Oralidad y escritura - Walter J. Ong - E-Book

Oralidad y escritura E-Book

Walter J. Ong

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Beschreibung

En los años recientes algunas diferencias básicas, señala Ong, han sido descubiertas entre las formas de manejar el conocimiento y la verbalización en las culturas orales y en las culturas con escritura. Estas páginas están dedicadas principalmente a la cultura oral y a los cambios registrados en el pensamiento y la expresión a causa de la escritura.

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Walter J. Ong (Kansas City, 1912 - San Luis, Misuri, 2003) fue un sacerdote, profesor, académico y filólogo de lengua inglesa. Se especializó en lengua latina en la Universidad de Rockhurst. Obtuvo los grados de licenciado en filosofía y teología y maestro en literatura inglesa en la Saint Louis University, donde fue docente durante treinta años; posteriormente obtuvo el doctorado en literatura inglesa por la Universidad de Harvard. Fue miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de los Estados Unidos y presidente de la Modern Language Association of America. Su trabajo Oralidad y escritura ha sido reconocido a nivel mundial y traducido a más de una docena de idiomas.

SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

ORALIDAD Y ESCRITURA

Traducción

ANGÉLICA SCHERP

Traducción de prefacio y posfacio

ALEJANDRA ORTIZ HERNÁNDEZ

WALTER J. ONG

Oralidad y escritura

TECNOLOGÍAS DE LA PALABRA

Prefacio y posfacio

JOHN HARTLEY

Primera edición en inglés (Methuen & Co. Ltd.), 1982Primera edición en español, 1987Tercera edición en inglés (Routledge), 2012Segunda edición en español, 2016Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

Título original: Orality and Literacy. The Technologizing of the Word ©1982, 2002, Walter J. Ong; selected content © 2012 John Hartley Todos los derechos reservados. Traducción autorizada de la edición en inglés publicada por Routledge, miembro de Taylor & Francis Group

D. R. © 23016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4258-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

 

Prefacio. Antes del onguismo

“Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención”

Orígenes intelectuales del americanismo

Comunicación contemporánea y estudios culturales

Reconocimientos

Introducción

I. La oralidad del lenguaje

La capacidad de leer y el pasado oral

¿Dijo ‘”literatura oral”?

II. El descubrimiento moderno de culturas orales primarias

Una conciencia temprana de la tradición oral

La cuestión homérica

El descubrimiento de Milman Parry

Obras posteriores

III. Algunas psicodinámicas de la oralidad

La palabra articulada como poder y acción

Uno sabe lo que puede recordar: mnemotecnia y fórmulas

Otras características del pensamiento y la expresión de condición oral

La memorización oral

Estilo de vida verbomotor

El papel intelectual de las grandes figuras heroicas y de lo fantástico

La interioridad del sonido

La oralidad, la comunidad y lo sagrado

Las palabras no son signos

IV. La escritura reestructura la conciencia

El nuevo mundo del discurso autónomo

Platón, la escritura y las computadoras

La escritura es una tecnología

¿Qué es la “escritura” o “grafía”?

Muchas grafías pero sólo un alfabeto

El comienzo del conocimiento de la escritura

De la memoria a los registros escritos

Algunas dinámicas de la textualidad

Distancia, precisión, “grafolectos” y magnos vocabularios

Influencias recíprocas: la retórica y los tópicos

Influencias recíprocas: las lenguas cultas

La persistencia de la oralidad

V. Lo impreso, el espacio y lo concluido

El predominio del oído cede al de la vista

El espacio y el significado

Efectos más difusos

Lo impreso y lo concluido: la intertextualidad

Postipografía: la electrónica

VI. Memoria oral, la línea narrativa y la caracterización

La primacía del trazado narrativo

Las culturas narrativas y orales

Memoria oral y línea narrativa

La conclusión de la trama: de la narración de viajes al relato detectivesco

El personaje “redondo”, la escritura y lo impreso

VII. Algunos teoremas

La historia literaria

La Nueva Crítica y el formalismo

El estructuralismo

Los textualistas y los deconstruccionistas

La teoría de los actos del habla y la recepción del lector

Las ciencias sociales, la filosofía, los estudios bíblicos

La oralidad, la escritura y el ser humano

Los “medios” contra la comunicación humana

La tendencia hacia la introspección: la conciencia y el texto

Posfacio. Después del onguismo :la evolución de la inteligencia interconectada

El paréntesis de Gutenberg

Etnocentrismo progresista

Binarismo

Primitivismo pedagógico

¿Transformación de la conciencia? No tan rápido

La evolución del onguismo

Bibliografía

Índice analítico

PREFACIO

Antes del onguismo

Para convertirnos en lo que queremos ser, tenemos que decidir qué éramos.1

JOHN HARTLEY

“Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención”2

El año 2012 marca el centenario del nacimiento de Walter J. Ong, S. J. (el 30 de noviembre), pero todavía es leído y considerado un académico contemporáneo. Algo que escribió acerca del que una vez fue su maestro, Marshall McLuhan, tiene resonancia en los propios viajes académicos en el tiempo de Ong: su “voz siempre es la voz del presente que llama al pasado, al que molesta hasta que éste reacciona de manera entusiasta y contundente con una realidad actual en las mentes de sus lectores” (Ong, 2002, p. 307). Las publicaciones propias de Walter Ong se extendieron a lo largo de 70 años, hasta 2003, año de su fallecimiento.3 Sus intereses iban desde los antiguos sistemas de escritura sumerios hasta las computadoras modernas —ambos, según notó, usaban código digital (2002, pp. 527-549)—. Estaba inmerso en el estudio académico de la historia, pero siguió apuntando al futuro todo el tiempo. Su último libro (Ong, 2002), que se publicó próximo a su nonagésimo cumpleaños, tiene el subtítulo jovial “Challenges for Further Inquiry” [Retos para la investigación posterior].

Éste no es el lugar para evaluar la vida y obra de Ong. Ya hay buenas descripciones al alcance del aficionado y el especialista, como la introducción de Thomas Farrell a la colección antes mencionada (Ong, 2002, pp. 1-68, y véase Soukup, 2007). Al atraer su atención hacia una nueva edición del libro más conocido de Ong, Oralidad y escritura, no busco menoscabarlo ni alabarlo. Más bien, quisiera dirigirme al lector no especializado de este libro, para quien, según reseñas de compradores en Amazon.com, la coherencia que cimienta estos recorridos históricos e intelectuales no es de inmediato evidente.4 Para las nuevas “mentes lectoras” quizá sea necesario volver a crear ese lazo “entusiasta y contundente” entre la realidad actual y las ideas pasadas, un vínculo que yo llamaré onguismo.5

Por la libertad con que viaja en el tiempo, quizá resulte útil trazar una línea que conecte el onguismo con diversos periodos de una historia de las ideas más amplia: la historia de los sistemas de pensamiento y los medios de expresión concomitantes mediante los cuales las ideas han sido organizadas de la siguiente manera:

Retórica antigua y medieval (ca. 500 a.C.-1500 d.C.), porque fue la retórica, un arte oral, la que “a la larga se apoderó de todo el conocimiento como su provincia” (Ong, 1971, p. VII); a través de la Reforma europea (1500 a 1700), en la que el ramismo, basado en lo impreso (Ong, 1958), reformó tanto el conocimiento como la religión; un cambio que vinculó a la religión con el surgimiento del capitalismo (Tawney, 1998) y creó una trayectoria dependiente para el metodismo (protestante) y el método (científico) por igual (Ong, 1953), y la subsiguiente Ilustración (1700 a 1900), tanto la científica como la escocesa (véase Berry, 1997, y Phillipson, 2010);en la medida en que influyeron en el crecimiento de la República americana, directamente a través de Benjamin Franklin (Atiyah, 2006) y de manera indirecta a través de Thomas Jefferson (McLean, 2011); de ahí a las determinaciones tecnológicas del conocimiento moderno (de 1900 a la fecha), donde, según la línea de pensamiento de Ong, la escritura y la lectura impresa han “transformado” la conciencia humana en conjunto, mientras que una “oralidad secundaria” surgió con los medios digitales.

