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Según un viejo dicho, cuando una puerta se cierra, otra se abre, y eso es más cierto en Virgin River que en casi ningún otro lugar en el mundo Después de pasar años en ranchos de la zona de Los Ángeles, Clay Tahoma estaba encantado de ser el nuevo asistente veterinario de Virgin River. La belleza salvaje de aquel aislado pueblecito resultaba cautivadora para un navajo como él, y todos le recibieron con los brazos abiertos... todos menos Lilly Yazhi. Lilly ya había tratado con una buena cantidad de hombres fuertes, callados y tradicionales en su propia comunidad india, y no tenía ganas de aguantar a más. Estaba convencida de que el primitivo y sexy atractivo de Clay no era más que una estratagema para encandilar a ricachonas como su exmujer. Era innegable que se trataba de un hombre con muy buena mano para los caballos, pero no estaba dispuesta a permitir que la controlara. Solo había un problemilla: no podía evitar sentirse atraída por él. Pero en Virgin River, tanto la fe en un nuevo comienzo como el poder del amor lograban que se abrieran puertas por todas partes... Robyn Carr se supera a sí misma en estas cautivadoras historias Library JournalUna nueva serie televisiva, basada en las novelas de la saga Virgin River de Robyn Carr, se emitirá en Netflix.
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Seitenzahl: 507
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.
NUEVOS COMIENZOS, Nº 157 - junio 2013
Título original: Promise Canyon
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Traducido por Sonia Figueroa Martínez
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3125-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Clay Tahoma se internó en las montañas del condado de Humboldt, en el norte de California, por la estrecha carretera 36. Era una ruta plagada de cerradas curvas, y según su GPS, tras la próxima a la izquierda iba a llegar a Virgin River. Aquel pueblo parecía ser el más cercano al lugar al que se dirigía, la Clínica Veterinaria Jensen, razón por la que quería pararse a echar un vistazo. Justo cuando estaba acercándose a la curva, vio que un poco más adelante había unas camionetas aparcadas a un lado del camino.
Sintió curiosidad, así que paró y se bajó para ir a ver lo que sucedía. Pasó junto a varios vehículos mientras se dirigía hacia un voluminoso camión de plataforma, y se acercó a uno de los hombres que observaban cómo se apartaba del borde de la carretera una carretilla elevadora de la que colgaba un grueso cable. El desconocido era tan alto como él y vestía camisa a cuadros, vaqueros, botas, y gorra.
—¿Qué es lo que pasa, amigo? —le preguntó Clay.
—Uno de los vecinos del pueblo se ha salido de la carretera y se ha ido colina abajo; por suerte, ha topado enseguida con un árbol bastante grande, y ha podido salir del coche y subir a pie.
—¿Quién está subiendo el coche?
—Uno de nuestros muchachos tiene maquinaria de construcción, es un contratista de la zona —el hombre le ofreció la mano, una mano grande y fuerte, antes de añadir—: Jack Sheridan. ¿Eres de por aquí?
—Clay Tahoma. Soy de Flagstaff, de la nación navajo, pero llevo tiempo viviendo en Los Ángeles. He venido a trabajar con un viejo amigo, Nathaniel Jensen.
A Jack se le iluminó el rostro al oír aquello, y exclamó sonriente:
—¡Nate también es amigo mío! Encantado de conocerte.
Jack le presentó a varios de los hombres que estaban allí: a un tal John al que llamaban el Reverendo, a Paul, el dueño del camión de plataforma y de la carretilla elevadora, a Dan Brady, que tenía el puesto de encargado en la empresa de Paul, y a Noah, el reverendo local, que era el propietario del vehículo que se había salido de la carretera. Ninguno de ellos mostró extrañeza al ver a un nativo americano con una coleta hasta más allá de la cintura y una pluma de águila en el sombrero, y fue en ese justo momento cuando la vieja camioneta Ford azul de Noah empezó a emerger por el borde de la carretera.
—¿No tenéis una unidad de tráfico o un cuerpo de bomberos que pueda ocuparse de esto?
Fue Jack quien contestó a la pregunta de Clay.
—No podemos perder todo el día; además, aquí solemos echarnos una mano los unos a los otros. El verdadero problema es este arcén tan inestable. Los de Tráfico lo refuerzan cada vez que hay un desprendimiento, pero lo que necesitamos de verdad es algo más permanente. Lo hemos pedido, pero como por esta carretera no hay demasiado tráfico, no hacen ningún caso a nuestra solicitud —señaló con un gesto de la cabeza hacia la parte de la carretera a la que se refería, y añadió—: Un autobús escolar cayó por esa parte de la colina hace un par de años. No hubo heridos de gravedad, pero podría haber sido una verdadera tragedia. Ahora contengo el aliento cada vez que hay hielo en la carretera.
—¿Por qué no ponen un pretil?
—Porque somos muy pocos habitantes, y se trata de una población no incorporada de un condado en recesión que tiene problemas más graves. Estamos acostumbrados a encargarnos nosotros mismos de todo, en la medida de nuestras posibilidades.
—En agosto no hay hielo, ¿qué es lo que le ha pasado al reverendo?
Fue el propio Noah quien le contestó:
—Se me ha cruzado un ciervo, me lo he encontrado justo delante al salir de la curva. Apenas he virado, pero si te acercas un poco más de la cuenta al borde, estás perdido. Madre mía, mi pobre camioneta...
—Está tan destartalada como antes, Noah —le dijo Jack.
—Y que lo digas —apostilló el Reverendo, con las manos en las caderas.
—¡Venga ya! ¡Tiene unas cuantas abolladuras nuevas! —les aseguró Noah con indignación.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Jack—. ¡Esa vieja camioneta es una enorme abolladura en sí misma! —se volvió hacia Clay, y le dijo sonriente—: Ve con cuidado por estas curvas, y saluda al doctor Jensen de mi parte.
Clay Tahoma llegó a la Clínica Veterinaria y Establos Jensen en su camioneta, que llevaba enganchado un voluminoso remolque para caballos en el que había metido sus pertenencias; después de apagar el motor, bajó del vehículo y le echó un vistazo a las instalaciones, que consistían en una consulta contigua a un espacioso establo, un corral techado redondo de buen tamaño para llevar a cabo la doma y los exámenes, varios prados donde los caballos podían ejercitarse a sus anchas, los apartaderos, y unos cuantos potreros pequeños donde poder ponerles los arreos de forma controlada e individual. No era aconsejable ponerles los arreos a varios caballos juntos a menos que se conocieran, ya que podrían ponerse agresivos.
Enfrente de la clínica, al otro lado de una zona de aparcamiento donde había espacio suficiente para camionetas y remolques, había una casa lo bastante grande para albergar a una familia numerosa. El complejo estaba rodeado de árboles de verdes copas que se mecían con suavidad bajo la brisa de primeros de agosto.
El aire olía a heno y a caballos, a polvo y a flores, a calma y a satisfacción, y su olfato captó también el aroma de una madreselva cercana. Se agachó hasta apoyarse en el tacón de una bota, tocó el suelo con sus largos dedos morenos, y le embargó una profunda sensación de paz. Aquel era un buen lugar, un lugar prometedor.
—¿Qué haces?, ¿algún ancestral ritual navajo? —le preguntó el doctor Nathaniel Jensen, que había salido de la consulta y se dirigía hacia él mientras se limpiaba las manos en una toallita azul.
Clay se echó a reír, y se puso de pie antes de contestar:
—Estaba aguzando el oído para ver si se acercaba la caballería.
