar nada. –Dijo Amelia.

—Ya no concretamos nada.

—Le dije que llamara en una hora razonable y volví a recordarle la diferencia de horario, dijo que hablaría con nosotras independiente de...

La observó a través del espejo, Amelia metió las manos en los bolsillos de su bata, se dio la vuelta, como si buscase algo en el techo:

—¡Amelia!

—Independiente de Pedro, ¡vaya! Le expliqué que tú eres la que maneja el cotarro ahora.

—Ya no hay nada que manejar, y se supone que anoche tú no sabías lo de Pedro, ¿o lo sabías?

—¡Oye! Por supuesto que no. Pero me da lo mismo, hija; aunque lo supiera, aunque el cabrón estuviera vivo. Ay no lo sé, le dije y punto. Además, podemos volver a hacer pequeñas cositas, si te parece.

Se volvió, brazos en jarra:

—¡Pues no! No me parece.

—Dijo que viene para hablar contigo, ya sabes cómo es Sorenbäumm.

Amelia también se puso brazos en jarra, y además meneó un par de veces las caderas. Pandora arqueó las cejas, la boca entreabierta, embobada adrede. Comprobó que su madre se daba cuenta, luego se acercó y la abrazó; apoyó la barbilla encima de la cabeza de Amelia. Todavía le parecía raro la diferencia de estatura entre ambas, disfrutó con el olor a mango de su champú. Le buscaba los ojos pero Amelia la evitaba. Fue un abrazo largo y silencioso. Después se alejaron, sin saber hacia dónde mirar.

—Deberías desayunar, hija. Estás anoréxica.

—¡Ajá! –Pandora se apretó sus michelines para enseñárselos. – Mira esto, como no vuelva al aikido, me voy a poner como una foca.

—Anda, que Carmela nos espera abajo. –Dijo Amelia y le dio una palmada en el culo.

Se acercó a la cama para besar a Lilith, que todavía estaba acurrucada en la almohada:

—Cuando vuelva hablamos, te necesitaré.

Lilith era más que una mascota, tenía alguna especie de conexión extrasensorial con ella, le consultaba como a un oráculo. Se encerraba en su habitación y cuando salía tenía la decisión tomada, para casos que requerían decisiones importantes. Carmela y Amelia no se enteraban del proceso, pero cuando se recluía en su habitación con la gata solía llegar a la solución de un problema. O de varios.

Mientras bajaba las escaleras de dos en dos, incluso de tres en tres escalones, Amelia no podía acompañarla, le avisó que iba a la piscina municipal para su clase de natación, y luego tardaría porque había quedado para tomar algo con el profesor.

Bajaron dos plantas, en el salón comedor, Carmela trajinaba entre los platos del desayuno, al mismo tiempo consultaba una y otra vez su ordenador portátil. La abrazó, la besó en lo alto de la cabeza, le pellizcó la mejilla. Gestos rutinarios que volvían a repetirse un día más, aunque empañados por la noticia de minutos antes.

—¿Cómo están los mercados? –Musitó.

Carmela se puso sus gafas con cadenillas, frunció el ceño para mirar a la pantalla de su portátil. Había preparado su desayuno preferido. Variados platos típicos de su país, acompañados de las noticias y de un resumen sobre los mercados financieros y bursátiles por todo el mundo.

—Los de Asia han cerrado planos. Por aquí, técnicamente, deberíamos abrir al alza. ¿Quieres que mire tu cartera hoy?

—No, ¡qué va! Era por saber.

—Siéntate, hija. Toma la sopa mientras está calentita.

—Carmela, han matado a Pedro. –Dijo Amelia.

Pandora tomó la sopa mientras estuvo a la espera de alguna reacción de Carmela, que le trajo una pieza de melón con jamón serrano y miel, y se sentó:

—Hija, ya está bien, a ver si dejas ya de sufrir tanto.

Terminó el melón. Con mirar a Carmela era suficiente para que la mujer se levantase y le trajera yogurt de ciruelas, cuajada natural y frutos secos: una mezcla de nueces, almendras, cacahuetes y pistacho. Se secó las manos en su delantal y cogió zumo de naranja para ella y para Amelia. Lo que solía ser una acalorada y rutinaria reunión en petit comité, se había convertido en un oscuro duelo.

—Tú sabes muy bien quiénes han sido, no te metas con esa gente, o si no... –Dijo Carmela.

—¿O si no?... –Amenazó Pandora.

—Entras en una guerra que no es nuestra y aguanta las consecuencias. –Contestó Amelia.

—Y te salta aquel tu carácter que no quiero ni pensarlo. –Añadió Carmela.

—Pues quizá. –Dijo Pandora.

Carmela volvió a levantarse, esta vez fue al horno, sacó una bandeja y la llevó a la mesa, y además, un bote de mermelada artesanal de higo.

—Uhmmm, mis galletas de nueces, eres un encanto. –Dijo Pandora.

Se le iluminó el rostro, a lo que Carmela contestó con una contenida sonrisa. Se arrugaba el delantal y volvía a estirarlo encima de la tripa.

—Las preparé esta mañana, antes que cerrara la bolsa de Tokio.

Amelia también cogió una galleta, parecía aburrida. Quiso ver algún informe financiero, pero Carmela protestó: que todavía no lo tenía listo, que el mes no había terminado aun, que habían operaciones en el mercado de opciones pendientes de realizar, otras en los mercados de commodities, etc. Explicó que tenían mucho dinero invertido en productos estructurados y que eso no era ninguna broma, según ella.

Después de la tercera galleta con mucha mermelada de higo, se levantó con decisión, seguida de Amelia y Carmela.

—¿Dónde vas? Espérate qué te hago unos huevos con panceta ahumada. Te quedarás con hambre, hija. –Dijo Carmela.

Amelia cogió unas gafas del bolsillo de su bata, se las puso a Pandora con autoridad. Eran unas gafas de pasta, cuadradas, de aspecto anticuado que exageraban las líneas angulares y cuadradas de su cara. Carmela tenía expresión de pena, los ojos tristones. Alisó el delantal sobre la tripa, se dispuso a recoger la mesa del desayuno, y preguntó sin volverse:

—¿Ha venido Tony, verdad?

