Odio - Ismael Lozano Latorre - E-Book

Odio E-Book

Ismael Lozano Latorre

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Beschreibung

Si te gustó "Vagos y maleantes" no puedes perderte "Odio"... Te encantará. SINOPSIS El nueve de noviembre a la una y veinte de la noche, el cuerpo sin vida del presidente del Partido Ultraderechista Sevillano apareció en el suelo de un parking con ocho puñaladas y envuelto en una bandera LGTBI+. Una pintada en el escenario del crimen vincula este asesinato con el de Miguel Heredia en la Alameda de Hércules por su orientación sexual. Discursos de Odio. Delitos de Odio. ¿Están relacionados? Cuando pegas a uno, nos duele a todos. Antía, a su regreso de Nueva York, se encontrará con una nueva historia que necesita ser contada, pero esta vez la amenaza está en el presente y será más peligrosa. ¿Quién mató a Ignacio Romero? ¿Y por qué? Atrévete a leer la nueva novela inspirada en hechos reales de Ismael Lozano Latorre, autor de Vagos y maleantes. La obra recoge algunos de los acontecimientos más importantes de los últimos años, que, por desgracia, formarán parte de la memoria histórica LGTBI+.

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© Título: Odio

© Ismael Lozano Latorre

ISBN: 978-84-126153-5-7

Depósito Legal: GC 464-2022

Primera edición: noviembre 2022

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado

Ilustración portada e interior: Nareme Melián

Maquetación: David Márquez

Visita nuestro blog: https://www.editorialsieteislas.com/blog y nuestro canal de Youtube

Si quiere recibir información sobre nuestras novedades envíe un correo electrónico a la dirección:

[email protected]

Y recuerde que puede encontrarnos en las redes sociales donde estaremos encantados de leer vuestros comentarios.

#odio #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

Nota del autor:

Todo el contenido de esta obra es ficción. Si algún partido político o alguna persona en concreto se siente identificado con algún diálogo, premisa o ideología, lo lamento enormemente porque mi intención no es otra que la de inventar una filosofía vital y una forma de actuar que fuese totalmente contraria a la Constitución y a la democracia, y espero, por el bien de todos, que dicha alegoría nunca se haga realidad.

A todas las víctimas de delitos de odio.

PREFACIOEL VIAJE

Sergio Bero

Escritor y psicólogo

Las emociones son como un vehículo. Todas sirven y son útiles para llegar a algún lugar. Sin embargo, a veces nos empeñamos en usarlas para acceder al sitio inadecuado. Es evidente que para ir de Madrid a Bilbao no utilizaríamos un barco, así como para ir de Barcelona a Las Palmas no elegiríamos un auto. Acercarnos a Bilbao o a Las Palmas es posible, pero no con esos medios, porque no nos van a funcionar. Imaginemos que ese vehículo es el enfado, el miedo, la tristeza... o el odio. Todas sirven para llegar a ciertos lugares, pero no a todos los lugares se puede llegar con ellas.

Por ello, y siguiendo con el símil, en muchas ocasiones las emociones se disfrazan las unas de las otras como una tapadera, de modo que una bici parece una moto o una lancha parece un transatlántico. Quizás aquí ya comenzamos viendo la complejidad emocional. Al comparar ejemplos antagónicos nos es fácil determinar el error de tomar un vehículo y no otro, pero si tenemos enfrente a aquellos que no son tan diferentes, quizás la tesitura obvia no lo sea tanto. ¿Y si quizás nos confundimos de vehículo por parecer similares? ¿Y si quizás nos hemos acostumbrado a utilizar un vehículo porque no tenemos otro?

Si las emociones son vehículos, los lugares a los que nos llevan son nuestros comportamientos. Cuando viajamos por primera vez a un destino todo está por descubrir, todo es novedad. Según vamos repitiendo ese camino, deja de sorprendernos y normalizamos lo que ocurre en el viaje, porque ya lo hemos vivido. Solamente si alguien realiza de nuevo el trayecto con nosotros volvemos a sentir esas novedades que pasaban desapercibidas. La curiosidad puede incluso desaparecer invalidada por la monotonía del itinerario ya aprendido, lo que puede hacer que no miremos más con ojos principiantes y no investiguemos ni indaguemos. ¡Hasta podemos rechazar nuevas rutas!

Pero con tanta metáfora podemos perdernos, así que bajemos a tierra firme y reconduzcamos el tema con algún patrón de conducta que seguramente hayamos replicado: imaginemos ese plan que tenemos ya organizado con total ilusión pero que acaba por no salir. La respuesta puede ser de tristeza, en cuyo caso mostraremos nuestro malestar de forma apática, solitaria e impotente; o de enfado, ocasión en la que lo exteriorizaremos con inseguridad, ofensa e irritabilidad. Pero, ¿cuántas veces mostramos agresividad ante algo que nos da miedo? ¿Cuántas otras hemos huido de lo que desconocemos totalmente? ¿Y cuántas nos hemos aislado ante la hostilidad?

Ante la opción de visitar nuevos lugares, también podemos evitarlos, negarlos e incluso denigrarlos, desacreditarlos o despreciarlos. Podemos elegir seguir manteniéndonos en el mismo lugar, trasladarnos siempre en el mismo vehículo y aunar miedo con desconocimiento e inexperiencia para responder con ira, frustración o desprecio. Y estos comportamientos pueden tornarse en delictivos.

Quizás sintamos más comodidad con un comportamiento concreto porque lo hemos aprendido así, porque lo hemos repetido y lo hemos reforzado hasta la saciedad, y eso nos genera seguridad.

Lo inexplorado, además de ser nuevo, nos puede provocar tristeza, miedo y enfado, es decir, confusión, bloqueo y ataque. Quizás ir a esos lugares nuevos donde no sabemos lo que hay no nos aporte la seguridad que necesitemos y prefiramos quedarnos en nuestra zona de confort. Pero, ¡ojo!, en muchas ocasiones, al salir de ella es cuando tomamos consciencia del poco confort que había al estar tan repleta de vehículos que no funcionan para llegar a un destino donde la empatía, la estima y la concordia coexistan.

Seguro que si tienes este libro en tus manos es porque quieres viajar a otros lugares, incluso a los desconocidos. Y ojalá esos viajes te sirvan para aprender, para comprender y para responder sin odio.

PRÓLOGO

Martes, 9 de noviembre

El nueve de noviembre, a la una y veinte de la noche, el cuerpo de don Ignacio Romero Espinosa apareció tirado en el suelo del parking del edificio de usos múltiples de la calle Luis de Morales de Sevilla, cerca de El Corte Inglés y la estación de Santa Justa.

El cadáver se encontraba boca arriba y presentaba ocho puñaladas asestadas con rabia y tesón. Parecía que su asesino, encolerizado, se había asegurado de que la víctima no sobreviviera.

