Notas suicidas de chicas hermosas - Lynn Weingarten - E-Book

Notas suicidas de chicas hermosas E-Book

Lynn Weingarten

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Beschreibung

Elegante, provocadora y atmosférica, esta novela tiene tantos giros y vueltas de tuerca que deja sin aliento al lector. Esta novela reúne todos los ingredientes de la literatura juvenil adolescente –amor, transgresión, amistad, rebeldía, conflicto– a través de un sorprendente reparto de personajes, y los eleva a un rango de suspenso y misterio propios de los mejores novelistas de género negro adulto. Antes de que Delia se suicidara, June ya echaba de menos a su mejor amiga. Después del episodio que hizo concluir su amistad, ella siempre pensó que tarde o temprano acabarían reconciliándose, pero ahora la vida de Delia se ha cortado trágicamente. June apenas tiene tiempo para llorar la muerte de su amiga cuando el exnovio de Delia la convence que ella fue asesinada. De repente es arrastrada a una maraña de mentiras y engaños… y a una conspiración que nunca podría haber imaginado.

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Capítulo 1

Había olvidado lo que era estar tan sola.

Durante los diez días de las vacaciones de Navidad me la pasé manejando. Dejé atrás las casas medio derruidas de mi vecindario, luego las mansiones unos cuantos kilómetros más adelante, camino de las colinas, y después de regreso por zonas de tierra llana y fría. Siguiendo el río Schuylkill y el Delaware para arriba y para abajo, puse el radio a todo volumen y canté a todo pulmón. Necesitaba oír una voz humana, y la mía era mi mejor opción.

Pero las vacaciones ya terminaron y voy camino de la escuela desde el estacionamiento más alejado, y estoy feliz de estar aquí en este momento, porque me siento tan contenta de que hayan acabado. Ya sé que se supone que me deberían gustar las vacaciones, pero estaba muy sola, eso fue lo que sucedió, como si flotara a la deriva en el espacio, sin nada que me atara.

Mi teléfono vibra en mi bolsillo. Lo saco. Es un mensaje de texto de Ryan, a quien no he visto porque regresó apenas anoche: A propósito, traje una cosa de Vermont para regalarte. Y un segundo después: No es herpes.

Le contesto: Qué bien, porque sería muy extraño que los dos nos tuviéramos el mismo regalo.

Hago clic en enviar con un dedo congelado. Veo que de mi sonrisa se escapan nubecitas tibias de vapor.

Entro a mi salón, y Krista me mira como si hubiera estado esperándome.

—¡Dios mío, June! —exclama. Tiene los ojos medio cerrados, y en lugar de sus habituales lentes de contacto lleva un par de gafas de montura roja—. ¿Es médicamente posible que aún tenga resaca de la fiesta del martes? ¡Eso fue hace dos días! —retira su gran bolsa anaranjada del pupitre a su lado para que me pueda sentar.

—Dadas las circunstancias, creo que es perfectamente posible —respondo. Me sonríe dando a entender que considera un cumplido lo que dije.

Lo único que hice fuera de andar en mi auto de un lado a otro durante las vacaciones fue ir a una fiesta en casa del novio de Krista, lo cual fue un poco extraño porque no somos amigas cercanas ni nada parecido. Pero supongo que es porque a veces hablamos en el salón y ninguna de las dos tiene muchas otras opciones. Cuando recibí su mensaje de texto para invitarme a la fiesta, llevaba tantos días sola que acepté sin miramientos.

Rader, su novio, vive a unos 35 minutos de aquí, justo en los confines de Filadelfia, en un departamento en malas condiciones que comparte con amigos. Es mayor, y también sus amigos. Algunos ya tienen veintitantos. En la fiesta había sobre todo tipos, y el aire se veía denso, con diversas clases de humo. Cuando llegué, Krista ya estaba fuera de combate y se dirigía a la habitación de Rader, sentí que todos esos tipos me miraban para barrerme de arriba abajo. Entonces entendí por qué había sido invitada: no por ella, para ellos. Me pasé toda la fiesta recostada contra una pared sin apenas hablar con alguien en serio, viendo todo como si fuera una película.

—Rader me pidió que consiguiera tu teléfono para dárselo a Buzzy —me dice y se restriega los ojos.

No tengo idea de quién es Buzzy. A lo mejor el tipo alto que se metió mil veces al baño para salir luego aspirando y limpiándose la nariz; o el que tenía las letras A S S S tatuadas en los nudillos; o el de la camisa de terciopelo que se la pasaba preguntándome si quería tocarla (y yo no quería) y que trató de verter un chorro de tequila en el acuario (yo lo impedí).

—Tengo novio —contesto.

—¿Qué? ¿Quién?

—Ryan Fiske.

Krista levanta las cejas, como si estuviera tomándole el pelo.

—En serio —digo.

Niega con la cabeza.

—No jodas.

Me encojo de hombros. No me sorprende que le cueste creerlo. Llevamos poco más de un año de novios, pero casi nadie lo sabe. Supongo que no parecemos la típica pareja perfecta: “el uno para el otro”.

—Jamás habría pensado que salías con alguien tan… tan normal —Krista lo dice en tono peyorativo.

—Bueno, no lo conoces —digo. Pero lo cierto es que es un tipo normal. Y eso de alguna forma es un alivio.

Ryan es una de esas personas que puede encajar en cualquier grupo social sin hacer el menor esfuerzo. En todas partes parece sentirse cómodo, y es alto y guapo y aunque no sea precisamente del tipo que una preferiría, es imposible no apreciar la estructura ósea de su rostro y reconocer que todo lo tiene en su lugar.

