Ojos de circo - Jesús Gordillo - E-Book

Ojos de circo E-Book

Jesús Gordillo

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Beschreibung

Nicholas Campbell crece en el seno de una estricta familia militar en Alabama. Poseedor de unas habilidades mentales excepcionales, se esfuerza en teñir de color circo la realidad que le rodea. Tras ser reclutado para combatir en la Segunda Guerra Mundial y no morir en las trincheras, el espectáculo pasa a ser su prioridad absoluta. Pronto la línea que marca los límites entre lo moral y lo legal queda difuminada por su deseo de llevar el espectáculo más allá y Nicholas tendrá que enfrentarse al mundo real y a sí mismo.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Ähnliche


Jesús Gordillo | Javier Martos

Ojos de circo

 

Saga

Ojos de circo

 

Copyright © 2013, 2021 Jesús Gordillo, Javier Martos and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726889581

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Marina,

la tinta de cada una de mis letras

J.G.

 

A Bea y Yoli

J.M.

Prólogo.

1962. Un vistazo al futuro

El cielo estaba gris como el mar en invierno. El viento agredía con una fuerza inusitada, amenazando con arrasarlo todo como una escoba barre las hojas secas en la entrada de una iglesia. La lluvia no caía sino que parecía lanzada en unas ráfagas tan violentas que dificultaban la visión.

El agente del FBI se apostó detrás de su vehículo y echó un vistazo por encima del techo. El agua le caló rápidamente la tela de su abrigo y notó que empezaba a pesarle bastante. El tiempo seguía empeorando, de modo que se veía obligado a acelerar la operación y decretar una intervención relámpago, aunque eso implicaría muchas bajas.

En realidad no le importaba en absoluto.

Un trueno rugió sobre su cabeza, como si al cielo le molestara lo que acababa de pensar.

Miró hacia arriba unos segundos y por un momento pensó que aquella masa de nubes estaba empeñada en tragárselos como una bestia enloquecida se come a sus crías. Se preguntó qué sentiría al salir disparado por los aires y acabar empotrado en las ramas de un árbol o en el tejado de una casa. Desechó la idea. Eso no iba a pasar aquel día, sobre todo tratándose de un día que llevaba esperando desde hacía tanto tiempo.

Escudriñó ambos lados y comprobó que los federales —unos borrones oscuros bajo la lluvia— habían tomado sus puestos con presteza, fusiles en mano y seguros quitados. Aguardando nuevas órdenes y visiblemente ansiosos por entrar en acción. La lluvia no parecía importunarles. De hecho, le profería un halo místico a la situación.

El perímetro estaba cubierto y los barracones donde dormían la mayor parte de los empleados habían sido rodeados. Algo alejados de la casa principal, los establos ya eran suyos, asaltados rápidamente por un primer grupo de avanzadilla: aquella parte de la operación había resultado impecable.

Las luces azules y rojas restallaban encima de los vehículos oficiales y los faros delanteros luchaban por abrirse camino bajo el aguacero.

—¿No deberíamos apagar las luces? —dijo uno de los agentes que se había acercado para entregarle un walkie talkie.

—En absoluto. —Patrick Walker parecía desafiante—. Quiero que sepan que ya estamos aquí. Que no tienen escapatoria.

El joven federal asintió y volvió a su posición.

Walker miró hacia delante y vio la casa principal de la granja a medio centenar de metros. Detectó movimiento en las ventanas, aunque no había nadie en el exterior. Si hubieran llegado un rato antes, se habrían topado con el ruso, sentado en su sillita de playa allí en medio de la nada, oteando un horizonte que carecía de interés, pero tan concentrado que incomodaría hasta a los muertos.

Lo hubiera reconocido de inmediato. A cualquiera de ellos, claro. El agente Walker se sabía de memoria cada palabra de los expedientes de todos los criminales reunidos en aquella granja. Sabía hasta el más mínimo detalle de sus vidas pasadas, y, sobre todo, lo que serían sus vidas futuras. Una celda. Y después la muerte. Él se encargaría de eso.

Estimaba que en el interior de todas las construcciones debía de haber un máximo de cuarenta personas en total, contando con los rehenes, por supuesto, de modo que los federales los superaban tres a uno; eso si es que llegaban a verse inmersos en un enfrentamiento directo a campo abierto. En cuanto a las armas, quizá sí que estuviesen empatados. Pero el FBI estaba de sobra preparado para acabar con ellos en un santiamén. Eran los mejores. Y se enorgullecían de ello.

Tratándose de una intervención precipitada vertiginosamente en las últimas horas, reunir un dispositivo tan numeroso de efectivos podía considerarse épico. A la mañana siguiente todas las portadas de los diarios nacionales hablarían del agente Patrick Walker, colocando su nombre en enormes tipos negros. Le diría a su mujer que comprase todos los ejemplares del quiosco.

La soberbia le hinchó el pecho.

La estática de la radio le sacó de sus pensamientos.

—Señor, al habla el agente Smith.

Walker agarró el walkie talkie y apretó el botón.

—Aquí Walker.

—Estamos listos.

—Manteneos en vuestros puestos y esperad nuevas órdenes —respondió Walker.

—Señor, la lluvia nos dificulta los movimientos, pero… hemos podido detener a dos individuos en el establo grande.

Walker se sorprendió.

—¿Los habéis identificado?

Unos segundos de estática.

—No han dicho nada, pero a simple vista ambos son extranjeros.

Menudo golpe de suerte. Eran peces gordos.

—¡Magnífico! ¡Llevadlos a la berlina!

—Señor…

—Sí.

—Esto…

Estática metálica en el walkie talkie.

—¿Qué ocurre, agente Smith?

—Uno de ellos tiene…

Una pausa.

—¿Qué tiene, agente? —En realidad, ya conocía la respuesta. Esbozó una sonrisa.

—Tiene tres…

Más estática que le impidieron oír lo que el agente quiso decirle.