Oralidad y escritura, la suma de 30 años de su trabajo, llevó el pensamiento de Ong a recibir una mayor atención, en sintonía con aquellos que sentían curiosidad por la repercusión de las tecnologías de la comunicación —el discurso, lo escrito, lo impreso, pantallas, computadoras— en cómo los humanos piensan y conocen. Esa curiosidad no siempre era estimulada de manera benigna, ya que muchos temían que las tecnologías contemporáneas, sobre todo los medios audiovisuales y de difusión más populares (en particular la televisión), fueran destructores más que creadores de conocimiento, especialmente en comparación con el imperio de lo impreso, que fue el indisputado medio de comunicación para todos los grandes sistemas de conocimiento realistas de la modernidad: la ciencia (el papel), el periodismo (la prensa) y la ficción imaginativa (la novela).

Esta división tripartita de lo real correspondía a clasificaciones mucho más antiguas. Éstas surgieron en la época misma en que empezaba a afirmarse la supremacía de lo impreso como medio en Europa a finales del siglo XVI y principios del XVII, que es en mayor medida el terreno favorito de Ong. Sir Francis Bacon (1605), filósofo fundador de la ciencia empírica moderna (apodado por algunos “el padre del razonamiento inductivo”)6 y asiduo partidario del “avance del saber”, fue quien intentó clasificar el conocimiento con base en la relación entre las formas de comunicación y las facultades humanas. Como Diana Altegoer escribe: “Bacon alegaba que todo el saber humano provenía de las tres fuentes de la memoria, la imaginación y la razón, de donde emanaban la historia, la poesía y la filosofía; no podía haber otros” (Altegoer, 2000, p. 22). Bacon veía lo que él llamaba “las facultades de la mente humana” como si fueran de dos tipos: “una concerniente a su entendimiento y razón y la otra a su voluntad, apetito y afecto”; y era la imaginación la que fungía como “agente o nuncius” [mensajero] entre los dos (Bacon, 1605, Libro II, sección XII.1, p. 129). Así, “la poesía, alineada con la imaginación, poseía un lugar cardinal en el esquema de Bacon del avance del saber; al unir la razón con la voluntad y el apetito” (Altegoer, 2000, p. 22).

Facultad humana(Bacon)MemoriaImaginaciónRazón} VerdadVoluntadApetitoEntendimiento} VerdadForma deconocimientoPremodernoHistoriaPoesíaFilosofía} SaberModernoPeriodismoFicciónCiencia} RealismoMedio decomunicación (Ong)PremodernoRetóricaCanciónDiálogo/ conferencia} Oral/ caligráficoModernoLa prensaLa novelaEl ensayo} Impreso, de lectura

Diagrama 1

Bacon había heredado su esquema de tradiciones anteriores de retórica y lógica, orales, especialmente a través de Petrus Ramus, la figura central en la investigación académica de Ong. Quizá de manera involuntaria o sin plena conciencia de ello,7 éste ha seguido sirviendo de epistemología subyacente a los tres sistemas textuales realistas de la cultura moderna de lo impreso, que podemos esquematizar en el diagrama 1.

Nótese que el esquema de Bacon consideraba la verdad como premio de las tres formas de saber, la historia, la poesía y la filosofía, trabajando juntas. La especialización posterior impuso una distancia aún mayor entre la ciencia y la ficción, al menos en principio, pero Bacon quería facilitar una “relación simbiótica entre el entendimiento científico y la poética afectiva” (Altegoer, p. 23), una aspiración a la que la ciencia contemporánea está regresando paulatinamente, como se ve por ejemplo en el llamado de E. O. Wilson a una unidad del conocimiento (1998) entre las humanidades creativas y las ciencias naturales.

La destreza de Ong consistía en valerse de las habilidades de la investigación de la historia literaria y la crítica textual para desenmarañar la manera en que las artes del conocimiento premodernas —la lógica, la retórica y la dialéctica— se vieron transformadas a partir del surgimiento de lo impreso. Estas artes (que no se acomodan del todo en el esquema anterior, a pesar de lo tentador que resulte asignarlas a las respectivas columnas) se emplearon en el periodo medieval para la importante tarea de organizar y distribuir el conocimiento. El trabajo de Ong era un ejemplo temprano de lo que hoy se llama “la ciencia de la ciencia”: una investigación sobre cómo conocemos en lugar de qué conocemos. Junto con su contemporáneo, Marshall McLuhan,8 quien adoptó el eslogan “el medio es el mensaje”, Ong popularizó la idea de que el conocimiento es producto del lenguaje, y el medio por el cual se comunica el lenguaje —voz, escritura o imprenta— nos hace pensar dentro de ciertas líneas de trayectoria dependiente. Ong fue más allá: sostuvo que “la escritura reestructura la conciencia” (Oralidad y escritura, cap. IV).

De esta forma, el onguismo es el lugar en que el medio determina la mente. En su metodología usa el análisis lingüístico, algo “en torno a lo cual el mundo anglosajón ha estado generando un volumen importante de reflexiones desde el tiempo de los escolásticos medievales” (Ong, 1958, p. 4). Dicho análisis vuelve a vincular a la retórica con la ciencia (conocimiento). Además, a pesar de que él se interesaba por la invención de la escritura, remontándose varios milenios, la investigación académica de Ong se preocupaba principalmente por los periodos del Renacimiento y la Reforma, durante los cuales la cultura europea se vio trastornada de manera interna por el conflicto religioso y de manera externa por el creciente expansionismo. En un momento como ése, “el análisis lingüístico” se vincula con los grandes temas de religión e imperio (poder) en el Occidente en modernización. El onguismo usó el pasado que parecía arcano para esclarecer inesperadamente el largo presente, “de manera entusiasta y contundente”, valiéndose de estudios textuales para relacionar el poder con el conocimiento, a través de “continuidades históricas (que también son continuidades psicológicas)”, más allá de las que teorizó Foucault (Oralidad y escritura, p. 253), en la propia estimación de Ong, sin duda.

Éste es el contexto del extraordinario alcance contemporáneo de Oralidad y escritura y de la influencia de Ong a través de muchos campos interdisciplinarios. Lance Strate enlista estos últimos: “retórica, comunicación, educación, estudios de medios de comunicación, inglés, crítica literaria, estudios clásicos, estudios bíblicos, teología, filosofía, psicología, antropología, estudios culturales, historia, estudios medievales, estudios renacentistas, estudios americanos, estudios de género, biología y ciencias computacionales” (prefacio a Ong, 2002, p. IX). Strate atribuye el alcance de la influencia de Ong a su dominio de “la intelectualidad, el conocimiento y nuestras maneras de saber”, una búsqueda académica en la que “el conocimiento engloba al conocimiento mismo”. Esa es una observación astuta, pero hay al menos dos razones más para la influencia de Ong. La primera, histórica, a menudo es menos comentada —a pesar de que podría decirnos más— que la segunda, disciplinaria.