—¿Cómo lo sabes? –Se sorprendió Pandora.

—Hija... ¿Quién si no? ¿Es que el malnacido tenía más familia que a Tony y a nosotras?

Mientras hablaba, Carmela cogió una pistola en el último cajón de abajo de uno de los armarios y la metió en un bolso que colgaba en un perchero. Se lo entregó a Pandora.

—No, Carmela, no pienso volver a usarla.

—Por si acaso, hija. A partir de ahora tu vida va a dar un vuelco, a ver si no te haces daño. ¿Sí o no?

Contempló la cara de niña traviesa de Carmela. Meneó la cabeza en negación, pero cogió el bolso con su pistola. Después se acercó a la nevera, Lilith ya se encontraba plácidamente acomodada allí arriba, en una postura de tótem de marfil, la lanzó uno de sus besos y le guiñó el ojo. En la puerta, antes de salir, se volvió, miró a las dos mujeres, iba a decir algo, pero prefirió callar. Se fue. Mientras subía las escaleras gritó a pleno pulmón:

—Descubriré qué fue lo que pasó aunque sea lo último que haga en la vida.

Cerró la puerta de un portazo.

* * *

En el paseo marítimo se quitó las puñeteras gafas, las volvió a mirar, las metió en el bolso. Era una mañana veraniega, clara, limpia, no había nubes, el mar estaba bastante tranquilo. Sintió la brisa fría en la cara, en el pelo. Empezó a caminar.

Había recorrido ya casi la mitad del paseo marítimo cuando vio el alcalde. Se acercaba desde el otro lado del paseo, de camino al ayuntamiento, supuso. Fingió no haberle visto, no tenía ganas de saludar, ni tenía nada que hablar con él. Pensó que si le saludara con simpatía él haría lo mismo y la dejaría en paz, preparó su mejor versión de chica maja, pero ya era demasiado tarde.

El hombre cruzó el paseo marítimo, se acercó, la miraba como si la estuviese desnudando, lo hacía con todas las mujeres, hasta con Carmela. Respiró hondo, buscó paciencia dónde no la había.

—¿Cómo lo lleváis, tres mujeres solas en un castillo como este?

Miró hacia el castillo, desde lejos se le veía imponente entre el cielo, el mar y el faro abandonado.

—Ya estamos acostumbradas, hace tiempo que vivimos...

—Es cierto, cuatro años y diez meses. –La interrumpió. –Es el pueblo más hospitalario de España, siempre lo he dicho. Oye, lo del suministro eléctrico el otro día, ¿al final quedó todo en orden, verdad?

—¡Uff! Eso fue, a ver, hace dos meses, no me acuerdo cómo terminó. ¿Por qué no te acercas y se lo pregunta a Amelia?

—Sabes lo que pasa, es una edificación muy grande, y aunque toda la instalación es nueva, estáis día y noche con el aire o la calefacción. Lo sé por Amelia, me lo contó un día de estos.

¿Qué habría hecho para merecer aquello? Miró al mar, al castillo, a lo que le quedaba de paseo marítimo que recorrer.

—Uy, ya te entiendo. ¿Es que Carmela se ha olvidado de pagar alguna factura?

—¡No, qué va, hija! ¡De eso nada! Está todo al día, era solo...

—Oye, me pillas con mucha prisa. Pásate por casa, Carmela ha hecho unas galletas de nueces que te mueres.

Volvió a sentirse escrutada de los pies a cabeza, volvió a sentir que la desnudaba. Pensó que él sabía lo que hacía, sabía que ella lo advertía, quizá era exactamente esto lo que a él le excitaba.

Anduvo. Miró hacia atrás y el alcalde todavía la miraba.

Se puso a caminar decidida, sabía que necesitaba caminar, sabía que no quería conducir. No. Necesitaba andar, abrir la cabeza hasta que todo pudiera hacer algún sentido, entenderlo todo.

Se preguntó por qué Tony no la llamó cuándo se enteró, o cuándo encontró el cuerpo, o cuándo lo preparaban, cuándo le hacían la autopsia. ¿Le habrían hecho autopsia?

Vaya una manera de dar la noticia la de Tony. Aunque pensándolo bien, era la manera más amable que él había encontrado para decirle que no soportaría estar sólo en un momento como aquel. También sufría el cabrón, también estaba destrozado, también necesitaba apoyo. O quizá solo disimulaba, con Tony una nunca estaba segura del todo.

Siguió caminando. Se preguntaba cuándo se había acabado el amor, el amor de toda su vida, el amor que había empezado en el cole cuando tenía cinco años y Pedro diez, el amor que se juraron entonces que sería para siempre.

El bolso le pesaba, le rebotaba en la cadera. Miraba al suelo, no se enteraba del movimiento de las calles, de las gentes, de los coches que pasaban de un lado a otro, algunos le pitaban cuando cruzaba una calle sin mirar. No se enteraba de la vertiginosa inercia del mundo, un mundo que se había detenido en aquel punto en el que colgó a Tony, un mundo que le daba la estúpida certeza de que jamás volvería a ponerse en marcha.

Odió pensar que en lo que llevaba de día, había perdido todas las ganas de estar en aquel mundo, miró la mañana despejada y volvió a pensar que su mundo se había vuelto más gris, más pegajoso sobre sus hombros.

Se detuvo, levantó la cabeza, entrecerró los ojos. El tanatorio. Lo veía, pero antes de verlo con su visión miope, lo había presentido.

Pensó en sus últimos días con Pedro, se acordó de cómo se las había arreglado en el primer día del resto de su vida sin él, cuando volvió a convivir con Amelia. Se dio cuenta de que aquel día lejano, en realidad era ese preciso instante, que el pasado había tardado demasiado tiempo para finalmente derrumbarse sobre su cabeza.

Justo cuando ya no volverían a tener problemas con la Justicia nunca más. Justo ahora Pedro decidía morirse. ¿Por qué siempre tenía que fallar algo? ¿Por qué lo más inestimable, lo más preciado, lo necesario?