Patrick Walker esperó unos segundos para darle mayor suspense al momento.

—Agente Smith… esperad nuevas órdenes.

—Entendido, señor. —Y la comunicación se cortó.

Al cabo de un par de minutos, la lluvia parecía apretar un poco más. El agente Walker lo recibió como la señal que esperaba y dio la orden por radio. En realidad no había ninguna razón para esperar más. Incluso podía entenderse que se estaban retrasando.

—Atención a todos los oficiales, estén preparados. Recuerden que la pequeña Rachel debe salir ilesa. El resto de rehenes no nos importa, repito, la pequeña Rachel debe salir ilesa.

Luego abrió la puerta de su vehículo, agarró el megáfono que descansaba en el medio de los dos asientos y lo encendió. El espectáculo estaba a punto de comenzar. Aunque ninguno de ellos sabía en ese momento que el espectáculo, por el contrario, estaba llegando a su final.

La voz del agente Walker sonó metálica y estruendosa:

—¡Les habla el FBI! ¡Atención el FBI!

En la casa principal de la granja, el criminal regresó atrás en el tiempo y se imaginó a sí mismo cuando solo era un niño. Un niño que había sido real, pero en el que ya nunca pensaba.

Los recuerdos le agarraron del pecho y se dejó llevar…

Parte 1.

1930. Un truco de verdad

1

Aquel día de otoño, entre un manto de hojas marrones y resecas, Nicholas Campbell hizo desaparecer a su amiga Christina Summer, aunque no sería para siempre.

2

Había nacido con los ojos tintados de circo.

Un circo majestuoso y atestado de público.

De ese modo mágico en que la mente de un niño dibuja amigos invisibles, tras las retinas de Nicholas todo se teñía de vieja lona estampada y un redoble de tambores. Las sombras de los árboles, acariciando el césped de su patio, bien podrían ser miles de manos aplaudiendo su próximo número. Y el graznar de algún cuervo agazapado en el bosque disfrazaba la respiración contenida de cientos de alientos expectantes. Circo. Allí. En su casa. Alabama, 1930.

Sobre las tablas de un escenario invisible, y con el otoño como única carpa sobre sus cabezas, el enorme cesto de mimbre trenzado esperaba su turno junto a Christina, su única amiga en el mundo y fiel azafata de todos sus trucos circenses.

—Damas y caballeros, niños y niñas —anunció con solemnidad a la brisa de la tarde, mientras suponía las miradas de un público rodeándoles—. A continuación, Christina mostrará el interior del cesto, para que todos puedan ver que no contiene un doble fondo.

A medida que la chica trataba con esfuerzo de levantar el recipiente sobre su hombro, Nicholas extendió los brazos con las manos hacia arriba y giró sobre sí mismo dibujando un círculo sobre el suelo. Teatral. Vodevilesco. Consciente de que la parafernalia es tan necesaria como el propio número.

—¡Un aplauso para Christina! —pidió efusivo, y casi consiguió oírlo.

La niña, obediente debido al amor puro que le profesaba a su amigo, se arrodilló haciendo una reverencia con el vestido de flores, y agachó la cabeza a la vez que Nicholas levantaba el cesto con decisión y la cubría por completo. Junto a este, en el suelo, descansaba una sábana color malva cuidadosamente doblada, usurpada del desván de la casa y decorada con unos pedazos de tiza que habían cogido del colegio y un trozo de carbón hallado de camino a casa. El estampado resultante les había llevado un buen rato de trabajo conjunto, y pese a la arbitrariedad de los trazos y la indecisión de las formas, a sus ojos era sencillamente perfecto. Exótico. Como venido de las Indias. Capaz de deslumbrar al espectador más exigente. A esos espectadores que anidaban en la mente de Nicholas observando los enormes elefantes y payasos alocados.

La sujetó con cuidado por dos de sus esquinas y realizó un preciso movimiento de matador de toros, mostrando a todos los espectadores imaginarios de su cabeza que nada se ocultaba bajo la tela. Con un gesto de manos cubrió el cesto con la sábana y este quedó con el aspecto de un fantasma de castillo medieval. Entonces dio varios pasos hacia atrás sin dejar de mirar el cesto y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, tocándose las sienes con las puntas de los dedos. La chica tenía que desaparecer.

Ni siquiera llegó a cuestionarse el modo de hacerlo, ni la ciencia, ni la física, ni el simple sentido común —que entendía debía quedarse siempre fuera de la carpa—. Sencillamente, tenía que funcionar. Como si la simple voluntad fuera poder suficiente. Como si El Circo, con mayúsculas, tuviera la obligación de concederle todo aquello a cambio de la pasión que él le profesaba.

Mirando fijamente la enorme cesta, el sol —potente como un foco de luz circense—, que se filtraba a través de la tela y del entramado del mimbre, insinuaba sutilmente la silueta de la chica. Ahora sí, ahora no, dependiendo del viento meciendo las ramas. Durante un segundo eterno, no se mostraba sombra alguna, para luego aparecer y desmontar el encanto.

Entrecerró los ojos y se esforzó con el músculo de la fantasía.

—Vamos, vamos... —susurró entre dientes, mientras la frente se le empezaba a perlar de sudor.

Entonces, una nube caprichosa se interpuso entre ellos y el sol, llevándose consigo los rayos y las sombras. La sábana ganó opacidad y solo se podían ver los preciosos estampados. Si Christina estaba dentro, no había forma de saberlo.

«Ding», sonó dentro de la casa, aunque para él bien podía tratarse del rugido de un león.

Se levantó despacio, tembloroso, y dio varios pasos hacia el cesto, intentando escuchar a través del viento la respiración de la chica bajo la sábana.

Nada. Ningún sonido.

Imaginó a todo el público aguantando la respiración, mientras él lo hacía también sin ser consciente de ello. Tenía pánico de levantar la tela, pero a la vez se moría por hacerlo.

