Ocurrió en Venecia - El valor de amar - ¿Solo por conveniencia? - Fiona Harper - E-Book
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Ocurrió en Venecia - El valor de amar - ¿Solo por conveniencia? E-Book

FIONA HARPER

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Beschreibung

Ocurrió en Venecia Fiona Harper Ser niñera no era el trabajo ideal de Ruby Lange, pero cuando el arquitecto Max Martin le ofreció el puesto para cuidar de su sobrina, decidió viajar con él a Italia. Max era guapísimo, aunque demasiado estirado. Sin embargo, durante el viaje a Venecia, Ruby descubriría que tenía un gran corazón; solo necesitaba una razón para volver a confiar. El valor de amar Barbara Wallace A Hunter Smith le gustaba mantenerse alejado de situaciones problemáticas, convencido de que la vida era más fácil si no se involucraba sentimentalmente. Nunca antes había sido un caballero de brillante armadura, pero cuando vio a Abby Gray en problemas, no pudo evitar implicarse y le ofreció que se convirtiera en su nueva asistente personal. Solo por conveniencia? Lucy Gordon Sally Franklin fue a Venecia para encontrarse a sí misma… ¡no para casarse con el enigmático Damiano Ferrone! Sin embargo, ya fuera por la magia de la hermosa ciudad o por la atracción que Damiano ejercía sobre ella, Sally no pudo rechazar su proposición de matrimonio.

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Seitenzahl: 542

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 515 - diciembre 2020

 

© 2014 Fiona Harper

Ocurrió en Venecia

Título original: Taming Her Italian Boss

 

© 2013 Barbara Wallace

El valor de amar

Título original: The Courage To Say Yes

 

© 2014 Lucy Gordon

¿Solo por conveniencia?

Título original: Not Just a Convenient Marriage

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-944-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Ocurrió en Venecia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

El valor de amar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

¿Solo por conveniencia?

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¿Y HA venido aquí porque quiere que le dé trabajo?

La mujer que observaba a Ruby tras su escritorio, Thalia Benson, la directora de la agencia Benson, no parecía muy convencida. Con el ruido del tráfico de Londres de fondo, y había bastante ruido porque estaban en la planta baja del edificio, la miró de arriba abajo, fijándose en su chaqueta de retales de pana, su minifalda, los coloridos leggins que llevaba debajo, y los zapatos de lona que eran casi del mismo tono de morado que las mechas de su corto cabello.

Ruby asintió.

–Sí.

La mujer carraspeó.

–¿Y Layla Babbington le dijo que probara en esta agencia?

Ruby volvió a asentir. Layla había sido una de sus mejores amigas en el internado, y cuando había sabido que estaba buscando un trabajo, y preferiblemente uno que la ayudase a salir del país cuanto antes, le había sugerido que probara suerte en aquella agencia de niñeras.

–No te dejes amedrentar por la vieja Benson –le había dicho–. Puede parecer un sargento, pero en el fondo es una buenaza, y le gustan las personas con agallas; le caerás bien, ya lo verás.

Ruby no estaba tan segura.

–Lástima que se casara con el barón para el que estaba trabajando –murmuró la señora Benson–. No solo perdí a una de mis mejores empleadas, sino también a un buen cliente. En fin… ¿con qué preparación cuenta?

–¿Para trabajar de niñera? –inquirió Ruby nerviosa.

La señora Benson no contestó, pero enarcó las cejas como diciéndole: «¿Usted qué cree?».

Ruby inspiró profundamente.

–Bueno…, siempre se me han dado bien los niños, y soy una persona práctica, creativa y trabajadora, además de…

La señora Benson puso los ojos en blanco y levantó una mano para interrumpirla.

–Me refería a si tiene un diploma en Educación y Cuidado Infantil, en qué centro ha estudiado… ¿Cuenta usted con esa clase de preparación?

–Pues… no exactamente.

La mujer le dirigió una mirada gélida.

–O se tiene preparación, o no se tiene. No hay medias tintas.

Ruby tragó saliva.

–Es que… verá, no cuento con lo que se dice una preparación «tradicional», pero esperaba poder entrar a formar parte de su programa de niñeras de viaje. No me importa que sean trabajos temporales, y aunque me falte preparación, soy muy organizada, soy una persona flexible, y siempre me rijo por el sentido común.

La señora Benson se irguió en su asiento al oír las palabras sentido «común», y la miró con más interés. Animada, Ruby continuó.

–Y he viajado por todo el mundo desde que era pequeña. Hablo cuatro idiomas: francés, español e italiano.

La mujer tomó un formulario y empezó a rellenarlo.

–Me ha dicho que su nombre era… ¿Ruby Long?

–Lange –la corrigió Ruby.

La señora Benson alzó la vista.

–¿Lange? ¿Como Patrick Lange?

Ruby asintió.

–Exacto; es mi padre.

No solía mencionar su parentesco con el famoso presentador de documentales de naturaleza, pero no le había pasado desapercibido el destello en los ojos de la señora Benson, y necesitaba estar fuera del país dentro de dos días, cuando su querido padre volviera de las islas Cook.

Thalia Benson entrelazó las manos sobre el formulario.

–Bueno, señorita Lange, no suelo contratar a niñeras sin preparación, ni siquiera de forma temporal, pero quizá pueda encontrarle una ocupación aquí, en nuestras oficinas, hasta que acabe el verano. La becaria que teníamos acaba de dejarnos tirados para irse de viaje por Europa; la gente joven no tiene la menor seriedad.

Tal y como ocurría siempre, con solo mencionar quién era su padre, todo lo demás había pasado a segundo plano, pero había abierto la puerta que ella esperaba.

–Es muy generoso por su parte, señora Benson, pero no estoy buscando un puesto de administrativa.

La mujer asintió, pero por la sonrisa en su rostro Ruby supo que no había prestado atención a lo que acababa de decirle, y que estaba preguntándose cuánto caché podría darle a su negocio si la llevase a la fiesta anual para impresionar a su clientela o algo así. Quizá incluso estuviese pensando que podría conseguir que su padre asistiera.

Aquello no le iba en absoluto; le habían ofrecido bastantes trabajos en los que habría podido aprovecharse de la fama de su padre para ganar mucho dinero sin demasiado esfuerzo, pero los había rechazado. Lo único que quería era que viesen por una vez en ella a alguien con potencial, no a la hija de Patrick Lange.

La señora Benson se levantó y fue a abrir la puerta del despacho.

–Siéntese fuera un momento y deje que vea qué se puede hacer.

Ruby esbozó una sonrisa forzada y asintió antes de levantarse de su silla. Le daría como mucho quince minutos y, si para entonces no le hacía una oferta que le mereciese la pena, se iría de allí. La vida era demasiado corta como para perder el tiempo con algo que no le iba a reportar nada.

Cuando la puerta del despacho de la señora Benson se cerró, Ruby se encogió de hombros y se sentó. A medida que pasaban los minutos, cada vez estaba más segura de que aquello era una pérdida de tiempo.

Sus ojos se posaron en el cubilete con ceras de colores y el montón de folios en blanco sobre la mesita que tenía delante. Sin duda estaban allí por si algún cliente acudía a la agencia con sus hijos, para que se distrajeran dibujando mientras esperaban. Con un suspiro de hastío, tomó un papel y una de las ceras y se puso a dibujar garabatos.