Orígenes intelectuales del americanismo

Históricamente, la investigación académica de Ong surgió en una época en que los Estados Unidos alcanzaban y lograban el liderazgo mundial; explícitamente después de la segunda Guerra Mundial con la llamada pax americana. Los Estados Unidos asumieron su estatus hegemónico (y lo dieron por sentado), no en forma directa a través de la conquista imperial sino a través de ideas, a partir de la presuposición de la superioridad moral y democrática de dichas ideas, las cuales bastaba promulgar para que fueran obligatorias para todos, ya fuera uno estadunidense o… digamos… vietnamita. Así pues, las “maneras de saber” y el “conocimiento” que Ong investigaba no eran sólo de interés histórico, sino que también poseían una nueva importancia porque se habían vuelto estadunidenses.

Los americanistas buscaban los orígenes intelectuales de la superioridad de los Estados Unidos en lo que el propio mentor académico de Ong, Perry Miller (1939, 1953), llamaba “la mente de Nueva Inglaterra”: protestante, “simple”, democrática, “de estilo elemental”. Inspirado por Miller, Ong rastreó esa manera de pensar directamente hasta el dialéctico francés del siglo XVI Petrus Ramus (Ong, 1958, pp. 4-7). Su trabajo con el ramismo es un logro de gran importancia, pero puede que no hubiera salido del seminario —o seminario conciliar— de no ser por el contexto de su elaboración en Harvard, la primera universidad de la República Americana.

Perry Miller regresó a Harvard después de un servicio secreto en Gran Bretaña durante la guerra, que se piensa tiene relación con el desarrollo de aptitudes estadunidenses en el nuevo arte de la guerra psicológica.9 Supervisó el doctorado de Ong (1948-1954), publicado por Harvard University Press. Ong da crédito a Miller en él (1958, p. X) y relaciona Harvard, el americanismo y el ramismo:

La actual [1958] ola de interés [en Ramus] data de 1935 y 1936, cuando el profesor Samuel Eliot Morison publicó sus volúmenes tricentenarios de Harvard, The Founding of Harvard College y Harvard in the Seventeenth Century. Morison […] rastreó el origen de los primeros frutos de Nueva Inglaterra hasta las ramas del árbol de la ciencia olvidado desde hacía tiempo en los recuentos tradicionales de la herencia de los Estados Unidos [1958, p. 3].

A una página más o menos, esta “herencia de los Estados Unidos” se ha vuelto universal: “Antes de los trabajos de Morison y Miller no se había escrito mucho sobre las implicaciones más completas del ramismo en la historia de la mente humana” (1958, p. 5, las cursivas son mías). Así, para Ong,

el actual interés por el ramismo en el mundo de habla inglesa es […] comunal; tiende a tomar el ramismo […] como un fenómeno o síntoma que […] podría producir información útil y hasta sorprendente respecto a la historia intelectual y la formación de la mente moderna [1958, p. 6, las cursivas son mías].

Harvard no sólo es la institución de educación superior más antigua en los Estados Unidos (fundada en 1636, en la cima del periodo ramista); también es la más rica y casi rutinariamente ha sido calificada como la mejor universidad en la clasificación mundial.10 Fue y sigue siendo una especie de megáfono para el americanismo, en especial a través de Harvard Business Publishing, cuya misión es la de “influir el cambio del mundo real al maximizar el alcance e impacto de su oferta esencial: las ideas”.11 Entre éstas estaba la idea de que “la formación de la mente moderna” ocurre en el crisol del lenguaje, calentado por la literatura y el teatro, aun cuando el “estilo elemental” y la “simpleza” lo enfrían.

Por ejemplo, alguien que trabajó por muchos años en Harvard al mismo tiempo que Ong fue Alfred Harbage (1941; 1947). Como notable historiador de la literatura, Harbage veía Shakespeare’s Audience como precursora del modelo de la democracia moderna estadunidense, porque sus obras se dirigían a todos los sectores de la sociedad, del palaciego al cortesano hasta el zapatero.12 Con el tiempo, el Globe y otros teatros atrajeron a una parte bastante grande de la población. Andrew Gurr (2004, p. 50) estima 25 000 visitantes por semana, con un total de 50 millones de entradas desde 1580 hasta 1640. La audiencia popular en el llamado “Wooden O” representaba literalmente una política moderna por sí misma —en la mente de aprendices y artesanos— incluso cuando las obras en escena luchaban con los pesares y las tensiones del surgimiento de la modernidad, de la cual es heredera la democracia moderna estadunidense.

Sin afán de exagerar (como la ideología de supremacía estadunidense, por ejemplo), hay un trasfondo de filosofía política a lo largo del estudio académico de la historia de la literatura de los Estados Unidos a mediados del siglo. El estado de ánimo se extendió más allá de Harvard. En todo el país, la investigación académica literaria parecía decidida a fundamentar la visión posterior a la guerra civil de Walt Whitman de los democratic vistas13 [panoramas democráticos] de los Estados Unidos; una visión que apenas surgía en el mundo posterior a la segunda Guerra Mundial. Richard Altick en la Universidad de Ohio (The English Common Reader, 1957) y R. F. Jones en la Universidad de Stanford (The Triumph of the English Language, 1953) me vienen a la mente.14 Quizá Yale fuera la más notable, pues ahí los estudios americanos se fundaron en el mismo periodo, más que nada por razones políticas. Éstos eran: “una empresa que sería, entre otras cosas, un instrumento para la lucha ideológica en lo que algunos de ellos llamaron la cruzada estadunidense en la Guerra Fría, y lo que otros veían prácticamente como una segunda guerra civil” (Holzman, 1999, p. 71).

Una figura líder en esta empresa fue Norma Holmes Pearson, quien, al igual que Perry Miller en Harvard, fue agente secreto para la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos) —precursora de la CIA— durante la segunda Guerra Mundial. Mientras que entre los discípulos de Perry en Harvard se incluía el sacerdote jesuita Walter Ong, entre los de Pearson en Yale se incluía James Jesus Angleton, quien aprendió ahí el arte de la crítica práctica de documentos descontextualizados. Angleton prosiguió a aplicarlo como jefe de contraespionaje en la CIA, donde permaneció por una generación (Holzman, 2008). Mientras estuvo en Yale, como ha señalado Terence Hawkes, Angleton tuvo gran influencia de la corriente New Criticism, en particular la que practicaba William Empson (1930), cuya teoría de la irreductible ambigüedad de la expresión fue de gran ayuda para Angleton en su búsqueda de significados dobles como evidencia de “agentes dobles” soviéticos dentro de la misma CIA. Su búsqueda obsesiva de espías se dirigió a sospechosos nacionales durante los gobiernos de Johnson y Nixon, entre ellos la élite liberal y contracultural de la sociedad estadunidense: Martin Luther King y Edward Kennedy, entre otros. Hawkes encuentra un paralelismo entre la crítica literaria y el contraespionaje:

Cuando los agentes pudieran ser reconocidos como “volteados” […] ellos mismos se vuelven “textos” que exigen un análisis complejo. Una sensibilidad a la ambigüedad se vuelve entonces un arma crucial. El improbable aunque innegable impacto de la crítica literaria moderna en política práctica no encuentra mejor modelo, y más tarde Angleton describió su trabajo en contraespionaje como “la crítica práctica de la ambigüedad” [Hawkes, 2009].

Parece extraño que el estudio de la retórica, la teoría literaria y la crítica práctica de textos arcanos en universidades de la Ivy League se cruzaran de manera personal e institucional con la carrera del “americanismo político” de gran interés durante el periodo crucial de su predominio. Supuestamente Ong, en cuanto jesuita, no se involucró en los juegos de contraespionaje de los maestros espías activos como Perry, Pearson y Angleton; no obstante, fue llevado a la preeminencia en un ambiente intelectual en el que la historia literaria, el análisis lingüístico y una doctrina extendida del “destino manifiesto” estadunidense se habían alineado.