Se quedó allí un rato, en pie en la acera. Miró el tanatorio. Protegió los ojos del sol, con una de las manos hizo de visera, la otra la apoyó en la cadera.

Vio a Tony antes que él la viera. Estaba hablando por el teléfono móvil, colgó pensativo. Dio una última calada al cigarrillo, lo dejó caer, giró el pie sobre él. Escupió hacia un lado, se limpió la boca con el dorso de la mano. Hizo crujir los nudillos de los pulgares, primero uno, luego el otro.

Se acercó sin mirarle. Se acercó demasiado. Adrede. Sus cuerpos casi se rozaron, pero no le abrazó, se mantuvo así un rato. Sintió que por alguna razón Tony no pudo o no supo apartarse. Le cogió por los brazos y le besó la mejilla, un único beso, en la mejilla. Tony olía a aquella colonia española que le había regalado en su último cumpleaños, se sintió a gusto con aquel aroma, un sentimiento de estar en casa. Él dijo una ocasión que aquel perfume olía a éxito, así que tuvo claro que era justo lo que él necesitaba.

Se apartó de él.

—Nena. –La miró a los ojos, casi tartamudeaba. – No he tenido nada que ver, es una putada, fue, ha sido...

Puso las yemas de sus dedos sobre los labios de Tony:

—Calla. Nadie ha dicho eso, ¿por qué lo...

—Yo qué sé, joder. Al final, siempre el hermano tonto es el culpable de todo, me cago en dios.

Al sujetarle por los brazos, se dio cuenta que Tony temblaba. Él se alejó:

—El muy-cabrón-hijo-de-la-gran-puta ha vuelto a joderla.

Le abrazó, él se quedó en vilo, como quien espera por la picadura de una serpiente. Sintió el tímido abrazo de su cuñado, sus brazos temblorosos e inseguros entrelazaron su cuerpo sin apenas ningún roce, despacio, suave. Algo en aquel abrazo le enseñó el miedo de Tony, quizá el cuidado excesivo en tocarla, o el inexplicable recelo de una reacción abrupta. En un primer momento él evitó que sus cuerpos se tocasen; luego se apartó, gesticulaba con vehemencia:

—Un único disparo, nena. En la nuca, ¡coño! Preciso, profesional. Sin huellas, joder. Sin señales de lucha, sabían lo que hacían, lo han hecho perfecto, de puta madre, ¿sabes? Sin resistencia de ningún tipo. ¿Tú has visto alguna vez mi hermano no reaccionar a algo? Vamos, ¿a lo que sea? ¡Cabronazos! Pero te digo una cosa, tú y yo sabemos quiénes han sido.

Escupió nervioso, se limpió la boca con el dorso de la mano. Se encendió un cigarrillo con una profunda calada.

—Ni siquiera estaba atado, ¡hijos de la gran puta! Eso sí. En bolas, le he encontrado en pelotas, nena.

—Enséñamelo, por Dios. ¿Dónde está, Tony? Llévame a verle. –Lo suplicó y miró hacia los velatorios.

—Pandora, nosotros no somos así, ¡carajo! Pedro no podía estar aquí como todo el mundo, a ver ¿¡Tú, qué te has creído!?

Se dejó llevar de la mano, Tony casi que la arrastraba hasta donde tenía su Corvette aparcado: un coche deportivo, amarillo chillón, viejo, destartalado. Esperó que diera una última calada, que tirara el cigarrillo. Entraron en el coche. Bolsas de compras, botellas de whisky barato vacías, colillas, calendarios con mujeres desnudas esparcidos por el suelo. El polvo en el salpicadero parecía haber cristalizado. Papel de chicles y de caramelos se mezclaban con cenizas en el cenicero.

No pudo resistir en darse la vuelta para mirar el estado del coche detrás. Tony logró esconder algo debajo del asiento, aun así alcanzó ver un condón usado.

Cuando arrancó parecía muy avergonzado, hizo crujir los nudillos de los pulgares, los dos a la vez.

—Cuando le encontré llevaba once horas. Once horas muerto y solo en su casa, al menos eso dijo el Dr. Wu. Si no hubiera ido yo a verle habrían pasado once días no once horas. La madre que le parió, fue lo primero que me ocurrió, fíjate que soy burro, lo sé, pero no sé qué me dio, que se me ocurrió llamar a un médico. Le pedí que lo preparara un poco, ya sabes, menos mal que era el Dr. Wu. Porque te conoce. Y bueno, ya me entiendes, le dije que tú no soportarías ver, pues eso, como quedó todo. ¡Coño! ¿Sabes lo que te quiero decir?

Se frotó la nariz. Abrió su ventanilla, escupió, se limpió la boca con el dorso de la mano, Pandora le miró con asco.

Tony seguía con detalles que no aportaban nada de bueno, ni siquiera consolaban, sabía que no lo hacía por mal, solo no se daba cuenta.

—¿Y porque no le llevaste al tanatorio? Podríamos incinerarlo allí, como era su deseo.

—Ya, ya, ya. Yo, es que he pensado lo mismo, fíjate. Di tantas vueltas, no podía dormir. Hasta pensé que me iba a dar esa mierda tuya, eso que tenéis tú y Amelia. –Se rascó la oreja.

—Insomnio. –Dijo Pandora.

—Pues eso, pero al final me he decidido. Sin riesgos de que nos pillen, sin papeleo en hospitales o en el tanatorio. ¡Ya está! –Hizo una mueca de chico listo, como si hubiera inventado la rueda.

—Cariño mío, ¿te olvidas que hemos cambiado de identidad todos, tú y Pedro incluidos? ¿Tan difícil es que te enteres?

Rehusó con una mueca de asco el chicle que él cogió en el cenicero y le ofreció. Luego volvió a explicarle todas las gestiones hechas por Amelia y Carmela: pasaportes, visados de residencia en España como ciudadanos comunitarios, además, volvió a recordarle la operación a la que se había sometido Pedro, entre otras cosas para cambiarle la fisionomía. Tony escuchó todo sin entrar en razón. Vamos, que no lo ha entendido. A cada punto que avanzaba, él solo repetía “bueno”, “vale”, “lo he pillado”.

