Orgullo y perdón - Diana Palmer - E-Book

Orgullo y perdón E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Un romance repentino destapó una traición y un impactante secreto… Erianne Mitchell estaba perdidamente enamorada del apuesto arquitecto Ty Mosby. Trabajaban juntos y tenían amigos en común…, además los unía una atracción que resultaba demasiado buena para durar. Pero cuando un devastador error los separó, Erianne se marchó a Wyoming con un secreto, uno que esperaba que Ty no descubriera nunca. Ella no había hecho nada malo y jamás le pediría perdón a Ty. Cuidaría de sí misma… y del bebé que crecía en su interior. ¿Cómo iba a estar con un hombre que no confiaba en ella? Ty sabía lo que había perdido y haría lo que fuera por que Erin lo perdonara y por recuperar su confianza. Cuando la encontró, seguía siendo tan orgullosa como él recordaba. ¿Sería demasiado tarde para redimirse? ¿El destino los seguiría poniendo a prueba?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023, Diana Palmer

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Orgullo y perdón, n.º 296 - mayo 2024

Título original: Wyoming Proud

Publicada originalmente por Canary Street Press

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788410628762

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

 

 

 

 

 

 

Al doctor Max E. White (1946-2023).

 

Mi profesor de Antropología en la Universidad Piedmont, Georgia.

 

Hacía la arqueología tan emocionante que parecía Indiana Jones.

Solo le faltaba el Fedora. D.E.P., querido profesor.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ty Mosby estaba aburridísimo. Podría haberse quedado en casa con su hermana, Annie, viendo esa serie de dragones por la tele. Incluso eso habría sido mejor que esa chorrada de fiesta del trabajo con dos mujeres babeando por él. Una acababa de divorciarse. La otra estaba casada. ¡Mujeres!

Se giró y por poco no se cayó encima de Erianne Mitchell. Bueno, se llamaba Erianne, pero nadie la llamaba así. Para Ty y para Annie era simplemente Erin.

—Yo no tengo la culpa de que seas guapísimo —bromeó ella—. Mary, que está allí, tiene tantas ganas de meterte en un cuarto oscuro que ya se ha olvidado de su exmarido. Y Henrietta… —añadió asintiendo hacia una mujer desgarbada con el pelo oscuro y alborotado que suspiraba y bebía mientras lo miraba— no ha pensado en su marido en toda la noche. Bueno, mejor —añadió en voz baja—, porque está liado con la Tarver.

—¿Qué eres? ¿La pregonera del pueblo? —le reprochó él.

—No es un trabajo agradable, pero alguien tiene que hacerlo —respondió Erin con unos chispeantes ojos grises. Mientras se reía se giró; llevaba su melena oscura recogida en un elegante moño bajo—. Y ahí está Grace. ¿No saliste con ella el año pasado?

—Ay, Dios —gruñó él.

—Tranquilo, tranquilo, que no te ha visto. Está demasiado ocupada intentando hacer que Danny Barnes se fije en ella. Él acaba de heredar el rancho de su abuelo en Comanche Wells.

—Ya he salido con bastantes trepas —murmuró Ty. La recorrió con esos ojos negros que tenía y añadió—: Aunque, por otro lado, estás tú.

—Anda, no seas tonto. No soy tu tipo —murmuró ella fingiendo.

Lo había amado siempre, pero para Ty era invisible. ¡Y normal que lo fuera! Era simplona comparada con las mujeres que iban detrás de él.

Ty tenía el pelo y los ojos negro azabache y una piel oliva clara que hacía que resultara aún más guapo con esa camisa blanca impoluta que llevaba bajo una americana. Lógico que las mujeres babearan por él. Ella misma llevaba años babeando, aunque lo ocultaba tan bien que ni siquiera Annie se había dado cuenta.

—¿Por qué no? —preguntó él con verdadera curiosidad.

—Yo no salgo con hombres.

Ty parpadeó.

—¿Sales con mujeres?

—No salgo con nadie. Punto.

—¿Cuántos años tienes ya? ¿Veinticinco? Pues más te vale salir con alguien porque, si no, te vas a quedar sola.

—Tú tienes treinta y uno y ya te has quedado solo. Además, trabajo para ti. No salgo con gente del trabajo.

—Podríamos hacer una excepción.

Ella se quedó mirándolo y dijo exasperada:

—Tyson Regan Mosby. Si sigues con esto, voy a llamar a Annie.

—¡Dios me libre!

—Te quiere. Te protegerá de las depredadoras.

—Te haré una carta de recomendación fantástica si le encuentras marido a mi hermana.

—Annie no quiere casarse todavía. Igual que tú. Y yo no necesito una recomendación a menos que tengas pensado despedirme esta noche.

Él esbozó una mueca.

—No tengo suficiente gente ahora mismo. Hay otro negocio en San Antonio que no deja de llevarse a nuestros mejores empleados. Incluso a los que despido.

No le gustaba despedir a nadie, pero a veces tenía que hacerlo. Aunque la sede de su empresa estaba en San Antonio, tenía empleados de Jacobsville. Construcciones Mosby había crecido bajo su gerencia. Ty había convertido la pequeña constructora de su padre en un competidor de primer nivel. Era licenciado en Arquitectura. Le encantaba construir cosas.

Annie y él habían heredado una gran riqueza, así que en realidad no necesitaba trabajar. Pero adoraba su trabajo. Y San Antonio era el mejor lugar para albergar las oficinas de la empresa, aunque Annie y él aún vivían en Jacobsville. Eran descendientes directos del fundador del pueblo, Big John Jacobs, que en el siglo diecinueve había convencido a su suegro para construir una vía de tren que cruzara Jacobsville pasando por un centro ganadero en el sur de Texas.

—¡Muy típico de ti! —dijo ella exasperada—. ¡La semana pasada te traje un nuevo director de Recursos Humanos!

—Bebe vodka —respondió él malhumorado—. No me fío de los hombres que beben vodka.