Ocho cuchilladas: una en la mano derecha, otra en el cuello, tres en el pecho, dos en el vientre y la última en la cuenca del ojo izquierdo.

El cuerpo yacía en un charco de sangre con el rostro desencajado. Se desplomó como lo hacían las antiguas fortalezas del Imperio Romano al ser atacadas por la plebe.

Ignacio Romero vestía un traje de chaqueta azul marino, camisa celeste y corbata negra, un cinturón de piel trenzado y unos gemelos que le regaló su esposa en su último cumpleaños. Estaba muy elegante, como si, al vestirse esa mañana, hubiera escogido inconscientemente la ropa con la que le gustaría ser recordado, aunque por desgracia, eso no sería así. ¡Hasta eso le arrebataron! Porque en las fotografías que publicarían las portadas de los periódicos al día siguiente no tendría ese aspecto, sino otro bien distinto. Le robaron la vida y también la dignidad. Los medios de comunicación lo mostrarían en sus monográficos cubierto con la colorida mortaja que su asaltante le echó por encima antes de marcharse: una bandera con los colores del arcoíris.

Gregorio Ortiz lo encontró en su ronda de la una de la mañana. Se había retrasado un poco en pasar por esa zona, porque le había entrado hambre a mitad del turno y había ido a la garita a comerse un bocadillo: jamón serrano con tomate y una Coca Cola. Se lo había preparado su madre y, a diferencia de los que hacían en los bares, su madre le añadía un poco de aceite de oliva virgen, orégano y sal.

Era su primer trabajo.

Gregorio Ortiz tenía veinticinco años y había estudiado Ingeniería de Telecomunicaciones, pero aquel puesto de vigilante era lo mejor a lo que había podido optar tras dos años seguidos en el paro.

Odiaba su empleo, pero le daba miedo perderlo. Quería hacerlo bien, pero aquella situación lo sobrepasaba.

Sangre, había mucha sangre.

El guardia de seguridad tuvo que hacer un esfuerzo para contener el vómito. La visión era esperpéntica y muy desagradable.

—¡Una ambulancia, por favor! —rogó angustiado por teléfono, aunque sabía que cualquier intento por salvarlo ya era inútil.

La noche fría, y la luna curiosa se asomó a la ventana del garaje para averiguar lo que estaba sucediendo.

Gregorio lloraba; era la primera vez que veía un cadáver y estaba conmocionado. Cuando aceptó aquel trabajo jamás pensó que iba a tener que enfrentarse a una situación así. Era joven, quizá demasiado para un puesto como ese y para tanta responsabilidad. El chico llamó destrozado a su supervisor por teléfono para informarle de lo sucedido, pero no recibió respuesta.

Solos, estaban solos, el muerto y él.

Don Ignacio lo miraba desde el suelo con su único ojo y el cuerpo envuelto en la bandera.

La ambulancia y el médico que atestiguaría el deceso llegarían en unos minutos.

Le sonaba aquella cara, aquella cara deformada le era familiar, la reconocía, pero no estaba seguro de quién era. Gregorio se aproximó un poco más para verlo de cerca. Juraría que el cadáver que tenía en el parking pertenecía a alguien importante, aunque no tenía claro quién era.

Famoso. Era un famoso. Se había encontrado un famoso muerto en su ronda. Alguien como él pocas veces tenía la oportunidad de vivir algo así. Nunca le pasaba nada emocionante. Seguro que sus colegas no se lo creerían cuando se lo contara.

¿Qué podía hacer?

Su ego o su inocencia le hicieron actuar de la forma más irreflexiva posible. Inconscientemente y sin mostrar ningún pudor ni respeto por la víctima, el joven sacó el móvil e hizo algo de lo que más tarde no se sentiría orgulloso: sonrió. Sonrió delante del objetivo y del muerto y se hizo un selfie para atestiguar que había sido él la persona que lo había encontrado y para poder enseñárselo después a sus amigos.

Famoso. Era un famoso y él no solía toparse con ninguno.

El flash del móvil saltando y unas letras, que no había visto hasta entonces, resplandeciendo en la pared.

Era una pintada.

Una pintada con espray rojo y estaba fresca.

El asesino, antes de marcharse, había dejado un mensaje en la pared para que todos lo leyeran: #justiciaparamiguel podía leerse en letras grandes, y el guardia de seguridad, estremecido, comprendió quién era el muerto y qué estaba sucediendo.

PARTE I

UN GORILA, UN LEÓN, UNA CABRA Y UNA GALLINA

CAPÍTULO I

Lunes, 18 de octubre

Antía se agarró a la barra del autobús cuando giró a la izquierda. Era una curva pronunciada y estuvo a punto de perder el equilibrio.

Eran las siete y media de la tarde, había salido de trabajar hacía una hora y había decidido acudir a su cita sin pasar por casa para cambiarse. Gabardina roja, botas negras y el pelo recogido en una improvisada coleta que dejaba fuera varios mechones.

Hacía calor. En el transporte público siempre ponían la calefacción demasiado alta. Sudaba. No le gustaba esa sensación. Su vestido negro, de lana, pegado al cuerpo. No se sentía limpia del todo. De buena gana se habría dado una ducha en ese momento.

Los cristales empañados.

Las gotas de lluvia descendiendo por las ventanas como si fuesen lágrimas.

Sevilla estaba triste ese octubre, de luto; demasiados acontecimientos lamentables para una fecha tan sombría.

Las farolas vomitando su luz amarillenta en las aceras.

No está muerto, lo han matado.

Hambre.

Antía se arrepentía de no haber merendado antes de montarse en el autobús.

El pitido de un wasap entrando en su teléfono.

«Ya estoy aquí», decía. «Te espero en la puerta».

Antía comprobó preocupada si tenía suficiente batería en el móvil. No quería que se le apagara cuando estuviera grabando.

Llegaba tarde. Diez minutos.

El autobús avanzando lentamente en mitad de un atasco y ella impacientándose.

No sabía cómo lo iba a reconocer. Si había más gente en la entrada de la cafetería lo tendría complicado. Solo lo había visto un momento en televisión y se había tapado la cabeza con el gorro de la sudadera. En su perfil de Instagram no tenía fotos personales.

«Me retraso un poco», contestó. «Disculpa».

Los gritos. Los llantos.

Recordar esas imágenes del telediario hicieron que se le erizara la piel. Una familia destrozada detrás de un ataúd que nunca debía haber existido. Los vecinos acompañándolos. Una madre con el rostro descompuesto arrastrando los pies. Su hijo sujetándola.

Vértigo. Angustia. Impotencia.

No está muerto, lo han matado.