—¿Qué tal el viaje? —Nate se metió la toalla en el bolsillo y alargó la mano.
Clay se la estrechó con fuerza al contestar sonriente:
—Largo... y aburrido, hasta que cerca de aquí me he encontrado a unos tipos de Virgin River remolcando una camioneta colina arriba. El reverendo del pueblo se ha salido de la carretera al esquivar a un ciervo. No hay heridos, pero he oído un montón de quejas. ¿Qué tal va el nuevo edificio?
—De maravilla. Te lo enseñaré después de darte algo de beber —sin dejar de estrecharle la mano, le dio una amistosa palmada en la espalda y añadió—: Siento mucho lo de Isabel, Clay.
—No estaría aquí si no nos hubiéramos divorciado —admitió, con una sonrisa llena de melancolía—; además, aparte del hecho de que no estábamos casados ya, la verdad es que las cosas apenas habían cambiado entre nosotros.
—¿Cómo es posible que un divorcio no cambie casi nada? Da igual, no me lo expliques. Prefiero no saber más de la cuenta.
Clay se echó a reír a pesar de no tener claro si la situación tenía gracia. Isabel y él se habían enamorado a pesar de que no hacían buena pareja. No se parecían en nada, y tenían muy poco en común más allá del mundo equino... y en dicho mundo, estaban en extremos opuestos: ella era una rica amazona de ascendencia sueca, una criadora de caballos, una rubia despampanante y cautivadora que había crecido rodeada de lujos, y él era un herrador navajo, un técnico veterinario que se había criado en una reserva. Habían sentido una insensata atracción mutua y se habían casado, pero tal y como cabía esperar, no habían tardado en surgir tanto problemas de comunicación como discrepancias por el tipo de vida que cada uno prefería; por si fuera poco, los familiares de Isabel parecían estar convencidos de que se había casado con ella por dinero, y habían hecho patente su desaprobación. De modo que no le había tomado por sorpresa que ella le propusiera el divorcio, y no se había opuesto. Era lo mejor para los dos y había aceptado los términos del divorcio que ella había impuesto, pero aún sentían cariño el uno por el otro y no habían dejado de acostarse juntos. Seguro que el padre de Isabel dormía más tranquilo sabiendo que su hermosa y adinerada hija ya no estaba legalmente unida a un navajo de recursos limitados que aún conservaba algunas antiguas creencias tribales; además, a su exsuegro tampoco le entusiasmaba ni mucho menos que tuviera un hijo de una relación anterior. Gabe vivía en la nación navajo con sus abuelos paternos y el resto de la familia, pero seguía formando parte de su vida, y esa era una historia que no le hacía ninguna gracia a la familia de Isabel.
Nate Jensen había trabajado con Clay años atrás en Los Ángeles, mucho antes de hacerse cargo de la clínica veterinaria que su padre tenía cerca de Virgin River, y cuando la técnica veterinaria que había trabajado primero para su padre y después para él había decidido jubilarse, le había llamado para preguntarle si conocía a alguien adecuado para el puesto.
—Se me ocurren un montón de candidatos excelentes —le había contestado Clay—, pero me apetece cambiar de aires, y tengo familia en esa zona. ¿Estarías dispuesto a contratarme a mí?
Nate había aceptado la propuesta sin dudarlo, ya que Clay era un técnico muy reputado que también podía hacer de herrador, y el asunto había quedado solucionado.
—Tengo té y limonada en la casa, ¿te ayudo a descargar algo?
—No, creo que voy a dejarlo todo en el remolque por ahora. ¿Seguro que no te importa que use la vivienda que se supone que el técnico solo usa cuando le toca el turno de noche?
—Es tuya todo el tiempo que quieras, aunque hay otras opciones... puedes vivir en casa con Annie y conmigo, hay espacio de sobra, y si quieres un sitio más grande para ti solo, podemos ayudarte a encontrarlo. La decisión es tuya, amigo mío. No sabes cuánto me alegro de que hayas venido.
—Gracias, Nathaniel. Con la vivienda del técnico tengo más que suficiente —le aseguró, con una cálida sonrisa—. Venga, vamos a probar esa limonada y a echar un vistazo a este lugar.
—¿Vas a cenar hoy con nosotros?
—Será todo un privilegio. Me cuesta imaginar a una mujer dispuesta a casarse contigo, y estoy deseando conocerla.
—Annie va a dejarte boquiabierto, es fantástica.
Clay tenía treinta y cuatro años y le habían criado navajos legendarios. Había una larga lista de jefes, ancianos, locutores de claves de la Segunda Guerra Mundial, místicos y guerreros. Eran naturalistas y espiritualistas, y aunque de niño le había costado lidiar con las historias y las enseñanzas de su padre y sus tíos, al final había acabado por entender el valor de algunas de aquellas lecciones. En más de una ocasión le habían rescatado, se habían unido para ayudarle a darle un giro a su vida, y solo por eso ya les debía su respeto y su gratitud.
Se había criado en las montañas y los desfiladeros de la zona de Flagstaff, en un extenso rancho familiar situado en la nación navajo. En la reserva había bastante pobreza, pero a algunas familias les iba bien; aunque los navajos no construían casinos, poseían magníficas tierras de gran valor, y la familia Tahoma era muy pudiente en comparación con las demás. Vivían con sencillez, ahorraban, invertían, se expandían, construían, y aumentaban el valor de lo que tenían. No se les consideraba una familia rica, pero Clay y su hermana habían crecido en una casa grande y acogedora situada dentro de un complejo familiar que incluía a tías, tíos y primos.
Clay había tenido una novia a los dieciséis años, una joven a la que había conocido en un partido de fútbol americano, pero a pesar de que estaban enamorados, los padres de ella la habían presionado hasta lograr que cortara con él. Varios meses después, cuando había ido a verla en un intento desesperado de recuperarla, había descubierto que estaba embarazada; aunque ella se lo había negado, él tenía la certeza de que el hijo era suyo, de que iba a ser padre a pesar de su juventud.
No había tenido más remedio que contárselo, abochornado, a sus padres y a sus tíos, y ni que decir tiene que estos habían ido a hablar de inmediato con la familia de la joven. Los padres de esta habían argumentado que él no tenía nada que ver con la situación de su hija, y que ya lo tenían todo dispuesto para que una acaudalada familia de Arizona que no tenía vínculo alguno con la comunidad nativa adoptara al bebé.
Los Tahoma tenían ayuda jurídica a su alcance a través de la tribu, y ninguna tribu del mundo se quedaría de brazos cruzados si intentaran arrebatarle a uno de sus miembros. Cuando quedó claro hasta dónde estaban dispuestos a llegar con tal de quedarse con el bebé si se demostraba que era de Clay, la familia de la joven se había limitado a ceder sin más; al fin y al cabo, había leyes que evitaban que nativos americanos se dieran en adopción en contra de la voluntad de sus familias. Gabe se parecía tanto a Clay, que el parentesco era innegable, y lo habían llevado a vivir a la casa familiar.
Clay se había encargado de criarlo cuando vivía en la nación navajo, y tras mudarse a Los Ángeles para intentar forjarse una carrera como profesional, iba a verle siempre que podía y hablaba por teléfono con él casi a diario; aun así, lo que realmente quería era tenerle cerca, y aprovechando que estaba divorciado de Isabel y que la familia de esta había dejado de formar parte de su vida, se había planteado la posibilidad de hacer que Gabe se fuera a vivir con él a Virgin River.
