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Las viejas pasiones nunca morían... Leo Zamos había persuadido a su telesecretaria, Eve Carmichael, para que se hiciera pasar por su prometida en una cena de negocios. Como no la conocía en persona, Leo había dado por hecho que sería una mujer de aspecto serio y formal. ¡Poco tardaría en darse cuenta de lo equivocado que había estado! Con sus suaves curvas y aquellos labios que parecían estar pidiendo a gritos que los besaran, Eve era tan tentadora como su nombre. Eve había accedido a regañadientes a la petición de su jefe, Leo Zemos. Claro que... ¿cómo habría podido negarse una madre soltera a la suma de dinero que le había ofrecido a cambio?
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Seitenzahl: 215
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Trish Morey. Todos los derechos reservados.
NOVIA DE UNA NOCHE, N.º 2118 - noviembre 2011
Título original: Fiancée for One Night
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-052-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
No había nada con lo que Leo Zamos disfrutase más que cuando un plan salía bien. No había nada como ese cosquilleo eléctrico que lo recorría cuando, después de haber concebido un plan totalmente descabellado, libraba una batalla tras otra, haciendo malabarismos para sortear todos los obstáculos hasta hacerse con la victoria. Y en ese momento se hallaba justo a un paso de conseguir su mayor éxito. Lo único que necesitaba era una esposa.
Salió de su jet privado e inspiró el aire primaveral de Melbourne, negándose a dejar que un detalle tan insignificante como ése echara a perder su buen humor. Estaba demasiado cerca de apuntarse ese tanto como para permitir que eso ocurriera. Iba a triunfar, se dijo con firmeza mientras se dirigía al coche que lo esperaba en la pista.
La Culshaw Diamond Corporation, una compañía australiana, productora de los mejores diamantes del mercado, había estado siempre en las manos de la familia Culshaw. Pero Leo había intuido que se estaban produciendo cambios en la dinámica de la empresa y había percibido las grietas que se estaban abriendo entre los hermanos Culshaw, aunque jamás habría podido prever el escándalo que se había producido, ni las circunstancias que habían hecho que la situación se volviera insostenible para los hermanos.
Leo le había presentado a Eric Culshaw, el mayor de los hermanos, a Richard Álvarez, el hombre interesado en comprar el negocio. A Eric Culshaw le gustaba mantener los asuntos personales en privado, y aquel escándalo lo había horrorizado de tal modo que había decidido que lo único que quería era que los medios dejaran de acosarlos a su familia y a él y poder vivir tranquilo el resto de sus días. Por eso iban a vender la compañía, y la Culshaw Diamond Corporation estaba a punto de cambiar de dueño gracias a la mediación de Leo, que trabajaba como broker de clientes multimillonarios como aquéllos.
El caso era que, después de aquel sonado escándalo, Eric Culshaw, que llevaba casi cincuenta años casado con su primer y único amor, había impuesto como condición que sólo haría negocios con gente cuya vida familiar fuese modélica y con unos valores sólidos. Por eso, cuando Richard Álvarez había accedido a llevar a su mujer a aquella cena de negocios, Leo había comprendido que él también debería buscarse una «esposa» para la ocasión.
Lo cual era bastante irónico teniendo en cuenta que durante años había estado evitando que le echaran el lazo. Siempre se aseguraba de dejar muy claro a las mujeres con las que salía que no buscaba nada serio, aunque sólo iba a ser una esposa para una noche. El problema era que tenía que encontrarla antes de las ocho. Pero Evelyn, su telesecretaria, se ocuparía de eso, se dijo. Además, pensándolo mejor, tampoco tenía por qué hacer pasar a una mujer por su esposa. Con decir que era su prometida bastaría, la compañera perfecta a la que había encontrado después de años y años de búsqueda.
Entró en el coche que estaba esperándolo, y saludó al conductor con un asentimiento de cabeza antes de sacar el móvil del bolsillo y elaboraba en su mente las cualidades que debería tener su «prometida».
No podía conformarse con cualquier cosa, lógicamente. Tendría que ser una mujer con clase, inteligente y encantadora. Sería deseable que fuera capaz de mantener una conversación, pero no era imprescindible. De hecho, con tal de que fuera agradable a la vista no importaría que no hablase demasiado.
