Oliver Twist - Charles Dickens - E-Book

Oliver Twist E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

La historia de un niño huérfano perdido en los bajos fondos londinenses le sirve a Dickens para reflejar el mundo del hampa, la miseria y la hipocresía social La historia de un niño huérfano perdido en los bajos fondos londinenses le sirve a Dickens para reflejar el mundo del hampa, la miseria y la hipocresía social, en una historia plagada de estereotipos, siempre superados por la maestría del autor. El hilo central, las peripecias de Oliver desde sus comienzos en la más absoluta pobreza hasta su ascenso, se entreteje con asuntos tangenciales, que a veces resultan predominantes, pues son esenciales para el propósito del autor: la denuncia social a través de la descripción del Londres de la época, con sus lacras sociales y morales... En definitiva, Oliver Twist es una historia de buenos y malos, donde se mezclan lo jovial, lo sentimental, lo lúgubre y lo trágico, con una eficacia narrativa que hace que todavía hoy en día los lectores continúen identificándose con los personajes, las situaciones y la crítica que plantea el autor.

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Seitenzahl: 830

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Charles Dickens

Oliver Twist

Traducción y notas:Pollux Hernúñez

Presentación y apéndice:Vicente Muñoz Puelles

Ilustración:Enrique Flores

Índice

Presentación: CHARLES DICKENS

Introducción

Personajes

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Capítulo XLV

Capítulo XLVI

Capítulo XLVII

Capítulo XLVIII

Capítulo XLIX

Capítulo L

Capítulo LI

Capítulo LII

Capítulo LIII

Apéndice: Regreso a Croydon

Créditos

PRESENTACIÓN

CHARLES DICKENS

Charles Dickens, el más popular de los novelistas ingleses, nació el 7 de febrero de 1812 en la población portuaria de Landport. Era el segundo de los hijos y el primer varón de John y Elizabeth Dickens. El padre cobraba un buen sueldo como pagador de la Marina, pero era extravagante y manirroto, razón por la que con frecuencia la familia pasaba estrecheces.

Charles Dickens tenía dos años cuando se trasladaron a Londres y luego a Chatham, donde pasó la mejor época de su infancia. Allí asistió a la escuela y descubrió el encanto de los libros. El Quijote y Robinson Crusoe fueron sus primeras lecturas.

En 1823 el matrimonio Dickens, que ya tenía seis hijos, volvió a Londres, acosado por las deudas. El padre fue detenido y encarcelado en una prisión para insolventes, y la madre empeñó sus posesiones y pasó a vivir con él en la cárcel. Todos sus hijos los acompañaron excepto Charles, que a los doce años empezó a trabajar en una fábrica de betún. Aquella experiencia traumatizó al futuro escritor, que la reflejaría en sus libros.

La muerte de la abuela de Charles Dickens y la consiguiente herencia permitieron al padre pagar sus deudas. La familia abandonó la cárcel y el niño regresó a la escuela. Dos años después la dejó y se convirtió en mensajero de un bufete de abogados. Aprendió taquigrafía y trabajó como reportero independiente en los tribunales de justicia.

Pronto pasó a formar parte de la redacción de un periódico, luego de otro y otro. Se ganó la reputación de ser uno de los reporteros más rápidos y precisos que reflejaban los debates de la Cámara de los Comunes. Esos años dejaron en Dickens un profundo odio hacia las leyes injustas.

Su carrera como escritor de ficción empezó en 1833, cuando publicó en los periódicos, con el seudónimo de Boz, una serie de esbozos costumbristas, que llamaron la atención por su humor y por la agudeza de sus descripciones. Poco después recibió el encargo de escribir una serie de aventuras cómicas, Los papeles póstumos del Club Pickwick, que aparecieron por entregas y le proporcionaron una fama inmediata.

A partir de entonces, y a lo largo de los años, un torrente de libros, entre los que destacan Oliver Twist (1838), que fue su segunda novela, David Copperfield (1850), Casa desolada (1853) y Grandes esperanzas (1861), fluyó de su pluma.

Hacia 1858, Dickens decidió dedicar más tiempo a las lecturas públicas. Estas eran auténticas representaciones, largamente ensayadas, en las que él mismo representaba a cada personaje, confiriéndole un gesto y un tono de voz distinto.

Fue aclamado en toda Gran Bretaña e Irlanda y también en Estados Unidos, donde actuó ante audiencias de hasta cinco mil espectadores. De vuelta en Londres, con la salud deteriorada por el esfuerzo, emprendió una última gira como despedida. Solía leer pasajes elegidos de sus obras más populares, como Pickwick y Canción de Navidad. Para esa última gira, sin embargo, decidió concluir el espectáculo con el pasaje de Oliver Twist en el que el malvado Bill Sikes mata a su compañera, Nancy. Cuentan los biógrafos que la vehemencia con la que leía ese pasaje espantaba a los espectadores.

Murió el 9 de junio de 1870, dos meses después de su última lectura, dejando sin acabar una novela policíaca, El misterio de Edwin Drood, de la que Chesterton (1874-1936) dijo que solo nos será revelado el final cuando nos encontremos con Dickens en el cielo, y que lo más probable es que este ya no lo recuerde.

Oliver Twist, una de las obras más leídas de la literatura inglesa, ha sido llevada con frecuencia al cine. Entre las versiones cinematográficas cabe destacar Oliver Twist (1948), dirigida por David Lean (1908-1991), ¡Oliver! (1968), del también inglés Carol Reed (1906-1976), basada en un musical del mismo nombre, y Oliver Twist (2005), del director de origen polaco Roman Polanski (n. 1933).

Vicente MUÑOZ PUELLES

Introducción

Unos amigos del autor exclamaron: «Miren, señores, este hombre es un canalla, pero con todo es la Naturaleza misma», y los jóvenes críticos de la época, los escribanos, los aprendices, etc., dijeron que aquello era sórdido y se pusieron a berrear.

FIELDING1

La mayor parte de esta historia se publicó originalmente en una revista2. Cuando la terminé y la publiqué en su forma presente, se le pusieron objeciones por razones de moral elevada en determinados círculos de elevada moral.

A lo que pareció, es grosera y escandalosa circunstancia que algunos de los personajes de estas páginas hayan sido escogidos de entre la población más criminal y degradada de Londres; que Sikes sea un ladrón y Fagin un perista, que los muchachos sean rateros y la muchacha prostituta.

Yo todavía tengo que aprender que el bien más puro no puede extraerse del mal más ruin. Siempre creí que esto fuera verdad sentada y reconocida, establecida por los hombres más grandes que el mundo haya conocido, seguida constantemente por las naturalezas más nobles y sabias y confirmada por la razón y la experiencia de cualquier mente pensante. Cuando escribí este libro, no vi razón por la que las heces de la sociedad, mientras no ofendieran al oído por su forma de hablar, no sirvieran para establecer una moraleja, al menos en la misma medida en que sirven su flor y nata. Ni dudé de que en Saint Giles se pudren tan buenos materiales para llegar a la verdad como los que puedan encontrarse en Saint James3.