Ursula, su hermana, se había ofrecido desde hacía tiempo a encargarse de Gabe, pero su padre insistía en que era mejor que ella se centrara en sus propios hijos y afirmaba que Gabe estaba bien en Flagstaff, con la familia Tahoma. Pero a Clay le gustaba la idea de que Gabe se fuera a vivir con él, de que pudieran ser al fin padre e hijo de verdad; además, viviendo allí, su hijo podría tener un contacto directo con los caballos, que era una oportunidad que él mismo había tenido desde joven.
Su vínculo con aquellos animales se había forjado a una edad muy temprana... por alguna razón, era capaz de entenderles y viceversa; dadas las circunstancias, no era de extrañar que hubiera acabado trabajando en el mundo equino, aunque al principio no había encauzado su trayectoria profesional hacia ese sector. Había iniciado su formación cursando Administración de Empresas en la Universidad de Arizona del Norte, y cuando compañeros de clase le preguntaban por qué no había optado por el Programa de Estudios Indígenas, les contestaba que era un Tahoma, y que como tal, era un experto en aquel tema desde pequeño.
Después de pasar varios años en la universidad, había empezado a trabajar de herrador gracias a la experiencia adquirida junto a su padre y sus tíos. Había trabajado en rodeos, en establos y en granjas, y al final se había formado de forma oficial como herrador y técnico veterinario y había ido haciendo algunos trabajos aquí y allá, fuera de la ciudad. Había pasado algunas temporadas realmente duras por el camino, pero a los veintiocho años le habían ofrecido un buen puesto en el sur de California: trabajar para un criador de caballos de carreras dirigiendo el establo, y con varios empleados bajo su supervisión. Había sido duro dejar atrás a Gabe y a su familia, pero era una oportunidad de oro; además, había dado por hecho que permanecería una larga temporada en el puesto, y que tarde o temprano podría llevarse a Gabe a vivir con él.
Pero se había enamorado de Isabel, la hija del criador, y lo demás ya era historia.
Le había tomado por sorpresa que Nathaniel le llamara para decirle que necesitaba a alguien que hiciera de asistente y de técnico veterinario en su relativamente pequeña clínica, aunque la verdad es que era algo de esperar; al fin y al cabo, su amigo siempre había aspirado a tener una clínica equina propia, a criar caballos de competición y de carreras. El padre de Nathaniel había abierto una consulta veterinaria para atender a los animales de la zona (entre ellos, los caballos), y tras su jubilación, el negocio había pasado a manos de su hijo. Con la ayuda adecuada, Nate podía hacer ambas cosas, criar caballos y ofrecer servicios veterinarios, y en ese momento estaba en plena expansión mediante la construcción de un segundo establo que estaría listo en cuestión de semanas. Annie, su prometida, era una consumada amazona que podía dar clases de equitación, y Nate un muy buen veterinario. El lugar estaba un poco apartado de la carretera principal y la clientela consistía en gran medida en granjeros y rancheros que vivían de la tierra, pero eso no era un impedimento para que Nathaniel pudiera llegar a tener un impacto significativo tanto en el mundo de las carreras como en el de las exhibiciones.
Clay recibía llamadas a todas horas, ofertas de empleo y solicitudes de ayuda. Propietarios, criadores y veterinarios requerían sus servicios, y le habían pagado salarios que superaban en mucho lo que iba a pagarle Nate; además de sus conocimientos técnicos, circulaba un rumor que él mismo alimentaba: se decía que era capaz de comunicarse con aquellos magníficos animales, que les leía la mente y viceversa... que era un susurrador de caballos.
Quizás lo fuera, y quizás no. Tenía suerte con los caballos, pero lo cierto era que nunca les atosigaba y que sabía valorarlos, y ellos lo notaban. Había tres razones por las que había aceptado sin dudarlo la oferta de Nathaniel: la primera era que su hermana, Ursula Toopeek, vivía en la zona. Estaba casada con el jefe de policía de Grace Valley, un pueblo cercano, y tanto ellos como sus cinco hijos mantenían una estrecha relación con él. La segunda razón era que respetaba los conocimientos y la ética de Nathaniel, y estaba convencido de que la expansión del negocio que estaba llevando a cabo podía llegar a ser un éxito; además, Nate no basaba ese potencial éxito en los poderes místicos que él pudiera tener con los caballos.
Y la tercera razón era que había llegado el momento de cortar de forma definitiva con Isabel.
Clay conocía a Nate desde hacía años, pero nunca antes había estado en la clínica veterinaria que su amigo tenía en el norte de California; aun así, estaba familiarizado con la zona hasta cierto punto, porque había ido muchas veces a Grace Valley para visitar a su hermana. Fueron a por un vaso de limonada antes de recorrer las instalaciones, y la verdad es que Clay se quedó impresionado con el establo nuevo que estaban construyendo, que iba a ser una maravilla. La vivienda destinada al técnico veterinario, que se encontraba en el establo original, era pequeña pero adecuada, y se había construido para aquellas noches esporádicas en que hubiera un animal enfermo y alguien tuviera que quedarse a dormir en el establo por si surgía alguna emergencia. Consistía en una única habitación con un pequeño cuarto de baño con ducha, una nevera pequeña y varios estantes. La cama plegable estaba integrada en una estructura pegada a la pared que constaba de armario, cajones y estanterías, y justo enfrente, bajo la única ventana de la vivienda, había una cómoda. Virginia, la técnica que se había jubilado recientemente, había añadido un microondas y un hornillo para poder calentar té o hacer palomitas, y había tenido el detalle de dejarlos allí.
Había una lavadora y una secadora de tamaño industrial en el establo, y cuando su amigo le ofreció que usara las de la casa para que no tuviera que mezclar su ropa con excreciones de caballo y sangre, Clay se echó a reír y comentó:
—¿Qué más da?, seguro que tendré la ropa llena de todo eso.
—No sé, a lo mejor es algo psicológico. Oye, Clay, estoy seguro de que pronto te hartarás de vivir en el establo.
—¿Por qué?
—Es demasiado pequeño y no hay con qué entretenerse... no hay tele ni reproductor de DVD. No quiero que acabes dejando el puesto por vivir en un sitio tan pequeño, hay otras opciones. Si no te apetece vivir en casa con nosotros, podríamos traerte una casa móvil, hay terreno de sobra donde tenerla aparcada. Y si no, podríamos echar abajo una pared y ampliar la vivienda cuando el establo nuevo esté listo, es cuestión de semanas.
—Me plantearé esas posibilidades antes de presentarte mi dimisión por falta de lujos —Clay se echó a reír de nuevo antes de añadir—: Ni te imaginas cómo vivía cuando iba de un lado a otro con el rodeo, y era más feliz que nunca en ciertos aspectos.
—Pero eso era entonces, y estamos hablando del presente.
Eso era cierto; llegados a cierto punto, a un hombre le hacía falta tener estabilidad aunque no echara raíces. Él había vivido en la enorme casa de Isabel, en la que una tal Juanita y la hija de esta se encargaban de cocinar y limpiar a diario, pero nunca se había sentido cómodo allí a pesar de que se trataba de una casa preciosa. Era demasiado grande, y su diseño estaba más centrado en el entretenimiento que en la vida cotidiana. Isabel tenía muchos conocidos adinerados e influyentes, y no solo en el mundo de los caballos.
