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Otelo es sin duda una de las mayores tragedias jamás escritas. Es una de las últimas obras de Shakespeare, una de las mejores. Aunque originalmente se basó en una historia corta, Shakespeare la adaptó y la hizo suya.
Otelo es un general al servicio de Venecia. Iago es amigo de Othello, pero luego Othello promueve a Michael Cassio a la posición de teniente personal e Iago está increíblemente celoso. Iago comienza una campaña malvada y maliciosa contra el héroe. Otelo se escapa con Desdémona, pero Iago comienza a conspirar contra ellos. Otelo sospecha mucho de Desdémona.
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Veröffentlichungsjahr: 2021
William Shakespeare
OTELO
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 979-12-5971-045-1
Greenbooks editore
Edición digital
Enero 2021
www.greenbooks-editore.com
OTELO
DRAMATIS PERSONÆ EL DUX DE VENECIA.
BRABANCIO, senador. OTROS SENADORES.
GRACIANO, hermano de Brabancio. LUDOVICO, pariente de Brabancio.
OTELO, noble moro, al servicio de lo República de Venecia. CASSIO, teniente suyo.
IAGO, su alférez.
RODRIGO, hidalgo veneciano.
MONTANO, predecesor de Otelo en el gobierno de Chipre. BUFÓN, criado de Otelo.
DESDÉMONA, hija de Brabancio y esposa de Otelo. EMILIA, esposa de Iago.
BLANCA, querida de Cassio.
UN MARINERO, ALGUACILES, CABALLEROS, MENSAJEROS, MÚSICOS, HERALDOS y ACOMPAÑAMIENTO.
ESCENA: En el primer acto, en Venecia; durante el resto de la obra. en un puerto de mar de la isla de Chipre.
Acto Primero
Escena Primera Venecia. -Una calle
Entran RODRIGO e IAGO
RODRIGO.- ¡Basta! ¡No me hables más! Me duele en el alma que tú, Iago, que has dispuesto de mi bolsa como si sus cordones te pertenecieran, supieses del asunto...
IAGO.- ¡Sangre de Dios! ¡No queréis oírme! ¡Si he imaginado nunca semejante cosa, aborrecedme!
RODRIGO.- Me dijiste que sentías por él odio.
IAGO.- ¡Execradme si no es cierto! Tres grandes personajes de la ciudad han venido personalmente a pedirle, gorra en mano, que me hiciera su teniente; y a fe de hombre, sé lo que valgo, y no merezco menor puesto. Pero él, cegado en su propio orgullo y terco en sus decisiones, esquiva su demanda con ambages ampulosos, horriblemente henchidos de epítetos de guerra; y, en conclusión, rechaza a mis intercesores; «porque ciertamente (les dice) he elegido ya mi oficial». ¿Y quién es este oficial? Un gran aritmético, a fe mía; un tal Miguel Cassio, un florentino, un mozo a pique de condenarse por una mujer bonita, que nunca ha hecho maniobrar un escuadrón sobre el terreno, ni sabe más de la disposición de una batalla que una hilandera, a no ser la teoría de los libros, que cualquiera de los cónsules togados podría explicar tan diestramente como él. Pura charlatanería y ninguna práctica es toda su ciencia militar! Pero él, señor, ha sido elegido, y yo (de quien sus ojos han visto la prueba en Rodas, Chipre y otros territorios cristianos y paganos) tengo que ir a sotavento y estar al pairo por quien no conoce sino el deber y el haber por ese tenedor de libros. Él, en cambio, ese calculador, será en buen hora su teniente; y yo (¡Dios bendiga el título!), alférez de su señoría moruna.
RODRIGO.- ¡Por el cielo, antes hubiera sido yo su verdugo!
IAGO.- Pardiez, ¡y qué remedio me queda! Es el inconveniente del servicio. El ascenso se obtiene por recomendación o afecto, no según el método antiguo en que el segundo heredaba la plaza del primero. Juzgad ahora vos mismo, señor, si en justicia estoy obligado a querer al moro.