De pronto la puerta de la entrada se abrió, y entró un hombre alto, que se dirigió con aire decidido al despacho de la señora Benson. De la mano arrastraba a una niña pequeña con el cabello negro que iba llorando a pleno pulmón.

La recepcionista se levantó y se interpuso en su camino, diciéndole que si no tenía cita no podía pasar.

–Necesito ver a la persona que dirige la agencia, y tiene que ser ahora –le contestó el hombre en un tono exigente.

Ruby reprimió una sonrisilla. Quizá se quedase un poco más; aquello se estaba poniendo interesante. La niña dejó de llorar un segundo y miró a Ruby antes de retomar su llanto, aunque ya era más un lloriqueo para llamar la atención que otra cosa.

–Si me da un segundo –le suplicó la recepcionista al hombre–, veré si la señora Benson puede atenderle, señor…

–Martin, Max Martin –contestó él.

Sin embargo, no estaba dispuesto a esperar, y rodeó a la recepcionista para continuar su camino hacia la puerta. Ruby no estaba segura de si el hombre soltó la mano de la niña, o si fue ella la que se soltó de alguna manera de la mano de su padre, pero la pequeña se quedó allí plantada, llorando, mientras el hombre seguía avanzando.

La recepcionista logró llegar antes que él a la puerta del despacho, pero apenas tuvo tiempo de llamar con los nudillos antes de que él pusiera la mano en el picaporte y abriera.

–Este es… el señor Martin, señora Benson –balbució, antes de que el tipo entrara, cerrando tras de sí.

La niña se calló, y Ruby y ella se miraron un momento antes de que ella le sonriera y le ofreciera una cera de color rojo.

 

 

Max miró a la mujer sentada tras el escritorio, que se había quedado mirándolo boquiabierta.

–Necesito a una de sus niñeras de viaje lo antes posible.

La señora Benson cerró la boca, y después de mirarlo de arriba abajo, tomando nota sin duda de su traje a medida y sus zapatos italianos, esbozó una sonrisa.

–Por supuesto, señor Martin. Solo necesito que me dé algunos detalles, y buscaré en mi lista de personal para encontrar a una niñera que se ajuste a sus necesidades –abrió la agenda que tenía frente a sí–. Si le va bien, puedo enviar a su casa a unas cuantas candidatas el jueves para que las entreviste –añadió alzando la vista.

Max se quedó mirándola. Creía que había sido claro; ¿acaso no entendía el significado de «lo antes posible»?

–Necesito una niñera para hoy.

–¿Hoy? –repitió ella, lanzando una mirada al reloj que colgaba de la pared.

A Max no le hizo falta mirarlo para saber qué hora era: más de las tres y media de la tarde. El día había empezado bastante normal, pero un poco antes de las diez su hermana se había presentado en su oficina, y a partir de ese momento todo se había convertido en un caos.

–Preferiblemente antes de las cuatro –puntualizó–; tengo que estar en el aeropuerto a las cinco.

–Pe-pero… hay algunos detalles que debo saber antes, señor Martin, como qué edad tiene el niño o los niños a los que necesita que cuiden, de cuánto tiempo estamos hablando, o qué clase de cualidades requiere de la niñera a la que quiere contratar.

Max ignoró sus preguntas y se sacó del bolsillo una hoja impresa doblada. No podía perder tiempo con esas pequeñeces si aquella mujer no podía ayudarlo.

–He venido aquí porque en su página web dice que proporcionan un servicio rápido y eficiente de niñeras de viaje. ¿Es verdad o no?

La mujer se irguió, poniendo la espalda rígida como una vara, y lo miró a los ojos.

–Mire, señor Martin, no sé qué clase de agencia cree que dirijo, pero…

Él levantó una mano para interrumpirla. Sabía que estaba comportándose de un modo bastante grosero, pero no había tiempo para formalismos.

–La mejor agencia de niñeras de Londres, según he oído. Por eso he venido aquí, porque se trata de una emergencia. ¿Puede ayudarme? Porque, si no es así, no la haré perder más tiempo.

La mujer apretó los labios, pero su expresión se suavizó un poco.

–Sí, puedo ayudarle.

Max estaba seguro de que habría preferido decirle que era imposible, pero le haría pagar un recargo por la urgencia, y a eso, sin duda, le costaría negarse.

–Al menos dígame cuántos niños son, qué edad tienen y sin son niños o niñas –le pidió.

–Una niña. No sé exactamente qué edad tiene. Más de un año, desde luego, pero todavía no está en edad escolar. ¿Por qué no sale fuera conmigo y la ve, a ver qué edad le echa usted?

La mujer lo miró de hito en hito.

–¿La niña está aquí?

Max asintió. ¿Dónde esperaba que la tuviera sino?

–¿Y la ha dejado fuera?, ¿sola?

Max frunció el ceño. Era verdad que la había dejado sola, pero lo había hecho sin pensar. Por eso necesitaba contratar a alguien que supiese qué había que hacer con una cría. De todos modos no había dejado sola a Sofia. Fuera estaba la recepcionista, y esa joven un tanto estrambótica que estaba sentada esperando.

La señora Benson se levantó y salió del despacho. En la sala de espera, apoyada en la mesita y con la punta de la lengua fuera, muy concentrada en el dibujo que estaba coloreando, estaba Sofia. Max suspiró aliviado. Al menos estaba tranquila y había dejado de llorar. Aquellos horribles berridos, que le recordaban a una sirena antiaérea, habían estado volviéndolo loco toda la mañana.

–Toma, prueba con este color para la flor –le estaba diciendo la joven, que estaba arrodillada junto a ella.

Sofia tomó la cera que le tendía, y siguió coloreando unos segundos antes de que las dos levantaran la cabeza para mirarlos con curiosidad.

Max se volvió hacia la señora Benson.

–La quiero a ella –dijo señalando a la joven con mechones morados en el pelo.

La dueña de la agencia soltó una risa nerviosa.

–Me temo que no trabaja aquí.

Max enarcó las cejas.

–Bueno, todavía no –se apresuró a añadir la mujer–, pero estoy segura de que se ajustaría mucho mejor a sus necesidades una de nuestras otras niñeras.

Max le dio la espalda y miró a la joven y luego a la pequeña Sofia, que volvía a ser la niña tranquila a la que recordaba vagamente.

–No, la quiero a ella.

Algo le decía que aquella joven era la persona a la que necesitaba, y eran las cuatro menos veinte y tenía que irse.

–¿Qué me dice? –le preguntó directamente.

La joven miró a la señora Benson.

–Bueno, tiene razón: ni siquiera trabajo aquí. He venido buscando trabajo.

–Me da igual –replicó él–. Sabe manejar a la niña; es usted la persona que necesito.

La joven parpadeó y se quedó mirándolo con los ojos entornados, como si estuviese intentando dilucidar si hablaba en serio o no.

–¿Y si el trabajo no es lo que yo necesito? –inquirió–. No sé si debería aceptar sin saber las condiciones.

Max miró su reloj y resopló.

–Está bien, está bien –le dijo–. Le haré una entrevista en el coche y le explicaré las condiciones, pero recoja sus cosas deprisa; tenemos que tomar un avión.

