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Ortodoxiaes una apasionada defensa de la fe cristiana escrita por G. K. Chesterton, que combina ingenio, paradoja y reflexión filosófica. Publicada en 1908, la obra se presenta como una autobiografía intelectual en la que el autor relata su camino hacia la ortodoxia cristiana, desafiando tanto al escepticismo moderno como a las modas intelectuales de su época. Lejos de ser un tratado teológico convencional, Ortodoxia sostiene que la fe no es una imposición irracional, sino una respuesta lógica, imaginativa y profundamente humana a las preguntas fundamentales de la existencia. Chesterton explora con agudeza temas como la razón, la imaginación, el asombro, la moral y el sentido del universo, argumentando que el cristianismo, lejos de limitar la libertad de pensamiento, la expande. A través de un estilo irónico y una prosa vibrante, critica el materialismo y el relativismo, afirmando que solo la visión cristiana logra reconciliar los extremos: libertad y ley, alegría y sacrificio, individualidad y comunidad. Desde su publicación, Ortodoxia ha sido valorada tanto por creyentes como por escépticos por su enfoque original y su fuerza argumentativa. Su relevancia perdurable reside en su capacidad de invitar al lector a reconsiderar certezas modernas y descubrir una lógica inesperada en la tradición cristiana. En una época de confusión espiritual, Chesterton ofrece una visión en la que el dogma se convierte en un mapa para explorar el misterio del mundo y de uno mismo.
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Seitenzahl: 314
Veröffentlichungsjahr: 2025
G. K. Chesterton
ORTODOXIA
Título original
“Orthodoxy”
PRESENTACIÓN
ORTODOXIA
I. En Defensa De Todo Lo Demás
II. El Maniático
III. El Suicidio Del Pensamiento
IV. La Ética En El País de Los Elfos
V. La Bandera Del Mundo
VI. Las Paradojas Del Cristianismo
VII. La Eterna Revolución
VIII. El Romanticismo De La Ortodoxia
IX. La Autoridad Y El Aventurero
G. K. Chesterton
1874 – 1936
G. K. Chesterton fue un escritor, ensayista y periodista inglés, ampliamente reconocido por su aguda inteligencia, su estilo literario ingenioso y su apasionada defensa del cristianismo tradicional. Considerado una de las figuras más versátiles de la literatura del siglo XX, Chesterton escribió novelas, cuentos, biografías, crítica literaria y textos teológicos. Es especialmente recordado por su serie de relatos del Padre Brown y por su influyente obra apologética Ortodoxia.
Infancia y educación
Gilbert Keith Chesterton nació en Londres, en el seno de una familia de clase media interesada en las artes y la cultura. Estudió en la Slade School of Fine Art y asistió a clases de literatura en el University College de Londres. Aunque en un principio se inclinó por las artes visuales, pronto desarrolló un profundo interés por la escritura. Su conversión al cristianismo — y posteriormente al catolicismo — influyó decisivamente en su vida y en el desarrollo de su pensamiento.
Carrera y contribuciones
La obra de Chesterton se caracteriza por su estilo irónico, su capacidad para tratar ideas complejas con claridad y humor, y su defensa de valores como la fe, la tradición y el sentido común. Fue un polemista formidable, que enfrentó con agudeza el materialismo, el relativismo y el ateísmo de su tiempo. Entre sus obras más conocidas se encuentran El hombre que fue Jueves (1908), una novela metafísica de espionaje con toques surrealistas, y Ortodoxia (1908), una defensa personal y filosófica de la fe cristiana.
La serie del Padre Brown, protagonizada por un sacerdote católico que resuelve crímenes con intuición espiritual más que con lógica detectivesca, se convirtió en un hito del relato policial y en una de sus obras más populares. En el ámbito de la crítica social, Chesterton fue un defensor del distributismo, una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, que proponía una economía basada en la propiedad compartida y el fomento de la pequeña empresa.
Impacto y legado
El pensamiento de Chesterton influyó profundamente en figuras como C. S. Lewis, Jorge Luis Borges y Graham Greene. Su habilidad para abordar debates filosóficos y teológicos desde una perspectiva literaria lo convirtió en una voz singular dentro del panorama intelectual británico. Su crítica al progreso ciego y a la pérdida de sentido en la modernidad sigue siendo objeto de estudio y reflexión.A pesar de su estilo lúdico y su humor característico, las obras de Chesterton exploran cuestiones fundamentales como el bien y el mal, la libertad, el pecado y la naturaleza humana. Su capacidad para revelar verdades profundas mediante paradojas lo distingue como uno de los pensadores más originales del siglo pasado.
Chesterton falleció en 1936, a los 62 años, dejando una obra vasta y diversa. Aunque en vida fue una figura pública activa y celebrada, su legado se ha profundizado con el tiempo. Hoy en día, Chesterton es leído tanto por su valor literario como por su pensamiento filosófico y teológico.
La riqueza de su obra y su mirada crítica sobre la modernidad lo mantienen vigente. Su estilo único — capaz de combinar humor, profundidad y erudición — y su firme defensa del misterio y del sentido trascendente de la vida lo consagran como una de las mentes más notables del siglo XX.
