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Un viejo toxicómano cumple condena en la cárcel Modelo de Barcelona. Sabedor de que cada día que pasa está más cerca del fin, para poder abandonar en paz su vida decide poner orden a su pasado y a todos sus fantasmas mediante la escritura. Recuerda sus años de juventud como batería de Los Conductores de Dallas y su paso por el grupo de Carlos Reptil Santos, un ser admirable y despreciable al mismo tiempo. Una historia con aroma a pólvora y alcohol, a drogas y a fracaso, a rock and roll y a sangre.
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Seitenzahl: 271
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Jesús Gordillo
Saga
Reptil
Copyright © 2022 Jesús Gordillo and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726914528
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A Marina,
mi único Rock and Roll
Febrero de 2016
Escuchaba a su compañero Rufo cantar en el retrete de la celda, un pequeño habitáculo con muros a media altura que se encontraba a menos de un metro de su litera. El hombre entonaba algo parecido a una ópera, utilizando un idioma inventado e improvisando los tonos. Como si fuera un jilguero decrépito, barbudo y con el pecho repleto de tatuajes verdes mal contorneados y difusos. El sol entraba por las rejas de la ventana, dibujando una cuadrícula de sombras en el suelo de cemento que Marto miraba desde el camastro, con el moflete hinchado apoyado sobre el almohadón. Por un momento creyó percibir cierto aroma a mar procedente de algún sitio no muy lejano, pero llevaba demasiado tiempo allí adentro como para saber que el aire del océano apenas se acerca a los muros de la cárcel. Poca relación existe, pese a la cercanía, entre el azul intenso del Mediterráneo y el ocre triste de la prisión La Modelo en pleno centro de Barcelona.
Alguien gritó en el pasillo de la galería, con una voz ronca y narcótica, gastando alguna broma y maldiciendo por algo. O quizá, incluso, insultando como era habitual en aquel lugar superpoblado de gente de las peores castas y los humores más aciagos. No era nuevo escuchar alboroto en el centro penitenciario, pero esa mañana el hombre se encontraba especialmente caduco y sensible, por lo que se sobresaltó, arremolinándose un poco contra el colchón del camastro. Permaneció así un rato, hasta que logró levantarse rascando ánimo de lo más profundo de su espíritu. Más desalentado por tener que dar explicaciones a su único amigo que por el futuro incierto que le esperaba. Enfundó sus pies en las zapatillas de tela, y se levantó para otear el pequeño pedazo de cielo y antenas que se veía desde la ventana de la celda.
—En mis tiempos —le dijo Rufo desde la puerta del baño—, en las cárceles se respetaba un poco a los ancianos.
Claramente, hacía referencia al moretón que Marto tenía en la cara esa mañana. Un hematoma que su cabello lacio no había conseguido disimular ni por un segundo.
—Tu puta madre sí que es una anciana —respondió bromeando—, y a ella sí que no la respeta nadie.
Pero sabía que cambiar de tema no iba a ser tan sencillo. Allí, poco más podía hacerse que conversar, por lo que su compañero, y amigo a su manera, continúo indagando en lo que le había sucedido.
—¿Quién ha sido?
—¿Quién va a ser? —contestó con amargura—. El puto dios todopoderoso. El hijo de puta mayor. Todos y ninguno, cuando pregunten los guardias.
—Te van a rajar. Lo sabes, ¿verdad?
—Pues claro que me van a rajar, coño. Raro es que no terminaran anoche. De hecho, amigo, te recomiendo que no te acerques mucho a mí estos días, no sea que se les escape un tajo.