Mientras se ponían en marcha, buscó en la agenda del móvil el número de Evelyn. Deshacerse de su oficina hacía dos años era una de las decisiones más acertadas que había tomado a lo largo de su vida. Ahora, en vez de estar atado a un despacho, tenía un avión privado que lo llevaba a cualquier parte del mundo y una telesecretaria que se encargaba de todas las tareas administrativas que le encargaba con una eficiencia encomiable.
Aquella mujer era una maravilla. No sabía qué la había impulsado a trabajar desde casa, pero sentía que el haberla encontrado había sido un golpe de suerte. Tampoco sabía prácticamente nada acerca de sus circunstancias personales, ni falta que hacía. De hecho, ése era parte del atractivo de tener una telesecretaria: bastante harto había quedado ya a causa de las secretarias que habían intentado coquetear con él o por las que se había sentido atraído… Con Evelyn se comunicaba a través del correo electrónico, y a juzgar por la experiencia laboral y las referencias que figuraban en su currículo, debía pasar seguramente de los cuarenta.
Sin embargo, después de esperar varios tonos le saltó el contestador. Leo frunció el ceño contrariado, preguntándose dónde podría estar Evelyn. Eran las once de la mañana y sabía a qué hora llegaba su avión.
–Soy Leo –gruñó tras oír la señal que indicaba que podía dejar su mensaje. Se quedó esperando un momento para ver si su secretaria lo oía y contestaba, pero al ver que no, suspiró y se frotó la frente con la mano libre antes de continuar–. Escucha, necesito que me busques una mujer para esta noche…
–Gracias por su llamada.
Leo maldijo entre dientes al oír que aquella voz automática lo cortaba. Esperaba que Evelyn oyera el mensaje y lo llamara.
Eve Carmichael dejó caer un par de medias por tercera vez, y gruñó de frustración mientras se agachaba para recogerlo y colgarlo con una pinza del tendedero. Llevaba todo el día hecha un manojo de nervios. O más bien toda la semana, desde que se había enterado de que su jefe, Leo Zamos, iba a ir allí, a Melbourne.
Por más que se recordaba que no tenía ningún motivo para estar nerviosa, no podía evitarlo. Después de todo no le había pedido que fuera a recogerlo al aeropuerto ni nada de eso. Ni siquiera le había dicho que fueran a verse. Para algo era su telesecretaria. Le pagaba para que se ocupase de las cuestiones administrativas.
Además, le había enviado la versión definitiva de su agenda esa misma mañana, a las seis, antes de meterse en la ducha, para descubrir que el agua caliente no funcionaba, y no tenía ni un solo hueco libre.
Se dirigió de vuelta hacia la casa con la cesta de la ropa bajo el brazo, pensando que lo que querría hacer sería meterse en la cama y no salir de ella hasta que Leo Zamos hubiese abandonado la ciudad.
¿Pero qué diablos le pasaba? «Es muy simple», se respondió, y con lo distraída que iba se le olvidó por un instante que tenía que abrir la puerta y casi se estampó contra ella. «Lo que pasa es que tienes miedo», murmuró una vocecilla en su mente mientras entraba.
Qué ridiculez, replicó ella para sus adentros a pesar de que de pronto su respiración se había tornado algo entrecortada.
Tenía suerte de que Leo Zamos hubiese decidido contratar sus servicios como secretaria. Ningún otro cliente le había pagado tan bien, y gracias a lo que ganaba trabajando para él podría hacer unos cuantos arreglos más que necesarios en la casa, que se caía a pedazos.
Debería estar agradecida y desterrar de su mente aquel recuerdo que sin duda había magnificado con el paso de los años. En menos de cuarenta y ocho horas Leo se iría; no tenía por qué preocuparse.
Abrió la puerta del cuarto donde tenía la lavadora para dejar la cesta, y fue entonces cuando oyó el pitido del contestador y una voz profunda que reconoció al instante pronunció su nombre, una voz que hizo que un cosquilleo la invadiera y que se le encogiera el estómago.
–…necesito que me busques una mujer para esta noche…
Eve se quedó allí plantada, mirando el teléfono, en medio de una pugna interior de emociones: furia, indignación, incredulidad… Sintió una punzada de algo a lo que prefería no ponerle nombre, y se dejó llevar por la ira.
