Otoño en Londres - Andrea Izquierdo - E-Book

Otoño en Londres E-Book

Andrea Izquierdo

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Beschreibung

«El hotel Ellesmere se halla al sur de Hyde Park, en uno de los barrios más elitistas de Londres, hogar del creador de Peter Pan: el célebre South Kensington». Allí va a parar LILY, admitida en la universidad gracias a una beca y atónita por su lujosa residencia. Para MEREDITH, ese ambiente es muy común, al igual que para AVA, más interesada en que sus secretos no salgan a la luz pese a la insistencia de CONNOR, ese chico coreano que siempre acompaña a REX (del que todos hablan debido a su madre) y a MARTHA, la del pelo azul que armó un número cuando se cruzó en una fiesta con TOM; sí, ¡el mismísimo Tom Roy!, amigo de FINN, el pelirrojo aficionado a los videojuegos que siente antipatía por OLIVER... Ese al que Lily preferiría no tener que ver nunca más. Con el inicio del otoño, todos ellos coinciden en el entorno más exclusivo de Londres, donde cuanto más alta es la cima, más riesgo entraña el precipicio. Cita de reseña crítica: "Los diferentes personajes, secretos y cambios de rumbo de Otoño en Londres te atraparán hasta la última página. ¡Y qué final! Aún estoy con la boca abierta". BLUE JEANS, autor de EL CLUB DE LOS INCOMPRENDIDOS "Secretos, mentiras, enredos y mucha fama son los ingredientes de este cóctel tan adictivo. No vas a poder dejar de leer". IRIA G. PARENTE, coautora de SUEÑOS DE PIEDRA "Personajes inolvidables y páginas que se pasan sol

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© de la obra: Andrea Izquierdo, 2016

© de las ilustraciones: Elena Pancorbo, 2016

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: abril de 2022

ISBN: 978-84-17834-78-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

OTOÑO EN LONDRES

LILY

No debería estar aquí.

Son las nueve y diez de la mañana. Es viernes y llueve… Llueve mucho. Quizá debería sorprenderme que a principios de septiembre diluvie de esta manera en Madrid, pero ahora mismo es lo último que se me pasa por la cabeza. Veo un relámpago a través de la ventanilla y me pregunto si podremos volar en estas condiciones. El suelo pavimentado se está encharcando y en los regueros de agua que lo surcan empiezan a reflejarse los nubarrones que cubren el cielo. Dos operarios van corriendo de lado a lado, tapados con un impermeable amarillo, la capucha y unas botas de goma.

Estoy sentada en el asiento 12F del avión, a la espera de que los últimos pasajeros entren para despegar cuanto antes. Por la zona de las primeras filas, en mitad del pasillo, se ha detenido un hombre para colocar tranquilamente su maleta en el compartimento superior, lo que ha provocado un atasco con los pasajeros de detrás. No entiendo por qué la gente se comporta de una manera tan extraña cuando viaja. Es como si no hubiera término medio: o van con prisa y estresados a todas partes o se lo toman con la mayor calma del mundo.

Mientras me abrocho el cinturón de seguridad, observo las caras de enfado… y eso me recuerda lo que me espera. Me veo capaz de salir corriendo en cualquier momento, volver a casa y contarles a mis padres la verdad. Ojalá el aparato despegue y no haga nada de lo que pueda arrepentirme, porque ya es tarde para confesar y me vendría bien que cerrasen las puertas para no tener la posibilidad de dar marcha atrás. Me llevo la mano al cuello y empiezo a juguetear con la piedra de mi colgante, dándole vueltas entre los dedos. No puedo evitarlo: cada vez que estoy nerviosa, me tranquiliza palpar su superficie pulida.

Dos azafatas salen a ayudar al hombre de la maleta. Hablan con él y, al cabo de unos segundos, se la llevan al fondo del avión, donde hay mucho más espacio. Los demás pasajeros suspiran con alivio y se apresuran hacia sus asientos.