«Ding, ding, ding», insistió la campana en el interior, sacándole de la magia.

El abuelo le llamaba, y aquello conseguía mover sus músculos más que su propia voluntad. Dio un último vistazo al cesto, sin querer estropear el momento con lo nefasto de la precipitación, y echó a correr hacia las escalerillas del porche como si le siguiera un demonio.

O como si le estuviera esperando.

3

Las sombras envolvían al hombre como si formaran parte de él. Serio y orgulloso como un retrato de caballería, se pasaba los días en su sillón escuchando discos de pizarra de marchas militares. Lo llevaba en la sangre y grabado en el espíritu. Nació soldado, vivió soldado, perdió una oreja siendo soldado, y amenazaba con serlo hasta el fin de los días. Como si todos aquellos galones de los que presumía le anclaran al mundo de los vivos y no hubiera muerte que se atreviera a venir a buscarlo, por miedo a encontrarlo dispuesto a plantar batalla.

—¿Cuántos? —preguntó el abuelo bajo un enorme bigote al más puro estilo sureño.

Temía la pregunta, pero la sabía inevitable.

—Tres —respondió Nicholas, consciente de que se refería al número de campanadas de más que su abuelo había tenido que dar con su viejo timbre de hotel.

—Exacto, soldado —respondió el viejo, sacando del lado derecho del sillón la vara de cuero de limpiar el caño de los fusiles.

El chico extendió la palma de la mano y recibió estoico los tres golpes de su abuelo, que hacían fino equilibrismo entre la educación de la conducta y el sadismo más puro e innato.

—Y ahora, limpia la sábana de tu abuela y deja de hacer el imbécil. Que las sábanas estén en el desván no significa que puedas usarlas a tu antojo. Y encima sin pedir permiso. Parece mentira que seas mi nieto —escupió casi sin respirar y se alejó hacia el rincón para volver a poner en marcha el viejo tocadiscos, dando rienda suelta a un puñado de voces masculinas que —sabiamente, según pensaba Nicholas— decidieron demostrar su virilidad frente a un micrófono y no desde el interior de una trinchera.

El niño aguantó varios segundos hasta comprobar que su abuelo se había olvidado de él, y echó a correr para recoger la sábana. Nada más salir de la casa creyó percibir el olor de los excrementos de los elefantes, los barquillos de azúcar y el sudor de los trapecistas.

4

Redobló un tambor imaginario y un cañón de luz hizo desaparecer el resto del planeta en la oscuridad más absoluta. Una fuerte ráfaga de aire había tumbado la sábana y amenazaba con lanzar por los aires a un forzudo que no existía y a los invisibles leones de las jaulas. Avanzó despacio hasta el cesto, mientras que el público se levantaba de sus asientos dentro de su hipotálamo.

—¿Christina? —la llamó despacio, casi susurrando, con los labios a varios centímetros del mimbre.

Dudó durante un segundo, en el que su pulso tembló como el niño que todavía era, y contuvo el aliento antes de tocar la cesta.

—¡Tachán! —gritó a las nubes, levantándola de golpe.

Al comprobar que no había nada debajo, que Christina no estaba allí, tuvo que obligarse a que su corazón continuara latiendo. El público, expectante y contenido, saltó de sus asientos entre aplausos y ovaciones. La banda, en algún lugar de su memoria, empezó a tocar con energía a ritmo de bombo y platillo.

Entonces, perdió el conocimiento. Quizá por la emoción. Quizá por la alegría. Quizá por ambas cosas.

Su último pensamiento, antes de perderse en la masa gris de su cerebro, fue que Christina debería aparecer por sorpresa entre bambalinas, con un brillante traje de lentejuelas. Pero al mirar a su alrededor, descubrió horrorizado que ya no había circo, sino el austero patio de militares de su casa en Alabama.

No había payasos.

No había domadores.

No había trapecios.

Y, lo peor de todo. No había Christina.

5

La niña oyó el «ding» de la campana desde el interior oscuro del cesto y enseguida adivinó que se avecinaban problemas disfrazados de algún tipo de golpes. Como siempre pasaba en estos casos.

Nicholas provenía de una familia de profundo calado militar: sus dos hermanos llegarían a ser soldados; su padre era sargento; su abuelo, comandante; su bisabuelo, general; y así hasta que el árbol genealógico se difuminaba entre los emigrantes irlandeses procedentes del Viejo Mundo. Gente estricta, dura, irascible. Sin ganas de ser felices, o al menos eso es lo que parecía.

Christina a veces dudaba de que ellos fueran su familia de verdad, por lo pacífico de él y lo bélico de sus parientes, pero nunca se había atrevido a planteárselo a su amigo. La chica, pese a su corta edad, había aprendido —con sangre entra— que los hogares guardan preguntas entre sus paredes que son como demonios que jamás deben ser invocados. Nicholas, a sus ocho años, ya acumulaba todas las bondades que el resto de la familia no había sabido acopiar durante el paso del tiempo, como si su burbuja de inocencia siguiera intacta ante el devenir de la vida, y Christina no podía creer que su amigo perteneciese a aquella familia de uniformes verdes; Nicholas debía de formar parte de un mundo circense, con domadores, trapecistas, payasos y animales que hicieran de cualquier defecto una virtud y que lograran hacer reír y entretener a un público desocupado y sumido en una gran depresión económica después del lacerante crack del 29, aunque ella casi no entendía aquellos asuntos del mundo adulto. Lo único que sabía era que Nicholas no merecía aquella familia. En absoluto. Tampoco es que la familia de Nicholas distara mucho de la suya propia, aunque en ese momento no quería pensar en ello.