El incidente había sucedido la tarde anterior en la Capilla Gitana, de forma discreta y silenciosa como solían transcurrir las cosas en aquella prisión vetusta y descolorida. Si alguien fue testigo del asunto, o incluso partícipe en el tumulto, no soltaría la lengua aunque le fuera la vida en ello. Se acercaron por detrás y varios le sujetaron, mientras otros le golpeaban fuerte por todo el cuerpo. Una lluvia de golpes cobardes y malintencionados que no cesaron pese a que Marto era un septuagenario de poco más de sesenta kilos. Siempre en lugares ocultos bajo la ropa para evitar investigaciones, aunque algún desaprensivo se dejó llevar por el momento y le pateó el rostro cuando estaba tirado en el suelo. Por suerte para él, se encontraba demasiado colocado como para sentir los golpes. Tras la tormenta, se levantó como pudo y caminó hasta el colchón de la celda con paso lastimero y dolorido. Pasos de yonqui y de viejo. Ambas condiciones que tanto él como los guardias tenían más que asumidas, y que disuadieron toda sospecha mientras cruzaba la galería de forma lastimera. De no haber sido por el moretón, seguramente nadie más se habría percatado, ni siquiera su compañero que dormía cuando todo había sucedido pero que ahora le interrogaba con inquietud sincera.
Rufo se quedó muy serio, con esa dignidad perdida que tienen los hombres viejos en la cárcel. Era bajito, gordo y con el pelo alborotado la mayor parte del tiempo. Las cejas, mitad negras mitad grises, largas y descuidadas como una lechuza enjaulada, le otorgaban el aspecto del científico loco que nunca había sido. De hecho, apenas pisó la escuela, sino que dedicó su inteligencia a especializarse en la dureza de los metales, las lanzas térmicas y en una ingeniería casera y precisa sobre cómo se reventaban las cajas fuertes de las joyerías.
—Aunque quisiera —respondió con voz triste—, no puedo ayudarte con esto. No soy hombre de reyertas, y mis años de músculo quedan ya lejos. Podría repartir contigo las puñaladas, pero creo que eso no nos ayudaría a ninguno de los dos.
—Ni yo te lo pediría, hombre —le respondió tranquilo—. Yo tampoco pienso presentar batalla. Si al final hay hierro, pues hierro. ¿Qué le vamos a hacer? Ha sido un milagro haberlo esquivado durante todos estos años.
El hombre le miró con auténtica lástima. Una mezcla entre la resignación y la impotencia.
—¿No crees que ya va siendo hora de dejarlo?
Marto agachó la cabeza y empezó a acariciarse la nuca fastidiado.
—¿Dejarlo ahora? ¿El caballo? —dijo entre los dientes de una sonrisa amarga—. Tengo sesenta y nueve inviernos y más enemigos que amigos. Si no me mata la heroína, pronto lo harán los años. O un punzón clavado en el hígado mientras me ducho por la mañana. Tendré suerte si salvo, además, el culo entero antes de palmarla. No, Rufo. No, amigo. No tengo ninguna intención de dejarlo. Y menos ahora que, por primera vez en toda mi vida, me drogo sin culpa. Créeme si te digo que es la mejor jodida cosa del mundo entero.
—Que te den por el culo —respondió el compañero, sin acritud ninguna.
—¡Pues claro que me van a dar! ¿O acaso te crees que la factura va a ser tan barata? Yo tengo que pagar la cuenta, y mi culo la propina.
Ambos rieron con risa de trinchera, de esa en la que tuerces la boca pero no consigues iluminar los ojos. Se miraron un instante más, en la que se dijeron algo afectivo sin pronunciar palabra, y Rufo empezó a cambiarse de ropa frente a él, dejando al aire un enorme pene arrugado y canoso, que relataba un pasado glorioso y de grandes gestas.
—De todas maneras, viejo —habló Marto mirando hacia la ventana—, creo que sí hay algo que puedes hacer por mí. ¿Por qué no te acercas a la biblioteca e intentas conseguir un bolígrafo y unos cuadernos? Iría yo, pero desde que escondí allí una papelina cada vez que me acerco la bruja avisa a los guardias.
—¿Y para qué coño quieres tú unos cuadernos? ¿Vas a escribir tus memorias? —preguntó Rufo con sorna.
—Pues sí, joder. Justo eso es lo que pienso hacer —respondió animado. Riendo de forma sincera.
—Tus memorias— bufó el compañero—. Las memorias de un drogata. ¿Y a quién crees que le va a interesar la vida de un bataca yonqui, traficante y presidiario?
Marto se levantó del camastro sintiendo el calor del moretón de la mejilla, y puso una mano sobre el hombro desnudo de su amigo. Se sentía bien por algún motivo.