A mi lado se acomoda una pareja bastante joven con un bebé que, por suerte, está dormido. Espero que no se despierte; el llanto de los niños me da siempre dolor de cabeza, en especial cuando estoy tensa. Ambos se abrochan el cinturón, con cuidado para evitar movimientos bruscos que puedan desatar el caos, y acto seguido sacan una guía turística y un bloc de notas.

Miro con disimulo a la mujer, que ahora mismo está hojeando la guía como si buscara algo en particular. Me encanta el color de su melena, de un tono rojizo claro. Llevo muchos años tiñéndome el pelo e intentando que parezca natural, pero siempre me queda demasiado anaranjado o de un rojo demasiado intenso. Por eso, cada vez que veo a una chica que no necesita teñírselo porque es su color de pelo original, me muero de la envidia.

De pronto, al pensar en ello, me quedo en blanco porque no recuerdo haber metido los botes del tinte en la maleta. Entre los nervios y las prisas, no estoy segura de llevarlos, pero el equipaje está facturado y no puedo hacer nada para resolver mis dudas.

Giro la cabeza y vuelvo a mirar por la ventanilla. La lluvia continúa cayendo torrencialmente, aunque ya no se ven relámpagos. Las gotas forman una pequeña cortina de agua que emborrona el paisaje y siento un repentino malestar al ver los charcos que se agrandan de forma incesante, como en un mal augurio del sitio al que me dirijo.

Saco el móvil y envío unos últimos mensajes a mis padres y a mis amigas. Me había preparado un documental para verlo en el trayecto, pero creo que no estoy de humor para teorías conspirativas sobre alienígenas. Cada vez que pulso una letra en el teclado para despedirme de ellos, me asalta la idea de que yo no debería estar aquí, de que este viaje no tiene ningún sentido. Me muerdo el labio para reprimir la rabia y las ganas de llorar mientras la pantalla del móvil se vuelve negra. Luego lo guardo en el bolsillo externo de la mochila, estiro un poco las piernas y respiro hondo para contener las lágrimas que se me empiezan a formar en los ojos: no me puedo permitir llorar ahora. Este viaje me tiene que servir para olvidarme de las últimas semanas, para pasar página…

Me paso las manos por la cara y me masajeo las sienes, intentando asimilar, de una vez por todas, lo que me espera cuando aterrice en Londres.

TOM

Aguanto la respiración unos segundos más y saco la cabeza del agua. El sonido del exterior retorna por unos instantes y se amortigua de nuevo cuando me sumerjo. Fuerzo unas brazadas hasta el final de la calle y freno bruscamente. Apoyo los pies en un pequeño saliente que hay en el borde de la piscina mientras recobro el aliento con fatiga. Deben de ser ya las ocho, porque la luz que se cuela por las ventanas ha ganado intensidad. Echo un vistazo al reloj que hay al otro lado del polideportivo: todavía falta un cuarto de hora, así que me permito descansar unos segundos y hacer un último recorrido antes de salir.

Doy media vuelta y me impulso con las piernas para nadar lo más rápido posible. Suelto el aire que acumulan mis pulmones y disfruto de la sensación de libertad que me da gastar toda mi energía en cruzar de lado a lado la piscina. Durante un rato, la presión de las gafas y del gorro se desvanece y solo quedamos el agua y yo. Lo que me aguarda más allá de la puerta del gimnasio desaparece con cada brazada que doy, con cada bocanada de aire. Llego al final de la calle y giro para repetir el camino en la dirección contraria.

Al cabo de unos minutos, noto una molestia en el hombro derecho por la fuerza con la que me impulso. Sin embargo, la ignoro. Nadar es mucho más que mover el cuerpo para seguir avanzando. Es un medio de desconexión cuando todo a tu alrededor parece ir demasiado rápido.