¿Quién diablos se creía Leo Zamos que era? ¿Y por quién la había tomado? ¿Por una especie de alcahueta o algo así?
Dejó la cesta encima de la lavadora y fue a la cocina, donde se puso a recoger cacharros y a apilarlos irritada en el fregadero.
Conocía de sobra su carácter de playboy. A lo largo de esos dos años habían sido incontables las ocasiones en las que le había tocado enviar en su nombre una pulsera o un frasco de perfume a alguna Kristina, Sabrina o audrina, siempre con el mismo mensaje de despedida: «Gracias por tu compañía. Cuídate. Leo». Sí, conocía de sobra su estilo de vida como para saber que sería incapaz de sobrevivir una noche sin una mujer que le calentara la cama. Pero el que estuviera en su ciudad no significaba que tuviera que buscársela ella.
Las tuberías protestaron cuando abrió el grifo del agua caliente al máximo. Nada, el agua ni siquiera salía templada. Puso agua a hervir, y minutos después llenaba el fregadero. Se enfundó los guantes de goma y se dispuso a atacar la pila de platos, cubiertos y vasos.
Suerte que hubiese saltado el contestador, pensó, porque si hubiese respondido ella la llamada no habría sido precisamente educada al decirle qué podía hacer con sus exigencias. Aquello habría supuesto el fin de sus ingresos, cosa que no se podía permitir.
Y aun así… ¿cómo podía haberle pedido una cosa así? ¿Acaso le parecía normal llamarla para que le buscase una cita? Quizá debería llamarlo y recordarle lo que estipulaba su contrato y lo que no. El problema era que eso requeriría hablar con él…
¡Oh, por amor de Dios! ¿Se había vuelto una cobarde o qué? Se secó los guantes con un paño, fue al salón, y apretó el botón del contestador antes de que pudiera cambiar de opinión. No iban a temblarle las rodillas sólo por oír su voz, ¿no?, se dijo.
Sin embargo, cuando escuchó de nuevo el mensaje, su indignación se vio desplazada por una ráfaga de calor que afloró en su pecho y descendió hasta su vientre y provocó un cosquilleo en sus brazos y piernas. Dios. Sacudió las manos, como si con ello fuera a deshacerse de aquellas incómodas sensaciones, y volvió a la cocina para acabar de fregar los platos.
Parecía que nada había cambiado. Su reacción había sido la misma que la primera vez que lo había oído hablar hacía más de tres años en una sala de juntas en la planta cincuenta de un edificio del centro de Sídney.
En ese momento recordó el paso decidido con que lo había visto salir del ascensor unos momentos antes de que la reunión comenzara. Más de una mujer había girado la cabeza para mirarlo, pero él no había parecido darse cuenta, y había entrado en la sala como si fuera el amo y dueño del lugar, inundando el aire con el aroma de su colonia y rebosando confianza en sí mismo.
Y no resultaba difícil entender de dónde provenía esa confianza. Al concluir la reunión había conseguido, contra todo pronóstico, poner de acuerdo a un empresario que no estaba precisamente ansioso por comprar, y a otro que no se decidía a vender, y los dos se habían mostrado sonrientes al cerrar el trato, como si ambos pensasen que se habían llevado la mejor parte.
Ella había estado sentada en el rincón más alejado de la sala, tomando notas para su jefe, un abogado, pero no había podido evitar lanzar más de una mirada a aquel hombre de voz seductora que había hecho que afloraran a su mente pensamientos más que inapropiados.
Sin embargo, mientras lo estudiaba, fijándose en cada detalle, se había dado cuenta de que su atractivo se asemejaba al de un depredador: el cabello oscuro, los ojos negros como la noche, la recia mandíbula y la nariz recta… Incluso los labios que modulaban aquella voz aterciopelada eran muy masculinos, unos labios bien definidos que sin duda sería capaces de cautivar como de sonreír con crueldad.
En un momento dado, al alzar la vista del cuaderno lo encontró mirándola fijamente, y cuando sus ojos descendieron por su cuerpo sintió que las mejillas le ardían, y se apresuró a agachar la cabeza.
Del resto de la reunión apenas recordaba nada; sólo que cada vez que había alzado la vista parecía que él estuviera esperando para capturar sus ojos con su ardiente mirada.