RODRIGO.- En ese caso, no seguiría yo a sus órdenes.
IAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos! Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El cielo me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines particulares. Porque cuando mis actos exteriores dejen percibir las inclinaciones nativas y la verdadera figura de mi corazón bajo sus demostraciones de deferencia, poco tiempo transcurrirá sin que lleve mi corazón sobre mi manga para darlo a picotear a las cornejas. ¡No soy lo que parezco!
RODRIGO.- ¡Qué suerte sin igual tendrá el de los labios gordos si la consigue así! IAGO.- Llamad a su padre. Despertadle. Encarnizaos con el moro, envenenad su dicha,
pregonad su nombre por las calles, inflamad de ira a los parientes de ella, y aunque habite en un clima fértil, infectadlo de moscas. Por más que su alegría sea alegría, abrumadle, sin embargo, con tan diversas vejaciones, que pierda parte de su color.
RODRIGO.- He aquí la casa de su padre. Voy a llamarle a gritos.
IAGO.- Hacedlo, y con el mismo acento pavoroso e igual prolongación lúgubre que cuando en medio de la noche y por descuido alguien descubre el incendio en una ciudad populosa.
RODRIGO.- ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Señor Brabancio! ¡Hola!
IAGO.- ¡Despertad! ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Mirad por vuestra casa, por vuestra hija y por vuestras talegas! ¡Ladrones! ¡Ladrones!
Entra BRABANCIO, arriba, asomándose a una ventana
BRABANCIO.- ¿Qué razón hay para que se me llame con esas vociferaciones terribles?
¿Qué sucede?
RODRIGO.- Signior, ¿está dentro toda vuestra familia? IAGO.- ¿Están cerradas vuestras puertas?
BRABANCIO.- ¿Por qué? ¿Con qué objeto me lo preguntáis?
IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! ¡Os han robado! Por pudor, poneos vuestro vestido.
Vuestro corazón está roto. Habéis perdido la mitad del alma. En el momento en que hablo, en este instante, ahora mismo, un viejo morueco negro está topetando a vuestra oveja blanca. ¡Levantaos, levantaos! ¡Despertad al son de la campana a todos los ciudadanos que roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! ¡Alzad, os digo!
BRABANCIO.- ¡Cómo! ¿Habéis perdido el seso? RODRIGO.- Muy reverendo señor, ¿conocéis mi voz? BRABANCIO.- No. ¿Quién sois?
RODRIGO.- Mi nombre es Rodrigo.
BRABANCIO.- Tanto peor llegado. Te he advertido que no rondes mis puertas. Me has oído decir con honrada franqueza que mi hija no es para ti; y ahora, en un acceso de locura, atiborrado de cena y de tragos que te han destemplado, vienes por maliciosa bellaquería a turbar mi reposo.
RODRIGO.- Señor, señor, señor...
BRABANCIO.- Pero puedes estar seguro de que mi carácter y condición tienen en sí poder para que te arrepientas de esto.
RODRIGO.- Calma, buen señor.
BRABANCIO.- ¿Qué vienes a contarme de robo? Estamos en Venecia. Mi casa no es una granja en pleno campo.
RODRIGO.-Respetabilísimo Brabancio, vengo hacia vos con alma sencilla y pura.
IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! Sois uno de esos hombres que no servirían a Dios si el diablo se lo ordenara. Porque venimos a haceros un servicio y nos tomáis por rufianes, dejaréis que cubra a vuestra hija un caballero berberisco. Tendréis nietos que os relinchen, corceles por primos y jacas por deudos.
BRABANCIO.- ¿Quién eres tú, infame pagano?
IAGO.- Soy uno que viene a deciros que vuestra hija y el moro están haciendo ahora la bestia de dos espaldas.
BRABANCIO.- ¡Eres un villano! IAGO.- Y vos sois... un senador.
BRABANCIO.- Tú me responderás de esto. Te conozco, Rodrigo.