Un portazo en la habitación contigua me despierta de golpe. Doy un respingo en la cama y murmuro, todavía a medio camino entre el sueño y la vigilia, molesto con mi compañero de piso. Estoy harto de escuchar todos los días a Finn haciendo lo mismo una y otra vez, aunque me ignora cuando se lo recuerdo.

Siempre que madrugo para ir a nadar, me cuesta conciliar el sueño a mi regreso. Es muy temprano para hacer cosas, pero muy tarde para dormir un par de horas más… No obstante, hoy estaba tan exhausto que no he podido evitar acostarme.

Doy media vuelta en la cama, cierro los ojos, rehuyendo la luz matutina de Londres, y me tapo con el edredón. Me encanta quedarme envuelto así, ajeno al frío del exterior; es casi como cuando estoy nadando en la piscina y no hay nadie más ahí. Permanezco unos segundos en silencio, concentrado en dormirme, pero enseguida compruebo que no voy a conseguirlo.

Alargo el brazo hacia la mesilla de noche para coger el móvil y, nada más tocarlo, la luz de la pantalla me hace cerrar los ojos por lo alto que está el brillo. Pestañeando atolondradamente, aprieto de nuevo el botón del iPhone para ver qué hora es: casi las diez. Debería salir de la cama y empezar a ser productivo. Bufo y me estiro entre las sábanas todo lo que puedo, pensando en la colleja que voy a darle a mi amigo por ser tan ruidoso.

Pero no tengo ni que levantarme para ver a Finn: justo en ese momento, abre la puerta de mi cuarto y echa a andar a zancadas hasta donde estoy tumbado.

—¿Qué haces? —farfullo de manera incomprensible, girándome otra vez.

—Tom, ¿aún no te has levantado?

—¿Qué pasa? —Me froto los ojos mientras me siento en el borde de la cama. Pese a las gafas, siempre se cuela algo de agua y se me irritan con el cloro.

—¡Tenemos la sesión de fotos en veinte minutos!

—¿QUÉ?

Finn busca el interruptor de la luz y la enciende, cegándome por segunda vez. No me hace falta mirarle a la cara para saber que está cabreado.

—¡Para Teen Vogue! ¡La revista! ¿Hola? ¿En serio se te había olvidado? ¡Te lo recordé ayer! —exclama con su inconfundible acento escocés.

—Hmmmm… —murmuro agobiado, dejándome caer de espaldas en el colchón—. Pensaba que era mañana, joder.

—Venga, tío, sal de ahí. —Se acerca y me arranca el edredón—. Ponte cualquier cosa… Te espero en tres minutos en la puerta, ni uno más. Si no estás, me largo sin ti.

Finn sale chasqueando la lengua, sin disimular su enfado. No me puedo creer que se me haya pasado que la sesión de fotos era hoy. ¡Estaba convencido de que teníamos que ir mañana!

Maldigo entre dientes mientras salgo de la cama y me paso la mano por la cabeza. Si me hubiera acordado de que era hoy, habría ido a nadar otro día y mi pelo no estaría áspero por el cloro. Menos mal que allí nos arreglarán para las fotos; si no, Alice se enfadaría bastante.

Como nos van a elegir también la ropa, no me esfuerzo en vestirme: escojo la primera camiseta que encuentro en el armario y unos vaqueros. Entretanto, bostezo, aún adormilado. Quizá no haya sido tan buena idea echarme a dormir después de nadar… Ahora estoy todavía más cansado.

Oigo a Finn gritarme desde el piso de abajo, repitiéndome que llegamos tarde y amenazándome con irse sin mí, así que me calzo a toda prisa, cojo el móvil, la cartera y las gafas de sol y bajo corriendo las escaleras. Él ya está fuera con la puerta abierta y las llaves en la mano.

—Ya voy, tío —le digo, rematando la frase con otro bostezo.

—¡El coche está esperándonos! Venga, cierra, Bella Durmiente.