Sobre la obra
Ortodoxia es una apasionada defensa de la fe cristiana escrita por G. K. Chesterton, que combina ingenio, paradoja y reflexión filosófica. Publicada en 1908, la obra se presenta como una autobiografía intelectual en la que el autor relata su camino hacia la ortodoxia cristiana, desafiando tanto al escepticismo moderno como a las modas intelectuales de su época.
Lejos de ser un tratado teológico convencional, Ortodoxia sostiene que la fe no es una imposición irracional, sino una respuesta lógica, imaginativa y profundamente humana a las preguntas fundamentales de la existencia.
Chesterton explora con agudeza temas como la razón, la imaginación, el asombro, la moral y el sentido del universo, argumentando que el cristianismo, lejos de limitar la libertad de pensamiento, la expande. A través de un estilo irónico y una prosa vibrante, critica el materialismo y el relativismo, afirmando que solo la visión cristiana logra reconciliar los extremos: libertad y ley, alegría y sacrificio, individualidad y comunidad.
Desde su publicación, Ortodoxia ha sido valorada tanto por creyentes como por escépticos por su enfoque original y su fuerza argumentativa. Su relevancia perdurable reside en su capacidad de invitar al lector a reconsiderar certezas modernas y descubrir una lógica inesperada en la tradición cristiana. En una época de confusión espiritual, Chesterton ofrece una visión en la que el dogma se convierte en un mapa para explorar el misterio del mundo y de uno mismo.
La única justificación posible para este libro, consiste en ser la respuesta a un desafío. Hasta un mal tirador se dignifica aceptando un duelo.
Cuando hace algún tiempo publiqué una serie de apresurados; pero sinceros ensayos bajo el título de "Heréticas", algunos críticos por cuyas inteligencias siento caluroso respeto (puedo mencionar especialmente al señor G. S. Street), dijeron que estaba muy bien de mi parte sugerir a todos que probaran su teoría cósmica, pero que yo había evitado diligentemente confirmar mis consejos con el ejemplo. "Voy a comenzar a preocuparme por mi filosofía, (dijo el señor Street) cuando el señor Chesterton nos haya expuesto la suya". Tal vez fue imprudente hacer tal indicación a una persona demasiado dispuesta a escribir libros por la provocación más leve. Pero después de todo, aunque el señor Street haya inspirado y provocado la creación de este libro, no tiene ninguna necesidad de leerlo.
Si lo lee, verá que en forma personal, en sus páginas he intentado dar testimonio de la filosofía en la cual he venido a creer, valiéndome de un conjunto de imágenes mentales más que de una serie de deducciones. No voy a llamarla "mi filosofía", porque yo No la hice. Dios y la Humanidad la hicieron; y ella me hizo a mí.
Con frecuencia he sentido deseos de escribir una novela sobre un "yachtman" inglés que erró levemente su ruta y descubrió Inglaterra convencido de haber descubierto una nueva isla en los mares del Sur. No obstante, siempre me encontré demasiado perezoso o demasiado ocupado para escribir sobre ese refinado tema. Por consiguiente puedo postergar una vez más mi deseo, ahora por fines de ilustración filosófica.
Probablemente existirá la impresión general de que se sintió muy tonto el hombre que llegó a tierra (armado hasta los dientes y hablando por señas) para plantar la bandera inglesa sobre aquel templo bárbaro que resultó ser el Pabellón de Brighton. No me concierne a mí negar que parecía tonto. Pero si ustedes se imaginan que se sintió tonto, por lo menos que la sensación de tontera fue su única y dominante emoción, significa que no han estudiado con minuciosidad suficiente, la rica naturaleza romántica del héroe de este cuento. Su error fue en verdad un error muy envidiable. Y él lo sabía, si era el hombre que yo imagino.
¿Qué podría ser más agradable que sentir, simultáneamente y en pocos minutos, todas las fascinadoras angustias del partir, combinadas con toda la seguridad humana de volver a casa? ¿Qué mejor que gozar con la diversión de descubrir África, sin tener la desagradable necesidad de trasladarse a ese continente? ¿Qué podría ser más agradable que felicitarse por descubrir Nueva Gales del Sur y comprender luego, con lágrimas de alegría, que en realidad' no era más que la vieja Gales del Sur?
Este, al menos a mi parecer, es el problema principal de los filósofos y en cierta forma, el principal problema de este libro.
¿Cómo es posible que el mundo nos asombre y al mismo tiempo nos hallemos en él como en nuestra casa?
¿Cómo puede este pueblo cósmico, con sus monstruos y lámparas antiguas, cómo este mundo puede hacernos sentir simultáneamente, la fascinación de un pueblo exótico y el confort y el honor de ser nuestro propio pueblo?
Demostrar que una creencia o una filosofía es verdadera desde todo punto de vista, sería empresa demasiado grande aún para un libro más vasto que éste; es necesario atenerse a una sola línea de argumentación; y esa es la táctica que me propongo observar.