Con este ánimo, cuando se me ocurrió mostrar en el pequeño Oliver el principio del Bien que prevalece sobre toda circunstancia adversa y al final triunfa, y cuando consideré entre qué compañeros podían ponerlo mejor a prueba, teniendo en cuenta el tipo de hombres en cuyas manos caería de la manera más natural, pensé en aquellos que figuran en este volumen. Cuando llegué al punto de discutir este asunto más profundamente conmigo mismo, encontré muchos argumentos sólidos para proseguir el camino hacia el que me llevaba mi inclinación. Había leído montones de cosas sobre ladrones: tipos atractivos (en su mayoría amables), impecables de vestido, repletos de bolsillo, entendidísimos en caballos, decididos de porte, afortunados en el galanteo, estupendos con una copla, una botella, una baraja o un cubilete, y dignos émulos del más valiente. Pero nunca me había topado (excepto en Hogarth4) con la lamentable realidad. Me pareció que agavillar a los criminales que existían en la vida real, describirlos en toda su fealdad, en toda su miseria, en toda la sórdida pobreza de sus vidas, mostrarlos tal y como son, zafándose eterna y desasosegadamente por los más inmundos senderos de la vida, con una enorme, negra y espantosa horca cerrándoles el camino se vuelvan hacia donde se vuelvan, me pareció, digo, que emprender esto era cosa que se estaba necesitando y que sería rendir un servicio a la sociedad. Por eso lo hice lo mejor que pude.

En todos los libros que conozco en que aparecen personajes como estos, se les da un aura de atractivo y fascinación. Incluso en La ópera del mendigo5 se representa a los ladrones llevando una vida que suscita más la envidia que otra cosa, y a Macheath, por todos los atractivos que le da el mando y por el hecho de que lo adore la muchacha más hermosa y único personaje puro de la obra, los espectadores débiles deben admirarlo e imitarlo como si fuera un noble caballero de casaca roja que ha comprado, como dice Voltaire6, el derecho a dar órdenes a dos mil hombres o más y a enfrentarse con la muerte de su cabeza. La pregunta de Johnson7, de si un hombre se hará ladrón porque se indulta a Macheath me parece ajena a la cuestión. Yo me pregunto si a un hombre le disuadirá de hacerse ladrón el hecho de que a Macheath se le condene a muerte y que Peachum y Lockit existan; y recordando la clamorosa vida del cabecilla, su imponente apariencia, sus grandes éxitos y sus sólidos beneficios, estoy seguro de que nadie propenso a seguir el mismo camino escarmentará en él o verá en la obra otra cosa que un camino florido y ameno que, a su debido tiempo, conduce a un hombre de honrada ambición al Tyburn Tree8.

En realidad, la ingeniosa sátira de Gay contra la sociedad perseguía un fin general, que le liberó de las preocupaciones de dar buen ejemplo en este sentido y le proporcionó otros objetivos. Lo mismo puede decirse de la admirable y poderosa novela de sir Edward Bulwer9 sobre Paul Clifford, que en justicia no puede considerarse que tenga o pretendiera tener relación alguna con este aspecto del asunto en uno u otro modo.

¿Qué forma de vida se describe en estas páginas como existencia cotidiana de un ladrón? ¿Qué encantos tiene para los jóvenes y mal preparados, qué atractivos para el adolescente más atontado? No hay aquí galopadas por un erial al claro de luna, ni jolgorios en la caverna más placentera que pueda imaginarse, ni los atractivos del vestir, ni bordados, ni encajes, ni botas altas, ni casacas y chorreras carmesí, ni nada del brío y libertad que desde tiempo inmemorial invaden «la calle». Las calles frías, húmedas y sin abrigo de la medianoche londinense, los tugurios inmundos y cerrados donde se hacina el vicio sin espacio para revolverse, la morada del hambre y la enfermedad, los raídos harapos que apenas se tienen juntos: ¿dónde está el atractivo de todas estas cosas? ¿No contienen una lección, y no sugieren algo más que la desoída advertencia de un precepto moral abstracto?

La manera de ser de algunas gentes es tan exquisita y delicada, que no pueden soportar la contemplación de tales horrores. No es que se aparten instintivamente de lo criminal, sino que los criminales, para que les sienten bien, deben aparecer, como sus manjares, delicadamente disfrazados. Un Massaroni vestido de terciopelo verde es una criatura encantadora, pero un Sikes con ropas de fustán es insoportable. Una señora Massaroni, dama de enaguas cortas y disfraz, es cosa que se imita en cuadros vivos y se imprime en litografía con coplillas, pero una Nancy, criatura con vestido de algodón y mantón barato, es algo impensable10. Es asombroso cómo la Virtud se aparta de los calcetines sucios y cómo el Vicio, aliándose con cintas y una alegre indumentaria, cambia de nombre, como las señoras casadas, y se transforma en Lo Romántico.

Pero como la verdad rigurosa, aun en ropas de esta raza tan exaltada (en las novelas) era parte del propósito del presente libro, no quité, para dichos lectores, ni un roto de la levita del Perillán, ni una brizna de papel de bigudí del desaliñado cabello de la muchacha. Yo no creo en la delicadeza que no puede soportar contemplarlos. Entre esa gente no tengo deseo ninguno de hacer prosélitos. Ni respeto su opinión, buena o mala, ni codicié su aprobación, ni escribí para divertirlos. Me atrevo a decir esto sin reservas porque no conozco en nuestra lengua a ningún escritor que se respete o a quien la posteridad respete que se haya rebajado jamás a dar gusto a esa clase quisquillosa.

Por otra parte, si busco ejemplos y precedentes, los hallo en las filas más ilustres de la literatura inglesa: Fielding, Defoe, Goldsmith, Smollett, Richardson, Mackenzie11, todos ellos, por sabios motivos, y especialmente los dos primeros, sacaron a luz a la mismísima escoria y basura del país. Hogarth, el moralista y censor de su siglo, en cuyas grandes obras nunca cesarán de reflejarse la época en que vivió y los personajes de todos los tiempos, hizo lo propio sin transigir ni un pelo. ¿Qué lugar ocupa ahora este coloso en la estima de sus compatriotas? Y, sin embargo, si me vuelvo a la época en que él o cualquiera de estos hombres floreció, hallo que a todos ellos, a cada uno a su tiempo les lanzaron el mismo reproche los zánganos del momento, que entonaron su bordoneo, murieron y fueron olvidados.

Cervantes espantó a la caballería española a carcajadas, mostrando a España en su imposible y absurda extravagancia12. En mi modesto y alejado predio traté de rebajar el falso brillo que envolvía algo que de verdad existía, mostrándolo en su realidad poco atractiva y repelente. Consultando mi propio gusto, no menos que las costumbres de la época, me preocupé, aun retratándolo en toda su perdición y degradación, de retirar de los labios del más bajo de los personajes que introduje cualquier expresión que pudiera resultar ofensiva, y de sugerir la inevitable conclusión de que su existencia era de las más degradadas y viciosas, en vez de probarlo detalladamente con palabras y hechos. En el caso de la muchacha en particular, tuve siempre presente este propósito. Si esto se nota o no en el relato y cómo se lleva a cabo, quede a juicio del lector.

Se ha dicho que el afecto de Nancy por el violento ladrón no parece natural. Y en la misma ocasión se ha objetado —me atrevo a suponer que con cierta falta de lógica— que Sikes está muy exagerado porque no parece que haya en él ninguno de los trazos redentores que se critican por no naturales en la muchacha. De esta última objeción solo diré que me temo que en el mundo hay algunos temperamentos duros e insensibles que acaban siendo malos del todo y sin remedio. Tenga o no razón, de una cosa estoy seguro: de que hay hombres como Sikes que, estudiados minuciosamente en el mismo período de tiempo y a través del mismo caudal de circunstancias, no mostrarán ni por un instante el mínimo indicio de mejora en su naturaleza. Que en tales corazones estén muertos todos los mejores sentimientos humanos o que se haya entumecido la fibra que haya que pulsar y sea difícil encontrarla es algo que no pretendo saber, pero que lo que afirmo es verdad, de eso estoy seguro.