Sonó su teléfono móvil:

—¡Dinamita, hombre! No digas nada, va a ser la hostia.

Se quedó incómodo, como si no quisiera ser escuchado. Un coche les adelantó, el conductor les hacía gestos de indignación, Tony no lo vio.

—Ya tengo todo preparado. ¿Qué? Ochocientos gramos, ya, ya, ya. ¡Cojonudo! Eso son palabras mayores, lo sé, lo sé.

Por un momento se fijó en él, tenía una barba de tres días o así, le empezaban a salir las primeras canas, el pelo recogido en una eterna coleta, no se quitaría aquella coleta ni para ducharse. Sus facciones eran angulosas, duras y cuadradas, era un tipo feo, su cara era fea, los pómulos y las mandíbulas salientes, la nuez brincando al ritmo de lo que decía –¿le haría daño aquella nuez tan grande y puntiaguda? La dentadura postiza –por lo tanto los dientes artificialmente perfectos, pequeños y simétricos– los huesos de la cara parecían estar expuestos, como si no tuviese piel. La nariz tan grande con el cartílago algo torcido le otorgaba mucha personalidad, quizá más de lo que tenía, pero también le hacía aún más feo y asustador. La barbilla como una pata de mesa, todo era demasiado anguloso, como una escultura en madera tallada.

Sí, tenía una cara de malo de dar miedo, quizá había empeorado después que se le cayeron los pelos de las cejas, se había quedado aún más pavoroso sin las cejas. Luego estaban aquellos hermosos ojos azules que la habían molestado desde siempre, era como si no le perteneciesen, como si hubiesen sido intercambiados con los ojos de Pedro, por ejemplo. Seguramente los ojos castaño miel de Pedro estarían más conformes en la cara despreciable de Tony.

Entonces trató de recuperar su odio por Tony, deseó odiarlo otra vez. Pero lo que les había pasado, ya había pasado; además, hacía ya demasiado tiempo. Pensándolo bien, no era más que un desgraciado, un solitario, lo había sido desde niño y seguiría siéndolo.

Empezaba a sospechar –o a lo mejor deseaba creerlo– que quizá Tony no era tan mala persona. No sabía porque en aquel momento, no había nada de nuevo en él, solo era un cabrón con pintas, el mismo de siempre, pero bien mirado, tenía corazón, no era como su hermano.

Seguía como si estuviese hablando del negocio del siglo, y pensar en todo lo que habían hecho antes. ¿Toneladas? ¡Seguro!

Vaya, y ahora el muy pringado trapicheaba con gramos, ochocientos gramos, dice. ¡Chorizo! Además por teléfono, que con toda certeza no era una línea segura. No podía soportarlo, hizo un esfuerzo por no oírle.

Se fijó en el trayecto, en las calles, en la gente que iba por las aceras, sobre todo mayores y niños, los abuelos se hacían cargo de sus nietos. Mientras los padres trabajaban, gente honesta, honrada: oficinistas, dependientes del comercio, funcionarios, albañiles, profesores, marineros, delineantes, azafatas, camareros, contables. Por un momento intentó imaginarse cómo sería si llevara una vida así, normal. Se levantaría todas las mañanas, prepararía el desayuno de Pedro, desayunarían juntos, hablarían de lo cotidiano, de lo que tenía que comprar en el supermercado, de alguna bombilla que había de cambiar, una tubería atascada. Luego se despedirían en la puerta, ella le entregaría su maletín, que él se olvidaría cada mañana, le enderezaría el nudo de la corbata, que estaría torcida cada mañana, le daría un beso.

Trataba de desconectarse de la conversación de Tony, no le importaba ya este tipo de negocio a que seguía dedicándose, habían decidido Amelia y ella –ella había decidido por sí misma y por Amelia– desde que habían venido a España, que ya no participarían de estos mercados.

Tony colgó, metió el teléfono en el cenicero intentando apartar un poco las cenizas que lo colmaban. Dio un frenazo encima de un paso de peatones por donde pasaban una abuela con dos de sus nietos.

—¡Tony!

Él ni se inmutó.

—Sí, ¿por dónde iba? Uh, joder nena, un disparo en la nuca, la bala tuvo que salir por algún lado, digo yo. Así que el Dr. Wu, bueno, ya me entiendes.

—Tony, déjalo ya, por favor.

Escupió otra vez, el aire que entraba por la ventanilla le devolvió el escupitajo en su propia cara, se la secó con el dorso de la mano. Le conocía lo suficiente para saber que sintió vergüenza, que esperaba no ser observado en un momento como aquel, así que disimuló, fingió no haber visto.

Se mantuvieron en silencio, él volvió a tener expresión culpable, se sintió molesta, no quería tenerlo como sospechoso.

Llegaron a un vertedero, estaría del lado opuesto a la playa, a las afueras del pueblo. Tony aparcó, apagó el motor, cuando hizo un gesto de salir, él la sujetó por el brazo.

—La vida es como el sexo, Pandora. –La miró como quien va a explicar algo básico a una niña. – Como un puto polvo que echas. Por más que te corras... –Hizo una pausa que parecía adrede, para enfatizar lo que diría a continuación, ella sabía que trataba de formular un razonamiento profundo, sabía que le costaba. – Los dos, el polvo más cojonudo que echas y la vida, tarde o temprano, siempre terminan. –Al concluir puso cara de listo.

Se compadeció de la filosofía barata de su cuñado, a sabiendas de que trataba de consolarla, a su manera por supuesto. No encontró nada bonito que decirle, salió del coche.

La podredumbre pesaba en el aire como un hedor líquido. Dolía respirar y sentir que aquella realidad putrefacta la envolvía, invadía sus narinas, le mareaba hasta las náuseas. Sintió un mareo más fuerte, justo cuando estaba a punto de caerse Tony la sujetó, la enlazó por la cintura.

Montañas de basura por todas partes, ratas enormes se paseaban por las bolsas negras de plástico, las abrían a mordiscos y se metían dentro en busca de sus banquetes.

