Occidente, llorarás por mí - Javier Barreira - E-Book

Occidente, llorarás por mí E-Book

Javier Barreira

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Beschreibung

Occidente, llorarás por mí es una novela de intriga que narra la investigación de un pequeño suceso que poco a poco deja entrever la mayor amenaza yihadista jamás sufrida por un país. El protagonista, Miguel Aguirre, un hombre curtido en el exigente trabajo de los agentes secretos, es el encargado de resolver este rompecabezas a partir de la comprobación casi rutinaria de un incidente que, poco a poco, se va mostrando como el pico de un iceberg de proporciones descomunales y ramificaciones internacionales. Con un nivel de amenaza y peligro que sube a medida que se va descubriendo la trama criminal, la historia se convierte en una lucha contra reloj. Con esta magnífica novela de espías ambientada en Madrid, Javier Barreira nos ofrece una certera disección de la compleja realidad en la que vivimos y una fascinante reflexión sobre las motivaciones y la influencia de las circunstancias en el comportamiento del ser humano que a pesar de todo nunca termina de explicar el absurdo en el que nos encontramos: una dolorosa guerra invisible entre civilizaciones que no cesa.

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occidente, llorarás por mí

Javier Barreira

Título original: Occidente, llorarás por mí

Primera edición: Abril 2018

© 2018 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Javier Barreira

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Colaboradores: Judit Arís Moreno

ISBN: 978-84-16994-83-0

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

8 semanas para la catástrofe

Recién superado el primer decenio del siglo. Septiembre. La muchedumbre se movía tranquila por la zona del Rastro, culebreando entre los cientos de puestos callejeros que cada domingo por la mañana componen uno de los espectáculos más llamativos de Madrid. Una estampa viva de un pedazo de realidad con sonido propio, con música de voces naturales, de conversaciones, de reclamos comerciales, de pequeñas transacciones económicas. Un cromo viviente que huele a cuero, a plástico, a bisutería, a tela, a transeúntes curiosos. Un súper mercadillo de barrio en el centro de una de las ciudades más pobladas de Europa. Madrid, el pueblo más grande del mundo.

Entre toda esa multitud que curioseaba por los tenderetes, un joven magrebí apuraba el paso y la respiración ajeno a todo ese ajetreo mercantil, incapaz, por más que se esforzara, de escuchar más allá de sus jadeos. Sus lamentos ahogaban la banda sonora de la ciudad, su cara estaba tensa y su cabeza no dejaba de girar para mirar hacia atrás. Sentía que corría peligro. Tras subir por Carlos Arniches, como un rayo accedió a la plaza Vara del Rey y la atravesó en diagonal para llegar a la plaza de Cascorro; la avalancha de gente que se encontró fue tal que le impidió continuar hacia arriba. La marea humana lo arrastraba hacia abajo contra su voluntad. Seguir por la Ribera de Curtidores no estaba en sus planes, pero no había manera de ir contra corriente. Dejándose llevar unos metros consiguió cruzar al otro lado de la calle y, pegado a la pared, subió de nuevo hacia Cascorro. Quizá ese caos estuviera de su parte: por más que se giraba buscando, nada encontraba, a nadie veía; era muy probable que hubiera podido despistar a quienquiera que le estuviese siguiendo. El joven Rachid continuó su camino pendiente de lo que ocurría a su espalda, vigilando su estela, esa de la que, como su propia sombra, no se podía despegar. Una mirada más, nadie sospechoso.

El sudor caía por su frente, pero no era de cansancio físico; era peor que eso, era el sudor del miedo, del que no deja pensar, del que embota el cerebro e impide tomar decisiones. Necesitaba aclarar sus ideas, así que se detuvo a la altura del número 6 de la plaza de Cascorro. Tomó aire y observó. Nadie le prestaba atención. Se podría decir que no existía para nadie, eso era lo que más deseaba en ese momento. Para nadie, salvo para el curioso inquilino del escaparate de una moderna tienda de ropa cuyo estilo no dejaría indiferente a ningún transeúnte. Al volverse, Rachid se encontró de frente con un esqueleto vestido de motero que parecía mirarlo a él y solo a él. Curiosa estampa: un esqueleto utilizado como maniquí, la representación de la muerte, miraba a los ojos al joven marroquí de Boumia. En ese momento, el tiempo se detuvo por un instante.

Rachid siempre había soñado con una vida mejor. Conocía por la televisión cómo era el mundo al otro lado del Estrecho de Gibraltar y, como muchos otros jóvenes de su edad, deseaba partir hacia el norte para experimentar el éxito, para establecerse, para ser alguien y poder regresar cada verano con la cabeza bien alta a su pueblo, donde vecinos, amigos y familiares lo tratarían con respeto y admiración, algo que no ocurriría mientras siguiese encerrado en su aldea con la única perspectiva de dejar pasar el tiempo viendo partidos de fútbol europeo en la televisión de un bar de mala muerte y peor vida.

Fue su amigo Alí quien se lanzó primero a la aventura. Con éxito. Desde que había llegado a Barcelona hablaba con frecuencia por teléfono con su compañero del alma utilizando tarjetas robadas y le contaba con detalle cada descubrimiento que hacía en el centro del universo. Alí le decía que tenía que formar parte de aquello porque sus destinos estaban unidos; era algo que una y otra vez se habían repetido desde niños.

Dos años después, tras cuatro intentos fallidos, el joven Rachid, hijo de Hassan y Amina, consiguió llegar a España por Algeciras y pudo reencontrarse con su querido Alí en Hospitalet, en el cinturón obrero de Barcelona.

Las primeras semanas de su estancia en España resultaron las más interesantes: deslumbrante, fue como entrar en el paraíso. Alí ejerció de maestro, de guía y lo puso al corriente de todo lo que era necesario saber para desenvolverse en Occidente. Y Rachid se maravilló y se emborrachó de modernidad observando y absorbiendo todo lo que paseaba ante sus ojos: se embriagó con los escaparates concebidos para enamorar, con la belleza exótica de las mujeres diseñadas para el deseo, con la potencia y variedad de los coches, preparados para cumplir sueños tras los que correr pero nunca alcanzar, con los multicolores carteles publicitarios que a silenciosa voz en grito fagocitaban la personalidad de presas sin nombre, con la anchura de las calles, listas para poseerlas, con la altura de los edificios, con la música de los bares. Con lo fácil que era vivir sin rendir cuentas a nadie.

Pero en su resaca también pudo comprobar que el paraíso era al mismo tiempo el infierno. El edén, bello espejismo, estaba hermosamente podrido y sus sueños de convertirse en un hombre rico al que todos en su pueblo rendirían pleitesía se fueron esfumando poco a poco. Sin trabajo fijo y animado por Alí, comenzó a frecuentar la mezquita y a participar en reuniones donde gente que se expresaba con vehemencia animaba a jóvenes como él a mirar el mundo con ojos críticos. Fue en esos encuentros donde un hombre de modales delicados se fue ganando la confianza de los dos inseparables marroquíes. Y el mundo se abrió porque aquel hombre, que había llegado de ninguna parte y del que nadie sabía su nombre, se había fijado en ellos y les había asegurado que estaban llamados a convertirse en héroes, en protagonistas imprescindibles de una nueva historia que estaba por escribir. Cada frase de aquel individuo penetró en los cerebros de Rachid y Alí con la eficacia de una flecha afilada. El destino había escrito ya sus nombres en letras de oro; así fue como un buen día, hartos de la vida que llevaban y resentidos con el mundo nuevo que no quería aceptarlos, los dos amigos decidieron dar un paso adelante. Pronto el hombre que vivía entre sombras les encomendó una misión, les dio instrucciones y los caminos de Rachid y Alí se separaron momentáneamente. A Alí lo mandaron hacia el sur y a Rachid lo enviaron a Madrid. Cada uno en su nuevo destino, sin pronunciar una palabra más alta que otra, realizaron de forma eficiente la labor que les había sido encomendada.