«¡Asesinos!, ¡asesinos», chillaba la gente. Dolor.

Dolor en estado puro.

Dolor apoderándose de las vísceras e impidiéndoles respirar.

Un crucifijo en la tapa del ataúd, aunque Miguel no era creyente.

¡Asesinos!

Miguel.

Miguel Heredia Martínez.

Dieciséis días antes, nadie conocía su nombre y ahora era el más repetido en los medios de comunicación.

Miguel Heredia Martínez, el joven asesinado en la Alameda de Hércules de Sevilla.

¿Crimen homófobo?

Debates y discursos políticos basados en su persona. La izquierda acusaba a la extrema derecha de promover discursos de odio que estaban calando en un sector de la sociedad que buscaba a quien hacer responsable de sus propias desdichas.

«¡Maricones! ¡Sidosos!».

Su pareja, único testigo de la agresión, aseguró que fue por su orientación sexual. El agresor, mientras lo golpeaba, lanzaba insultos homófobos.

Las redes sociales se estremecieron y se llenaron de hashtags que clamaban justicia: #crimendeodio #gaycrime #stophomofobia #sevillallora #nosestanmatando #hatecrime #gayrights #justiciaparamiguel. Los comentarios más cruentos fueron los de un troll que se hacía llamar El Fantasma PUSilánime,que acusaba directamente al PUS de asesinato.

Se convocaron manifestaciones en Sevilla, Málaga, Córdoba y muchas otras ciudades de España para denunciar lo ocurrido.

Actores, políticos y personalidades de diferentes ámbitos se sumaron a los actos de condena.

«Tenía una vida por delante. No ha muerto, lo han matado».

«¡Basta ya de odio!».

«Asesinado por ser gay en el siglo XXI en España. ¿Estamos perdiendo la cabeza?».

«Justicia para Miguel».

«Los discursos de odio no deberían tener cabida en nuestra sociedad… Tienen consecuencias».

Miguel estaba muerto.

Muerto.

No ha muerto, lo han matado.

Los gritos de su madre mientras sus vecinos cargaban el ataúd.

—¡Mi niño! ¡Mi niño!

El autobús paró en seco y sacó a Antía de sus ensoñaciones.

Su mano, prudente, apretaba con fuerza la barra.

Las puertas se abrieron y un viento frío entró en el vehículo.

Era su parada.

¿Había sido buena idea quedar con él? Quizá era demasiado pronto, solo habían pasado quince días.

Según los datos del Ministerio del Interior, los delitos de odio por orientación sexual e identidad de género habían crecido un 58 % en el último año.

Insultos, agresiones, ataques, apuñalamientos.

No está muerto, lo han matado.

Una madre llorando detrás de un ataúd.

Antía inspiró profundamente y se soltó de la barra.

—Justicia para Miguel —susurró, y se le congeló la sonrisa.

CAPÍTULO II

Lunes, 18 de octubre

Vanexa se sentó en el sofá que le habían indicado a esperar que llegara su turno para entrar en el plató. Estaba nerviosa. No era la primera vez que intervenía en directo en un programa de televisión, pero esta vez era distinto. Las palmas de las manos le sudaban y le costaba respirar.

Vanexa era fan absoluta de Cuéntanos. Todas las tardes, desde que tenía memoria, se sentaba después del almuerzo y se pasaba las horas delante de la pantalla soñando con ser una de las famosas a las que entrevistaban y que contaban sus intimidades a todo el país. ¡Y por fin lo había logrado! Vanexa Gutiérrez, la hija del pescadero, la Culo Pollo, delante de aquel decorado que tantas veces había visto y aquellos periodistas del corazón que idolatraba y con los que siempre había querido estar. ¡En el barrio tenían que estar flipando! ¡La Vane en el Cuéntanos!

Cola alta, pendientes dorados, tacones, escotazo y uñas postizas.

Vestido corto, morado, de licra. Se había quitado el tanga a última hora para que no se le marcara.

La maquilladora había insistido en hacerle algo más discreto de lo que llevaba, pero Vanexa había sido inflexible. ¡Se maquillaba ella! No dejaría que ninguna amargada le retocara el rabillo de los ojos. Tenía mirada felina, siempre la había tenido, y quería que quedara reflejada en televisión.

La sintonía del programa sonando y el presentador, con su chaqueta rosa, entrando en escena ante el aplauso del público. Andrés Cortázar. El líder indiscutible de la franja del mediodía en el ámbito nacional. Pulverizaba el share de la competencia. Sesenta y ocho años y más de cuarenta en antena. Se negaba a jubilarse. Veinte presentando ese mismo programa. Pelo teñido de negro y adherido al cráneo con fijador. Gordo, muy gordo, más de lo que debiera y lo que le recomendaba el médico. Al hablar, la papada le temblaba, y cuando se quitaba la chaqueta siempre tenía marcas de sudor. ¡Pero el público lo adoraba! Vanexa, nerviosa, no pudo reprimir un aplauso al verlo aparecer.

—Hoy tenemos un programa muy completo y lleno de invitados de lujo —anunció Andrés Cortázar mirando fijamente a la cámara, como si tratara de seducirla—. Nos visitará Rafaela Quiñones, la supuesta amante del hijo torero, Roberto Marrero, que viene dispuesta a darnos pruebas indiscutibles sobre su supuesta infidelidad, con detalles íntimos y muy jugosos del hijo del diestro que dejarán de piedra a más de uno, sobre todo en lo referente a su anatomía. También nos visitará Antonio García, marido de la niñera que cuidó durante más de diez años a la hija de Candela Miramar, que nos traerá información de primera mano de la vida de la tonadillera para entender la relación actual que tiene con su hija. Y por último, y no menos importante, contaremos con la presencia de Vanexa, con equis, la novia de la muerte, como la han bautizado en otros programas de televisión, que nos contará cómo es hacer el amor con el hombre más odiado del país en este momento.

CAPÍTULO III

Querido Hugo:

Besarte, solo eso. Quedarnos tumbados en la cama mientras mis labios se encuentran con los tuyos y saborean tu deseo. Nuestras almas se abrazan, se acarician y bailan juntas a un ritmo que les imponemos tú y yo.

Ansiarte.

Ansiar tu cuerpo como no he ansiado nada en mi vida.

Sentir que me falta el aire si no estoy dentro de ti.

Recorrer cada centímetro de tu piel con mi lengua.

Verte salir de la ducha y emocionarme. Tu cuerpo cálido, fornido, velludo. La forma en que se mueven tus glúteos al andar y el vello ensortijado que decora tu entrepierna. Belleza. Belleza en estado puro. Feromonas impregnando el aire y haciéndome estremecer.

No quiero que esto se acabe.

No quiero que esto se acabe nunca.