Y salió de la oficina, dejando a Thalia Benson boquiabierta.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

RUBY tardó un par de segundos en reaccionar y tomar a la cría para seguir al señor… como se llamase. Con sus largas piernas andaba más rápido que ella, y cuando llegó a la calle tuvo que mirar a un lado y a otro antes de avistarlo a lo lejos, hablando con el chófer de un coche negro aparcado junto a la acera, que sostenía la puerta del asiento trasero.

Estaba a punto de echar a correr hacia él cuando se dio cuenta de que algo no encajaba. Un momento… ¿Por qué tenía ella a su hija en brazos cuando él había salido del edificio sin siquiera mirar atrás?

Era como si, en su prisa por superar el siguiente obstáculo, se hubiese olvidado por completo de que tenía una hija. Bajó la vista a la niñita, que estaba distraída mirando un autobús de dos pisos que pasaba frente a ellas. Aún era muy pequeña y no se daba cuenta de lo insensible que era su padre, pero ningún niño se merecía que lo tratasen así. Apretó los labios y marchó hacia él. Cuando llegó a su lado, le tendió a la pequeña.

–Tenga, creo que se olvidaba esto –le dijo airada.

Si no hubiese estado tan enfadada, le habría hecho gracia su expresión de desesperación cuando tomó a la niña y la sostuvo con los brazos extendidos, como si fuese una bomba, mientras la chiquitina pataleaba en el aire, berreando de nuevo con todas sus fuerzas.

–¡Tómela! –le suplicó–. Es la única que sabe cómo hacer callar a este pequeño monstruo.

Ruby se cruzó de brazos y enarcó una ceja.

–Supongo que el «pequeño monstruo» tendrá un nombre.

Él volvió a tenderle a la niña, pero Ruby dio un paso atrás. Él le dio unas palmaditas en la espalda a la pequeña, para intentar calmarla, pero solo consiguió que llorara aún más.

–Sofia –le dijo–, se llama Sofia.

Ruby, finalmente, se apiadó de él y tomó a la niña, que de inmediato se calmó. Seguía sin saber si aquello era una buena idea, pero la única alternativa era trabajar para su padre, que había puesto el grito en el cielo cuando se había enterado de que había dejado la tienda de modas de Covent Garden en la que estaba trabajando.

La verdad era que, teniendo en cuenta lo poco que se interesaba por ella, la había sorprendido su reacción. Normalmente estaba demasiado ocupado como para preocuparse de su única hija, pero, por algún motivo, aquello parecía haber hecho que se acordase de repente de que era su padre.

Le había echado un sermón, diciéndole que tenía que madurar, que necesitaba un empleo, que ya era hora de que dejase de ir de un lado a otro y sentase la cabeza.

Y antes de marcharse al Pacífico Sur le había dado un ultimátum: o encontraba un buen trabajo para cuando regresase, o le buscaría un puesto en su productora. No soportaría que los empleados de su padre la mirasen de reojo y cuchicheasen a sus espaldas diciendo: «¿Quién es esa?». «Una enchufada, la hija de Patrick Lange».

–Y antes de que nos subamos al coche, al menos deberíamos presentarnos, ¿no le parece? Mi nombre es Ruby Lange.

Él se quedó mirándola, como si el apellido no le dijese nada, y como si no se hubiese dado por aludido.

–¿Y usted es…? –lo instó Ruby.

Finalmente, él parpadeó y respondió:

–Max Martin.

Ruby asintió con la cabeza.

–Un placer, señor Martin –bajó la vista al coche antes de mirarlo de nuevo–. Bueno, ¿va a hacerme esa entrevista, o no?

 

 

Max, que fue el último en entrar en el coche, se sentó y frunció el ceño, contrariado. No estaba muy seguro de qué acababa de ocurrir. Había pasado de ser él quien estaba al mando a que de repente aquella chica prácticamente le ordenase que entrase en el coche. Cuando hubo terminado de abrochar las correas del asiento de Sofia, se giró hacia él.

–Adelante, dispare –le dijo, y se quedó esperando–. Vamos con la entrevista.

Max la escrutó con ojo crítico. No se parecía en nada a las mujeres con las que solía tener trato. Su forma de vestir, para empezar, no era demasiado… ortodoxa. El colorido y ecléctico conjunto que llevaba la hacía parecer probablemente incluso más joven de lo que era. Esa podría ser su primera pregunta.

–Está bien. ¿Cuántos años tiene?

Ella parpadeó, pero le sostuvo la mirada.

–Veinticuatro.

Él le habría echado un par de años menos. Lo que importaba era que sabía manejar a aquella personita sentada entre los dos y hacerla callar cuando empezaba a berrear. Miró su reloj. No tenía tiempo para charlar, así que lo mejor sería ir al grano.

–¿Vive muy lejos de aquí? –inquirió. Y como ella lo miró sin comprender, añadió–: ¿Podríamos llegar allí en menos de media hora?

Ruby frunció el ceño.

–Vivo en la zona de Pimlico, así que sí, supongo que sí, pero… ¿por qué me pregunta eso?

–¿Puede tener hecha una maleta en menos de diez minutos?

Ella enarcó las cejas.

–Bueno, por mi experiencia, la mayoría de las mujeres son incapaces de hacer una maleta en ese tiempo –apuntó él–. Y no entiendo por qué, la verdad –apostilló; era algo de lo más simple.

–En mi época de adolescente mis padres me arrastraron con ellos por medio mundo, y soy capaz de hacer una maleta en menos de cinco minutos, si es necesario –le contestó ella con cierta aspereza.

Max sonrió divertido, le preguntó la dirección exacta, y se inclinó hacia delante para dársela al chófer.

–Todavía no he aceptado el trabajo –le recordó ella mientras se ponían en marcha.

–Pero va a aceptarlo, ¿no?

Ruby se cruzó de brazos, beligerante.

–Primero tengo unas cuantas preguntas que hacerle.

Max se encontró sonriendo de nuevo. Era una sensación extraña. No era una sonrisa forzada o educada, como las que esbozaba a diario en su trabajo. Claro que, en lo que iba de año, no había tenido muchos motivos para sonreír.

–Adelante, dispare –le dijo.

Le pareció ver un brillo divertido en los ojos de ella cuando repitió sus palabras, pero de inmediato volvió a ponerse seria y alzó la barbilla en un gesto desafiante.

–Bien, señor Martin, pues para empezar se ha saltado unos cuantos detalles importantes.

–¿Como cuáles?

–Pues como cuánto tiempo requerirá de mis servicios.

–Espero que solo una semana; dos a lo sumo.

Ella hizo una mueca rara. ¿No iría a echarse atrás?

–¿Es demasiado tiempo? –inquirió.

Ruby sacudió la cabeza.

–No me habría importado que fuese más, pero dos semanas está bien –dijo, y se quedó mirándolo un momento con los ojos entornados antes de lanzar su siguiente pregunta–. Bueno, ¿y por qué necesita con tanta urgencia una niñera para su hija? ¿Acaso lo ha dejado tirado la anterior?

–¿Mi hija? ¡Sofia no es mi hija!, es mi sobrina.

–¡Vaya!, eso sí que no me lo esperaba.

–Digamos que no esperaba tener que hacerme cargo de ella de repente.

Ruby apretó los labios, como para no reírse.