Desde aquel día en que se dijeron hasta pronto en Barcelona, los dos amigos inseparables, uña y carne, cuerpo y alma, no se habían vuelto a ver en persona.

Ahora, perdido y solo en medio de la muchedumbre en el centro de Madrid, Rachid no supo si debía maldecir el día en que se encontró por primera vez con aquel hombre de porte mágico. Su cerebro no le dejaba pensar en ese momento; sin embargo, sí le permitió derramar unas lágrimas frente al esqueleto vestido de ángel del infierno del número 6 de la plaza de Cascorro. Un esqueleto, mal presagio. Rachid despertó de sus recuerdos al verse reflejado en el cristal del escaparate y prosiguió su carrera. No lo seguían, quizá los había despistado. Animado, pensó que podría llegar a la humilde buhardilla que ocupaba, hacerse con lo imprescindible y desaparecer.

Dobló la esquina, bajó unos pasos por Embajadores y giró a la izquierda por la calle de la Encomienda, abandonando la zona de mercadillos. El paisaje humano se despejaba por delante y por detrás al adentrarse en el barrio de Lavapiés, aunque la angostura se mantenía en el diseño del barrio y en la cara de Rachid, quien, al llegar a la calle del Amparo giró hacia la derecha y volvió a mirar hacia atrás. Nadie. Resoplando, continuó su camino y se metió por la Travesía de la Comadre mirando de reojo a su espalda.

Fue en ese momento cuando tropezó con un hombre que, vestido con un mono azul de trabajo, portaba en una mano un cubo con varios botes de spray y, bajo el brazo, unos carteles enrollados preparados para ocupar las paredes del barrio anunciando los horarios de los próximos conciertos de un grupo de música. Por el impacto, parte del contenido de un bote de spray se derramó en la cara de Rachid antes de salir disparado por el aire con el cubo y los carteles. El marroquí solo pudo pedir perdón, pero estaba tan lejos cuando lo hizo que el hombre del mono azul ni siquiera le oyó. El joven errante tomó la calle Jesús y María hacia abajo mientras se recomponía del encontronazo frotándose la cara con su pañuelo, intentando secarse el agua del spray. Pero se equivocaba; el contenido del bote de spray no era agua, ni se había derramado por accidente. Rachid, a punto de doblar a la izquierda en la calle Lavapiés, no sabía que estaba viviendo los últimos siete minutos de su vida.

Al comenzar a subir la calle, su cuerpo empezó a pesarle un quintal. En Ministriles Chica se detuvo a tomar aire. Los pocos peldaños de las escaleras de la plaza se le hicieron interminables. Paradojas de la vida, cuantos más escalones subía, más cerca del infierno se hallaba. Antes de llegar a Ministriles el día se hizo noche y perdió la visión periférica. Como pudo, caminó unos metros y giró por San Carlos. El aire no le llegaba a los pulmones. Poco más pudo hacer. Su cuerpo no le respondía, su cerebro se desentendía de él, cada parte de su cuerpo le estaba abandonando. Incapaz de seguir caminando, optó por descansar un rato, pero necesitaba hacerlo en un lugar seguro, así que antes de llegar a Olivar decidió meterse en el único bar de la calle. Atestado de gente, nadie le vio entrar, nadie reparó en su presencia, nadie lo vio ir a los servicios. Entró en uno de los cubículos y allí mismo se dejó caer, junto a la taza del váter. Con una mueca de terror dibujada en su cara, entre espasmos, incapaz de seguir respirando, Rachid abandonó este mundo para siempre. Si su alma fue hacia arriba o hacia abajo, nadie lo sabría.

Solo pasaron unos segundos hasta que la puerta se abrió de nuevo. Era el hombre del mono azul. Hablaba en árabe.

–Está aquí.

Entró, se agachó y comprobó el pulso. Tras él hizo acto de presencia un hombre de mediana edad y rasgos árabes, pelo corto peinado con raya a un lado. Su nombre, Atiq Zariâb. Miró al joven Rachid sin mover un solo músculo de la cara.

–Está muerto –sentenció el hombre del mono.

Zariâb no dijo nada, ni sintió nada. Solo se hizo a un lado para que el segundo de sus acompañantes pudiera acabar el trabajo. El hombre del mono azul acabó de registrar al muerto, le quitó el teléfono móvil que llevaba en un bolsillo y dejó sitio a su compañero. Este sacó una jeringuilla, buscó una vena en el brazo del cadáver y procedió a clavar en ella la aguja para inocularle su contenido. No hizo falta perder más tiempo; la jeringuilla quedó colgando del brazo derecho de Rachid, hijo de Hassan y Amina.

Tan invisibles como cuando entraron, Zariâb y sus dos secuaces abandonaron el bar y se perdieron por las calles de Madrid. Ese Madrid en el que todo es posible.

Más al norte, no muy lejos del hipermercado de Pío XII, en una zona residencial de chalets, algunos de aspecto señorial, dos hombres de rasgos asiáticos salieron de uno de ellos y caminaron unos pocos metros. La zona estaba desierta, o eso parecía. Ni un alma. Solo el canto de los pájaros ponía música a la escena compuesta por calles estrechas salpicadas de árboles y jardines privados. Haría falta estar dentro de la furgoneta blanca de la esquina para oír el disparador de una cámara que no dejaba de fotografiar ni un segundo a los dos hombres. Miguel Aguirre, oficial al mando de un grupo de operaciones especiales del CNI, no paró de tomar fotografías ni siquiera cuando los dos asiáticos entraron en un coche con matrícula diplomática aparcado a pocos metros y abandonaron el lugar. Una vez que el sonido del motor desapareció a lo lejos, se pudo escuchar de nuevo a los pájaros en esa apacible mañana de domingo. Al lado de Aguirre estaba Marcos, un veterano de pocas palabras, cuya única misión parecía consistir en sujetar una pequeña mochila.

–Han entregado la comida. En marcha –ordenó Aguirre.

–Estoy preparada –respondió una voz femenina.

–Es el rojo, no te equivoques, estamos escasos de presupuesto.

Así era Aguirre, el hombre de las ironías en cualquier situación. Eso no lo convertía en un tipo simpático, pero sí en un jefe respetado. Cuando uno de sus hombres o mujeres tenía el honor de recibir un comentario como ese, era señal de aprecio.

–Estoy en marcha.

–No le metas caña, que la alarma ya está muy sensible. ¿Dónde tenemos al peatón? No te veo.

–Estoy caminando –respondió una voz masculina.

–Empieza la función.

Aguirre y Marcos salieron de la furgoneta. Ni un alma en toda la calle; era el momento adecuado. Cruzaron al otro lado y se perdieron por el lateral de la finca del chalet. En ese momento, un hombre más bien bajito, fortachón, con cara de panadero de barrio, caminaba con los periódicos del día en la mano. Era Silva, el agente que acababa de hablar con Aguirre.

A los pocos segundos, un Renault Megane gris apareció por el otro extremo de la calle, conducido por una mujer joven. Al llegar a la altura de la entrada del chalet, la conductora dio un volantazo y se empotró contra un Citroën C2 rojo aparcado en la acera. La alarma del vehículo saltó de inmediato. Del chalet asomó un hombre alto, fuerte, que se quedó tras la verja sin salir a la calle.

Silva se acercó alarmado.

–¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha pasado, criatura?

La conductora trató de abrir la puerta. Con la ayuda de Silva lo consiguió.

–No sé, yo iba conduciendo… Me he despistado un segundo… Me he hecho daño…

–Déjate estar, chiquilla, a ver si va a ser peor.

La alarma del C2 dejó de sonar. Del chalet salió el otro inquilino. Silva vio a los dos hombres tras la verja.

–Caballeros, ¿qué hacen ahí? ¿Podrían echarme una mano? ¿No ven que esta mujer puede estar herida?

Los dos hombres se miraron entre sí sin saber muy bien qué hacer. La mujer, Rebeca, representando a la perfección su papel, salió mareada del coche. Silva apenas la podía sujetar.

