Nunca es tarde para subirse a un árbol - Jaco Jacobs - E-Book

Nunca es tarde para subirse a un árbol E-Book

Jaco Jacobs

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Beschreibung

Dos curiosos personajes luchan por salvar un árbol y consiguen movilizar a todo un pueblo. Marnus tiene trece años y está harto de sentirse invisible, de vivir a la sombra de sus dos hermanos. Al mayor se le da muy bien batir récords de natación y dejar a las chicas suspirando por él. El pequeño es un crío listo y emprendedor que ha conseguido engañarlo para que cargue con la tarea de fregar los platos durante todo el verano. Sin embargo, una mañana, en la puerta de su casa, aparece una chica llamada Leila. Tiene algo que pedirle: ¿querría ayudarla a salvar un árbol? Una novela juvenil tierna y divertida en la que un chico y una chica de trece años, que no tienen nada de especiales, se convertirán en héroes. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

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Edición en formato digital: septiembre de 2022

Título original: A Good Day For Climbing Trees

En cubierta: © ilustración de Jim Tierney

© Jaco Jacobs 2015, 2018; Originally published in Afrikaans in 2015 as ‘n Goeie dag vir boomklim; English translation copyright © Kobus Geldenhuys 2018

This translation is published by Ediciones Siruela by arrangement with Oneworld Publications through ACER

© De la traducción, Isabel Murillo Fort

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19419-36-1

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Elize, Mia y Emma,

que evitan que me vuelva invisible.

1Lavando platos

—¡Eh, tú, tontolaba!, ¿estás sordo o qué? ¿No has oído el timbre?

Apreté los dientes con rabia y derramé un chorro verde y viscoso de lavavajillas en el fregadero de la cocina.

Cuando la gente te grita de esta manera, poca cosa puedes hacer.

Opción número uno: puedes hacerte el sordo e ignorarlo. Lo cual no es muy buena idea si quien te grita es tu hermano mayor. Y mucho menos cuando tienes un hermano mayor como Donovan.

Opción número dos: puedes amenazar al que te grita con partirle la nariz si se le ocurre volver a llamarte tontolaba. Lo cual, en este caso, sería una tremenda estupidez. Donovan tenía todas las medallas de natación de la provincia, levantaba pesas a diario y engullía esos batidos de proteínas que te hinchan los músculos como globos. Y para rematar el asunto, con quince años de edad, había perfeccionado el arte de esa broma pesada que consiste en tirar del calzoncillo por la cinturilla hasta dejarlo convertido en un tanga. Todos los calzoncillos de mi armario estaban dados de sí.

Opción número tres: puedes darle a entender, empleando muy buenas palabras, que la persona que ha llamado al timbre no viene a verte a ti, teniendo en cuenta que tu mejor (y único amigo) se ha ido de viaje a América con sus padres para pasar allí las vacaciones de Navidad. Pero, una vez más, tienes grandes probabilidades de acabar con un tirón de calzoncillos por las molestias causadas.

Opción número cuatro: puedes utilizar el orden jerárquico normal y corriente y pedirle a tu hermano pequeño que abra la puerta. Aunque, en nuestro caso, el orden jerárquico normal y corriente había dejado de existir. Adrian tenía solo nueve años pero se las había apañado para posicionarse un escalón por encima de mí. Por resumir una larga historia: me había convertido en el esclavo personal de mi hermano pequeño. Y si mi intención era conseguir algo de dinero durante las Navidades, mejor no buscarle las cosquillas y acabar malparado.

Opción número cinco: puedes dejar por un momento los platos, secarte las manos e ir a abrir la puerta.

Adivina qué opción elegí.

La chica que estaba en el porche parecía algo mayor que yo. Llevaba unos pantalones vaqueros descoloridos y el pelo castaño recogido en una cola de caballo. Los aparatos de la boca brillaron con el reflejo del sol cuando esbozó una sonrisa nerviosa.

—¿Hola? Mmm…, ¿venía a ver a Donovan? ¿Adrian…, mmm…, me ha invitado?

Hablaba en preguntas.

Suspiré y grité por encima del hombro:

—¡Donovan, tienes otra clienta!

La chica cambió el peso del cuerpo hacia el otro pie, claramente nerviosa, y se puso colorada como un tomate.