–O sea que lo dejaron con la niña en brazos… literalmente.

Él asintió.

–Mi hermana es actriz –o más bien llevaba cinco años intentando ganarse la vida actuando.

–¡Ah! ¿Ha salido en alguna película conocida?

Max exhaló un suspiro.

–Más bien no. Pero esta mañana su agente la llamó por una audición que había hecho para un papel secundario en una película importante en la que sale… ¿cómo se llamaba ese actor…? Jared Fisher.

Ruby puso los ojos como platos.

–¿En serio? Jared Fisher está bien… –cerró la boca de repente y se mordió el labio inferior–. Lo que quiero decir es que sí que sería una gran oportunidad para ella.

–Sí, eso mismo dijo mi hermana. De hecho, le han dado el papel, pero querían que fuese a Los Angeles hoy mismo porque a la actriz que iba a interpretarlo en un principio le ha dado un ataque de apendicitis, así que era ahora o nunca.

El estilo de vida de su hermana Gia siempre había sido un tanto bohemio. Se había pasado varios años viajando y trabajando en cafeterías y restaurantes mientras esperaba su «gran oportunidad». Luego, un tipo con el que había estado saliendo la había dejado embarazada, y se había instalado en Londres con la pequeña, a la que estaba criando sola.

Cuando sus padres, él inglés y ella italiana, se separaron, su madre había vuelto a su país, llevándose con ella a Gia, mientras que él se había quedado en Londres con su padre.

Habían crecido en países distintos, con unos valores, personalidades y objetivos completamente diferentes, y él estaba intentando recuperar el tiempo perdido ahora que vivían en la misma ciudad.

Gia se quejaba de que no hacía más que intentar dirigir su vida, pero siempre lo decía con una sonrisa y era endiabladamente difícil discutir con ella. Tal vez por eso esa mañana, cuando se había presentado en su despacho con Sofia y le había suplicado que la ayudase, mirándola esperanzada, no había sido capaz de decirle que no.

–¿Y qué me dice de usted, señorita Lange? ¿Por qué necesita un trabajo con tanta urgencia?

–Porque mi padre me ha amenazado con hacerme trabajar para él si no encuentro antes un empleo por mi cuenta –explicó ella, y puso los ojos en blanco.

–¿No quiere trabajar para su padre?

Ella hizo una mueca de desagrado.

–Antes me tiraría de un puente. ¿A usted no le pasaría igual?

Max la miró ofendido.

–Dirijo el negocio que mi padre levantó de la nada –le espetó.

Sintió una punzada de dolor en el pecho y lo sacudió la oscura emoción que tantas otras veces había experimentado. Añoraba la época en la que había sido capaz de enterrar esos sentimientos, como si nunca hubiesen existido.

–Además, la lealtad a la familia es algo bueno y deseable –añadió.

A ella pareció incomodarle su respuesta, pero al final acabó saliendo al paso con un chiste.

–No tengo nada en contra de la familia, aunque yo, personalmente, la prefiero a distancia –le dijo–. Bueno, ¿y por qué necesita a una niñera de viaje?

–Porque voy a llevar a Sofia con su abuela –le explicó él. Era la única solución posible. Solo tenía que convencer a su madre–. No puedo ocuparme de una niña pequeña durante dos semanas, aunque supiera cómo hacerlo. Tengo un acuerdo de negocio muy importante entre manos.

Al menos su hermana se había presentado con la niña un viernes por la mañana. Dejaría a la niñera con Sofia en casa de su madre, pasaría la noche allí y tomaría el primer avión al día siguiente.

–O sea que el trabajo es más importante para usted que la familia –apuntó Ruby.

Él la miró irritado. ¡Por supuesto que la familia era importante para él! Por eso tenía que cerrar aquel negocio, porque quería hacer realidad el sueño de su padre.

–Lo que pasa es que soy un soltero que vive en un apartamento de dos pisos con escaleras sin barandilla, y una terraza con una caída de treinta metros al Támesis. ¿Le parece que sería responsable tener a una niña en una casa así? –le espetó. Ruby sacudió la cabeza–. Llevarla con su abuela es lo más sensato.

Habían cruzado el río y debían de estar a pocos minutos de donde vivía Ruby. Si no aceptaba el trabajo, la dejaría allí… y tendría que enfrentarse él solo a los berrinches de Sofia hasta que llegasen a casa de su madre.

–Muy bien, señorita Lange, pues ya estamos aquí. Ahora dígame: ¿va a aceptar el empleo o no?

Ella inspiró profundamente.

–Tengo una última pregunta.

–¿Cuál es? –inquirió él con impaciencia; no había tiempo.

–Pues que… si vamos a viajar, necesito saber a dónde.

Cierto. Con las prisas no había caído en eso.

–A Italia; a Venecia.

Ruby le tendió la mano.

–Trato hecho.

Al estrechar aquella mano delicada, la calidez y suavidad de su piel hizo que un cosquilleo recorriera el brazo de Max.

–Bueno, pues contratada –dijo con alivio.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

RUBY estaba acostumbrada a viajar. Estaba acostumbrada a las terminales atestadas de los aeropuertos, a hacer cola solo para comprar una botella de agua, a matar el tiempo mirando los escaparates de las tiendas duty-free, y a echar una cabezada en unas incómodas sillas de plástico mientras esperaba a que anunciaran el embarque de su vuelo.

Sin embargo, nunca había viajado en clase business, y se sentía rara en el área de espera privada, con cómodos sofás de diseño, y bebidas y aperitivos gratis.

Ni siquiera su padre, que podía permitírselo, viajaba en business. Decía que eso no era viajar de verdad. Para vivir la auténtica experiencia de viajar había que ir apretujado con los demás mortales en turista y soportar las colas interminables. Era algo que Ruby nunca había entendido muy bien, pero sabía que con cuestionarle solo conseguiría irritarlo.

Las cosas habían sido distintas cuando su madre aún vivía. Aunque había trabajado con su padre y lo había acompañado en la mayoría de sus viajes, había sido una madre cariñosa y siempre le había mandado postales y regalos al internado en el que la habían matriculado. Su padre no, y después de que ella muriera había ahogado su pena volcándose aún más en el trabajo.

Ruby se inclinó hacia delante para tomar un par de nueces de macadamia del cuenco que había sobre la mesita entre los dos sofás en los que estaban sentados. Sofia, que obviamente estaba agotada de tanto llorar, estaba echada a su lado y se había quedado dormida con el pulgar en la boca.

Su nuevo jefe estaba sentado en el sofá frente a ella, y apenas había abierto la boca desde que habían puesto rumbo al aeropuerto, después de que ella recogiera de su apartamento lo que iba a necesitar.

Para entretenerse, sacó un bolígrafo del bolso y se puso a hacer un retrato de él en una servilleta de papel, mientras él permanecía tecleaba en su portátil, con los ojos fijos en la pantalla.

Por suerte, como habían llegado con el tiempo justo, no tuvieron que esperar mucho para embarcar, y en un par de horas, cuando el avión comenzó a descender sobre el aeropuerto Marco Polo de Venecia, Ruby sintió en el estómago un cosquilleo de excitación. Siempre había querido visitar Venecia, y hasta le había suplicado a su padre en su adolescencia que la llevase, pero él le había dicho que era un lugar que no le atraía en lo más mínimo.