–¡Se está mareando!

En ese momento, los dos hombres salieron a la calle y se pusieron a disposición de Silva, que empezó a dar ideas.

–Tú, que eres grande, sujétala en el suelo, sentada, que no se eche.

Acto seguido, se dirigió al otro individuo.

–¿Y tú por qué no le das un poco de aire? Con la chaqueta, hombre, con la chaqueta.

El grandullón se quitó la chaqueta y abanicó a la chica como pudo.

–¡Ya verás cuando se entere mi marido! Qué mala pata, yo solo estaba mirando por el retrovisor…

En la parte de atrás de la casa, Aguirre y Marcos habían aprovechado para saltar la pequeña verja y entrar en el chalet por una ventana de la planta baja. Accedieron al salón y comenzaron a buscar con la vista; se acercaron a las paredes y palparon. A los pocos segundos Marcos dio con algo junto a una estantería.

–Aquí está. Una caja camuflada con la apertura debajo del enchufe. Es una 79 N.

Se trataba de una pequeña caja acorazada de seguridad negra, empotrada en la pared, con su diminuta pantalla y cerradura ocultas tras dos inocentes carcasas de enchufes convencionales.

Aguirre habló por el intercomunicador con el exterior.

–Hemos encontrado la caja. Necesitamos… –miró a Marcos.

–Nada, tres minutos. Es coser y cantar –precisó Marcos.

–Tres minutos. A darles bola. Tres minutos –repitió Aguirre.

Fuera, Silva marcó en su móvil.

–Enseguida aviso al 112; señora, no se preocupe.

–No hace falta que llame a nadie, estoy bien, de verdad. Ya se me ha pasado el mareo, en serio. El problema lo voy a tener al llegar a casa –concluyó Rebeca.

Con la ayuda de los dos hombres del chalet, la joven se incorporó y comenzó a dar unos pasitos para recuperar el aliento.

–Dejaré una nota para que me llamen.

–¿Está usted segura, señorita?

–Estoy bien, de verdad.

Mientras, rebuscó en su bolso hasta dar con un bolígrafo y una libretita. Tras apuntar sus datos, arrancó la hoja y la dejó en el parabrisas del coche siniestrado.

–Es mala suerte, solo he mirado un segundo por el retrovisor –se lamentó ella.

–Pues sí que te va a salir caro ese segundo –replicó él.

Silva guiñó el ojo a los dos matones, que no pudieron evitar sonreír.

–Os agradecería que me ayudarais a sacar el coche. Si me empujáis para ver si arranca… –solicitó ella.

–Por supuesto. Estos te empujan hasta tu casa si es necesario –volvió a tomar la iniciativa Silva.

En el interior del chalet, Marcos abrió la puerta de la caja fuerte y en su interior pudieron ver una carpeta. Aguirre se hizo con ella y tras abrirla comprobó que contenía los documentos que estaban buscando. Mientras sacaba una mini cámara de fotos del bolsillo dio instrucciones a sus hombres.

–Aquí casi hemos acabado. Un minuto.

Con gran habilidad, Aguirre fotografió uno a uno los documentos. Dos disparos por página.

Fuera, Rebeca, ya al volante de su coche, trataba de girar siguiendo las indicaciones de los tres hombres. Pero lo hacía al revés.

–¡No, hija, no! Al revés, que así vas a dejarlo sin chapa. ¡Ay, la virgen! Endereza un poco y pon punto muerto, que te lo empujamos –reclamaba Silva.

Rebeca miró de reojo su reloj y obedeció. Con cuidado, los tres hombres empujaron el Megane, que se desenganchó del Citroën.

–Muy bien, ¿ves? Ya lo tienes. Arranca a ver.

Rebeca giró la llave de contacto, pero el motor no respondió.

Aguirre terminó de fotografiar y metió la carpeta en la caja, Marcos la cerró y volvió a colocar la carcasa de los falsos enchufes.

–En treinta segundos estamos fuera –indicó Aguirre.

Rebeca comenzó a contar mentalmente, al tiempo que seguía fingiendo que trataba de arrancar el coche.

–Empujad un poco, que seguro que ya va –solicitó a los hombres.

Los tres empujaron el coche unos metros y Rebeca por fin arrancó sin problema. Habían pasado exactamente treinta segundos. Los hombres dejaron de empujar y vieron irse el Megane. Rebeca se despidió ondeando el brazo por la ventanilla. Los dos matones regresaron hacia el chalet y Silva se despidió de ellos meneando la cabeza.

–¡Mujer tenía que ser…! –dijo.

Los dos hombres se metieron en la finca sonriendo. Silva siguió su camino a ritmo de paseo matutino. Por el lateral, Aguirre y Marcos saltaron la verja y se dirigieron a la furgoneta.

–Objetivo cumplido. Buen trabajo –concluyó el jefe.

–Me han entrado ganas de irme derrapando, pero me he contenido para ahorrar pastillas de freno –bromeó Rebeca.

Con la misma sorna, remató:

–Ah, Silva, cariño, lo de «¡mujer tenía que ser!» te lo podías meter por el culo, mamonazo.

Al otro lado del intercomunicador se oyó la estruendosa carcajada de Silva.

–A casa –fue la última orden de Aguirre.

Acto seguido desconectó su intercomunicador, arrancó la furgoneta con tranquilidad y desapareció de la zona. A su lado, Marcos, en silencio para variar.

Dos horas después, otro agente se acercaría al Citroën C-2 rojo, fingiría sorpresa al ver el golpe, vería el papel del parabrisas, lo leería, se llevaría las manos a la cabeza, se rascaría, se metería en el coche, arrancaría y desaparecería del lugar. Es posible que uno de los hombres del chalet contemplara la escena desde la ventana sin poder evitar un sonrisa burlona.

Tras entregar el material fotográfico en la sede del CNI en la A-6, Aguirre se fue a casa. Era casi la una de la tarde. Entró como siempre, sin hacer ruido, sin gritar un saludo, sin advertir de su presencia. Dio dos vueltas a la cerradura y dejó las llaves sobre un aparador de madera oscura, un mueble elegante y antiguo, sin duda legado familiar. El resto del domicilio estaba decorado con gusto, de forma austera, funcional, con unas combinaciones de colores en las paredes que denotaban haber sido concebidas por una persona entendida. Su mujer. Se la encontró en su pequeño despacho, afanada delante de una mesa de dibujo, revisando unos planos con suma concentración. Eva le oyó entrar, lo sintió bajo el quicio de la puerta, pero no hizo ni ademán de girarse y saludarlo. Aguirre la miró, contempló su figura, su pelo recogido en una coleta que caía liviana por su cuello y parte de la espalda, y optó por no decir nada. Prosiguió su camino hacia la cocina y se encontró con su hija Marta, de quince años, que salía en ese momento del cuarto de baño en pijama.

–Buenos días, ¿qué haces? –preguntó él.

–Mear. Y me vuelvo a la cama –le respondió ella sin mirarlo a la cara.

–¿A qué hora llegaste anoche?

–A ti qué te importa.

–¿Qué has dicho?

–Si hubieras estado, lo sabrías.

Dicho esto, se metió en la habitación y cerró de un portazo. Aguirre esperó un par de segundos y golpeó con los nudillos.

–¡Marta!

–¡Déjame en paz, tengo sueño!

Aguirre regresó al despacho de su mujer.

–Eva, ¿por qué salió anoche?

–No puedo con ella. ¿Qué quieres que haga? Podrías preguntar menos y ocuparte tú un poco más. –Tras una pausa, prosiguió–. Podrías preguntar si han llamado del instituto y yo te diría que sí. Y te contaría que el director me ha dicho que la han pillado fumando un porro en los servicios. Pero tú no preguntas, tú no estás.

–Me acercaré al instituto.

–Tiene quince años, Miguel.