RODRIGO.- Señor, responderé de todo lo que queráis. Pero, por favor, decidme si es con vuestro beneplácito y vuestro muy prudente consentimiento (como en parte lo juzgo) como vuestra bella hija, a las tantas de esta noche, en que las horas se deslizan inertes, sin escolta mejor ni peor que la de un pillo al servicio del público, de un gondolero, ha ido a entregarse a los abrazos groseros de un moro lascivo...; si conocéis el hecho y si lo autorizáis, entonces hemos cometido con vos un ultraje temerario e insolente; pero si no estáis informado de ello, mi educación me dice que nos habéis reprendido sin razón. No creáis que haya perdido yo el sentimiento de toda buena crianza hasta el punto de querer jugar y bromear con vuestra reverencia. Vuestra hija, os lo digo de nuevo (si no le habéis otorgado este permiso), se ha hecho culpable de una gran falta, sacrificando su deber, su belleza, su ingenio, su fortuna a un extranjero, vagabundo y nómada, sin patria y sin hogar. Comprobadlo vos mismo inmediatamente. Si está en su habitación o en vuestra casa, entregadme a la justicia del Estado por haberos engañado de esta manera.
BRABANCIO.- ¡Golpead la yesca! ¡Hola! ¡Dadme una vela! ¡Despertad a todas mis gentes!... Este accidente no difiere mucho de mi sueño. El temor de que sea cierto me oprime ya. ¡Luz, digo! ¡Luz! (Desaparece de la ventana.)
IAGO.- Adiós, pues debo dejaros. No me parece conveniente, ni conforme con el puesto que ocupo, ser llamado en justicia (como sucederá, si me quedo) a deponer contra el moro. Porque, a la verdad, aunque esta aventura le cree algunos obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios. Son tan grandes las razones que han movido a la República a confiarle las guerras de Chipre (en curso a la hora presente), que no hallarían, ni aun al precio de sus almas, otro de su talla para dirigir sus asuntos. Por
consiguiente, aunque le odio como a las penas del infierno, las necesidades de mi vida actual me obligan, no obstante, a izar el pabellón, y la insignia del afecto, simple insignia, verdaderamente. Si queréis hallarle con seguridad, conducid hacia el Sagitario a los que se levanten para ir en su busca, que allí estaré con él. Y con esto, adiós. (Sale.)
Entran, arriba, BRABANCIO y CRIADOS con antorchas
BRABANCIO.- ¡Es una desgracia demasiado cierta! Ha partido, y lo que me queda por vivir de mi odiada vejez no será ya sino amargura.- ¡Hola, Rodrigo! ¿Dónde la viste? ¡Oh, hija miserable!- ¿Con el moro, dices?- ¿Quién quisiera ser padre?- ¿Cómo supiste que era ella?- ¡Ah, me engaña por encima de toda imaginación!- ¿Qué os dijo?- ¡Traed más luces!
¡Despertad a todos mis parientes!- ¿Creéis que se han casado?
RODRIGO.- Verdaderamente, lo creo.
BRABANCIO.- ¡Oh!, cielo!- ¿Cómo pudo salir?- ¡Oh, traición de la sangre!- Padres, no os fiéis desde hoy de las almas de vuestras hijas por lo que las veis obrar. ¿No existen encantos que permiten abusar de la juventud y de la inocencia? ¿No habéis leído de estas cosas, Rodrigo?
RODRIGO.- Sí, en verdad, señor.
BRABANCIO.- ¡Que se llame a mi hermano!- ¡Oh, que no la hubiereis tenido vos!
¡Vayan los unos en una dirección, y los otros en otra!- ¿Sabéis dónde podríamos cogerles a ella y al moro?
RODRIGO.- Creo que a él podré descubrirle, si os place proveeros de una buena guardia y venir conmigo.
BRABANCIO.- Por favor, guiadnos. Llamaré en todas las casas. Puedo mandar en la mayor parte.- ¡Traed armas, eh! Y levantad a algunos oficiales del servicio de noche.- Marchemos, buen Rodrigo. Yo recompensaré vuestras molestias. (Salen.)
