Novela de ajedrez - Stefan Zweig - E-Book

Novela de ajedrez E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

«(…) querer jugar contra uno mismo constituye en ajedrez una paradoja similar a querer saltar sobre la propia sombra». Cuando unos pasajeros descubren que el actual campeón mundial de ajedrez, Mirko Czentovic, está a bordo de un crucero que se dirige de Nueva York a Buenos Aires, un compañero de viaje lo reta a una partida. Czentovic, hombre arrogante y antipático para todos, lo derrota fácilmente, pero durante la revancha, un misterioso pasajero de origen austriaco, el Dr. B., interviene y, para sorpresa de todos, ayuda a que la partida llegue a tablas. Cuando, al día siguiente, el Dr. B. confía el secreto acerca de cómo llegó a poseer su extraordinaria comprensión del ajedrez, el relato se desarrolla en una sorprendente historia de encierro y obsesión psicológica. «Uno apenas sabe por dónde comenzar a alabar la obra de Zweig». Ali Smith

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A bordo del gran vapor que debía salir a medianoche de Nueva York a Buenos Aires reinaba el habitual ajetreo y movimiento de última hora. Los invitados de tierra se empujaban entre sí para despedirse de sus amigos, los muchachos de los telegramas con sus gorras ladeadas lanzaban nombres a voz en cuello a través de los salones, baúles y flores pasaban de un lado a otro, los niños curioseaban subiendo y bajando escaleras, mientras que la orquesta seguía imperturbable con su show de cubierta. Estábamos conversando con un conocido sobre el puente de paseo, algo apartados de este alboroto, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres veces unos flashes estridentes: al parecer, los periodistas entrevistaban y fotografiaban rápidamente a algún famoso justo antes de la partida. Mi amigo levantó la vista y sonrió.

—Tiene ahí un bicho raro a bordo: Czentovic.

Evidentemente debí de haber puesto cara de no haber entendido su referencia, porque agregó a modo de explicación:

—Mirko Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Recorrió Estados Unidos palmo a palmo, de este a oeste, disputando torneos, y ahora viaja hacia Argentina en busca de nuevos triunfos.

Entonces me acordé efectivamente de ese joven campeón mundial y hasta de algunas particularidades en relación con su carrera meteórica; mi amigo, un lector de periódicos más atento que yo, completó el cuadro con toda una serie de anécdotas. Hacía cosa de un año, Czentovic se había puesto de golpe a la misma altura que los más acreditados decanos del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker y Bogoliúbov. Desde la participación del niño prodigio Rechevsky, por entonces de siete años, en el torneo de ajedrez de Nueva York de 1922, nunca la irrupción de un completo desconocido dentro del ilustre gremio había causado tamaña sensación generalizada. Porque los atributos intelectuales de Czentovic no parecían de ningún modo augurarle de antemano una carrera tan deslumbrante. Muy pronto se filtró el secreto de que ese campeón de ajedrez era incapaz, en su vida privada, de escribir en ningún idioma una frase sin errores de ortografía y, como se mofó con rencor uno de sus colegas más resentidos, su incultura resultaba “igual de universal en todas las áreas”. Era hijo de un barquero eslavo muy pobre, cuya embarcación minúscula había sido arrollada una noche en el Danubio por un vapor que transportaba granos. Doce años tenía cuando murió su padre y un cura de un sitio apartado lo adoptó por compasión, abocándose de buena fe a suplir por medio de clases particulares en su casa lo que este niño de frente ancha, al que no le gustaba hablar ni parecía escuchar, estaba incapacitado de aprender en la escuela del pueblo.

Pero los esfuerzos del buen cura fueron en vano. Mirko se quedaba mirando con extrañeza las letras que ya le habían explicado cien veces; hasta para las materias más simples le faltaba a su cerebro, de lerdo funcionamiento, cualquier fuerza retentiva. Aún con catorce años, debía valerse de los dedos para hacer cuentas, en tanto que leer un libro o un periódico significaba para el ya adolescente un esfuerzo especial. A la vez, de ninguna manera podía tildárselo de reacio o de terco. Cumplía obedientemente con lo que se le mandaba a hacer, ya fuera buscar agua o hachar leña, participaba del trabajo en el campo, ordenaba la cocina y ejecutaba de manera fiable, aunque con una lentitud fastidiosa, cada tarea que se le exigía. Lo que más contrariaba al buen padre respecto al testarudo muchacho era su absoluta falta de interés. No hacía nada sin que lo exhortaran a hacerlo, jamás planteaba una pregunta ni jugaba con los otros jóvenes ni se buscaba por sí solo una ocupación, mientras no se la ordenaran expresamente; no bien terminaba con las tareas del hogar, Mirko se sentaba en algún lugar de la habitación y se quedaba mirando hoscamente con ojos vacíos de oveja en la pradera, sin participar en lo más mínimo de los acontecimientos que tenían lugar a su alrededor. Por las tardes, mientras que el cura, degustando su larga pipa campesina, jugaba las habituales tres partidas de ajedrez con el oficial de gendarmería, el joven rubio de pelo desgreñado se sentaba en silencio a su lado y miraba el tablero a cuadros con párpados pesados, aparentemente adormecido e indiferente.