Gatos y perros tristes, famélicos y enfermos caminaban sin rumbo, aquel hedor parecía haber penetrado para siempre en sus pequeños cerebros, parecía haber envenenado a todos como una pandemia, quitado su capacidad de los más mínimos instintos o reacciones, caminaban lado a lado, se lamían, se husmeaban, se tumbaban cansados unos sobre los otros, como si fuesen de la misma raza: la pestilencia.

Tony la sujetaba por la cintura, incluso momentos después, cuando ya no era necesario. Tuvo paciencia para aguantar la charla inagotable de él al volver a contarle que Pedro siempre decía que quería ser incinerado, lo cual era más que conocido por todos. No contestó al argumento de Tony de que había que tener la máxima precaución para no generar noticias sobre el asesinato. Ya estaba bastante harta de explicarle lo mismo infinidad de veces, inútilmente. Él, por su parte, sabía o debería saber que ella desearía ver a su marido por última vez y despedirle como Dios manda. No le perdonaría si así no fuera.

Él actuaba como si hubiera hecho todas aquellas gestiones solo para complacerla, era demasiado cuidado y atención, Tony no solía tener ese tipo de detalle, había que buscar alguna otra intención en sus rocambolescas explicaciones. Había pedido al Dr. Wu que le dejara "bueno de mirar", según sus propias palabras. Era cierto que había traído el cuerpo desde Madrid, mal acomodado en el asiento trasero del Corvette, con el riesgo de que le parasen en la carretera. Pero era lo mínimo que tenía que hacer después de todo lo que ella ya había hecho por él. A fin de cuentas, bien o mal y a su estilo, es decir a trompicones, había hecho lo debido: lo había preparado y dejado listo para la incineración.

No pudo explicarse –ni tuvo energía suficiente para preguntarle– porque en un vertedero, como si fuese su desquite para vengarse de todas las vilezas que el hermano le había propinado desde siempre, desde que eran niños. O quizá solo había sido un paralelismo inconsciente con su vida que era una basura.

Allí estaba Pedro, allí estaba su cuerpo, sus restos, los restos mortales, se dice. ¡Tremendo! Cuando uno se muere ya no es él, sino su cuerpo, no es lo mismo. Allí no estaba lo maravilloso que era su hombre, ni el hijo de puta que se esforzaba en parecer, ni siquiera el tipo encantador que a lo mejor solo ella había conocido. Allí solo había un cuerpo, unos restos.

A escasos metros de aquellos restos, un ave carroñera picoteaba otros restos. Con la alegría de un festín destrozaba lo que había quedado quizá de algún perro, o gato, o rata. Difícil diferenciar, en aquel infierno de basura y vísceras putrefactas todo estaba a las puertas de otro infierno más real.

Tony había hecho todo como imaginaba que le hubiera gustado a Pedro. Aunque le había tratado toda la vida como a un perrito amaestrado, el hermano mayor quería al pequeño, como se supone que deberían quererse los hermanos, como siempre había demostrado.

Pedro llevaba uno de sus mejores trajes, todo de negro como le gustaba vestirse para ocasiones especiales: camisa, corbata, todo negro. El nudo de la corbata bien hecho. Pudo visualizar cómo Tony hacía aquel nudo, cómo vestía a su hermano sin vida.

Le había tendido encima de un armazón metálico, como una camilla, más o menos de un metro de alto, se acercó y pudo comprobar el trabajo del Dr. Wu. De hecho, se podía apreciar minúsculos puntos quirúrgicos cerca de la nariz y de allí hacia la mejilla. Por supuesto, si hubo un disparo en la nuca, la bala tuvo que haber salido por allí.

También notó demasiado maquillaje, pensó que no tuvieron –el Dr. Wu y Tony– ninguna ayuda femenina. Estuvo bien que le maquillasen un poco para esconder los puntos, pero se notaba que estaba hecho por tíos. Les entendió, respetó la torpeza masculina en aquel asunto.

No podía parar de mirarle, aquella cara tan conocida, la operación le había cambiado la fisionomía, es cierto, sin embargo algo había permanecido. Quizá era por la estructura ósea, algo inexplicable e imposible de identificarse en un control policial por ejemplo. Quizá el rictus, inexistente ahora en aquella cara sin vida, pero deseó tanto volver a verle que lo logró.

Allí estaba su sonrisa a medias, su arquear una sola ceja cuándo se hacía el listo, la mirada de absoluta superioridad con aquellos sus ojos de hipopótamo insomne, sus muecas cuándo se hacía el indio, su manera de reírse con la mitad de la boca, sus miradas torpes de cuándo sabía que ignoraba algo y le resultaba dificilísimo preguntárselo, pero siempre terminaba por hacerlo. No, pura ilusión, ya nada estaba allí. Solo eran los restos.

Siempre había alimentado una esperanza de que un día Pedro volviese sin explicarle nada, le dijese que todo estaba arreglado, que era una tontería estar separados, que no había pasado nada, que la vida seguía igual y ya está.

Sin embargo, ahora que le veía allí, al fin y al cabo, muerto, sopesó lo que le había costado reconocer de manera racional, asimilar el hecho irreversible de que ya no podría volver, ya no volvería, jamás.

Como cuándo te despides a un amigo en el puerto, y ves el navío zarpar, sabes que tarde o temprano volverás a verlo. Esto era algo así, con la diferencia de que sabías que aquel navío no llegaría nunca a su destino, ni a ningún puerto. Tu ser querido desaparecería, se desvanecería, no había cómo volver a encontrarle, te quedarías con la visión del navío, y lo único concreto que lograrías sentir sería: "Nunca más". Algún día serías tú el que cogerías tú navío, que tampoco encontraría ningún puerto, ni ninguno de los navíos sin destino que despediste a lo largo de tu vida.

Solo cuando Tony sacó del bolsillo del pantalón dos monedas de oro y las puso sobre los ojos de Pedro, se dio cuenta que lloraba. Se le caían las lágrimas sin notarlas, los mocos se le caían por la nariz sin control. Se limpió y se secó como pudo, se incorporó para ver lo que hacía Tony, tuvo ganas de reírse.

—¿Tony, qué haces?

Él se volvió con un aire entre vergüenza por hacer el ridículo, e indignación por haber sido interrumpido.