Ryan es un poco de todo, supongo que ése es el punto. Y yo no sé bien qué soy. No creo que mucha gente se detenga a pensarlo tampoco y, para mí, así está bien.

—Espero que, al menos en confianza, sea un poquito raro —dice Krista, y guiña un ojo y suelta un gemido de dolor—. Mis ojos aún no están en condiciones de hacer guiños.

Un momento después, empiezan los anuncios del día: Buenos días, alumnos y profesores de la Preparatoria North Orchard. ¿Serían tan amables de prestarme su atención?, es la voz del subdirector Graham. Se detecta algo extraño en ella. Me enderezo y escucho: Con el corazón acongojado por la tristeza, tengo que darles malas noticias: durante las vacaciones de invierno hubo un fallecimiento entre nuestros compañeros de North Orchard. Se aclara la garganta. Y en ese momento dejo de respirar. Creo que todo el mundo lo hace. En ese momento podría ser cualquiera de nosotros. La alumna de último año, Delia Cole, murió ayer. La señorita Dearborn y el señor Finley, junto con el resto del personal de consejería, estarán a disposición de todos los que necesiten hablar del tema: asimismo, la puerta de mi oficina permanecerá abierta. En estos difíciles momentos, nuestros pensamientos y plegarias piden por los amigos y familiares de la estudiante Cole.

El altavoz enmudece. Y luego no hay más que silencio, y el timbre de la campana. El día escolar acaba de comenzar oficialmente.

Mi cabeza se desprende de mi cuerpo. Se eleva y flota hacia la puerta, yo la sigo.

—Ni siquiera dijo qué fue lo que pasó —susurra alguien—. ¿Qué sería? —parecen confundidos, como si su muerte fuera algo muy poco probable.

Pero no tengo dificultades para imaginarme un millón de maneras en que Delia pudo haber muerto. A lo mejor trepó el viejo puente clausurado que avanza sobre la presa y se alejó hasta la parte podrida, más allá del anuncio que dice Prohibido el paso. O a lo mejor estaba en el tejado de la casa de alguien, mirando una luna muy brillante, y se inclinó sobre el borde por más que le suplicaron que no lo hiciera. A lo mejor atravesó una carretera con los ojos cerrados, jugando a ser la más valiente, como solía hacerlo, y exhaló su último suspiro entre un bocinazo estertóreo, una oleada de adrenalina y una repentina luz enceguecedora.

Ryan me espera afuera de mi salón. Nos miramos a los ojos y él se queda allí, paralizado, como si no supiera bien qué cara poner. Y yo tampoco, porque mi rostro ya no parece ser el mío. Empiezo a acercarme a él hasta que tira de mí para abrazarme. Sus brazos son fuertes y tibios, como siempre, pero en este momento apenas logro sentirlos.

—Esto… —empiezo a decir, y guardo silencio porque mi cerebro no encuentra palabras, y no tengo nada más que aire en la cabeza.

—Es un absurdo —dice Ryan. Niega con la cabeza. Me pasa por la mente que es la primera vez que uno de los dos ha mencionado a Delia en más de un año. Pensaba que en algún momento lo haríamos, y que sería raro cuando sucediera.

Atravesamos el campus y Ryan me deja en la puerta del área de inglés y literatura, donde tengo mi siguiente clase. Se inclina para abrazarme de nuevo. El nylon de su chamarra se siente frío y liso contra mi mejilla.

Cuando nos separamos, está mirando hacia el suelo.

—No puedo creer que esto haya sucedido.

Pero el hecho es que, ahora que sucedió, parece como si fuera lo que tenía que ser. Como si todo este tiempo Delia se nos hubiera adelantado, muerta, y sólo hasta ahora empezamos a notarlo.

—Tal vez sonará raro que lo diga ahora, pero de verdad me hiciste falta —dice.

Y sé que en una versión diferente del mundo en el que estamos ahora, esa frase me hubiera producido un escalofrío de placer por toda la médula. Así que contesto:

—Y tú a mí —pero eso de estar sin él todas las vacaciones y lo demás que sucedió antes de este momento parece muy muy lejano. No logro recordar qué se siente extrañar a alguien, no consigo avivar sentimiento alguno.

Capítulo 2

Asistí a todas mis clases pero mi cerebro no registró información alguna. Todo me importó menos que de costumbre.

Acabo de comer. Estoy en el baño, frente a un lavabo. Tres lavabos más allá hay dos chicas, de tercer año, igual que yo. No las conozco mucho, pero sé sus nombres: Nicole y Laya. Nicole siempre usa enormes aros plateados en las orejas y Laya se peina estirándose tanto el cabello para recogerlo en una coleta que parece que el rostro se le fuera a rasgar de tensión. Se están pasando una a otra un delineador.

En realidad no les estoy prestando mucha atención, ni a ellas ni a nada, hasta que se oye un zumbido: Laya acaba de recibir un mensaje en su teléfono. Medio segundo después, su voz chillona grita:

—No puede ser.

Levanto la vista. Nicole se está pintando un párpado inferior, jalando su mejilla hasta hacer visible la parte rosada bajo el párpado.

—¿Qué pasa?

Aunque no tengo idea de lo que Laya va a decir, mi corazón decide jugar a ser adivino y empieza a latir con furia.

—Sí sabes que el hermano mayor de Hannah está estudiando para ser policía, ¿cierto?

Nicole asiente, y su cabeza se bambolea como si fuera demasiado pesada para su delgado cuello.

—¿Y oíste que no dijeron cómo murió Delia? Bueno, Hannah dice que es porque… —Laya hace una pausa, para crear suspenso y soltar algo sustancioso—: fue un suicidio.

