Noche de amor prohibido - Christine Rimmer - E-Book
SONDERANGEBOT

Noche de amor prohibido E-Book

Christine Rimmer

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Conseguiría el príncipe a su Cenicienta antes de que sonaran las campanadas de medianoche? La noche de magia prohibida que convirtió a Lani Vasquez y al príncipe Maximilian Bravo-Calabretti en amantes nunca debió haber tenido lugar. Al fin y al cabo, Lani sabía bien que una aventura entre una niñera y el heredero del trono solo podía acabar con un corazón roto: el suyo. Por eso tenía que ponerle fin antes de perderse por completo. La increíble Nochevieja que había pasado con Lani había hecho que el mundo de Max temblara bajo sus pies, aunque, de repente, la belleza texana quería que fueran solo amigos. Viudo y padre, había jurado que no volvería a casarse, pero Lani había conquistado a sus hijos y despertado su corazón dormido.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 227

Veröffentlichungsjahr: 2014

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Christine Rimmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Noche de amor prohibido, n.º 2 0 2 3 - agosto 2014

Título original: The Prince’s Cinderella Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4609-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Maximilian Braco-Calabretti, heredero del trono de Montedoro, salió de detrás de un grupo de palmeras y cortó el paso a la mujer que apenas le había hablado desde el día de Año Nuevo.

Lani Vasquez soltó un gritito de sorpresa y retrocedió. Casi dejó caer el libro que llevaba.

—Alteza —lo miró airada—. Me ha asustado.

El sendero que bordeaba el acantilado estaba desierto. Pero en cualquier momento podía aparecer un jardinero o un huésped de palacio para dar un paseo. Max quería hablar en privado, así que agarró su mano. Ella gritó de nuevo.

—Ven —ordenó, tirando de ella—. Por aquí.

—No, Max. En serio —afirmó los pies y lo miró desafiante. Aun así, él se negó a soltar su suave y pequeña mano. Estaba sonrojada y tenía el pelo negro, alborotado por la brisa. Deseó abrazarla y besarla. Pero antes quería que ella le hablara.

—Me has estado evitando.

—Sí, es verdad —sus labios temblaron de forma tentadora—. Suéltame la mano.

—Tenemos que hablar.

—No.

—Sí.

—Fue un error —insistió ella con un susurro.

—No digas eso.

—Es la verdad. Fue un error y no tiene sentido recordarlo. No quiero hablar de ello.

—Ven conmigo, es lo único que te pido.

—Me esperan en la casa —trabajaba como niñera para Rule, hermano de Max, y su esposa. Tenían una casa de campo en el distrito de Fontebleu, cerca de allí—. Tengo que irme.

—No tardaremos —volvió a andar.

Ella gimió y, por un momento, él temió que se negara a moverse, pero lo siguió. Él fue hacia la rocosa ladera de la colina y tomó un nuevo sendero que subía, cruzando un olivar, hasta una zona plana que conducía a un jardín formal.

Rodeados por altos setos, caminaron sobre la hierba hacia una rosaleda. Era el mes de febrero y solo se veían yemas en los espinosos tallos. Más allá de los rosales, Max tomó un camino curvo de piedra que discurría bajo una serie de pérgolas. Ella lo siguió en silencio, arrastrando un poco los pies para demostrarle su disconformidad.

Llegaron a una verja que había en un muro de piedra. Él la abrió y la sujetó para que ella cruzara.

Al final de otra pradera, entre dos árboles, estaba la casita de piedra. La condujo hasta el enramado de viñas que daba sombra a la tosca puerta de madera. Abrió, soltó su mano y le cedió el paso. Ella, con una mirada suspicaz, entró.

Dos ventanas dejaban entrar suficiente luz para moverse. Los muebles estaban cubiertos con sábanas. Él las apartó y las dejó caer sobre el suelo de madera, revelando una mesa y cuatro sillas, un sofá, un par de mesitas auxiliares y dos sillones con tapicería de flores. La rudimentaria cocina ocupaba una pared. Una escalera conducía al dormitorio de arriba.

—Siéntate —ofreció él.

Ella apretó los labios, negó con la cabeza y se quedó junto a la puerta, sujetando el libro con las dos manos.

—¿Qué es esto?

—Una casita para el jardinero. Nadie la utiliza ahora. Siéntate.