—No, Rufo, no. No soy solo eso —respondió—. No soy solo un viejo batería adicto a la heroína. Ni la mierda de hombre que tienes delante, al que le quedan un par de dosis para arrimarse a la tumba. No, amigo, no. Soy mucho más. Soy un testigo singular. El único músico que ha tenido la suerte de tocar con el mismísimo Carlos Reptil Santos y vivir para contarlo.
El hombre se extrañó, bastante poco impresionado.
—Pues no parece gran cosa —afirmó con franqueza.
—Pues lo es, amigo. Claro que lo es —dijo Marto, rejuvenecido con cada palabra que pronunciaba—. Lo es porque eso me convierte, entre otras muchas cosas, en el único heredero, parte y albacea de la mejor historia sobrenatural que nunca jamás ha sido contada.
Otoño de 1976
Ni su imponente guitarra brillaba tanto bajo los focos como los kilos de gomina que solía llevar en el pelo. Tenía los dientes muy blancos y la piel oscura, con una barbilla angulosa que formaba un impecable porte de rockero clásico en blanco y negro. En el escenario, se movía como una serpiente, sensual y peligroso, con una electricidad que no ha conocido nunca la historia de la música en todo el planeta. De ahí su apodo, Reptil, y el éxito que alcanzó la banda durante el tiempo en que estuvo a los mandos del micrófono plateado y las válvulas de los amplificadores. Carlos Reptil Santos. Pese a los años que han transcurrido desde entonces, más de cuarenta, todavía sueño con él demasiadas veces. Tengo pesadillas con todo lo que vi y con todo lo que me contó. Con cada uno de los momentos que hoy me parecen imposibles. Sueño incluso con su tatuaje, aquellas letras frescas que llevaba talladas en su antebrazo y que nadie en su sano juicio se habría atrevido jamás a contradecir: «Nacido para hacer historia». Una frase que era tan verdad que, a día de hoy, todavía me sigue poniendo los pelos de punta.
El día que lo conocí, llovía. O al menos lo hacía detrás de las ventanas de aquel fumadero de heroína en el que llevaba varios días hacinado junto a otros cadáveres andantes tan adictos como yo. Nunca necesité ningún motivo para consumir, ni más excusa que dinero en el bolsillo, pero en aquella ocasión tenía las dos cosas y mi mente aceptaba la droga con una facilidad sorprendente. Sentando en un sillón de piel sintética rescatado de algún vertedero, miraba mis pies apoyados sobre una caja vacía rodeada de cientos de trozos de papel de plata quemados en el centro. Era de noche, quizá de madrugada, y la única luz provenía de una bombilla de poco voltaje que colgaba de un cable del techo. Un resplandor tenue y amarillo que dejaba rincones oscuros en aquella habitación donde a menudo dormían los que no tenían otro lugar mejor en el que hacerlo. Metí la mano en el bolsillo para buscar dinero, encontrándome solo las llaves de mi coche, enganchadas como siempre a la pequeña herramienta metálica que utilizaba para afinar la batería. Las saqué y las miré como quien observa una piedra preciosa. Confuso por el narcótico, me sentí tentado a salir a la calle, tirarlas a alguna alcantarilla y olvidarme del vehículo y de todo su contenido.
—No las vendas, amigo —escuché decir entonces desde la penumbra—, que todavía nos queda un poco de rock and roll.
Levanté la cabeza, después los párpados y al final la mirada. Le vi, y juro que brillaba. O resplandecía, o lo que fuera. O quizá era ese halo borroso que la heroína imprime a mi visión cuando estoy al límite de la consciencia. Pero allí estaba ese hombre, con el flequillo empapado colgando sobre la frente y las manos en los bolsillos de una chaqueta de cuero negra.
—¿Hablas conmigo?
—No lo sé —respondió sonriendo—. ¿Todavía puedes sostener unas baquetas?
No supe qué responder porque en realidad no tenía la respuesta. No por mi capacidad de golpear los tambores drogado, de la que no he dudado nunca, sino porque no sabía si conseguiría las ganas suficientes para volver a tocar después de todo lo sucedido. Mi relación con la música no pasaba entonces por un buen momento.
—¿Qué hay, Marto? —intervino Bedu, al que no había visto al estar situado tras el recién llegado—. Te veo bien.