Quiero dejar expuesta mi fe, como llenando esa doble necesidad espiritual: la necesidad de aliar lo familiar con lo extraño, aliación que con acierto, el cristianismo llama "romance". Porque la misma palabra "romance", tiene en sí el misterio y el primitivo significado de "Roma".
Cualquiera que se disponga a discutir algo, debe empezar siempre, especificando qué es lo que no discute. Antes de determinar qué se propone probar, debería determinarse qué es lo que no se propone probar.
Lo que no intento probar, lo que me propongo dejar como lugar común a mí y a la mayoría de los lectores, es esta inclinación a una vida activa e imaginativa, pintoresca y llena de poética curiosidad; a una vida como la que el hombre occidental, por lo menos aparenta haber deseado siempre.
Si un hombre opina que la extinción es mejor que la existencia o que una vida vacía y monótona es mejor que la variación y la aventura, ese hombre no es uno de los seres normales a quienes me dirijo. Si un hombre no tiene preferencia por nada, nada puedo darle. Pero aproximadamente todas las personas que he encontrado en esta sociedad occidental en que vivo, estarían de acuerdo con la idea general de que necesitamos esta vida de novela práctica; la combinación de algo que es extraño y problemático con algo que es familiar y seguro. Necesitamos eso para vislumbrar al mundo combinando una idea de asombro con una idea de bienvenida. Necesitamos ser felices en este mundo de maravillas sin sentirnos en él ni siquiera confortables. Es esta enseñanza concluyente de mi credo, lo que voy a contemplar en las siguientes páginas.
Pero tengo una razón personal para mencionar al hombre en el yacht que descubrió Inglaterra.
Porque ese hombre soy yo. Yo descubrí Inglaterra.
No sé cómo podría evitar que este libro girara en tomo al "ego"; y para decir verdad no sé cómo evitar que resulte árido y confuso.
Su aridez, sin embargo, me librará del reproche que más lamento, el reproche de ser irónico y petulante.
El sofisma liviano, es lo que más desprecio y tal vez resulte un hecho saludable que se me acuse precisamente de usar de él. No conozco nada más despreciable que una simple paradoja; que es una simple e ingeniosa defensa de lo indefinible. Si fuera cierto (según se ha dicho) que el señor Bernard Shaw, vivía de paradojas, el señor Bernard Shaw sería un vulgar millonario, porque un hombre de su actividad mental, puede inventar un sofisma cada seis minutos. Inventar un sofisma es tan fácil como mentir; porque es mentir. Lo cierto, naturalmente, es que el señor Shaw se ha visto cruelmente trabado, por el hecho de que no puede decir una mentira, a menos que piense decir una verdad.
Yo también me siento bajo la misma intolerable trabazón. Jamás en mi vida dije nada por la sola razón de creer gracioso lo que decía; no obstante, es claro' que he tenido la vulgar vanidad humana, de hallarlo gracioso porque yo lo había dicho.
Narrar una entrevista con una gorgona, criatura que no existe, es una cosa. Y otra cosa es descubrir que el rinoceronte existe y deleitarse luego en el hecho de que parece que no existiera.
Se busca la verdad, pero es posible que instintivamente se persigan las verdades más increíbles, y ofrezco este libro, con los sentimientos profundos del corazón, a la buena gente que detesta lo que escribo y lo mira (muy justamente a mi entender) como una pobre payasada o como ejemplar de broma de mal gusto.
Porque si este libro es una broma, es una broma contra mí mismo. Soy el hombre que haciendo derroche de audacia, descubrió lo que ya había sido descubierto.
Si hay una sombra de farsa en lo que sigue, yo, soy el objeto de esa farsa; porque este libro explica cómo imaginé ser el primero en poner pie en Brighton y cómo descubrí luego, que en realidad era el último.
Cuento mis fantásticas aventuras en busca de lo evidente.
Nadie podría hallar mi caso más ridículo de lo que lo pienso yo; ningún lector puede acusarme aquí de intentar ridiculizarlo. Yo soy el ridículo de esta historia y nadie ha de rebelarse para arrojarme de mi trono. Confieso abiertamente todas las ambiciones de fines del siglo XIX. Yo, como otros solemnes chiquilines, traté de anticiparme a la época. Como ellos, intenté adelantarme por diez minutos a la verdad, y encontré que ella se me había adelantado unos 1 800 años. Esforcé la voz gritando mis verdades con una penosa exageración juvenil, y recibí el castigo más adecuado, porque yo conservé mis verdades, pero descubrí luego que si bien mis verdades eran verdades, mis verdades no eran mías.
Me hallé en la ridícula situación de creer que me sostenía sólo: estando en realidad sostenido por toda la cristiandad.
Posiblemente, (y el ciclo me perdone) traté de ser original; pero sólo llegué a inventar una copia imperfecta, de las ya existentes tradiciones de la religión civilizada. El hombre del yacht creyó descubrir Inglaterra; yo creí descubrir Europa.
Traté de encontrar para mi uso, una herejía propia, y cuando la perfeccionaba con los últimos toques, descubrí que no era herejía, sino simple ortodoxia.