Se trataba de una filosofía que buscaba revivir o mantener (es decir, construir) un lazo entre la retórica clásica ciceroniana, la democracia masiva moderna y la república estadunidense, similar a como lo había hecho el ex presidente John Quincy Adams a principios del siglo XIX al ocupar la dirigencia de retórica en Harvard (Rathbun, 2000).15 Ong por su parte unía las tradiciones literarias y retóricas de la investigación académica de Harvard, y quizá aprendió el hábito de universalizar y americanizar las formas culturales europeas premodernas en la misma línea que Milman Parry y Albert Lord, ambos citados ampliamente en Oralidad y escritura. Como ha notado Thomas Farell:

Parry era un clasicista de la Universidad de Harvard que llevaba a cabo trabajos de campo sobre cantantes épicos yugoslavos en los años treinta. Lord era un estudiante de posgrado que trabajaba con Parry y que más tarde escribiría su tesis doctoral sobre los hallazgos de sus estudios de campo […] publicada más tarde en 1960 como The Singer of Tales, un estudio monumental [Farrel, en Ong, 2002, p. 2].

En el intento de hallar una respuesta a la pregunta “¿qué es nuevo en nuestra comprensión de la oralidad?” (donde oralidad debe entenderse como característica humana y no una que pertenece a determinada cultura, tiempo o lugar), Ong escribe: “Más que cualquier otro investigador anterior, el clasicista estadunidense Milman Parry […] logró socavar esta patriotería cultural, a fin de penetrar en la poesía homérica ‘primitiva’ en sus propias condiciones […]” (Oralidad y escritura, pp. 56-57). En cuanto a Albert Lord, él “amplió y completó la obra de Parry con esmero convincente”; además, “aquellos que estudiaron con él [Milman Parry] y con Lord en Harvard […] ya estaban aplicando las ideas de Parry al análisis de la antigua poesía inglesa” (Oralidad y escritura, p. 69). Así, Ong sitúa su propio trabajo en una tradición de investigación de Harvard, donde el descubrimiento estadunidense de una “mentalidad oral-auditiva” (Ong, 2002, p. 301) entre los poetas “prealfabetas”, tanto antiguos (Homero) como modernos (serbocroatas), se aplica rápidamente a la literatura canónica anglófona y de ahí a la cultura y la civilización en general; y se aplica también a la retórica y de ahí a la filosofía y el conocimiento en general. Se presupone que la “mente estadunidense, a pesar de tener múltiples facetas” (Ong, 2002, p. 194), puede equipararse a la mente humana. Esta lógica se ve claramente en Oralidad y escritura, en la conclusión de su capítulo sobre “El descubrimiento moderno de las culturas orales primarias” (cap. II). Extrapola directamente el descubrimiento de Milman Parry sobre los métodos orales de composición en Homero (Oralidad y escritura, p. 55), a través de Lord, Havelock y otros (pp. 35-36), al trabajo de McLuhan y el suyo (pp. 36-37), y de ahí sucesivamente al estudio de la conciencia humana en general por medio del trabajo del psicólogo Julian Jaynes (p. 37); éste, por supuesto, había estudiado los primeros años en Harvard antes de realizar su doctorado en psicología en Yale.16

A pesar de que esta tradición estaba obstruida por las circunstancias cambiantes y las tendencias académicas, fue institucionalizada no sólo en los estudios norteamericanos, sino también, de manera más importante, en los colegios únicamente estadunidenses (Ong, 2002, p. 74) de discurso, retórica y comunicación, que difundieron la crítica literaria junto con el “estilo simple” de la prosa protestante, científica y persuasiva a lo largo de los campus del Oeste en expansión, hasta lugares como Saint Louis, por ejemplo, donde Walter Ong estudió la maestría y más adelante dio clases.17 Se valoraba la retórica porque preparaba a los ciudadanos para la vida pública como abogados, clérigos o políticos, y para respaldar la educación general de una población comercial y científica (Bedford, 1984). ¿Cómo impregnar la política de principios democráticos al mismo tiempo que de la habilidad de dirigir e implantar el conocimiento de manera efectiva, para propósitos tanto cívicos como privados? En una sociedad cada vez más organizada a través del conocimiento y dependiente de las tecnologías de los medios de comunicación, esta pregunta nunca estuvo lejos de la superficie, y para la generación de Ong la respuesta tampoco estuvo lejos en ningún momento: el “ciudadano informado” (Schudson, 1998) debe entender la retórica. Tal como Ong escribió en 1970,

hasta la fecha, la mayor parte del trabajo sobre la historia de la retórica sigue haciéndose por estadunidenses, quienes en su extremo compromiso con la alfabetización ya se han alejado en gran parte de la antigua cultura retórica y oratoria que subyace tras la educación europea para encontrar este fenómeno fascinante [Ong, 2002, p. 74, y véase Ong, 2002, p. 194].

Para la generación de la Internet, en contraste con la de la segunda Guerra Mundial, es necesario reconstruir parte de esta procedencia intelectual. La “libertad” —el “modelo estadunidense”— se construyó con la capacidad de ganar una discusión. La ciencia de la intelectualidad, por tanto, de “saber cómo sabemos” era de suma importancia en el programa de la Guerra Fría, tanto en sus formas de paranoia (contraespionaje) como en sus formas optimistas, entre las que se incluía saber cómo demostrar la superioridad del “americanismo” por encima de, digamos, la Rusia de Jruschov.18

A nivel macro, la hegemonía estadunidense estaba fundada en igual medida por el poder de sus medios, cultura y ciencia que por su poderío militar. Conforme los ánimos se enardecían durante la Guerra Fría, las visiones mediadas del “americanismo” seducían corazones y mentes en todo el mundo, bajo el disfraz convincente —el shakespeariano— de entretenimiento masivo. Ahora a esto se le llama “poder blando”, y el Partido Comunista chino no sólo lo adopta, en el nivel más alto de diplomacia y el modo de gobernar, sino que considera que los estadunidenses también siguen poniéndolo en práctica:

En el último número del principal periódico teórico del Partido Comunista en el poder, Quiushi, que significa “Buscando la verdad”, el presidente Hu [Jintao] advirtió que el país debe promover su propia cultura por encima de la “occidentalización” que fuerzas hostiles promueven. “Debemos estar claramente conscientes de que las fuerzas enemigas internacionales están poniendo en marcha sus planes estratégicos para occidentalizar y dividir nuestro país”, escribió. “Los campos del pensamiento y la cultura son sectores importantes que ellos están usando para esta infiltración a largo plazo. Debemos reconocer claramente la seriedad y dificultad de esta lucha, dar alarma […] y tomar medidas eficaces para lidiar con ello” [Reuters, 2012].

Éste es el razonamiento (ostensible) de China para imponer límites estrictos de importación de películas de Hollywood. Lo que es entretenimiento inofensivo para algunos es infiltración hostil para otros. Los “panoramas democráticos” son “planes estratégicos” precisamente porque, tal como dijo Walt Whitman en 1871: “Usaré las palabras Estados Unidos y democracia como términos intercambiables”.19

A nivel micro, el ciudadano individual necesitaba software mental para poder formar parte de un mundo que cada vez se basaba más en texto; donde el saber dependía de información transportada tecnológicamente, abstraída de sus raíces contextuales, al igual que lo escrito y lo impreso se abstraen de la inmediatez localizada del discurso. Puede que tal abstracción resultara más cómoda para la sociedad estadunidense de colonos y migrantes de lo que resultó para las culturas autóctonas de la Europa antigua. Sin duda, no sólo los abogados y líderes requerían habilidades retóricas para manipular ideas y conocimiento, y habilidades en la “crítica práctica de la ambigüedad” para resistir a la manipulación de los mensajes de los demás. Para ser ciudadanos y consumidores exitosos, para sostener una economía emprendedora y para saber cómo distinguir nuestros medios sociales entretenidos y esclarecedores de su chatarra publicitaria hostil e invasiva, todos tenían que ejercer el “poder blando” del conocimiento.