Es inútil discutir si la conducta y el carácter de la muchacha parecen naturales o no naturales, probables o improbables, buenos o malos. Son reales. Cualquiera que haya observado estas tristes imágenes de la vida sabe que esto es así. Surgió en mi mente tiempo ha, por lo que a menudo veía y leía de la vida real a mi alrededor, lo he rastreado por muchos caminos libertinos y malolientes y he hallado que es siempre lo mismo. Desde la primera aparición de aquella pobre desgraciada hasta que inclina la cabeza cubierta de sangre sobre el pecho del ladrón, no hay ni una palabra de exageración o de añadido. Es categóricamente la verdad de Dios, pues esa es la verdad que Él tolera en pechos tan depravados y miserables, aunque alguna esperanza quede todavía en ellos, la última gotita de agua en el fondo de un pozo cegado por las malas hierbas. Afecta a los mejores y peores matices de nuestra naturaleza, a muchos de sus más feos tintes y a algunos de los más bellos; es una contradicción, una anomalía, una aparente imposibilidad, pero es la verdad. Me alegro de que se haya puesto en duda, pues en ello habría encontrado garantía suficiente (si me hubiera hecho falta) de que era necesario contarla.

1 Henry Fielding (1707-1754), dramaturgo, novelista, publicista y probo magistrado inglés, padre de la novela inglesa, junto con Richardson (véase nota 11). Su fina psicología, exuberante realismo y desenfadada ironía aparecen ejemplificadas en Joseph Andrews y Tom Jones, obras estas que influyeron decisivamente en la formación literaria de Dickens.

2 La mayoría de las novelas victorianas se publicaron por entregas en revistas relativamente baratas, lo que contribuyó a su popularidad; pero también condicionaba su estructura y desarrollo, ya que cada capítulo debía terminar en un momento álgido para dejar en suspenso al lector y asegurarse que comprara el número siguiente. Oliver Twist se publico en el Bentley’s Magazine, entre febrero de 1837 y abril de 1839.

3 Dickens contrasta dos clases sociales aludiendo a los núcleos de dos zonas londinenses que les eran propias: la iglesia de Saint Giles Cripplegate, en el Barbican, uno de los antiguos barrios bajos de Londres, y Saint James, en la zona aristocrática de la ciudad.

4 William Hogarth (1697-1764), dibujante y pintor inglés, famosísimo por sus grabados satíricos y costumbristas que reflejan de manera fidelísima y humana la sociedad de su tiempo. Amigo de Fielding, influyó al igual que él en Dickens y en toda la novela romántica inglesa. (Su primera obra importante fue una escena de La ópera del mendigo, mencionada más adelante).

5 Comedia musical del poeta John Gay (1685-1732), con música de J. Christopher Pepusch (1667-1752), estrenada en 1728, que constituyó el éxito más grande hasta entonces del teatro inglés (sesenta y dos representaciones). Parodia de la ópera italiana, muy en boga en Londres por entonces, es una poderosa sátira de la sociedad dirigente a través de la historia de un bandido atractivo, Macheath, que las mujeres (incluida la hija del carcelero Lockit) adoran y que, traicionado por el perista Peachum, es condenado a muerte. Cuando la sentencia va a ejecutarse, entra en escena el narrador, un mendigo, que libera a Macheath porque no desea que su narración tenga moral ninguna. Aunque sigue representándose de vez en cuando, hoy es más conocida la versión de Bertolt Brecht, música de Kurt Weil, bajo el título de La ópera de tres centavos (1928). John Gay fue conocido en la España del siglo XVIII por sus Fábulas, que Samaniego tomó como modelo para la composición del libro VI de las suyas.

6 François Marie Arouet, conocido como Voltaire (1694-1778), dramaturgo, historiador, narrador, ensayista y pensador francés cuyos certeros análisis y contundentes críticas contribuyeron a debilitar la tiranía y el oscurantismo en la Europa moderna.

7 Samuel Johnson (1709-1784), escritor inglés cultivador de todos los géneros (poesía, teatro, biografía, narrativa, crítica literaria, lexicografía, etc...), que ha pasado a la historia como uno de los más grandes eruditos de Inglaterra. La pregunta en cuestión aparece en su biografía de Gay.

8 Lugar donde se ahorcaba en Londres, frente a Hyde Park Corner, donde se levanta hoy el Marble Arch.

9 Edward Bulwer-Lytton (1803-1873), político y escritor inglés, muy popular en su tiempo por sus novelas de todo género, entre las cuales siguen leyéndose hoy Los últimos días de Pompeya. En Paul Clifford, que no es la excelente novela que Dickens parece creer, describe el autor las aventuras del bandolero escocés del mismo nombre.

10Sikes y Nancy son dos personajes de la presente obra. Los Massaroni parecen ser una pareja equivalente del género artificial y romántico que Dickens critica.

11 Bajo estos nombres incluye Dickens aquí a lo mejorcito de la narrativa inglesa anterior a él. Sobre Fielding, véase la nota 1. Daniel Defoe (1660-1731), escritor y periodista, creador de la novela inglesa con obras como Moll Flanders y sobre todo Robinson Crusoe (en el n.º4 de esta misma colección), uno de los grandes clásicos de la literatura universal. Oliver Goldsmith (1728-1774), escritor inglés, autor, entre otras cosas, de famosas comedias, como la que se rebaja a seducir, y de una obra maestra de la narrativa, El vicario de Wakefield. Tobias Smollet (1721-1771), historiador y narrador inglés, autor de novelas picarescas de marcado contenido satírico, entre las que destaca Las aventuras de RoderickRandon. Samuel Richardson (1689-1761), autor de dos novelas muy leídas en inglés, Pamela y Clarissa, escritas en forma epistolar y admiradas por la profundidad del anális psicológico de los personajes. Henry Mackenzie (1745-1831), poeta y novelista escocés de menos importancia que los anteriores, pero muy conocido en su tiempor por la novela El hombre de sentimiento.

12 Se refiere, evidentemente, al Quijote, obra cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) y de la literatura universal.

Personajes

BARNEY, malvado mozo judío.

CHARLEYBATES, ladrón, uno de los aprendices de Fagin.

BILL, sepulturero.

BLATHERS, policía de Bow Street.

BRITTLES, criado en la casa de la señora Maylie.

SEÑOR BROWNLOW, anciano benévolo.

SEÑOR BUMBLE, celador parroquial.

TOM CHITLING, uno de los aprendices de Fagin.

NOAH CLAYPOLE, inclusero, aprendiz del señor Sowerberry.

TOBY CRACKIT, ladrón.

JOHN DAWKINS («el Artero Perillán»), joven ratero al servicio de Fagin.

LITTLE DICK, niño pobre.

DUFF, policía de Bow Street.

FAGIN, astuto viejo judío, perista.

SEÑOR FANG, autoritario comisario de Policía.

GAMFIELD, deshollinador.

SEÑOR GILES, mayordomo y despensero de la señora Maylie.

SEÑOR GRIMWIG, amigo del señor Brownlow.

KAGS, ex presidiario.

SEÑOR LIMBKINS, presidente de la junta del hospicio.

SEÑOR LIVELY, comerciante y perista.

SEÑOR LOSBERNE («el doctor»), amigo de la familia Maylie.

MONKS, hermanastro de Oliver Twist.

BILL SIKES, violento ladrón y allanamoradas.

SEÑOR SOWERBERRY, encargado de la funeraria parroquial.

OLIVER TWIST, niño huérfano, pobre y sin nombre.

ANNY, pobre.

BECKY, camarera de la posada El León Rojo.

SEÑORA BEDWIN, ama de llaves del señor Brownlow.