Es posible que alguien se divierta con el relato de este chasco feliz; es posible que un amigo o un enemigo se entretenga leyendo cómo gradualmente aprendí la verdad de una leyenda falseada o de la falsedad de alguna filosofía difundida, cosas que pude aprender en mi catecismo. Si alguna vez lo hubiera estudiado.
Es posible que haya diversión, o que no la haya, en leer cómo encontré al fin, en mi club anarquista o en un templo babilónico, lo que pude encontrar en la iglesia parroquial vecina.
Si alguien se entretiene enterándose cómo las flores del campo o las frases que se oyen en el ómnibus, o los incidentes de los políticos, o las preocupaciones de los jóvenes, se unieron en un cierto orden para producir una cierta convicción de ortodoxia cristiana, ese alguien posiblemente pueda leer este libro.
Pero en todo cabe una razonable división del trabajo. Yo escribí el libro, pero nada en el mundo podría inducirme a leerlo.
Agrego una advertencia esencialmente pedante. Estos ensayos se limitan a discutir el hecho actual, de que en el eje central de la teología cristiana (suficientemente resumida en el Símbolo de los Apóstoles) se halla el mejor punto de apoyo para una ética enérgica y consistente.
Mis ensayos no intentan discutir el interesante, pero diferente punto de cuál es la actual sede de autoridad que proclama ese Credo.
Aquí, el término "ortodoxia", significa "credo de los Apóstoles" según lo entienden los que se llamaban cristianos hasta hace muy poco tiempo y según la conducta histórica, de los que sostuvieron tal credo.
Por razones de espacio me he visto forzado a limitarme a lo que he extractado de ese Credo; no toco el asunto, tan discutido por los cristianos modernos, del origen del cual nosotros lo obtuvimos.
Esto no es un tratado eclesiástico, sino una autobiografía un poco deshilada.
Pero si alguno quiere saber mi opinión sobre la actual sede de autoridad de tal creencia, el señor G. S. Street, no tiene más que arrojarme un nuevo desafío, y gustoso le escribiré otro libro.
Ni siquiera la gente mundana comprende al mundo; confía enteramente en unas cuantas máximas cínicas, que no son ni verdaderas.
Recuerdo una vez: caminaba con un próspero editor que me hizo una observación oída con frecuencia; es casi un estribillo del mundo moderno. No obstante haberla oído con demasiada frecuencia, o tal vez por esa misma razón, recién entonces, repentinamente, vi que tal observación no entrañaba verdad alguna. El editor dijo de alguien: "ese hombre va a llegar; se tiene fe".
Y recuerdo que mientras levantaba la cabeza para escuchar mejor, mi mirada cayó en un ómnibus que llevaba escrito su punto de destino: "Hanwell"1 y le contesté: — "Quiere que le diga dónde están los hombres que se tienen fe?, porque puedo decírselo. Conozco hombres que creen en sí mismos más colosalmente que Napoleón y César. Puedo llevarlo hasta los tronos de los superhombres. Los que realmente se tienen fe, están en un asilo de lunáticos."
Me respondió que no obstante esa creencia mía, había muchos hombres que se tenían fe y no estaban en manicomios.
— "Sí; los hay — repuse — y usted más que nadie debe conocerlos. Aquel poeta borracho a quien usted rechazó una tragedia lúgubre creía en sí mismo. Aquel viejo pastor que escribió una obra épica y de quien usted se escondía en la trastienda, creía en sí mismo. Si usted consultara su experiencia de editor en vez de consultar su horrenda filosofía individualista, sabría que haberse tenido fe, es una de las características más comunes de los fracasados. Los actores que no pueden actuar, creen en sí mismos, y creen en sí mismos los deudores que no le pueden pagar. Sería más cierto decir que un hombre fracasará porque se tiene fe."
— "Tener completa fe en sí mismo, no es exclusivamente un pecado. Tenerse fe absoluta es una debilidad. Tenerse fe completa, creer completamente en sí mismo, es tener una creencia histérica y supersticiosa. El hombre que la tiene, lleva la palabra "Hanwell" escrita en su frente, con tanta claridad como la lleva escrita ese ómnibus."
Mi amigo el editor, dio esta profunda y efectiva réplica a mis conclusiones: — "Y si un hombre no debe creer en sí mismo ¿en qué debe creer?"
Luego de una larga pausa respondí: "Iré a casa y escribiré un libro contestando a esa pregunta."
Y este es el libro que escribí para contestarla.
Pero creo, que muy bien puedo empezarlo donde se inició nuestra discusión; en la vecindad de un manicomio.