Decía que no era más que una construcción humana, levantada sobre pilotes en medio de una laguna salada, y que la ciudad apenas tenía espacios verdes y vida salvaje. Todo eso a Ruby le daba igual. Le gustaban las ciudades, y se suponía que aquella, La Serenissima, como la llamaban, era una de las más bellas del mundo.

Se llevó una decepción al descubrir que no iban a llegar a la ciudad en un vaporetto, como la mayoría de los visitantes. Max había contratado a un chófer para que los llevase por carretera atravesando la localidad de Mestre, que daba acceso a Venecia mediante un kilométrico puente.

Sofia empezó a lloriquear. Aunque se había echado una breve siesta en el aeropuerto, seguía estando muy cansada, y lo que necesitaba era una cama para poder dormir de verdad.

Ruby consiguió calmarla, pero lo que necesitaba la pequeña era a alguien que conociese. Aunque se hubiese hecho a ella, seguía siendo una extraña, igual que su tío, con el que, según parecía, apenas había tenido trato. Cuanto antes se reuniesen con su abuela, mejor.

Cuando el coche se detuvo, Ruby miró por la ventanilla y vio que habían llegado a una gran plaza llena de autobuses que era un auténtico hervidero de gente.

Se bajaron, el chófer sacó sus maletas, y caminaron un corto trayecto hasta un canal cercano donde los esperaba una lancha. Cuando se subieron a ella y se pusieron en marcha, al principio recorrieron un laberinto de callejuelas y de pronto, ante la sorpresa de Ruby, que se quedó sin aliento, desembocaron el Gran Canal.

No había visto nunca tantos edificios hermosos juntos. Todos estaban decorados con arcos y elegantes ventanas y balcones, y algunos estaban pintados de colores atenuados por el sol.

Todavía estaba boquiabierta cuando la lancha se detuvo frente a un grandioso palazzo. Dos hombre vestidos con uniforme, acaso personal de servicio, se acercaron al punto para ayudarlos a bajar de la embarcación y hacerse cargo de su equipaje.

Ruby alzó la vista hacia el lujoso y antiguo edificio de piedra.

–¿Su madre vive aquí? –le preguntó a Max.

Él frunció el ceño y la miró como si fuera tonta.

–Por supuesto que no; esto es un hotel.

Ya fuera porque estaba cansada, porque Sofia, a la que llevaba en brazos, pesaba bastante, o porque aquel estaba siendo el día más extraño de su vida, no pudo evitar espetarle irritada:

–Dijo que íbamos a llevar a Sofia con su madre; no dijo nada de un hotel.

–Sofia está cansada –replicó él, bajando la vista a la pequeña, que tenía la cabecita apoyada en el hombro de ella–. Pasaremos aquí la noche y mañana por la mañana iremos a casa de mi madre.

Ruby abrió la boca para preguntarle por qué, pero volvió a cerrarla al ver la expresión que cruzó por su rostro y la repentina rigidez de la mandíbula y los hombros. Conocía muy bien esa expresión. Había gente que corría a los brazos de sus padres después de haber estado mucho tiempo sin verlos, pero otros, como le pasaba a ella, necesitaban un poco de tiempo para prepararse mentalmente. Nunca hubiera imaginado que pudiera tener algo en común con aquel hombre, que daba la impresión de tenerlo todo bajo control.

 

 

El interior del hotel fue una sorpresa para Ruby. Había esperado encontrarse con muebles antiguos y pesados cortinajes con brocados, pero, aunque se habían mantenido muchos elementos originales del edificio, como las enormes chimeneas de mármol, los estucados y los techos pintados, la decoración era una mezcla de estilos clásico y contemporáneo.

La suite que Max había reservado tenía un salón enorme con una terraza que se asomaba al Gran Canal y dos habitaciones. Ruby se asomó a una de ellas con Sofia aún en brazos, pero al ver que solo tenía una cama dedujo que debía de ser la de Max, y se dirigió a la otra, decorada en tonos marrones y crema, con dos camas y pinturas abstractas en las paredes. Esa debía de ser la que ella iba a compartir con la pequeña, se dijo, y la alivió ver que tenía su propio cuarto de baño. Se habría sentido muy rara teniendo que lavarse los dientes junto a su nuevo jefe, ella en camisón y él en pijama. Por alguna razón, aquel pensamiento hizo que se le subieran los colores a la cara, y volvió al salón. Max estaba colocando su portátil sobre un elegante escritorio de madera oscura.

–Voy a acostar a Sofia –le dijo–. Conseguí que comiera en el avión, y es evidente que está agotada.

Max, que se había agachado para conectar el cable de la batería, se incorporó y se giró para asentir con la cabeza.

–Anda, cariño –le susurró Ruby a la pequeña–, ve a darle las buenas noches al tío Max.

Sin embargo, cuando intentó bajarla al suelo, la niña se aferró aún más a su cuello y empezó a lloriquear, así que Ruby desistió y Max se acercó a darle un beso a su sobrina en la frente.

Ruby no pudo evitar inspirar el olor de su aftershave, y cuando sus ojos se encontraron sintió como si el aire se hubiese cargado de repente de electricidad estática. Por suerte, Max volvió a lo que estaba haciendo, y ella aprovechó para llevar a Sofia al dormitorio.

En la bolsa que su madre había preparado encontró sus cosas de aseo, un pijama, unos cuantos libros de cuentos y un conejo de peluche.

–Quiero a mi mamá… –protestó la pequeña con un sollozo cuando la estaba cambiando.

A Ruby se le encogió el corazón. Sabía exactamente cómo se sentía. La sentó en su regazo, la atrajo hacia sí y sacó uno de los libros de la bolsa. Luego le dio el peluche, y la niña lo apretó contra su pecho, agradecida, y se metió el dedo en la boca mientras escuchaba el cuento que empezó a leerle. Antes de que hubiera pasado tres páginas, ya se había dormido. ¡Pobrecilla!

Ruby dejó el libro sobre la mesilla de noche, tumbó a Sofia en la cama y la arropó. De niña, a ella también la habían arrastrado de un lado a otro en más de una ocasión, a veces sin que supiera dónde la llevaban, ni con quién la iban a dejar. Sintió un impulso de alargar la mano para apartar un mechón de la frente de la pequeña, pero se contuvo.

Solo estaría con ella un par de semanas a lo sumo; no podía encariñarse con ella; no debía. Por eso, fue hasta la puerta, apagó la luz y salió cerrando suavemente tras de sí.

El salón estaba desierto, y el rugido de sus tripas pareció resonar en el silencio reinante. De fondo se oía a Max hablando por teléfono en la otra habitación. Miró hacia el escritorio, cubierto por un mar de papeles, mientras en la pantalla del portátil flotaba de un lado a otro un logo corporativo con el nombre Martin&Martin.

Ruby no pudo reprimir su curiosidad y se acercó para echar un vistazo. Entre los papeles había correos electrónicos impresos y notas a mano con una cuidada caligrafía, pero también planos medio enrollados de lo que parecía un proyecto grandioso.

De modo que era arquitecto… La verdad era que la profesión le venía como anillo al dedo. Siendo como era probablemente el hombre más rígido que había conocido, seguro que sus construcciones durarían siglos. En la esquina de uno de los planos ponía: Instituto Nacional de Bellas Artes.