BET (o BETSY), ladrona al servicio de Fagin.

CHARLOTTE, criada de la señora Sowerberry.

SEÑORA CORNEY, gobernanta de un hospicio, luego esposa del señor Bumble.

AGNES FLEMING, madre de Oliver Twist.

SEÑORA MANN, gobernanta de una filial del hospicio.

MARTHA, pobre.

SEÑORA MAYLIE, dama que ofrece su amistad a Oliver Twist.

ROSE MAYLIE, hija adoptiva de la precedente.

NANCY, ladrona al servicio de Fagin.

VIEJA SALLY, interna del hospicio.

SEÑORA SOWERBERRY, arpía amargada.

Capítulo I

Del lugar donde nació Oliver Twist y de las circunstancias que rodearon su nacimiento

Una ciudad que por muchas razones será prudente abstenerse de mencionar y a la cual no asignaré nombre imaginario, se jacta, de entre otros edificios públicos, de uno que existe en casi todas las ciudades, grandes o pequeñas, a saber: un hospicio13, y en este hospicio nació, en un día y fecha que no necesito molestarme en revelar, puesto que no puede ser de provecho alguno para el lector, al menos a estas alturas de los acontecimientos, el elemento mortal cuyo nombre aparece en el encabezamiento de este capítulo. Largo tiempo después de que el cirujano parroquial lo introdujera en este mundo de penas y preocupaciones, seguía siendo materia harto dudosa si el muchacho sobreviviría para poder llevar nombre, en cuyo caso es más que probable que esta crónica nunca se hubiera publicado o, si lo hubiese sido habría cabido en un par de páginas, que habrían tenido el inestimable mérito de ser el más conciso y fiel ejemplar de biografía en la literatura de cualquier época o país. Aunque no voy a sostener que el nacer en un hospicio sea en sí mismo la más afortunada y envidiable circunstancia que pueda acaecer a un ser humano, mantengo que en este caso particular fue lo mejor que pudo ocurrirle a Oliver Twist dentro de lo posible. La verdad es que fue bastante difícil persuadir a Oliver de que se hiciera cargo de respirar —enojoso menester, pero que la costumbre ha hecho necesario para vivir tranquilamente—, y por algún tiempo estuvo jadeando en un colchoncito de borra, desigualmente suspendido entre este mundo y el otro, pero con la balanza decididamente a favor del último. Ahora bien, si durante aquel breve rato Oliver hubiera estado rodeado de abuelitas atentas, tiítas ansiosas, niñeras experimentadas y doctores de profunda sabiduría, segura e inevitablemente que lo habrían matado en un periquete. Pero como no había nadie presente, excepto una vieja pobre, un tanto achispada por una desacostumbrada ración de cerveza, y un cirujano parroquial que hacía tales menesteres por contrato, Oliver y la Naturaleza se jugaron la partida mano a mano. El resultado fue que, tras algunos esfuerzos, Oliver respiró, estornudó y empezó a anunciar a los habitantes del hospicio el hecho de que sobre la parroquia caía una nueva carga, y con tan fuerte chillido como lógicamente podía esperarse de un niñito que no poseía aquel utilísimo instrumento que es la voz desde hacía más de tres minutos y cuarto.

Al dar Oliver aquella primera prueba del funcionamiento desenvuelto y adecuado de sus pulmones, se oyó el roce de la colcha de retazos lanzada descuidadamente sobre la armadura de hierro de la cama, se irguió ligeramente de la almohada el pálido rostro de una joven y una voz apagada articuló imperfectamente estas palabras:

—Dejadme ver al niño y morir.

El cirujano había permanecido sentado con la cara vuelta hacia el fuego, ora calentándose, ora frotándose las palmas de las manos, pero, al hablar la joven, se levantó y, yendo hasta la cabecera de la cama con más bondad de la que podría haberse esperado de él, dijo:

—Ea, no hables de morir todavía.

—¡Oh, no! Que el Señor la bendiga, corazoncito —repuso la enfermera, apresurándose a guardar en el bolsillo una botella de vidrio verde cuyo contenido había estado degustando en un rincón con evidente satisfacción—. Que el Señor la bendiga, corazoncito; cuando haya vivido tanto como yo, mire usté, y haya parido trece niños y tos muertos menos dos, y tos en el hospicio conmigo, entonces sabrá que no hay que tomárselo así, corazoncito. Piense lo que es ser madre, piénselo, cielito.

A lo que parece, la perspectiva consoladora de las esperanzas de una madre no produjeron el efecto debido. La enferma meneó la cabeza y tendió la mano hacia el niño.

El cirujano lo puso en sus brazos. Apretó ella apasionadamente sus fríos labios sobre la frentecita, se pasó las manos por la cara, lanzó una mirada extraviada, se estremeció, cayó hacia atrás y... murió. Le frotaron el pecho, las manos, las sienes, pero la sangre se le había helado para siempre. Le hablaron de esperanza y consuelo. Le habían faltado durante demasiado tiempo.

—Se acabó, señora Thingummy —dijo al cabo el cirujano.

—¡Ah, pobrecilla, así es! —dijo la enfermera recogiendo el tapón de la botella verde que se había caído sobre la almohada al inclinarse a coger al niño—. ¡Pobrecilla!

—No se moleste en mandar a buscarme si el niño llora, enfermera —dijo el cirujano poniéndose los guantes con mucha parsimonia—. Es muy posible que dé guerra. Si así es, dele unas gachas.

Se puso el sombrero y, deteniéndose junto a la cama según se dirigía a la puerta, añadió:

—Era bonita también. ¿De dónde era?

—La trajeron anoche —replicó la vieja— por orden del inspector. La encontraron tirada en la calle; había caminado un buen trecho, pues traía los zapatos hechos trizas, pero nadie sabe de dónde venía o adónde iba.

Se inclinó el cirujano sobre el cadáver y levantó la mano izquierda.

—La historia de siempre —dijo meneando la cabeza—; sin alianza, según veo. En fin... Buenas noches.

El señor médico se marchó a cenar, y la enfermera, tras aplicarse una vez más a la botella verde, se sentó en una silla baja junto al fuego y se puso a vestir a la criatura.

¡Qué excelente ejemplo constituía el pequeño Oliver Twist del poder del vestido! Envuelto en la manta que hasta entonces había sido su único abrigo podría haber pasado por el hijo de un noble o de un mendigo; al más altivo desconocido le habría sido difícil determinar su categoría social. Pero ahora, envuelto en las viejas ropas de percal, amarillas ya de hacer el mismo servicio, marcado y etiquetado, encajaba perfectamente en su lugar: un niño de la parroquia..., huérfano de hospicio..., humilde esclavo muerto de hambre..., carne de bofetadas y golpes para el mundo..., desprecio de todos y lástima de ninguno.

Oliver chillaba con ganas. Si hubiera sabido que era huérfano, abandonado a las poco compasivas manos de mayordomos eclesiásticos e inspectores, quizá habría chillado más fuerte.

13 Por «hospicio» se entiende aquí una especie de asilo de régimen carcelario, instituido por la Ley de Pobres, en que se recluía a los indigentes y se les hacía trabajar. De ahí el nombre con que se le designaba en inglés: workhouse (casa de trabajo). Había un hospicio de este tipo en cada parroquia, término que también precisa alguna aclaración. Dada la no separación de la Iglesia y del Estado en Inglaterra, las divisiones territoriales administrativas coincidía con las eclesiásticas, y la palabra «parroquia», como ocurre en Galicia, tenía una significación más amplia, siendo casi equivalente a «municipio» o «concejo».