—¿Qué está haciendo, Alte…?

—Lo del tratamiento ya no tiene sentido.

Ella lo miró en silencio, con ojos oscuros y enormes en el suave óvalo de su rostro. Él deseó acercarse, abrazarla y calmar su ansiedad. Pero todo en ella advertía: «No me toques».

—Max. En serio —suspiró y dejó caer los hombros—. ¿Por qué no lo admites? Ambos sabemos que fue un error.

—Falso —se acercó un paso más. Ella se tensó, pero no retrocedió—. Fue precioso. Perfecto. También para ti, o al menos eso dijiste.

—Oh, Max. ¿por qué no consigo que me entiendas? —fue hacia una de las ventanas.

Él observó su espalda, y el cabello negro como el azabache que se rizaba sobre sus hombros. Y recordó. Había sido en Nochevieja. En el Baile Real de Año Nuevo.

Le había pedido que bailara con él y, tras tenerla en sus brazos, deseó no parar nunca. Así que, cuando acabó la pieza, la retuvo hasta que empezó la siguiente. Bailaron cinco veces, y él habría seguido toda la noche. Pero la gente empezaba a mirarlos y eso a ella no le gustaba.

—Creo que es hora de retirarme —dijo Lani, solemne, en cuanto acabó el quinto baile.

Él la observó abandonar la pista y la siguió. Habían compartido el primer beso en las sombras del largo pasillo que había tras el salón, bajo los frescos de mártires y ángeles. Ella se había apartado bruscamente, con fuego en los ojos.

Así que había vuelto a besarla. Y una vez más.

Por algún extraño milagro, los besos la habían rendido. Lani lo había llevado a su dormitorio, en el apartamento de palacio de su hermano Rule. Cuando la dejó, horas después, sonriente y tierna, lo había despedido con un beso.

Desde entonces, durante cinco interminables semanas, apenas le había hablado.

—Lani, mírame…

Ella se volvió. Su boca y sus ojos se habían suavizado, como si también hubiera estado recordando esa noche. Por un instante, tuvo la esperanza de que se derritiera en sus brazos.

—Fue un error —insistió ella, tensa—. Esto es imposible. Tengo que irme —fue hacia la puerta.

—Cobarde —la acusó él.

La palabra pareció golpearla como un mazo. Soltó el pomo de la puerta, dejó el libro en la mesa de la entrada y se volvió.

—Por favor. Fue una de esas cosas que ocurren cuando no deberían hacerlo. Nos dejamos llevar…

—Yo no me arrepiento. De nada —se alegraba de que hubiera ocurrido, y en Nochevieja. Le había parecido una forma ideal de iniciar el Año Nuevo. De repente, pensó en algo peligroso. Si habían creado un bebé, necesitaba saberlo—. Pero tendríamos que haber sido más cuidadosos. Tienes razón. ¿Por eso me evitas? ¿Estás…?

—No —lo interrumpió—. Tuvimos suerte. No tienes por qué preocuparte de eso.

—Te echo de menos —dijo él—. Echo de menos nuestras discusiones, nuestras charlas en la biblioteca. Lani, tenemos mucho en común. Hemos sido buenos amigos.

—Oh, por favor —rezongó ella. Pero el dolor era obvio en sus ojos y en la tensión de sus labios—. Tú y yo nunca fuimos amigos —sus ojos se humedecieron y parpadeó para evitar las lágrimas.

—Lani… —dio un paso, anhelando poder confortarla. Pero ella lo detuvo alzando la mano.

—Hemos sido amigables —lo corrigió—. Pero serlo más sería inapropiado. Trabajo para tu hermano y tu cuñada. Soy la niñera. Se supone que debo dar ejemplo y mostrar buen juicio —tragó saliva con fuerza—. No debí permitir que ocurriera.

—¿Puedes dejar de decir que no debería haber ocurrido?

—Es que no debería haber ocurrido.

—Mira, somos dos adultos solteros y tenemos todo el derecho a…

—Escúchame, Max —retrocedió hacia la puerta—. No puede volver a ocurrir. No lo permitiré —ya tenía los ojos secos y hablaba con firmeza.