Hacía seis años que la había conocido, cinco que se había ido a vivir con ella, se habían casado hacía cuatro, había accedido a divorciarse de ella hacía dos años y, medio año después, cuando el divorcio se había hecho efectivo, había alquilado una pequeña cabaña situada al otro lado de la finca de la familia de ella; aun así, Isabel le había invitado con frecuencia a la enorme casa... y a su cama, e incluso había llegado a ir a verle a la cabaña alguna que otra vez. Había muchas complicaciones que impedían que el matrimonio funcionara, pero entre ellos existía una química innegable. La única forma de cortar de raíz aquella situación era yéndose a vivir a cientos de kilómetros de distancia de ella.
—Voy a vivir sin problemas en las instalaciones del establo, Nathaniel —le aseguró, mientras salían de la nueva construcción y entraban en el cercado—. Deja que me aclimate primero, y puede que entonces busque alguna alternativa. He traído una tele de pantalla plana y mi iPod, y también tengo una guitarra y una flauta...
—Si necesitas cualquier cosa, solo tienes que decírmelo. Ah, ahí está Annie.
Cruzaron el cercado para acercarse a una mujer que estaba cepillando a un lustroso purasangre cerca del establo original, y Clay sonrió con aprobación, y quizás algo de envidia, al ver que su amigo le pasaba un brazo por la cintura y la besaba en la mejilla. Ella le miró por encima del hombro de Nathaniel con una cálida sonrisa y ojos chispeantes, se pasó el cepillo a la mano izquierda antes de ofrecerle la derecha, y apenas esperó a que el beso de su prometido terminara antes de decir:
—Hola, supongo que eres Clay. ¡Al fin! Cuánto me alegra conocerte.
Era una mujer muy atractiva de belleza natural y piernas largas, una pelirroja delgada y alta (aunque a esto último contribuían en parte las botas que llevaba) de pelo lustroso, brillantes ojos verdes y una pecosa tez sonrosada. Su sonrisa era firme, al igual que su apretón de manos.
—Encantado de conocerte —le dijo Clay—. ¿Cómo consiguió Nate que accedieras a casarte con él?
Ella no se tomó a mal la broma. Soltó una carcajada, y contestó sonriente:
—Estábamos deseando que llegaras, Nate me ha contado un montón de anécdotas y vivencias que tuvisteis juntos. He oído que tienes una relación especial con los caballos, y tengo unos cuantos a los que les iría bien una charla contigo para aprender buenos modales —al ver que él se limitaba a echar la cabeza un poco hacia atrás y la miraba en silencio con una sonrisa tolerante, añadió—: No te preocupes, ya sé que no te gusta airear esa habilidad.
—Lo haría si pudiera contar siempre con ella, pero algunos animales son más reservados que otros y no me gustaría decepcionar a nadie. Tengo otras aptitudes.
—Sí, eso me han dicho. Eres el mejor herrador de este mundillo, y tienes material de diagnóstico digital para el examen de motricidad, alineamiento y rendimiento deportivo. Tengo muchísimas ganas de ver una demostración.
La sonrisa de Clay se ensanchó al oír aquello.
—Es el programa informático ONTRACKEQUINE, estoy deseando enseñároslo.
—Pero también estoy muy interesada en esa otra habilidad tuya —Annie bajó la voz al añadir—: La de susurrar a los caballos.
—¿Has cultivado algo alguna vez?
—Es hija de un granjero, puede cultivar lo que sea —apostilló Nathaniel.
—¿Les hablas a las plantas? —Clay esperó a verla asentir antes de añadir—: ¿Reaccionan ellas a tu voz?, ¿crecen sanas y fuertes?
—A veces. He oído que es por el oxígeno que les pasamos con nuestro aliento.
—No, emitimos más dióxido de carbono que oxígeno. A lo mejor es el sonido de tu voz, o tu voluntad, o hipnosis; sea lo que sea, funciona desde que el sol calentó por primera vez la tierra. A veces es mejor aceptar sin hacerse preguntas, y aceptar también que no podemos dar nada por hecho.
Ella se le acercó un poco más antes de preguntar:
—De acuerdo, pero ¿podrías hablarme de ese truco mágico que funciona a veces, si prometo no airearlo? ¿Estarías dispuesto a contarme algunas de tus vivencias, de amigo a amiga?
—Sí, Annie, te contaré cosas que me han pasado mientras entrenaba a caballos... pero tienes que prometerme que tendrás en cuenta que nadie sabe si el caballo y yo nos comunicamos, o si el animal decidió dejar de portarse mal y ceñirse al programa de entrenamiento.
—¡Te lo prometo! Bueno, será mejor que vaya a ducharme ya. Tendré la cena lista dentro de hora y media, ¿necesitas algo?
—No, gracias. Voy a por mi petate, Nathaniel me dirá dónde puedo dejar la camioneta y el remolque. Si me da tiempo, yo también me daré una ducha antes de la cena.
A Nathaniel le preocupaba que no tuviera nada con qué entretenerse en la vivienda del técnico, pero después de echarle un buen vistazo a aquel lugar, Clay se dio cuenta de que el mayor inconveniente era la cama, ya que una doble de tamaño estándar era bastante justa para un hombre de piernas largas como él; además, el cabezal de la ducha estaba un poco bajo, pero en el pasado había dormido en su camioneta o en el remolque, había acampado, le habían dejado dormir en catres o en algún sofá, se había acurrucado entre la paja del box de algún establo... en fin, que se había apañado como fuera. Lo mejor de la casa de Isabel era la cama de matrimonio extragrande de plataforma, que era una maravilla incluso cuando la propia Isabel no estaba en ella.
El divorcio se había llevado a cabo sin ningún tipo de convenio. Él no quería nada suyo, y ella no podía pedirle dinero a un herrador siendo tan adinerada. Resultaba interesante el hecho de que no hubiera habido un contrato prenupcial, de que ella hubiera confiado en él tanto en el caso del matrimonio como a la hora del divorcio. Clay intentó recordar si le había dado las gracias a Isabel por ese detalle, ya que la confianza era más importante para él que el dinero; aun así, lamentaba no haberle pedido la cama, ya que realmente valía la pena. Era firme como el suelo sin ser dura como el asfalto... cedía un poco, al igual que la tierra, y era espaciosa, amplia y larga, muy larga.
Después de sacar unos vaqueros y una camisa del petate, cepilló las botas y se recogió el largo pelo húmedo en una coleta. Teniendo en cuenta su piel bronceada, los pómulos altos y la larga coleta de sedoso pelo negro, no le hacía falta adorno alguno para que quedara claro que era un nativo americano, pero en el sombrero llevaba una pluma de águila. Encontrar una daba buena suerte, así que la pasaba de un sombrero a otro cuando el viejo estaba muy hecho polvo y llegaba la hora de comprar uno nuevo.
Al oír que un vehículo se acercaba y que un perro ladraba en la distancia, supuso que había llegado un cliente, así que se puso el sombrero y salió del establo justo a tiempo de ver que una vieja camioneta Ford cargada de heno y pienso retrocedía poco a poco hasta las puertas dobles del establo. Una joven de pelo negro y piel morena bajó con un enérgico salto del vehículo, corrió hacia la parte posterior, y se puso unos gruesos guantes de trabajo antes de bajar la puerta trasera y sacar una bala de heno de más de veinte kilos. Era bajita y esbelta, y aunque debía de medir metro sesenta y pesar unos cincuenta kilos, sacó el heno de la camioneta y lo metió en el establo.