AVA

Querido diario:

Solo faltan tres días para que empiecen las clases y, para qué mentir, estoy muerta de miedo. Esta mañana, a primera hora, mamá, papá y Niko se han marchado al aeropuerto para volver a Copenhague, y justo después he empezado a sentir los nervios. Me duele el estómago al pensar que voy a tener que estar en un sitio nuevo, rodeada de desconocidos. Ya lo pasé mal el primer día de universidad, cuando comencé la carrera, y no tengo ninguna gana de repetirlo. Por suerte, Panda ha podido quedarse conmigo en el hotel; menos mal que aquí aceptan mascotas, porque sin él me hubiera sentido muy sola.

Detesto la sensación de no saber qué me depara mi nueva clase, de intentar imaginar cómo serán mis futuros compañeros. ¿Se conocerán de antes? Supongo que sí, porque no creo que vengan muchos alumnos nuevos para estudiar el último año de carrera en una universidad como esta… Ayer estuve indagando en Facebook sobre algunos estudiantes que están matriculados en Economía en la USK y todos tienen un denominador común: aparentan ser extremadamente ricos. Desde luego, con el dineral que mis padres han pagado, ya suponía que sería un sitio para gente con una cuenta bancaria bastante holgada. No hay más que ver el hotel en el que nos alojamos: aunque a priori las habitaciones pueden parecer las típicas de una residencia de estudiantes, son enormes y están muy bien equipadas. ¿Tendrán servicio de comida?

Alguien llama a la puerta justo cuando estoy poniendo el punto en el signo de interrogación. Miro el reloj. No puede ser ningún empleado del hotel porque los encargados de la limpieza ya han pasado hace un rato… A lo mejor se han dejado algo. Oigo a Panda removerse en su jaula como si también le hubiera desconcertado el sonido.

Me levanto de la cama mientras cierro el diario y lo escondo bajo unas hojas que tengo amontonadas a mi alrededor. Quienquiera que haya llamado vuelve a hacerlo con insistencia, de modo que me apresuro a abrir.

Al otro lado me recibe una chica imponente. Su físico parece de revista: piel oscura, cejas perfectamente depiladas, ojos casi negros y unas curvas de impresión que se evidencian por su camiseta escotada y su falda de tubo de cuadros rojos. Lleva unos tacones de siete u ocho centímetros para compensar su baja estatura, acaso lo único que le fallaría para ser modelo. De hecho, me recuerda un poco a Eva Longoria.

Durante una milésima de segundo, me planteo si habré visto a esta chica en alguna parte, ya que la residencia podría ser un imán para los hijos de personas famosas, pero enseguida descarto la idea.

—¿Hablas inglés? —inquiere sin preámbulos. Tiene un acento que no logro identificar, aunque me suena.

—Sí, sí.

—Oh, perfecto. —Su semblante se relaja y esboza una amplia sonrisa—. Me llamo Meredith. Soy tu nueva vecina… De pasillo, me refiero.

Se acerca sin previo aviso y me da un abrazo, plantándome un beso en la mejilla. Su confianza me sobresalta tanto que tengo que contenerme para no retroceder.

—¡Ah! Encantada, yo soy Ava.

—¿Cómo?

Bueno, ya estoy tan habituada a que la gente no haya oído mi nombre que yo misma lo deletreo mecánicamente cada vez que alguien frunce el ceño.

—¡Qué guay! Es superexótico.

—Gracias, supongo —murmuro sin saber qué responder.

No es que sea poco sociable, pero sí tímida y, siempre que me encuentro con una persona rebosante de energía, tiendo a apagarme. Una de mis manías más fastidiosas es agachar la cabeza cuando no sé qué decir… Justo como acabo de hacer ahora.

—¿Quieres pasar a mi habitación para charlar un rato? Es la de al lado —propone, señalando con el dedo hacia el pasillo.

—A… ¿tu habitación?