¡Vaya! Aquella era una de las galerías que más le gustaban de Londres. De hecho, ahora que lo pensaba, le parecía recordar haber visto, la última vez que había estado allí, un cartel en el que se anunciaba un plan de renovación con una nueva ala y obras para cubrir el patio central.

Cuando oyó que se acercaba la voz de Max se apresuró a apartarse del escritorio, y él salió del dormitorio con el móvil pegado aún a la oreja. Ruby se sentó y se puso a hojear una revista que había tomado de la mesita junto al sofá, haciendo como que no estaba escuchando, pero no pudo evitar oír parte de la conversación. Parecía que, aunque Max se perfilaba como el favorito para diseñar la nueva ala de la galería de arte, los clientes tenían sus reservas.

En un momento dado, aprovechando que se había puesto a mirar por la ventana mientras hablaba, Ruby alzó la vista y lo estudió en silencio. Parecía cansado. Se había quitado la corbata y tenía desabrochado el primer botón de la camisa.

Era extraño; durante todo el día le había parecido un titán invencible con su traje de ejecutivo, y en ese momento, aunque tan solo se había quitado una pieza de esa «armadura», de pronto emitía un aura completamente distinta; no era más que un hombre. Aunque muy atractivo, eso sí.

El pelo, castaño, lo llevaba corto, pero no demasiado, y ahora que sabía que tenía sangre italiana a Ruby le pareció verlo en sus ojos, castaños también, y en la nariz larga y recta. Los labios, en cambio, finos y esculpidos, eran decididamente británicos. Su mandíbula se tensó, contrajo el rostro al oír algo que le dijo la persona al otro lado de la línea, y colgó sin despedirse. Cuando bajó la mano se quedó mirando el teléfono con tal furia que, por un momento, Ruby pensó que iba a estrellarlo contra la pared.

Entonces alzó la mirada y al verla sentada en el sofá pareció sorprendido, como si en los diez minutos que llevaba allí no se hubiera percatado de su presencia. Ruby esbozó una leve sonrisa y le sostuvo la mirada divertida.

Max se guardó el móvil en el bolsillo.

–¿Querías algo?

No dijo aquello en un tono áspero; tan solo pragmático.

–Estaba preguntándome si tenía algo pensado para la cena –contestó ella, y aunque volvió a rugirle el estómago, se mantuvo lo más digna posible.

Max volvió a mirarla aturdido, como si se hubiese olvidado de que era un ser humano con necesidades y alimentarse era una de ellas. Finalmente le señaló el menú plastificado que había sobre la mesita, junto al teléfono.

–Llama y pide lo que quieras.

Ruby asintió aliviada; era lo que había esperado que le dijera.

–¿Quiere que pida algo para usted también?

–No –respondió él, igual de distraído.

Su mirada se desvió hacia el escritorio cubierto de papeles y fue hasta allí y se puso a leer una hoja impresa.

Ruby tomó el menú y, en voz baja para no molestarlo, marcó el número del servicio de habitaciones.

Pidió una botella de vino tinto y un sándwich para ella y otro para él, por si acaso le apetecía más tarde. No había probado la comida en el avión, y antes o después le entraría hambre, ¿no?

Cuando colgó, él se había sentado y estaba tecleando en su portátil, escribiendo un correo electrónico tras otro. Lo observó por el rabillo del ojo, fascinada. Se lo veía tan concentrado… Parecía que tuviese una confianza innata en sí mismo y en su propia capacidad para hacer lo que había que hacer.

La verdad era que le daba algo de envidia. Ella había tenido varios empleos desde que había dejado la universidad, pero ninguno había cuajado. Lo que ella ansiaba era lo que Max tenía: un propósito. No, una vocación. Saber quién era y cuál era su misión en la vida.

Unos minutos después, unos golpes en la puerta anunciaban la llegada de su cena. Se levantó para ir a abrir, le dio una propina al empleado del hotel, y después de cerrar la puerta empujó el carrito hasta el sofá.

Estaba hambrienta, pero antes de sentarse a comer le sirvió una copa a Max y se acercó al escritorio con ella en una mano y el plato con el sándwich en la otra. Como él ni siquiera alzó la vista, hizo un poco de espacio entre los papeles para poner el plato, pero no sabía qué hacer con la copa. Lo último que quería era que se volcase, derramándose sobre los documentos y los planos de su jefe. Carraspeó y, cuando él por fin levantó la mirada, le tendió la copa y le dijo:

–Tenga; he pensado que no le iría mal.

Por un momento le pareció que él iba a replicar, pero luego miró la copa de pinot noir casi con anhelo y la tomó de su mano con un «gracias». Al hacerlo, sus dedos rozaron los de ella, y Ruby contuvo el aliento y se apartó en silencio. Le ardían las mejillas y estaba a punto de ponerse a hablar sin parar, como le pasaba cada vez que los nervios o el azoramiento hacían presa de ella, y en ese momento estaba siendo presa de ambos.

Max, sin embargo, no pareció darse cuenta. Dejó la copa al fondo del escritorio y siguió tecleando mientras Ruby se sentaba en el sofá a comerse su sándwich en silencio.

Cuando terminó se levantó para dejar el plato en el carrito, y al mirar a su jefe vio que no había tocado el vino ni el sándwich. Quería decir algo, pero no sabía qué, y en ese momento se le escapó un bostezo. Eran casi las diez de la noche y había sido un día muy largo. Quizá debería irse ya a la cama.

Sin embargo, cuando llegó a la puerta del dormitorio, ya con la mano en el picaporte, se volvió para mirar a Max, que seguía con los ojos fijos en la pantalla del portátil, y se quedó vacilante un momento antes de entrar y cerrar despacio tras de sí.

Mientras se desvestía en la penumbra, con cuidado de no hacer ruido para no despertar a la pequeña, pensó en Max y su dedicación. Quizá se le estaba contagiando algo de él, porque de pronto se encontró queriendo estar a la altura del reto que tenía frente a sí.

Sabía que aquel trabajo le había llegado casi por accidente, pero quizá fuera el destino mandándole una señal. Quizá su vocación fuera la de niñera. ¿No había dicho Max que era justo la persona que necesitaba? Y Sofia parecía muy tranquila y confiada con ella.

En fin, fuera como fuera tenía toda la semana por delante, quizá dos, para averiguarlo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

CUANDO Max apartó la vista de la pantalla del ordenador, se fijó en que había un plato con un sándwich entre sus papeles. ¿Cuánto llevaba allí? Su estómago rugió. Alargó la mano para tomarlo, y lo devoró.

Debía de haberlo puesto Ruby allí. Frunció el ceño, sintiéndose incómodo. Y no solo porque su trabajo de niñera no incluyese cuidar de él, sino porque no estaba acostumbrado a que se preocupasen por él. No necesitaba a nadie. Y así era como quería que siguiese siendo. Su padre había sido su roca, pero nunca había sido sensiblero ni empalagoso, y el trabajo siempre había hecho que pasara muchas horas fuera de casa.

En cuanto a su madre… Bueno, desde su adolescencia no podía decirse que hubiese tenido ninguna influencia en su vida, porque se había marchado, dejándolo atrás, y antes incluso del divorcio la situación en el hogar familiar ya había sido bastante… explosiva.