Comunicación contemporánea y estudios culturales

Al pasar de las razones históricas a las razones disciplinarias para la influencia del onguismo, esta misma tradición intelectual era, por supuesto, una de las raíces principales de los estudios contemporáneos de la comunicación. En ese aspecto, la figura germinal no es el supervisor de doctorado de Ong en Harvard, sino su supervisor de maestría en la Universidad de Saint Louis: un profesor canadiense de inglés, casi de la misma edad que Ong,20 que había llegado precipitadamente a Saint Louis, desde Cambridge, para dar clases sobre Shakespeare. Su nombre era Herbert Marshall McLuhan. Él fundamentó de manera diferente su interés por la retórica, extendió la influencia de ésta desde la “mente de Nueva Inglaterra” histórica y política hasta la mente en general. Lo hizo al unir el estudio de tecnologías de la comunicación con la psicología cognitiva individual (y universal), sin abandonar el gran relato progresista del “destino manifiesto”, proyectándolo más bien hacia el pasado y hacia la humanidad como conjunto.

Este programa aún más abstracto y ambicioso se ajustaba muy bien a los años sesenta, tal como lo demuestra la carrera subsecuente de Marshall McLuhan (Wolfe, 2000). De hecho, debido a que el triunfalismo militar había sido decisivamente derrotado en Vietnam, el “americanismo” sólo podía prevalecer en el ámbito de las ideas, el conocimiento, los medios y la cultura. En la era de Vietnam el “americanismo” cambió del patriotismo a la protesta; del “modelo estadunidense” a la crítica de “Amerika”,21 y ésta conquistó al mundo a través de la música popular, las subculturas y los “nuevos movimientos sociales” de la década de 1960. Transformar la mente humana como producto de los medios sacó a la retórica medieval del seminario y la puso en el mundo de aquellos conocidos ahora como Mad Men (publicistas de Madison Avenue).22 En este contexto, la idea de que un medio fuera capaz de moldear y transformar la conciencia se volvió popular, así como Vietnam, sexo, drogas y rock androll atizaban los ánimos en las universidades con la idea de que la conciencia tenía que cambiar en varias formas, tan pronto como fuera posible y con cualquier apoyo semiótico o químico que estuviera a la mano.

Es difícil ver a Walter Ong, S. J., como profeta de lo que ahora se engloba con el término los años sesenta (Gitlin, 1987). No obstante, su argumento final en Oralidad y escritura es que “la dinámica de la oralidad y la escritura forman parte integral de la evolución moderna de la conciencia hacia una mayor interiorización y una mayor apertura” (Oralidad y escritura, p. 271). Esto parece haber sido profundamente significativo para la generación de Haight-Ashbury (Timothy Leary, Playpower y Yoko Ono con un endurecimiento de Ilich) y para los emprendedores de la expansión mediática global (Wolfe, 2000). La filosofía, la protesta, la expansión de la mente y la cultura popular comercial encajaban muy bien entre sí en ese tiempo, lo cual explica en parte por qué el tema de la oralidad se veía como algo cool (no es precisamente así como lo habría dicho McLuhan). Fue Ong mismo quien calificó la lógica de Derrida como psicodélica y la acusó de tener efectos “producidos por deformaciones sensorias” (Oralidad y escritura, p. 136), en un capítulo sobre “psicodinámicas”. Sin embargo, su influencia verdadera no estaba en Derrida, sino en la juventud del momento:

Al mismo tiempo que la etapa electrónica extiende la exploración del hombre más allá del cuerpo, ésta crea un deseo de exploración del mundo interior del individuo. Un ejemplo es el interés generalizado por las sustancias psicodélicas. Muchos estadunidenses que han ingerido estos químicos concuerdan con las teorías de McLuhan y Ong. Aseguran que sus episodios psicodélicos propician “un sentido de simultaneidad en tiempo y espacio” y “un sentido de solidaridad con toda la gente en el mundo”. Otros se reúnen en subculturas hippies o de drogas, en las cuales se llevan a cabo ritos tribales, en los que usan prendas indias de colores vivos y marcas corporales primitivas, y en los que a menudo se desarrolla un intenso sentido de comunidad [Krippner, 1970].

En Oralidad y escritura Ong trata algunas otras teorías cool del momento —entiéndase teoría cool como la razón de ser de la colección New Accents en la que apareció este libro— al buscar negociar su propia posición respecto al formalismo, el estructuralismo, la deconstrucción, etc., así como también respecto a ciertos enfoques desde la lingüística y las ciencias sociales. Estas posturas, debates y enfoques teóricos forman una parte significativa del origen intelectual de los medios contemporáneos y los estudios de la comunicación.

El alcance e impacto de Ong pueden explicarse al menos en parte por su habilidad de navegar por las corrientes contemporáneas de teoría literaria y filosofía posmoderna (sin ahogarse en la “teoría”). Logró esto haciendo uso de su dominio inigualable de la historia del conocimiento, al mismo tiempo que mantuvo un curso que parecía llevar directamente desde esas alturas académicas hasta las inmediaciones del bullicioso tumulto de los medios populares contemporáneos. Sus observaciones proporcionaron tanto explicaciones como excusas para la experiencia sensorial inmediata de los estudiantes en sintonía, conectados, desertores, cuyos panoramas intelectuales provenían con mayor seguridad de la música, el cine, los medios y los fármacos que de literatura latina o las tradiciones intelectuales. Sin el menor rastro de psicodelia en sus propios escritos, Ong presidió un momento que cambió la mentalidad en los estudios modernos de los medios de comunicación. Quizá esto es lo que hizo que su teoría pareciera tan cool en su momento: jugaba esclarecedoramente con las mentes de los lectores. Si explicaba la transformación de la mente humana —en general— es otro asunto, al cual regresaré en mi posfacio, al final de Oralidad y escritura de Ong.

JOHN HARTLEY

Reconocimientos

Anthony C. Daly y Claude Pavur fueron muy generosos al leer y comentar sobre los borradores de este libro; el autor desea darles las gracias.

El autor y el editor quisieran agradecer a la Biblioteca Británica el permiso de reproducir la figura V.1, portada de The Boke Named the Gouernour, de sir Thomas Elyot (p. 193).

Introducción

En años recientes se han descubierto ciertas diferencias fundamentales entre las maneras de manejar el conocimiento y la expresión verbal en las culturas orales primarias (sin conocimiento alguno de la escritura) y en las culturas afectadas profundamente por el uso de la escritura. Las implicaciones de los nuevos descubrimientos son sorprendentes. Muchas de las características que hemos dado por sentadas en el pensamiento y la expresión dentro de la literatura, la filosofía y la ciencia, y aun en el discurso oral entre personas que saben leer, no son estrictamente inherentes a la existencia humana como tal, sino que se originaron debido a los recursos que la tecnología de la escritura pone a disposición de la conciencia humana. Hemos tenido que corregir nuestra comprensión de la identidad humana.

El tema del presente libro son las diferencias entre la oralidad y el conocimiento de la escritura. O, más bien, y en vista de que los lectores de este u otro libro cualquiera por definición conocen la cultura escrita desde dentro, el tema es, en primer lugar, el pensamiento y su expresión verbal en la cultura oral, la cual nos resulta ajena y a veces extravagante; y, en segundo, el pensamiento y la expresión plasmados por escrito desde el punto de vista de su aparición a partir de la oralidad y su relación con la misma.