Él abrió la boca para decir que sin duda ocurriría de nuevo. Pero solo habría conseguido que ella saliera corriendo de allí. Y no quería eso. Discutir sobre si la inolvidable noche tendría que haber ocurrido o no, no lo llevaría a ningún sitio. No necesitaban discutir. Necesitaban restablecer la familiaridad que habían compartido antes.

—Por supuesto, tienes razón —aceptó—. No volverá a ocurrir.

—Yo no… —ella parpadeó con sorpresa—. ¿Qué estás diciendo?

—Haré un trato contigo.

—No aceptaré condiciones en esto —dijo ella, mirándolo de reojo.

—¿Cómo puedes saberlo? Aún no has oído mi oferta.

—¿Oferta? —repitió con desdén. Indecisa, se mordisqueó el labio inferior. Al final, alzó ambas manos—. Oh, de acuerdo. ¿Cuál es tu oferta?

—Prometeré no intentar seducirte —sugirió él con un leve tono irónico—, y tú dejarás de evitarme. Podemos ser… —titubeó al recordar su reacción a la palabra «amigos»— lo que solíamos ser.

—Oh, venga —clavó la mirada en la viga del techo—. ¿En serio? Eso nunca funciona.

—No estoy de acuerdo —lo dijo con tono razonable y ligero—. Es injusto generalizar. Yo creo que puede funcionar. Podemos hacer que funcione —pensaba esperar a que ella admitiera que lo de antes ya no le bastaba; después, haría que funcionara de forma mucho más satisfactoria.

Ella seguía ante la puerta, mirándolo fijamente. Él le devolvió la mirada, intentando parecer tranquilo, razonable y relajado, aunque tenía el estómago tenso como un muelle.

Por fin, ella bajó la mirada. Fue hacia la mesa rústica y pasó los dedos por el respaldo de una de las sillas. Él la observó, recordando la excitación de sentir sus dedos en la piel desnuda.

—Me encanta Montedoro. Vine aquí con Sydney pensando que me quedaría seis meses o un año, por la experiencia —Sydney era la esposa de Rule y la mejor amiga de Lani—. Dos años después, sigo aquí. Tengo la sensación de que Montedoro es mi auténtico hogar, el lugar en el que debo estar. Quiero escribir cien novelas, todas ambientadas aquí. No quiero irme nunca.

—Lo sé. Y nadie quiere que te vayas.

—Oh, Max. Lo que intento decir es que, por mucho que me guste esto y quiera quedarme para siempre, si tú o cualquier miembro de tu familia lo pidiera, me revocarían la Visa.

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Nadie quiere que te vayas.

—No soy tonta. Los romances acaban. Y, cuando lo hacen, las cosas se ponen difíciles. Eres un buen hombre. Pero también eres el heredero al trono. Yo soy una empleada. Es…, bueno, dista de ser una relación entre iguales.

—Te equivocas. Somos iguales en todos los sentidos que realmente importan.

—Muchas gracias, Alteza —rezongó ella.

Él deseó zarandearla, pero consiguió contenerse y exponer su reproche con calma.

—Me conoces mejor que eso.

—¿Es que no lo entiendes? —sacudió la cabeza—. Fuimos demasiado lejos. Tenemos que olvidarlo.

Max no estaba dispuesto a olvidarlo, nunca.

—Te lo diré de nuevo. A ver si esta vez me escuchas. Pasara lo que pasara, nunca esperaría que te fueras de Montedoro. Tienes mi palabra. Lo último que deseo es dificultarte las cosas.

—Pero eso es exactamente lo que has hecho —sus ojos llamearon—, lo que estás haciendo ahora.

—Perdóname —lo dijo mirándola a los ojos.

Siguió otro silencio. Interminable.

—Odio esto —dijo ella, por fin. Bajó la cabeza y el cabello rizado ocultó sus mejillas sonrojadas.

—Yo también.

Ella alzó la cabeza. Las emociones se sucedieron en su dulce rostro: infelicidad, tristeza, exasperación, frustración.

—De acuerdo —confesó—. Es verdad que echo de menos… hablar contigo.

Era un progreso, y a él se le aceleró el corazón.

—Y adoro a Nicholas y a Constance —añadió. Nick tenía ocho años y Connie seis. Eran los hijos de Max, y jugaban a menudo con los hijos de Rule. Lani era amiga de Gerta, su niñera. Yo… —lo miró, incrédula—. ¿En serio crees que podemos volver a tener una relación amistosa?