Paco Zamora, o Paco Bedu, o simplemente Bedu, había sido nuestro representante cuando la banda tuvo un breve fogonazo entre las estrellas de ámbito nacional. Desde que firmamos un contrato de representación con Producciones Beduino, aquel tipo supo utilizar sus contactos para movernos por los mejores locales de conciertos de todo el país. Prometía y cumplía, peleando desde abajo con las grandes productoras como un auténtico titán. Así, con artes malas y buenas, había estado a punto de conseguir una actuación en el programa Último grito, prime time de Televisión Española en la década de los setenta. De no haber sido por el accidente de Sito, el anterior cantante, es muy posible que Los Conductores de Dallas hubieran conseguido hacerse un hueco profundo dentro del panorama musical español.
—¿De qué va esto, Paco? —pregunté al representante.
—De rock and roll —respondió sonriendo—. ¿De qué coño va a ir si no?
El cabrón estaba radiante y tranquilo, como si estuviéramos en los estudios de la Sun Records en lugar de aquel piso medio abandonado y lleno de yonquis expectantes.
—¿Quién es este tipo? —insistí.
Estaba bajando la heroína y empezaba a sentir cierta claustrofobia. Los bultos a mi alrededor comenzaron a tomar forma humana, y sabía que pronto entraría por la puerta alguien de la vivienda de al lado donde se vendía el material. Gente de mal carácter y pulgas amaestradas. Narcotraficantes peligrosos, expertos en domar toxicómanos.
—Santos —se presentó él mismo, con energía y magnetismo—. Carlos Santos. Tu nuevo cantante si te subes al carro.
—Exacto —recalcó Bedu—. Queremos resucitar a Los Conductores de Dallas.
La noticia me rodeó como un tornado. La banda siempre había sido Sito, mientras que nosotros éramos solo su acompañamiento invisible. Era él quien tenía el talento y la energía, al tiempo que el resto de músicos conseguíamos a duras penas agarrarnos a su estela. Con su muerte, el espíritu del grupo había desaparecido por completo. El pequeño club de seguidores que habíamos reunido, escenario tras escenario, maqueta tras maqueta, lo seguía a él y solo a él. Era difícil que aceptaran un cambio de líder como si nunca hubiera pasado nada. Además, sabía que el anterior contrabajista también se había esfumado tras el accidente, cruzando el charco para buscar fortuna en América del norte o del sur o de donde fuera. Así que la banda era yo, un simple adicto pasando por su peor momento, y Carlos Santos, ese hombre que había aparecido de pronto tras mi nube de heroína.
—Joder, Zamora —dije con los ojos entrecerrados—. ¿Resucitar la banda? ¿Ahora? No te tenía yo por un idealista.
—¿Idealista? —respondió— No me jodas, Marto, que a mí hace ya tiempo que me rompieron las bragas. Yo solo invierto pasta cuando huelo pasta, y aquí me llega un tufo que alimenta. Este cabrón es bueno —dijo señalando a Santos—. Mejor de lo que fue Sito en toda su puta vida.
—Cuidado —dije sin saber muy bien por qué. Supongo que en ese momento lo sentí como un sacrilegio.
Santos, en cambio, no dijo nada, como si la conversación no fuera con él. Simplemente se quedó allí tranquilo, atento a mi reacción con gesto divertido. No parecía que nada pudiera borrarle del rostro aquella sonrisa de satisfacción.
—Bueno ¿qué? —atajó Bedu—. ¿Te apuntas o no?
—¿Y el contrabajo?
—Está fuera, pero ya estoy trabajando para reemplazarlo. Alguien mucho mejor.
Pensé en ello durante un momento, mientras me imaginaba a mí mismo en el borde de un precipicio que yo mismo había creado. Esa misma mañana, no habría apostado siquiera con salir con vida de aquel edificio en el que me encontraba, y ahora el destino me ponía esta mierda brillante delante de los ojos. Extendí la mano que poco antes había sujetado un mechero y Bedu me la estrechó con fuerza, a la vez que me ayudaba a incorporarme de aquel sillón herrumbroso. Justo en ese momento, entró en la sala uno de los miembros de la familia que regentaba ese negocio. Un hombre grande y fuerte, que solía exhibir un machete de selva al mínimo revuelo entre los drogadictos. Presumía a menudo de haber decapitado con él a un pobre diablo, y aunque nadie le creía, sí se le veía muy capaz de llegar a intentarlo.