Me da muchísima vergüenza hablar con ella. Bueno, me da vergüenza sociabilizar en general, pero antes de venir me prometí que intentaría hacer amigos y no quedarme todo el día encerrada.

Siempre he sido muy callada: la que accedía a todo en el grupo y aprobaba cualquier plan con tal de ahorrarse discusiones. Desde que era bien pequeña, he preferido relegarme a un segundo plano y, a la larga, no inmiscuirme en los problemas ajenos me ha ahorrado muchos malos tragos. Sin embargo, en estos últimos años he notado que, por intentar pasar desapercibida, me he quedado atrás; de hecho, en varias ocasiones he perdido oportunidades por no ser capaz de dar el primer paso. En teoría, mi propósito en este último curso es conseguir ser más abierta… Y supongo que Meredith, mi recién conocida compañera de pasillo, es una buena opción para lograrlo.

Por eso, sin pensarlo mucho, musito:

—Sí, claro. Eeeh… Déjame coger la tarjeta.

Vuelvo a entrar y rebusco en mi bolso hasta que la encuentro. Luego camino hacia donde me aguarda Meredith.

—¡Vamos! —dice alegremente. Cuando habla, parece más bien estar cantando.

La sigo hasta su puerta, en la que destaca el número 207. Mientras espero a que la abra, me recojo un mechón de pelo detrás de la oreja, nerviosa.

Tan pronto como entramos, compruebo que su cuarto es idéntico al mío, a excepción de un detalle: los muebles se hallan dispuestos de forma simétrica en el lado contrario. La imagen, tras haberme acostumbrado a la distribución de los míos, me resulta algo desconcertante.

—Y bueno, cuéntame, ¿de qué país vienes? ¿Noruega? —pregunta Meredith, sentándose en la cama y señalándome la silla que hay ante el escritorio para que la imite.

Me figuro que no se refiere a un país en particular de Europa, sino de los nórdicos. Lo cierto es que reúno todas las características para vivir allí, para qué engañarme: mido casi un metro ochenta, mi constitución es delgada, tanto mi piel como mi pelo son demasiado claros… y, por supuesto, no podían faltar los típicos ojos azules. Sé que en el sur encontrar a alguien con ojos así es más difícil, pero en mi universidad anterior solo había tres chicos con ojos oscuros y los tres pertenecían a la misma familia. Meredith es muy distinta a mí y, como salta a la vista, no solo en un sentido físico, sino también en cuanto al carácter. Me hace gracia que seamos como nuestras habitaciones: parecidas en lo básico, pero diametralmente opuestas.

—Dinamarca —aclaro.

—¡Vaaaaya! —exclama mientras abre una bolsa de cacahuetes y me la ofrece.

—No, gracias. ¿Y tú?

—Nací en Bulgaria, viví en Turquía varios años y luego volví a mi país natal. Así que mi corazón se divide entre los dos lugares.

¡Turquía! Su inglés tenía cierto deje que me sonaba de algo… Ahora ya me cuadra.

—Estuve una vez en Turquía —le cuento—; fui de pequeña con mis padres y mi hermano. Recuerdo que hacía muchísimo calor.

—¿En serio? —Meredith suelta una risita—. El clima no siempre es tan bueno. A veces hay unas tormentas horribles y no para de llover durante días.

—Bueno, en Dinamarca podemos estar varios días sin que pare de nevar.

—¿De veras? —Arquea sus definidas cejas—. ¡Qué frío! No podría sobrevivir en ese clima; de hecho, bastante sacrificio es ya para mí venir a un sitio tan lluvioso.

Sonrío, nuevamente sin saber qué contestar, y de inmediato me muerdo el labio al percatarme de que he vuelto a agachar la cabeza. Meredith se distrae unos segundos tecleando en su móvil, así que aprovecho para echar un vistazo a su escritorio, que ya ha organizado con sus pertenencias. Lo que más me llama la atención son los altavoces que tiene colocados a ambos lados de su portátil: son gigantes.