Christina alzó el cesto y vio la sábana caer hecha un revoltijo en el césped reseco por el sol. Asustada, se escabulló hasta la ventana más próxima de la casa. El sol aún convertía el cristal en espejo, de modo que la chica tuvo que hacer mampara con las palmas de las manos para poder ver en el interior. Dentro, vio cómo el comandante Campbell levantaba al aire la vara de los fusiles y cómo Nicholas apretaba los ojos mientras recibía un azote doloroso en sus manos extendidas. Christina se apartó de la ventana y vaciló un instante, para luego volver a asomarse y, con esa empatía que solo tienen los niños, sentir como suyo cada golpe recibido por su amigo, deseando que fuera así para compartir el castigo.

No era la primera vez que presenciaba una situación como aquella, de hecho había sido testigo de muchas hostilidades injustas y con resultados dolorosos hacia su amigo, y la niña pensó que ningún miembro de aquella familia habría aprobado el cursillo de cómo querer al prójimo sin partirle la crisma durante el proceso.

Finalmente, tras el tercer golpe del abuelo Campbell, Christina echó a correr hacia su casa. Con esa coherencia innata que tienen algunos niños, la chica sabía que su amigo necesitaría un poco de tiempo a solas para recomponer su orgullo. Esperaría un poco, y entonces volvería a brindarle a Nicholas todo su apoyo, una pizca de ánimo y probablemente un abrazo. Tendría que fingir que nada de eso había sucedido. Pero para volver a verle tendría que esperar. Unas horas, un par de días. Ahora mismo, no le quedaba nada más por hacer en aquel patio de una casa residencial de Alabama.

6

Christina vivía cuatro puertas más arriba de una calle paralela. No le llevó más de un minuto llegar al final, torcer a la derecha y distinguir el camino pavimentado de entrada de su casa. Allí mismo se encontraba la señora Summer, madre de Christina, arrastrando dos grandes maletas, con el motor del coche encendido y la puerta delantera abierta de par en par. Su padre le gritaba desde el umbral de la entrada. Estaba exageradamente gordo, sin afeitar, con la calva brillando por el sudor y roja por la tensión, con unos calzoncillos largos blancos y una camiseta interior que antes también había sido blanca pero que ahora era amarillenta. Con las venas de la frente luchando por aguantar la tensión arterial, profería a su mujer tales insultos y barbaridades que provocarían que, inevitablemente y durante toda su vida, Christina tuviera un difuso concepto del amor y la vida en pareja.

La mujer, a duras penas cargando una de las maletas en la parte de atrás del coche, mascullaba insultos hacia su marido, los cuales se alternaban con sollozos irreprimibles.

Christina apretó el paso y se acercó a su madre.

—Mamá... —balbuceó.

—Nos marchamos, cariño —dijo mientras se sorbía los mocos de la nariz.

La niña la miró a los ojos y se percató de la hinchazón que tenía en la mejilla derecha. Sangraba también por la comisura de la boca. No obstante, lo que su madre acababa de decirle la mataba un poquito, más que todas esas heridas, a las cuales, de todas formas, ya estaba acostumbrada. No era la primera vez que las veía. Incluso ella misma había lucido alguna con orgullo. Y rencor. Mucho rencor.

«Nos marchamos, cariño», acababa de decir su madre.

Christina se preguntó si era cierto, si se iban de verdad. Si iba a tener que abandonar el colegio, si se iba a tener que despedir de sus amigas. Si el mundo, tal y como hasta ahora lo conocía, iba de veras a desaparecer.

Las cuestiones dónde y cuándo se le agolparon en la boca.

—¿Ahora?

—Ahora mismo —respondió su madre.

—Pero... —protestó Christina, aunque se quedó sin palabras ante el llanto de su madre.

El padre continuaba lanzando exabruptos desde la entrada. Les vociferaba que no volvieran, que eran unas guarras, que eran el demonio. Que las detestaba, que las odiaba. Aunque todo aquello era recíproco.

Christina notó que le temblaba todo el cuerpo. Tenía miedo. Sentía que el sudor le goteaba de las axilas en una cantidad inusitada, como solía pasarle cuando entraba en fases de auténtico pánico. Notaba que le flaqueaban las piernas. No sabía con certeza si se sentía más afligida por la situación extrema que estaba presenciando o por la asimilación paulatina e inexorable de que se marchaban de la ciudad y que jamás volvería a ver a Nicholas. Y ni siquiera había podido despedirse de él.

—No, mamá...

—¡Sube al coche, Chris!

—Pero...

—¡He dicho que subas!

Christina vaciló. Dio unos pasos en dirección a la casa, alzó la cabeza y, viendo la cara iracunda de su padre, desechó la idea de inmediato. Quedarse con él no era una opción, no entraba dentro de las alternativas. Sería su perdición. No estaba preparada para quedarse sola con el monstruo. La resignación copó todos los poros de su piel y agachó la cabeza, semblante oscurecido.

Rodeó el coche y subió al asiento de copiloto.

Su madre terminó de introducir la segunda maleta en la parte de atrás y se puso frente al volante. Metió la primera marcha y los neumáticos chirriaron en el asfalto.

Christina miró por la ventanilla del vehículo y, a medida que las casas de la zona residencial pasaban a mayor velocidad, las lágrimas empezaron a asomarse en sus ojos. No las reprimió. Le apetecía llorar. No pensaba que pudiera hacer otra cosa.

El padre de Christina ahogó sus gritos en el umbral de su casa al caer en la cuenta de que su esposa acababa de llevarse el Chevy que le había dejado prácticamente sin ahorros y en la ruina, y volvió a ponerse a gritar con más ahínco, con más furia. La compra del coche, un artículo por aquel entonces considerado de lujo, había traído muchas de las discusiones en el matrimonio —aparte de la bebida, por supuesto, y los golpes—. Y ahora la muy zorra le había arrebatado lo único que conseguía ponérsela dura en los últimos meses. El hombre se sintió un auténtico imbécil por haberla dejado marchar de ese modo. Tendría que tomar medidas y, por lo que él sabía, sus puños tendrían mucho que decir al respecto.