Si mi madre y mi padre llegaran a descubrir algún día lo que estaba ocurriendo en esta casa a plena luz del día, tendrían que ir a buen seguro al psicólogo. Por suerte, los dos trabajaban y no tenían ni idea de que su hijo menor estaba alquilando a su hijo mayor a las chicas del cole. Existe una palabra para calificar esta práctica: ilegal.

Adrian decía que yo era tonto, que aquello no era más que un inocente taller para trabajar la autoestima.

Era de esos niños de nueve años que conocen palabras como «autoestima». Mi padre decía que a los dieciocho o bien sería multimillonario, o bien estaría cumpliendo su primera condena en la cárcel. Mi hermano pequeño era el niño de nueve años más rico que conocía. Había empezado con sus maquinaciones para ganar dinero en el parvulario, cuando durante la temporada de rugby había persuadido a sus amigos para que apostaran por los partidos del fin de semana. Para cuando una madre furiosa se enteró del asunto, mi hermano ya había ganado bastante dinero. Adrian era también el único niño que yo conocía que había acabado expulsado del parvulario. Ni siquiera el hecho de que nuestra madre fuera abogada logró salvarle el pescuezo. Desde que empezó en la escuela de primaria, había estado ganando dinero con el suministro de caramelos baratos a la tienda de chuches. O, al menos, todos sospechábamos que la mayor parte de su dinero provenía de aquel negocio.

Adrian se pasaba el día tramando todo tipo de planes misteriosos para ganar dinero. Mi padre decía que prefería no conocer los detalles. Su último plan (de Adrian, no de mi padre) consistía en alquilar a Donovan para que impartiera clases particulares de besos.

Y efectivamente, chicas como la de los aparatos en la boca que acababa de presentarse en el porche de casa, y que seguía colorada a más no poder, pagaban por el privilegio de besarse con mi hermano mayor.

El año pasado, Donovan había empezado a embadurnarse el pelo con gomina y a levantar pesas y, como consecuencia de ello, se había convertido en un imán para las chicas. Cuando por las tardes iba al entreno de natación, una multitud de chicas del cole se congregaba en la piscina para admirarlo con aquel minibañador que utilizaba. Había roto más corazones que récords tenía el famoso nadador Chad le Clos. Pero por lo visto, las chicas no entraban en razón porque, desde el inicio de las vacaciones, al menos tres o cuatro de ellas habían venido ya a casa para recibir clases particulares de besos. Llegaban y se escondían con Donovan durante media hora a la sombra de la lapa, ese cobertizo con techo de paja que tenemos al lado de la piscina de casa. Y cuando reaparecían, lo hacían con el pelo alborotado, el lápiz de labios corrido y sonriendo como tontas. Yo no tenía ni idea de cuánto les cobraba Adrian por las clases particulares de besos ni qué porcentaje se llevaba Donovan. A lo mejor Donovan lo hacía simplemente para divertirse, porque daba la impresión de que en el cerebro solo tenía chicas. Y cloro de la piscina. No era de extrañar que hubiera aprobado el curso por los pelos.

La chica del porche carraspeó un poco para aclararse la garganta y se frotó los vaqueros con nerviosismo, claramente cohibida. Me dio la impresión de que tenía ganas de salir corriendo.

Si Donovan pasara tanto tiempo delante de los libros de texto como el que pasaba delante del espejo con la gomina y el peine, estoy seguro de que habría sacado como mínimo tres sobresalientes. Se estaba tomando su tiempo, pero no por ello invité a la chica a pasar a casa. Para alguna cosa tenía que servir que mi madre fuese abogada: conocía perfectamente el significado de la palabra «cómplice». Y yo no quería formar parte de esos supuestos «talleres de autoestima» que Adrian y Donovan se llevaban entre manos.

Donovan apareció por fin. Llevaba el pelo perfectamente engominado y apestaba a esa loción para el afeitado tan cara que mi madre le había regalado a mi padre en su cumpleaños.

—Hola —saludó a la chica con una sonrisa de oreja a oreja y me apartó de un empujón, como si yo fuese un tope para retener la puerta con el que no quería tropezar—. Ven, vamos al jardín, a sentarnos en la lapa.

La chica emitió una risilla nerviosa y el rojo de su cara se intensificó varios tonos antes de que desaparecieran por el porche.

Con un suspiro, cerré la puerta y volví a la cocina.

En el jardín, la bomba de la piscina seguía con su chug-chug-chug.