—¿Es verdad eso de que en el norte podéis pasar días enteros a oscuras? —pregunta, sacándome de mis pensamientos—. ¿Y que a veces por la noche es de día y el sol está todo el rato en el cielo?

Asiento y ella sonríe mientras se come un cacahuete.

—¡Vaya! No sabía si era verdad o uno de esos mitos falsos que circulan por Internet. ¿Y eso ocurre en Dinamarca con frecuencia?

—No, solo en los países próximos al círculo polar ártico.

Meredith no es una excepción: esa curiosidad asombra a todo el mundo. En algunos países nórdicos, según la estación en la que se encuentren, pueden transcurrir días o semanas sin luz solar o con ella continuamente. Pero en Dinamarca no ocurre: hay que desplazarse más al norte para disfrutar del sol de medianoche.

—Qué guay. Tengo que ir allí algún día para vivirlo en persona.

Se lleva un fruto seco a la boca y lo mastica deprisa. De repente, me entran ganas de comer cacahuetes, pero me da vergüenza pedírselos porque ya se los he rechazado. Me sorprendo cambiando de tema y preguntándole qué le trae por Londres.

—Oh, lo mismo que a ti, supongo. La USK.

—¿Tú también vas a la USK? —le digo, asombrada.

—¡Pues claro! Este hotel es exclusivo para sus estudiantes.

Ahora soy yo la que está perpleja. ¡No tenía ni idea de que esto era una residencia universitaria! Pensaba que era un hotel corriente donde nos habían asignado aleatoriamente una habitación.

—Ah, no lo sabía. —Bajo la cabeza, avergonzada por no haber investigado más sobre este sitio—. ¿Qué…, qué estudias?

—Biología. —Meredith se encoge de hombros—. He venido a pasar el curso entero, hasta junio.

—Vaya —murmuro con un suspiro.

Ella se lleva un cacahuete a la boca y ladea la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Nada. Por un momento, había tenido la esperanza de que fuéramos a estudiar lo mismo. Yo estoy en el otro edificio, en el de Economía.

—Hmmm, qué pena —asiente Meredith, masticando—. Siempre está bien conocer a alguien para no ir sola a clase por primera vez.

Me alegro de no ser la única con esa preocupación.

—¿Por eso estabas llamando a las puertas de desconocidos? —bromeo, intentando sonar relajada pese a los nervios. Hablar de la universidad me ha recordado que se acerca el primer día y se me ha formado un nudo en la garganta.

Ella se echa a reír y al instante tose, casi atragantándose.

—¡No! Solo quería conocer gente, ya sabes. Oye, ¡voy a pasar aquí casi un año de mi vida y no quiero hacerlo sola! ¿Tú también te quedas hasta junio?

—Hasta julio —matizo—. Estoy en el último año de carrera, por eso tengo que quedarme dos semanas más después de los exámenes para entregar los trabajos finales.

Meredith silba, impresionada.

—Último año ya, ¿eh? Bueno, a mí aún me quedan dos. Empiezo ahora tercero.

—Supongo que estudiar Biología no será fácil, ¿verdad?

Ella hace una mueca de indiferencia, como aburrida ya de la conversación, y cierra la bolsa de frutos secos.

LILY

Cuando el avión aterriza en Heathrow a las diez y media, hora inglesa, sigo mirando por la ventanilla. Es lo que he hecho durante casi todo el viaje desde que despegamos. Necesito sacarme de la cabeza el nombre de Oliver y cualquier cosa que tenga que ver con él, pero, por más que me empeño, acude a mi mente automáticamente, como un resorte. Todos mis esfuerzos son en vano: es imposible pensar en esta ciudad y no asociarla a él. Oliver y Londres son dos cosas que van juntas… O, por lo menos, así ha sido durante los últimos meses.