Sin duda, dirían la última palabra.

7

Nicholas despertó justo en el instante en que el coche donde viajaba Christina cruzaba por delante de su casa. Él no se dio cuenta, más allá de percibir el rugido de un motor al acelerar; sin embargo, pensó en la chica de inmediato.

—¡Chris!

Miró el cesto. Recordó que su amiga había desaparecido.

Se sintió aún más niño de lo que era. Nervioso e indefenso como si acabara de llegar al mundo manchado de sangre y placenta, con el cordón umbilical colgándole de la barriga.

Se le ocurrió entrar en la casa y contarle a su abuelo que su truco de magia había funcionado, que no sabía cómo hacer regresar a su amiga, pero rápidamente apartó la idea de su cabeza, porque a base de golpes y reprimendas había aprendido que su familia era contraria a su afición por los trucos y a todo lo que oliera a circo y espectáculo. Además, si había algo que su abuelo odiara más que todo eso, era el regusto amargo de la sensación de fracaso.

Así que rebuscó en su cabeza qué sería lo mejor que podía hacer y decidió que podría ir a buscarla a casa. Seguro que estaba allí. Seguro que se había escabullido del cesto y había regresado al ver que él había tenido que entrar por la llamada de su abuelo. Era lo más obvio, y las respuestas obvias eran normalmente las acertadas.

Sí. Allí la encontraría. Debía ir a verla. Aunque fuera tan solo unos minutos. Para cerciorarse de que se encontraba bien. Y también para que lo reconfortara. Su descanso del guerrero. Estaba harto de que su abuelo le pegara. Que le riñeran por utilizar una sábana vieja y por cualquier cosa que hiciera alejada del mundo militar. Echó a correr hasta el final de la calle y calcó el recorrido que un rato antes había hecho la propia Christina hasta su propia casa.

Jadeando, tocó el timbre. La estridente melodía sonó en el interior y la voz del padre de Christina, el señor Summer, surgió de entre una mezcla de nebulosa alcoholizada y un deje de cólera casi palpable.

—¿Quién es, joder? ¿Ya has vuelto, hija de puta? ¿Y mi Chevy?

Nicholas se quedó petrificado.

La puerta se abrió con un chirrido y allí se quedaron los dos, mirándose fijamente; el hombre con la barriga asomándole por debajo de la camiseta, el niño con la boca abierta y a punto de mearse en los pantalones.

Nicholas sintió repugnancia. El señor Summer sudaba copiosamente, y apestaba a un olor rancio, como a muerte. Tenía los ojos inyectados en sangre y le temblaban las manos. Parecía que había estado bebiendo, por cómo hedía. O más bien llorando. Eso, o se le habían estallado los lagrimales de tanto gritar, puesto que la vena de la sien le palpitaba como la bomba de agua de un camión de bomberos.

—¿Está Christina? —preguntó sintiéndose muy pequeño.

—¡No va a volver! —gruñó el monstruo en lo que parecía un quejido lastimoso.

—Pero…

—¡Espero que haya desaparecido para siempre!

No era posible que el hombre supiera lo del truco de magia, pero aquellas palabras acongojaron a Nicholas. Aunque también le infundieron cierta sensación de poder, y durante una milésima de segundo, apenas un parpadeo, la pérdida de su amiga le pareció un precio justo por acercarse a su sueño circense. Había hecho desaparecer a Christina. Su truco había funcionado tras ensayarlo apenas media docena de veces. Pero de pronto la echó de menos y sintió un vacío en el estómago, un salto al abismo.

Volvió a hacer la pregunta, como si quisiera volver a empezar, asegurarse de lo que preguntaba:

—¿Está Christina?

El hombre lo escrutó con la mirada enloquecida.

—¿Estás sordo, chico? ¡Se la ha llevado el demonio! ¡No va a volver! ¡Jamás!

El peso plomizo de aquellas palabras sucumbieron por fin en la cabeza de Nicholas y sintió que la orina se le escapaba y le empapaba los pantalones. El miedo, la incertidumbre, el desconcierto terminaron venciéndolo. Se dio la vuelta y echó a correr de vuelta a su casa.

Mientras daba las zancadas más grandes que había dado en su vida, pensaba en cómo iba a evitar que el abuelo Campbell advirtiera que se había meado encima. Dudaba que pudiera librarse, una vez más, de otra buena paliza.

Parte 2

Los peldaños falsos de la juventud

1

Junio de 1931

 

Nicholas Campbell cumplía nueve años aquella tarde de junio.

El sol, inclinado al lado oeste del cielo, lanzaba sus últimos rayos de luz sobre las casas unifamiliares de Birmingham, Alabama. Pasaba la media tarde y pronto anochecería. Las farolas ya estaban encendidas en las calles, aunque la claridad diurna aún resultaba suficiente.

Habían engalanado el patio trasero de la residencia de los Campbell con detalles poco infantiles para la fiesta de un niño, tal y como sucedía cada vez que uno de los hijos de la familia cumplía años. En lugar de globos de colores, banderines de cartulina, piñatas con caramelos y payasos haciendo de las suyas, una amplia mesa de roble se situaba en el centro, donde su madre había colocado una enorme tarta de chocolate con nueve velas pulcramente alineadas —como un desfile de soldados—, y donde los amigos de Nicholas alborotaban sentados alrededor. No había adornos, ni hilo musical. Las servilletas eran de papel; los vasos, de cristal; no había ningún cartel de FELIZ CUMPLEAÑOS, como si la mera mención a la felicidad pudiera parecer un quisquilloso y lamentable signo de debilidad. Además, habían instalado una carpa de lonas caquis para que los padres pudieran disfrutar de viandas y bebedizos algo apartados de los niños, a la sombra, y habían extendido otro par más de lonas para que los más pequeños pudieran sentarse sobre el césped. Las niñeras se encargarían de ellos. Todo muy organizado. Todo muy formal. Todo muy Campbell.