—Sé que podríamos.

—Eso y solo eso —la duda nubló sus ojos—. Amistosa. Nada más.

—Solo eso —aceptó él. «Hasta que te des cuenta de que quieres más», añadió para sí.

—Bueno —suspiró—. Pues, sí me gustaría estar en buenos términos contigo.

«Tranquilo, no la presiones», se recordó él.

—De acuerdo, entonces. Seremos como antes —se atrevió a ofrecerle la mano. Esperó mientras Lani miraba de su rostro a su mano con el ceño fruncido. Cuando estaba a punto de rendirse, ella se acercó y la aceptó. Cerró los dedos sobre los de ella y le alegró notar que se estremecía.

—Ahora, ¿puedo irme? —preguntó ella, soltándose y agarrando su libro.

Él buscó una forma de retenerla. Aceptaba que no iba a permitir que la besara o acariciase su pelo, pero al menos podrían hablar un rato.

—¿Max? —preguntó ella.

A él no se le ocurría ninguna táctica para hacerle bajar la guardia. Además, tenía la sensación de que ya la había presionado suficiente por un día. Iba a ser una larga campaña.

—Te veré en la biblioteca. Ya no te escabullirás cada vez que aparezca.

—Yo nunca me escabullo —dijo ella con humor.

—¿Corres? ¿Huyes? ¿Sales como una flecha?

—Déjalo —sus labios se curvaron.

—Prométeme que no saldrás corriendo la próxima vez que nos encontremos. Te demostraré que no tienes nada que temer. ¿Hay trato?

—Oh, Max.

—Di que sí.

—Sí —se rindió ella—. Bueno, me alegrará verte.

Él no la creyó. Imposible creerla al oír su tono serio y ver como torcía con resignación esa boca que quería besar. Casi deseó poder darle lo que quería, dejarla ir. Y que no le importara.

Pero habían pasado muchos años, largos y vacíos, negándose a crear vínculos. Hasta que esa pequeña mujer morena lo había cambiado todo.

Ella fue hacia la puerta.

—Permíteme —la rodeó y abrió la puerta de par en par. Ella asintió y, sin mirarlo, salió. Él se quedó allí, observándola alejarse.

Capítulo 2

Qué pasa por esa cabeza tuya? —exigió, Sydney O’Shea Bravo-Calabretti, anteriormente, abogada corporativa y, en la actualidad, princesa de Montedoro—. Algo te está fastidiando.

Estaban sentadas en dos sillas para niños, en la mesa redonda de la sala de juegos de la casa que Sydney y Rule habían comprado y remodelado poco después de casarse, dos años antes.

—Nada me está fastidiando —mintió Lani con descaro. Besó los rizos pelirrojos de Ellie, la niña de un año que tenía en brazos.

—Sí que lo hay. Tienes esa mirada distraída y de preocupación en los ojos.

Era cierto que la confrontación con Max en la casita de piedra la había afectado. Apenas había pensado en otra cosa desde entonces. No le había contado a nadie lo que había ocurrido en Año Nuevo, ni siquiera a Sydney. Y nunca lo haría. Pero tenía que darle a Syd alguna excusa por su distracción, cualquier cosa menos decirle que, mientras Syd y su familia estaban en la casa de campo, Lani había llevado a su Alteza a su dormitorio de palacio y hecho con su magnífico cuerpo cosas poco apropiadas para una niñera.

—Bueno, estoy atascada con el libro —dijo. Estaba a mitad del último libro de una trilogía de novelas históricas ambientadas en Montedoro.

—Los libros siempre te estresan —eran amigas desde hacía siete años; sabía que se estresaba si la historia no fluía—. Hay otra cosa —refutó Syd.

—No, en serio —Lani simuló pensarlo un minuto—. Es el libro. No hay nada más.

—Yolanda Vasquez, eso es una mentira descarada.

Lani iba a tener que pensar en otra excusa. Syd la conocía demasiado bien. No iba a contarle que la niñera aspirante a escritora se había desnudado ante el heredero al trono que, como todos sabían, seguía enamorado de su fallecida esposa.

—Nana, nana… —Ellie se retorció en sus brazos hasta encararse a ella. Alzó la manita regordeta e intentó meter los dedos en la boca de Lani.