Durante un descanso, al ir hacia la máquina del café se había tropezado con él, y cuando Leo le sonrió notó de nuevo una ráfaga de calor en el pecho que descendió hasta su vientre. Él la asió suavemente por el codo y la llevó aparte.
–Te deseo –le susurró, y aquella afirmación le resultó tan inesperada como excitante–. Pasa la noche conmigo –le dijo, y sus palabras no hicieron sino acrecentar el ansia que se había apoderado de ella.
Eve, que nunca había despertado semejante deseo en un hombre, y mucho menos en un hombre tan viril y perfecto como aquél, hizo lo único que podía hacer: dijo que sí. Y de pronto él volvió a sorprenderla llevándola a una sala adyacente donde lo único que había era una estantería tras otra con archivos. Una vez allí la llevó hasta el extremo más alejado de la sala, detrás de una estantería y sin darle tiempo a reaccionar ni a decir nada empezó a besarla al tiempo que su mano se cerraba sobre uno de sus senos y la otra la asía por las nalgas para atraerla hacia sí.
Eve, que no podía siquiera pensar, atrapada en el torbellino de sensaciones que había desatado en ella, ni siquiera intentó detenerlo. Lo que lo detuvo, justo cuando estaba deslizando una mano por debajo de su blusa, y sus duros muslos estaban ya entre los de ella, fue el ruido de la puerta al abrirse.
Los dos se quedaron muy quietos, y esperaron a que la persona que había entrado se marchase. Luego él le puso bien la blusa, apartó de su rostro los mechones que se habían escapado de su recogido, y le preguntó su nombre antes de besarla una vez más.
–Hasta esta noche, Eve –murmuró. Después se puso derecha la corbata y salió.
El ruido de los cubiertos chocando bajo el agua espumosa, en el fregadero, la devolvió al presente. Aquélla era su realidad: una vieja casa que le costaría una fortuna arreglar. Acabó de fregar y quitó el tapón del fregadero para que el agua se fuera por el desagüe.
Las cosas sí habían cambiado. Ahora tenía obligaciones, se dijo mirando el reloj. Su obligación más importante se despertaría en cualquier momento.
¿Habría sido distinta su vida si hubiese pasado aquella noche con Leo, si él no hubiese tenido que irse por un asunto que le había dicho que había surgido de repente en la otra punta del mundo?
Teniendo en cuenta que había sido incapaz de resistirse a él, lo más probable era que su hijo habría nacido con la piel más aceitunada y el cabello un poco más fosco, como el de Leo. Claro que dudaba mucho que Leo cometiese esa clase de errores, se dijo.
No, era mejor que aquella noche no hubiese ocurrido nada entre ellos. Si se hubiesen acostado Leo no sería su cliente, y sabía muy bien qué les pasaba a las mujeres que se llevaba a la cama. No quería una de esas frías notas de despedida que les mandaba, aunque fuese acompañada de una joya cara y brillante.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que fuera el cielo se había oscurecido, y empezaron a caer gruesas gotas de lluvia.
–Oh, mierda… –masculló yendo hacia la puerta para recoger la ropa que acababa de tender.
Y por un momento se olvidó por completo de Leo Zamos… hasta que el teléfono sonó otra vez.
EVE SE quedó allí de pie, con una mano en el pomo de la puerta. La lluvia caía cada vez con más fuerza, pero no se movió, y esperó hasta que saltó el contestador, invitando a la persona que estaba llamando a dejar un mensaje.
–Evelyn, soy Leo.
Como si no se hubiera dado cuenta…
–Te he mandado un e-mail –continuó Leo–. Bueno, no te lo explico todo en él, pero es urgente y necesito hablar contigo. Si estás en casa, ¿podrías contestar al teléfono?
Eve sintió que una intensa irritación volvía a apoderarse de ella. Oh, era urgente, cómo no. O al menos a él se lo parecía. ¿Una noche sin una mujer con la que pasar un buen rato? Sin duda para él era algo impensable. Pero no era problema suyo.
–¡Maldita sea, Evelyn! –casi rugió Leo al otro lado de la línea. Acabaría despertando a Sam si seguía así–. Sólo son las once de la mañana y es viernes. ¿Dónde diablos estás?