Los amigos de Nicholas habían sido invitados a la fiesta mediante una tarjeta de notable corte militar, sin alardes, sin dibujos, sin colores. Una breve nota indicando el día y la hora de la celebración. En realidad no había muchos invitados. Los niños apenas si llegaban a la docena y no todos los padres habían podido dejar sus ocupaciones para acudir. Quizá habían buscado una mala excusa para no tener que pasarse por allí.

El ambiente entre los adultos era serio y las conversaciones poco animadas. En su mayoría trataban de los efectos de la crisis y la quiebra de la bolsa estadounidense. Los hombres vestían sobrios trajes de raya diplomática y las mujeres lucían vestidos de tonos oscuros, largos hasta casi los tobillos. Algunos de ellos eran vecinos; otros, compañeros de trabajo del señor Campbell, quienes podían distinguirse por su peinado extremadamente corto y sus rostros de guerra.

Su padre vestía el uniforme militar, así como el abuelo Campbell, con las medallas ganadas en tierra de nadie enganchadas a la pechera de la chaqueta, con los galones bien a la vista de todos. Tanto Nicholas como sus dos hermanos, William —al que todos llamaban Billy— y Dominic, iban ataviados con ropas formales: pantalones de pinza, en mangas de camisa, pelo engominado y peinado hacia atrás, y zapatos de charol; nada acorde para niños de su edad, al menos no para el día en que celebraban un cumpleaños. Aquella vestimenta limitaba bastante sus movimientos, de manera que casi parecían autómatas cuando trataban de jugar con el resto de los niños.

Nicholas reía tímidamente desde su lugar preferencial en la mesa, aunque en el fondo de su corazón notaba un vacío disfrazado de añoranza. Echaba de menos a su amiga Christina. Desde que desapareciera por arte de magia aquella tarde de octubre del año anterior, nadie había vuelto a atreverse a mencionarla delante de él. Ante las frecuentes preguntas que le hacía a su madre, esta le espetaba que no se inmiscuyera en asuntos que no le atañían. En la escuela ninguno de sus compañeros sabía nada. O no querían compartir la información con él. Le resultaba bastante raro.

Nicholas no lo entendía, había sido él quien la había hecho desaparecer debajo del cesto de mimbre. Y cada vez que sonaba el timbre, creía en las mismas proporciones que se trataría de ella, o de la policía que venía a llevárselo preso. En cualquier caso, tenía que hacer algo. Tenía que aprender a controlar la magia para hacerla regresar del lugar al que la había enviado.

Esperaba que al menos tuviese luz en aquel sitio. O como mínimo que no hiciera frío. Deseó con todas sus fuerzas poder hacerla regresar, y si aquello no era posible, al menos encontrar el modo de llegar hasta ella y preguntarle si le dolía. Y, Dios no lo quisiera, si se había convertido en un monstruo, que no pudiera volver desde debajo de la cama para atraparlo cuando se tapara con las sábanas para irse a dormir.

Apartó esos pensamientos cuando uno de los chicos le extendió una caja envuelta en papel de color rojo. No era una caja demasiado grande y al agitarla no escuchó ningún ruido. Nicholas rasgó el papel y la abrió con cuidado entre cuchicheos y murmullos de los demás chicos. En su interior había un chaleco, obviamente no elegido por el niño que le había hecho el regalo, sino por uno de sus padres.

Nicholas dio las gracias y se lo probó colocándoselo encima de su ropa. Parecía que le quedaba algo grande.

—Te estará perfecto el otoño próximo —dijo su madre—. Es un chaleco muy bonito.

—Sí —respondió Nicholas con humildad, aunque él lo que quería era una chistera de mago.

Aprovechando que había llegado la hora de los regalos, otro chico se le acercó y le entregó un paraguas que difícilmente se disimulaba en el papel que lo envolvía. Sucesivamente, todos los asistentes le fueron entregando al pequeño Nicholas un presente; unos más útiles que los otros, otros más bonitos que los unos, pero por norma general, no se trataban de regalos acordes para un niño de nueve años. No eran juguetes, ni mucho menos objetos relacionados con la magia o el mundo del circo.

Su padre, como no podía ser de otra manera, le regaló un pesado rifle de aire comprimido. Orgulloso, le dijo a Nicholas que ya había alcanzado la edad suficiente para aprender a disparar. Abrumado, puesto que él no quería disparar contra nada ni contra nadie, agachó la cabeza y le dio las gracias a su padre.

El abuelo Campbell, que no era partidario de regalar nada en los cumpleaños, ya que a él no le habían regalado nada en la vida, por supuesto, salió de la casa con una correa en la mano. En el extremo, un pequeño cachorro de terrier meneaba las orejas de un lado a otro bajo un trotar alegre.

Al ver al animal, todos pensaron que el corazón del viejo se había ablandado, que la bondad de Nicholas había terminado de conquistar al militar. Pero en realidad, el abuelo Campbell había traído al perro como aprendizaje para el niño, como una importante dosis de disciplina y responsabilidad. Cuidar del terrier, sacarlo a pasear, lavarlo y alimentarlo sería una buena manera de asimilar los fundamentos de la batalla, donde tendría que proteger a los soldados por debajo de su rango.

A Nicholas se le abrieron los ojos como platos, miró a sus hermanos, que comentaron algo en voz baja con una sonrisa maliciosa en la boca, y luego miró a su padre, con semblante impasible.

—¡Un perro! ¿Es para mí?

—Sí —respondió el abuelo Campbell—. Este perro es para ti. Ambos tendréis que aprender disciplina, juntos.

Nicholas se bajó de la silla y abrazó al animal con todas sus fuerzas. Tenía el pelaje marrón y brillante. Ojos enormes. Una lengua sonrojada. Era blandito.