Una tarde de invierno, mientras los dos compañeros de juego estaban sumidos en una de sus partidas diarias, llegó desde la calle principal del pueblo el sonido de campanas de un trineo acercándose cada vez a mayor velocidad. Aplastando la nieve a grandes pasos, entró precipitadamente un campesino de gorra espolvoreada de nieve: su anciana madre estaba moribunda y quería que el cura se apresurara a impartirle a tiempo la extremaunción. El sacerdote lo siguió sin hesitar. El oficial de gendarmería, que aún no había acabado su vaso de cerveza, se encendió una nueva pipa de despedida y, ya dispuesto a ponerse las pesadas botas de caña alta, se percató de que Mirko miraba impertérrito el tablero de ajedrez con la partida iniciada.

—¿Quieres terminarla? —bromeó, convencido de que el adormilado muchacho no sabría mover correctamente ni una sola pieza sobre el tablero.

El chico alzó la mirada tímida, asintió y se sentó en el lugar del cura. Tras catorce jugadas, el oficial cayó vencido, y hasta obligado a admitir que su derrota no se había debido a ninguna negligencia de su parte. El resultado de la segunda partida no fue diferente.

—¡La burra de Balaam! —exclamó sorprendido el cura a su regreso, antes de explicarle al oficial, poco versado en temas bíblicos, que dos mil años atrás ya había ocurrido un milagro similar, de un ser mudo que encontró de pronto la lengua de la sabiduría.

Pese a lo avanzado de la hora, el cura no pudo abstenerse de desafiar a su fámulo semianalfabeto. También a él Mirko le ganó con facilidad. Jugaba de manera tenaz, lenta, inmutable, sin levantar ni una vez la amplia frente del tablero. Pero jugaba con una seguridad categórica; en los días subsiguientes, ni el oficial ni el cura lograron ganarle una sola partida. El cura, mejor capacitado que nadie para juzgar el acostumbrado retardo de su pupilo, sintió ahora auténtica curiosidad por saber hasta dónde este raro talento resistiría una prueba más severa. Después de pasar por el peluquero del pueblo para que le cortase el pelo hirsuto y pajizo y lo dejara más o menos presentable, se lo llevó en su trineo a la pequeña ciudad vecina, donde sabía de un rincón de apasionados ajedrecistas en el café de la plaza principal, contra los que por propia experiencia ni él mismo podía competir. No poco fue el asombro en la ronda de habitués cuando el cura hizo entrar al establecimiento al quinceañero de pelo rubio paja y cachetes colorados con su abrigo forrado en piel de oveja y las pesadas botas de caña muy alta, que se quedó en una esquina, confundido y con la vista gacha, hasta que lo invitaron a acercarse a una de las mesas. En la primera partida perdió, debido a que nunca había visto la apertura siciliana en la casa del buen párroco. En la segunda ya alcanzó un empate contra el mejor jugador. A partir de la tercera y de la cuarta, los fue venciendo a todos, uno tras otro.

En una pequeña ciudad de provincias del sur eslavo ocurren pocas cosas que exalten los ánimos, de modo que la primera presentación de este campeón campesino se convirtió de inmediato en un hecho sensacional para los ciudadanos honorables que se habían reunido en el lugar. Se decidió por unanimidad que el niño prodigio debía quedarse sin falta hasta el otro día en la ciudad, a fin de que se pudiera convocar a los otros miembros del club de ajedrez y, sobre todo, notificar en su castillo al viejo conde Simczic, un fanático del juego. El cura, que ahora miraba a su pupilo con un orgullo novedoso, pero que pese a su felicidad de descubridor no quería faltar a su obligatorio servicio de misa dominical, se declaró dispuesto a dejar allí a Mirko para un segundo examen. El joven Czentovic fue alojado en un hotel a costa de los ajedrecistas del café y esa tarde vio por primera vez un inodoro. A la tarde del día siguiente, domingo, el espacio dedicado al ajedrez estaba repleto. Mirko pasó cuatro horas sentado delante del tablero, venciendo a un jugador tras otro sin moverse, sin hablar una sola palabra y sin levantar la vista; al final, se propuso una partida simultánea. Demoraron un rato en hacerle entender al ignorante que en una partida simultánea debía enfrentar él solo a diferentes jugadores. Pero no bien entendió el sistema, Mirko se avino con rapidez a la tarea, yendo lentamente de mesa en mesa con sus zapatos pesados y chirriantes, hasta ganar siete de las ocho partidas.

Empezaron entonces las grandes consultas. Aun cuando este nuevo as no pertenecía a la ciudad en sentido estricto, el orgullo nacional se inflamó intensamente. Tal vez la pequeña ciudad, cuya existencia en el mapa casi nadie había advertido hasta entonces, pudiera por primera vez ganarse el honor de aportarle al mundo un hombre famoso. Un agente de nombre Koller, que de ordinario sólo gestionaba cupletistas y cantantes para el cabaret de la guarnición, se mostró dispuesto, siempre que le consiguieran un subsidio de un año, a encargarse de que el jovencito fuera instruido profesionalmente en Viena por un conocido suyo, excelente maestro de rango menor. El conde Simczic, que en sesenta años de jugar diariamente al ajedrez nunca se había enfrentado con un adversario tan notable, firmó el contrato de inmediato. Ese día empezó la asombrosa carrera del hijo del barquero.