Anhelo despertarme cada mañana en tus brazos y que lo primero que sienta sea el sabor de tus besos.

Te quiero.

Ya sé que te lo dije demasiado pronto, pero ahora, por primera vez en mi vida, entiendo el significado exacto de esas dos palabras.

Te quiero.

Ahora lo sé.

Ahora lo entiendo.

Y no es un «te quiero» regalado o que salga sin querer, es un «te quiero» que nace en mis entrañas y que me hace sentir que soy el hombre más afortunado del mundo por tenerte.

Te quiero.

Te quiero.

Te quiero.

No me faltes nunca.

CAPÍTULO IV

Lunes, 18 de octubre

Martín, tal y como habían acordado, la esperaba en la puerta de la cafetería. Era alto, más de lo que Antía se había imaginado. Mediría aproximadamente un metro noventa y era ancho de espaldas. Llevaba un pantalón vaquero, zapatillas desgastadas y una sudadera gris. Su rostro, oculto bajo la capucha. Al verla llegar, se separó del muro en el que estaba apoyado y se acercó a saludarla.

—Soy Martín —le dijo estrechándole la mano, y ella asintió.

—Yo Antía, encantada. Gracias por venir al encuentro.

Los jóvenes entraron en silencio en la cafetería y decidieron sentarse en una de las mesas más alejadas de la barra. La gabardina roja de Antía colgada en una percha en la pared. Habían escogido ese local porque pensaban que no habría mucha gente, pero se habían equivocado.

—¿Prefieres que vayamos a otro sitio? —le sugirió él preocupado.

—No, está bien —le contestó ella amablemente.

Su bolso en el suelo y las dos tazas de café humeante sobre la mesa. El camarero se las acababa de servir y les había preguntado si querían algo de comer, pero ambos habían dicho que no. Aquello no era una cena ni un acto social, era una reunión informal en la que iban a abrirse heridas.

—¿Te importa que grave? —le preguntó la chica poniendo su móvil entre los dos—. Es más cómodo que tomar notas.

Martín se quitó la capucha de su sudadera y se encogió de hombros para darle a entender que le daba igual.

Antía lo observó con curiosidad unos segundos.

Pelo moreno, porte desgarbado y la tristeza tatuada en el rostro, como si fuera una parte indivisible de él. Era guapo, con facciones duras y mentón pronunciado, pero lo que más llamaba la atención de su semblante eran sus ojos. Ojos azules. Azul claro. Un azul como el del cielo en verano cuando estás tumbado boca arriba en la playa y lo contemplas en todo su esplendor. Celestes. Impresionantes.

—De todos modos, tomaré algunas notas —le explicó ella sacando su libreta—. Me resulta más cómodo así.

El bolígrafo sobre la mesa y los ojos azules de Martín mirándola, esperando que comenzara a hablar. Era tímido o eso parecía en un principio.

—¿Qué quieres saber? —le preguntó el chico rompiendo el hielo.

Antía, un poco agobiada por la situación, pulsó el play en la grabadora del móvil y le contestó intentando parecer lo más profesional posible.

—¿Por qué has aceptado que te entreviste? —le interpeló—. Hasta hoy, tu familia se había negado a hablar con los medios de comunicación. ¿Por qué conmigo sí?

Martín, confuso, volvió a encogerse de hombros.

—No sé… —le contestó—. Cuando me escribiste por Instagram me pareciste distinta. He leído tu blog y el trabajo que has hecho estos años en defensa del colectivo LGTBI+ y de los más necesitados. A Miguel le habrías gustado. No pareces un buitre buscando carroña de la que alimentarse.

Antía suspiró. Entendía cómo se sentía. Sus compañeros de profesión no se habían portado especialmente bien con él. Muchos programas de televisión habían cruzado líneas que no debían cruzarse. De Miguel se había llegado a hablar en los programas del corazón y algunos colaboradores, con muy poco tacto, incluso habían llegado a cuestionar el papel de Encarna como madre por desconocer las tendencias sexuales de su hijo.

—Gracias —le contestó ella agradecida—. Pienso que es necesario hacer algo así. Se está tratando este tema desde muchas vertientes, pero desde mi punto de vista se olvida la más importante, que es tu hermano. Yo quiero que la gente lo conozca para que sean conscientes de lo que hemos perdido, de lo que os han quitado.

Una pequeña lágrima asomándose a sus ojos y Martín apresurándose para limpiarla con la manga de la sudadera.

Tenía las uñas cortas, descuidadas y con restos de grasa.

—Perdona —se disculpó avergonzado porque la chica lo viera llorar—. Todavía es demasiado reciente. Al hablar de él, todavía me pasa.

Antía, conmovida, acercó su mano a la del chico y lo acarició.

—Tranquilo —le dijo—. Y no pidas perdón por sentir.

CAPÍTULO V

Lunes, 18 de octubre

El sobre llegó a la recepción del Partido Ultraderechista Sevillano a las ocho y cuarto de la mañana. Era un sobre amarillo acolchado y lo traía el mensajero con el resto de la correspondencia.

Era un mañana fría y lluviosa, de esas en las que miras por la ventana desde la cama y no te quieres levantar. Las gotas golpeaban los cristales empujadas por fuertes ráfagas de viento.

El recepcionista dejó el paquete sobre la mesa sin prestarle mucha atención. Era una carta certificada a la atención de Ignacio Romero. Carmina Rueda llegó a la oficina a las ocho y media envuelta en su perfume de lavanda y lo cogió para revisarlo, como siempre hacía, dado que ella se encargaba personalmente de filtrar y clasificar todos los mensajes del presidente para facilitarle las labores y estar informada.

La sede del PUS se encontraba en la cuarta planta del Edificio de Usos Múltiples de la calle Luis de Morales y se componía de ocho despachos, dos salas de juntas y una pequeña habitación de descanso, donde se podía echar una siesta, tomar café o ver las noticias. Decían las malas lenguas que el presidente había usado más de una vez la sala de descanso para hacer el amor con alguna becaria e incluso alguna afiliada que quería ascender en el partido, pero eso era un despropósito y no estaba demostrado.

La sede tenía tres balcones y una amplia terraza que los fumadores usaban para llenar el cielo sevillano de humo.

El despacho principal era el del presidente y se diferenciaba de los demás por un inmenso ventanal que daba a la fachada de El Corte Inglés y por el mobiliario: un sofá de piel, un mueble bar repleto de licores caros y una foto del caudillo cuando era joven, que guardaba a buen recaudo porque los medios de comunicación solían impresionarse cuando venían a entrevistarlo y terminaban criticándolo.

Las siglas del partido brillando en azul celeste allí donde miraras: PUS.