A través de la niebla del vacío, mi estómago se hunde en caída libre, mi corazón deja de latir. Me inclino hacia el frente como si me hubieran dado un puñetazo.

Nicole se vuelve hacia Laya.

—¡Guau!

—¡Ajá! En año nuevo.

—¡Qué cosa más triste! —Nicole parece emocionada—. ¿Y cómo fue?

—El hermano de Hannah no le dio detalles —Laya se encoge de hombros.

—Una vez leí por ahí que las mujeres suelen usar pastillas y, no sé, pero creo que puedo imaginármela… —Nicole se mete dos dedos en la boca, y luego deja caer la cabeza hacia un lado y saca la lengua.

El agua cae con fuerza en el lavabo y me salpica la blusa. Creo que voy a vomitar.

—Siempre me pareció que estaba un poco chiflada —dice Laya.

—Volada del todo. Como cualquiera de esas celebridades que hacen locuras, sólo que ella no era famosa.

—Exacto… o sea… famosa sólo en su cabeza.

El lavabo ante mí se ha llenado y el agua se desborda hacia el piso.

Las enfrento. Algo dentro de mí echa chispas y se enciende.

—Dejen de hablar así de ella —intento impedir que me tiemble la voz. Se vuelven hacia mí, como si hasta este momento se dieran cuenta de que existo—. Paren de una maldita vez.

—Hola, disculpa… —dice Nicole—, ésta es una conversación privada. Además, ¿acaso tú y ella eran amigas?

—Sí, éramos amigas —respondo.

—Ah, lo siento —dice Laya. Por un instante parece sincera. Las dos intercambian una mirada y se dirigen a la puerta sin decir más. Son mejores amigas, no necesitan hablar para comprenderse. Las veo alejarse. Siento que algo se me encoge en el pecho, y que mis ojos se tensan. Las lágrimas amenazan con brotar, pero aprieto los dientes y logro detener su caída.

El hecho es que, cuando dije que Delia y yo éramos amigas… bueno, no estaba siendo completamente honesta.

Si hubiéramos seguido siendo amigas, cuando hace dos días vi su nombre centelleando en la pantalla de mi teléfono por primera vez en más de un año, en lugar de ni siquiera molestarme en oír su recado, hubiera aceptado la llamada. Habría oído su voz, y habría sabido que algo andaba mal. Entonces, sin importar lo que pudiera estar planeando, la habría frenado en seco. Habría podido detenerla.

Capítulo 3

Un año, 6 meses y 4 días antes

Era un alivio saber que no tendría que explicar nada. Que no tendría que decir ni una palabra acerca de ese dolor en el pecho, de ese vacío en el estómago, de por qué sentía eso y lo poco que quería hablar al respecto… Delia se daría cuenta de todo. Igual que siempre.

June se imaginó lo que Delia iba a decir, tal vez algo como Padres… que se vayan a la mierda… o Sólo la gente aburrida tiene una vida perfecta. Delia lograba que sintieras que las cosas que no tenías eran cosas que en realidad ni siquiera querías. Hasta ese punto lograba cambiar el mundo.

Eso era lo que June esperaba, de pie bajo el sol del verano, aguardando a que Delia arreglara la situación.

Delia inclinó la cabeza a un lado, como si estuviera meditando algo. Pasó los dedos entre sus bucles para organizarlos tras su oreja, se arremangó sus pantalones cortos, y estiró el brazo para tomar la mano de June. La apretó con fuerza, pero guardó silencio. Sonrió y movió las cejas.

Y luego empezó a correr.

Y como sujetaba la mano de June con fuerza, y ésta continuaba en su brazo que estaba pegado a su cuerpo, June no tuvo más alternativa que correr con ella. Al principio tropezó, y la adrenalina le corrió por las venas cuando se vio caer, pero consiguió enderezarse. Delia iba delante de ella, con el brazo hacia atrás, corriendo por el potrero desierto, las piernas sin dejar de moverse, tirando de June todo el tiempo.

—¡Espera! —suplicó June—. ¡Por favor! —calzaba sandalias que hacían ruido sobre el césped, hasta que por accidente una quedó atrás—. ¡Mi sandalia!

Pero Delia no se detuvo.

—¡A la mierda tu sandalia! —gritó Delia.

¿Qué podía hacer? Se quitó la otra y empezó a mover las piernas con ritmo feroz. ¿Cuándo había sido la última vez que había corrido lo más rápido que podía?

—¿Adónde vamos? —gritó June.

—Sólo estamos corriendo —contestó Delia con alaridos. Los árboles pasaban veloces como si volaran por el aire.

El vacío en el estómago de June se disolvió, le corrió el sudor por la espalda, sus pulmones parecían a punto de estallar. Pero siguieron adelante, aturdidas y sin aliento, y los trozos de vida de June iban cayendo uno a uno, quedándose atrás hasta que ella no fue más que un par de piernas en movimiento, brazos, un corazón, una mano, una mano que alguien sostenía. Un cuerpo, que se tropezaba, que se tambaleaba y casi caía. Sólo que ella no iba a caer, ése era el punto. Delia no lo permitiría.

Capítulo 4

Después de clases me reúno con Ryan afuera, frente a la escuela, y lo sigo a su casa, como cualquier otro día. Allí es donde siempre vamos, aunque en mi casa nunca hay nadie a esa hora y en la suya suele haber gente, y se supondría que queremos estar solos.