—Mmm. Unos dedos deliciosos —dijo Lani.

Ellie se rio y empezó a dar saltitos. Lani le besó la nariz y luego la alzó en el aire. Ellie se rio con deleite cuando la dejó en el suelo.

La nena solo tenía trece meses y ya andaba. Se tambaleó un momento, antes de estabilizarse sobre los pies. Después, fue hacia la caja de juguetes de su hermano y empezó a rebuscar.

El móvil de Syd pitó. Era un mensaje de texto.

—Rule. No llegará hasta pasadas las siete —dijo. Empezó a teclear una respuesta.

Lani suspiró con alivio. El tema quedaba atrás.

Ellie sacó una tortuga de goma de la caja y se la llevó a su hermano Trevor, de cuatro años, que estaba construyendo una torre de LEGO.

—Tortua —dijo, orgullosa, ofreciéndosela.

Trev le dedicó su habitual mirada de hermano mayor, aceptó el juguete y lo dejó a un lado. Ellie frunció el ceño, se agachó y volvió a recogerlo.

—Tev —dijo.

Trevor siguió construyendo su torre.

—Entonces, ¿no vas a contármelo? —Sydney dejó el teléfono sobre la mesa.

—Syd, te prometo que no hay nada que contar.

Antes de que Sydney pudiera insistir, Ellie pegó a Trev en la cabeza con la tortuga de goma.

—No se pega —dijo Trev, empujándola.

Ella dejó escapar un gritito cuando le fallaron las piernecitas y cayó de nalgas al suelo. El impacto hizo que la torre de Trevor se derrumbara.

—¡Lani! ¡Mamá! —protestó Trev—. ¡Ellie está siendo mala!

La niña rompió a llorar.

Ambas mujeres se levantaron y fueron a resolver el conflicto. Abrazos y besos para Ellie y un recordatorio a Trev de que su hermanita solo tenía un año y tenía que ser gentil con ella.

—Perdona, Ellie —se disculpó Trev.

—Tev. Perona —suspiró y apoyó la cabecita en el hombro de Sydney.

Entonces, sonó el teléfono de Sydney, que le pasó la niña a Lani, y esta contestó. La requerían en una reunión de uno de sus grupos de ayuda legal internacional, así que tuvo que marcharse.

Lani, sintiéndose culpable y agradecida por librarse de contar que se había acostado con Max, se ocupó de que los niños se echaran la siesta.

Al oír el crujido de una de las puertas de la biblioteca, Lani alzó la vista de su portátil.

Max.

Llevaba un suéter blanco roto y pantalones grises. La araña que colgaba del techo hacía destellar su cabello castaño. Al ver sus ojos azul hierro fijos en ella, se le desbocó el corazón.

Él había dicho que quería que volvieran a ser como antes. No sabía a quién pretendía engañar. Cuando más lo pensaba, más convencida estaba de que eso era imposible.

Habría apostado a que eso lo alegraba. Max no quería volver al pasado. Quería ser su amante, revivir el fuego y la pasión de Nochevieja.

No podía negar que ella también lo quería. Sabía que sería fabuloso, perfecto, bello. Mientras durase. Hasta que algo fuera mal.

Porque, como había intentado hacerle entender, las aventuras amorosas acababan. Había demasiadas posibilidades de que algo fuera mal y ella acabara en un avión de vuelta a Texas. Podía acabar de forma amistosa, o no. Y no estaba dispuesta a arriesgarse a descubrir la respuesta.

Miró sus bellos ojos y pensó que debería enfrentarse a él por ser un mentiroso, por decirle que echaba de menos su amistad cuando lo que quería era volver a acostarse con ella.

Sin embargo, ella tampoco le había contado la verdad a Syd. Y quería ser amante de Max tanto como él de ella. Pero quería más aún la vida que había planificado para sí misma. No podía arriesgar todos sus sueños por un romance. Ya lo había intentado una vez y no había acabado bien.

—Lani —saludó él. Ella se estremeció con solo oírlo pronunciar su nombre.

—Hola, Max —replicó con entusiasmo fingido.

—Sigue con tu trabajo. No pretendo distraerte.

—Bien —«Mentiroso». Le mostró una sonrisa tan falsa como el tono alegre de su voz y volvió a mirar la pantalla de su portátil.