Capítulo II

Que trata del crecimiento, educación y alojamiento de Oliver Twist

Durante los siguientes ocho o diez meses, Oliver fue víctima de un tratamiento sistemático de traición y de engaño: lo criaron con biberón. Las autoridades del hospicio comunicaron debidamente a las autoridades de la parroquia el famélico y miserable estado del bebé huérfano. Las autoridades parroquiales preguntaron dignamente a las autoridades del hospicio si no residía en «la casa» una hembra que pudiera dispensar a Oliver Twist el consuelo y alimento que precisaba. Las autoridades del hospicio respondieron humildemente que no. Tras lo cual las autoridades parroquiales, magnánima y caritativamente, resolvieron que había que «cultivar» a Oliver, o, en otras palabras, enviarlo a una filial del hospicio a unas tres millas de allí, en la cual otros veinte o treinta jóvenes infractores de la ley de pobres14 se revolcaban por el suelo todo el día, sin el inconveniente de la mucha comida ni el mucho vestido, bajo la maternal supervisión de una vieja que se encargaba de los culpables por y en consideración de siete peniques y medio semanales por cabecita. El valor de siete peniques y medio semanales constituye un sustento perfecto para un niño; con siete peniques y medio pueden adquirirse muchas cosas... más que suficientes para recargarle el estómago y hacer que se sienta mal. La vieja era mujer de mucho saber y experiencia, sabía lo que convenía a los muchachos y tenía un agudo sentido de lo que le convenía a ella. Así que se apropiaba la mayor parte del estipendio semanal para su propio uso y asignaba a la nueva generación parroquial una ración aún más menguada que la que en principio se les destinaba, descubriendo así en el hoyo más profundo uno más profundo todavía y mostrando ser una grandísima filósofa experimental.

Todo el mundo conoce la historia de aquel otro filósofo experimental que tenía una estupenda teoría de que un caballo podía vivir sin comer, y que la demostró tan bien que llegó a mantener a su propio caballo con solo una paja al día, y lo habría transformado indiscutiblemente en fogosísimo y revoltoso animal, no dándole absolutamente nada, si no se le hubiera muerto justo veinticuatro horas antes de tomar su primer bocado de aire puro. Desgraciadamente para la filosofía experimental de la vieja a cuya cuidadosa protección se encomendó a Oliver, al funcionamiento de su sistema casi siempre le acompañaba un resultado parecido, pues en el mismísimo momento en que un niño había conseguido sobrevivir con la mínima porción posible de la comida más floja posible, sucedía sistemáticamente en ocho y medio de cada diez casos que, o bien el niño enfermaba de privación y frío, o se caía en el fuego por descuido o se medio chamuscaba accidentalmente; en cualquiera de los tres casos la infeliz criatura era normalmente llamada al otro mundo y allí se reunía con los padres que no había conocido en este.

Alguna que otra vez, cuando la inspección se interesaba algo más de lo habitual por un niño cuya presencia había pasado inadvertida al dar la vuelta al armazón de una cama o había muerto escaldado inadvertidamente cuando acontecía que se hacía la colada, aunque este accidente era poco frecuente —ya que cualquier cosa que se pareciera a lavar era raro acontecimiento en la granja—, al jurado se le metía en la cabeza hacer preguntas fastidiosas, o con rebelde actitud los vecinos de la parroquia ponían la firma a una protesta; pero estas impertinencias se cortaban enseguida con la declaración del cirujano y el testimonio del celador, el primero de los cuales siempre abría el cadáver sin encontrar nada dentro (cosa probabilísima en verdad), mientras que el segundo siempre juraba lo que la parroquia deseara, lo cual era auténtica dedicación. Además, la junta hacía peregrinaciones periódicas a la granja y siempre enviaba al celador la víspera para que anunciara su llegada, de modo que cuando llegaban se podía ver que los niños estaban guapos y limpios, y ¿qué más podía pedir la gente?

No cabe esperar que tal sistema de cultivo pudiera producir una cosecha realmente extraordinaria o exuberante. El noveno cumpleaños de Oliver Twist le halló pálido y flaco, un tanto menguado de estatura y decididamente reducido de contorno. Pero la naturaleza o la herencia habían implantado en el corazón de Oliver un carácter bien robusto, que había tenido mucho espacio para desarrollarse, gracias a la frugal dieta del establecimiento, y quizá pueda atribuirse a esta circunstancia el hecho de que consiguiera llegar a su noveno cumpleaños. Mas, fuera como fuere, lo cierto es que era su noveno cumpleaños y lo estaba celebrando en la carbonera con un grupo selecto de otros dos caballeritos que, tras participar con él en una azotaina soberana, habían sido encerrados allí por permitirse la atroz libertad de decir que tenían hambre, cuando la señora Mann, la buena señora de la casa, se sobresaltó de improviso con la aparición del señor Bumble, el celador, que trataba de abrir el postigo de la puerta del jardín.

—¡Dios mío! ¿Es usted, señor Bumble? —dijo la señora Mann, asomando la cabeza por la ventana en un bien interpretado éxtasis de alegría—. Susan, sube a Oliver y a los dos mocosos y lávalos inmediatamente —dijo por lo bajo—. ¡Me da un vuelco el corazón! Señor Bumble, qué contenta estoy de verlo, ¡de verdad!

Ahora bien, el señor Bumble era hombre gordo y colérico, de modo que, en vez de responder a aquel saludo salido del corazón con el mismo humor, dio un tremendo meneo al postigo y luego le soltó una patada que no podía proceder de pierna alguna más que de la de un celador.

—¡Señor! ¡Solo pensarlo —dijo la señora Mann saliendo apresuradamente (pues para entonces los tres niños ya estaban quitados de en medio)—, solo pensarlo...! ¡Pensar que me olvidé de que la puerta estaba cerrada por dentro a causa de mis niños! Pase, señor; pase, por favor, señor Bumble, adelante.

Aunque aquella invitación iba acompañada de una reverencia que habría podido ablandar el corazón de un mayordomo eclesiástico, no apaciguó en modo alguno al celador.

—¿Le parece a usted respetuoso o apropiado, señora Mann —preguntó el señor Bumble apretando el bastón—, hacer esperar a los funcionarios de la porroquia a la puerta del jardín cuando vienen por asuntos porroquiales relacionados con huérfanos de la porroquia? ¿Se da usted cuenta de que usted es, como si dijéramos, una delegada y una asalariada porroquial?

—Le aseguro, señor Bumble, que estaba diciendo a uno o dos de mis niños, que le quieren tanto, que era usted quien llegaba —replicó la señora Mann muy humildemente.

El señor Bumble tenía un gran concepto de sus facultades oratorias y de su propia importancia. Ya había mostrado unas y reivindicado la otra. Se relajó.

—Bueno, bueno, señora Mann —repuso en tono más tranquilo—, puede que sea como usted cuenta, puede ser. Lléveme dentro, señora Mann, pues vengo de negocios y tengo que decirle algo.

La señora Mann hizo pasar al celador a un saloncito de piso de ladrillo, le dispuso un asiento y, servicialmente, colocó su sombrero de tres picos y su bastón sobre la mesa que tenía delante. El señor Bumble se limpió de la frente el sudor que su caminata había provocado, miró satisfecho de sí mismo el sombrero de tres picos y sonrió. Sí, sonrió: los celadores también son hombres, y el señor Bumble sonrió:

—Ahora no le parezca mal lo que voy a decirle —advirtió la señora Mann con cautivadora dulzura—. Acaba usted de darse una buena caminata, usted lo sabe, o si no yo no se lo mencionaría. Y se tomará una gotita de algo, ¿eh, señor Bumble?