Una ráfaga de recuerdos lo sacudió. Intentó contenerlos, pero eran demasiados y se agolpaban unos detrás de otros, como una ola gigante, imparable, rompiendo contra un malecón en medio de una tormenta.

Aquella «muralla» había resistido el envite de las olas durante años, y no comprendía por qué ahora, de repente, se estaba derrumbando. Se frotó los ojos, se levantó de la silla y se puso a pasearse arriba y abajo por el salón, como si con ello fuera a escapar de los recuerdos.

Por eso odiaba aquella ciudad. Era demasiado antigua, guardaba demasiada historia, y por algún motivo el pasado, su pasado, resultaba más pesado allí.

Sacudió la cabeza y tomó la botella medio vacía del carrito para servirse otra copa. El pinot le había sentado bien, y era justo lo que necesitaba. No quería revivir aquellos recuerdos. Ni siquiera los buenos. Sí, su madre había sido maravillosa mientras había sido feliz en su matrimonio: cariñosa, cálida, divertida… Pero al final aquella felicidad se había ido desmoronado.

Los buenos momentos habían quedado relegados por sus arranques de ira, por sus gritos y por la cabezonería estoica y silenciosa de su padre, negándose a seguirle el juego. Algunas de aquellas peleas unilaterales habían durado días y días.

Tomó otro trago de vino y trató de desentumecer los músculos de sus hombros. No, su relación con su madre nunca había sido buena, y menos aún desde el día en que había abandonado el hogar familiar en un taxi, dejándolo atrás.

No había hablado con ella desde hacía por lo menos un año, y no se habían visto desde más de tres. Bajó la vista a la copa, y vio que, sin darse cuenta, se la había bebido entera. Bueno, aún quedaba vino en la botella.

No. Dejó la copa sobre el escritorio y apagó el portátil. No más vino por esa noche. A la mañana siguiente necesitaría tener la mente bien despejada para lidiar con su madre.

 

 

Max salió del dormitorio y se paró en seco, perplejo por la visión que tenía ante sí. ¿Qué demonios…?

No eran los cereales y la leche derramados por la mesa del salón de la suite, ni su sobrina, que estaba sentada muy tranquila en la moqueta, comiéndose un cruasán.

No, era el hecho de que la niñera a la que había contratado el día anterior no se parecía en nada a la que estaba afanándose en limpiar el desaguisado.

Cuando se percató de su presencia, lo miró acongojada antes de hacer un esfuerzo por recobrar la compostura y explicarle con calma, como si lo tuviera todo bajo control:

–Parece que a Sofia no le gustan los cereales.

Max, que seguía sin salir de su asombro, parpadeó y la miró de arriba abajo.

El espantapájaros de las mechas moradas en el pelo y ropa de mercadillo había desaparecido, y en su lugar había una chica… no, una mujer completamente distinta.

Se había puesto un vestido blanco de tirantes, estilo años cincuenta, con un estampado de grandes fresones rojos, manoletinas negras, y llevaba el cabello arreglado en un recogido que recordaba a Audrey Hepburn.

Cuando se fijó mejor vio que las mechas moradas del pelo no habían desaparecido, pero resultaban menos obvias con aquel peinado.

–Buenos días –acertó a decir finalmente–. Iremos a casa de mi madre después de desayunar –le informó. Miró a Sofia, que tenía manchado el vestido de leche y trozos de hojaldre pegados a los mofletes–. ¿Podría tener a la niña presentable para las diez?

La niñera asintió.

–Creo que sí.

–Bien, porque si hay algo que mi madre no tolere es el desaliño –le dijo él, y fue a encender el portátil.

 

 

El taxi-lancha aminoró la velocidad frente a un imponente palazzo con un embarcadero que conducía al enorme portón de entrada. El trayecto había durado unos quince minutos desde que dejaran atrás el Gran Canal para dirigirse al distrito Castello.

El edificio era casi tan grande como el hotel en el que habían pasado la noche. Sin embargo, mientras que el enlucido del hotel estaba perfecto, el de aquel palazzo estaba algo resquebrajado. En la parte baja del muro había una franja verdosa de moho, que indicaba hasta dónde llegaba el agua cuando subía la marea, y en las partes donde se había desprendido parte del estucado rosa se entreveían los ladrillos que había debajo.

Las ventanas del piso inferior tenían rejas, pero las del piso superior tenían unos balcones preciosos de piedra con maceteros cuajados de flores blancas.

Ruby lanzó a Max una mirada interrogante, y él debió de imaginar su sorpresa, porque respondió:

–Este palazzo es Ca’ Damiani, y sí, aquí es donde vive mi madre. Pero no ocupa el edificio entero; solo el piano nobile.

Ruby asintió aunque no tenía ni idea de qué significaba eso.

–Muchos de estos viejos edificios han sido divididos en apartamentos –le explicó Max mientras se bajaban del taxi-lancha–. El piso de arriba, como es el que está más alejado del agua, es donde se encontraban las estancias principales y más lujosas de la casa, el escenario de los dramas familiares –suspiró y añadió–. Y no hay nada que a mi madre le guste más que un drama.

Lo había dicho en un tono neutral, pero su mandíbula estaba tensa. Era evidente que no estaba deseoso precisamente de reunirse con su madre.

Con Sofia de la mano, Ruby lo siguió hasta el portón y, cuando llamó con la aldaba de bronce que pendía de él, tragó saliva nerviosa.

Poco después se abrió la puerta, y Ruby se quedó sorprendida al ver a la mujer frente a ellos. Se había imaginado a la madre de Max alta y morena, como él, pero era rubia, más bien bajita y delgada. Llevaba el cabello perfectamente peinado con un moño francés, e iba vestida muy elegante, con un traje de chaqueta y falda de color rosa grisáceo.

–Vaya, por fin has venido, Massimo –dijo en italiano, mirando a su hijo.

–Ya te he dicho que prefiero «Max» –contestó él en inglés–. Y si he venido es porque se trata de una emergencia. Gia se plantó en mi oficina para dejar a Sofia conmigo y no pude decirle que no. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Necesitaba que la ayudase, y no iba a fallarle, siendo como somos familia, solo porque las cosas se le han complicado un poco.

Sus palabras se quedaron flotando en el aire, como una acusación. La mujer palideció, pero luego se irguió y le espetó a su hijo:

–Ah, no te preocupes, ya sé que no has venido para verme a mí. Y en cuanto a lo otro, fui yo quien te dio el nombre al nacer, así que te llamaré como me plazca, Massimo –bajó la vista, y una amplia y cálida sonrisa se dibujó en su rostro al mirar a la pequeña–. ¡Mi querida niña! ¡Ven con tu nonna!

Sofia vaciló un instante, pero luego dejó que su abuela la tomara en brazos y la achuchara y besuqueara. Daba la impresión de que iba allí con más frecuencia que su tío, y enseguida empezó a sonreír y a jugar con el collar de oro de su abuela.

Esta miró a su hijo y le dijo:

–Vamos, pasemos dentro.

Entraron a un amplio vestíbulo con suelo de mármol y toscas paredes de ladrillo. Solo quedaba algún vestigio aquí y allá del enlucido que antaño las había cubierto, pero las molduras del techo estaban intactas.