Él pasó junto a su mesa, de camino a las escaleras que llevaban a la planta superior. Mientras las subía, de espaldas a ella, Lani no pudo resistirse a la tentación de observarlo.

Cuando desapareció de su vista, se oyó otra puerta abrirse, sin duda, la de una de las salas en las que se guardaban bajo llave los libros y documentos de más valor. Lani no tenía acceso a ellas excepto si iba acompañada por el anciano que hacía las funciones de bibliotecario de palacio o uno de sus dos ayudantes.

De hecho, estaba en la biblioteca a las ocho de la noche gracias a Max, que, un año antes, le había dado una llave para permitirle el acceso. Para ella, ese regalo no tenía precio. En cualquier momento del día o de la noche, podía entrar y verse rodeada de bellos libros antiguos y documentos originales para su investigación.

El horario de la biblioteca coincidía con el de las horas que pasaba con Trev y Ellie. Pero, la mayoría de los días, a partir de las cinco de la tarde, Rule y Sydney estaban con sus hijos, normalmente, en su casa. Aceptaban a Lani como miembro de la familia si quería pasar la velada con ellos, pero no les importaba que dedicara casi todo el tiempo a trabajar en su último libro.

Teniendo la llave, podía pasar las horas que quisiera en la biblioteca y, a la hora de acostarse, ir directa a su dormitorio en el apartamento familiar de palacio. Por la mañana, bajaba desde Cap Royale, la rocosa colina en la que estaba situado el palacio, a Fontebleu y la casa de campo.

Era idílico tener las leyes, cultura e historia de Montedoro a su disposición en la silenciosa y bella biblioteca, con enormes mesas de caoba y sillones tapizados con terciopelo. Tenía problemas con el lenguaje, dado que gran parte del material original estaba en francés o español. En francés se defendía, gracias a lo que recordaba de sus estudios universitarios y a un par de diccionarios francés-inglés. Sabía un poco de español, pero menos de lo que debería si tenía en cuenta sus antecedentes latinos. Max, en cambio, leía y hablaba español con fluidez y siempre estaba dispuesto a traducir para ella. Había sido una situación ideal. Al menos hasta Año Nuevo.

Lani pasaba varias noches a la semana en palacio. Se llevaba su portátil y trabajaba durante horas en la biblioteca, donde nadie la molestaba.

Solo Max iba a trabajar allí por la noche. Era un respetado académico, experto en Montedoro, y había escrito un libro sobre la especial relación que, durante siglos, habían mantenido Montedoro y «su hermana mayor», Francia. También había escrito artículos sobre las leyes e historia de Montedoro y daba conferencias sobre el tema varias veces al año, en cualquier parte del mundo.

Hasta Año Nuevo, se encontraban en la biblioteca y trabajaban en silencio, cada uno en lo suyo. A veces charlaban, no solo en la biblioteca, sino también si se encontraban en los jardines o en algún evento. Tenían los mismos intereses: escribir, la historia y cualquier cosa relacionada con Montedoro.

Habían compartido una amistad especial.

Hasta Año Nuevo. Entonces, ella había tenido que admitir que había vuelto a involucrarse demasiado con el hombre incorrecto, cuando tendría que estar concentrándose en los objetivos que se había fijado, objetivos que, por más que trabajara, no parecía capaz de cumplir.

Lani, volviendo a la realidad, pensó que tendría que levantarse e irse. Lo habría hecho si no hubiera accedido a comportarse como antes. No lo creía posible, pero iba a intentarlo.

La tonta romántica que llevaba dentro quería seguir siendo amistosa con él. Ser su amiga, como lo había sido antes de Año Nuevo, aunque el día anterior hubiera negado serlo.

Él tardó más de diez minutos en reaparecer en la escalera, minutos que ella desperdició mirando la pantalla, sin ver, y pendiente de oír el ruido de su pasos, mientras se insultaba de mil maneras por su estupidez. Cuando bajó, llevaba un montón de carpetas y libros entre los brazos.

Lani esperó a que iniciara la conversación, pero él se limitó a sentarse frente a ella, saludarla con la cabeza y concentrarse en sus libros y papeles.