La materia de este libro no es ninguna “escuela” de interpretación. No existe “escuela” alguna de oralidad y escritura; nada que viniera a ser el equivalente del formalismo, la nueva crítica, el estructuralismo o el “deconstruccionismo”: aunque la conciencia de la correlación entre oralidad y escritura puede influir en lo hecho en éstas, así como otras varias “escuelas” o “movimientos” a través de las humanidades y las ciencias sociales. El conocimiento de los contrastes y las relaciones entre la oralidad y la escritura normalmente no genera apasionados apegos a las teorías; antes bien, fomenta la reflexión sobre diversos aspectos de la condición humana, demasiados para poder enumerarse completamente alguna vez. Este libro se dará a la tarea de analizar un número razonable de dichos aspectos. Un estudio exhaustivo requeriría muchos volúmenes.

Resulta útil abordar de manera sincrónica la oralidad y el conocimiento de la escritura mediante la comparación de las culturas orales y las caligráficas (es decir, con escritura) que coexisten en un espacio dado de tiempo. Pero es absolutamente indispensable enfocarlos también diacrónica o históricamente por medio de la comparación de periodos sucesivos. La sociedad humana se formó primero con la ayuda del lenguaje oral; aprendió a leer en una etapa muy posterior de su historia y al principio sólo ciertos grupos podían hacerlo. El Homo sapiens existe desde hace 30 mil a 50 mil años. El escrito más antiguo data de apenas hace 6 mil años. El examen diacrónico de la oralidad, de la escritura y de las diversas etapas en la evolución de una a la otra establece un marco de referencia dentro del cual es posible llegar a una mejor comprensión no sólo de la cultura oral prístina y de la posterior de la escritura, sino también de la cultura de la imprenta, que conduce la escritura a un nuevo punto culminante, y de la cultura electrónica, que se basa tanto en la escritura como en la impresión. Dentro de esta estructura diacrónica, el pasado y el presente, Homero y la televisión, pueden iluminarse recíprocamente.

Empero, la iluminación no se produce fácilmente. La comprensión de las relaciones entre oralidad y escritura y de las implicaciones de las mismas no es cuestión de una psicohistoria o de una fenomenología instantáneas. Requiere amplios —incluso vastos— conocimientos, pensamiento concienzudo y formulación cuidadosa. No sólo son profundas y complejas las cuestiones, sino que también comprometen nuestros propios prejuicios. Nosotros —los lectores de libros tales como éste— estamos tan habituados a leer que nos resulta muy difícil concebir un universo oral de comunicación o pensamiento salvo como una variante de un universo que se plasma por escrito. Este libro procurará superar hasta cierto punto nuestros prejuicios y abrir nuevos caminos de comprensión.

Esta obra se concentra en las relaciones entre la oralidad y la escritura. La capacidad de leer comenzó con la escritura pero, desde luego en una fase posterior, abarca también la impresión. Por ello, el presente libro se refiere someramente a la impresión y a la escritura. También hace alguna breve mención a la elaboración electrónica de la palabra y del pensamiento, como en la radio, la televisión y vía satélite. Nuestra comprensión de las diferencias entre la oralidad y la escritura nació apenas en la era electrónica, no antes. Los contrastes entre los medios electrónicos de comunicación y la impresión nos han sensibilizado frente a la disparidad anterior entre la escritura y la oralidad. La era electrónica también es la era de la “oralidad secundaria”, la oralidad de los teléfonos, la radio y la televisión, que depende de la escritura y la impresión para su existencia.

El cambio de la oralidad a la escritura, y de ahí a la elaboración electrónica, compromete las estructuras social, económica, política, religiosa y otras. Todas ellas, sin embargo, sólo tienen un interés indirecto para el presente libro, que más bien trata las diferencias de “mentalidad” entre las culturas orales y las que tienen conocimiento de la escritura.

Hasta la fecha, casi todo el trabajo que compara las culturas orales con las caligráficas ha confrontado la oralidad con la escritura alfabética antes que con otros sistemas de escritura (cuneiforme, caracteres chinos, el silabario japonés, la escritura maya, etc.) y se ha ocupado del alfabeto como es usado en Occidente (el alfabeto también está asentado en Oriente, como en la India, el Sureste Asiático o Corea). En esta obra la exposición seguirá los cursos principales del saber existente, aunque también se prestará alguna atención, en los puntos pertinentes, a escrituras distintas del alfabeto y a culturas que no se encuentran en Occidente.

W. J. O.

Universidad de Saint Louis

I. La oralidad del lenguaje

La capacidad de leer y el pasado oral

EN LAS décadas pasadas el mundo erudito ha despertado nuevamente al carácter oral del lenguaje y a algunas de las implicaciones más profundas de los contrastes entre oralidad y escritura. Antropólogos, sociólogos y psicólogos han escrito sobre su trabajo de campo en sociedades orales. Los historiadores culturales han ahondado más y más en la prehistoria, es decir, la existencia humana antes de que la escritura hiciera posible que la forma verbal quedase plasmada. Ferdinand de Saussure (1857-1913), el padre de la lingüística moderna, llamó la atención sobre la primacía del habla oral, que apuntala toda comunicación verbal, así como sobre la tendencia persistente, aun entre hombres de letras, de considerar la escritura como la forma básica del lenguaje. La escritura, apuntó, posee simultáneamente “utilidad, defectos y peligros” (1959, pp. 23-24). Con todo, concibió la escritura como una clase de complemento para el habla oral, no como transformadora de la articulación (Saussure, 1959, pp. 23-24).

A partir de Saussure, la lingüística ha elaborado estudios sumamente complejos de fonología, la manera como el lenguaje se halla incrustado en el sonido. Un contemporáneo de Saussure, el inglés Henry Sweet (1845-1912), había insistido previamente en que las palabras se componen no de letras sino de unidades funcionales de sonido o fonemas. No obstante, a pesar de toda su atención a los sonidos del habla, hasta fechas muy recientes las escuelas modernas de lingüística han atendido sólo de manera incidental —si es que lo han hecho siquiera— las maneras como la oralidad primaria, la de las culturas a las cuales no ha llegado la escritura, contrasta con esta última (Sampson, 1980). Los estructuralistas han analizado la tradición oral en detalle, pero por lo general sin contrastarla explícitamente con composiciones escritas (Maranda y Maranda, 1971). Hay una bibliografía extensa sobre diferencias entre el lenguaje escrito y el hablado, que compara el lenguaje escrito y el hablado de personas que saben leer y escribir (Gumperz, Kaltmann y O’Connor, 1982 o 1983, bibliografía). Éstas no son las diferencias que conciernen fundamentalmente al presente estudio. La oralidad aquí tratada es esencialmente la oralidad primaria, la de personas que desconocen por completo la escritura.

De manera reciente, sin embargo, la lingüística aplicada y la sociolingüística han estado comparando cada vez más la dinámica de la articulación oral primaria con la de la expresión verbal escrita. El reciente libro de Jack Goody, The Domestication of the Savage Mind (1977), y la antología anterior de trabajos suyos y de otros, Literacy in Traditional Societies (1968), proporcionan descripciones y análisis inapreciables de los cambios en estructuras mentales y sociales que son inherentes al uso de la escritura. Chaytor, mucho antes (1945), Ong (1958b, 1967b), McLuhan (1962), Haugen (1966), Chafe (1982), Tannen (1980a) y otros aportan más datos y análisis lingüísticos y culturales. El estudio expertamente enfocado de Foley (1980b) incluye una bibliografía extensa.