A ambos lados, pegadas a la pared, había un par de mesas estrechas y alargadas sobre las que se exhibían objetos decorativos antiguos, y una imponente escalera con el pasamanos de hierro forjado conducía al piso de arriba.

Dejaron las maletas junto a la puerta y la madre de Max, como si acabase de percatarse de su presencia, dejó a Sofia en el suelo y se volvió hacia ella.

–¿Y a quién tenemos aquí? –inquirió mirándola de arriba abajo.

–Esta es Ruby, la niñera de Sofia –contestó Max en italiano–. La he contratado expresamente para este viaje.

Ella le tendió la mano nerviosa y dijo en italiano:

–Es un placer conocerla.

La madre de Max se volvió hacia su hijo con lágrimas en los ojos, y empezó a subir las escaleras furiosa.

–¡Esto es un insulto, Massimo! ¿Cómo has podido hacerme esto?

Max se apresuró a ir tras ella.

–¿Un insulto? No dices más que tonterías –le espetó, volviendo a hablarle en inglés.

Ruby se volvió hacia Sofia, que estaba mirando hacia arriba, siguiendo con la mirada a su abuela y a su tío mientras subían por la escalera discutiendo.

Habían vuelto a olvidarse de ella. Ruby sintió ganas de tomarla en brazos y estrecharla con fuerza contra sí. Sabía lo que era que la dejasen a una atrás, ser una complicación para los adultos que les impedía hacer lo que quisieran.

–¿Tú qué dices, pequeñaja? –le preguntó tomándola de la mano–. ¿Seguimos a los mayores?

Sofia asintió y empezaron a subir las escaleras, pero iban muy despacio, porque la niña tenía que poner los dos pies en un escalón antes de subir al siguiente. Sus cortas piernecitas no daban para más. Cuando llegaron a la mitad de la escalera Ruby se dio por vencida y la tomó en brazos para que pudieran ir más deprisa.

Cuando llegó al rellano superior, la ambientación cambió por completo: las paredes estaban recubiertas con paneles de madera, los techos pintados en colores pastel y decorados con intrincados dibujos de yeso, y los muebles y la decoración tenían un estilo barroco.

La discusión entre madre e hijo continuaba en alguna sala un poco alejada de donde estaban Sofia y ella, y debía de ser una sala inmensa, porque el eco de sus voces resonaba en el silencio como en una iglesia o en un museo.

Con Sofia aún en brazos, y aunque vacilante, Ruby siguió las voces.

–Nunca me lo perdonarás, ¿no? –le estaba diciendo dolida la madre de Max a este.

Ruby se acercó un poco más. La sala en la que estaban tenía las puertas abiertas, y escudriñó por la rendija entre los goznes y el marco.

Vio a la madre de Max, que en ese momento cerró los ojos y dijo con tristeza:

–Por eso has traído una niñera, ¿no?, porque crees que no soy capaz de cuidar yo sola a mi nieta. ¿Tan mala madre fui?

Aquello se estaba poniendo demasiado personal. Sería mejor dejarlos a solas. Estaba retrocediendo cuando, sin querer, golpeó una mesita que había en el pasillo, y casi se cayó una de las fotografías enmarcadas que tenía encima.

Se hizo silencio y Ruby contuvo el aliento. Un momento después, Max se asomó a la puerta y, al verla, le indicó con un ademán que entrara.

Ruby hizo de tripas corazón, alzó la barbilla y entró. Era un salón enorme con una chimenea de mármol y pinturas al fresco de escenas mitológicas en tres de las paredes. En la otra había una hilera de ventanas en arco frente a las cuales había dispuestos tres grandes sofás verdes en forma de C.

–Ruby no ha venido a usurpar tu lugar, mamma –le dijo Max a su madre–. La contraté porque si hubiese venido yo solo con Sofia habría estado con un berrinche durante todo el viaje, y porque pensé que podría echarte una mano. No sería justo pedirte que canceles tus compromisos sociales y que alteres tus planes durante dos semanas porque a Gia le ha surgido un imprevisto.

Las facciones de su madre se suavizaron, y pareció avergonzarse un poco de la reacción que había tenido. Se volvió hacia ella y le tendió la mano. Ruby dejó a Sofia en el suelo, y la niña corrió a una de las ventanas para ver una lancha que pasaba por el canal.

–Serafina Martin –se presentó la madre de Max con una sonrisa cuando ella fue a estrecharle la mano–. Pero todo el mundo me llama Fina. Le pido disculpas por no haberle dado la bienvenida a su llegada, pero se la doy ahora.

Ruby le contestó en italiano.

–Gracias, señora Martin. Tengo que confesarle que es-ta es la primera vez que trabajo como niñera, así que, si decide darme una oportunidad, probablemente, tendrá que ayudarme más usted a mí que yo a usted.

Una expresión de aprobación, y quizá también de alivio, cruzó por la mirada de la mujer, que ladeó la cabeza y le dijo:

–Habla muy bien italiano.

Ruby sonrió con modestia.

–Gracias.

Fina la miró de arriba abajo.

–Aunque su pelo… ¿Lleva mechas moradas?

Ella se encogió de hombros.

–A mí me gusta así.

Fina enmudeció y se quedó paralizada un instante antes de que una sonrisa acudiera a sus labios.

–Bene. ¿Qué sabré yo? Ya soy mayor y no estoy al tanto de lo que se lleva. Además, me gusta que una mujer tenga su propio criterio –le respondió–. En ese mueble de ahí guardo una caja con bloques de madera, de esos de colores, para cuando viene mi nieta –le dijo señalándole un mueble bajo–. Entreténgala con eso –luego se volvió hacia su hijo–. Ven, Massimo, vamos a sentarnos y a hablar para decidir qué vamos a hacer.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

MAX miró a su madre perplejo.

–¿Cómo que quieres que me quede yo también?

Ese no era el plan. La razón por la que había llevado allí a Sofia era porque no tenía tiempo para tomarse unas vacaciones. No podía dejar que se fuese por el desagüe todo por lo que habían trabajado su padre y él.

Su madre hizo ese gesto que tanto lo irritaba, agitando la mano como si estuviese haciendo una montaña de un grano de arena.

–Lo que me has dicho antes… tienes mucha razón: estas dos semanas tengo planes, y naturalmente no puedo desatender mi trabajo.

Max la miró boquiabierto.

–¿Que tienes un trabajo?

–No sé por qué te sorprende tanto. Sí, tengo un trabajo. Trabajo para una inmobiliaria por las mañanas, enseñando viviendas de lujo a posibles compradores. Pero esa no es la cuestión; la cuestión es que tenemos que hacer lo que sea mejor para Sofia.

Él frunció el ceño.

–Eso ya lo sé, mamma. Por eso he venido aquí. No podía quedarme con ella. Tengo un negocio muy importante a la vista, y no podría dedicarle a Sofia el tiempo y la atención que requiere.

–Mira, Massimo, adoro a Sofia y me encanta tenerla conmigo, pero yo tampoco puedo desatender mi trabajo. ¿O es que crees que el dinero me cae del cielo?

Max lanzó una mirada a la niñera, que estaba sentada en la alfombra, jugando con Sofia a hacer construcciones con los bloques de madera.

–Pero es que por eso he traído a Ruby –le insistió.