Novelas bizantinas II - Miguel de Cervantes - E-Book

Novelas bizantinas II E-Book

Miguel de Cervantes

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Colección de novelas cortas bizantinas de Miguel de Cervantes

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Miguel de Cervantes

NOVELAS BIZANTINAS II

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-123-6

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-123-6
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Indice

EL CELOSO EXTREMEÑO

LAS DOS DONCELLAS

EL CELOSO EXTREMEÑO

No hace muchos años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo nacido de padres nobles, el cual como un otro pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes anduvo gastando así los años como la hacienda. Y al fin de muchas peregrinaciones (muertos ya sus padres, y gastado su patrimonio) vino a parar a la gran ciudad de Sevilla donde halló ocasión muy bastante, para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvaconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos. En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierrafirme, acomodándose con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto y embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota y con general alegría dieron las velas al viento que blando y próspero soplaba, el cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.

Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida había tenido. Y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba tomando una firme resolución de mudar manera

de vida y de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de proceder con más recato que hasta allí con las mujeres. La flota estaba como en calma, cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de Carrizales, que éste es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela, tornó a soplar el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos que no dejó a nadie en sus asientos. Y así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones y dejarse llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que sin recebir algún revés ni contraste llegaron al puerto de Cartagena.

Y por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años. Y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados. Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España, desembarcó en Sanlúcar; llegó a Sevilla tan lleno de años, como de riquezas, sacó sus partidas sin zozobras; buscó a sus amigos, hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte.

Y si cuando iba a Indias pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos pensamientos sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no menos aora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente causa, que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía sosegar de rico, que tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla, ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro, y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.

Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fue soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a causa que tenerlas en ser era cosa infructuosa; y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador para los ladrones. Habíase muerto en él la gana de volver al inquito trato de las mercancías, y parecíale que conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que debía. Por otra parte consideraba que la estrecheza de su patria era mucha y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino; y más cuando no hay otro en el lugar, a quien acudir con sus

miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después de sus días; y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio; y en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo que así se le desbarataba y deshacía, como hace a la niebla el viento. Porque de su natural condición era el más celoso hombre del mundo aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas, y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia que de todo en todo propuso de no casarse.

Y estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su suerte que pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa que sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales, rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella. Y luego sin más detenerse, comenzó a hacer un gran montón de discursos, y hablando consigo mismo decía:

-Esta muchacha es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica; ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarmehe con ella, encerraréla, y haréla a mis mañas; y con esto no tendrá otra condición que aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso, pues el cielo me dio para todos, y los ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto, que el gusto alarga la vida y los disgustos entre los casados la acortan. Alto pues, echada está la suerte, y ésta es la que el cielo quiere que yo tenga. Y así hecho este soliloquio, no una vez sino ciento, al cabo de algunos días habló con los padres de Leonora, y supo como, aunque pobres, eran nobles, y dándoles cuenta de su intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen por mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía, y que él también le tendría para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho.

Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron. Y finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotada primero en veinte mil ducados; tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual apenas dio el sí de esposo, cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de su condición celosa, fue no querer que sastre alguno tomase la medida a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así anduvo mirando, cuál otra mujer tendría poco más a menos el talle y cuerpo de Leonora, y halló una pobre a cuya medida hizo hacer una ropa, y probándosela su esposa, halló

que le venía bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos y tan ricos que los padres de la desposada se tuvieron por más que dichosos en haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas galas, a causa que las que ella en su vida se había puesto no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetán.

La segunda señal que dio Filipo, fue no querer juntarse con su esposa, hasta tenerla puesta casa aparte; la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados en un barrio principal de la ciudad que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos; cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima della un pajar y apartamiento, donde estuviese el que había de curar della, que fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera que el que entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa. Hizo torno que de la casapuerta respondía al patio. Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados y doseles ricos, mostraba ser de un gran señor. Compró asimismo cuatro esclavas blancas, y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales. Concertóse con un despensero que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese en casa ni entrase en ella, sino hasta el torno, por el cual había de dar lo que trujese. Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo situada en diversas y buenas partes; otra puso en el banco, y quedóse con alguna, para lo que se le ofreciese. Hizo asimismo llave maestra para toda la casa, y encerró en ella todo lo que suele comprarse en junto, y en sus sazones, para la provisión de todo el año; y teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa de sus suegros, y pidió a su mujer que se la entregaron, no con pocas lágrimas, porque les pareció que la llevaban a la sepultura.