Y el zumbido de la nevera me recordaba el ronroneo de un gato.

En el jardín de enfrente, el señor Bones le estaba gritando algo a la esposa del reverendo, que pasaba por allí con su pastor alemán.

Unos minutos más tarde, Adrian entró en la cocina.

—¿No has acabado aún con los platos, Marnus? —me preguntó en tono mandón mientras sacaba el zumo de naranja de la nevera.

En teoría, debíamos turnarnos entre los tres para limpiar la cocina. Pero al principio de las vacaciones había pedido un adelanto de mi paga y le había comprado a Adrian una PlayStation Portable de segunda mano. Él, a su vez, se la había comprado a un amigo. El cacharro se había estropeado solo una semana después pero Adrian se había negado a devolverme el dinero, argumentando que yo se la había comprado sin ningún tipo de garantía contractual o secundaria. No estaba del todo seguro de qué querían decir esos términos. Pero el caso era que me tocaba lavar los platos cada día y limpiar la cocina a cambio de recibir una paga de mi hermano de nueve años.

Mi vida era una caca.

Oficialmente, aquellas estaban siendo las peores vacaciones de diciembre de mi vida. Me habría gustado poder disfrutar de nuestras habituales vacaciones en la playa, pero mi madre y mi padre habían decidido que iríamos tres semanas a una reserva natural durante las vacaciones de junio y por eso no querían coger muchos días en diciembre. Además, mi madre estaba trabajando en un Proceso Judicial Muy Importante y mi padre confiaba en que las compras de Navidad de este año salvaran su tienda de material deportivo de la quiebra, lo que significaba que cogerse vacaciones ahora era impensable.

El timbre volvió a sonar con la melodía de Jingle Bells. La semana pasada, mi padre había sustituido el timbre normal de la puerta por uno que sonaba con villancicos. Un intento patético de incorporar un poco de alegría navideña a la casa. Sospechaba que, en junio, cuando nos marcháramos de vacaciones a esa reserva natural, y teniendo en cuenta que en Semana Santa este año aún teníamos montado el árbol de Navidad, el timbre seguiría sonando con Jingle Bells.

—¿No piensas ir a abrir la puerta? —preguntó Adrian.

Estaba derramando zumo de naranja en la mesa. En la mesa que yo acababa de limpiar.

Pensé en lo elevada que sería mi factura del dentista después de estas vacaciones: de tanto apretar los dientes los haría picadillo.

Volví a secarme las manos con el paño de cocina y fui a abrir la puerta.

Donde, claro está, había otra chica esperando.

Esta era rubia y parecía de mi edad. Pero sus ojos eran lo primero que veías de ella: grandes, de color azul intenso, con pestañas oscuras.

—Lo siento, pero Donovan aún está ocupado —murmuró—. Tendrás que esperar a que te toque el turno.

La chica frunció el entrecejo.

—¿Qué turno? ¿Quién es Donovan?

—¿No vienes por lo de las clases particulares de besos? —le pregunté.

La ceja de la izquierda de su entrecejo fruncido se levantó un par de centímetros y esbozó una media sonrisa.

—¿Clases particulares de besos?

Noté que mi cara empezaba a encenderse.

—Ehh…, olvídalo. Disculpa. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Firmarías mi petición? —dijo la chica, mostrándome un papel.

Sorprendido, miré la hoja. Parecía arrancada de un cuaderno. Y contenía un listado de firmas, direcciones y números de teléfono.

—Pues… creo que no —contesté.

Mi madre siempre decía que no había que firmar ningún documento a menos que entendieras todas y cada una de las palabras que había allí escritas. Evidentemente, eso de la «garantía contractual» y la «garantía secundaria» lo había aprendido Adrian de ella.

—Es por una buena causa —insistió la chica.

—¿Qué causa? —pregunté.

La media sonrisa se transformó en una sonrisa completa.

—Si quieres, puedo enseñártelo. —Señaló el paño de cocina que yo tenía en la mano—. ¿O prefieres secar los platos?

Mi cara se calentó un par de grados más.

—Umm… es que no sé…

Estaba yo todavía tartamudeando una excusa cuando la chica empezó a reírse. Proyectó la cara hacia delante para intentar disimular la risa tapándose la boca con la mano y capté un brillo burlón en su mirada.