Ryan me rodea con su brazo al entrar al enorme y amplio vestíbulo. La familia de Ryan tiene dinero. Por alguna razón no me di cuenta de eso cuando empecé a venir a su casa. Sabía que era más bonita que la mía, que era más agradable estar allá, en ese hermoso y amplio espacio, que en cualquier rincón de mi casa, pero no más. Delia fue la que me lo explicó la única vez que vino. Él estaba fuera de la habitación y ella se inclinó por encima del borde del gigantesco sofá de piel y me miró con los ojos desorbitados, intensamente, de esa manera que sólo era posible cuando ya estaba borracha.

—Mierda, June —exclamó. Tenía en sus manos una de las cobijas suaves que cubrían el sofá, y la acariciaba como si fuera un conejito—. ¿Por qué no me dijiste que tu amorcito es millonario? —pero las cosas ya se habían puesto un poco raras entre las dos, así que no respondí con la frase que tenía en la cabeza: Espera, ¿es en serio? Tan sólo me encogí de hombros, como si no me pareciera nada importante.

Ahora estoy en ese sofá y Ryan fue a la cocina. Alcanzo a verlo desde donde me encuentro.

—¿Estás segura de que no quieres algo? —abre el congelador—. Puede ser que te sientas mejor si comes.

Niego con la cabeza. Estoy hundida bajo el agua.

Mientras Ryan pone algo en el microondas, miro el teléfono que tengo en mis piernas, al pequeño icono en la pantalla: el mensaje de voz de Delia que aún no he escuchado. No he sido capaz de mencionarlo siquiera.

El microondas timbra para avisar que terminó, Ryan saca su plato, lo trae al sofá y se sienta a mi lado. Saca su computadora y se la pone sobre las piernas, para abrir el sitio web de Kaninhus, que en sueco quiere decir “casa del conejo”. Básicamente, es un tipo en Suecia que tiene dos conejos que viven en una especie de corral, y hay una cámara filmándolos todo el día. Ryan me los mostró cuando empezamos a salir. De verdad, de verdad, de verdad me gustan estos conejitos, en serio, dijo, casi como si lo avergonzara, y a mí me pareció encantador. Me dijo que sus amigos podrían pensar que era una cosa muy rara (sus amigos tienen unos estándares extraordinariamente bajos para lo que puede considerarse raro). Los conejitos no hacen mucho más que olfatear por ahí, mover su naricita y comer lo que encuentran. Hablamos mucho de ellos, como si fueran reales y tuvieran esperanzas y sueños y complejas vidas interiores.

—¡Hola, Adi! ¡Hola, Alva! —les dice a los conejos que ve en el monitor. Lo dice fingiendo un terrible acento nórdico, que es otra de nuestras cosas de pareja—. ¿Cómo están hoy, conejitos? —uno de los conejos está comiendo en un platito. El otro está dormido.

Supongo que Ryan está tratando de distraerme, de alejar mi mente de ciertas cosas, como si fuera posible. O quizás es que no sabe cómo hablarme de ella, o de todo este asunto. La verdad es que yo tampoco.

Lo que pienso es que no me siento bien aquí, mirando a los conejos, mientras Delia está muerta.

Y pienso que ella diría: Estoy muerta, ¿qué me va a importar? Quédate viendo a esos conejos de mierda si quieres. Y luego, torcería la boca, como hacía siempre que sabía que estaba haciendo algo impertinente.

—¿Cómo va tu guión, Adi? —pregunta Ryan.

Normalmente yo me uniría a la conversación preguntándole a Alva por sus poemas o algo así (porque jugábamos a que los dos eran escritores frustrados en un retiro para literatos en Suecia). En lugar de eso, siento que voy a estallar con todo lo que no he dicho sobre Delia.

—Escuché que no fue un accidente —no puedo más. Mi boca se abre y las palabras salen a trompicones.

Ryan se voltea muy despacio. La sonrisa ha desaparecido de su rostro.

—Espera un momento. ¿Quieres decir que…?

Asiento con la cabeza.

—Que se mató.

—Por Dios. ¿Cómo?

—No lo sé, pero hay algo más —mi corazón late apresurado. Necesito sacarme esto de encima—: me llamó hace dos días —y odio tenerme que oír diciendo esto. Odio tanto que sea cierto—. Pero no contesté. Me dejó un mensaje de voz. No lo oí en ese momento porque yo… —guardo silencio. No lo escuché porque no me sentí capaz. Porque me había esforzado tanto en sacármela de la mente.

—¿Y qué dijo? —me pregunta.

—Todavía no lo escucho.

Ryan exhala lentamente.

—Tal vez no hace falta que lo hagas —dice—. A lo mejor sólo sirve para empeorar las cosas.

—¿Pero cómo pueden empeorar más?

Mueve la cabeza, mira hacia abajo, y después se estira hacia atrás y me extiende los brazos de esa forma que me fascina cuando soy capaz de sentir algo. Ahora me resulta imposible.

Me dejo arrastrar hacia él, y me abraza con fuerza. Nos quedamos así hasta que se abre la puerta principal, unos minutos después, y entran su mamá y Marissa, su hermana. Nos sobresaltamos, yo me pongo de pie.

—¡Junie, querida! —la mamá de Ryan me obsequia una enorme sonrisa—. Te echamos mucho de menos durante Navidad —deja sus llaves y su bolsa de marca en el mesón de la cocina.

Su hermana me saluda con la mano mientras va subiendo las escaleras.

—Marissa me contó lo que sucedió hoy en la escuela —dice la mamá de Ryan. Frunce el ceño—. ¡Qué tristeza! ¡Qué pérdida más trágica! ¿Alguno de ustedes conocía a la chica?

No quiero que la señora arme un espectáculo, como sé que lo haría si se enterara de la verdad.

—Yo la conocí algo, hace tiempo —digo—. Pero no últimamente.