—¿Cómo sabes lo que bebe?

—Se lo he preguntado.

—Ah.

—¿A quién buscas?

—A Clarence.

—¿A quién?

—A Clarence Hodges —murmuró Erin echando un ojo por encima del hombro de una mujer que tenía al lado—. No puedo girarme en una fiesta sin encontrármelo.

A Ty no le gustó lo que oyó, pero lo disimuló.

—¿Qué quiere?

Ella lo miró enarcando las cejas.

—¡Pues a mí!

—¿Por qué?

Erin volteó los ojos exageradamente.

—Annie debería comprarte un libro o algo sobre relaciones humanas.

Ty sonrió.

—Creo que me puedo apañar sin diagramas de autoayuda.

—¿Ah, sí? —murmuró ella distraídamente mientras seguía buscando a Clarence.

Ty la conocía desde hacía años. Era como de la familia, la mejor amiga de Annie, su única hermana. Había pasado fines de semana con ellos cuando las dos estudiaban en el instituto y también después, mientras Erin estuvo en el colegio universitario haciendo Empresariales. Era fantástica en estimación de costos, y esa era su labor en la empresa. Tenía una mente brillante para las matemáticas. Sabía hacerlo prácticamente todo con un ordenador, incluso reprogramar las aplicaciones de hojas de cálculo que él usaba en la constructora. Era su brazo derecho en el trabajo, perfectamente capaz de sustituirlo en las reuniones porque conocía el negocio de cabo a rabo. Y normal que lo conociera, cuando había trabajado ahí a media jornada mientras estaba en el instituto y a jornada completa durante y después de la facultad. Confiaba en ella. A nivel profesional, al menos. No le apetecía pensar en nada más personal. Erin era una chica reservada. En una ocasión, solo una, Ty había bromeado con que saliera con él a bailar y ella había farfullado una evasiva y había salido disparada.

Por supuesto, Ty jamás lo admitiría, pero aquello le había herido el ego.

Aunque Erin no era una belleza, tenía unos rasgos agradables. Una boca y una piel bonitas, una figura preciosa y unos ojos chispeantes. Pero vestía como una señora mayor la mayor parte del tiempo y parecía que nunca salía con nadie. Movido por la curiosidad, Ty le había preguntado a Annie al respecto, pero lo único que había recibido de su hermana había sido una mirada vacía y una sonrisa.

Observó a Erin mientras ella buscaba al hombre al que temía ver. No era su aspecto lo que la hacía atractiva, sino su personalidad. Era cariñosa y simpática con la mayoría de la gente, divertidísima con sus amigos y amante de los animales. Para Ty eso último era importante porque él criaba y entrenaba pastores alemanes.

Sus perros eran como parte de la familia. Vivían con Annie y con él en la enorme mansión que habían heredado en Jacobsville, Texas. Los cachorros que criaba tenían su propia habitación y un cuidador que los vigilaba y que mantenía su espacio ordenado, reluciente e inodoro. No solía tener más de una camada al año, y siempre con una hembra distinta cada vez y un macho externo. Nada de cría endogámica, ya que podía originar defectos congénitos. Adoraba a los cachorritos, y cuando nacían, tenían que convencerlo para que los pusiera en venta. Aun así, investigaba a los dueños potenciales hasta el punto de solicitarles fotografías de sus jardines y de la zona donde viviría el perrito en cuestión. Era muy protector.

Hacía poco, uno de esos dueños había azotado al cachorrito con una correa de cuero porque le había estropeado una alfombra. Una vecina había visto y oído lo que pasaba y había llamado corriendo a Annie, que se lo había contado a Ty. Ese mismo día él había ido a la casa acompañado por Cash Grier, el jefe de policía, y Bentley Rydel, el veterinario local. Llevaban una orden de registro que les daba acceso al perrito.

Decir que el dueño se había quedado impactado era quedarse corto. Puso un montón de reparos y evasivas para que no vieran al perro, pero entonces Cash Grier miró al hombre… y con eso bastó.

Casi todo el mundo temía al jefe de policía, que era bastante agradable en las reuniones sociales pero un infierno para los infractores de la ley, fueran de la clase que fueran. Cash adoraba a los animales tanto como el veterinario y Ty.

Al final el dueño se vio obligado a entregarles al cachorro, que estaba encerrado en un armario y tenía sangre en el lomo.

Ty le había soltado un puñetazo al hombre antes de que sus acompañantes pudieran reaccionar. Recogió al cachorro con mucho cuidado y, después de que Cash sacase fotos para documentar el maltrato, se marchó con Bently Rydel y juntos fueron a su consulta, donde trataron al pobrecito animal. Tras una inyección de antibióticos y unos cuantos puntos, se lo llevó a casa. Cash había arrestado al dueño, que fue condenado a cárcel. En Jacobsville no gustaban los maltratadores de perros. El jurado solo había tardado diez minutos en deliberar, a pesar de los grandes esfuerzos del preocupado abogado de oficio. El fiscal, Blake Kemp, no tuvo más que enseñarles al jurado y al público una foto tamaño póster del cachorrito maltratado. Se habían oído gritos ahogados entre miradas fulminantes dirigidas al dueño del cachorro.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Erin al ver su gesto tenso.

—Maltratadores de cachorros —murmuró él.

—Ese hombre tuvo lo que se merecía. Por cierto, ¿qué tal está Beauregard?

Él sonrió.

—Aún gimotea durmiendo. Lo tengo conmigo por las noches. A Rhodes no le hace mucha gracia, pero creo que nota que hay que mimar al cachorrito unas semanas —dijo, y con una risita añadió—: La verdad es que duermen en la cama de Rhodes, acurrucados. Para ser perro viejo, Rhodes es increíblemente cariñoso.

—Lo tienes desde hace mucho tiempo.

Ty asintió.

—Trece años. Me preocupa. Los perros grandes no tienen la misma esperanza de vida que los pequeños.

—Rhodes es prácticamente inmortal —respondió Erin sonriendo—. Está superbién cuidado.