—Venga, coño. Ya lo que me faltaba —maldijo enfadado—. ¿O habéis creído que esto es un puto club social? Marto, dile a tus amigos que compren algo o que se vayan a tomar por culo. Que no tenemos esto montado para dar cobijo a gilipollas.
—¿Es tuyo este piso? —preguntó de pronto Santos, casi interrumpiendo.
El cantante mantenía la mirada muy fija en los ojos del hampón, con una expresión tranquila muy cerca de la sonrisa.
—¿Cómo dices? —titubeó este, sorprendido de no causar el efecto de pánico habitual—. En lo que a ti respecta, es tan mío como a mí me salga de los cojones. Yo tengo la llave y yo tengo los huevos.
En otras circunstancias, aquel tipo habría roto la nariz de un fulano por mucho menos, pero en aquella ocasión no lo hizo. Aunque estaba demasiado loco como para tener miedo, tampoco lo estaba tanto como para ignorar la gélida serenidad de Santos. Se le veía receloso pese a superar en más de un palmo la altura del cantante, pero se jugaba demasiado como para dejarlo estar. Le iba su oficio en ello.
—¿Me estás vacilando? —preguntó, consciente de que no podía mostrar debilidad.
Durante un tiempo anormalmente largo Carlos Santos no respondió, sino que permaneció sin mover ni un solo músculo del rostro, manteniendo la media sonrisa decisiva que conservaba a menudo. Las gotas de lluvia parecieron incrementar su golpeo contra la persiana plástica a medio bajar, o quizá fuera que todos los presentes habíamos contenido el aliento al mismo tiempo. Justo cuando parecía que la situación iba a estallar, el cantante respondió con tono conciliador.
—En absoluto, amigo —dijo, poniendo una mano en el hombro del traficante—. Todo lo contrario. Respeto a todo buen soldado, y quería disculparme por haber irrumpido así en tu negocio. Para compensar, voy a comprar diez talegos de ese material tan bueno que vendes.
El hombre se quedó algo desconcertado.
—¿De cuál? —preguntó confuso—. Vendo muchas cosas, y todas son buenas.
—Lo que tú prefieras —especificó Santos mientras sacaba del bolsillo varios billetes que ni siquiera se molestó en contar.
El vendedor, algo más relajado, pero no del todo, extrajo sin delicadeza una bolsa de plástico que tenía metida en el calzoncillo, y se la ofreció a su vez sin comprobar tampoco su contenido. Negocio a ojo, como suele suceder entre hombres que se miden el pene. Santos la cogió sin vacilar y se la entregó al adicto que tenía más a mano, un tipo flaco de edad indefinida que asistía a la escena completamente perplejo.
—Bueno ¿qué? —me dijo a mí—. ¿Te veré en el ensayo de mañana?
Asentí con la cabeza y ambos hombres se giraron dispuestos a marcharse. Entonces, el yonqui que había recibido la droga dijo con voz ronca:
—Que dios te bendiga, socio.
Al momento, Santos se giró sonriendo como si hubiera escuchado la mejor ocurrencia del mundo.
—¿Bendecirme Dios? —preguntó—. ¿A mí? Créeme, amigo mío: te puedo asegurar que debo ser el último hombre de su lista.