—Ni una gota, ni una gota —dijo el señor Bumble, agitando la mano derecha con solemne, pero apacible ademán.

—Creo que debería —dijo la señora Mann, que había notado el tono del rechazo y el gesto que lo acompañaba—. Solo una gotiíta, con un poco de agua fría y un terrón de azúcar.

El señor Bumble tosió.

—Hombre, que es solo una gotita —dijo la señora Mann persuasiva.

—¿Qué es? —preguntó el celador.

—Pues lo que me veo obligada a tener en casa, solo un poquito, para poner en el Daffy15 de los benditos niños cuando no se encuentran bien, señor, Bumble —replicó la señora Mann abriendo una rinconera y sacando una botella y un vaso—. Es ginebra. No le engaño, señor Bumble, es ginebra.

—¿Da usted Daffy a los niños, señora Mann? —preguntó Bumble, siguiendo con los ojos el interesante procedimiento de mezclar.

—Claro que se lo doy, pobrecitos, a pesar de lo caro que es —repuso el aya—. No podría soportar verlos sufrir delante de mis ojos, ya me entiende, señor.

—Sí —dijo el señor Bumble con tono aprobatorio—, no podría soportarlo. Usted es mujer muy humana, señora Mann. —Aquí ella posó el vaso—. Tendré ocasión de mencionarlo pronto a la junta, señora Mann —dijo acercándoselo—. Usted siente como una madre, señora Mann. —Agitó la ginebra con agua—. A... su salud, señora Mann, con toda cordialidad. —Y se tragó la mitad del vaso—. Y ahora a nuestros asuntos —dijo el celador, sacando una cartera de cuero—. El niño que se medio bautizó con el nombre de Oliver Twist cumple hoy nueve años.

—¡Dios lo bendiga! —interpoló la señora Mann causándose una irritación en el ojo izquierdo con la punta del delantal.

—Y a pesar de que se ofreció una recompensa de diez libras, aumentada luego a veinte, y a pesar de los más supremos y, si puede decirse, sobrenaturales esfuerzos por parte de la porroquia —dijo Bumble—, no hemos podido llegar a averiguar quién es su padre o cuál era el domicilio, nombre o condición de la madre.

La señora Mann levantó las manos asombrada, pero tras unos instantes de reflexión añadió:

—¿Cómo se explica entonces que tenga nombre?

El celador se irguió muy orgulloso y dijo:

—Lo inventé yo.

—¿Usted, señor Bumble?

—Yo, señora Mann. Llamamos a los expósitos por orden alfabético. El último tenía la S: Swubble; se lo puse yo. A este le tocaba la T: Twist; se lo puse yo. El siguiente será Unwin, y el siguiente, Vilkins. Tengo nombres preparados hasta el final del alfabeto y otra vuelta entera cuando lleguemos a la Z.

—Pues está usted hecho todo un hombre de letras, señor —dijo la señora Mann.

—Hombre, hombre —dijo el celador, evidentemente satisfecho con el cumplido—, quizá lo sea, quizá lo sea, señora Mann.

Terminó la ginebra con agua y añadió:

—Como Oliver es ya demasiado mayor para permanecer aquí, la junta ha decidido que vuelva a la casa y yo he venido personalmente a buscarlo, así que déjeme verlo inmediatamente.

—Enseguida lo traigo —dijo la señora Mann, saliendo de la habitación con tal propósito.

Y Oliver, libre ya de todo cuanto podía arrancarse en un lavado de la costra de suciedad que le cubría cara y manos, fue conducido a la habitación por su benévola protectora.

—Inclínate ante el caballero, Oliver —dijo la señora Mann.

Oliver hizo una inclinación repartida entre el celador que estaba en la silla y el sombrero de tres picos en la mesa.

—¿Te vienes conmigo, Oliver? —dijo el señor Bumble con voz majestuosa.

Oliver iba a decir que se iría con cualquiera con mucha presteza cuando, al mirar para arriba, sus ojos toparon con la señora Mann, que se había colocado tras la silla del celador y agitaba el puño hacia él con furioso semblante. Entendió presto la señal, pues aquel puño se le había impreso en el cuerpo demasiado a menudo como para no sentirse profundamente impresionado al recordarlo.

—¿Vendrá ella conmigo? —preguntó el pobre Oliver.

—No, no puede —respondió el señor Bumble—. Pero vendrá a verte alguna vez.

Para el niño no era aquello gran consuelo; pero, aunque pequeño, le sobraba juicio para fingir que sentía un gran pesar de marcharse. No fue cosa difícil para aquel chico traer lágrimas a los ojos. El hambre y los recientes malos tratos son buena ayuda cuando se necesita llorar, y en verdad que Oliver lloró de manera muy natural. La señora Mann le dio mil abrazos y algo que a Oliver le hacía muchísima más falta: un trozo de pan con mantequilla para que pareciera que no tenía demasiada hambre cuando llegara al hospicio. Con la rebanada de pan en la mano y su gorrito parroquial de tela marrón en la cabeza, el señor Bumble se llevó luego a Oliver del miserable hogar en el que jamás una palabra o mirada bondadosa iluminaron la penumbra de sus años infantiles. Y, sin embargo, se hundió en un acceso de congoja infantil cuando la puerta de la casa se cerró tras él. Por muy desgraciados que fueran los compañeros de infortunio que dejaba atrás, eran los únicos amigos que jamás conociera y, por primera vez, penetró en el corazón del niño la sensación de su soledad en el grande y ancho mundo.

El señor Bumble andaba a grandes zancadas, y el pequeño Oliver trotaba a su lado, asido firmemente a su puño de galones dorados, preguntando a cada cuarto de milla si ya estaban «cerca». A tales preguntas, el señor Bumble replicaba con respuestas lacónicas y fulminantes, pues la pasajera afabilidad que la ginebra con agua despierta en algunos corazones se había evaporado para entonces y ya era otra vez un celador.

No llevaba Oliver más de un cuarto de hora entre las paredes del hospicio y apenas si había terminado de triturar una segunda rebanada de pan, cuando volvió el señor Bumble, que lo había dejado al cuidado de una vieja y, comunicándole que era tarde de junta, le informó de que la junta había dicho que apareciese ante ella inmediatamente.

Sin tener una idea muy clara de lo que era una junta viviente, a Oliver le asombró bastante aquella noticia y no estaba totalmente seguro de si debía reír o llorar. Mas no tuvo tiempo de pensar en ello, pues el señor Bumble le dio un golpecito en la cabeza con el bastón para que se despertara y otro en la espalda para que se despabilara y, ordenándole que lo siguiera, lo condujo a una habitación encalada en la que estaban sentados ocho o diez señores gordos alrededor de una mesa, al extremo de la cual, en un sillón bastante más alto que los demás, estaba un señor gordísimo de cara redonda y colorada.

—Inclínate ante la junta —dijo Bumble.

Oliver se limpió dos o tres lágrimas que le quedaban todavía en los ojos y, no viendo más juntas que las de los tableros de la mesa, por fortuna se inclinó ante ellas.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —dijo el señor del sillón alto.

Oliver estaba asustado de ver tantos señores y se puso a temblar, y el celador le dio otro golpe por detrás que le hizo llorar, y ambas cosas le hicieron responder con voz apagada y vacilante, ante lo cual un señor de chaleco blanco dijo que era un tonto. Excelente manera de levantarle los ánimos y hacerle sentirse a gusto.

—Escucha, muchacho —dijo el señor del sillón alto—. Supongo que sabes que eres huérfano, ¿eh?

—¿Qué es eso, señor? —preguntó el pobre Oliver.

—Este muchacho es tonto... justo lo que me pareció —dijo el señor del chaleco blanco con tono convencidísimo.