Los modernos maestros de la ciencia insisten, sobre la necesidad de basar toda investigación, en un hecho. Los antiguos maestros de religión, se mostraron igualmente entusiastas de esa teoría. Empezaron basándose en el hecho del pecado; un hecho tan evidente como las papas. Fuera posible o no fuera posible que el hombre se purificara con ciertas aguas milagrosas, no cabe duda de que necesitaba purificación. Pero algunos caudillos religiosos de Londres, relativamente materialistas, convenza ron en nuestros días a negar, no la discutible milagrosidad del agua, sino a negar la indiscutible existencia de la mancha. Ciertos teólogos modernos, discuten el pecado original, que es el único punto de la teología de la cristiandad que puede ser realmente probado. Algunos discípulos del Reverendo R. J. Campbell, admiten la inocencia divina que no pueden vislumbrar ni en sueños, pero niegan, especialmente, la culpa humana que pueden ver hasta en la calle. Los santos más intransigentes y los más obcecados escépticos, por igual unos y otros, tomaron el positivo mal, como punto de partida de sus argumentaciones.
Si es cierto (como evidentemente lo es) que un hombre puede hallar exquisito placer desollando un gato, el filósofo religioso puede llegar a una de dos conclusiones. Debe, o negar la existencia de Dios, que es lo que hacen los ateos; o bien negar la inalterable unión entre Dios y el hombre, que es lo que hacen los cristianos. Parece que los nuevos teólogos piensan llegar a una solución altamente racionalista negando el gato.
En esta situación especialísima, evidentemente ahora no es posible (con una esperanza remota de aceptación general) comenzar como comenzaron nuestros padres, basándose en el hecho del pecado. Este mismo hecho que fue para ellos (y es para mí) tan evidente como la luz, es precisamente el hecho que ha sido discutido o negado. Pero aunque los modernos nieguen la existencia del pecado, supongo que no han negado aun la existencia del manicomio.
Todavía estamos de acuerdo, en que actualmente se produce un colapso intelectual, tan innegable e inconfundible como el derrumbe de una casa. Los hombres niegan el infierno; pero aún no niegan el manicomio. Para no perder de vista los fines de nuestro primer argumento, el uno, el infierno, podría muy bien reemplazar al otro, el manicomio. Quiero decir que, si una vez todos los pensamientos y las teorías fueron juzgadas según condujeran al hombre a perder su alma, así, por nuestro presente punto de vista, todas las teorías modernas pueden ser juzgadas, según conduzcan al hombre a perder sus cabales.
Es cierto que algunos hablan de la locura, con soltura y simpatía, como si se tratara de algo amable y atrayente.
Pero un minuto de reflexión basta para demostrarnos que si hallamos belleza en la enfermedad, generalmente es en la enfermedad de otro.
Un ciego puede ser pintoresco; pero se necesitan dos ojos para verlo pintoresco, Y similarmente, aun la más salvaje poesía de la locura, sólo puede percibirla el cuerdo. Para el insano su locura es perfectamente prosaica porque es perfectamente cierta. El hombre que se cree pollo, siente en sí, toda la insignificancia del pollo. Solamente porque vemos lo grotesco de su idea, podemos en contraria hasta divertida; y solamente porque él no ve lo grotesco de su idea, lo han llevado a "Hanwell". Abreviando, las rarezas sólo sorprenden a la gente normal. Las rarezas no sorprenden a la gente rara. Por esa razón, la gente normal se sabe divertir y la gente rara, siempre se lamenta del aburrimiento de la vida. Por esa razón, las novelas modernas fenecen; y por esa razón, los cuentos de hadas permanecen. Los viejos cuentos de hadas presentan al héroe como un joven humano normalmente normal; sus aventuras son las sorprendentes; y lo soprenden porque es normal. Pero en la novela psicológica moderna, el héroe es un anormal; él, que es el centro, no es bien centrado. De ahí que las aventuras más extrañas no logren sorprenderlo adecuadamente y que el libro resulte monótono. Se puede escribir la historia de un héroe entre dragones; pero no la de un dragón entre dragones. El cuento de hadas relata lo que hará un hombre cuerdo en un mundo loco. La novela, sobriamente realista de hoy, relata lo que un hombre esencialmente loco, puede hacer en un mundo cuerdo.
Empecemos pues en el manicomio; desde este fatídico y fantástico albergue, iniciemos nuestro viaje intelectual.
Ahora, si es que vamos a contemplar la filosofía de la cordura lo primero que hemos de hacer, es destruir un grande y difundido error. Por todas partes se ha difundido la idea de que la imaginación, especialmente la imaginación mística, es peligrosa para el equilibrio mental del hombre. En general se tiene a los poetas como inseguros, desde el punto de vista psicológico; y generalmente se hace asociación de ideas entre los laureles entrelazados y las pajas pinchadas en el pelo... Los hechos y la historia desmienten tal interpretación. Muchos de los poetas, de los verdaderamente grandes poetas, han sido no sólo perfectamente cuerdos sino extremadamente aptos para el comercio; y si Shakespeare alguna vez contuvo caballos, fue porque era el hombre más indicado para contenerlos.