Mucha gente se había reído al escuchar por primera vez el acrónimo que formaba el nombre del partido. El responsable de marketing había aconsejado hasta la saciedad cambiarlo, pero don Ignacio Romero, desde su fundación, lo había defendido en la junta y utilizaba su doble significado en sus discursos políticos.

—¡Cuando un país está infectado, la pus es lo primero que aparece! —solía gritar con orgullo—. ¡Es un síntoma de enfermedad y de necesidad de tomar medidas para el cambio! ¡Y España está infectada! La izquierda ha permitido que nuestra patria se llene de personas indeseables que corrompen la esencia de nuestra tierra. ¡Los defiende e incluso los subvenciona! Inmigrantes, prostitutas y pervertidos que salen a la calle agitando sus banderas de colores. ¿Es eso lo que queremos para nuestros hijos? ¿El país que queremos dejarles? El PUS ha nacido de la suprema necesidad de nuestra patria de revelarse contra el sistema que la izquierda nos ha impuesto, para cambiar este modelo denigrante que nos lleva a la depravación, la pobreza y la vergüenza. ¡Hombres casándose con hombres! ¡Hombres vistiéndose de mujer! ¿Y todavía quieren más derechos? ¿En qué nos quieren convertir? ¿En el hazmerreír de Europa? Atacan nuestra imagen, nuestra moral. ¡Y también nuestro patrimonio! Porque para la izquierda es más importante ayudar a un sin papeles que a un nacional. ¡Y lo hacen con nuestro dinero! ¡Extranjeros sin trabajar comiendo de nuestras arcas mientras los nuestros están en el paro y cobrando una miseria! Robos, agresiones, violaciones múltiples… Eso es lo que acarrea el tipo de sociedad que nos quieren imponer. ¡Y el PUS es la solución a todo esto! —exclamaba satisfecho abriendo los brazos al cielo como si contase con el apoyo de lo más sagrado—. ¡Hemos venido para devolverle a este país su esencia, su cultura y su religión! ¡Y defendemos la tauromaquia porque, para nosotros, las tradiciones españolas son más importantes que las estúpidas modas animalistas! ¡Ya está bien de robarnos nuestra esencia! ¡Ya está bien de defender a sin papeles y a pedófilos! Este país está enfermo y el PUS es el síntoma. ¡Y la cura! ¡Acabaremos con los pervertidos y las ladillas que nos están chupando la sangre! Venimos a limpiar nuestra sociedad, pero sobre todo a sanarla.

Sanadores.

Un partido de sanadores que atacaba a todo aquel que fuese diferente.

La taza de café sobre la mesa y la pantalla del ordenador encendida.

Gotas de lluvia escurriéndose por el cristal de su ventana.

Esencia a lavanda impregnando las paredes.

Carmina Rueda abrió el sobre con desgana y, cuando sacó su contenido, lo miró con atención. Sus ojos de comadreja muy abiertos no podían creer lo que estaban viendo.

—¡Mierda! —exclamó cabreada. Aquella no era la mejor forma de comenzar la jornada.

CAPÍTULO VI

Querido Hugo:

Pensar en ti me roba una sonrisa, no puedo evitarlo. Es imaginar tus ojos verdes y el modo en que me miras y mis labios se mueven espontáneamente haciéndose partícipes de mi felicidad. Tú eres eso: el motivo de mis sonrisas. Pienso en ti y mi día cambia de color. Tú consigues que en mi interior siempre brille un arcoíris.

¿Es esto el amor? No lo sé. Hasta ahora nunca había estado enamorado, o no lo había hecho de verdad, porque contigo todo es desconocido, es como si cada hora que paso a tu lado estuviera descubriendo cosas nuevas, tanto tuyas como mías, que no sabía que guardaba en mi interior.

Hoy me has dicho que tengo miedo. Miedo de sentir, de querer y de ser rechazado… Y tienes razón, aunque me ha costado reconocerlo. De camino a casa he estado pensando en tus palabras y se me han escapado las lágrimas. Son muchos años de avergonzarme, de fingir, de protegerme y no es fácil romper esa coraza. Es complicado permitirme ser la persona que realmente soy cuando la he estado castrando toda mi vida.

Coherencia.

Coherencia y valentía, eso me has pedido.

Ahora te tengo a ti, no estoy solo, pero a pesar de eso, el proceso no es fácil. Tengo que atravesar una alambrada de espinas para romper mi crisálida y es mucho más cómodo continuar escondido, aunque eso signifique no tener una existencia real.

—Hazlo por ti, no por mí —me has suplicado, pero yo soy incapaz de hacerte caso. Estando a tu lado todo parece fácil, pero cuando te vas, la fuerza se me escapa entre los dedos de los pies.

Besarte.

Besarte a escondidas, sin que nos vean.

Soltar tu mano en la calle cuando nos cruzamos con alguien.

Fingir que solo eres un amigo cuando nos encontramos con conocidos de mi barrio.

Espejo roto.

Espejo distorsionado.

¿Cómo puedo avergonzarme de lo que me hace feliz?

Aceptarse. Quererse. Sentirse orgulloso.

Hazlo por ti, no por mí.

Me aterra que te canses de mi cobardía y termines dejándome. En ningún momento me has planteado ese escenario, pero sé que si continúo así, será lo que suceda. No puedo obligar a nadie a vivir en las sombras. No puedo encerrar en un armario a alguien a quien le ha costado tanto salir.

Hazlo por ti, no por mí.

Perdóname. Soy demasiado cobarde para decírtelo a la cara y por eso te escribo. Perdóname, Hugo. Perdóname por sentir miedo y por no ser capaz de compartir con los demás lo más bonito que me ha pasado en la vida.

Tres meses.

Tres meses de alegría y felicidad.

Bendito sea el momento en que quedamos en el parque de María Luisa.

Perdóname, aunque ahora, gracias a ti, sé que a quien debería pedir perdón es a mí mismo.

CAPÍTULO VII

Lunes, 18 de octubre

Antía y Martín estuvieron dos horas conversando en la cafetería. El chico, más animado, le estuvo hablando de su hermano y contándole anécdotas de su infancia que incluso, en algunos momentos, le hicieron sonreír. Pero estaba destrozado; aunque intentaba hacerse el fuerte, a veces se desmoronaba y tenía que hacer una pausa para poder continuar.

En una de esas interrupciones, sus ojos celestes se llenaron de lágrimas y le hizo una confesión que llevaba escondida en su boca desde el comienzo de la entrevista y que no se había atrevido a soltar. Le quemaba en la lengua, le escocía, y necesitaba soltarla para que lo comprendiera y entendiera qué hacían allí.

—Yo no me porté bien con él —admitió—. Cuando me enteré de que era gay, en vez de apoyarlo, me burlé de él y le hice la vida imposible. —Vergüenza, vergüenza en su cara, vergüenza en sus ojos, vergüenza en su voz—. Me metía con él ¡Lo insultaba! —prosiguió con un nudo en la garganta que casi no le permitía articular las palabras—. E incluso lo amenacé más de una vez con contárselo a mi madre.