Clay entró en su nueva vivienda para pertrecharse con unos guantes de trabajo que llevaba en el petate, y fue hacia la camioneta justo cuando la desconocida salía del establo. Ella se detuvo en seco al verle, y sus ojos azules se abrieron como platos mientras lo miraba estupefacta. Su reacción iba más allá de la mera sorpresa; de hecho, daba la impresión de que acababa de ver un fantasma.
—No sabía que Nate hubiera contratado a alguien nuevo, no me ha comentado nada —le dijo ella, al ver los guantes de trabajo.
—Soy Clay, deja que te eche una mano.
—No hace falta, puedo sola —pasó junto a él sin más, subió de un salto a la parte trasera de la camioneta, y tiró de otra bala de heno.
Él hizo caso omiso de su negativa, pero sonrió al verla entrar en el establo con el pesado fardo a cuestas. Estaba convencido de que, debajo de la chaqueta vaquera que llevaba, tenía unos hombros y unos bíceps por los que otras mujeres matarían. Y aquel trasero prieto y redondeado, embutido en unos vaqueros, también estaba más que bien. Pero la muchacha ni siquiera llegaba al metro sesenta y cinco con botas vaqueras, era menudita, firme... y joven.
Entró en el establo cargado con dos balas de heno, y ella se sobresaltó al volverse y encontrarle justo detrás con un fardo de veinte kilos en cada mano; tras unos segundos en los que dio la impresión de que intentaba encontrar las palabras adecuadas, acabó por decir:
—Gracias, pero puedo hacerlo sola sin problemas.
—Yo también. ¿Te encargas siempre del reparto de pienso?
—Los lunes y los jueves —le contestó, antes de pasar junto a él a toda prisa con la mirada gacha. Al llegar a la camioneta agarró otra bala de heno, con lo que solo quedaron por bajar dos sacos de pienso que había al fondo del vehículo.
Clay fue tras ella y le preguntó sin más:
—¿Cómo te llamas?
—Lilly —tiró del heno para bajarlo de la camioneta, y añadió con un resoplido—: Yazhi.
—¿Eres hopi?, ¿una hopi de ojos azules?
Lilly vaciló antes de contestar. El gen de ojos azules debía estar en ambas ramas parentales para que un hijo naciera con ojos de ese color y, aunque ella no sabía quién era su padre, siempre le habían asegurado que su madre estaba convencida de ser una nativa americana al cien por cien.
—Sí, por lo menos en parte —se limitó a decir al fin, mientras levantaba el heno—. ¿De dónde eres?
—De Flagstaff.
—¿Eres navajo?
—Exacto.
—Somos enemigos ancestrales.
—Yo ya lo he superado, ¿tú sigues enfadada? —le contestó él, con una sonrisa de oreja a oreja.
Ella lo miró con sorna antes de dar media vuelta, cargada con el heno. Estaba claro que aquella nativa americana menudita no quería jugar, pero él no pudo evitar notar de nuevo sus hombros tensos y los firmes músculos que se adivinaban bajo aquellos vaqueros.
—No les presto atención a esas cosas —le aseguró ella antes de entrar en el establo.
Clay soltó una pequeña carcajada y agarró los dos sacos de pienso; después de colocarlos uno encima del otro, se los echó al hombro y fue tras ella.
—¿Dónde quieres que los ponga? —le preguntó cuando la alcanzó.
—En la sala de almacenamiento, con el heno. ¿Cuándo has empezado a trabajar aquí?
—La verdad es que hoy mismo. ¿Hace mucho que traes el pienso?
—Un par de años, a tiempo parcial. Vengo de parte de mi abuelo, que es el propietario del almacén de piensos. Es un anciano hopi al que no le gusta hacer negocios con gente ajena a la familia, el problema es que queda poca familia.
Clay entendió a la perfección a qué se refería, tanto sobre su gente como sobre su familia; en primer lugar, casi todo el mundo prefería que se le llamara por su nombre tribal, y la familia lo era todo. Les costaba mucho confiar en alguien que no perteneciera a su raza, a su tribu... a su familia.
—En mi familia también hay un par de abuelos bastante mayores, es encomiable que le ayudes.
—Si no lo hiciera, no dejaría de sermonearme.
Clay empezó a notar detalles de su rostro que le resultaron muy atrayentes. El corte de pelo que llevaba era moderno, más corto por atrás y más largo a lo largo de la mandíbula, sus cejas tenían una forma preciosa, sus ojos azules chispeaban, y le brillaban los labios. No llevaba maquillaje, y su piel era tan suave y tersa, que parecía mantequilla color canela. Era toda una belleza, y calculó que debía de tener unos veintipocos años como mucho.
—¿Qué haces cuando no estás repartiendo pienso los martes y los viernes?
—Los lunes y los jueves, presta atención. Trabajo en el almacén de piensos.
—¿De empaquetadora?
—Me encargo de la contabilidad, de los pagos y los cobros.
—Ah. ¿Estás casada?
—Oye, mira...
—¡Hola, Lilly! ¿Cómo te va? —exclamó Nate, que acababa de salir de la casa y se dirigía hacia ellos con tres border collies siguiéndole los talones—. No te he oído llegar. Ya veo que has conocido a Clay, mi nuevo ayudante.
—¿Tu ayudante?
—Técnico, herrador, y ayudante en general. Clay puede hacer de todo mientras levantamos el negocio.
—Entonces, ¿Virginia se ha ido de verdad?
—En cuanto supimos que Clay venía de camino, cumplió con su amenaza de jubilarse. Ahora puede pasar más tiempo con su marido y sus nietos. Voy a añadir muchos servicios equinos, y ella no se veía con fuerzas para lidiar con eso. Conozco a Clay desde hace mucho tiempo, tiene muy buena reputación dentro del mundo de los caballos. Trabajamos juntos hace años en Los Ángeles.
—La vi hace unos días, pero ni se me pasó por la cabeza que fuera a marcharse tan pronto; de hecho, di por sentado que iba a quedarse unos meses más.
—Sí, ella y yo también lo creíamos, pero por suerte, Clay ha podido venir en cuestión de días. En cuanto él aceptó el empleo, Virginia le dio gracias a Dios y se fue a casa. Se ofreció a venir a echar una mano o a encargarse de explicarle cosas a Clay si le hacía falta, pero está deseando tener tiempo libre. Llevaba varios años hablando de jubilarse, pero hasta que encontré a Annie no quiso dejarme solo en la finca. Estaba convencida de que el negocio se habría ido a pique estando yo solo.
Lo dijo sonriente, y Lilly comentó:
—Vas a echarla de menos.
—Sé dónde encontrarla, y tú también. Ve a verla alguna que otra vez, me ha prometido galletas gratis para la clínica.
—Claro que iré, no lo dudes. Espera, voy a por tus suplementos vitamínicos.
Sacó un enorme frasco de plástico de la plataforma de la camioneta, y se lo dio antes de sacar del vehículo el albarán de entrega para que él lo firmara.
—Oye, Lilly, dentro de unos días me entregan un caballo árabe. Viene para alojamiento y adiestramiento, aunque me parece que la dueña necesita más adiestramiento que el animal. Trae más pienso en la próxima entrega, por favor. Y saluda a tu abuelo de mi parte.
—De acuerdo, hasta luego.
Ella subió a su camioneta, y Clay esperó a que el vehículo se alejara antes de preguntarle a su amigo:
—¿Siempre viene y se va tan rápido?