Eve se dio cuenta de que no le serviría de nada esperar a que le cortara el contestador, porque volvería a llamar, y aún más enfadado, así que se acercó y agarró el teléfono enfadada.
–No sabía que se esperaba de mí que hiciera horario de oficina –le espetó.
–¿Evelyn? Gracias a Dios –Leo resopló, y ella se lo imaginó pasándose una mano por el cabello lleno de frustración–. ¿Dónde estabas? Te he llamado antes y no contestabas al teléfono.
–Lo sé; oí tu llamada.
–¿La oíste? ¿Y por qué no contestaste? ¿Y por qué no me has devuelto la llamada?
–Porque pensé que serías capaz de consultar las Páginas amarillas tú solo.
Hubo una pausa al otro lado de la línea, y al oír un ruido de tráfico ella supuso que aún estaría camino del hotel.
–¿Qué quieres decir? –inquirió él.
–Lo que quiero decir es que estoy dispuesta a hacer el trabajo para el que me contrataste: ocuparme de tu correspondencia, de organizar tu agenda, concertarte citas con tus clientes, redactar documentos, y hasta paso por deshacerme por ti de tus conquistas con esos regalos caros pero vacíos de significado, pero no esperes que ejerza también de alcahueta. No recuerdo que ese servicio esté entre los que ofrezco como secretaria en mi página web.
Leo se quedó callado tanto rato que por un momento Eve pensó que se había cortado la comunicación.
–¿Hay algún problema?
¿Que si había algún problema? Para empezar su casa se estaba cayendo a pedazos y el dinero no le llegaba para todas las reparaciones que tenía que hacer; luego tenía el estómago lleno de mariposas y no podía pensar con claridad; y para colmo él esperaba de ella que le buscase una compañera de cama.
–Me has dejado un mensaje en el contestador pidiéndome que te busque a una mujer para esta noche.
Leo soltó una palabrota entre dientes.
–Y pensaste que me refería a una mujer a la que llevarme a la cama –dedujo.
–¿A qué si no?
–Evelyn… ¿no me consideras lo suficientemente capaz de encontrar por mí mismo a una mujer con quien compartir la cama?
–Eso es lo que habría esperado teniendo en cuenta… –se mordió la lengua y se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
¿Pero qué estaba haciendo? ¿Estaba discutiendo con un cliente?, ¿con el cliente del que dependían sus ingresos?
–¿Teniendo en cuenta qué? –la instó él a continuar–. ¿El número de «regalos caros pero vacíos de significado» que te hago enviar de tanto en tanto? Evelyn, cualquiera diría que estás celosa…
«No estoy celosa», habría querido protestar ella, «me da igual con quien te acuestes». Pero aquellas palabras sonaron falsas incluso en su mente.
De acuerdo, sí, se sentía algo decepcionada por que no hubiera ocurrido nada entre ellos años atrás, pero era algo normal, ¿no? Sentía curiosidad, nada más, por saber cómo habría sido hacerlo con él. Claro que, vista la frialdad con que despachaba a las mujeres que pasaban por su alcoba se había sentido afortunada en más de una ocasión de haber escapado a ese destino. Y aun así… aun así no podía dejar de preguntarse cómo habría sido hacerlo con él aquella noche.
Inspiró profundamente para calmarse, espiró despacio y aunque aún estaba maldiciendo para sus adentros esa tendencia suya al masoquismo que la había llevado a contestar el teléfono, sabía que no podía arriesgarse a perder al que probablemente era el mejor cliente que encontraría jamás.
–Perdona; es evidente que malinterpreté el mensaje que dejaste en el contestador. ¿Qué puedo hacer por ti?
–En realidad es algo muy simple –respondió él, visiblemente satisfecho ahora que iba a conseguir lo que quería–. Sólo necesito que me encuentres una esposa.
–¿Lo dices en serio?
Al otro lado de la línea, Leo se frotó la nuca. Aquella llamada no estaba resultando como había esperado, y no sólo porque Evelyn lo hubiese malinterpretado, ni porque desaprobase que fuese de flor en flor –algo nuevo para él, cuando la mayoría de sus secretarias habían intentado ligárselo–, sino porque había algo que lo tenía totalmente desconcertado. Y es que la voz de Evelyn no era en absoluto como había imaginado que sería.