Antía se alejó de él sorprendida.

—¿Por qué? —le preguntó desconcertada.

Martín se encogió de hombros y agachó la cabeza.

—No sé —le contestó arrepentido—. Ni siquiera yo lo sé. Supongo que me pilló por sorpresa y no supe reaccionar. Me enteré porque un colega me dijo que habían visto a mi hermano besando a un chico en un parque y empezaron a meterse conmigo. Me preguntaron si yo también era maricón y, para demostrar que no lo era, humillé a Miguel delante de todos y luego continué haciéndolo. Era más fácil unirme a las burlas que defenderlo y poner en entredicho mi hombría.

Atacar al débil. Insultarlo. Esforzarse para pertenecer al grupo mayoritario y no formar parte del de los vilipendiados, aunque ello suponga sacrificar ciertos lazos.

Sus ojos celestes, afligidos, desviando la mirada para no encontrarse de frente con los de ella. No le gustaba que lo vieran así, vulnerable y hundido, por eso se cubría la cabeza con la capucha.

Se arrepentía. Se arrepentía enormemente de su comportamiento, pero ya no había marcha atrás. Las últimas semanas con su hermano, en vez de disfrutar de él, se había dedicado a atormentarlo.

—Necesité un tiempo para asimilarlo —se justificó—. Sé que no es una excusa, pero Miguel era mi hermano pequeño, nos queríamos. ¡Nos complementábamos! ¡Era muy importante para mí! Y acababa de descubrir que no lo conocía y que había estado engañándome durante mucho tiempo. Me sentí traicionado, porque yo le contaba todas mis cosas y él no confiaba en mí.

Silencio.

Su rostro triste, su corazón también.

El café enfriándose en la mesa y el bolígrafo de Antía escribiendo en el papel.

A Martín le costaba dar discursos, la lengua se le enredaba y le hacía dudar de que estuviera eligiendo las palabras correctas.

—Debí estar a su lado —prosiguió emocionado—. Debí abrazarlo y decirle que no pasaba nada. Apoyarlo, mimarlo, guiarlo… Pero no lo hice, no lo hice y ya no lo podré hacer. —Suspiro, lágrimas—. Miguel me necesitaba, pero yo estaba cabreado y reaccioné mal. Me comporté como un monstruo. Actué como se supone que jamás se debe hacer.

El ruido en el bar aumentaba. Un grupo de chicos se sentaron en la barra y se pusieron a hablar de fútbol, y uno de ellos, a partir de la cuarta cerveza, había acabado gritando. El camarero les llamó la atención un par de veces.

El móvil grabando sobre la mesa.

Antía mirando a Martín y notando su arrepentimiento. Aunque el chico intentaba aparentar más fuerza de la que tenía, se encontraba en medio de un naufragio emocional. Su rostro era el de una persona hundida que dudaba que se fuera a recuperar jamás.

—Supongo que, en el fondo, lo envidiaba —continuó intentando forzar una sonrisa—. Miguel era el hijo perfecto y yo, el gamberro, el conflictivo. Él estaba estudiando una carrera y sacando matrículas de honor y yo currando en un taller por tres pavos. Mi madre siempre hablaba de él llena de orgullo e, inconscientemente, nos comparaba. Él no se daba cuenta de que su brillantez dejaba en evidencia mi mediocridad. Cada vez que mi madre preparaba una cena especial para celebrar un nuevo logro de mi hermano, yo empequeñecía en la silla. ¡Yo no era nadie! ¡No era nada! Yo nunca tenía nada bueno que celebrar. Él, en cambio, triunfaba, sacaba buenas notas, lo nombraban delegado de clase, elegían sus proyectos para representar a la universidad en concursos… Supongo…. que cuando me enteré de que era gay, me alegré de que el niño perfecto tuviera un punto débil y lo utilicé para hacerle daño.

Punto débil.

Talón de Aquiles.

La gabardina roja de Antía observándolos desde el perchero.

Martín descubrió que su hermano era gay y lo usó para atacarlo porque sentía celos de él.

Lágrimas brotando de sus ojos mientras se volvía cada vez más pequeño.

Actúo mal. Se comportó mal. Lo sabía y le habían quitado la oportunidad de redimirse.

Miguel estaba muerto y no podría escuchar sus disculpas. Necesitaba decirle que lo quería, que se arrepentía de su comportamiento y que le daba igual que le gustaran los hombres o las mujeres. ¡El seguía siendo su hermano! Y eso no cambiaría nunca.

—Me equivoqué —confesó mientras sacaba un pañuelo de su sudadera gris—. Me equivoqué, porque Miguel, siendo gay, seguía siendo perfecto. No había nada malo en ello. El problema lo tenía yo, no él. Una vez más volvió a superarme. Miguel tenía una tendencia sexual distinta y, en cambio, yo lo que tenía eran prejuicios. Unos prejuicios estúpidos que me hacían pensar que aquello estaba mal y me hicieron perderme las últimas semanas de mi hermano. —Pausa, silencio—. Me comporté fatal porque tardé en comprenderlo y ahora ya no puedo decírselo ni pedirle perdón. Mi hermano no tenía ninguna tara, era yo el que no entendía que el amor no tiene que ver con el género ni la identidad sexual, solo con los sentimientos.

Martín se sonó la nariz y dejó que la pena enmudeciera su voz.

Antía le cogió la mano e intentó trasmitirle fuerza.

Había aprendido la lección. A Martín le había costado, pero se había dado cuenta de que estaba equivocado. ¡Pero lo había hecho tarde! ¡Demasiado tarde! Demasiado para su hermano, demasiado para él.

No está muerto, lo han matado.

Las voces y risas del bar envolviéndolo todo.

Miguel no estaba.

Miguel se había ido.

Miguel había muerto y él estaba solo. Jamás podría abrazarlo de nuevo ni bromear con él.

—Me doy asco —le confesó—. Yo formo parte de esa cruel rueda que ha terminado con la vida de mi hermano. He promovido la burla, la homofobia, ¡el odio! He alimentado esa espiral en la que, consciente o inconscientemente, muchos terminamos engullidos y atacando al que menos lo merece, buscando nuestra propia supervivencia. Él era mejor que yo y hasta su muerte me lo demuestra. No supe actuar. Ahora me doy cuenta de que él me necesitaba y de que yo hice, justamente, lo que más miedo le daba: rechazarlo.

La mano de Antía acariciando la suya.

—Tranquilo —le dijo con ternura—. No todos nacemos sabiendo, muchos tenemos que aprender. Tu hermano se sentiría orgulloso ahora mismo de escucharte hablar así.