Eva siguió a lo suyo, trabajando. El que en otros tiempos no muy lejanos fuera un gran estudio de arquitectura en el que estaba empleada no pasaba por buenos momentos y en los últimos meses muchos de sus arquitectos habían sido despedidos. Eso significaba que los que mantuvieron su puesto de trabajo peleaban duro cada día por no perderlo. Domingo por la mañana y ella adelantando trabajo para la semana siguiente.

Aguirre se fue a la cocina, rebuscó en la nevera y sacó las sobras de la cena del día anterior. ¿O era la comida? ¿O la cena del viernes? Daba igual, el caso era meterse algo en el estómago antes de dar una cabezada.

Con un plato de pasta recalentado en el micro-ondas se presentó en el salón, se sentó y se quedó mirando al infinito. Sin apetito. Y tras pensar que su vida familiar era un fracaso, su mente se fue volando hacia atrás, un año, y otro, y otro. Hasta que llegó a la edad de catorce años, a la casa cuartel de la Guardia Civil de A Coruña. Catorce años de los de antes, de los de hace treinta y tres, cuando todo era más fácil, cuando los niños jugaban, estudiaban, compartían, obedecían. Y recordó aquel día en que regresaba del colegio en el autobús número cuatro. Había estado casi todo el trayecto lanzando proyectiles de papel con una goma a las filas del fondo, parapetado tras el asiento, jugando a los comandos, codo con codo con su mejor amigo, Paco. Ese día se había dado mal porque solo había alcanzado a Otero en la cabeza y a Catoira en un hombro. Lástima que su parada fuera de las primeras. Recordó que Paco se bajó primero y que le había dicho unos minutos antes que en cuanto llegara a casa iba a echar una meada de campeonato porque no se podía aguantar más. Bajaron las escalerillas del autobús corriendo. Paco cruzó la calle por delante del vehículo pero no llegó al otro lado. Un coche se lo llevó por delante en cuanto asomó. Ni siquiera el conductor del autobús le vio cruzar. Todo ocurrió muy deprisa, por sorpresa. Un sudor helado envolvió a Miguel, lo atenazó, lo aprisionó. Abrió la boca, pero fue incapaz de gritar. Estuvo paralizado un par de segundos. Y después la vida recobró su pulso y él echó a correr, a correr mucho hasta la casa cuartel para avisar del accidente.

Paco también era hijo de guardia civil. Dejó un padre hundido, una madre destrozada y un hermano pequeño, Ricardo, que se vio obligado a asimilar, pero que no acababa de entender.

Miguel no dejó un solo día de estar al menos un rato con él. En los dos años siguientes ejerció de hermano mayor, de protector, de compañero de juegos y, con una madurez impropia de un adolescente, animó a su protegido, lo motivó, lo alentó para seguir adelante, para estudiar, para formarse y hacer que su hermano fallecido y sus padres se sintieran orgullosos de él. Dos años después, las dos familias siguieron caminos distintos por el traslado a otro destino de los cabezas de familia. Miguel ya tenía claro desde hacía tiempo que quería ser guardia civil. Cuando se despidieron, Ricardo le dijo a Miguel que de mayor también iba a ser guardia civil, como él. Como su nuevo hermano mayor.

A pesar de la distancia, nunca dejaron de tener contacto.

Miguel Aguirre, de vuelta al salón de su casa tras un viaje de treinta y tres años, se preguntó cómo pudo ejercer con éxito de hermano mayor adoptivo con tan solo catorce años de edad y, sin embargo, haber fracasado como padre con cuarenta y tantos.

Al atardecer, un coche de gran cilindrada circulaba por la autovía de Valencia. Hacía poco que había abandonado Madrid. En su interior, tres ocupantes. Detrás, Atiq Zariâb. Delante, sus dos hombres, Ayman Elquasabi, el del mono azul, y Josep Haykal, al volante. Los tres iban en silencio, sin duda eran gente de pocas palabras. Una buena mezcla: un afgano adoptado libanés, un egipcio y un sirio. El terror no tiene bandera.

En poco más de dos horas el vehículo llegaría a su destino. Poco después de Honrubia dejó de lado la A-3 y siguió hacia el sur, pasando por Sisante primero y La Roda después. Allí tomó una desviación y, tras recorrer los últimos kilómetros por una carretera secundaria, el vehículo llegó a una zona poco poblada cerca de Fuensanta, donde el coche se detuvo. A lo lejos divisaron una vivienda discreta, de aspecto humilde, rodeada de una pequeña zona de terreno para cultivar. Diez minutos después de comprobar que no había ninguna actividad en la zona, el vehículo se dejó llevar hasta la entrada de la vivienda de dos plantas, la de abajo constituida por una especie de garaje.

Los tres hombres descendieron, como siempre en silencio. Uno de ellos portaba en su mano una bolsa de plástico de supermercado. Subieron con extrema tranquilidad las escaleras y llamaron a la puerta. No contemplaban la posibilidad de que no hubiera nadie. Al cabo de un rato, un individuo joven, de aspecto magrebí, les abrió la puerta, nervioso y armado.

–Has tardado demasiado en abrir –fue la frase que inició la conversación.

El joven no fue capaz de explicarse; el hombre que tenía delante le infundía demasiado respeto. Pero la mirada de miedo que Zariâb percibió en él le anunciaba que algo no iba bien.

–Nos recibes armado.

–Es por seguridad…

–¿Acaso nos temes? Nosotros no traemos armas.

Zariâb y sus dos hombres extendieron los brazos, abrieron sus finas chaquetas y la bolsa de plástico, mostrando que decía la verdad. Esto pareció tranquilizar al joven, que los puso al corriente de las inexistentes novedades desde la última visita. Todo estaba bajo control, el material estaba seguro, nadie había aparecido por el lugar.

–No he llamado la atención. Todo ha ido perfectamente.

–Bien. Este lugar no existe, su inquilino tampoco…

–Sí, sí, como si no existiera.

–Exactamente.

Por primera vez, Zariâb dibujó una leve sonrisa en el rostro que sirvió para aliviar al joven. No había fallado, todo estaba en orden. Eso lo relajó. Y ese fue el momento en el que Ayman Elquasabi, el hombre del mono azul, sacó de la bolsa de plástico un bote de spray y, sin ninguna explicación y por sorpresa, le roció la cara con él. El joven no supo en un primer momento cómo tomárselo. Se palpó la cara húmeda sin saber qué hacer, mientras los tres hombres permanecían en silencio. El instinto de supervivencia fue lo que lo alertó. Sin saber por qué, trató de correr hacia la puerta y escapar, pero los dos hombres de Zariâb se interpusieron, lo tiraron al suelo y lo inmovilizaron. Cuanto más esfuerzo hacía por zafarse, más aire consumía respirando y más oxígeno notaba que le faltaba. Zariâb se acercó a la ventana y, ajeno a lo que ocurría en la casa, contempló el paisaje. Llano y ondulado, seco y frondoso. Un poco de todo, le recordaba a su tierra. Así estuvo exactamente siete minutos, el tiempo que tardó el joven Alí, hijo de Mohamed y Fatiha, en ir al encuentro de su querido amigo del alma, Rachid.

Haykal procedió a repetir la operación que había realizado horas antes. Sacó una jeringuilla, la clavó en el brazo de Alí, presionó el émbolo e introdujo en la vena el contenido líquido. Tal como ocurriera la vez anterior, no se preocupó por liberar la jeringa del brazo.

Elquasabi y Haykal registraron la vivienda, recogieron el arma de Alí y la metieron en la bolsa de plástico. La casa estaba decorada con sencillez, tal cual había sido alquilada, sin un adorno de más. Por tanto, nada quedaba por hacer allí arriba. Entre los dos cargaron con el cadáver y lo trasladaron al garaje en la parte de abajo, abrieron el portalón y dejaron el cuerpo en el suelo. A continuación, Zariâb echó un vistazo a la caja de aproximadamente un metro veinte por sesenta por sesenta que descansaba en una esquina rodeada de aperos de labranza. Sus ojos se iluminaron cuando contempló el contenido; fue una mirada hechizada tras la cual volvió a cerrarla y mandó acercar el coche. Sus dos hombres metieron la caja en el maletero con sumo cuidado y luego Haykal abrió el cuadro eléctrico de la vivienda, manipuló unos cables y produjo una chispa que prendió con facilidad. Los tres hombres salieron del garaje.