Escena Segunda
El mismo lugar.-Otra calle
Entran OTELO, IAGO y personas del séquito con antorchas
IAGO.- Aunque he matado hombres en el servicio de la guerra, tengo, sin embargo, por caso de verdadera conciencia cometer un asesinato con premeditación. Me falta a veces maldad, que me sería útil. Nueve o diez veces pensé haberle dado aquí, con mi puñal, debajo de las costillas.
OTELO.- Más vale que hayan pasado así las cosas.
IAGO.- Cierto, pero charlaba en demasía y profería términos tan injuriosos y provocativos contra vuestro honor, que con la poca piedad que tengo, me ha costado mucho trabajo soportarle. Pero, os lo ruego, señor, ¿os habéis casado de veras? Estad seguro de esto, de que el magnífico es muy estimado, y posee en realidad una voz poderosa, dos veces tan influyente como la del dux. Os obligará a divorciaros, u os opondrá tantos inconvenientes o vejaciones, que la ley (con todo el poder que tiene para reforzarla) le dará cable.
OTELO.- Que obre a tenor de su enojo. Los servicios que he prestado a la Señoría reducirán al silencio sus querellas. Aún está por saberse (y lo proclamaré cuando me conste que la jactancia es un honor) que derivo mi vida y mi ser de hombres de regia estirpe, y en cuanto a mis méritos, pueden hallar, a cara descubierta, a tan alta fortuna como la que he alcanzado. Porque sabe, Iago, que sin el amor que profeso a la gentil Desdémona, no quisiera por todos los tesoros del mar trazar límites fijos y estrechos a mi condición libre y errante. Pero ¡mira! ¿Qué luces son aquéllas?
Entran CASSIO, a distancia, y ciertos oficiales con antorchas
IAGO.- Son del padre, que se ha despertado, y de sus amigos. Debierais iros dentro.
OTELO.- No; que se me encuentre; mi dignidad, mi rango y mi conciencia sin reproche me mostrarán tal como soy. ¿Son ellos?
IAGO.- ¡Por Jano! Creo que no.
OTELO.- ¡Los servidores del dux y mi teniente! ¡Los plácemes de la noche caigan sobre vosotros, amigos! ¿Qué noticias hay?
CASSIO.- El dux os envía sus saludos, general, y requiere vuestra presencia sin demora, en este mismo instante.
OTELO.- ¿De qué creéis que se trate?
CASSIO.- A lo que he podido adivinar, de algo referente a Chipre. Es un asunto de cierta prisa. Esta misma noche las galeras han enviado una docena de mensajeros sucesivos, pisándose los talones unos a otros; y buen número de cónsules están ya levantados y reunidos con el dux. Se os ha llamado aceleradamente, y cuando han visto que no se os hallaba en vuestro alojamiento, el Senado ha despachado tres pesquisas diferentes para proceder a vuestra busca.
OTELO.- Está bien que seáis vos quien me haya encontrado. Voy a decir sólo una palabra aquí en la casa, e iré con vos. (Sale.)
CASSIO.- ¿Qué hacía aquí, alférez?
IAGO.- A fe mía, esta noche ha abordado a una carraca de tierra; si la presa es declarada legal, se hace rico para siempre.
CASSIO.- No entiendo. IAGO.- Se ha casado. CASSIO.- ¿Con quién?
Vuelve a entrar OTELO
IAGO.- Por mi fe, con... Vamos, capitán, ¿queréis venir? OTELO.- Soy con vos.
CASSIO.- He aquí otra tropa que viene a buscaros.
IAGO.-Es Brabancio. General, tened cuidado. Viene con malas intenciones.
Entran BRABANCIO, RODRIGO y oficiales con antorchas y armas OTELO.- ¡Hola, teneos!
RODRIGO.- Signior, es el moro.
BRABANCIO.- ¡Sus, a él! ¡Al ladrón! (Desenvainan por ambas partes.) IAGO.- ¡A vos, Rodrigo! ¡Vamos, señor, soy vuestro hombre!
OTELO.- Guardad vuestras espadas brillantes, pues las enmohecería el rocío. Buen signior, se obedecerá mejor a vuestros años que a vuestras armas.