—Supongo que sí. Mi padre me lo regaló por Navidad el año que me gradué en el instituto.

—Me acuerdo mucho de tus padres. Eran encantadores. Y qué buenas amigas eran tu madre y la mía.

—Es una puñetera pena lo que pasó —dijo él, tenso.

Erin asintió.

—No es habitual que un autocar turístico se salga de la carretera y caiga por un barranco. Pero las carreteras de montaña de Sudamérica pueden ser traicioneras. Tus padres estaban enamoradísimos —añadió en voz baja—. Les habría costado seguir viviendo el uno sin el otro.

—Es lo que pensamos Annie y yo. Pero, joder, qué duro fue perderlos a los dos a la vez.

—Me acuerdo. Al menos ya erais mayores por entonces —añadió Erin con voz suave.

Él respiró hondo.

—Tampoco nos sirvió de mucho —murmuró.

—Si te sirve de algo, sé lo que se siente. A mi padre y a mí nos costó mucho seguir adelante cuando perdimos a mamá.

—Tu madre tuvo una vida dura.

Ella suspiró.

—Sí. Vivir con mi padre es complicado. Y no es que sea malo ni nada de eso, pero toma decisiones estúpidas y a veces se va de la lengua cuando no debe. Jack Dempsey ni siquiera le habla.

—Pues tiene que estar pasándolo mal, porque eran muy amigos.

—Sí —dijo ella con tristeza—. Mi padre fue contando un cotilleo que había oído sobre que la mujer de Jack le estaba poniendo los cuernos. Lo exageró y la mujer de Jack se divorció de él. Ni siquiera era verdad. Mi padre tiene el don de hablar sin pensar.

—Mucha gente es así.

Ella esbozó una mueca.

—Ojalá hubieran tenido más hijos. Sería más sencillo manejar a mi padre si tuviera hermanos o hermanas con quien compartir el sufrimiento.

Ty soltó una risita.

—Tú sola lo llevas bastante bien.

Erin se encogió de hombros.

—Podría hacerlo mejor. Aunque tendría que quitarle el teléfono.

Él la miró extrañado.

—Un tipo lo llamó diciéndole que podía ahorrarse diez dólares al mes en las llamadas a larga distancia si se cambiaba a su compañía, y mi padre dijo que genial, que sí. El fin de semana pasado intenté llamar a Dallas para hablar con uno de nuestros colegas del trabajo y me dijeron que ya no teníamos el servicio de llamadas a larga distancia. Era un timo. Mi padre no tenía ni idea de lo que había hecho. Intenté no gritar —añadió riéndose—. En serio, a veces es como un niño. ¡Diez dólares al mes! —dijo sacudiendo la cabeza.

—Mi madre era así. Una vez la llamó un hombre diciendo que el sheriff iba a ir a arrestarla por no pagar una factura, pero que si le daba tarjetas regalo de prepago, se podía librar de la cárcel. Estaba saliendo por la puerta para ir al pueblo cuando la paré y le pregunté qué pasaba. Por desgracia para el timador, seguía al teléfono dándole indicaciones.

Ella sonrió.

—Seguro que aún le arden los oídos, esté donde esté.

—Supongo. Me puse hecho un energúmeno.

—¿Aún tienes el tarro que te hizo tu madre? ¿El que tenías para meter dinero cada vez que decías una palabrota?

Él se rio.

—Sí. No le echo dinero, pero lo sigo teniendo —respondió, y con tristeza en la mirada añadió—: Quería ser misionera, pero mi padre se cruzó en su camino. Llevaba viviendo con lo justo tanto tiempo que casi salió corriendo cuando vio el dinero que tenía mi padre.

Y era verdad.

En cambio, el padre de Erin había heredado mucho dinero y lo había despilfarrado en negocios para ganar dinero rápido. Y seguía haciéndolo, aunque ahora tenía mucho menos. Erin se desvivía por intentar salvarlo de sí mismo.

—Una mujer única. No le importaba nada el dinero —dijo Ty, y tras mirarla en silencio, añadió—: Igual que a ti.

Ella suspiró.

—Me gusta poder comprar comida y gasolina y pagar las facturas. Para eso es bueno el dinero, pero hay muchas otras cosas que no se pueden comprar.

Ty asintió.

—Además, trabajo para un jefe estupendísimo que me va subiendo el sueldo —añadió con unos chispeantes ojos grises.

—No es algo que me tenga que pensar mucho. Sé cuánto trabajas.

—Doy gracias por tener un trabajo. Ahora mismo la economía está fatal.

—Sí. Incluso esta empresa tiene que tener cuidado. A ver qué tal con la oferta en la que estás trabajando ahora, la que esperamos que nos dé trabajo fuera de San Antonio, en el Condado de Bexar. Sería un complejo residencial completo y vale millones.

—Te concederán el proyecto —dijo ella con absoluta seguridad—. Sabes cómo eclipsar a los otros licitadores y yo sé cómo estimar el precio de casi todo —añadió, y no por fanfarronear. Era una buena estimadora de costes.

—Podemos eclipsar a la mayoría de los licitadores —la corrigió él—, pero he oído que uno es Jason Whitehall. Su hijo Josh y él tienen una de las mejores constructoras del sur de Texas.

—Su hijo está como un tren —dijo ella pensativa.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Me crucé con él en Dallas hace dos meses, en aquella conferencia a la que me mandaste. Es igualito que su padre. Estaban los tres, Jason, Amanda y Josh —añadió suspirando—. Están empezando a reponerse de la muerte de la madre de Jason, Marguerite. Era una mujer encantadora. Muy buena y amable.

—Sabes mucho de ellos.

—Es que uno de nuestros clientes estaba intentando mejorar su imagen pública y Amanda aún tiene la agencia de comunicación, así que fue allí para reunir información sobre él. Es majísima. Estamos en contacto por Facebook.

—Pues no tengas demasiado contacto —le advirtió él con brusquedad y clavándole esa mirada negra—. Son competencia.