La imaginación no provoca la locura. Para ser exacto, lo que fomenta la locura es la razón. Los poetas no enloquecen; los jugadores de ajedrez sí. Los matemáticos y los cajeros, se vuelven locos; pero rara vez enloquecen los artistas que crean. Como podrá verse, en ninguna forma ataco la lógica: digo solamente que el peligro de la locura reside en la lógica; no en la imaginación. La paternidad artística es tan saludable como la física. Sin embargo, vale la pena destacar que cuando un poeta fue realmente mórbido, comúnmente lo fue porque existía algún punto débil en su racionalismo. Poe, por ejemplo, fue realmente morboso; no porque fue poético, sino porque fue esencialmente analítico. Aun el ajedrez era demasiado poético para él; le desagradaba porque había demasiados caballeros y castillos, como en un poema.
Abiertamente manifestó su preferencia por las fichas negras, que sobre el damero parecían el punteado de un diagrama. Quizás el ejemplo más contundente es este: que sólo un gran poeta inglés se volvió loco.
Cowper. Y decididamente, fue llevado a la locura por la lógica; por la extraña lógica de la predestinación. La poesía no fue su enfermedad sino su remedio; la poesía, en parte conservó su salud. Por algunos momentos, pudo olvidar el rojo y sediento infierno al que lo empujaba su horrendo necesitarismo, entre las extendidas aguas y los lirios blancos del Duse. Cowper, fue condenado por Juan Calvino y casi fue salvado por Juan Gilpin.
En todas partes, vemos que el hombre no enloquece por soñar. Los críticos son mucho más locos que los poetas. Homero, es bastante tranquilo y completo; son sus críticos que lo destrozan en jirones de extravagancia. Shakespeare, fue perfectamente él mismo; sólo algunos de sus críticos descubren que Shakespeare fue otro. Y San Juan Evangelista, no obstante haber visto en su visión muchos monstruos extraños, no vio criatura alguna tan salvaje como uno de sus comentaristas. El hecho general es claro. La poesía es cuerda, porque flota sin esfuerzo en un mar infinito; la razón pretende cruzar el mar infinito y hacerlo así finito.
El resultado es la exterminación mental; como lo fue la extenuación física para el señor Holbein.
Aceptarlo todo, es un ejercicio; entenderlo todo, es un esfuerzo. Lo único que desea el poeta, es exaltación y expansión, un mundo para explayarse.
El poeta sólo pretende entrar su cabeza en el cielo.
El lógico es el que pretende hacer entrar el cielo en su cabeza. Y es su cabeza la que revienta.
Es un detalle, pero no insignificante, que este asombroso error se halla comúnmente apoyado en una citación tergiversada.
Todos hemos oído citar la celebrada frase de Dryden: "el gran genio es aliado de la locura". Pero Dryden no dijo que el gran genio fuera aliado de la locura. El mismo Dryden era un genio y sabía mejor. Sería difícil encontrar un hombre más romántico y más sensato. Lo que Dryden dijo, fue esto: "El gran sabio está frecuentemente próximo a la locura", y eso es cierto. Es exclusivamente la gran agilidad intelectual, lo que peligra desequilibrarse. También la gente podría recordar, a qué clase de hombre se refería Dryden. No se trataba de un visionario ajeno a este mundo como Vaughan o Jorge Herbert.
Hablaba de un cínico hombre de mundo, un escéptico, un diplomático, un político práctico. Esos hombres, ciertamente están próximos al desequilibrio. Su incesante investigaren el cerebro propio y en el ajeno, es oficio peligroso. Siempre es peligroso para la mente penetrar la mente. Una persona espiritual preguntó por qué decíamos "loco como un sombrerero". Una persona más espiritual, podría haber respondido que el sombrerero es loco, porque debe tomar las medidas de la cabeza humana.
Y si los grandes razonadores con frecuencia son maniáticos, es igualmente exacto que los maniáticos son grandes razonadores.
Cuando me hallaba embarcado en una controversia con el "Clarion", sobre el tema de la voluntad libre, el eficiente escritor señor R. B. Suthers dijo, que la voluntad libre, era lunatismo, porque implicaba acciones inmotivadas, y las acciones del lunático son sin causa. No me ocupo aquí de un lapsus desastroso para la lógica determinista. Evidentemente, si una acción, aun la acción de un lunático, puede ser inmotivada, se acaba el determinismo.
Porque si un loco puede interrumpir la cadena de causalidad, también puede interrumpirla un hombre aunque no sea loco. Pero mi objeto es destacar algo más práctico. Tal vez fuera natural que un moderno marxista ignorara todo lo referente a la voluntad libre. Pero sería ciertamente extraño que un marxista moderno ignorara todo lo que se refiere a los lunáticos. Lo último que se podría decir de un lunático, es que sus acciones son inmotivadas. Si algunos actos humanos pudieran ser irreflexivamente llamados "sin motivo", esos serían los insignificantes actos del hombre cuerdo, que silba al caminar; roza el césped con su bastón; golpea los talones y se frota las manos. Es el hombre contento el que hace las cosas inútiles; el hombre enfermo no es bastante fuerte para ser un ocioso.