Medio año más tarde, Mirko dominaba todos los secretos de la técnica del ajedrez, aunque con una limitación peculiar, que más tarde sería observada y ridiculizada en los círculos de expertos. Porque Czentovic jamás logró jugar una partida a ciegas, como se dice técnicamente, es decir, de memoria. Carecía por completo de la capacidad de trasladar el campo ajedrecístico al espacio ilimitado de la imaginación. Siempre debía tener la cuadrícula blanquinegra con sus cuarenta y dos escaques y los treinta y dos trebejos palpablemente delante de sí; aun en la época de su fama mundial, siempre llevaba consigo un ajedrez plegable de bolsillo, a fin de tener presente ópticamente una posición cuando quería reconstruir una partida magistral o resolver un problema en su fuero interno. Este defecto, en sí de poca monta, revelaba su falta de imaginación y era discutido en los círculos de iniciados con el mismo ardor que si, entre músicos, un virtuoso o un director sobresaliente se hubiese mostrado incapaz de tocar o de dirigir sin la partitura desplegada. Pero esta característica peculiar no retrasó de ningún modo el ascenso estupendo de Mirko. A los diecisiete años ya había ganado una docena de premios, con dieciocho se había alzado con el campeonato húngaro y con veinte, al fin, fue campeón mundial. Los campeones más audaces, cada uno de ellos inconmensurablemente superiores en talento intelectual, fantasía y osadía, caían bajo su obstinada y fría lógica, igual que Napoleón ante el moroso Kutusow o como Aníbal ante Quinto Fabio Máximo, del que Livio cuenta que en su infancia también había mostrado rasgos igualmente llamativos de indolencia e imbecilidad. De este modo sucedió que, en la ilustre galería de los maestros de ajedrez, que aúna entre sus filas los tipos más disímiles de superioridad intelectual —filósofos, matemáticos, naturalezas inductivas, imaginativas y a menudo creativas—, por primera vez irrumpió un completo foráneo, un lánguido y taciturno joven del campo al que ni los reporteros más duchos lograban sonsacarle ni una sola palabra que pudiera ser utilizada con fines periodísticos. Claro está que lo que Czentovic les negaba a los periódicos en sentencias agudas, muy pronto lo reemplazó con anécdotas sobre su persona. Porque al instante de levantarse del tablero, donde era un campeón sin par, se convertía de manera irremediable en una figura grotesca, casi cómica; pese a su solemne traje negro, su corbata pomposa con el alfiler de perla demasiado ostentoso y sus dedos de laboriosa manicura, en su comportamiento y en sus modales seguía siendo el mismo limitado joven campesino que barría el aposento del cura de pueblo. Con torpeza y una grosería francamente desvergonzada, intentaba sacar de su talento y de su fama todo lo que pudiera en términos de dinero, con una avidez mezquina y a menudo incluso ordinaria, para jolgorio y fastidio de sus colegas. Viajaba de ciudad en ciudad, alojándose siempre en los hoteles más baratos, jugaba en las asociaciones más miserables, siempre que le concedieran sus honorarios, se dejaba retratar para publicidades de jabón y —sin prestarle atención a la mofa de sus rivales, perfectamente informados de que era incapaz de escribir tres oraciones de manera correcta— hasta llegó a vender su nombre para una Filosofía del ajedrez, escrita en realidad por un joven estudiante de Galitzia a instancias de un editor hábil para los negocios. Como todos los de naturaleza obstinada, carecía de sentido del ridículo; desde que se había convertido en campeón mundial, se consideraba el hombre más importante del mundo y la conciencia de haber vencido en su propio campo de batalla a todos esos oradores y escritores inteligentes, eruditos y deslumbrantes, sumado al hecho tangible de ganar más dinero que ellos, convirtió la inseguridad original en un orgullo frío, que por lo general manifestaba de manera burda.

—¿Cómo no iba una fama tan veloz a contaminar una cabeza tan vacía? —concluyó mi amigo, que acababa de contarme algunas pruebas clásicas de la prepotencia infantil de Czentovic—. ¿Cómo el hijo de un campesino del Banato no iba a tener un acceso de envanecimiento si de pronto, a los veintiún años, con sólo andar moviendo figuras sobre un tablero de madera, ganaba en una semana más que su pueblo entero en todo un año de talar árboles y realizar las faenas más duras? ¿Y no es condenadamente simple, luego, creerse una gran personalidad, si uno no se encuentra agobiado por la más mínima noción de que hayan existido un Rembrandt, un Beethoven, un Dante o un Napoleón? En su cerebro amurallado, este muchacho sólo sabe una cosa: que hace meses que no ha perdido ni una sola partida de ajedrez. Y como no sospecha que haya otras cuestiones de valor sobre nuestra tierra aparte del ajedrez y del dinero, tiene toda la razón de estar encantado consigo mismo.