—¡Como si alguna vez te hubiera traicionado! —contestó ella exasperada—. ¡Sé realista! ¡Annie se me desayunaría cubierta de mermelada!

Él se relajó.

—Vale. Solo tanteaba el terreno.

Ella apretó los dientes.

—Ay, no.

Ty siguió su mirada de enfado y vio a un hombre bajo y rechoncho, con pelo ralo y una gran sonrisa, dirigiéndose hacia ellos.

—Te lo dije —protestó ella gimoteando—. Voy a esconderme en el baño… ¡Ty!

Él la rodeó por la cintura y sonrió al ver su cara de asombro.

—Sígueme la corriente. Sonríe.

Y Erin sonrió… a la vez que intentaba disimular cuánto se le había acelerado el pulso al sentir la fuerza y el calor de su poderoso cuerpo y oler su aroma a limpio y especiado. En contadas ocasiones habían bailado juntos en alguna fiesta y siempre le había costado ocultar sus sentimientos por él.

Ty notó que un escalofrío la recorrió y se quedó extrañado por un instante. ¿Le tendría miedo?

Y entonces, cuando sintió que se le aceleró el corazón ahí donde sus pequeños y firmes pechos le rozaban el torso, algo extraño se le removió por dentro. A Erin se le había descontrolado la respiración e intentaba ocultarlo, pero Ty sabía más de mujeres de lo que dejaba ver.

Ella se tensó y empezó a apartarse, pero él la agarró con más fuerza.

—¿De qué tienes miedo? —le preguntó con un tono bajo y profundo.

—De na… nada.

—Mentira. Toma —dijo Ty dándole su propio vaso—. Coraje líquido. Da un sorbo y esquivaremos a tu pretendiente.

Ella agarró la copa, la olfateó y puso cara de asco.

—Es whisky. ¡Odio el whisky!

—Da un sorbo. Funciona mejor de lo que huele. Confía en mí.

Erin tomó aire, lo contuvo y se obligó a dar un sorbito del apestoso líquido. Lo tragó sin respirar.

—Esto podría servir de combustible para camiones —murmuró al devolverle el vaso.

—Es un whisky escocés añejo de la mejor calidad —dijo él a la defensiva—. ¡Ahora ya sé que no debo compartir mi sustancia más preciada con los que no sabéis apreciarla! No se les echa margaritas a los cerdos.

—¡No soy un cerdo!

—No —contestó él ladeando la cabeza. Se le iluminaron los ojos—. Pero seguro que sabes casi tan bien como uno a la barbacoa —añadió con un tono lento y delicado mientras miraba su preciosa y suave boca.

Ella, con el corazón a mil por hora, dio un grito ahogado.

—¡Pero bueno! ¿Eso es por el whisky o por mí? —preguntó Ty notando el aleteo de su corazón, muy visible bajo la fina tela del vestido de cóctel azul claro.

—No me mires así —dijo ella indignada.

—¿Así cómo? —preguntó Ty con diversión.

—Ah, hola, Erin —dijo Clarence Hodges al unirse a ellos. Se quedó cabizbajo al ver el brazo de Ty rodeándola—. Esperaba que pudiéramos charlar sobre la reforma de mi casa nueva…

Ella forzó una sonrisa.

—Lo siento muchísimo, Clarence, pero no es la clase de proyectos que hacemos —dijo con un tono delicado pero profesional—. Hacemos proyectos grandes. Centros comerciales. Pisos. Urbanizaciones. Esas cosas.

—Es una casa grande —insistió él.

—Erin tiene razón. No hacemos proyectos pequeños —le dijo Ty. Estaba molesto; se reflejaba en la tensión y la seriedad de su rostro—. Y aunque los hiciéramos, estamos hasta arriba. Lo siento —añadió. Aunque no pareció sentirlo. Pareció casi amenazante.

Clarence tragó saliva con dificultad. Se sonrojó.

—Ya. Bueno… ¿A lo mejor te apetece venir una mañana a tomar un café conmigo? —añadió sonriendo a Erin esperanzado.

Ty alzó la barbilla y miró al hombre estrechando los ojos.

Erin sonrió sin más.

—Anda, ahí está Billy Olstead —dijo Clarence pasando por delante de Erin—. Tengo que hablar con él sobre el coche nuevo de mi madre. Hasta luego —añadió sonriendo a Erin otra vez, nervioso, antes de ir derecho al recién llegado.

—Gracias —dijo Erin resoplando—. No es un mal hombre, pero puede resultar un poco pesado.

—Annie dice que te llama dos y tres veces a la semana.

—Sí —respondió apesadumbrada—. No logro hacerle entender que no siento lo mismo por él. Nunca he hecho nada, ni lo más mínimo, con lo que haya podido hacerse ilusiones.

—Da igual lo que le digas. Los hombres así se consideran irresistibles y creen que solo necesitan insistir. Pero me ha visto rodeándote por la cintura. Imagino que le habrá quedado claro —dijo Ty, y con una risita añadió—: Ni siquiera él podría convencerse de que puede hacerme la competencia a mí.

Apretó los labios.

—Podríamos salir un día.

—¿Qué? —preguntó ella con los ojos como platos.

Él se encogió de hombros.

—Que podríamos salir un día. No sé, para que te distraigas un poco. Trabajas demasiado

—Pero…

—¿Pero qué? —le preguntó en voz baja y mirándola hasta que ella se sonrojó.

Erin pensaba que se le iba a salir el corazón del pecho.

No sabía qué decir. Era como si de pronto todos sus sueños estuvieran haciéndose realidad. Todos a la vez. Estaba aturdida, sin respiración. Pero era una locura siquiera plantearse hacerlo, salir con él. Los chismorreos serían terribles. Daría igual que la empresa estuviera en San Antonio; ellos vivían en Jacobsville, al igual que la mayoría de los empleados. Enseguida correría la voz por todo el pueblo. Y cuando Ty no volviera a salir con ella una segunda vez, sería incluso peor. La gente empezaría a preguntarse por qué.