Esas acciones sin causa y descuidadas, son precisamente las que un loco no podría comprender nunca, porque el loco (como el determinista) tiene demasiado en cuenta las causas de todo. Esas actividades huecas, tienen para un loco significado de conspiración. Pensará que rozar el pasto, es atentar contra la propiedad privada. Pensará que golpear los talones, es una señal convenida con un cómplice. Si por un instante el loco se volviera descuidado, se volvería cuerdo. Todo el que haya tenido la desgracia de hablar con gente que se hallara en el corazón o al borde del desequilibrio mental, sabe que su característica más siniestra, es una horrible lucidez para captar el detalle; una facilidad de conectar entre sí dos cosas perdidas en su mapa confuso como un laberinto. Si ustedes discuten con un loco, es muy probable que lleven la peor parte en la discusión; porque en muchas formas, la mente del loco es más ágil y rápida, al no hallarse trabada por todas las cosas que lleva aparejadas el buen discernimiento. No lo detiene el sentido del humor o de la caridad o las ya enmudecidas certezas de la experiencia, El loco es más lógico, por carecer de ciertas afecciones de la cordura. La frase común que se aplica a la insania, desde este punto de vista es errónea. El loco no es el hombre que ha perdido la razón. Loco es el hombre que ha perdido todo, menos la razón.
Las explicaciones que un loco da sobre algo son completas y con frecuencia, en un sentido estrictamente racional, hasta son satisfactorias.
O para hablar con más precisión, la explicación del insano si bien no es concluyente, es por lo menos irrefutable; y esto puede observarse en los dos o tres casos más comunes de locura.
Si un hombre dice (por ejemplo) que los hombres conspiran contra él, no se le puede discutir más que diciendo que todos los hombres niegan ser conspiradores; que es exactamente lo que harían los conspiradores. Su exposición concuerda con los hechos tanto como la de ustedes. O si un hombre dice que es el legítimo Rey de Inglaterra, no es una respuesta adecuada decirle que las autoridades lo catalogan loco; porque si realmente fuera Rey legítimo de Inglaterra, eso posiblemente sería lo más sabio que atinaran a hacer las autoridades existentes. O si un hombre dice que es Jesucristo, no es una respuesta decirle que el mundo ' niega su divinidad; porque el mundo niega también la divinidad de Cristo.
Sin embargo, ese hombre está equivocado. Pero si intentamos exponer su error en términos exactos, veremos que no es tan fácil como pudimos suponerle. Tal vez lo más aproximado que podríamos hacer, es decir esto: que su mente actúa en un círculo perfecto pero estrecho. Un círculo pequeño es tan infinito como uno grande; pero a pesar de ser tan infinito, no es tan amplio. Del mismo modo, la explicación del insano es tan completa como la del sano, pero no tan vasta. Una bala es redonda como el mundo, pero no es el mundo.
Hay algo así como una amplia universalidad; y algo así como una estrecha y restringida eternidad. Lo podemos ver en muchas religiones modernas.
Ahora, hablando externa y empíricamente, podemos decir que la más consistente e inconfundible seña de locura, es esta combinación entre la integridad lógica y la contracción espiritual. La teoría del lunático, explica un vasto número de cosas, pero no explica esas cosas en forma vasta. Quiero decir que si ustedes, o yo lidiáramos con una mente que se vuelve mórbida, lo indicado sería, no tanto ofrecerle argumentos como darle aire, para convencerla de que existe algo más limpio y fresco, fuera de la sofocación de un único argumento. Supongamos que fuera, por ejemplo, el primer caso típico que mencioné: el caso de un hombre que acusara a todo el mundo de conspirar contra él. Si pudiéramos expresar nuestros profundos sentimientos de protesta, apelando contra tal obsesión, supongo que le diríamos algo así: "Oh; admito que usted tiene su caso y que lo siente de corazón, y que muchas cosas son como usted dice. Admito que su explicación explica muchas cosas, pero ¡cuántas cosas no explica! ¿No hay en el mundo más historia que la suya; y todos los hombres se ocupan de usted? Suponga que demos por sabido los detalles; tal vez cuando aquel hombre en la calle se hizo el que no lo veía, fue por astucia; tal vez si el agente le preguntó su nombre, lo hizo porque ya lo sabía. Pero ¡cuánto más contento estaría si le constara que esa gente no se ocupa en absoluto de usted! ¡Cuánto más grande sería su vida si usted se empequeñeciera en ella! ¡Si pudiera mirar a los otros hombres con curiosidad y gusto comunes, si pudiera verlos paseando como pasean su radiante egoísmo y su varonil indiferencia! Comenzarían a interesarlo porque vería que no se interesan en usted. Se evadiría de ese teatro vistoso y mezquino en el que siempre se representa su dramita personal, y se encontraría bajo un cielo más despejado, en una calle llena de espléndidos desconocidos."
O supongamos que fuera el segundo caso de locura, el del hombre que reclama la corona; el impulso de ustedes, sería contestarle: "Está bien; tal vez usted sepa que es el Rey de Inglaterra pero, ¿por qué se preocupa? Haga un esfuerzo magnífico, sea un ser humano y mire de arriba a todos los reyes de la tierra."