Y sin más, salió por la puerta acompañado por Bedu, que apenas podía disimular el entusiasmo. Permanecí allí aún un rato más, que pudieron ser horas o pudieron ser siglos, hasta que terminé con toda la heroína que había comprado. Prometiéndome con cada una de las aspiraciones por el tubo que sería la última de mi vida, y reduciendo mi mundo al humo que me rodeaba. No importaba el tiempo, ni importaban las personas, solo la calma sinuosa que me invadía hasta que conseguí levantarme del sillón. Cuando salí a la calle, nada estaba despejado del todo, ni mi cerebro ni la lluvia, que seguía empeñada en remojar aquella sucia barriada medio abandonada en la periferia. Mi coche, como de costumbre, seguía intacto justo donde lo había dejado, gozando de uno de los dudosos privilegios de ser cliente habitual de uno de los narcopisos de aquella familia de maleantes. Robarme habría sido malo para el negocio y el ladrón habría pagado caras las consecuencias. Encendí el motor y puse la calefacción al máximo, recuperando el calor en las mejillas pálidas del rostro demacrado que me devolvía el retrovisor. Pensando en lo que tenía que hacer entonces, abrí la guantera y las baquetas de madera asomaron bajo la pequeña bombilla, simétricas y gastadas como las armas de un veterano. Las sujeté despacio, recreándome en el tacto que tanto me había gustado siempre, y lancé un redoble suave contra el volante, antes de dejarlas caer en el asiento del copiloto. Me sentía animado, motivado, rockero. Estaba seguro de que la preocupación que me apretaba el pecho desaparecería en cuanto durmiera doce horas seguidas. Arranqué el coche y conduje en dirección a mi pensión de Madrid, sin pensar en la batería desmontada que llevaba en el portaequipaje. Valiosa para mí, siempre, pero mucho más valiosa había sido para otra gente por motivos que escribiré cuando la narración lo requiera. De momento, contaré solo que encendí la radio y sonaba un tema de los Rolling Stones. Ritmo sencillo y coros salvajes. Muy apropiado para todo lo que sucedería a continuación.
Sonó el teléfono de la pensión, amortiguado por la distancia y la puerta de mi habitación, y al poco escuché los pasos de la señora Mercedes atravesando el pasillo con sus mocasines caseros. No sé cuántas horas llevaba durmiendo, pero era muy posible que superasen las veinticuatro, como solía suceder después de una de mis escapadas a los fumaderos de la periferia. A través de mi ventana cerrada, temblaban fuerte las máquinas de ventilación del restaurante de abajo, por lo que deduje que ya debía de haber caído la tarde. Giré la cabeza para dormir de nuevo, cuando alguien golpeó la puerta.
—Marto —gritó la casera—. Tienes una llamada. Un tal Bedu.
Me levanté torpe, algo mareado, y me dirigí hacia la puerta totalmente despreocupado por encontrarme en ropa interior. Mi relación con aquella señora viuda y malhumorada sufría constantemente cambios de estatus, en función a mi ánimo o a mi distanciamiento de las drogas. En los años que llevaba como inquilino de su pensión, habíamos sido amigos, enemigos, familia, e incluso amantes lamentables en cierta ocasión en que decidí reemplazar la heroína por altas dosis de alcohol y trasnoche. Ahora, tras varios días sin aparecer por allí, seguro que había adivinado mi recaída, y sentí pereza ante la idea de enfrentarme una vez más a su mirada acusadora. Por suerte, no hizo falta tal cosa, puesto que cuando abrí la puerta, ella ya no estaba allí. Al fondo del pasillo, el auricular colgaba del teléfono de pared, balanceándose como un hombre ahorcado.
—Bedu —bromeé—, anoche soñé contigo.
—Pues cambia las sábanas y date una ducha —respondió—, que esta tarde tenemos una reunión para que os vayáis conociendo. A ver si saltan chispas, coño, que hace tiempo que no me llevo una alegría.
—¿Ya tenemos base rítmica?
—Contrabajo y tú. Solo eso. Te aseguro que ya no vamos a necesitar nada más. Santos se apaña muy bien con las cuerdas, así que formaremos a tres, como en los viejos tiempos. El sonido irá limpio y al pecho. Va a funcionar de puta madre, créeme.
—Bien, amigo. Tú sabes de esto —respondí sin más—. Solo dime sitio y hora, y allí estaré.
Recé por que la cita fuera pronto para que mi mente no me llevase de nuevo a los fumaderos. No sería la primera vez en mi vida que dejaba pasar un tren importante por culpa de la heroína. Por suerte, me emplazó en un bar del centro en menos de una hora, lo que me dejaba el tiempo justo para asearme un poco y dar el rodeo que necesitaba antes de dirigirme al encuentro. Suspiré para mis adentros, y a punto estaba de colgar el auricular cuando escuché la voz lejana de Bedu con una ocurrencia de última hora.