—No pienso… —comenzó a decir.

—Bien. No pienses. Pensar es la causa de la mayoría de las desgracias del planeta. Podemos ir a bailar. Hay un club de baile latino en San Antonio.

Ty sabía que ella bailaba danza latina. Él mismo la había enseñado para una cita que había tenido una vez en el instituto. ¡Ahora parecía una eternidad!

—Bueno…

Ty no podía creérselo. Erin se resistía a aceptar. Nunca una mujer le había negado una cita. Resultaba intrigante, sobre todo viendo cómo le latía el corazón ahora mismo. Se sentía atraída por él. ¿Sería algo nuevo? ¿O siempre lo había sentido pero ocultado? Quería descubrirlo.

—Vive peligrosamente. Un poquito de cotilleo nunca le ha hecho mal a nadie —bromeó.

Claro que hacía daño, pero eso él no lo sabía, no con su impoluta reputación. Bueno, la de ella también era impoluta. Tanto que no quería arriesgarse a mancharla por poco que fuera.

—La gente hablará. Mucho.

Ty sonrió.

—A tus amigos les dará igual, y lo que piensen tus enemigos no importará.

—Ya, pero odio los cotilleos.

Él ladeó la cabeza y le sonrió mirándola con esos ojos negros que hacían promesas de lo más sensuales.

—Hay un restaurante de sushi en la calle siguiente al club latino. Tienen ebi.

El ebi era el plato de sushi favorito de Erin, pero era tan caro que no podía permitírselo. Aunque su padre contribuía un poco al bote familiar, nunca aportaba lo suficiente. Vivían de forma austera porque él era un derrochón. Ty no lo sabía y ella perdería su orgullo si lo confesaba.

Le encantaba el sushi, en especial el ebi. No podía permitírselo.

—Te está costando resistirte. Piénsalo. Gamba fría con arroz. Wasabi, salsa de soja y jengibre encurtido por encima…

—¡Para! ¡Estás torturándome!

Él soltó una risita.

—A mí también me encanta. Vamos. Di que sí.

Erin respiró hondo.

—Vale —dijo aun sabiendo que no era buena idea.

Ty sonrió.

—Vale.

 

 

Cuando Erin llegó a casa esa noche le dieron ganas de abofetearse por haber accedido.

Su padre estaba viendo una película en DVD. No podían permitirse ni televisión satélite ni por cable, y el único motivo por el que ella tenía un móvil de alta gama era que se lo proporcionaba la empresa. De lo contrario, habría sido un lujo incluso a pesar del buen sueldo que tenía.

—Ya estoy en casa.

—Hola —dijo su padre sonriendo—. ¿Te has divertido?

—Era una fiesta de negocios —le recordó.

—Lo ideal para divertirse y hacer negocios. Hablando de negocios, he visto un anuncio sobre cómo invertir en bolsa haciendo operaciones intradía…

—No.

—A ver, Erin…

—No. Aún estamos pagando aquel curso que hiciste para aprender venta inmobiliaria —dijo con énfasis.

Su padre esbozó una mueca al decir:

—No sabía que era mal vendedor hasta que lo probé.

—Pues probar cosas es lo que nos ha metido en este desastre económico, papá —contestó Erin sentándose frente a él—. Gano un buen sueldo. Si vivimos sin salirnos del presupuesto, podemos salir adelante. Pero no hay más dinero. No hay nada. Y no puedo tener dos empleos.

Él se quedó mirándola como si fuera un niño pequeño.

—Pero si son solo doscientos dólares. Este curso, quiero decir.

—No tengo doscientos dólares. Ni siquiera ahorrados. Los ahorros fueron a parar a la web de apuestas que encontraste —añadió intentando no emplear un tono tan acusatorio como el que en realidad quería usar.

—Supongo que las apuestas tampoco se me dan tan bien como creía. Pero, escucha, este curso…

—¡Puedo buscarme un apartamento e irme de aquí! —dijo ella con brusquedad.

Su padre emitió un grito ahogado.

—¡No, Erin!

—No soporto cómo malgastas el dinero, papá. O dejas de gastarlo en cosas que no necesitamos o me largo —dijo sintiéndose como si tuviera cien años—. No puedo seguir sacándote de apuros. Ya debemos más de lo que gaño en un año. Y soy la única que aporta.

—Yo colaboro —dijo él tenso.

—Tienes algún empleo que otro y te gastas lo que ganas en cuanto lo tienes.

Él se sonrojó. No podía negarlo.

—Intentaré controlarme. De verdad —sonrió—. Pero el hombre decía que este curso es infalible.

Ella apretó los dientes mientras se levantaba.

—Me voy a dormir.

—Si al menos me escucharas… —dijo su padre con tristeza.

Erin se giró.

—Llevo escuchándote desde que murió mamá. Y todo en lo que te has gastado el dinero nos ha supuesto gastos sin generar nada a cambio. Estoy hartísima de deudas, ¿es que no lo entiendes? Ese problema me está machacando, me tiene preocupadísima, y tú no ves cuánto me está perjudicando.

Él parpadeó y cambió de postura en el sillón, inquieto.

—La próxima vez lo haré mejor. Ya lo verás.

—La próxima vez más te vale apostar tu propio dinero —respondió ella adoptando una postura firme—. O me largo.

—No estás siendo razonable, Erin. No me quieres.

—Claro que te quiero. Y eres tú el que no está siendo razonable. Buenas noches.

 

 

Entró en su habitación y cerró la puerta, angustiada. Era como intentar razonar con un niño pequeño. Su padre siempre había vivido en las nubes, pero su madre había podido manejarlo con suma facilidad. Ella no podía.

—Me voy a pasar el resto de la vida pagando sus deudas y luego me moriré —pensó con gran pesar—. No podré ser libre nunca.