—Es muy eficiente y puntual. Su abuelo, Yaz, cuenta con ella... no sé si tiene más familia; que yo sepa, Lilly y él son los únicos Yazhi que trabajan en el almacén.
—¿Qué es eso de que va a llegar un nuevo ejemplar?
—Sí, ha sido algo de última hora. Una mujer que no sabe mucho de caballos, pero a la que le sobra el dinero, compró un valioso árabe con buen pedigrí, y aunque aprendió lo justo sobre el tema para mantenerlo con vida, no puede ni acercarse a él. Su mozo de cuadra se las ve y se las desea para ponerle un ronzal, y ensillarlo es imposible; si consiguen meterlo en el remolque, el mozo se encargará de traerlo hasta aquí para que trabajemos con él. La propietaria quiere montarlo, pero si al final sigue sin poder hacerlo, está dispuesta a venderlo para reemplazarlo por un ejemplar más manso. Cree que el caballo no está bien.
—¿Está castrado?
Nate se echó a reír antes de contestar.
—Qué va, es un potro de dos años que desciende del campeón nacional Magnum Psyche. Me he informado, y no hay duda de que sería demasiado caballo para mucha gente.
—Esa mujer está chalada, ¿cómo se le ocurre comprar un semental joven?
Su amigo le dio una palmada en el hombro antes de preguntarle, sonriente:
—¿He mencionado ya que me alegro de que estés aquí?
—Ni siquiera he deshecho las maletas, y ya tienes un proyecto especial para mí —le dijo, intentando disimular su entusiasmo.
—No disimules. Te preocupaba un poco aburrirte y te alegra que vaya a llegar un caballo difícil, tu cara te delata. Ven, entremos en casa. Annie ha preparado estofado de carne, cuando lo pruebes creerás que estás en el Paraíso.
Lilly seguía un poco nerviosa mientras se alejaba en su camioneta de la clínica de Nate Jensen. El nuevo ayudante era guapísimo y había flirteado con ella, ¡no hacía falta que cargara con dos sacos de pienso de más de veinte kilos! Era un fanfarrón que había intentado impresionarla con su fuerza y con sus brazos musculosos, como si eso fuera a dejarla sin aliento... ¡pues si creía que iba a poder engatusarla, iba a llevarse una gran sorpresa!
En primer lugar, ella se había criado rodeada de nativos americanos, y sabía de primera mano cómo eran. Muchos de ellos tenían problemas de autoestima en la adolescencia debido a la discriminación que sufrían, y una de las formas que tenían de sentirse más seguros de sí mismos era conquistar a una chica. Eso les inflaba el ego, incrementaba sus niveles de testosterona, les subía a tope la autoestima... Ella se había dejado engatusar una vez y había sobrevivido tras sufrir un cruel abandono, ¡no estaba dispuesta a volver a pasar por algo así!
La mayoría de ellos (al menos, la mayoría de los que ella había conocido), tenían ideas anticuadas y se creían con derecho a dar órdenes. Desde la primera vez que bajaban la mirada y se daban cuenta de que eran hombres, adoptaban un papel dominante, y ella ya tenía más que suficiente con un abuelo al que le gustaba dirigirlo todo. Esa era una de las muchas razones por las que mantenía las distancias con los nativos americanos: era capaz de cuidar de sí misma, y no le daba miedo valerse por sí sola; de hecho, le gustaba hacerlo.
Por otro lado, también estaba todo aquel asunto de los hopis y los navajos. Su abuelo no había renunciado nunca a las tradiciones y costumbres tribales y se las había inculcado desde niña, pero aunque ella no renegaba de su vinculación con la comunidad aborigen, hacía mucho que intentaba distanciarse de todo aquello. En su opinión, el hecho de ser una hopi y de sentirse orgullosa de sus raíces no significaba que tuviera que estar inmersa a todas horas en las viejas costumbres tribales; al fin y al cabo, también tenía sangre francesa, alemana, polaca e irlandesa... al menos, eso era lo que le había dicho a su abuelo su madre, que había revelado la ascendencia de su padre a pesar de no haber confesado nunca su nombre.
A ella la habían criado sus abuelos, ya que su madre la había tenido siendo una adolescente y había huido sin dejar rastro. Amigos de la reserva hopi habían oído rumores de que había muerto, pero no había pruebas ni información al respecto; en cualquier caso, no se había vuelto a saber nada de ella, y ni la propia Lilly ni sus abuelos habían intentado recabar más datos.
Su abuelo, un hombre fuerte y extraordinario, había tratado a su difunta abuela como si estuviera hecha de oro puro, pero siempre había sido él quien se había encargado de tomar todas las decisiones. Ella no quería una relación tribal chapada a la antigua como la de sus abuelos, y esa era una de las razones por las que, a la hora de salir con alguien (algo que era bastante infrecuente), elegía a hombres blancos y evitaba a los indomables nativos americanos.
A los trece años, cuando aún era una niña, se había enamorado de un navajo de dieciocho años. Él había sabido conquistarla a la perfección, y la tentación había sido tan fuerte, que ella había desafiado a su abuelo para poder estar con él. Pero la situación se le había escapado de las manos, y cuando la relación había llegado a un trágico final, se había jurado que nunca más se dejaría tentar por otro como él. Nunca.
Seguro que por eso la había impactado tanto la inesperada llegada de Clay. Era tan atractivo como el muchacho que la había destrozado años atrás... no, incluso más. Clay era el hombre más impresionante que había visto en toda su vida, era corpulento, exudaba poder y exotismo.
Al doblar otra curva de regreso al almacén de piensos, vio algo que le llamó la atención: un bulto sobre la hierba, al otro lado de una alambrada de púas en bastante mal estado. Era un caballo tumbado en el suelo, y aunque no era algo fuera de lo normal en aquella zona, aminoró la marcha. La sensación de que pasaba algo malo fue acrecentándose conforme fue acercándose más al animal, y de repente vio cómo se retorcía.
Cuando vivía con sus abuelos en la reserva hopi, había pasado mucho tiempo con los caballos de los vecinos y había montado mucho, pero a los trece años se había mudado a California con su abuelo, y desde entonces había pasado más tiempo con el pienso que con los animales que se lo comían. Su abuelo había comprado el almacén de piensos y grano, pero no tenía animales. Ella había empezado a montar de nuevo en los últimos años, y solo en contadas ocasiones, pero aun así, aún recordaba muchas cosas sobre los caballos.
Aparcó a un lado de la carretera y contempló en silencio al animal, que resultó ser una yegua. La pobre dio una súbita sacudida, rodó un poco antes de ponerse en pie, intentó estirarse, alzó el labio superior y piafó con las patas delanteras mientras coceaba con las traseras... y entonces se desplomó.
Estaba claro que aquel animal estaba enfermo, y mucho. La única casa que alcanzaba a ver desde allí estaba en el extremo opuesto de la carretera, pero quizás hubiera alguien que pudiera decirle quién era el propietario de aquel terreno y de la yegua. Fue a la casa, y le abrió la puerta un tipo desaliñado y en camiseta que no sabía cómo se llamaba el propietario de la yegua, pero sí dónde vivía. Le indicó que siguiera por la carretera hasta la siguiente salida, y que al cabo de unos cuatrocientos metros encontraría una vieja granja con un granero.
Lilly se dirigió hacia allí a toda prisa, y lo que encontró la dejó tan atónita y confundida, que llamó de inmediato al móvil del doctor Jensen.