—Oye, Marto —dijo muy serio—. No seré yo quien te diga las mierdas que tomas o dejas de tomar, que de buscarse la ruina cada uno tenemos lo nuestro. Y no soy yo ningún cura como para andar predicando. Pero una cosa te digo: como me jodas esto, juro por Dios que te mato.
No era una amenaza real, pero tampoco palabras triviales. Aquel asunto era su ballena blanca, y llevaba tanto tiempo tras su estela que su ánimo empezaba a flaquear. De todas formas, al final nada sucedió como debería haber sucedido.
—¿Matarme? —respondí antes de colgar—. Pues me temo, amigo mío, que para eso vas a tener que hacer cola.
Utilicé la ducha común, pero me afeité en el lavabo de mi habitación, haciendo verdaderos esfuerzos por apartar de la cabeza todo lo que tuviera que ver con la droga. Salí, echando la llave como de costumbre, y, antes de cruzar la puerta, la señora Mercedes me llamó desde el salón comunitario con voz severa.
—Voy a ponerme muy seria con esto, Marto —empezó a decir.
Pensé que iba a darme una charla sobre mi adicción. Un camino que habíamos recorrido tantas veces que ya ambos sabíamos que no llevaba a ninguna parte.
—Señora Mercedes…
—Me importa un coño lo que hagas con tu vida —me interrumpió—, pero mantén tu mierda alejada de esta casa. Anoche vino un tipo a dejarte un paquete, y este no es lugar para esos asuntos de trapicheo. La próxima vez, te juro que llamo a la policía y te vas a tomar por culo antes de un amén.
—¿Un paquete?
Seguro que me puse blanco como la Santa Compaña. Un asunto con unos fardos en el pasado reciente me había complicado la vida. Pronto hablaré sobre el tema, pero de momento diré que la gente implicada en el negocio no sabía que yo vivía allí. Ni siquiera debían saber que yo me encontraba en Madrid. Mi corazón se detuvo y temblaron mis labios cuando pregunté:
—¿Cómo era el tipo? ¿Era un gitano enorme? ¿Con cadena de oro y pinta de poca broma?
—¿Qué coño gitano? —respondió Mercedes, sujetándose el enfado—. Todo lo contrario. Ese hombre parecía un actor de Hollywood. Guapo y peligroso.
Por algún motivo, supe enseguida que se trataba de Carlos Santos, un tipo que había entrado en mi vida tan profundo que casi se me mete por el culo. Casi corrí hasta la puerta a recoger el bulto que había frente a la mujer. Lo abrí, rompiendo el envoltorio, y saqué aquella increíble chaqueta de cuero negro, con el nombre de la banda bordado a la espalda con hilo rojo brillante: Los Conductores de Dallas. Bajo este, la silueta negra de un Lincoln similar al que transportaba a Kennedy cuando le dispararon. Me la probé, sintiéndola eléctrica y apropiada, sin extrañarme de que hubiera acertado perfectamente con la talla. Viéndome en el espejo sucio de la entrada de la pensión, la sentí perfecta. Prometía muchas cosas. Era el tipo de prenda que visten las estrellas. Estuve así un rato, mirándome, pensando que aquella cobertura podría mantenerme alejado de los fumaderos. Entonces noté que había un objeto rígido dentro del bolsillo. Lo extraje con cuidado, como si el hierro estuviera incandescente, y por algún motivo no me sorprendió en absoluto que se tratase de una navaja automática, muy de moda entre los delincuentes de la época. Nunca había tenido una, pero siempre me habían llamado la atención. Accioné el botón sin dudarlo, y la hoja apareció rápida y letal, produciendo un clic mecánico parecido al amartillado de un arma de fuego. Sobre el metal, algún maestro armero había tallado la silueta de una serpiente con las fauces abiertas. Era una pieza magnífica, pero no entendí su significado hasta que introduje la mano en el otro bolsillo y leí la nota manuscrita que Santos me había dejado. La letra era firme y curva como la partitura de un músico loco, e incluso hoy, tras años intentando no pensar en ello demasiado, todavía puedo visualizar cada palabra como si la tuviera delante: «¿Cómo se hace una leyenda del Rock and roll? Quédate cerca, amigo, y lo descubriremos, aunque tengamos que rajar las tripas al destino».