—¡Para el barquero, cojones!

No pudo contenerse, entre risas terminó de limpiarse los mocos, se tapó la boca.

—Pero tú no crees en nada, y Pedro mucho menos. No te parece un poco...

Se levantó enfadado, cogió un bidón de gasolina de debajo de la camilla, se puso a rociarla en Pedro.

—Ya lo sé. ¡Me cago en dios! Pero es que siempre he tenido ganas de hacerlo, coño. Como en las películas, me hacía ilusión, joder. ¿No me entiendes?

Era casi una súplica, se frotó la base de la nariz, por un momento pensó que vería a su cuñado llorar por primera vez en la vida, pero no. Hablaba con la voz un poco floja, casi se le temblaba, como si las lágrimas se hubiesen quedado enroscadas en su nuez.

—No podía imaginar que lo haría con ese maldito cabrón.

Tiró el bidón a lo lejos. Se limpió la frente con el brazo, habría jurado que se estaba secando los ojos, cogió una caja de cerillas del bolsillo, sin mirar a Pedro prendió unas cuantas cerillas todas juntas, las tiró sobre el cuerpo de su hermano.

En cuanto Pedro empezó a arder empezaron los disparos, como si hubiesen esperado respetuosamente el término del ritual, una actitud muy cristiana, muy italiana quizá. Eran disparos muy intensos y venían desde muy cerca, pero no pudo precisar de dónde. Se agacharon detrás del armazón donde Pedro yacía entre las llamas. Echó una ojeada alrededor, a través del fuego, oteaba el terreno, el coche no estaba muy lejos, tenían que hacer algo, tenía que ser ella, y tenía que ser rápida.

—¡Las llaves del coche! –Gritó.

Tony estaba asustado, temblaba. Sabía que como condujera él estarían muertos. Casi tuvo que quitarle las llaves de sus manos temblorosas. Por una fracción de segundo imaginó que incluso lo agradecía.

—¡Cúbreme! –Susurró.

Echó a correr hacia el coche. Tony se quedó. No era la primera vez que lo hacían, era para lo único que se fiaba de él.

Se paró detrás de un contenedor, volvió a echar otra carrera, los disparos seguían, parecían acercarse, continuaba sin ver a nadie. Escuchó un par de disparos pasar muy cerca de su cabeza, como zumbidos de abejas furiosas, un enjambre de plomo incontrolable.

Por fin llegó al coche, se metió dentro, sabía que ahora era un blanco más fácil y como Tony tardara en llegar... En esta espera, que tardó segundos, se acordó de Amelia, cogió sus gafas del bolso, se las puso, Tony entró en el coche, arrancó con violencia.

No sabía muy bien dónde estaban, había estado demasiado despistada en el camino hasta llegar allí, pero enseguida se ubicó, enfiló calles harto conocidas.

Tony miró hacia atrás, comprobó lo lógico.

—¡Ahí vienen! –Dijo a voces.

En algunos puntos casi se subía a las aceras, cogió alguna callejuela en sentido prohibido porque sabía que a aquellas horas no habría tráfico. Después de marear a sus perseguidores por mucho rato, tomó la carretera que salía del pueblo. Sintió el corazón disparar, jadeaba, sin embargo se dio cuenta a su pesar que echaba de menos momentos como aquel. Se culpó por ello, pensó que qué clase de persona sería.

—Cuando vuelvan a dispararnos, tú les das también.

Utilizó su tono más suave, incluso se sintió un poco estúpida. No había terminado de decirlo y volvieron los zumbidos de las abejas de plomo, ahora más cerca. Tony abrió su ventanilla y empezó a pagarles con la misma moneda, mientras tanto llegaban a la carretera de la sierra.

Era una carretera muy estrecha que subía hacia unos acantilados. Iban cada vez más rápido, sin embargo el coche –echó un vistazo por el retrovisor, vio que era un Mercedes– estaba cada vez más cerca.

Estaba claro que les alcanzarían, quiso comprobar hasta dónde llegarían sus perseguidores. En los puntos más estrechos se ceñía más al borde de la carretera. Ellos también, parecían estar dispuestos a llegar lejos. Conocía aquella carretera como la palma de su mano, por allí solía pasear con Lilith y consultar su oráculo, sobre todo en invierno. Sentir el frío y el aire de la noche, mirar todo el pueblo desde arriba, el mar desde lo más alto que se podía llegar. A lo lejos, como un puntito en la línea del horizonte, su castillo. Allí se sentía libre, más cerca del cielo, menos sola.

—¡Hostia puta! Se me acabaron las balas.

El Mercedes empezó a chocarse contra la trasera del Corvette, miró otra vez por el retrovisor, pensó que había reconocido el que conducía, una fracción de segundo, no estaba segura, un guardaespaldas con quien se cruzó en la mansión de alguien importante, quizá.

—¡Coge mi bolso!

—La puta que la parió, abrir el bolso de una tía, ¡en un momento como ese! –Cogió una pistola en el bolso de Pandora, besó el arma:

—¡Tu Glock! Me había olvidado de ella. ¡Qué linda!

—Dispara Tony.

Tony volvió a disparar con su pistola Glock, una reliquia de los viejos tiempos, que estaba en su bolso por obra y gracia de su ángel Carmela.

—Sabe que te digo, párate. Les plantamos cara, yo llevo mi cuchilla encima, ya verás que les voy a rajar. ¡Que les rajo, joder!

Otro porrazo del Mercedes.

—Dispara Tony. –Le hablaba con tranquilidad, casi sonaba artificial. – Ahora viene la curva del molino, si pasan del segundo codo, nos paramos, así podrás meterles tu cuchilla todo lo que quieras.

Otro porrazo del Mercedes.

—¡Me cago en la puta de oros!

La curva del molino estaba formada por dos codos, dos curvas de noventa grados. A la velocidad que iban tenían que dar dos volantazos en sentidos opuestos para sobrepasarlas. Si no lo hacían bien, se iban al mar, o a las rocas del acantilado.

—Agárrate, cariño.