–Si no lo estuviera diciendo en serio no te habría llamado –replicó–. Necesito una esposa, y la necesito para la cena de esta noche con los Culshaw y los Álvarez. Bueno, en realidad tampoco es necesario que se haga pasar por mi esposa; con que finja ser mi prometida será suficiente.
Evelyn se quedó callada, y al mirar por la ventanilla del coche Leo vio que en unos minutos llegarían a su hotel, en el distrito de Southbank. Tenía que dejar aquello solucionado antes del almuerzo que tenía con otro cliente.
–¿Evelyn?
–Sigo aquí, aunque me parece que sigo sin entenderlo.
Leo suspiró. ¿Qué le costaba tanto entender?
–Culshaw tiene sus reticencias respecto a la venta. Quiere asegurarse de que está tratando con gente de valores sólidos, y la verdad, después del escándalo que protagonizaron sus hijos y el resto de miembros del consejo directivo, no le culpo por ello. El caso es que tanto él como Álvarez van a llevar a sus esposas a la cena de esta noche, y yo no quiero presentarme solo y hacer que aumenten las reticencias de Culshaw. No cuando estamos a punto de cerrar el acuerdo. Por eso necesito que encuentres a alguien que interprete el papel de mi prometida por una noche.
–No creo que haya problema en decirle a la gente del hotel que prepare una cena para seis personas en vez de para cinco –comenzó Evelyn. Luego, sin embargo, se quedó callada, y Leo intuyó que iba a poner algún pero.
–¿Y? –la instó, pues se le estaba agotando el tiempo y la paciencia.
–Comprendo lo que pretendes hacer –respondió ella–, ¿pero crees que es una buena idea? ¿Y si Culshaw lo descubre? ¿Qué impresión se llevaría si llega a saber que es un montaje?
Leo apretó la mandíbula. Por supuesto que era un riesgo, pero era un riesgo que tenía que correr.
–Tú encuentra a la mujer adecuada y todo irá bien –le dijo–. Si lees el e-mail que te he enviado podrás hacerte una idea de la clase de mujer que buscamos.
Evelyn se dirigió a su ordenador.
–No pretendo repetirme, pero esto no entra exactamente en mis servicios.
–Ya lo sé, pero necesito que lo hagas, y necesito que te pongas con ello cuanto antes.
–¿Y qué esperas que haga, que me saque una prometida de la chistera? –inquirió mientras abría el programa del correo.
–Búscala en una escuela de interpretación o algo así. Dile que estoy dispuesto a pagar lo que haga falta. ¿Ya has abierto mi e-mail?
–Estoy en ello –respondió ella con tono de resignación.
Su acento australiano le daba un toque de dulzura a su voz, pensó Leo. Le gustaba su voz, decidió, y se preguntó cómo sería su boca.
–Encantadora –dijo Evelyn, leyendo en voz alta la primera característica de la lista que le había enviado.
Leo no estaba seguro de poder decir que su secretaria virtual era encantadora, pero su voz desde luego sí era encantadora.
–Inteligente, con clase… –continuó leyendo Evelyn.
Inteligente era, desde luego. Y si había estado trabajando como secretaria para una empresa varios años como decía en su currículo, cuando menos debía tener buena presencia.
–Espera, se me ha ocurrido algo más.
–Oh, no te cortes, por favor. ¿La quieres rubia o morena? –inquirió ella con sarcasmo.
No, no podía decirse que fuera encantadora precisamente sino más bien incisiva, pensó, pero si le encontraba a la mujer que necesitaba se lo pasaría por alto.
–Creo que no estaría de más que la pusieras al corriente del motivo de la cena de esta noche y que le hablaras de Culshaw y de Álvarez. Sólo las cuatro cosas importantes que debe saber para no meter la pata y para que sea capaz al menos de meter baza en la conversación. Y por supuesto también tendrás que contarle algo de mí. Ya sabes…
Leo se quedó callado al comprender de repente qué era lo que lo tenía tan desconcertado de Evelyn. Su voz, esa voz que le había parecido tan encantadora, parecía la voz de una mujer con bastantes menos años de los que él le había echado. Y justo entonces tuvo un arranque de inspiración: ¿no sería Evelyn la candidata perfecta para hacerse pasar por su prometida?
–Evelyn, ¿cuántos años tienes?
–¿Perdón?