—Ay, querida, en todo caso es horrible. Lo lamento mucho —dice.

Se acerca y me da un abrazo. Sé que si lo prolonga demasiado, voy a derrumbarme del todo, porque de repente me doy cuenta de que a duras penas logro mantener la calma.

Me desprendo torpemente de su abrazo.

—Tengo que ir al baño —necesito salir de aquí. Siento la mirada de Ryan sobre mí.

Una vez que estoy a salvo, abro la llave del agua y me deslizo hasta el piso, con la espalda contra la puerta. Pesco mi teléfono en el bolsillo y marco el número para escuchar los mensajes de voz.

No puedo esperar más. Sostengo la respiración.

Primero, la grabación automática: Mensaje recibido el martes 31 de diciembre a las 3:59 pm, y después, Delia. Hola, June, soy yo, tu vieja amiga, su voz suena a la vez completamente familiar y como si jamás la hubiera oído en mi vida. Llámame cuando puedas, ¿sí?, hace una pausa. Hay algo que quiero contarte.

Y eso es todo. Todo lo que hay.

De repente, siento el filo de la puerta hundiéndose en mi espalda. Alguien está tratando de entrar.

—Un momento —digo, y se me quiebra la voz.

Deslizo el teléfono de nuevo a mi bolsillo, me pongo de pie tambaleando. Me echo agua en el rostro y me la seco con una de sus toallas perfectas.

Suponía que habría algo en su voz que le diera sentido a todo esto, pero no hay nada más que la Delia de siempre. No parece alguien que estuviera preparándose para morir.

Pero sí lo estaba. Era el día antes, y ya debía saberlo. ¿Acaso llamó para contarme? ¿Me llamó para que lo impidiera?

Abro la puerta. Marissa está en el pasillo, sonriéndole a su teléfono.

—Perdón —dice cuando me ve—. Pensé que estabas con Ryan. Está en su habitación.

Camino hacia el extremo del pasillo. Me está esperando en su cama, con su colcha de cuadros azules hecha un amasijo tras de sí.

—¿Lo oíste? —pregunta.

Asiento con la cabeza.

—Decía que había algo que quería contarme. Pero eso es todo. Siempre le gustó dejar a los demás en suspenso. Supongo que así quedaré para siempre —trato de sacar una carcajada. A Delia le hubiera gustado ese chiste. Pero la carcajada se atasca en el camino y sale algo entre tos y sollozo. No voy a permitirme llorar. No puedo—. No lo entiendo —murmuro.

Ryan mueve la cabeza de lado a lado, aprieta las mandíbulas.

—Está más allá de lo que podemos entender —él parece también a punto de llorar.

—¿Junie? —la voz de Ryan me saca de mi trance. Ha pasado un buen rato. No hemos dormido. Hemos estado tendidos en la cama, abrazados. El sol ya se puso y la habitación está oscura. Sostiene algo ante sí:

—Tu regalo.

Es una pequeña esfera de cristal que contiene una escena de esquí invernal. Cuando lo miro más de cerca, veo que el esquiador es en realidad un conejo.

—Es Alva —dice Ryan—. O Adi —sonríe—, cuando fueron de vacaciones.

Trato de responder a su sonrisa pero mi boca se resiste.

—Gracias —digo—. Es perfecto —y pienso en la billetera con un conejo que tengo en casa, y en cómo la pedí especialmente para él, hecha a mano, de un lugar de productos artesanales, y en lo emocionada que estaba cuando la recibí. Pienso en todo el tiempo que estuve pensando si comprarle un regalo que hiciera referencia a ese chiste privado sería demasiado. Y también pensé durante bastante tiempo si pedirla con un conejo o con dos.

Recuerdo a la chica que sólo tenía esas preocupaciones. Y me parece que fue hace un millón de años.

Bajamos de nuevo. La cocina está tibia y llena de luz y huele a cebollas dulces. Hay música que brota de la elegante bocina ubicada en el mesón, detrás del fregadero: algo instrumental y alegre, con mucha percusión. Marissa está sentada en la mesa de la cocina, con su computadora. Mac, el hermano mayor de Marissa y Ryan, también está ahí, en la isla de la cocina. Hay una maraña de pimientos y cebollas chisporroteando en una sartén, frente a él.

Mac tiene 19 años y es distinto al resto de su familia. Los demás encajan con tanta facilidad en el mundo… su amplia y linda casa, sus alegres cenas en familia, sus sonrisas despreocupadas. Incluso Ryan es así, aunque a veces creo que quisiera no serlo. Es un pequeño mundo agradable para visitar, pero siempre me he sentido apenas como una visitante. A veces es como si Mac se sintiera igual que yo. Se graduó de la preparatoria el año pasado, y se fue a Europa con su banda. Regresó hace un par de meses y está montando una compañía con sus amigos, alguna cosa relacionada con tecnología y producción de cine que supuestamente es un secreto. Vive acompañado en un departamento en el centro de Filadelfia, pero viene de vez en cuando para cenar. Siempre me da la sensación de que tiene una especie de vida secreta, a lo mejor en ese mundo al que yo solía pertenecer antes de conocer a Ryan, cuando mi vida giraba alrededor de Delia.

—Mamá está en algo en el gimnasio y papá se va a quedar hasta tarde en la oficina —dice Mac—. Aquí hay comida, si quieren, muchachos —nos entrega a cada uno un plato con una pila de camarones asados y salteado de pimientos y cebollas. Pone una bandeja con tortillas en el centro de la mesita de la sala, y la rodea con crema y guacamole casero. Mac cocina muy bien, pero en este momento la sola idea de comer me parece un disparate. Pero no tanto como la idea de que Delia esté muerta, ésa sí que no tiene el menor sentido.