—Nathaniel, he encontrado una yegua enferma junto a la carretera, y la granja del propietario está desierta. Parece que está abandonada... no hay nadie en la casa, se han llevado los muebles, hay un par de perros bastante flacos vagando por aquí, el comedero está a medias y el abrevadero vacío. La yegua está retorciéndose, piafando y sudando...
—¿Dónde estás, Lilly?
—Cerca de la 36 y de Bell Road, en un camino secundario llamado Mercury Pass, pero no hay ninguna señal indicadora. Un vecino me explicó cómo llegar hasta aquí. La yegua está retorciéndose en el suelo junto a Bell, cerca de la 36.
—Ya sé a qué granja te refieres, es la de los Jerome; que yo sepa, el único caballo que tenían era una yegua negra de doce años, pero no voy por allí desde hace un año, puede que más.
La yegua enferma encajaba en aquella descripción, ya que era un precioso ejemplar negro dosalbo y con un diamante en la testuz.
—Es ella. Es una belleza, y está bastante mal.
—Voy para allá —le dijo él, antes de colgar.
Lilly quería regresar junto al animal cuanto antes, pero optó por dar una vuelta por la granja para asegurarse de que no había otros animales (caballos, cabras, vacas, pollos...) en apuros. Había un pequeño corral abandonado y lleno de excrementos, y el granero estaba hecho una porquería. Había excrementos y trastos por todas partes, pero nada para la yegua... ni una brida, ni una silla de montar, ni un simple cepillo. Detrás del granero había un gallinero con la puerta abierta, y a juzgar por las cáscaras de huevo y las plumas que había por el suelo, tuvo la impresión de que las aves habían quedado a merced de los pumas, los coyotes y los perros salvajes.
Decidió que ya había visto más que suficiente, así que subió a su camioneta y emprendió el camino de vuelta. La yegua se había vuelto a poner de pie, y a juzgar por cómo estiraba las patas y alzaba el labio superior, estaba claro que tenía dolor abdominal. Se desplomó de nuevo después de intentar patearse el abdomen en vano, empezó a retorcerse en el suelo, y al final, con el cuerpo cubierto de sudor, se quedó quieta.
Lilly saltó la alambrada, se arrodilló junto a su cabeza y empezó a acariciarle la testuz mientras le susurraba que todo iba a salir bien, aunque no lo tenía nada claro. Le pareció que transcurría una eternidad hasta que vio aparecer una camioneta con un remolque para caballos, y cuando el vehículo estuvo lo bastante cerca, alcanzó a ver que Nathaniel estaba acompañado de su nuevo ayudante; justo cuando ellos estaban bajando de la camioneta, la yegua luchó por ponerse en pie.
—¿Qué es lo que pasa, Lilly? —le preguntó Nathaniel.
Mientras él apoyaba ambas manos en un poste y saltaba la alambrada, Clay fue a la parte trasera del remolque para bajar la rampa.
—Me parece que tiene un cólico, Nate, y que lleva así bastante tiempo.
—¿Has encontrado a alguien en casa de los Jerome?
—No, es como si hubieran huido. Detrás del granero hay un gallinero con la puerta abierta y un montón de plumas y cáscaras de huevo por el suelo, ¿crees que...?
—Que dejaron a la yegua suelta en el campo, la puerta del gallinero abierta, y abandonaron a los perros a su suerte —Nathaniel echó hacia atrás los labios de la yegua para verle las encías, y comprobó si el estómago le hacía ruido; cuando le palpó el tenso vientre, el animal se movió con nerviosismo—. Por lo que cuenta mi padre, no había tantos casos parecidos desde la época de la recesión. Hay tanto paro, tanta escasez de dinero, que la gente tiene que tomar decisiones muy duras, y hay quien tiene que elegir entre alimentar a sus hijos o a sus animales. Algunos dejan atrás sus propiedades, las hipotecas y los animales, y buscan refugio.
—Se llevaron los muebles —le dijo ella—. La casa y el abrevadero están vacíos, y en el comedero apenas queda pienso. A lo mejor pusieron el pienso que les quedaba en el comedero y dejaron algo de agua en el abrevadero para la yegua, y ella se ha hinchado a comer.
—Puede ser. Hace un par de semanas encontraron río abajo, junto a la carretera, un caballo castrado de unos siete años que había muerto de hambre. No lo reconocí, supongo que alguien que no podía seguir manteniéndolo lo abandonó en algún prado con la esperanza de que lo rescataran.
—¿Por qué no lo vendió?
—Tal y como está la economía, vender es complicado —se volvió hacia Clay cuando este llegó junto a ellos, y aceptó el ronzal y la cuerda que le ofreció—. Gracias, Clay. ¿Podrías ir a por mi maletín? Ah, y prepara diez centímetros cúbicos de Banamine, por favor.
—Hecho.
—¿Qué vas a hacer, Nate? —le preguntó Lilly.
—Tomarle la temperatura, comprobar que no esté enferma. A lo mejor la envenenaron para matarla antes de abandonarla, pero lo dudo. La mayoría de gente que se ve obligada a abandonar a sus animales tiene la esperanza de que sobrevivan. Si tiene un cólico avanzado, le daré Banamine para el dolor, le meteré una sonda gástrica para administrarle aceite mineral, y habrá que ver si eso la alivia. Si se trata de un vólvulo intestinal y hay que operarla... en fin, esperemos que no sea más que una obstrucción.
Lilly se mordió el labio, consciente de lo que pasaba. Nathaniel no podía operar a la yegua, hospitalizarla y cuidarla mientras había un alto riesgo de que acabara muriendo. El animal no tenía dueño, y ningún veterinario podía permitirse el lujo de cargar con el coste de unos tratamientos tan caros por pura caridad.
Cuando Clay regresó con el maletín y el fármaco, ella se apartó a un lado y contempló admirada lo bien que trabajaban juntos. No había ni rastro del Clay que había flirteado con ella, estaba centrado por completo en el animal y en ayudar a su veterinario. Durante la media hora siguiente, la yegua estuvo nerviosa y siguió estirándose y coceando. Clay le había puesto el ronzal y sujetaba la cuerda para controlarla en la medida de lo posible, intentaba mantenerla en pie para que no se le retorciera el intestino, pero su principal función era acariciarla y mantenerla lo más quieta posible mientras Nathaniel la examinaba y le inyectaba Banamine. La yegua se calmó poco después de que se le administrara el medicamento, pero no le gustó lo más mínimo que le metieran por la garganta la sonda gástrica.
Clay y Nathaniel trabajaban juntos de maravilla, como si hubieran vivido aquella situación cientos de veces; al ver que la yegua se resistía cuando intentaban meterle la sonda, Lilly se acercó para intentar ayudarles, pero Clay alzó una mano para detenerla y le ordenó con voz suave:
—No, no te acerques. Está sufriendo, y podría darte una coz. Quédate ahí, por favor.
Cuando introdujeron el aceite mineral y retiraron la sonda, dio la impresión de que la yegua iba a desplomarse de nuevo, pero Nathaniel le pidió a Clay que intentara mantenerla en pie haciéndola andar poco a poco, sin atosigarla. Si seguía retorciéndose en el suelo, aumentaba el riesgo de que se le retorciera el intestino.
—¿Vas a llevarla a tu establo? —le preguntó Lilly a Nate.
—No, de momento no. Puede que lo haga después, si el aceite consigue eliminar una hipotética obstrucción; a decir verdad, tendrá suerte si es una obstrucción y hay algo de movimiento digestivo, porque meterla en el remolque no la beneficiaría ni a ella ni a mí. Seguro que lo destroza a coces, o que se hace daño mientras se retuerce intentando aliviar el dolor que tiene en el vientre.