—Anda, vamos. Seguro que los platos pueden esperar un poco. Cuando te haya enseñado de qué va la petición, estoy segura de que la firmarás.

Me cogió de la mano y tiró de mí hacia la verja.

—Por cierto, me llamo Leila.

2El Árbol Del Centro Del Universo

—¿Un árbol?

Miré sorprendido a Leila.

Leila hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Un zumaque blanco. Nombre científico: Rhus pendulina.

—Encantado de conocerte, árbol —dije.

El árbol guardó silencio; parecía un poco triste bajo el calor de primera hora de la mañana.

Acaricié su tronco rugoso.

—¿Se trata de una especie en peligro o algo por el estilo? —pregunté.

—La verdad es que no —respondió Leila, sin despegar los ojos del árbol. Miró entonces hacia arriba, como si quisiera asegurarse de que todas las hojas seguían en su lugar—. Mucha gente planta zumaques blancos en sus jardines. Es un árbol que no necesita mucha agua y además crece rápido. —Lo dijo como si fuera una presentadora de la tele.

Puse mala cara.

—¿Y entonces por qué has creado una petición para salvar este árbol?

Leila se quedó mirándome, mucho rato, como si estuviera decidiendo qué pensar de mí.¿Qué estaría viendo?

No era rubio, no tenía ojos azules, ni tenía los músculos a reventar o el bronceado de mi hermano mayor. Tampoco tenía la nariz respingona cubierta de pecas y la carita monísima y adorable de mi hermano pequeño. No quiero decir con esto que pensara que la cara de mi hermano pequeño era monísima y adorable, pero era lo que al parecer pensaban las señoras mayores… segundos antes de que Adrian las convenciera, mediante algún truco taimado, de que le dieran dinero.

Tenía el pelo castaño, quizá demasiado largo, y lleno de remolinos que lo disparaban en todas direcciones. Tenía los ojos verdes. Cuando estaba con mis hermanos, siempre era el último en el que se fijaba la gente. Marnus el mediano. A veces tenía la sensación de ser invisible.

Leila soltó el aire, muy despacio, mientras seguía mirándome fijamente.

—No es un árbol más —dijo—. Es «El Árbol Del Centro Del Universo».

Lo dijo con un tono que fue como si todas las palabras las hubiera escrito en mayúsculas. Y, sin poder evitarlo, estallé en carcajadas. Aquella chica estaba como una cabra. ¿Qué me habría pasado por la cabeza para acompañarla hasta aquel pequeño parque, a tres manzanas de casa, para que me enseñase un árbol normal y corriente?

—¿El Árbol Del Centro Del Universo? —repetí.

—Olvídalo. —Sus ojos echaban chispas—. Pensé que… Da igual. Déjalo.

Estaba furiosa y esperaba que, llegado ese punto, la chica diera media vuelta y se marchara. Pero, tal y como me estaba fulminando con la mirada, era evidente que el que tenía que largarse de allí era yo.

No fue necesaria ninguna invitación. Me encogí de hombros y eché a andar para volver a casa. No me apetecía seguir charlando de tonterías con una chica medio majara. Además, aún tenía que acabar de lavar los platos.

Me quedaban por delante veintitrés días de espantosas vacaciones de verano.

Sí, los iba contando.

Y cuanto antes acabara con los platos del día, mejor. Porque entonces solo me quedarían veintidós fregaderos más llenos de platos sucios.

—De pequeña siempre venía a jugar a este parque —dijo Leila a mis espaldas. Su voz sonó tan débil que apenas oí lo que me decía.

Me paré.

—Y aprendí a trepar a los árboles en este.

Me volví, pero me dio la sensación de que ni siquiera sabía que yo estaba allí, mirándola. Era como si estuviera hablándole al árbol.

—No todos los árboles son buenos para trepar. El zumaque blanco tiene la corteza áspera. Si resbalas te puedes rebanar la piel, y por eso no es un árbol ideal para trepar. Pero las ramas de este ejemplar son bajas y gruesas, y crecen además muy cerca las unas de las otras, lo que significa que casi es posible llegar hasta lo más alto de la copa. Por eso es perfecto para trepar —decía acariciando el tronco del árbol.

Entonces oímos un ruido y al volvernos vimos que, más allá del césped, se acercaba una camioneta de color blanco con la parte posterior descubierta.

—Son ellos —dijo Leila, con un tono de voz sombrío.