—Te llamaré… —rebuscó en su cabeza un nombre adecuado y el rostro se le iluminó cuando lo encontró—. ¡Circo!

Su abuelo frunció el ceño.

—Tendrás que cuidarlo. Sacarlo. Alimentarlo.

El niño asintió.

—Y si se te muere, pagarás los gastos del veterinario con tus ahorros —añadió su padre.

Nicholas se preguntó si a los perros se les hacía funerales. Sus amigos habían enterrado a sus mascotas en el patio de atrás de sus casas, o en la parte alejada del bosque. Charlie, su insensible compañero de clase, había tirado su hámster a la basura.

Estos pensamientos se diluyeron cuando los otros niños dejaron sus asientos y rodearon al perro para acariciarlo. Las risas se extendieron por el patio de la residencia de los Campbell y en ese momento aquella jornada sí se parecía más a un cumpleaños feliz.

Al caer la noche, cuando casi todos los asistentes se habían marchado y los que quedaban se dedicaban a recoger y limpiar los restos de la fiesta, David Campbell se acercó a Nicholas.

Era el tío David, el gordo y afable tío David, que jamás había querido tener nada que ver con los señores de la guerra y la carrera militar. Era el «traidor a la patria», como lo llamaban su hermano —el padre de Nicholas— y el abuelo Campbell. David había preferido dedicarse a dibujar libros de cómics y en eso había enfocado su carrera. Era el único miembro que, después de enormes y profundas guerras internas en la familia, había logrado salirse con la suya y alejarse del mundo de los tanques. No obstante, sabía que jamás heredaría nada del abuelo ni de sus hermanos. Aunque tampoco le importaba. El dinero no era algo que le quitara el sueño, sino todo lo contrario. Era feliz. Se había convertido en un hombre gordo, enorme, grasiento… y feliz. Vestía camisetas de algodón, jamás uniforme, nadie le decía qué tenía que hacer, y no se veía en la tesitura de tener que levantarse cada mañana antes del amanecer bajo la orden estridente de una corneta que le obligaba a cubrir de mala gana unos cuarenta kilómetros a la carrera.

—No te he dado tu regalo —le dijo al niño.

Nicholas lo miró, aferrado a la correa de Circo para que no se le escapara hasta las flores del jardín.

—No tienes que regalarme nada, tío David.

—Claro que sí —carcajeó el gordo—. Toma.

Se trataba de una cajita pequeña, apenas del tamaño de la palma de una mano. Iba envuelto en una bolsita de cuero negro.

Nicholas lo tomó. Sacó la caja de la bolsa y al ver lo que contenía creyó que el corazón le dejaría de latir de un momento a otro. La sonrisa se le extendió de tal manera en la cara que David pensó que se le soltarían las orejas.

—¡Una baraja…!

—De naipes —finalizó David Campbell.

—¡Es…! ¡Es…!

—¿Un buen regalo? —preguntó su tío.

—¡Es el mejor regalo del mundo!

David rió y despeinó al chico alborotándole el cabello con la mano.

—Podrás practicar con Circo. El año próximo, cuando nos veamos, podrás hacerme algún truco.

—¡Claro! ¡Muchas gracias, tío David! ¡Muchísimas gracias!

Días más tarde, Nicholas sí que practicaría magia con el cachorro, pero poco tendría que ver con los naipes, sino más bien con un intento de rescate para Christina, atando una cuerda alrededor de la tripa del animal y enviándolo inútilmente debajo del cesto de mimbre en busca de su amiga.

Abrazó a su tío, y este se alejó atravesando tranquilo la fiesta de cumpleaños más gris de la historia. Montó en su coche y se marchó sin despedirse del resto de la familia, ignorando que cuatro días más tarde sufriría un infarto de corazón mientras desayunaba una caja de alitas de pollo demasiado grasientas. Al menos, abandonó el mundo con la satisfacción de haber hecho sumamente feliz a su sobrino.

Habría sido un bonito último pensamiento; un niño sonriendo y una baraja de naipes. En cambio, lo último que atravesó su cabeza tuvo más que ver con el arrepentimiento y las alitas de pollo.

Como sucede siempre.

2

Abril de 1933

 

Un mes antes había llegado la abolición de la ley seca, por lo que la cerveza y el vino volvían a venderse en bares y establecimientos. Por la ciudad y las gargantas corrían ríos de whisky y ron.

La familia Campbell había decidido pasar un fin de semana largo en el Oak Mountain State Park, una reserva natural cercana a Birmingham en la que podían realizarse actividades como montar en bicicleta, senderismo, paseos a caballo, pescar o disfrutar de buenas comidas, entre muchos otros menesteres; aunque ninguno de ellos resultaba atractivo para Nicholas, cuyo sol favorito era el que le ofrecía la luz de una linterna bajo las mantas.

El abuelo Campbell se había quedado en casa, fiel a su ineludible cita con el campeonato de ajedrez con sus excompañeros, veteranos de guerra todos ellos, soldados supervivientes con los que había compartido noches de pesadillas y retruécanos en la Primera Guerra Mundial. Un puñado de hombres decrépitos adictos a ese juego que no era más que una pequeña guerra sobre un tablero.

Aprovechando la circunstancia, también se había quedado al cuidado de Circo, aunque él nunca lo llamaba así, sino “perro” o sencillamente “chucho”, pese a que lo cuidaba mejor que a la mayoría de los humanos, seguramente debido a algún añejo sentido del honor que solo el anciano comprendía.

Era lunes por la mañana, y Jack Campbell, el padre de Nicholas, estaba dando unas clases de tiro en el pabellón de la zona norte del parque. Mientras tanto, la señora Campbell, Helena, cosía un chaleco sentada en una manta que había extendido a la sombra. El sol ya apretaba desde el cielo y se antojaba que el día sería bastante caluroso, aun tratándose de los primeros días de abril.