—¿Vas a dejarla aquí?
—Lo más probable es que tenga que hacerlo, pero con un poco de suerte, el tratamiento hará efecto y mañana por la mañana nos la encontraremos como nueva. Vete ya si quieres, Clay y yo nos encargamos de ella.
—Pero... ¿vais a dejarla aquí sola?
—No nos iremos sin más, Lilly. Esperaremos a ver cómo evoluciona, y si empeora...
—¿Qué? —le preguntó, muy tensa.
—No tiene propietario, y está sufriendo; si empeora, la sacrificaremos.
—¡No!
—Vamos a esforzarnos al máximo por salvarla —le aseguró él, con voz suave y llena de comprensión—. No vamos a rendirnos si vemos que tiene la más mínima posibilidad de salir adelante.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Vete a casa, ya has hecho todo lo que estaba en tu mano. Gracias.
Lilly retrocedió un poco, casi temerosa, antes de contestar:
—No, gracias a vosotros. Cuidadla, por favor.
—Claro que sí. Intenta no preocuparte.
—¿Cómo han podido dejarla así, sin más? ¿Cómo han podido abandonarla?
Lo masculló en voz baja mientras regresaba a su camioneta, pero Clay y Nathaniel no la oyeron, porque estaban centrados por completo en la yegua.
Cuando Lilly hacía el reparto de pienso, usaba alguna de las camionetas de la empresa de su abuelo, a quien todo el mundo llamaba Yaz. Ella tenía un pequeño todoterreno rojo que solía aparcar detrás del almacén, y pasaba gran parte del tiempo lidiando con las facturas, haciendo pedidos, y preparando las nóminas de los empleados. Salía a hacer el reparto dos tardes a la semana con alguna de las camionetas de la empresa, y un empleado se encargaba de ir cargando el vehículo cada vez que regresaba a por más género. Ella servía pedidos a fincas y establos pequeños, los pedidos a ranchos y granjas grandes los llevaban su abuelo y varios empleados en el camión de plataforma. Yaz tenía sesenta y nueve años, y seguía estando tan fuerte como un toro. Había granjeros y rancheros que cultivaban su propio forraje, y otros que iban a buscarlo ellos mismos al almacén para ahorrar algo de dinero.
Cuando llegó al almacén, fue a llevarle a su abuelo las llaves de la camioneta y el talonario de albaranes; le encontró en su escritorio, en la parte trasera del edificio.
—Ya está, abuelo —le dijo, al entregarle las cosas—. ¿Necesitas que haga algo más?
—No, Lilly, gracias. ¿Ha habido algún problema?
—No, el reparto ha ido bien. Al doctor Jensen va a llegarle un nuevo caballo mañana, así que habrá que servirle más cantidad en el próximo pedido.
—¿Hay que hacerle alguna entrega extra?
—No, solo me ha pedido que en el próximo reparto le llevemos más cantidad; por lo que he visto, tiene el almacén lleno —su abuelo ni siquiera apartó la mirada de los albaranes de entrega que ella acababa de darle—. Virginia se jubiló en cuanto supo que su sustituto venía de camino —al ver que él se limitaba a asentir, añadió con toda naturalidad—: El nuevo ayudante es un tipo muy grandote... un navajo.
Yaz alzó la mirada al oír aquello, y esbozó una sonrisa cuando sus ojos se encontraron.
—¿Ah, sí? ¿A qué ha venido a esta zona?
Lilly estuvo a punto de sonrojarse. No tenía ni idea de la respuesta, porque no se lo había preguntado a Clay. Había sido él quien había hecho todas las preguntas, quien había flirteado y se había mostrado cordial; de hecho, solo sabía dos cosas de él: que era navajo, y que era capaz de cargar con dos sacos de pienso a la vez.
—La verdad es que apenas he hablado con él, nos hemos saludado y poco más.
—¿Es bueno con los caballos?
—Sí, es... abuelo, en el camino de vuelta me he encontrado una yegua enferma junto a la carretera, casi seguro que lo que tenía era un cólico. He llamado a Nathaniel y ha venido con Clay, su nuevo ayudante. Han llegado enseguida, pero resulta que los propietarios de la finca donde está la yegua se han ido, vaciaron la casa y abandonaron a los animales a su suerte; según Nathaniel, es algo que está sucediendo cada vez más por culpa de la economía y del desempleo.
—La gente que lo pasaba mal antes, ahora está incluso peor.
—Según Nathaniel, a veces tienen que elegir entre dar de comer a sus hijos o a sus animales, pero hay grupos de rescate de animales, ¿por qué no llaman a uno?
Los ojos de Yaz, unos ojos oscuros enmarcados en un rostro curtido y surcado de arrugas, se humedecieron un poco cuando alzó la mirada hacia ella.
—Esos grupos están al límite de sus posibilidades, y también es una cuestión de orgullo y de vergüenza —se reclinó en su vieja silla antes de añadir—: Cuando un hombre huye de sus deudas, no suele decir adiós.
—La gente que ha abandonado esa finca podría haberse tragado un poco el orgullo, aunque solo fuera para avisar a alguien de que los animales seguían allí.
—En eso tienes razón. ¿Va a recuperarse la yegua?
—No lo sé. Cuando me he ido, Nathaniel estaba tratándola con calmantes y aceite mineral a pesar de que nadie va a pagarle el tratamiento.
Yaz bajó la mirada de nuevo hacia los albaranes, y se limitó a contestar:
—Bueno, al menos sabemos que el animal tiene el mejor cuidado posible.
—Sí, es verdad. Su nuevo ayudante se crio en Flagstaff, supongo que te apetecerá conocerle.
—Sí, sí que me apetece. Será un placer ver a un vecino, aunque sea uno inferior.
Los hopis y los navajos vivían los unos al lado de los otros desde hacía mucho, y alternaban las épocas de paz con las de fricción.
—Hasta el domingo, Lilly —añadió él.
El domingo era el día en que solían comer juntos en casa de su abuelo, y como era una casa tradicional, era ella la que se encargaba de cocinar... además de limpiar y de hacer la colada; desde luego, no podía decirse que hubiera logrado ser una mujer poco tradicional en ese aspecto.
—¡Hasta el domingo! —se despidió, antes de salir del almacén.
Seguía preocupada por la yegua, y el hecho de que aquel asunto le afectara tanto podía deberse a varias razones. Su madre la había abandonado de pequeña, la había dejado con sus abuelos en una reserva de Arizona. Su abuela había fallecido cuando ella tenía nueve años, y aunque Yaz se había quedado destrozado, no se había acobardado ante la tarea de criarla solo, sin la ayuda de una mujer; de hecho, había disfrutado ejerciendo de padre. A los trece años, el chico del que estaba enamorada la había dejado plantada, se había quedado sola y con unos problemones abrumadores. Era consciente de que el abandono era un tema espinoso para ella.
Poco después de su ruptura con aquel joven, Yaz había decidido que se mudaran a California: se había enterado por el amigo de un amigo que el almacén de piensos estaba en venta, y llevaba toda la vida ahorrando para cuando llegara una oportunidad así. De eso hacía catorce años, y ella no se había marchado de casa de su abuelo hasta que había cumplido los veinticinco. Había sido una transición difícil, ya que estaba claro que él quería que permaneciera a su lado para siempre, o al menos hasta que estuviera casada.
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