Si no hubiera sido porque los últimos rayos de sol del día se reflejaron en el espejo retrovisor de una bicicleta, ninguno de los tres hombres se hubiera dado cuenta de que un niño de doce años los observaba absorto desde la distancia. Al verse sorprendido, el muchacho tuvo el mismo acto reflejo de Alí, con la diferencia de que él sí tenía espacio por delante. Los tres hombres, sorprendidos, salieron corriendo tras él. Pero el miedo hace pedalear con fuerza, con mucha fuerza. El miedo motiva y anestesia y el niño utilizó sus piernas como nunca antes lo había hecho. No hay dolor, pasando por encima de piedras y ramas, manteniendo el equilibrio como un funambulista que desafía a la gravedad, jadeando sin oírse y levantando una estela de polvo en el camino a modo de imaginario escudo protector. Sin mirar atrás, pedaleando con rabia sin mirar atrás, así fue como logró perderlos de vista. Zariâb optó por detener a sus hombres; era inútil correr tras el pequeño si no iban armados. No era más que un niño con buenas piernas y poca cabeza. El afgano sabía bien lo que se hacía. El miedo a esa edad te hace escapar, pero directo a tu guarida. Zariâb le vio desaparecer pedaleando: no iba en dirección a La Roda, ni a Fuensanta, ni a Villalgordo del Júcar. Iba directo a Tarazona. A su casa. Zariâb supo en ese momento que el niño no iba a ser un problema. Al día siguiente se ocuparía de él.

El fuego ya estaba empezando a extenderse por toda la casa, así que los tres hombres no perdieron un minuto más y abandonaron el lugar en su vehículo de gran cilindrada.

Aunque el trabajo de Aguirre tenía poco de rutinario, sí lo era la manera de empezar su jornada. Como cientos, miles de veces, llegó a la sede del Centro Nacional de Inteligencia y, como en todas y cada una de las ocasiones, pasó el control de seguridad. Decenas de veces viendo las mismas caras que lo conocían y todas y cada una de ellas sometiéndose a los mismos controles. Aguirre solía tomárselo con buen humor e incluso sonreía contemplando mientras tanto el complejo que tenía delante, su lugar de trabajo. Pero esa costumbre empezó a dejar de ser tal con el comienzo de la construcción del nuevo edificio de ocho plantas, conocido coloquialmente como el Hexágono. No le parecía un nombre serio ni con encanto y sabía que el edificio en sí tampoco le iba a gustar; a su parecer rompería el equilibrio urbanístico que había en el complejo. Era lo que tenía convivir con una arquitecta, que el gusto se refina. Con el tiempo, Aguirre se había capacitado para opinar sobre cualquier tipo de construcción y esta no le gustaba, pero las recientes necesidades en materia de lucha contra las nuevas formas de terrorismo habían hecho necesaria la ampliación de la plantilla y la construcción de esa nueva mole.

Así era el complejo del CNI, un conglomerado de edificios asépticos que podrían pasar por sedes de empresas cualesquiera, por oficinas destinadas a cualquier ocupación poco destacable, a cualquier cosa. Porque en eso consistía la ocupación de la gente que trabajaba allí: en cualquier cosa, ser cualquier cosa, y eso incluía todo y nada porque no hacerse notar, pasar desapercibido, era la misión de todos los hombres y mujeres de la casa. Y pasar desapercibidas parecía también el objetivo de todas y cada una de las asépticas estancias de esos edificios. Todo insultantemente funcional, insultantemente eficaz, insultantemente silencioso. Insultantemente inexistente. El complejo de edificios en los que todo pasa. El complejo de edificios en los que nada pasa.

Mónica Somoza le estaba esperando. Es lo que tiene llevar una identificación con microchip; en todo momento el ordenador central sabe dónde estás.

Mónica era una mujer hecha a sí misma. No tenía carrera militar, pero era sobrina, prima y nieta de militares, algunos de los cuales habían servido o servían en los Servicios Secretos. Ella era una brillante licenciada universitaria con dos doctorados y cuatro idiomas. Sus cualidades no pasaron desapercibidas y pronto la captaron. No fue difícil. Del primer contacto se encargó su primo, el mayor de los cuatro, el que le llevaba dieciocho años. A partir de ahí su carrera fue meteórica. Primero en España y más tarde en Latinoamérica, Mónica había desempeñado con extrema habilidad sus trabajos, había captado colaboradores y había conseguido tejer una red de influencias en lo más alto de algunos gobiernos centroamericanos. Ahora Mónica Somoza era la directora técnica de Inteligencia del CNI. Nada más y nada menos. Firme, enérgica y dinámica, pero sensible.

–Aguirre, buen trabajo. Estábamos en lo cierto.

–Contrabando de información –se adelantó él.

–Esos asiáticos quieren interferir en el contrato. Están preparando una oferta. Hay muchos millones en juego; no podemos permitir que se lo adjudiquen a otro.

–¿Se podrá arreglar?

–Hay margen. Le hemos propuesto unas ideas a Exteriores. La estrategia es seguir como si tal, dejando que fluya información.

–Falsa.

–Exacto. Quedaría una cosa por hacer...

–Una visita al informador –volvió a adelantarse Aguirre.

Mónica no dijo nada.

–Claro, me encargaré.

–Aguirre, no es trabajo para ti. Podría hacerlo…

–No, yo me encargo.

Era un hombre de ideas fijas; no tenía sentido insistir por ahí, Mónica lo conocía bien. Ella consiguió el puesto que ocupaba, entre otras cosas, por recomendación de Aguirre cuando él renunció. La recomendación había sido sincera; Aguirre apreciaba a Mónica Somoza, a la que consideraba una mujer íntegra. La apreciaba y en una época la quiso. Los dos habían mantenido una relación sentimental durante casi dos años, de manera que había pocos secretos entre ellos. En lo personal, porque en temas de trabajo jamás se habían dicho una palabra de más si no les estaba permitido hacerlo.

–Acompáñame, te daré el informe.

Se metieron en un ascensor y se dirigieron al despacho de la flamante directora de Inteligencia. Nadie más los acompañaba.

–Miguel, no deberías quedarte siempre en Operaciones.

Se refería a la división a la que pertenecía Aguirre, la dirección técnica de Apoyo.

–Me gusta mi trabajo –dijo él.

–Sabes de lo que hablo. Tú podrías seguir siendo el director de Inteligencia. No debiste renunciar de aquella manera, no ha sido bueno para tu carrera.

–Soy como soy.

–Poco diplomático.

Aguirre se encogió de hombros.

–Aguirre, necesitamos gente como tú. Lo de Irak no fue culpa tuya, no habría sido distinto si hubieras estado allí. Tienes capacidad de análisis, tu opinión puede ser muy importante; no deberías quedarte solo en operaciones sobre el terreno.

–Tú eres mejor que yo.

–Eso por supuesto, pero no en todo; en algunas facetas empatamos –bromeó Mónica.

Ella le sonrió justo en el momento en que la puerta del ascensor se abría y dos personas más entraron en él.

A medio camino entre La Roda y Tarazona de la Mancha, una casa en el campo había ardido la noche anterior. Nada se pudo hacer por el inquilino, un magrebí que vivía allí de forma discreta. La soledad habitual del lugar contrastaba con la presencia de dos vehículos de la Guardia Civil y algunos agentes que se afanaban por recabar datos sobre el terreno. Pero todo parecía normal.

El comandante de puesto Espinosa, al frente del cuartel de la Guardia Civil de La Roda, acababa de llegar cuando el sargento Utrilla se le acercó para informarle de las novedades. A saber, ninguna.

–El fuego se inició en la parte de abajo.

El sargento llevó al comandante hasta la pared donde se encontraba el cuadro eléctrico.