Puso un tono casi sensual, le miró de reojo, le vio agarrarse, el pánico se apoderó de él. Dio el primer volantazo, Tony se tomó un fuerte respiro, el Mercedes les acompañó. Tiró del freno de mano y dio el segundo volantazo. Tony hizo un ruido incomprensible, como un animal acorralado.

Salieron de la carretera hacia un recodo como un mirador, donde estaba el viejo molino abandonado, el Corvette se paró a un par de metros del acantilado y pudieron ver cómo el Mercedes era escupido a través del segundo codo, hacia el vacío.

Su cuñado parecía contento, aunque temblaba. Salió del coche, él la siguió. Se asomó al acantilado, enseguida él estaba a su lado. Se quedó un rato mirando el Mercedes en llamas, en las rocas, se acordó que hacía nada habían dejado a Pedro ardiendo en el vertedero.

—Cooooooooño, y eso que Pedro decía que tú estabas hecha una patata después que te echó.

—Pandora vuelve a abrir su ánfora. –Dijo Pandora de manera retórica. Tony lo escuchó, y sonrió su sonrisa cómplice.

Tony no podía dejar de mirar el Mercedes en llamas.

Sintió una fuerte presión en las sienes, miró a Tony de reojo, las masajeó con los dedos corazones, los mantuvo allí porque disminuía la presión. Empezó a sonarle un pitido dentro del cerebro, que además iba en aumento. Tenía la cabeza a punto de estallar, el pitido se paró de repente. Ya no podía escuchar nada, se le cortó todo el sonido, no oía el mar, ni el viento, nada. Se puso las manos en las caderas, volvió a mirar a Tony, que hablaba sin parar, aunque no le podía oír. Gesticulaba mucho, estaba muy nervioso, hablaba y hablaba pero hacia nadie, hacia ningún lugar; como solía hacer, como era su costumbre por desahogarse, o contar historias interminables e increíbles.

Miró hacia abajo, vio entre los amasijos y las llamas del Mercedes dos rostros enormes de los dos tipos, ondeaban entre las llamas con expresión de raro placer. Luego se echaron a reír, luego la risa dio paso a carcajadas, observaba los cambios y estaba aterrorizada. De pronto cambiaron sus expresiones a pánico, el pánico terrorífico de aquellos que cruzan las puertas del infierno. En aquel momento cruzaban las puertas del infierno.

Un fuerte e instantáneo relampagueo, como un flash de cámara fotográfica les hizo desaparecer entre las llamas del Mercedes, a mezclarse con el humo negro que todavía salía del coche.

Volvió a escuchar: el mar, la brisa, las gaviotas; incluso sintió el olor de la brisa marina. El mundo había vuelto a sus sentidos, a su cauce, se acordó que estaba con Tony. A su lado hablaba y hablaba, tuvo la sensación de que no había dejado de hablar durante todo el tiempo que le había durado el trance, o lo que fuera que le hubiera pasado.

—¿Has visto esto?

Tony dio un respingo, paró de hablar en la mitad de una palabra, la miró sorprendido, luego hizo una mueca como si se la preguntase si estaba loca, escupió y volvió a su cháchara.

—¡Putos matones de mierda! Pues claro, joder, cómo no iba a verlo, si casi nos matan, me cago en la...

Estaba claro que no, Tony no había visto a los espectros, o lo que fuera aquello, así que le dejó hablar solo todo que quisiera.

Caminó hacia el Corvette, sabía que Tony la miraba, miró hacia atrás y comprobó lo que su cuñado le había confesado más de una vez: se le caía la baba, hipnotizado por cómo se contoneaba. Le dijo que lo hacía siempre que tenía una oportunidad, incluso en presencia de Pedro, si estuviese despistado. En aquel momento la miraba fijamente el culo. Pensó que era un asqueroso no solo por malhablado, ni por pasar todo el día escupiendo, sino también por aquel tipo de mirada.

Ya dentro del Corvette, se quitó las gafas, ¡uff! Apoyó la cabeza en el reposacabezas, miró el techo y puso la mente en blanco, las piernas empezaron a temblarle con vigor, tuvo rabia, se culpó por sentirse débil, sujetó las piernas con fuerza, pero era incapaz de controlarlas.

Se preguntó quiénes serían. Los mismos que mataron a Pedro, claro. ¿Pero, por qué? Lo lógico de suponer es que Pedro habría seguido con los negocios. Tony habría seguido como su perrito amaestrado hasta el final. Habrían traicionado a alguien, como siempre. Se habrían asociado a españoles o seguirían con los socios de antes, para Pedro era indiferente. Si aquellos tipos eran calabreses les habrían descubierto, sabrían dónde se ubicaba su castillo: estarían todos en peligro.

Su cerebro ardía, estaba nerviosa y sentía rabia por mantener tanto autocontrol. Cualquiera tendría alguna reacción emocional, gritar como una loca, desmelenarse, pegarle unas buenas patadas al coche, a Tony, a lo primero que encontrase por delante. Ella sin embargo era incapaz, sentía que todo el veneno de aquellos sentimientos contenidos se quedaría en algún lugar mezclado con sus entrañas. Pudriría todos sus órganos como castigo a su impotencia en dar un puñetazo sobre la mesa de sus instintos, en aquel entonces demasiado educados.

Por más que hubiera decidido dejarlo todo, había llegado el momento de volver a tomar las riendas, con todo lo que ello conllevaba, o esconder la cabeza como un avestruz y esperar que viniesen a eliminarles. A Amelia, a Carmela, a ella misma, y a Tony, por supuesto.

En aquel preciso momento juró a sí misma encontrar el asesino de Pedro, y sin contemplaciones matarle con sus propias manos.

02.

Se confesará ante a Amelia y a Carmela sobre el atentado de Duisburgo, colonia calabresa en Alemania. Detalles de la acción que llevó a cabo con Pedro, por aquel entonces todavía vivo.

Cuando llegó al castillo aquel día el cielo se hacía azul oscuro, las primeras estrellas empezaban a centellear, el aire ya soplaba de la tierra hacia el mar. No veía la hora de que tan nefasto día terminase, se metería en la cama y rumiaría el insomnio.