Me siento con el plato sobre las piernas, y a duras penas me muevo.

Delia devoraba la vida a dentelladas, a bocados hambrientos. Nunca tuvo fáciles las cosas… había asuntos difíciles en su familia, y tan difíciles que a lo mejor la marcaron hasta en su forma de pensar. Pero no importaba qué tan mal anduvieran las cosas, ella jamás hubiera decidido dejar este mundo si aún había oportunidad de cambiarlas. Y siempre pueden cambiar. Siempre hay esperanza. La Delia que yo conocí lo sabía. Entonces, ¿qué diablos sucedió?

Nadie dice mayor cosa durante la cena. Ryan se come mis cebollas y me pasa su guacamole. Como apenas un bocado. Cuando ellos tres terminan, Ryan se lleva los platos a la cocina para meterlos en el lavavajillas, y Marissa sube a su habitación. Quedamos sólo Mac y yo. Se acerca al sofá donde estoy sentada y se inclina, para hablarme en voz baja:

—Organizaron algo en su nombre esta noche —dice—. Sus amigos de Bryson, quiero decir.

Miro fijamente a Mac. Me pregunto si me lo dice a propósito cuando Ryan no está presente. Me pregunto si, quizá, Ryan le habrá contado lo que sucedió hace tanto tiempo.

—¿Dónde? —pregunto.

Mac niega con la cabeza.

—Lo lamento. Quisiera podértelo decir, pero sólo oí que se iban a reunir en su lugar favorito. Y no sé dónde será eso.

Me limito a asentir y casi se me escapa una sonrisa… porque yo sí lo sé.

Capítulo 5

2 años, 5 meses, 24 días antes

Para cuando Delia y June llegaron a la presa, los chicos ya estaban allí.

Delia enganchó su brazo al de June.

—No te pongas nerviosa —susurró—. Siempre puedes cambiar de idea —hablaba con ese tono afectuoso de voz dulce que sólo usaba con June y con su gato.

Pero June negó con la cabeza.

—Quiero terminar con esto de una vez —era el verano previo a ingresar a la preparatoria, y June había decidido que ya era hora.

Delia dejó escapar una risotada.

—Bueno, ésa es una manera de verlo.

Siguieron acercándose a la orilla, y June podía oír a los demás… el sonido de las risas, el entrechocar de botellas, la música que salía de algún teléfono. Según Delia, solían estar allí casi todas las noches durante el verano. Todos estaban en Bryson, la escuela a la que Delia hubiera tenido que ir si no hubiera convencido a su mamá de decir en el distrito escolar que aún seguían viviendo en su antigua casa, a pesar de que ya se habían mudado con su padrastro.

—En Bryson por lo general son más atractivos —le había dicho Delia—. Del tipo patineto más que futbolista, y por eso es mejor no tener clases con ellos. Así no tiene uno que verlos en las mañanas cuando acaban de exprimirse los granos del rostro al salir de la regadera, ni oler sus pedos aroma café, y no tener más remedio que encontrarlos repugnantes para siempre.

Así que cuando June comentó que no quería empezar la preparatoria sin haber besado a alguien, Delia hizo un chiste sobre besarla ella misma, se rio y luego dijo: Entonces, que sea con uno de Bryson, como si nada. Delia con frecuencia decía las cosas con tanta seguridad que sus ideas y opiniones parecían hechos. Por supuesto que ella había besado a muchos. Once, según el último conteo.

Avanzaron hacia la pequeña fogata y se detuvieron. Delia estiró el brazo para alcanzar el hombro de uno de los muchachos y, sin decir nada, le arrebató la botella de cerveza de la mano. Luego retrocedió y fue a sentarse en una piedra. Se mantuvo a distancia del fuego. Como hacía siempre. El fuego era la única cosa en el mundo que la asustaba.

—¡Hola, D! —dijo el tipo sin voltearse. Tenía el cabello largo y le caía sobre los ojos, y llevaba una playera de rayas blancas y negras.

—¡Hola, chicos! —dijo Delia—. Les presento a June —se volvió hacia ella y le entregó la cerveza—. June, no logro recordar el nombre de ninguno de ellos. En realidad no importa —Delia le sonrió. Estaba ejecutando su truco, ése en el que mostraba que nada le importaba, y que tanto les gustaba a los chicos. June sostuvo la cerveza con fuerza, para disimular el temblor de sus manos. Fingió beber un trago, y los miró.

Eran cuatro: uno, que estaba sin camisa, se veía flaco pero musculoso; dos tenían playeras negras y parecían duros e interesantes, y el dueño de la cerveza que tenía en la mano. Lo observó quitarse el cabello del rostro. Tenía un tatuaje en la muñeca, en el lugar donde tendría que ir un reloj, un símbolo semejante a un ocho, pero no estaba segura. Lo vio mirarla, y a la luz de la fogata le pareció detectar un asomo de sonrisa.

—Dinos la verdad, June —dijo el que no tenía camisa—. ¿Delia te paga para que le hagas compañía?

—No —dijo June—. Soy su amiga imaginaria.

No tenía idea de lo que iba a decir, hasta que las palabras le salieron de la boca. Cuando estaba con Delia, era una versión diferente, mejor y más ingeniosa de sí misma. Como si de verdad fuera alguien que Delia hubiera imaginado.

Todos los muchachos se rieron. Y por un momento June se sintió mal, a lo mejor no estaba bien unirse a las bromas de los chicos. Pero Delia también reía, y sonaba muy orgullosa, tanto que rodeó a June con el brazo.

—Si es así, ¿por qué te podemos ver? —preguntó el que no tenía camisa.