–Un cortocircuito. Cables pelados y pasa lo que pasa.

Una mancha más negra resaltaba en el cajetín. Ese era sin duda el origen del fuego.

–¿Le pilló durmiendo?

–No, no, el fuego empezó al anochecer. Bueno, el hombre no estaba en las mejores condiciones físicas; parece que era drogadicto. Hemos encontrado una jeringuilla. Da la impresión de que ni siquiera trató de apagar el fuego y se quedó atrapado.

–¿Falta algo?

–No, no hay indicios de robo. Nada forzado.

–¿Sabemos su identidad?

–Hemos preguntado al dueño de la casa. Al alquilarla no le pidió ningún dato, solo una fianza. Llevaba muy poco aquí y era cumplidor.

Espinosa paseó por el lugar, que todavía desprendía un fuerte olor a quemado; no al agradable aroma de la madera quemada de hoguera de barbacoa, sino a tragedia, a mezcla, a plástico, a cable, a tela, a ladrillo. Caminó entre cenizas, observó la estancia buscando alguna anomalía sin demasiada convicción y sintió la muerte del inquilino al que no conocía. Allí no había más que hacer; una deficiente instalación eléctrica había provocado un trágico siniestro. Lamentó la mala estrella del magrebí, triste final. Con un poco de suerte se le podría identificar y su familia podría enterrarlo allá de donde quisiera que fuera.

Por la mañana bien temprano en Tarazona, una mujer regañaba a su hijo tras encontrarlo todavía metido en la cama. El mismo niño que la tarde anterior había llegado a casa pedaleando en bicicleta a la velocidad del rayo impulsado por una fuerza sobrenatural. Sin pronunciar una sola palabra, se había encerrado en su habitación, había apagado la luz y se había apostado tras la ventana con los ojos muy abiertos y el corazón en un puño. Nadie apareció por la calle. A instancias de su madre, salió de la habitación a cenar. Comió en silencio y sin apetito y después volvió a desaparecer en su dormitorio.

Esa mañana, el niño, de nombre Raúl, dijo que no se encontraba bien y que no quería ir a clase. No era la primera vez que algo así sucedía, de modo que su madre solo tuvo que insistir un poco y poner cara de amenaza para que Raúl, desconsolado, accediera al mandato materno. Sin embargo, cuando la mujer le vio marchar, notó que algo le había ocurrido a su hijo. A saber, una nueva pelea con otros chicos.

A unos pocos cientos de metros, un hombre, de apellido Zariâb, seguía el rastro del niño. Por el bien de su misión, el chiquillo no podía seguir con vida. Zariâb sabía que el miedo podría sellar la boca del muchacho, pero, ¿por cuánto tiempo? Era mejor no correr riesgos innecesarios y resolver lo que consideraba un pequeño contratiempo. Tarea fácil; en Occidente todos los niños están escolarizados, no hay más que buscar en los colegios. Y en una localidad de poco más de seis mil habitantes esa era una labor muy sencilla. Al afgano no le costó nada llegar a la plaza de toros y apostarse cerca de la entrada del colegio público Alejandro Sanchiz, un edificio de ladrillo rodeado por una verja amarilla. Armado de paciencia esperó a primera hora de la mañana la llegada de los niños. Y lo vio. Raúl acudió a clase sin darse cuenta del peligro que corría. Zariâb miró su reloj y se alejó del lugar unas horas, esperando el final de la jornada escolar. Pocos minutos antes de que esto aconteciera regresó al centro docente, que mantenía abiertas algunas ventanas por las que se oía el murmullo de decenas de niños y la voz firme de alguna profesora matizando sus explicaciones. Era un día caluroso en un pueblo tranquilo. En el patio, junto a la zona infantil, una joven guapa y rubia vestida con ropa de deporte ajustada ordenaba y recogía algunos elementos de juego a los que Zariâb no prestó atención, pues su vista se ocupó durante unos segundos en la figura bien torneada de la muchacha. Sí, por un instante su mirada era de deseo, pero honesto, masculino, humano. Era joven y muy guapa. Solo fue un momento.

Cuando los críos abandonaron el recinto, Zariâb estaba preparado. Localizó al niño y comenzó a seguirlo. Tenía prisa por acabar cuanto antes. A mitad de la calle Portillejo apuró el paso, metió una mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una navaja automática, la abrió y la mantuvo pegada al brazo, muy cerca de su cuerpo. Casi al final de la calle, el niño hizo un gesto instintivo y giró la cabeza. Vio al hombre que no deseaba volver a encontrarse en su vida y un sudor frío se apoderó de él. Aceleró y se echó de repente a la derecha en Canalejas para atravesar la plaza del ayuntamiento y llegar a La Pedrera con la intención de dar la vuelta a la manzana. Caminó deprisa. En La Rambla giró hacia Abdón Atienza. El hombre lo seguía.

En Doctor Marañón, Raúl echó a correr. Zariâb, sin perder la compostura, apuró el paso. Azorín, Linares Rivas, Blasco Ibáñez… calles desiertas. El niño torció en cada esquina con la esperanza de despistar a su perseguidor, hasta que se detuvo y se metió tras un tractor aparcado en la acera, junto a un taller. Desde su escondite pudo ver a Zariâb, acercándose. Su corazón palpitaba a mil por hora. Zariâb, con el cuchillo en la mano, observó con cuidado cada milímetro de la calle. Cada vez estaba más próximo, no había escapatoria posible. Más cerca... Cundió el pánico y el niño salió corriendo de nuevo, como una liebre que escapa sin posibilidades de éxito de un galgo bien entrenado. Zariâb fue tras él, lleno de ira. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, Raúl, asustado, no se detuvo. El pánico era su motor; el mundo era plano y liso para él y estaba vacío. Al borde de la extenuación, cruzó sin mirar la avenida de La Roda justo en el momento en que pasaba un coche. El conductor, sorprendido por la acción, se vio obligado a dar un volantazo para no atropellar al chiquillo que, en el quiebro, resbaló y cayó al suelo. El estruendoso rechinar de neumáticos frotando el asfalto caliente y dejando su impronta en él alertó a la gente que se encontraba en un bar cercano y los negocios próximos y enseguida se arremolinó en torno al pequeño formando un tumulto. Zariâb no tuvo más remedio que irse de allí si quería seguir siendo invisible.

Con el informe de su siguiente trabajo en la mano, Aguirre accedió al edificio donde tenía su despacho, al que llegó utilizando las escaleras. Después de acomodarse en la silla tras una mesa libre de documentos, abrió la carpeta y le echó un vistazo. No presentaba dificultad alguna, trabajo de niños. No tuvo tiempo para ulteriores consideraciones y, como si estuviera milimétricamente planeado, tras ese somero repaso a los datos de su próxima ocupación, el teléfono sonó. El director técnico de Apoyo, Julián García Verdasco, lo reclamaba. No debía de ser importante, pues lo citó en la cafetería. Antes de salir de su despacho, Aguirre guardó la carpeta en un cajón con llave y se la metió en el bolsillo.

García Verdasco era otro viejo lobo de mar, pero viejo de verdad, y este sí sabía nadar y guardar la ropa. Era el hombre que no existía, que apenas se hacía notar, el militar que sí había tenido aspiraciones dentro de la casa y cuyo olfato y capacidad para saber estar en sintonía con los políticos lo habían llevado a ocupar su actual cargo.

Como se imaginaba Aguirre, su jefe no tenía nada importante que tratar con él, solo quería comentar la operación del día anterior, aprovechar el encuentro para cerrar el tema de los asiáticos y dejar clara la estrategia que deberían seguir a partir de ese momento. Se trataba de una puesta al día, en la que Aguirre comentó con él las ideas de Mónica Somoza para mantener controlada a la funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores que estaba pasando la información a los orientales y que a García Verdasco le parecieron correctas.