Una sonrisa. Una leve sonrisa dibujándose en su boca, y sus ojos celestes, enrojecidos, tiñéndose de agradecimiento.

—Gracias, es lo que pretendo con esta entrevista, compensarlo —le contestó Martín, y sus dedos se enredaron en los suyos con una complicidad imprevista.

CAPÍTULO VIII

Lunes, 18 de octubre

El camino de regreso a Sevilla en el AVE lo hizo en el más absoluto silencio. No llamó a nadie. Aunque tenía el teléfono en la mano, no marcó ningún número. Se quedó callada con los auriculares puestos viendo cómo los paisajes manchegos pasaban a toda velocidad por la ventana mientras escuchaba Dolerme de Rosalía una y otra vez.

Vanexa se sentía mal y no entendía el motivo. ¡Estaba viviendo un sueño! ¡Su sueño! Pero en vez de disfrutarlo, se estaba agobiando porque había descubierto que lo que anhelaba no era tan bonito ni tan brillante como pensaba.

—¡Que vas a ir al Cuéntanos! —le había chillado la Rebe en la oreja—. Joder Vane, lo flipas. Te están convirtiendo en una estrella.

Una estrella.

Una estrella oscura.

Una estrella fugaz.

Una estrella que volaba tan rápido que amenazaba con convertirse en un meteorito y estamparse contra la faz de la tierra.

Ella era una chica de barrio, solo eso. La hija del pescadero y la Culo Pollo, nada más. Payo y gitana. Mestiza. Por sus venas corría sangre de ambas razas. No había acabado la ESO y trabajaba de reponedora en Mercadona, pero no tenía contrato fijo; la llamaban en fechas puntuales y siempre en Navidad. Colocaba cajas de turrones y mantecados en las estanterías. Además, curraba en negro de esteticien, pelaba a las vecinas en sus casas, les ponía mechas y les hacía las uñas, pero no había estudiado peluquería ni le gustaba, sino que lo hacía porque que se le daba bien y así se sacaba unos euros.

Vanexa, Vanesa con x.

La chica llevaba toda la vida suplicando una oportunidad: deseaba hacerse famosa y salir de un barrio que la asfixiaba. Sus sueños eran tan grandes que no cabían en las paredes de la casa de sus padres. Ella quería salir en la tele y que la invitaran a las fiestas de lujo que daban los futbolistas de primera división.

Vanexa se había apuntado al casting de Gran Hermano todos los años, había llamado mil veces a Mujeres, hombres y viceversa e incluso a La isla de las tentaciones, pero sin ningún resultado. Nunca la seleccionaban. Nunca le respondían. Ni siquiera un e-mail de agradecimiento.

Tedio.

Sobrecogimiento.

Los años pasaban y ella seguía anclada en una vida que pensaba que no le pertenecía. Sus tacones se enredaban en el fango mientras veía a otras chicas de su edad triunfar en televisión.

«Pronto, muy pronto», se decía a sí misma. «Solo necesito una oportunidad».

Vanexa estudiaba las revistas del corazón buscando al marido que la sacara del anonimato.

—Se trata de follarse a la persona adecuada y que te pillen —le había explicado la Rebe más de mil veces—. Y si no te descubren… ¡Lo cuentas tú directamente o llamas a los paparazzi!

Simple, muy simple, demasiado para que funcionara o fuera realidad.

Acostarse con la persona apropiada, no con la que amaras, sino con la que tuviera más repercusión mediática.

Vanexa seguía a miles de famosos por Instagram y les mandaba mensajes privados picantes, pero sin respuesta. Parecía que el mundo del famoseo era mucho más hermético de lo que ella pensaba y no la iban a dejar pasar.

—Juzgar a alguien es muy fácil cuando no tienes que comprarte el traje de fin de año en el Primark —solía decir con pena a sus amigas después de la primera copa.

Tedio. Apatía.

Mientras esperaba al príncipe azul que la sacara en las portadas de las revistas, comenzó a quedar con el Brandon. Al principio no le gustaba, solo le atraía físicamente, pero aquel chico de cabeza rapada y paletas partidas había conseguido ganarse, poco a poco, su corazón.

—¿Al cine? —le había preguntado Vanexa sorprendida una tarde de domingo.

Brandon, con esa sonrisa pícara y tierna que solía poner a veces, asintió a la vez que se ruborizaba un poco.

—Claro que sí, Vane, no todo va a ser follar. Ya te dije que podíamos hacer otras cosas juntos.

Juntos.

Juntos.

Ir al cine era mucho más serio que quedar para mantener relaciones sexuales en la parte trasera de su coche.

Vanexa y Brandon vieron aquella tarde Fast and Furious 7 en los multicines del centro comercial Nervión Plaza sin ser conscientes de que compartirían el resto de la saga juntos.

Risas, besos y palomitas. La cita no estuvo nada mal.

Vanexa lo quería, pero sabía que con aquel hombre jamás cumpliría sus sueños.

Fama. Gloria. Fortuna.

Necesitaba un torero, un cantante, un periodista… O el hijo díscolo de una actriz importante. Alguien. Algo. Una persona distinta a Brandon. Alguien que no tuviera nada que ver con su barrio y que la desligara de él para siempre.

«Juzgar a alguien es muy fácil cuando no tienes que comprarte el traje de fin de año en el Primark».

Vanexa, Vanesa con x, la novia de la muerte.

Una oportunidad.

Lo había pedido tantas veces que cuando ocurrió, la pilló por sorpresa. Las cámaras de televisión la perseguían y ella no supo reaccionar.

—Aprovéchalo, Vane —le había dicho la Rebe—. No seas tonta, ahora estás donde siempre has querido.

Dolerme, de Rosalía, en sus auriculares.

Los molinos de viento pasando a gran velocidad por su ventana.

¿Y si su sueño era en realidad una pesadilla?

Vanexa quería ser famosa y, gracias a Brandon, lo había conseguido.

El potro por el que no apostaba se había convertido en el caballo ganador.

Suerte.

Llamar suerte a lo que había sucedido era demasiado mezquino, pero la había catapultado a la fama. Radio, prensa, televisión… Estaba en el ojo de un huracán mediático. ¡Por fin ocupaba las portadas!

Vanexa, Vanesa con x, la novia de la muerte.

Lágrimas.

Lágrimas cayendo de su rostro.

Cuando soñaba con su primera aparición en Cuéntanos pensaba que sería distinto, creía que la respetarían, que la tomarían en serio, pero en vez de eso, los periodistas habían frivolizado sus palabras, tergiversado sus comentarios y buscado carnaza donde no la había para seguir alimentando el fuego.