Y esa era la única razón por la que jamás podría permitir que Ty Mosby supiera lo que sentía por él. Todo el mundo sabía que andaban mal de dinero por culpa de su padre, aunque no hasta un punto tan catastrófico. Si Ty se enteraba, no podría fiarse de ella; no sabría si salía con él porque le importaba o para que le pagara las deudas.

Sí, era una idea surrealista, pero le daba pánico solo pensar en salir con Ty. Tendría que encontrar el modo de cancelar la cita, algo que no le hiriera el orgullo.

Durante toda su vida su padre había sido como una piedra colgada al cuello. Desde la muerte de su madre, había sido mucho peor.

Habría sido de ayuda tener a alguien con quien hablarlo, pero su única amiga de verdad era Annie, y jamás podría decirle la verdad porque Ty acabaría enterándose y su orgullo no podría soportarlo.

Quería esa cita con toda su alma, pero era demasiado arriesgado. Estaba loca por él y se le notaría.

Había muchos motivos por los que no se atrevía a mostrarle lo que sentía. Su padre era el principal.

Pero había otro.

Ty no era de los que se casaban. Mantenía sus relaciones muy en secreto, pero había tenido muchas. Y en un pueblo pequeño como el suyo, no podrían ocultar la suya.

Erin tenía una reputación intachable y no pensaba arruinarla por hacerle compañía a un hombre que solo quería una cosa de las mujeres… y no era amor.

Así que lo mejor sería no complicarse la vida más todavía.

Pero aún tenía que resolver el problema de su padre, si es que podía resolverse. Jamás podría liberarse de él ni de esas ideas para hacerse rico que nunca funcionaban. Estaría endeudada hasta que se muriera.

Se puso el camisón y, agradecida, se metió bajo las sábanas. «Ya pensaré en esto mañana», se dijo. Esa noche iba a saborear el recuerdo del brazo de Ty rodeándola y de su sensual voz tentándola para que aceptara una cita con él.

No podía pasar, pero soñar con ello no le haría daño a nadie. Y menos a ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Erin preparó el desayuno y su padre y ella comieron en silencio. De vez en cuando su padre le lanzaba alguna miradita lastimera, como si haberle negado el curso que quería hacer fuera una auténtica maldad y ella, muy cruel.

Arthur Mitchell no era un mal hombre, solo un insensato. Pero, a pesar de sus esfuerzos, le estaba haciendo la vida difícil a Erin. Imposible.

—Bueno, pues supongo que volveré a buscar algún trabajillo en el pueblo —dijo Arthur con un suspiro.

—Supongo que sí —respondió ella obligándose a no ceder.

—Era un buen curso —dijo Arthur enfadado.

Erin buscó algo en el móvil y se lo pasó por encima de la mesa.

—Quiero que leas esto.

Su padre frunció el ceño mientras leía el artículo que ella había descargado durante su noche en vela. Abrió la boca asombrado. Era una historia trágica sobre un hombre que lo había perdido todo con inversiones intradía y se había suicidado.

Era un relato con moraleja seguido de una vívida descripción de la carta que había dejado a sus seres queridos antes de quitarse la vida. Concluía diciendo que las inversiones intradía eran promesas milagrosas de dinero que generaban bancarrotas y dolor.

Arthur Mitchell le devolvió el teléfono a su hija y se mordió el labio inferior.

—El hombre decía que era fácil y que cualquiera podía hacerlo. ¡Pero este pobre hombre…! —dijo antes de seguir desayunando—. A lo mejor es como las apuestas. Tienes que conocerte todos los truquitos para que te vaya bien.

—Exacto. Tienes que entender las subidas y las bajadas para no perder todo lo que tienes.

A Arthur se le iluminó la cara.

—¡Por eso el curso es una idea buenísima!

Erin suspiró.

—Voy a empezar a mirar pisos.

Arthur empezó a hacer cálculos mentales. Ella pagaba las facturas, cocinaba y limpiaba, hacía la colada y fregaba los platos. Si se marchaba, todo eso tendría que hacerlo él. No sabía cocinar y no había limpiado nunca. Ni siquiera sabía poner en marcha el lavavajillas. La miró, indeciso.

Al final suspiró.

—Puedo posponerlo un poco. El curso. Seguirá ahí, si es que algún día puedo permitírmelo.

Erin le sonrió.

—Ese es el padre que conozco —dijo con ternura.

Él pareció sentirse culpable y esbozó una mueca de disgusto.

—No soy un buen padre. Si lo fuera, estaría apoyándote —dijo al momento—. Tu madre cuidó de mí toda nuestra vida. Fue la roca sobre la que construimos nuestra vida. Ahora estoy solo yo y no soy como ella —concluyó en un intento de explicar, de disculpar, sus defectos.

—No eres un mal padre, y no me importa trabajar para los dos —dijo Erin con delicadeza—, aunque tampoco quiero que me eches encima más cargas de las que tengo ya. Tengo un trabajo estupendo, pero podría perderlo si la economía empeora.

—No. Ty nunca te despediría —dijo él muy confiado—. Le gustas. Si no, nunca te habría pedido una cita —terminó sonriendo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó espantada.

—He oído algo —respondió él con tono de broma—. Pero no diré nada más al respecto. Ty es como de la familia. Y Annie también.

—Mamá adoraba a su madre. Eran íntimas.

—Es una pena que perdieran a sus padres. Y también es una pena lo de tu madre. La echo tanto de menos que es horrible —confesó mirando al plato—. A lo mejor por eso hago las tonterías que hago.

—No son tonterías. Solo intentas ayudar con los gastos. Pero, incluso estudiando cursos, te llevaría mucho tiempo ser lo bastante bueno para ganarte la vida en algunas de las cosas que quieres hacer —le dijo Erin con mucho tacto.

Su padre frunció el ceño.

—No lo había visto así. Ya no soy tan joven —añadió riéndose—. Por cierto, la semana que viene tengo un chequeo. ¿Nos lo cubre el seguro? Nuestro médico quiere hacerme unas pruebas.