En la cafetería se les sumó el responsable de la escuela de formación, José Ramón Sober, que les estaba buscando para avisarlos de la incorporación de un nuevo agente, de quien les pasó referencias. Según él, estaba ya preparado para integrarse en el área operativa, de modo que era algo que dejaba en sus manos. García Verdasco le pasó el tema a Aguirre.

–Ponlo a prueba, que se vaya fogueando –fueron sus palabras.

–¿Alguna otra cuestión? –preguntó de forma aséptica Aguirre.

–No, eso es todo por el momento.

Aguirre no esperó un segundo más, se levantó y se fue. Ni un mal gesto, ni una buena palabra. Después de pasar por el gimnasio de la cuarta planta, dejó una citación para el nuevo agente, lejos de la sede de los Servicios Secretos.

El nuevo, Chicote, apareció a la hora señalada en una cafetería del centro de Madrid, muy cerca de la plaza de Santa Ana. Cuando eso ocurrió, Aguirre ya llevaba un cuarto de hora en el local, pero aguardó otros diez minutos antes de acercarse. Al hacerlo, simplemente se sentó a su lado y dejó sobre la mesa un ejemplar de periódico doblado en tres partes.

–Mírame, dime cuántas ventanas tiene este local.

El requerimiento, que no solo sonaba a pregunta de examen sino que lo era, pareció pillar de improviso a Chicote, un chaval bien parecido y bastante joven. Aunque nunca antes había visto a Aguirre, enseguida supo a quién tenía delante.

–Tres ventanales.

–¿Cuántas mesas?

–Trece.

–¿Cuántas personas hay en el bar?

–Once.

–¿Qué te ha motivado a entrar en… este trabajo?

–Me creo capacitado.

–¿Qué te ha motivado? –repitió adusto Aguirre.

–Servir a mi país, colaborar para hacerlo más seguro.

–Estás capacitado porque has llegado hasta aquí.

–Gracias, no se me ha dado mal.

–Eso lo decido yo. ¿Cuántas personas han entrado y salido desde que estás aquí?

–En estos diez minutos, ocho. Han salido dos parejas jóvenes y una señora mayor, y han entrado tres estudiantes extranjeras.

–¿Extranjeras?

–Por el acento, diría que son suecas.

–¿Quién te ha dicho que son estudiantes?

Chicote se sintió pillado.

–La edad… –se justificó.

–Eso es una suposición. De un agente operativo no me interesan las suposiciones, solo los hechos. Datos. Las suposiciones les corresponde hacerlas a otros, ¿entendido?

–Sí, señor.

–Es la manera de que esto funcione. ¿Entonces?

–Tres mujeres jóvenes extranjeras. No han dejado de hablar en un idioma del que he reconocido alguna palabra. Es sueco.

–Tengo un trabajo para ti –dijo Aguirre dando por terminada la entrevista.

Acto seguido sacó un pequeño sobre y de él extrajo una fotografía en la que se veía a una mujer. Se la pasó a Chicote, quien analizó lo que en ella aparecía: tan solo una mujer de mediana edad, quizá cerca de los cincuenta años. Media melena. Tenía un cigarro en una mano y parecía estar manteniendo una conversación. En una de sus muñecas, una pulsera metálica con unos dibujos que parecían estrellas, las uñas pintadas de rojo, nada en el cuello, ninguna cadena por fina que fuese y no se le veían pendientes. Mal asunto, esos detalles no le servían para nada y la instantánea solo la encuadraba a ella, que parecía estar en un lugar público, probablemente la terraza de una cafetería. Aguirre retiró la fotografía. Habían pasado solo tres segundos.

–Trabaja no lejos de aquí. Es funcionaria. Está pasando documentos a quien no debe. Tienes que averiguar quién es, seguirla y presentar pruebas gráficas de sus encuentros íntimos. No puedes dejarte ver, ni identificarte como agente ni que te identifiquen, ni entrar en edificios oficiales. Nadie debe saber nada. Buena suerte.

Aguirre se levantó de la mesa y se fue, dejando el periódico enrollado sobre la mesa. Chicote supo que ese hecho no atendía a un descuido; metió los dedos dentro y palpó un objeto que parecía metálico: era una cámara de fotos digital, normal y corriente. Recogió el periódico enrollado, lo inclinó y con discreción dejó deslizar la cámara hasta su mano y luego se la metió en el bolsillo. Los siguientes diez segundos los dedicó a pensar si se trataba de una misión real o de un ejercicio, pero enseguida desechó ese pensamiento. Sea como fuere, si algo le había quedado claro era que a él no le correspondían las suposiciones; sabía bien cuál era su función. No podía fallar, los últimos meses se los había pasado haciendo ejercicios extremadamente duros; se conocía la ciudad mejor que la palma de su mano.

Por lo menos le habían acotado el terreno. «Trabaja no lejos de aquí. Es funcionaria. Y pasa información a quien no debe». Eso reducía mucho el ámbito de búsqueda. Su disco duro cerebral decidió que solo había dos o tres posibles lugares donde podría situarse el lugar de trabajo de su objetivo: la Comunidad de Madrid, el Ministerio de Economía y el Ministerio de Asuntos Exteriores. Lo demás era secundario. Primera fase concluida.

Mientras se encaminaba al primero de los edificios, agradeció sobremanera la ley antitabaco. Buscaba a una fumadora y desde que se había prohibido fumar en los centros públicos, todos los adictos a la nicotina debían apañárselas para salir de los edificios y fumar en la calle durante sus pausas de trabajo. Chicote solo tendría que pasearse por las puertas de esos tres edificios esperando dar con la mujer de la media melena de la fotografía. Pensándolo bien, ni siquiera la media melena era un buen dato, ignoraba de cuándo podría ser la instantánea. Podría tener otro peinado, otro color de pelo, incluso podría haber dejado de fumar. Pero tenía que agarrarse a algo y la adicción al tabaco era un buen comienzo.

Paciencia era lo único que necesitaba y eso le sobraba. Se había pasado meses sometido a ejercicios que agotarían al más equilibrado de los mortales. Durante semanas se había dedicado a realizar planos mentales del complejo Azca, incluyendo todos los edificios de El Corte Inglés, con sus conexiones, salidas y bajadas a los aparcamientos… Todo. Había tenido que identificar parques viendo la fotografía de las copas de algunos árboles y averiguar la dirección de empresas a partir de la instantánea de un pedazo del cartel de la fachada. Eso solo se conseguía con paciencia y, una vez que había decidido que la estrategia era aguardar a que su objetivo apareciera ante él, el hecho de esperar horas o días le parecía un juego de niños. Literalmente, porque cuando era un crío, desde la casa de sus abuelos en un pueblo de la provincia de Ávila veía pasar los trenes cada día. La vía estaba a muy pocos metros. Veía llegar uno, decía adiós a gritos y se quedaba apoyado en la ventana hasta que aparecía el siguiente. Y pasaban muy pocos al cabo del día, de modo que la virtud de la paciencia le venía de fábrica.

Decidió realizar su ruta comenzando por el edificio de la Comunidad de Madrid. Pasearía sin prisa rodeando el edificio y buscando las entradas habituales de los empleados, lo que descartaba el acceso principal de la Puerta del Sol. De ahí se iría al edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores donde repetiría la operación y por último regresaría al Ministerio de Economía en la calle Alcalá.

Se planteó entrar en los edificios y hacer trampa, pero eso implicaba dejar sus datos en el control de acceso y en ese momento no tenía ningún documento falso de identidad; además estaban las cámaras de seguridad. Su instructor había sido muy claro: nada de dejarse ver. Eso lo reafirmó en su idea de que ser un viandante más era la mejor de las opciones. «Qué fácil», pensó.

Esa tarde, Raúl, de doce años, hijo de Juan y Marisa, permaneció encerrado en su habitación, algo que a su madre no le pareció muy normal. Pero los niños en edad preadolescente tienen estos comportamientos, así que ella imaginó que su hijo estaba empezando esa etapa difícil en la que el mundo no les comprende y necesitan aislarse. Sin embargo, poco propio de esta etapa le pareció el hecho de que no quisiera salir de su cuarto para cenar, porque si algo tenía su hijo era un apetito perpetuo. Y más impropio le pareció que el niño temblara cuando, obligado por sus padres, se sentó a la mesa frente a un plato de gazpacho.