Si en un grupo alguien posee el don de la percepción intuitiva de los demás de la misma especie, el señor del chaleco blanco sí que estaba incontestablemente facultado para emitir una opinión sobre aquel asunto.

—¡Chist! —dijo el señor que habló primero—. Sabes que no tienes ni padre ni madre y que la parroquia te ha criado, ¿no?

—Sí, señor —replicó Oliver, llorando amargamente.

—¿Por qué lloras? —preguntó el señor del chaleco blanco.

Y, a decir verdad, era cosa para maravillarse. ¿De qué podía estar llorando el muchacho?

—Supongo que rezas tus oraciones cada noche —dijo otro señor con voz carrasposa— y que pides por quienes te sustentan y te cuidan, como cristiano.

—Sí, señor —balbuceó el chiquillo.

El último señor que habló tenía razón sin saberlo. Habría sido muy de cristiano y de requetebuenísimo cristiano que Oliver hubiera rezado por aquellos que lo sustentaban y cuidaban, pero no lo hacía porque nadie le había enseñado.

—¡Bueno! Pues aquí has venido a educarte y a aprender un oficio útil —dijo el señor con cara colorada del sillón alto.

—Así que empezarás a cardar estopa16 mañana por la mañana, a las seis en punto —añadió el cascarrabias del chaleco blanco.

Por el conjunto de aquellas dos bendiciones en la sola operación de rastrillar estopa, Oliver se inclinó profundamente por indicación del celador y luego fue conducido a toda prisa a una sala enorme donde, en una cama tosca y dura, se quedó dormido entre sollozos. ¡Qué noble ejemplo de las compasivas leyes de este bendito país, que permiten que los pobres duerman!

¡Pobre Oliver! Poco se imaginaba, mientras yacía felizmente dormido, inconsciente de todo lo que le rodeaba, que aquel mismo día la junta había tomado una decisión que influiría de la manera más decisiva en todas sus fortunas verdaderas. Pero así había sido. Y fue esto:

Los componentes de aquella junta eran hombres muy sabios, profundos y filosóficos y, cuando hubieron de dirigir su atención al hospicio, inmediatamente descubrieron algo que la gente normal jamás habría sospechado: ¡que a los pobres les gustaba! Era un lugar habitual de diversión pública para las clases pobres, taberna en la que no había que pagar nada: desayuno, comida, merienda y cena gratuitos todo el año, elíseo de ladrillo y mortero en el que todo era amenidad y nada trabajo.

—¡Ajá! —dijo la junta con aire entendido—. Nosotros somos quienes tenemos que poner las cosas en su sitio; acabaremos con todo esto en un periquete.

Y así establecieron la norma de que todos los pobres tuvieran la posibilidad de elegir (pues no obligarían a nadie, ellos no) entre morirse de hambre poco a poco en la institución o de golpe fuera de ella. Con tales miras hicieron un contrato con el servicio de aguas para recibir un abastecimiento ilimitado de agua, y otro con un tratante en granos para que les suministrara periódicamente pequeñas cantidades de harina de avena y distribuían tres comidas de gachas lavadas al día, con una cebolla dos veces por semana y medio bollo los domingos. Establecieron muchísimas, sabias y humanitarias normas aplicables a las señoras, que no hace falta repetir, emprendieron benévolamente la tarea de divorciar a los pobres casados en razón de los grandes gastos de un pleito en el juzgado de familia17 y, en vez de obligar a un hombre a sustentar a su familia, como habían hecho hasta entonces, le arrebataban la familia ¡y le hacían soltero! Es imposible decir cuántos solicitantes de ayuda por estos dos últimos conceptos habrían surgido de las diferentes clases sociales de no haber ido unida al hospicio; pero los hombres de la junta eran unos linces y habían previsto esta dificultad. La ayuda era inseparable del hospicio y de las gachas, y eso asustaba a la gente.

Durante los seis meses posteriores al envío de Oliver Twist el sistema estuvo en pleno funcionamiento. Al principio resultaba bastante caro, a causa del aumento de la cuenta de la funeraria y la necesidad de achicar la ropa de todos los pobres, que caía suelta sobre sus gastadas y encogidas anatomías al cabo de una o dos semanas de gachas. Mas el número de inquilinos del hospicio mermaba tanto como los pobres, y la junta se extasiaba.

La habitación donde se daba de comer a los muchachos era una amplia sala de piedra con una caldera al fondo, cuyo superintendente, ataviado de un delantal para tal propósito y secundado por una o dos mujeres, repartía a las horas de comer cazos de gachas, de las que cada muchacho recibía una escudilla y nada más, excepto, en ocasiones de fiesta, en que recibía además dos onzas y cuarta de pan. Las escudillas nunca necesitaban lavarse. Los muchachos las bruñían con la cuchara hasta que volvían a brillar, y cuando concluían esta operación (que nunca duraba mucho, ya que las cucharas eran casi tan grandes como las escudillas), se quedaban mirando a la caldera con ojos tan ávidos como para devorar los mismísimos ladrillos de que estaba hecha, mientras se ocupaban en lamerse los dedos de la más afanosa manera con el fin de apañar cualquier perdida salpicadura de gachas que pudiera haberles caído encima. Por lo general, los niños tienen un apetito excelente. Oliver Twist y sus compañeros sufrieron durante tres meses el tormento de la muerte lenta por inanición, y finalmente el hambre los hizo tan voraces y frenéticos que un muchacho, alto para su edad y no acostumbrado a aquello (pues su padre había tenido un figón), siniestramente insinuó a sus compañeros que, a menos que le dieran otra escudilla de gachas per diem18, mucho se temía que alguna noche no fuera a comerse al niño que dormía a su lado, que a la sazón se trataba de un chiquillo debilucho de pocos años. Tenía el otro una mirada salvaje y hambrienta y le creyeron sin más. Se reunieron en consejo, echaron a suertes para ver quién iría al superintendente aquella noche después de la cena a pedir más y le tocó a Oliver Twist.

Llegó la noche y los muchachos ocuparon sus puestos. En su uniforme de cocinero, el superintendente se colocó junto a la caldera, sus asistentas, pobres de la casa, se alinearon tras él; fueron servidas las gachas y se dijo una larga acción de gracias por la breve ración. Desaparecieron las gachas, los muchachos cuchicheaban entre sí y guiñaban a Oliver, mientras sus compañeros más cercanos lo empujaban con el codo. Niño como era, el hambre le apremiaba y el sufrimiento le hacía imprudente. Se levantó de la mesa y, llegándose hasta el director, escudilla y cuchara en mano, dijo un tanto asustado de su propia temeridad:

—Por favor, señor, quiero un poco más.

Era el director hombre gordo y lozano, pero se puso palidísimo. Por unos segundos se quedó mirando lleno de estupefacción al menudo rebelde y se agarró luego a la caldera buscando apoyo. Las ayudantes se quedaron paralizadas de asombro y los muchachos de miedo.

—¿Qué? —dijo al cabo el superintendente con voz apagada.

—Por favor, señor —repuso Oliver—, quiero un poco más.

El superintendente asestó un cazazo a Oliver en la cabeza, lo inmovilizó echándole los brazos alrededor y lanzó un fuerte grito llamando al celador.

Hallábase reunida la junta en solemne cónclave, cuando el señor Bumble se precipitó en la sala con gran agitación y, dirigiéndose al señor del sillón alto, dijo:

—¡Señor Limbkins, usted perdone! Oliver Twist ha pedido más.

Se produjo un sobresalto general. El horror se dibujó en cada semblante.