O podría ser el tercer caso, del loco que se cree Cristo. Si dijéramos lo que sentimos, diríamos: "¡Así que usted es el Creador y el Redentor del mundo! ¡Pero qué mundo pequeño debe ser! Qué cielo más pequeño debe habitar con ángeles no tan grandes como mariposas. ¡Qué aburrido ser Dios! ¡Y un Dios inadecuado!
Realmente, no hay vida más plena ni amor más maravilloso que el suyo; y en realidad ¿es en su mezquina y penosa compasión que toda carne debe depositar su fe? ¡Cuánto más feliz sería si la masa de un Dios más grande, pudiera deshacer su pequeño cosmos, desparramara las estrellas como si fueran pajas, y lo dejara en la inmensidad abierta, libre como otros hombres de mirar hacia arriba y hacia abajo!"
Y hay que recordar que la ciencia más puramente práctica, ataca desde este punto de vista al mal mental; no intenta discutirlo como una herejía sino simplemente quebrarlo como un encantamiento. Ni la ciencia moderna ni la religión antigua creen en la completa libertad del pensamiento. La teología reprime ciertos pensamientos que llama blasfemos. La ciencia reprime ciertos pensamientos que llama morbosos. Por ejemplo, algunas sociedades religiosas, más o menos exitosamente quieren alejar al hombre del pensamiento sexual. La nueva sociedad científica, intenta alejarlo del pensamiento de la muerte; que es un hecho, pero es considerado como un hecho morboso.
Y atendiendo a aquellos cuya morbosidad tiene un dejo de manía, la ciencia moderna se preocupa de la lógica, mucho menos que un derviche en pleno baile. En esos casos, no es suficiente que el hombre desgraciado desee la verdad; debe desear la salud. Nada puede salvarlo excepto una ciega ansiedad de normalidad. Ningún hombre debe creerse a salvo del desequilibrio mental; porque es el órgano que actúa el pensamiento el que se vuelve enfermo; ingobernable, como si fuera independiente. Sólo puede salvarlo la voluntad o la fe. Desde que empieza a actuar su razón, actúa en la antigua ruta circular; girará en torno de su círculo lógico, igual que un hombre en un coche de tercera clase de Juner Circle, girará en torno de Juner Circle, hasta que realice el voluntario, vigoroso y místico acto, de bajarse en Gower Street. Aquí, la decisión lo es todo; una puerta debe cerrarse para siempre. Cada remedio, es un remedio desesperado. Cada cura, es una cura milagrosa. Curar a un hombre no es discutir con un filósofo, es arrojar un demonio. Y por apaciblemente que trabajen en el asunto los doctores y los filósofos, su actitud es profundamente incomprensiva. Su actitud es ésta: que el hombre debe dejar de pensar, si quiere seguir viviendo. Tal tratamiento, es una amputación intelectual.
Si tu cabeza te perturba, córtatela; porque es mejor entrar al Reino de los Cielos no solamente como un niño sino como un imbécil, que ser arrojado con la inteligencia al infierno... o a "Hanwell".
Tal es el loco de los experimentos. Por lo general es un razonador; y con frecuencia un razonador acertado. Sin duda se le podrá derrotar en un terreno puramente racional planteándole su caso con lógica. Pero se le puede plantear con mayor precisión en términos más generales y aún más estéticos. Está encerrado en la pulcra y lúcida prisión de una sola idea; se ha aguzado hasta un penoso extremo. Carece de la indecisión del sano y de su complejidad. Ahora, según expliqué en la introducción, me propongo ofrecer en estos primeros capítulos, no tanto el diagrama de una doctrina, cuanto algunas imágenes de un punto de vista. Y he sido extenso describiendo mi visión del maniático, por esta razón: porque así como me impresiona el maniático, así me impresionan muchos pensadores modernos.
Esa inconfundible nota que me llega de "Hanwell", la escucho también de muchas cátedras de Ciencia y de muchas aulas de hoy día; y muchos médicos de alienados, tienen de alienados algo más que su especialidad.
En todos se manifiesta esa combinación que hemos notado: la combinación de una razón expansiva y extenuante, con un sentido común contraído y restringido. Son universales en cuanto se aferran a una explicación razonable y la llevan hasta muy lejos. Pero una muestra, puede prolongarse hasta siempre y ser no obstante, una pequeña muestra.
En un tablero de ajedrez, ven el blanco sobre el negro; si el universo entero está pavimentado como el tablero, siempre siguen viendo el blanco sobre el negro. Como el lunático, no pueden alterar su punto de vista; no pueden hacer un esfuerzo mental y repentinamente verlo negro sobre blanco.
Tomen primero el caso más obvio del materialismo. Para dar una explicación del mundo, el materialismo tiene una especie de simplicidad insana.
Tiene justo la cualidad del argumento del loco; nos hace sentir simultáneamente, que todo lo abarca y que todo lo deja afuera.
Contemplen un materialista sincero v eficiente como por ejemplo Mac Cabe, y tendrán esa exacta y exclusiva sensación. Lo comprende todo; y todo parece no merecer la pena de ser comprendido.