Fui el primero en llegar a la cita, impaciente como estaba por encauzar mi vida cuanto antes. El cielo encapotado nunca me había resultado tan atractivo, deseando que descargara un buen montón de lluvia que recorriera mi rostro y limpiara las ganas de seguir fumando heroína. El encuentro tuvo lugar en un bar antiguo del centro de Madrid, un viejo tugurio con las paredes repletas de fotografías de toreros que nunca habían llegado a nada en lo suyo. Todas ellas estaban firmadas, haciendo de ese lugar el más lamentable museo a la mediocridad del mundo de la tauromaquia. En cada retrato, cada uno de un tamaño diferente y enmarcado según la moda en su momento, aparecía el propietario del bar estrechando la mano a los matadores y sonriendo con cara de estúpida satisfacción. Cada vez más tripudo y calvo, pero con un claro pasado como boxeador y novillero fracasado, como tantos, para luego reciclarse en hostelero. Era imposible determinar si aquel establecimiento había llegado a tener una época gloriosa, aunque viendo el desaliño del barman, también costaba imaginar que alguna vez hubiera estado limpio del todo. «El Tendido Opuesto», en un alarde de lírica inusual, brillaba tenue en un viejo luminoso de propaganda El Águila. Pedí una cerveza, por no pensar en combinados ni alimentar a mis demonios, y antes de dar el primer sorbo aparecieron Carlos Santos y Bedu por la puerta sonriendo.
—Juro que pensé que no venías, Marto —comentó el agente medio en chanza—. Me alegro de tenerte en el equipo, coño. Sin ti, esto no sería posible. Eres único con las baquetas.
—No me jodas, Bedu, que somos ya mayores para que me arrimes la polla mientras bailamos. Que nos conocemos de viejo, y seguro que ya has llamado a algún otro baterista por si yo me hundo.
El empresario sonrió con malicia.
—Mi abuelo tenía un refrán para estas cosas —respondió—: «Después de tragos y fiesta, mira bien con quien te acuestas».
Carlos Santos presenciaba la escena sonriente, con su impecable aspecto de actor americano. Tenía una simpatía envidiable, capaz de encajar sin problema en cualquier ambiente.
—Pero lo importante es que estás aquí —añadió—, y sinceramente me alegro de que así sea.
Sentí entonces la estúpida necesidad de reafirmar que tenía mi problema controlado, como si así pudiera despejar los recelos que tuvieran sobre mí.
—No te preocupes —empecé a decir— que cumpliré...
—Aquí no se preocupa nadie, amigo —interrumpió Santos—. Que somos músicos, no sacerdotes. Si tienes demonios, pues genial, los echamos al rock y los destilamos. Y en cuanto a cumplimiento, ya se sabe: entre hombres como nosotros se presupone.
Me guiñó un ojo sonriendo, y con eso quedó zanjado el asunto para siempre. Agradecí el gesto levantando mi cerveza a modo de brindis, dando así comienzo a una conversación sobre música e instrumentos que se alargaría durante casi una hora. Enseguida me embriagué de la personalidad de Santos del mismo modo que un día lo hiciera con el jodido caballo: con su negrura sucia debajo del brillo del papel de plata. Sabiendo que un tipo así podía ofrecerte bondades y problemas a partes iguales. Era encantador e ingenioso, y tenía algo en la mirada que hacía que te sintieses como una serpiente bailando en el interior de un cesto. Hablaba con un optimismo contagioso, y pronto pusimos sobre la barra algunos botellines vacíos y un puñado de fechas de conciertos que Bedu había contratado dentro de la capital. Decidimos conservar el repertorio original de la banda, estando yo como único nexo con la formación anterior, y no comentar nada sobre el cambio de cantante. Como si Sito nunca hubiera fallecido. A voz muerta, voz puesta, como dijo alguien en alguna broma entre macabra y salida de tono.
—Bueno —pregunté— ¿y el bajo cómo lo resolvemos?
—Algo me dice que estamos a punto de conocer a la tercera pieza de la banda —respondió Santos sonriendo, mientras miraba hacia el otro lado del ventanal del bar.