—¡Ha pedido más! —dijo el señor Limbkins—. Compóngase, Bumble, y conteste claramente. ¿Debo entender que ha pedido más después de haber comido la cena asignada por el reglamento dietético?

—Así es, señor —replicó Bumble.

—A ese muchacho lo ahorcarán —dijo el señor del chaleco blanco—, seguro que lo ahorcarán.

Nadie contradijo la opinión del caballero profeta. Una animada discusión tuvo lugar. Se ordenó la inmediata reclusión de Oliver, y a la mañana siguiente se pegó por fuera de la puerta un cartel ofreciendo cinco libras a quienquiera que tomara a Oliver Twist de manos de la parroquia. En otras palabras, que se ofrecían cinco libras y Oliver Twist a cualquier hombre o mujer que quisiera un aprendiz para cualquier oficio, negocio o vocación.

—Jamás estuve más convencido de nada en mi vida —dijo el señor del chaleco blanco mientras llamaba a la puerta y leía el cartel a la mañana siguiente—. Jamás estuve más convencido de nada en mi vida que de que a ese muchacho acabarán ahorcándolo.

Como me propongo mostrar en lo que sigue si el señor del chaleco blanco tenía o no razón, quizá echaría a perder el interés de la narración (suponiendo que tenga alguno) si me aventurara a insinuar ahora mismo si la vida de Oliver Twist tuvo tan violento final o no.

14 De conformidad con esta ley de 1834, se recluía en una especie de hospicios campestres a los niños menores de quince años, cuyo delito era obviamente no tener familia.

15 Del nombre de su inventor, era el Daffy una mezcla de sen (arbusto cuyas hojas se usan en infusión como purgante) con ginebra que se daba a los niños como medicamento.

16 Entre los trabajos en que se empleaba a los pobres recluidos en los hospicios se cuentan el de picar piedra, pulverizar hueso y extraer la estopa de la cuerda vieja, utilizada luego para calafatear (cerrar las juntas de la madera para que no entre agua) buques.

17 En el original, Doctors’ Commons («refectorio de los doctores»), sede londinense del Colegio de Letrados de Derecho Civil, cerca de la catedral de San Pablo.

18 «Cada día, diariamente». (En latín en el original).

Capítulo III

Que cuenta cómo Oliver casi consigue una colocación, que no habría sido una sinecura

Tras perpetrar el impío e irreverente delito de pedir más, Oliver permaneció una semana preso e incomunicado en el oscuro y solitario cuarto al que lo había destinado la sabiduría y misericordia de la junta. Parece razonable suponer a primera vista que, si hubiera albergado un adecuado sentimiento de respeto por la predicción del señor del chaleco blanco, habría dejado sentado el don profético de aquel sabio individuo de una vez por todas atando la punta del pañuelo a un gancho en la pared y colgándose de la otra. La realización de tal hazaña suponía, no obstante, un obstáculo, a saber: que, como los pañuelos son indudablemente artículos de lujo, habían sido retirados de las narices de los pobres para siempre jamás por mandato expreso de la junta reunida en asamblea, dictado y pronunciado bajo las firmas y sellos de sus componentes. Y había un obstáculo todavía mayor en el hecho de que Oliver fuera tan joven e inocente. Lloraba solo amargamente todo el día y, cuando la noche, larga y tenebrosa, llegaba, se llevaba las manecitas a los ojos para dejar fuera a la oscuridad y, acurrucándose en el rincón, trataba de dormir, despertándose cada dos por tres con un respingo y tiritona, y arrimándose cada vez más a la pared, como queriendo sentir que su superficie dura y fría fuera un refugio en la penumbra y soledad que le rodeaba.

No vayan a pensar los enemigos del «sistema» que durante aquel período de solitaria reclusión se negaron a Oliver las ventajas de hacer ejercicio, el placer del contacto humano o el provecho del consuelo religioso. En cuanto a hacer ejercicio, en tiempo bien frío se le permitía cada mañana hacer sus abluciones bajo la bomba en un patio empedrado y en presencia del señor Bumble, que le impedía agarrar un resfriado y hacía que una sensación de hormigueo se apoderara de todo su esqueleto con generosas dosis de bastón. En cuanto al contacto humano, se le conducía un día sí y otro también a la sala donde los muchachos comían y allí lo azotaban afablemente, como público escarmiento y ejemplo. Y lejos de que se le negara el provecho del religioso consuelo, cada noche, a la hora de rezar, lo metían a patadas en la misma sala y allí le permitían escuchar, para confortarle el espíritu con ello, la súplica colectiva de los muchachos, que contenía una cláusula especial incluida por orden de la junta, en la que rogaban hacerse buenos, virtuosos, pacientes y obedientes y verse libres de los pecados y vicios de Oliver Twist, a quien la súplica inequívocamente presentaba como sometido al patronazgo y protección exclusivos de los poderes del mal y obra directamente salida de la mano del mismísimo demonio.

Acaeció una mañana que, mientras la situación de Oliver conocía tan venturoso y agradable estado, el señor Gamfield, deshollinador, dirigía sus pasos por la calle Mayor cavilando profundamente de qué modo y manera podría pagar unos atrasos de alquiler que su casero le pedía de manera bastante insistente. Los cálculos pecuniarios más optimistas del señor Gamfield no conseguían acercarle a más de cinco libras de la cantidad deseada y, en una especie de desesperación aritmética, iba moliéndose ora los sesos ora los del burro, cuando, al pasar frente al hospicio, sus ojos toparon con el cartel en la puerta.

—¡Sooo! —dijo el señor Gamfield al burro.

Hallábase el burro en un estado de profundo ensimismamiento, preguntándose tal vez si el destino tenía previsto regalarle con uno o dos tronchos de berza cuando hubiera despachado los dos sacos de hollín con que el carro iba cargado, de modo que, sin percatarse de la orden, continuó adelante tranquilamente.

El señor Gamfield masculló una feroz maldición dirigida al burro en general, pero más en particular a su propia madre y, corriendo tras él, le asestó un golpe en la cabeza que indefectiblemente habría quebrado cualquier calavera excepto la de un asno; echando mano luego de la brida, le dio un violento tirón en la quijada como amable advertencia de que no era dueño de sí mismo y, habiéndole hecho dar la vuelta por tales medios, le soltó otro golpe en la cabeza para atontarlo un poco en lo que volvía y, dejando así las cosas en su sitio, se llegó hasta la puerta a leer el cartel.

El señor del chaleco blanco estaba a la puerta con las manos atrás después de haber manifestado algunas profundas opiniones en la sala de juntas. Testigo de la breve disputa entre el señor Gamfield y el asno, sonrió gozosamente cuando aquel se acercó a leer el cartel, pues enseguida entendió que el señor Gamfield era exactamente el tipo de amo que a Oliver Twist le hacía falta. El señor Gamfield sonrió también mientras leía atentamente el pliego, pues la suma de cinco libras era exactamente lo que él estaba deseando y, en cuanto al muchacho con que iban gravadas, el señor Gamfield que sabía cuál era la dieta del hospicio, entendió bien que sería de talla menudita, justo lo propio para las estufas de registro. Así, pues, deletreó otra vez el anuncio de cabo a rabo y luego, tocándose la punta de su gorra de piel en señal de humildad, abordó al señor del chaleco blanco.

—Este chiquillo, señor, que la pirroquiaquie meter de aprendí... —dijo el señor Gamfield.

—¿Qué, amigo mío? —dijo el señor del chaleco blanco con una sonrisa condescendiente—. ¿Qué pasa con él?

—Si la pirroquiaquie que aprenda un ofisiomu gustoso en un negosio bueno y respetable de deshollinaor