—¿Unas pruebas? ¿Por qué? —preguntó ella extrañada.

—No me lo ha dicho. Es por lo de aquella infección de riñón que tuve hace poco. Envió unas muestras para un análisis. Me dijo que no es nada serio, pero le gusta verificar las cosas.

—Nos apañaremos aunque no lo cubra el seguro. No puedo perderte —dijo bromeando—. No tendría a nadie que me ganara al ajedrez.

Su padre sonrió.

—No te preocupes. ¡Aún me quedan muchos años!

 

 

Pero la cosa no fue exactamente así en la consulta del médico.

A Erin la llamaron al trabajo desde el hospital. El médico había solicitado que ingresaran a Arthur para hacerle más pruebas.

Ella, con el corazón en la garganta, miraba al doctor Worth.

—Pero si solo tiene cincuenta años —dijo como si la edad marcara alguna diferencia a la hora de enfermar.

El hombre la miró con auténtico pesar.

—Lo sé. No es cuestión de edad. No sabemos por qué la gente la contrae. Es una enfermedad terrible. Podemos tratar los síntomas, pero no podemos curarla, y menos cuando está tan avanzada.

Erin respiró hondo.

—¿Cuánto? —preguntó preparándose para la respuesta.

—Seis meses, tal vez.

—¡Dios mío! —exclamó. Se revolvió por dentro—. Es la única familia que me queda en el mundo —añadió en voz baja.

—Lo sé. Lo siento muchísimo. Para mí también es duro. Llevo mucho tiempo tratándolo.

—Y lo ha hecho muy bien. Me alegro mucho de que pase consulta aquí un día a la semana. Así no tendremos que llevar a mi padre hasta San Antonio para verle. La verdad es que mi coche no llegaría tan lejos —añadió riéndose para animar un poco el ambiente de desesperanza.

El hombre sonrió.

—Pero si tuvieras que hacerlo, intentarías llevarlo allí como fuese. Sé lo mal que lo estás pasando con Arthur, Erin. Admiro cómo logras convencerlo de que se olvide de esas locuras que se le ocurren.

—Perder a mi madre lo descolocó. Antes no era así. Era sensato.

—Era menos insensato —la corrigió el médico— porque tu madre sabía cómo manejarlo. ¿Puedes afrontar los gastos? No es lo bastante mayor para poder beneficiarse del programa Medicare y el tratamiento será caro si hay que darle radioterapia o, sobre todo, la medicación para el cáncer. Un colega mío se la ha prescrito a un paciente suyo y el tratamiento para un mes fueron más de cuatro mil dólares.

—Cuatro mil…

A Erin le temblaron las rodillas. Jamás podría permitírselo. Ni en un millón de años.

—Hay formas de reducir el coste. Una de ellas es escribir al laboratorio que las produce explicándole vuestras circunstancias y solicitando una reducción del precio. Por otro lado, tienes un buen empleo e imagino que tendrás un seguro, ¿no?

—Sí —dijo algo aliviada—. Incluí a mi padre conmigo.

—Pues eso ayudará —le aseguró el hombre.

—No puedo decírselo —dijo Erin con gesto de sufrimiento—. ¿Tengo que hacerlo? En serio, si se lo decimos, se dejará morir. Usted lo sabe tan bien como yo. Se rendirá.

El médico respiró hondo.

—Te entiendo, pero si va a recibir tratamiento, tendrá que saber por qué. Y es un hombre inteligente. Sabrá que está tomando una medicación cara por alguna razón. Conoce a gente en todo el pueblo. Es el mayor cotilla que conozco.

Ella se rio.

—Sí que lo es. Son chismorreos inofensivos, pero se ha metido en líos alguna vez por contar cosas que no han pasado nunca —dijo sacudiendo la cabeza—. Espero que no acabe provocando alguna tragedia terrible por contar cosas así y cosas que oye por ahí.

—Por eso no te preocupes, no es un hombre malicioso.

—No. Algunos de los chismorreos sí que lo son.

—Eso es verdad. Bueno, esta tarde le daré el alta y podrás llevártelo a casa. Empezaremos ya mismo. Conozco un buen especialista en San Antonio, y sé que Annie encontrará un modo de llevaros allí —añadió cuando ella palideció—. Pídeselo.

—No quiero…

—Si intentas hacer esto sin ella, irá a buscarte con un palo. Sois amigas desde el colegio.

—Imagino que no tengo elección. Mi coche no pasaría del límite del condado.

—Y deja que te dé un consejo —añadió el hombre muy serio—. Ve día a día. La gente intenta zamparse la vida, anticiparse a lo que pasará dentro de semanas, meses e incluso años. El secreto para una buena vida es vivir cada día como si fuera el último.

Ella sonrió como pudo.

—Vale. Lo intentaré.

—Hazlo. Y ve contándome cómo está Arthur, ¿de acuerdo? Los especialistas están tan ocupados que no tienen tiempo de informarnos sobre cada paciente. Aprecio a Arthur.

—Me aseguraré de mantenerle informado. Y gracias por todo lo que ha hecho.

—Me temo que no he hecho tanto —dijo el hombre con tristeza—. La medicina, incluso la moderna, tiene sus límites. Cuídate. Esto es tan duro para la familia como para el paciente. Puede que incluso más. Cuesta mucho quedarse ahí, viendo a alguien irse, sin poder hacer nada.

—Y que lo diga —respondió ella sonriendo con tristeza.

 

 

Arthur no sonreía, ni con tristeza ni con nada, cuando Erin fue a buscarlo a la habitación. Estaba vestido, sentado en una silla junto a la cama, abatido por completo.

Erin entró y se quedó junto a la puerta, sin saber qué hacer.

Él levantó la mirada y la vio. Los ojos le brillaban por las lágrimas.

—Me muero.

Ella apretó los dientes.

Entonces Arthur sonrió.

—Pero el doctor dice que puedo hacer unos tratamientos que funcionan ¡y me va a mandar a un especialista que puede salvarme!