Por lo visto, era cierto que había ido a trabajar. Fabuloso. Lani puso las manos sobre el teclado y se concentró en la pantalla. Su mente era un caos, mezcla de disgusto, frustración y añoranza prohibida. Quería irse de allí.

Pero algo, tal vez su orgullo y la promesa que le había hecho el día anterior, la mantuvo en su sitio, mirando las palabras de la pantalla, que no parecían tener el menor sentido en ese momento.

Finalmente, consiguió escribir una frase. Y otra. Era una escritura rígida y poco natural, pero a veces había que escribir en presencia de una distracción. Incluso si consistía en un metro noventa de virilidad y apostura real.

Siguió allí sentada dos horas, escribiendo. Era basura que acabaría por borrar, pero le daba igual. Él consultaba el material que había bajado y tecleaba anotaciones en su tableta digital.

Estaban como antes, trabajando en silencio. Pero para ella todo era distinto. La atmósfera le parecía cargada de electricidad, tenía un nudo en el estómago y lo que escribía no tenía sentido.

A las diez y diez, decidió que llevaba suficiente tiempo allí escribiendo bobadas y simulando que no ocurría nada. Cerró su portátil y se levantó.

—¿Te marchas? —él alzó la mirada.

—Sí —le ofreció otra gran sonrisa falsa. Se colgó el bolso del hombro y agarró el portátil—. Buenas noches.

—Buenas noches, Lani —él volvió a inclinar la cabeza hacia sus notas.

Por alguna razón, ella se quedó paralizada. Allí de pie, como una tonta, mirando su pelo espeso y brillante, los anchos hombros cubiertos por un suave suéter blanco. Deseó volver a sentarse y preguntarle cómo le había ido el día, decirle la verdad: que lo echaba de menos en lo más profundo de su ser. Que le habría gustado que las cosas fueran diferentes, pero que ella no era buena opción como amante, amiga o cualquier otra cosa, y que él debería saberlo.

—¿Qué pasa? —preguntó él con tono suave y conciliador, al notar su inmovilidad.

—Nada —mintió ella.

—Tengo que subir esto a la sala —empezó a cerrar libros y a amontonar papeles—. Dame un minuto y te acompañaré.

—No hace falta. De verdad.

—Espera. Por favor —insistió él.

El problema era que, a pesar de cuanto podía perder y las muchas razones por las que no podía salir bien, quería esperarlo. Y quería ser su amiga de nuevo. Y más. Mucho más.

—De acuerdo —accedió.

—¿No saldrás corriendo? —él ladeó la cabeza.

—Esperaré —dijo ella, mientras una vocecita en su cabeza gritaba «Idiota, vete ahora mismo».

Él recogió todo el material y fue hacia la escalera. Ella, consciente de que tendría que aprovechar la ocasión para salir, se quedó clavada en el sitio hasta que volvió a bajar.

Unos minutos después, en el ancho pasillo de mármol que conducía al piso de Rule y Sydney, él se detuvo ante una puerta azul y dorada y la abrió.

—¿Qué es eso? —inquirió ella, atisbando una salita de estar.

—Una suite vacía —dijo él—. Entra conmigo.

—No es buena idea —Lani retrocedió un paso.

—Unos minutos a solas en un entorno neutral —dijo él, ecuánime—. Para hablar, nada más.

—Hablar —murmuró ella, incrédula.

—Y solo hablar —insistió él. Sonaba sincero.

Ella estaba cansada de resistirse, de luchar no solo contra él sino también contra sí misma. Quería entrar en esa sala. No tenía remedio. Si pasaba un minuto con él, quería pasar otro más.

Entraron y Max encendió una lámpara. Ella se sentó en un sofá de terciopelo y él en un sillón.

—De acuerdo. ¿Hablar de qué?

—De por qué hacer el amor conmigo en Nochevieja te ha trastornado tanto. Para mi fue perfecto, un paso natural. El siguiente paso para ambos. No entiendo por qué no lo ves así.

Ella lo miró fijamente, sin hablar. La verdad era demasiado peligrosa.

—Echo de menos esas gafas de montura negra que solías llevar —Max escrutó su rostro como si quisiera memorizarlo—. Te hacían parecer muy seria y estudiosa.

—La vida es más fácil sin ellas, en muchos sentidos —Lani se había operado de la vista hacía seis meses.

—Pero eran encantadoras.