—Será que tiene una imaginación muy poderosa —dijo el de playera de rayas—, y muy sucia —miraba directamente a June, que se sintió sonrojar, y agradeció que estuviera oscuro. Le gustaba el sonido de su voz, sexy pero juguetona, como si, al mismo tiempo que decía eso, estuviera haciendo un chiste sobre alguien que lo dijera, todo a la vez.

June observó a Delia, que miraba a cada uno de los chicos. Le hizo un leve ademán con la cabeza a June. Ése. Un minuto después, cuando los muchachos las invitaron a sentarse con ellos, Delia se las arregló para que June y el de playera de rayas quedaran juntos. Y entonces, al minuto, Delia caminó hacia el agua.

—Oigan —gritó—. Los que no vengan son unos gallinas — y todos la vieron quitarse la ropa hasta quedar en brasier y calzones, para luego treparse a las rocas de la orilla y lanzarse al agua.

—Mejor vamos a ver si se mató —dijo el sin camisa, aunque ya podían oírla salpicando en el agua y llamándolos para que fueran con ella. El sin camisa se levantó, y también los dos de negro. El de playera de rayas se quedó.

—La próxima vez que tomes de esa agua —dijo el sin camisa—, ¡recuerda que mis pelotas estuvieron ahí! —saltó desde el borde de la roca, y los otros lo siguieron.

Y ahí quedaron June y el de playera de rayas, solos, tal como Delia lo había planeado. El chico se inclinó para apoyar los codos en sus rodillas. June pudo ver el tatuaje de nuevo. Estaba cubierto con una película plástica. Se frotó como queriendo que ella lo notara.

—Me lo hice hace un par de días —dijo—, y todavía me da comezón.

—¿Tiene algún significado?

—Sí —contestó él. Y June no supo si debía seguir preguntando.

Tomó un palito delgado y empezó a meter el extremo entre las llamas. Cómo hubiera querido que Delia estuviera allí en lugar de lejos, en el agua. El corazón de June latía con fuerza. Se sentía pequeña y asustada. Pero sabía lo que tenía que hacer. Era ahora o nunca. Cerró los ojos e imaginó a Delia asintiendo. Ése.

June tomó aire y se volvió hacia el chico para tomarlo por el cuello de la playera. Con un solo movimiento tiró de él hasta que sus labios se tocaron.

Durante un horrible instante, él se quedó así nomás, con los labios flojos. Su boca se sentía fría y tenía un regusto a cerveza, y June pensó en los peces del fondo de la presa que a veces les mordisqueaban los dedos de los pies cuando iban a nadar, y en que besar a uno de ellos debía ser algo como esto. Pero medio segundo después, el chico empezó a responder a su beso, y un segundo más tarde empujó los labios de ella con su lengua. Ella abrió la boca y la dejó entrar.

Éste es mi primer beso, pensó. Me están dando mi primer beso.

Sin embargo, no se sentía como nada sofisticado ni agradable y ni siquiera bueno. Era raro e incluso asqueroso. Pero como ya lo estaba haciendo, continuó. Y de repente se dio cuenta de una cosa: ahora y de ahí en adelante, no importaba cuántas veces la besaran, ni quién la besara o el significado de esos besos, éste era el primero de todos, ahí en la oscuridad, con un chico sin nombre. Él siempre sería el primero.

El chico levantó una mano y la apoyó sobre uno de sus pechos. La mano se sentía pequeña, daba la desagradable sensación de ser la de un niño. June se dijo que a lo mejor quería detenerse y hacer de cuenta que nada había ocurrido, pero no sabía bien cómo.

Poco después, Delia y los demás estaban de regreso, trepando por las rocas, chorreando agua, temblorosos. June y el de la playera de rayas se separaron cuando los otros se acercaron.

El que no tenía camisa gritó:

—¡Uy! ¡Oigan! —y empezó a retroceder.

Pero Delia se quedó donde estaba, exprimiéndose el cabello. Miraba fijamente a June, quien sintió que iba a llorar.

—Ven aquí, D —dijo uno de los chicos—. Me parece que nuestro muchacho y tu amiga imaginaria necesitan estar solos.

—¿Cómo estaba el agua? —preguntó June. Trató de sonar casual, pero esperaba que ella entendiera todo lo que no podía decir. Que dedujera qué era lo que estaba mal y lo arreglara.

Delia levantó el dedo meñique y se lo llevó a la boca, para pasárselo por los labios. Miraba a June a los ojos.

June se llevó una mano a la oreja y se la rascó. Era la señal.

Al instante, Delia miró de reojo su teléfono y dijo en voz alta, con un tono que sólo June podía saber que era falso:

—Nos tenemos que ir, Lo siento, Junie, mi mamá se dio cuenta de que no estamos y me va a matar.

June se puso de pie de inmediato.

—¡Qué joda! —dijo el que no tenía camisa.

—¡Padres! —dijo otro.

—¿Vas a venir otro día? —le preguntó el de la playera de rayas. Y June asintió, sin sentirlo y sin mirarlo siquiera.

Se alejaron en silencio. Delia sostuvo la mano de June a lo largo de todo el camino. Y nunca volvió a hablar del tema.

Capítulo 6

Cuando llego a casa, todo está oscuro, pero alcanzo a oír el ruido del televisor a través de la puerta de la habitación de mi madre. Son más de las nueve y no está en el trabajo. Eso significa que está ebria, y no hay mucho más qué decir al respecto. Desde hace ya tiempo me acostumbréa que las cosas sean así. En general, trato de no pensar mucho en eso. Pero al subir las estrechas escaleras, por un instante de debilidad me permito imaginar lo que sería si pudiera tocar a su puerta y contarle lo que sucedió. La imagino abrazándome como lo hizo la mamá de Ryan. La imagino diciéndome que todo va a estar bien. Siento una oleada de algo, tal vez añoranza. Me la sacudo de encima. Mi mamá nunca haría eso. Y si lo hiciera, yo no le creería.