—¿Fast and Furious? —le había preguntado acusadora una periodista rubia cuando ella describió su primera cita—. ¿Me estás diciendo que Brandon López era un consumidor asiduo de películas en las que la violencia era la principal protagonista?

Besos, risas y palomitas. Eso era lo que ella recordaba de aquel momento. La sonrisa pícara de Brandon y sus paletas partidas.

El guionista del programa amenazante, mirándola desde detrás de la cámara y exigiéndole con la cabeza que dijera que sí.

Vanexa agobiada.

Vanexa oprimida.

—Debes hacer hincapié en el carácter agresivo de su personalidad —le habían indicado antes de comenzar—. No estás aquí para defenderlo, sino para decir que era un monstruo. ¡Es lo que la gente quiere escuchar! Y si puedes dar detalles morbosos y truculentos que manchen aún más su imagen, mucho mejor. Para eso te pagamos, bonita. Así que no te equivoques».Vanexa, angustiada, dijo que sí con la cabeza.

Las miradas de todos los colaboradores clavadas en ella.

Violento, brusco, dañino… Esos eran los adjetivos que había usado para definir al hombre que amaba, con el que había pasado los mejores años de su vida.

Vanexa temblaba, Vanexa moría, porque con cada palabra guionizada que articulaba, sentía que estaba traicionando a Brandon un poco más.

—¡Son mil pavos! —le había gritado Rebeca escandalizada—. ¡Mil pavos! El Brandon está en la cárcel y nadie lo va a sacar… ¿Sabes cuántas mechas tienes que hacer en el barrio para sacarte esa pasta? Ve al puto Cuéntanos y diles lo que quieren escuchar… El Brandon ya se ha cubierto él solito de mierda, nada de lo que digas o hagas lo va a enterrar más.

Dolerme de Rosalía en su cabeza.

Traicionar al Brandon.

Traicionar sus sentimientos.

Decir en televisión que a veces pasaba miedo cuando no era cierto, que en la cama se ponía violento, que más de una vez le había levantado la mano cuando no era verdad.

Mentir.

En eso se estaba convirtiendo su vida.

En la estación de Atocha, una mujer la había reconocido y, en vez de felicitarla por su participación en el programa, se había acercado a ella en el andén y la había mirado con desprecio.

—Debería darte vergüenza —le había dicho.

Lágrimas.

Lágrimas y silencio.

Vanexa había salido en el Cuéntanos, pero no era feliz.

Sus sueños se ensuciaban.

Suspiraba sin saber cómo seguir.

«Juzgar a alguien es muy fácil cuando no tienes que comprarte el traje de fin de año en el Primark».

CAPÍTULO IX

Lunes, 18 de octubre

Se despidieron en la puerta de la cafetería con dos besos en la mejilla. Hacía frío. Antía se guareció dentro de su gabardina roja y él se escondió en su sudadera gris mientras trataba de cerrar las heridas de su corazón. La entrevista se había alargado. Habían estado dos horas hablando. Habían cenado juntos y se habían tomado una cerveza. Los dos habían conectado y la velada había dado pie a nuevas oportunidades con las que continuar el reportaje.

—¿De verdad crees que a tu madre no le importará? —le preguntó Antía con desconfianza.

Martín, ocultando su rostro bajo la capucha gris, negó con la cabeza.

—No —le contestó sin estar muy seguro de ello—. Ven mañana por la tarde a casa si te apetece y te enseño la habitación de Miguel. E incluso podrías intentar hablar con ella. Creo que le vendría bien charlar. Quizá tú consigas que salga de su letargo.

Letargo.

Letargo era una manera demasiado amable para definir el estado en que se encontraba Encarna desde la muerte de su hijo.

Ansiolíticos, llanto y alcohol.

El médico le había pedido a Martín que la vigilara de cerca por si trataba de quitarse la vida.

Preocupado.

Martín estaba muy preocupado y pensó que pasar un rato con Antía quizá la haría sentirse mejor.

A él le había venido bien conocerla.

Hablar de Miguel desde el cariño, de su vida y no de su muerte, era agradable. Era el recuerdo que quería conservar de él.

—Gracias —le dijo la chica.

Su dirección apuntada en el móvil y la promesa de verse al día siguiente.

La parada del autobús estaba a seiscientos metros. Martín había venido en su coche y se ofreció a llevarla a casa, pero ella se negó amablemente para que no se desviara tanto de su ruta.

—De verdad que no me importa —insistió Martín, y ella no pudo negarse.

El limpiaparabrisas moviéndose aceleradamente mientras atravesaban la ciudad. Estar en aquel coche con Martín era distinto que compartir mesa en la cafetería. Era más privado, más íntimo. La joven observaba atentamente lo que había a su alrededor. En la parte trasera del coche había una bolsa de Burger King con envoltorios y restos de comida. Una toalla y unas zapatillas deportivas en el suelo. De la guantera asomaba un manojo de papeles que alguien se había empeñado en guardar, pero que no se había tomado la molestia de colocarlos correctamente.

—Perdón por el desorden —se disculpó el chico.

Antía puso los ojos en blanco para quitarle importancia.

—No te preocupes —le contestó—. He estado en sitios peores.

Martín la miró con curiosidad y sonrió. Antía no parecía una chica que pudieses encontrarte en ambientes sórdidos, pero podía sorprenderlo. La joven era una caja de sorpresas, y muchas de ellas estaban todavía por desvelarse.

—¿Te puedo preguntar algo? —le soltó el chico de pronto.

La luz del semáforo que estaban esperando poniéndose verde. La lluvia golpeando salvajemente el cristal.

—Claro —le contestó ella mientras se recogía los mechones que se le escapaban de la coleta—. Yo llevo toda la tarde interrogándote, creo que es justo.

Martín puso el intermitente a la derecha y giró el volante. Tenía un Volkswagen Golf amarillo con el exterior tuneado y el interior lleno de extras y complementos.

—¿Por qué lo haces?

Antía, sin tener claro a qué se refería, lo miró con sus ojos azules esperando que matizara más su pregunta.

—Este reportaje —prosiguió—. Escribir sobre cómo era mi hermano y cómo nos sentimos los de su alrededor. ¿Crees que sirve para algo?

La joven se quedó pensativa y se mordió el labio antes de contestar.

—Me gusta pensar que sí —respondió con sinceridad—. Creo que es importante mostrar las consecuencias de la barbarie. Muchas veces nos olvidamos del sufrimiento que hay detrás de cada noticia. No se trata de ser sensacionalista, sino de conseguir que la gente no se olvide. Tu hermano no es solo un titular que va a salir en los medios de comunicación durante dos o tres semanas y después caerá en el olvido. Miguel es un vacío que va a acompañar a tu familia el resto de la vida.

Martín se emocionó de nuevo y negó con la cabeza.