Junto a Helena, una cesta de mimbre contenía varios trozos de queso, un par de barras de pan y unas onzas de chocolate. También había algunos frascos de agua fría junto a los utensilios de costura.

Dominic y William, los hermanos «obedientes» de la familia, corrían por un camino de tierra bien cuidado alrededor del parque. Se adentraban entre los árboles siguiendo el sendero y aparecían por el otro lado a los doce minutos exactos, después de cubrir el recorrido de dificultad intermedia que el recinto había dispuesto para aquellos visitantes a los que les gustara hacer ejercicio. Iban en pantalones cortos y con el torso descubierto. El sudor les perlaba la piel y el sol los teñía a ambos de un suave tono oliva.

A la cuarta o quinta vuelta, Dominic le dirigió un reproche a su hermano Nicholas, que estaba sentado en el césped, a unos cinco o seis metros de su madre, leyéndose un libro de trucos de magia para prestidigitadores avanzados. Era de formato pequeño, de unas doscientas páginas, muy desgastado y con las cubiertas dobladas. Por norma general debía mantenerlo escondido para que su padre no se lo quitara, pero cuando él no estaba presente (ni tampoco el abuelo Campbell), lo sacaba y lo releía una y otra vez, aunque ya casi se lo sabía de memoria.

—¡Enano, deja de leer y corre con nosotros! —le escupió Dominic mientras jadeaba.

—¡Enano¡ ¡Enano! ¡Eres una nena! —coreó William.

Nicholas levantó la vista de su libro y dibujó una mueca con la boca. No respondió.

—¡Corre y ponte en forma, mequetrefe! —volvió a insistir Dominic, mientras se desviaba del camino y se acercaba a su hermano pequeño. William lo siguió, y un instante después estaban al lado de Nicholas, sin dejar de mover las piernas arriba y abajo en el mismo lugar sin desplazarse. El menor de los Campbell no dijo nada, volvió a la lectura de su libro e ignoró a sus hermanos.

Billy se inclinó y le arrebató el libro.

—¡Eh, Billy! —protestó Nicholas—. ¡Devuélveme mi libro!

La madre detuvo sus tareas de costura y miró a sus hijos. Sin decir nada, por el momento se quedó observándolos. Su pequeño tenía que aprender a defenderse solo de sus hermanos, y de la vida, dadas las circunstancias.

—¡Ven a correr con nosotros! ¡Si nos ganas en una carrera, te devolveremos el libro!

—¡Devuélvemelo!

—¡No! —dijo Dominic.

Ambos hermanos rieron a carcajadas.

—¡Devuélveme el libro!

—¿No vas a correr?

—¡No!

—¿Por qué no?

—¡Porque no!

—¡Entonces quédate con tu libro, mequetrefe!

De pronto, William lanzó el libro de trucos de magia por los aires.

—¡Eh! ¡¿Qué haces?! —bufó Nicholas, mientras contemplaba cómo volaba como si se tratase de algún tipo de ave con las alas enloquecidas, hasta caer detrás de unos matorrales altos.

—¡Billy! —le reprendió su madre desde la manta de cuadros rojos.

Dominic intervino.

—Mamá, dile a Nicholas que deje de leer y se venga a correr con nosotros.

Nicholas se levantó del suelo y dio unos pasos en dirección a los arbustos donde había caído el libro.

—¡Eres un capullo! —le espetó dándose la vuelta hacia William.

Empezaba a desarrollar un amor filial neutro hacia sus dos hermanos mayores. En la ligera frontera entre un sentimiento impuesto y un odio incipiente. A menudo se imaginaba a sí mismo sacando cosas terribles de una enorme chistera. Cosas que pudieran defenderle de aquellos dos Campbell en miniatura.

—¡Nicholas, esa boca! —protestó su madre.

El niño se sobresaltó, y por un momento dudó si su madre añadiría: «¡Nicholas, esa mente!»

Los ojos se le anegaron de lágrimas. Era muy injusto que sus hermanos lo trataran de aquella manera cuando él no molestaba a ninguno de los dos.

—¡Mamá…!

—Dominic, Billy… dejad a vuestro hermano. Aún es pequeño…

—¡Tiene once años! —atajó William.

—Y tú dieciséis.

—Pero…

—Dejad a vuestro hermano —zanjó Helena—. Seguid con lo vuestro.

Los dos muchachos miraron a Nicholas con desprecio y seguidamente echaron a correr de vuelta al sendero de tierra. Al poco desaparecieron entre los árboles más lejanos.

A su vez, Nicholas se adentró entre los arbustos mientras oía la voz de su madre pidiéndole que no se alejara demasiado. Rebuscó entre los matorrales y encontró rápidamente el libro abierto por la mitad, cubierto de hojas secas y con la tapa trasera manchada de barro.

Nicholas aferró el libro, y se alejó más allá. No quería estar al lado de su madre. Sabía lo que venía en momentos como ese: intentaría consolarlo como si fuera un niño pequeño, y luego lo ignoraría para sumergirse en sus labores de costura. Pero esa no era la cuestión. No quería que lo consolaran, ni que lo protegieran. Solo quería que le dejaran en paz. Que le permitieran leer sus libros de magia y lo dejaran practicar. Quería ir al circo. Quería formar parte de ese mundo, y no de aquel otro lleno de militares, soldados, armas y tanques.

Se alejó y rodeó un trecho empinado repleto de árboles. Se tiró sobre el césped y sintió el frescor de la hierba en las fosas nasales. Aireó el libro y le quitó los restos de las hojas resecas, sacudiendo el barro de la tapa y desdoblando las páginas arrugadas. Lo cerró y lo dejó a un lado. Miró al horizonte y pensó en la feria de atracciones de la ciudad. Algunas carpas traían espectáculos circenses y con la sola idea de presenciar uno de los pases sintió un nudo en el estómago. Ojalá pudiera estar algún día delante de los focos, con un público maravillado ante su magia.