Mientras bajaba las escaleras pudo escuchar la voz de Amelia, sonaba lejos como si estuviese con las manos sobre la boca, parecía el final de una conversación en la que, como siempre, no hacía más que criticarla.

—Oye, Carmela, el problema de Pandora es que nunca quiso tener nada, no tiene ambición la pobre, desde niña. ¿Te acuerdas? Siempre ha sido así, con los juguetes, se los dejaba a cualquiera, todo. Ni siquiera parece hija única.

—Ni siquiera parece hija tuya, quieres decir. –Contestó Carmela.

Cuando volvió del entierro –por llamarlo de alguna forma– Amelia y Carmela estaban en la cocina. Carmela al ordenador, navegaba en internet, las gafas con cadenilla en la punta de la nariz, aunque incluso con las gafas fruncía el ceño para aguzar la vista. Amelia estaba tumbada en el suelo, la cabeza metida bajo el fregadero, llevaba unos vaqueros medio rotos, remangados hasta las rodillas, descalza. Tenía una caja de herramientas de fontanería a su lado, algunas herramientas esparcidas por el suelo.

Lilith las observaba desde el alto de la nevera. Desde el alto de su postura de tótem de marfil presidía la escena, completaba el triunvirato del consejo de familia.

Ese fue el escenario que encontró cuando pasó a la cocina, miró a las tres con el aburrimiento que da la costumbre de ver cosas por el estilo.

—Amelia, ¿qué haces?

Amelia sacó la cabeza de debajo del fregadero:

—Invertir en mercados financieros, ¿qué pasa? –Y dirigiéndose a Carmela: – La renta de los hoteles de Cancún pásala a las Islas Caimán, y de allí a la bolsa de Frankfurt. –Dejó la llave grifa en el suelo, cogió la llave de lavabo y volvió a meterse debajo del fregadero.

Desde que habían llegado a España nunca tuvo total seguridad de que Amelia se hubiera jubilado. Carmela movía el dinero según sus instrucciones, aunque con lo que tenían podían vivir incluso sin inversiones, con el mismo nivel de los viejos tiempos, por muchos más años que tuvieran de vida. Comentaban los movimientos y transacciones en los negocios legales que aún mantenían, aunque a Pandora no le interesaba especialmente. Miraba los informes de Carmela por puro entretenimiento, aunque los memorizaba con suma facilidad, incluso sin poner ningún esfuerzo.

Carmela se levantó, se quitó las gafas que se quedaron colgando del cuello por la cadenilla, se acercó, la acarició la mejilla:

—¿Qué tal, hija? ¿Cómo ha ido todo?

—¡Qué pregunta más tonta! ¿Cómo iba a ir todo? –Dijo Amelia, desde debajo del fregadero. – Era un entierro, se entierra el muerto, ya está.

—Normal, Carmela. Le hemos incinerado como era su voluntad. Menos mal que no había nadie, normal.

Lilith se lamió el hocico, despacio.

—¡Amelia!

Pandora no solía gritar, sin embargo aquel grito le salió del alma. Estaba nerviosa por el día que había tenido, por la inesperada persecución, por los espectros de los matones o lo que hubiera sido aquello, porque necesitaba hablar con su madre y dio con ella jugando a la fontanera. Además tenía historias atragantadas, historias de hacía años y que clamaban por salir a la luz. También estaba nerviosa porque sabía que las iba a vomitar en aquel momento, o al menos una de ellas. Una de las que su madre debería enterarse, ahora que sus vidas corrían riesgo.

—¡Hija! –Contestó Amelia cínica, con el mismo tono de Pandora, enseguida cambió la inflexión de voz: – Y con la llave de lavabo aprieto el acoplamiento de esta manguera, y ya... –Emitió un quejido como el último esfuerzo para terminar su labor. –...y ya está. – Un momentín, hija, que termino de comprobar lo que he hecho y ya te escucho.

Pandora cogió una silla, se sentó dejando el respaldo por delante, brazos cruzados apoyados en él. Lilith se bajó de la nevera, se fue a acurrucar en el regazo de su dueña. Carmela volvió a sentarse, siguió con su labor.

Carmela era mucho más que una criada. Se hacía cargo de toda la labor de una criada, y además cuidaba de lo físico y lo anímico de Amelia y de Pandora. Formaba parte de la familia porque así lo había logrado. Conoció a Amelia en el día que ella dio la luz a Pandora, desde entonces no se separaron nunca. Estuvo presente, participó e influyó en la crianza y educación de Pandora. Más tarde, cuando los negocios iban viento en popa Amelia le propuso estudiar y le confió las llaves del cofre. Carmela se había convertido en la contable y cerebro financiero de todas las operaciones de la Familia. Hasta Pedro se rendía a su destreza financiera, por más que la humillase con su racismo empedernido.

Así que en aquel momento Carmela siguió con su labor, buscaba las mejores cotizaciones, el mejor momento para hacer las transferencias ordenadas por Amelia. Miraba la pantalla del ordenador, luego a su libreta abierta sobre la mesa, allí dónde apuntaba todas las contraseñas y números de cuentas de todos los paraísos fiscales en el mundo.

Pandora miró a los pies de Amelia:

—Amelia, ahora que Pedro ha... –Tragó saliva, inspiró hondo. –...ahora que Pedro ya no está, creo que deberías saber algo.

Amelia salió de debajo del fregadero, se sentó en el suelo, miró a la hija con atención. Carmela interrogaba a Pandora con un gesto de sorpresa tan evidente que Amelia habría tenido que estar ciega para no verlo.

—Bueno, ¿y a esa, qué le pasa? –Señaló a Carmela con la barbilla.

—Carmela ya sabe lo que te voy a contar.

—¡Ah! ¿O sea, que lo has contado primero a Carmela, antes que a mí?

—¡Uff! Ahora ya no importa. –Se mordió el labio inferior. – Se lo conté mucho tiempo después de lo ocurrido, en uno de mis insomnios, creo.

Amelia se puso a jugar con una llave inglesa, la pasaba de una mano a otra con habilidad.

—Sabes hija, esta muerte tan estúpida de mi querido yerno, me ha hecho reflexionar todo el día.

—¿Y?