El magno despertar al contraste entre modos orales y escritos de pensamiento y expresión tuvo lugar no en la lingüística, descriptiva o cultural, sino en los estudios literarios, partiendo claramente del trabajo de Milman Parry (1920-1935) sobre el texto de la Ilíada y la Odisea, llevado a su terminación, después de la muerte prematura de Parry, por Albert B. Lord, y complementado por la obra posterior de Eric A. Havelock y otros. Publicaciones de lingüística aplicada y sociolingüística que versan sobre los contrastes entre la oralidad y la escritura, en teoría o mediante trabajo de campo, regularmente citan estas obras, así como otras relacionadas con ellas (Parry, 1971; Lord, 1960; Havelock, 1963; McLuhan, 1962; Okpewho, 1979; etcétera).

Antes de abordar los descubrimientos de Parry en detalle, será conveniente preparar el campo aquí, planteando el interrogante de por qué el mundo erudito tuvo que volver a despertar al carácter oral del lenguaje. Parecería ineludiblemente obvio que el lenguaje es un fenómeno oral. Los seres humanos se comunican de innumerables maneras, valiéndose de todos sus sentidos: el tacto, el gusto, el olfato y particularmente la vista, además del oído (Ong, 1967b, pp. 1-9). Cierta comunicación no verbal es sumamente rica: la gesticulación, por ejemplo. Sin embargo, en un sentido profundo el lenguaje, sonido articulado, es capital. No sólo la comunicación, sino el pensamiento mismo, se relaciona de un modo enteramente propio con el sonido. Todos hemos oído decir que una imagen equivale a mil palabras. Pero si esta declaración es cierta, ¿por qué tiene que ser un dicho? Porque una imagen equivale a mil palabras sólo en circunstancias especiales, y éstas comúnmente incluyen un contexto de palabras dentro del cual se sitúa aquélla.

Dondequiera que haya seres humanos, tendrán un lenguaje, y en cada caso uno que existe básicamente como hablado y oído en el mundo del sonido (Siertsema, 1955). No obstante la riqueza de la gesticulación, los complejos lenguajes gestuales son sustitutos del habla y dependen de sistemas orales del mismo, incluso cuando son empleados por los sordos de nacimiento (Kroeber, 1972; Mallery, 1972; Stokoe, 1972). En efecto, el lenguaje es tan abrumadoramente oral que, de entre los muchos miles de lenguas —posiblemente decenas de miles— habladas en el curso de la historia del hombre, sólo alrededor de 106 nunca han sido plasmadas por escrito en un grado suficiente para haber producido literatura, y la mayoría de ellas no han llegado en absoluto a la escritura. Sólo 78 de las 3 mil lenguas que existen aproximadamente hoy en día poseen una literatura (Edmonson, 1971, pp. 323, 332). Hasta ahora no hay modo de calcular cuántas lenguas han desaparecido o se han transmutado en otras antes de haber progresado su escritura. Incluso actualmente, cientos de lenguas en uso activo no se escriben nunca: nadie ha ideado una manera efectiva de hacerlo. La condición oral básica del lenguaje es permanente.

No nos interesan aquí los llamados “lenguajes” de computadora, que se asemejan a lenguas humanas (inglés, sánscrito, malayalam, el dialecto de Pekín, twi o indio shoshón, etc.) en ciertos aspectos, pero que siempre serán totalmente distintos de las lenguas humanas por cuanto no se originan en el subconsciente sino de modo directo en la conciencia. Las reglas del lenguaje de computadora (su “gramática”) se formulan primero y se utilizan después. Las “reglas” gramaticales de los lenguajes humanos naturales se emplean primero y sólo pueden ser formuladas a partir del uso y establecidas explícitamente en palabras con dificultad y nunca de manera íntegra.

La escritura, consignación de la palabra en el espacio, extiende la potencialidad del lenguaje casi ilimitadamente; da una nueva estructura al pensamiento y en el proceso convierte ciertos dialectos en “grafolectos” (Haugen, 1966; Hirsch, 1977, pp. 43-48). Un grafolecto es una lengua transdialectal formada por una profunda dedicación a la escritura. Ésta otorga a un grafolecto un poder muy por encima del de cualquier dialecto meramente oral. El grafolecto conocido como inglés oficial tiene acceso para su uso a un vocabulario registrado de por lo menos un millón y medio de palabras, de las cuales se conocen no sólo los significados actuales sino también cientos de miles de acepciones anteriores. Un sencillo dialecto oral por lo regular dispondrá de unos cuantos miles de palabras, y sus hablantes virtualmente no tendrán conocimiento alguno de la historia semántica real de cualquiera de ellas.

Sin embargo, en todos los maravillosos mundos que descubre la escritura, todavía les es inherente y en ellos vive la palabra hablada. Todos los textos escritos tienen que estar relacionados de alguna manera, directa o indirectamente, con el mundo del sonido, el ambiente natural del lenguaje, para transmitir sus significados. “Leer” un texto quiere decir convertirlo en sonidos, en voz alta o en la imaginación, sílaba por sílaba en la lectura lenta o a grandes rasgos en la rápida, acostumbrada en las culturas altamente tecnológicas. La escritura nunca puede prescindir de la oralidad. Adaptando un término empleado con propósitos un poco diferentes por Jurij Lotman (1977, pp. 21, 48-61; véase asimismo Champagne, 1977-1978), podemos llamar a la escritura un “sistema secundario de modelado”, que depende de un sistema primario anterior: la lengua hablada. La expresión oral es capaz de existir, y casi siempre ha existido, sin ninguna escritura en absoluto; empero, nunca ha habido escritura sin oralidad.

No obstante, a pesar de las raíces orales de toda articulación verbal, durante siglos el análisis científico y literario de la lengua y la literatura ha evitado, hasta años muy recientes, la oralidad. Los textos han clamado atención de manera tan imperiosa que generalmente se ha tendido a considerar las creaciones orales como variantes de las producciones escritas; o bien como indignas del estudio especializado serio. Apenas en fechas recientes hemos empezado a lamentar nuestra torpeza a este respecto (Finnegan, 1977, pp. 1-7).

Salvo en las décadas recientes, los estudios lingüísticos se concentraron en los textos escritos antes que en la oralidad por una razón que resulta fácil comprender: la relación del estudio mismo con la escritura. Todo pensamiento, incluso el de las culturas orales primarias, es hasta cierto punto analítico: divide sus elementos en varios componentes. Sin embargo, el examen abstractamente explicativo, ordenador y consecutivo de fenómenos o verdades reconocidas resulta imposible sin la escritura y la lectura. Los seres humanos de las culturas orales primarias, aquellas que no conocen la escritura en ninguna forma, aprenden mucho, poseen y practican gran sabiduría, pero no “estudian”.

Aprenden por medio del entrenamiento —acompañando a cazadores experimentados, por ejemplo—; por discipulado, que es una especie de aprendizaje; escuchando; por repetición de lo que oyen; mediante el dominio de los proverbios y de las maneras de combinarlos y reunirlos; por asimilación de otros elementos formularios; por participación en una especie de memoria corporativa; y no mediante el estudio en sentido estricto.

Cuando el estudio, en la acepción rigurosa de un extenso análisis consecutivo, se hace posible con la incorporación de la escritura, a menudo una de las primeras cosas que examinan los que saben leer es la lengua misma y sus usos. El habla es inseparable de nuestra conciencia; ha fascinado a los seres humanos y provocado reflexión seria acerca de sí misma desde las fases más remotas de la conciencia, mucho antes de que la escritura llegara a existir. Los proverbios procedentes de todo el mundo son ricos en observaciones acerca de este fenómeno abrumadoramente humano del habla en su forma oral congénita, acerca de sus poderes, sus atractivos, sus peligros. El mismo embeleso con el habla oral continúa sin merma durante siglos después de entrar en uso la escritura.