–Hijo, ¿estás bien?, ¿qué te pasa?

El niño, incómodo, no contestó.

–Hijo, ¿no me oyes?

–Raúl, contesta a tu madre.

–Nada…

–Pues entonces come –sentenció su padre.

–Estás temblando. Dime qué te pasa. ¿Tienes fiebre?

Marisa acercó su mano a la frente de su hijo para tomarle la temperatura.

–No tiene fiebre pero está empezando sudar. Hijo, no me asustes, ¿qué te pasa?

–Es que…

El niño no sabía cómo hacer fluir las palabras. Su padre, tras cruzar una mirada con su mujer, movió la silla y fue a colocarse junto a él.

–Raúl, no va a pasar nada. Da igual lo que hayas hecho. Cuéntamelo.

–Yo no hice nada, papá. Yo solo andaba en bicicleta y…

El niño empezó a gimotear, las primeras lágrimas salieron de sus ojos.

–¿Y qué?

–Ese señor me quiere matar.

–¿Qué señor?

–¿Pero qué estás diciendo? –exclamó la madre.

–¿Cómo que te quiere matar? ¿Quién? –repitió el padre.

–Por Dios, Juan, déjale explicarse.

–El que incendió la casa. Metieron a un hombre en el garaje y le prendieron fuego a la casa.

–¿Pero qué estás diciendo, qué fantasía es esa? –le reprendió su padre.

–No, calla, ha habido un incendio en una casa. Murió una persona, ¿no recuerdas? –puntualizó Marisa cayendo en la cuenta.

–Ya estaba muerto, yo lo vi. Lo dejaron allí pero me descubrieron y me escapé en la bici. Y hoy, al salir de clase, ese señor me siguió para matarme. Llevaba un cuchillo.

En ese momento, Raúl lloraba ya a moco tendido. Marisa no tenía un hijo con una crisis de identidad. Su hijo era normal. Un niño. Por tanto, perdía un preadolescente conflictivo pero ganaba un problema.

Con gesto preocupado, Juan se levantó de la silla y llamó al cuartel de la Guardia Civil para contar lo ocurrido. En cualquier ciudad grande, este tipo de informaciones se hubieran tomado con cautela, incluso se hubieran dejado para el día siguiente, pero en una comarca donde casi nunca pasa nada, donde los guardias civiles viven pegados al terreno, la cosa cambiaba. El propio comandante de La Roda, Espinosa, se presentó en casa del niño a los treinta minutos.

Le bastó ver la cara del muchacho para intuir que no se trataba de alguien con ganas de gastar una broma. Inició con Raúl una conversación sobre fútbol para relajar la tensión y dar normalidad a una situación que de por sí impresionaría a cualquier niño de doce años: un hombre armado y uniformado de cuarenta y tres años lo iba a interrogar para exigirle respuestas. Si era verdad lo que le habían contado los padres, la experiencia no tenía que haber sido plato de buen gusto.

–¿Qué tal, Raúl? ¿Estás bien?

–Sí…

–Sí, ya veo. Oye, ¿te gusta el fútbol?

–Sí –respondió confundido el niño ante una pregunta que no se esperaba.

–Claro. ¿Eres deportista?

–Sí –respondió más confiado.

–¿En serio? Ya me lo parecía. Así que juegas en un equipo…

–Sí –aseveró con seguridad.

–¿En el medio del campo?

–No, yo juego de portero –puntualizó el niño con normalidad.

–¡De portero! De los que se tiran a por todos los balones, ¿no? Como Casillas.

–Sí, pero mi jugador favorito ahora es Iniesta.

–Claro, es muy bueno. Pues, oye, si eres portero y te tiras a por todos los balones significa que eres muy valiente. Y si eres muy valiente, entonces no tienes miedo, ¿a que no? Los porteros no tienen miedo.

El niño no parecía muy convencido, pero el argumento del hombre de uniforme era incuestionable.

–No.

–Bien, entonces no hay ningún problema. Así que el domingo estabas por ahí en bicicleta. A mí me encanta andar en bici, tengo una mountain bike que es una pasada.

Espinosa continuó hablando de aficiones comunes mientras interrogaba al niño sobre el incidente del incendio. El pequeño no mentía. La hora, el coche cerca del garaje –había marcas de rueda–, la descripción del portón. Incluso recordaba el color de la camiseta del hombre sin vida, que vio cuando lo bajaban por las escaleras laterales de la casa. Con cierto fastidio, Espinosa asumió que podrían estar ante un caso de asesinato. Con respecto al intento de acabar con la vida del pequeño, el comandante acertó al pensar que quienquiera que fuera ya estaría lejos; oportunidades así solo se pueden aprovechar una vez. Al día siguiente todo el pueblo estaría al tanto del incidente y en una localidad de seis mil quinientos habitantes donde todos se conocen habría que ser un idiota para volver a intentarlo. Seis mil quinientos vigilantes, seis mil quinientos testigos, seis mil quinientos guardaespaldas. La familia podía estar tranquila.

Tras abandonar la vivienda, Espinosa llamó al Instituto de Medicina Legal de Albacete, consiguió el número del médico encargado y, en relación al caso del incendio de la casa cerca de Fuensanta, le solicitó una autopsia lo más exhaustiva posible para determinar las causas de la muerte del marroquí carbonizado anticipándole la posibilidad de estar ante un crimen.

Chicote tuvo suerte al segundo día. Había empezado su jornada bien temprano en el edificio del Ministerio de Economía para poder ser testigo de la entrada de los funcionarios. No tuvo éxito, la mujer no apareció. Mejor dicho, y dado que un agente operativo no hace suposiciones, no la vio. Pasó por el edificio de la Comunidad de Madrid y allí estuvo rondando un tiempo hasta que optó por acercarse al Ministerio de Asuntos Exteriores. A media mañana todos los funcionarios hacen una pausa para el café, eso es sagrado. Y sonó la campana: su objetivo se presentó en la calle junto a tres compañeros de trabajo a las doce del mediodía. Allí estaba ella, la mujer de la fotografía. No necesitó más. El no tenía por qué seguir allí, así que se fue tan tranquilo, dispuesto a regresar cuando estuviera a punto de concluir la jornada laboral de los funcionarios.

Llegado ese momento, la mujer salió por la misma puerta, caminó con una amiga hasta la Plaza Mayor y se despidió de ella dándole dos besos. Luego continuó sola, salió a la Puerta del Sol, la atravesó y, cuando estaba a punto de meterse por la calle Preciados, recibió una llamada en su móvil que contestó dibujando en su rostro una sonrisa de felicidad. Justo antes de colgar lanzó un beso y a continuación dio media vuelta.

–Cambio de planes, ¿eh? Así que tu amiguito te ha llamado… –supuso Chicote.

El agente sonrió su propia maldad: había supuesto, sí, pero lo había hecho a propósito porque ningún instructor lo veía, ningún profesor lo escuchaba. Le daba la gana suponer y supuso. En pocos minutos saldría de dudas.

Apurando el paso, la mujer bajó a la estación de Metro. Chicote la siguió y, como ella, se metió en un vagón de la línea 2 en dirección a Cuatro Caminos. Se bajaron en Quevedo. La mujer continuó su camino hacia Fernando el Católico, giró a la derecha en Galileo, luego a la izquierda y llegó finalmente a un portal de la calle Fernández de los Ríos.

Entró sin necesidad de usar la llave porque el portal estaba abierto. Chicote hizo lo mismo, pero fijándose en las placas que adornaban la entrada. Una de ellas era perfecta para él. Consulta médica. Según se introducía en el portal, un vecino salía del ascensor y saludaba al portero que permanecía en su pequeño cubículo.

–Buenas tardes, Rubén.