Entro a mi habitación, me arrodillo en el suelo y empiezo a sacar cosas de los cajones. En ese momento estoy en calma de nuevo, una calma distante y extraña, como si no estuviera aquí ahora.

Ryan trató de convencerme de que me quedara en su casa. A mis padres no les importará, dijo, dadas las circunstancias… Su voz era dulce y suave, y aunque a duras penas pude sentir algo, supe que en otro momento me habría hecho feliz que él quisiera que me quedara. Y una parte de mí deseaba de verdad poder hacerlo, poder sentarme en el sofá de la sala de su casa, donde todo parece seguro y bueno. Cuando su papá llegara a la casa haría chistes malos y pondría las noticias. Besaría a la madre de Ryan en los labios y Ryan, al verlo, torcería los ojos divertido. Después Marissa prepararía palomitas de maíz con toneladas del aerosol con sabor a mantequilla que le encanta, y nos sentaríamos todos juntos. Dejaría que su normalidad me envolviera. Podría fingir que nada de esto sucedió.

—Debería irme a casa —le dije a Ryan—, para pasar un rato sola, creo —y él pareció entender, o al menos creyó que así era. Me acompañó hasta mi auto y se quedó mirando mientras me alejaba. Sola. Me sentí mal por mentirle, pero no tenía otra salida.

Ahora, en mi habitación, me desvisto. Saco un par de calcetas de lana, negras y gruesas. Me las pongo debajo de los jeans. Me encajo las botas grises oscuras de cuero y me ato las agujetas. E intento con todas mis fuerzas no pensar en nada, no pensar adónde voy ni por qué.

Revuelvo en mis cajones hasta dar con lo que busco. El suéter verde oscuro, tan suave, con hebras doradas muy finas. Era de Delia. No me lo he puesto en mucho tiempo. Me lo regaló cuando las cosas estaban bien entre nosotras.

—Cuando me lo pongo, me veo con cara de enferma —dijo, y me lo tiró en las manos—. Sálvame de eso, por favor—Delia siempre hacía cosas así, generosas, y luego se portaba como si no fuera nada. Como si uno le hiciera un favor al aceptar cualquier cosa que ella le diera.

Por mucho, es el suéter más lindo que tengo. Me lo pongo, debajo de mi chamarra, y una bufanda negra casi del tamaño de una cobija, porque estamos en enero y sé que hará frío a la orilla de la presa.

Estaciono en una especie de nicho que hay al lado de la carretera y me bajo del automóvil. Hace años que no vengo por aquí, pero aún me sé el camino de memoria. Hay un auto frente al agujero en la puerta que lleva a la presa, y meneo la cabeza. Se supone que uno debe estacionarse a cierta distancia porque la entrada está prohibida. Se supone que nadie debe saber que hay alguien dentro.

Me meto por el hoyo en la barda y camino por el estrecho sendero de tierra. Mi estómago da vueltas y vueltas. Oigo susurros, y cuando me acerco se vuelven palabras.

—¿No eres capaz de encender una fogata? —dice una voz masculina—. Hace demasiado frío.

—¡Púdrete! —dice otra voz—. Fui Boy Scout… tengo mis habilidades.

—¿En serio? —dos voces ríen—. ¿Te dan insignias por saber armar un porro?

Ya puedo distinguirlos, un pequeño grupo apiñado alrededor del lugar para encender fogatas. Hay una figura inclinada que acerca un encendedor a una pila de ramitas. Se encienden apenas y delgadas cintas de humo ascienden, rizándose.

Mis ojos empiezan a ajustarse y, a la luz de la enorme luna resplandeciente, puedo vislumbrar chamarras de cuero, chamarras militares, gorros y guantes, nubecitas blancas que se forman con sus alientos en el aire gélido.

Me acerco por detrás del grupo, con el corazón latiendo rápido. Éste no es mi lugar, aquí entre sus amigos.

—¡Hola! —digo. Un par de personas medio se vuelven.

Me abro un espacio en el círculo, entre un tipo alto y flaco y una chica alta de cabello corto y oscuro, con los labios tan rojos que puedo verlos a la luz de la luna.

Alguien saca vodka, del barato que viene en un bote grande de plástico.

—Por Delia —dice uno de los tipos—, una chica que sí sabía beber.

—Por Delia —responden los demás. Y luego hay un ruido de líquido que se riega, cuando alguien vuelca la botella en el suelo. Y siento una profunda oleada de tristeza: éste es el adiós, nada más ni nada menos, unas cuantas personas de pie en una helada noche de enero, derramando trago malo sobre la tierra helada. Pasan la botella y le dan largos sorbos. ¿Quiénes eran ellos en la vida de Delia? ¿Qué tanto la conocían? ¿Qué tanto les importaba?

Cuando me llega la botella, la sostengo a distancia de mi rostro para no tener que oler su contenido. No sé cómo empezar, pero sé que ésta puede ser mi única oportunidad de obtener respuestas, así que de alguna forma hay que dar el primer paso.

—¿Delia estaba metida en líos? —mi voz suena hueca y rara.

—¿De qué hablas? —un tipo se voltea hacia mí.

—Pregunto que si Delia estaba en problemas.

—¿Y tú quién eres?

—Soy June, una amiga —digo. Y me siento como una mentirosa.

Se hace un silencio.