En Occidente, entre los antiguos griegos, la fascinación se manifestó en la elaboración del arte minuciosamente elaborado y vasto de la retórica, la materia académica más completa de toda la cultura occidental durante dos mil años. En el original griego, technē, rhētorikē, “arte de hablar” (por lo común abreviado a solo rhētorikē), en esencia se refería al discurso oral, aunque siendo un “arte” o ciencia sistematizado o reflexivo —por ejemplo, en el Arte Retórica de Aristóteles—, la retórica era y tuvo que ser un producto de la escritura. Rhētorikē, o retórica, significaba básicamente el discurso público o la oratoria que, aun en las culturas tipográficas y con escritura, durante siglos siguió siendo irreflexivamente, en la mayoría de los casos, el paradigma de todo discurso, incluso el de la escritura (Ong, 1967b, pp. 58-63; Ong, 1971, pp. 27-28). Así pues, desde el principio la escritura no redujo la oralidad sino que la intensificó, posibilitando la organización de los “principios” o componentes de la oratoria en un “arte” científico, un cuerpo de explicación ordenado en forma consecutiva que mostraba cómo y por qué la oratoria lograba y podía ser dirigida a obtener sus diversos efectos específicos.

No obstante, era difícil que los discursos —u otras producciones orales cualesquiera— estudiados como parte de la retórica pudieran ser las alocuciones mientras éstas eran recitadas oralmente. Después de pronunciar el discurso, no quedaba nada de él para el análisis. Lo que se empleaba para el “estudio” tenía que ser el texto de los discursos que se habían puesto por escrito, comúnmente después de su declamación y por lo regular mucho más tarde (en el mundo antiguo nadie, salvo los oradores vergonzosamente incompetentes, solía hablar con base en un texto preparado de antemano palabra por palabra; Ong, 1967b, pp. 56-58). De esta manera, aun los discursos compuestos oralmente se estudiaban no como tales, sino como textos escritos.

Por otra parte, además de la transcripción de las producciones orales tales como los discursos, con el tiempo la escritura produjo composiciones rigurosamente escritas, destinadas a su asimilación a partir de la superficie escrita. Tales composiciones reforzaron aún más la atención a los textos, pues las composiciones propiamente escritas se originaron sólo como textos, aunque muchas de ellas por lo común fueran escuchadas y no leídas en silencio, desde las historias de Tito Livio hasta la Comedia de Dante y obras posteriores (Nelson, 1976-1977; Bäuml, 1980; Goldin, 1973; Cormier, 1974; Ahern, 1982).

¿Dijo ‘”literatura oral”?

La concentración de los especialistas en los textos tuvo consecuencias ideológicas. Con la atención enfocada en los textos, con frecuencia prosiguieron a suponer, a menudo sin reflexión alguna, que la articulación verbal oral era en esencia idéntica a la expresión verbal escrita con la que normalmente trabajaban, y que las formas artísticas orales en el fondo sólo eran textos, salvo en el hecho de que no estaban asentadas por escrito. Se extendió la impresión de que, aparte del discurso (gobernado por reglas retóricas escritas), las formas artísticas orales eran fundamentalmente desmañadas e indignas de examen serio.

No todos, sin embargo, se rigieron por estas suposiciones. A partir de mediados del siglo XVI, se intensificó un sentido de las complejas relaciones entre la escritura y el habla (Cohen, 1977). Empero, el dominio inexorable de los textos en la mente de los eruditos se hace evidente en el hecho de que hasta hoy día aún no se formulan conceptos que ayuden a comprender eficazmente, y menos aún con elegancia, el arte oral como tal, sin la referencia (consciente o inconsciente) a la escritura. Ello es cierto a pesar de que las formas artísticas orales que se produjeron durante las decenas de miles de años anteriores a la escritura obviamente no tenían ninguna conexión en absoluto con esta última. Tenemos el término “literatura”, que básicamente significa “escritos” (en latín literatura, de litera, letra del alfabeto), para cubrir un cuerpo dado de material escrito —literatura inglesa, literatura infantil—, pero no contamos con ninguna palabra o concepto similarmente satisfactoria para referirnos a una herencia meramente oral, como las historias, proverbios, plegarias y expresiones de fórmula orales tradicionales (Chadwick, 1932-1940, passim), u otras producciones orales de, digamos, los lakota sioux de Norteamérica, los mande del África occidental o los griegos homéricos.

Según se apuntó párrafos atrás, llamo “oralidad primaria” a la oralidad de una cultura que carece de todo conocimiento de la escritura o de la impresión. Es “primaria” por el contraste con la “oralidad secundaria” de la actual cultura de alta tecnología, en la cual se mantiene una nueva oralidad mediante el teléfono, la radio, la televisión y otros aparatos electrónicos que para su existencia y funcionamiento dependen de la escritura y la impresión. Hoy en día la cultura oral primaria casi no existe en sentido estricto puesto que toda cultura conoce la escritura y tiene alguna experiencia de sus efectos. No obstante, en grados variables muchas culturas y subculturas, aun en un ambiente altamente tecnológico, conservan gran parte del molde mental de la oralidad primaria.

La tradición meramente oral, u oralidad primaria, no es fácil de concebir con precisión y sentido. La escritura hace que las “palabras” parezcan semejantes a las cosas porque concebimos las palabras como marcas visibles que señalan las palabras a los decodificadores: podemos ver y tocar tales “palabras” inscritas en textos y libros. Las palabras escritas constituyen remanentes. La tradición oral no posee este carácter de permanencia. Cuando una historia oral relatada a menudo no es narrada de hecho, lo único que de ella existe en ciertos seres humanos es el potencial de contarla. Nosotros (los que leemos textos como éste) por lo general estamos tan habituados a la lectura que rara vez nos sentimos bien en una situación en la cual la articulación verbal tenga tan poca semejanza con una cosa, como sucede en la tradición oral. Por ello —aunque ya con una frecuencia ligeramente reducida—, en el pasado la crítica engendró conceptos tan monstruosos como el de “literatura oral”. Este término sencillamente absurdo sigue circulando hoy en día aun entre los eruditos, cada vez más agudamente conscientes de la manera vergonzosa como revela nuestra incapacidad para representar ante nuestro propio espíritu una herencia de material organizado en forma verbal salvo como cierta variante de la escritura, aunque no tenga nada en absoluto que ver con esta última. El título de la gran Colección Milman Parry de Literatura Oral en la Universidad de Harvard es un monumento al estado de conciencia de una generación anterior de eruditos, que no al de sus defensores recientes.

Podría argüirse (como Finnegan, 1977, p. 16) que el término “literatura”, aunque creado principalmente para las obras escritas, sólo se ha extendido para abarcar otros fenómenos afines como la narración oral tradicional en las culturas que no tienen conocimientos de la escritura. Muchos términos originalmente específicos han sido generalizados de esta manera. Sin embargo, los conceptos tienen la peculiaridad de conservar sus etimologías para siempre. Los elementos a partir de los cuales se compone un término, por regla general, acaso siempre, subsisten de algún modo en los significados ulteriores, tal vez en la oscuridad pero a menudo con fuerza y aun irreductiblemente. Además, como se verá en detalle más adelante, la escritura representa una actividad particularmente imperialista y exclusivista que tiende a incorporar otros elementos aun sin la ayuda de las etimologías.

Aunque las palabras están fundadas en el habla oral, la escritura las encierra tiránicamente para siempre en un campo visual. Una persona que sepa leer y a la que se le pida pensar en la expresión “no obstante”, por regla general (y tengo graves sospechas de que siempre) se hará alguna imagen al menos vaga de la palabra escrita, y será enteramente incapaz de pensar alguna vez en la expresión “no obstante” durante, digamos, 60 segundos sin referirse a las letras sino sólo