Eso no se acercaba a la verdad lo más mínimo, pero podría mantener a su padre con vida algo más del tiempo del que la ciencia médica le había dado. Erin prefería eso al abatimiento más absoluto.

—Sí, eso han dicho —dijo ella forzando una sonrisa mientras pensaba en la medicación que costaba cuatro mil dólares al mes y en cómo podría permitírsela para que su padre, ajeno a casi todo, la recibiera.

—Pues entonces me pondré bien —contestó Arthur con tono alegre—. Me alegro. Te echaría de menos.

—Y yo a ti también, papá —respondió ella con un nudo en la garganta—. Bueno, vamos a llevarte a casa y te preparo algo especial para comer.

—Huevos revueltos con beicon y tostada —dijo él levantándose—. Llevo pensando en eso desde el desayuno. Me han dado avena sin leche ni azúcar. Y un trozo de tostada sin mantequilla. ¡Tú sí que haces unos desayunos estupendos!

—Gracias.

—Podrías bajar a la cocina de aquí y enseñarles —añadió con total sinceridad.

Ella se rio.

—No creo que sea buena idea. ¡Pero te cocinaré algo rico!

 

 

—No me gusta nada tener que pedírtelo —le dijo a Annie ese mismo día mientras su padre dormía un rato—, pero mi coche no llegará tan lejos. Pierde aceite. El viernes lo llevo al taller…

—No hay problema. Un coche os llevará y os traerá —respondió Annie con tono amable—. ¿Es grave?

Odiaba mentir a su amiga, pero lo hacía por una buena causa. No quería que nadie se enterara de su situación porque entonces Annie se vería obligada a ayudarla económicamente, y su ego no lo soportaría. Ya encontraría el dinero que necesitaba de algún modo.

—Puede serlo, pero creen que lo han pillado a tiempo —respondió con tono relajado.

—Bien, me alegro mucho. ¿Y qué es eso que he oído de que mi hermano mayor te ha pedido una cita? —añadió con alegría.

Erin se sonrojó.

—Solo vamos a salir a cenar.

—Llevo años esperando que se fije en ti —confesó Annie—. No le gustan la mayoría de las mujeres, pero tú sí.

—Es muy majo.

—¿Majo? ¿Mi hermano?

Erin decidió no contradecirla.

—¡Me organizó una cita con un traficante de armas!

—¿Qué?

—¡Un traficante de armas! ¡Ese tío vendía material exmilitar a insurrectos en un montón de países!

—¿Ty te hizo eso?

Annie resopló.

—Sí. Y luego dijo muy inocentemente que no sabía que el tipo tenía antecedentes criminales.

—¿Por qué?

—Pensaba que debía casarme. Pero yo no quiero casarme. Estoy muy feliz como estoy.

Erin sabía por qué Annie no quería un hombre en su vida. Con uno le había bastado. Los recuerdos eran terribles.

—A lo mejor algún día conoces a alguien… —empezó a decir Erin.

—Es lo que te estoy diciendo, ¡que ya conocí a uno una vez! Ty tuvo suerte de que le dejara volver a entrar en casa. Estuve a punto de cambiar todos los cerrojos, pero entonces recordé que yo no sé arreglar el lavabo, el que no deja de inundarse, así que dudé. ¡Dudar es la muerte! —añadió con dramatismo.

A Erin le estaba costando no reírse. Annie era todo un caso cuando estaba disgustada por algo.

—Te estás riendo, ¿verdad? —preguntó su amiga con desconfianza—. ¡Puedo oírte!

—No me estoy riendo. En serio. No me estoy riendo nada.

—¡Ja! ¡Negación! —exclamó Annie con tono acusatorio—. Vi un documental sobre el FBI y decían que ¡cuanto más niegas algo, más verdad es!

—Pues entonces los ovnis tienen que ser reales, porque el gobierno lleva ochenta años negando que existan.

Annie gruñó.

—Por favor, ¡no le digas eso a mi hermano! Ya está convencido de que el gobierno está aplicando ingeniería inversa a platillos volantes en secreto. Vio tres vídeos en un canal público.

—Ya, me lo ha contado esta mañana.

—Un día van a ir a buscarlo los hombres de negro —le aseguró Annie.

Ahí Erin sí que se rio.

—Eso sí que es producto de tu imaginación.

—¡Es contagioso! ¡Me lo ha contagiado él!

—No, es solo que estás estresada por los cachorritos. ¿Cuántos ha tenido Sanja esta vez?

—Seis —dijo Annie con un lamento—. No he dormido desde que nacieron. Todos se parecen a Beauregard —añadió ahora con tono suave—. Son monísimos. Voy a pasarlo fatal cuando los venda, sobre todo después de lo que pasó la última vez.

—¿Cómo está Beauregard?

—Recuperándose. ¡Ty dice que se va a presentar en todas las audiencias de libertad condicional con una foto de cómo quedó el cachorro después de que ese idiota le pegara con la correa!

—No me extraña. Fue horrible.

—Pobrecito. Está bien cuando está aquí con nosotros, pero se pone nervioso con los desconocidos, sobre todo si son hombres.

—¿Os lo vais a quedar?

—Qué remedio. Ty se negará a ponerlo en venta. Además, Rhodes está muy mayor. Tiene trece años. Me gusta tener en casa a un pastor alemán de cuarenta y cinco kilos. Beauregard es hijo de Rhodes, así que es probable que llegue a pesar más cuando crezca. Y a lo mejor evitará que mi hermano se vuelva loco cuando pierda a Rhodes. Los perros grandes no tienen mucha esperanza de vida. Me encanta tener perros en casa. Los nuestros son cariñosos, aunque no lo parezca cuando se enfadan —dijo con una risita—. Parecen peligrosos. Por cierto, Ty quiere darte uno de los cachorros.

A Erin le dio un vuelco el corazón.

—¿Qué? ¡Pero si los vende por casi cinco mil dólares cada uno! ¡No podría aceptarlo!