Espero desganada a que los pasajeros salgan. No tengo ninguna prisa en pisar la ciudad que va a ser mi casa los próximos meses, así que no me quito el cinturón hasta que solo quedamos cinco o seis personas. Echo un último vistazo por la ventanilla y suspiro, entrecerrando los ojos. El tiempo aquí es similar al que he dejado atrás en Madrid: otro de los motivos por los que no debería haber venido a esta maldita ciudad.

Cojo mi mochila y echo a andar hacia la tripulación, que a la salida se despide cordialmente de mí y me desea que vuelva pronto.

Ojalá pudiera. Ojalá no hubiera tenido que coger este vuelo.

Les fulmino con la mirada, a pesar de que sé que no se merecen cargar con mi mal humor, y camino por la pasarela que lleva al aeropuerto.

Como todo el mundo ha salido antes, me demoro casi veinte minutos en la fila del control de pasaportes hasta que por fin llego a la sala de las cintas de equipaje con la esperanza de que mi maleta no se haya extraviado. No sería la primera vez que me ocurre algo así: en un par de ocasiones, me quedé esperando más de una hora hasta que fui al mostrador de la aerolínea a reclamarla. Y en ambos casos no volvió a aparecer nunca más.

Me siento unos metros más allá de la cinta número nueve, la que corresponde a mi vuelo, y subo los pies a la silla para apoyar la cabeza en las rodillas. Doy vueltas a la piedra que cuelga de mi collar, nerviosa. Debería encender el móvil, cambiar la tarjeta por una que contraté por Internet para tener conexión en Londres y avisar a mi familia de que he llegado, pero ya lo haré cuando esté en la residencia. En este momento, ver algo positivo en la situación me exige tener la mente en blanco.

Tras un minuto intentándolo, mi táctica no surte efecto y vuelvo a dar vueltas en un círculo vicioso. No me puedo creer que esté ocurriendo esto. No sé por qué no les he contado la verdad a mis padres, el motivo real por el que decidí aceptar una beca para pasar aquí el último año de carrera. Ni yo misma sé la respuesta a esas cuestiones.

Lo que sí que tengo claro es que el culpable de que me encuentre ahora mismo en el aeropuerto de Londres y vaya a alojarme en esta ciudad hasta julio tiene nombre y apellido: Oliver Kent.

MEREDITH

Me levanto en cuanto la alarma anuncia mi primer día de universidad. Aunque las clases no comienzan hasta las ocho y media y solo son las siete, he quedado con Ava dentro de tres cuartos de hora para desayunar y llegar superpronto al campus. Ayer hicimos una pequeña visita a la zona para ver cómo era la USK por fuera y por dentro, pero no se nos ocurrió pensar que en domingo estaría cerrada y, obviamente, no pudimos acceder al edificio. Muy inteligentes, sí, señor. Pero, bueno, si hoy llegamos sobre las ocho, nos dará tiempo a curiosear un poco por los pasillos, ver a la gente y buscar nuestras aulas.

Lo mejor es que la uni está a dos minutos a pie del hotel. Cuando me enteré, esa fue la mejor noticia que me podían haber dado, porque detesto caminar y cualquier actividad que requiera esfuerzo físico. Tener las clases aquí al lado es mucho más cómodo… Punto a favor para los ingleses. Al final, me van a acabar gustando y todo.

Mi nueva amiga es un poco extraña, aunque a mis padres ya les cae genial. Anoche hablamos por videollamada y lo poco que les conté de ella les bastó para convencerse de que la compañía de una chica tranquila como Ava va a ayudarme a centrarme en mis estudios. Vale, sí, es cierto que me distraigo con facilidad… Pero tampoco es tan incomprensible, ¿no? O sea, ¿cómo no voy a aprovechar al máximo la oportunidad de pasar sola un curso entero? Ava me cae bien; ayer estuvimos charlando y, en cuanto descubrimos que las dos somos fans de Gossip Girl, no hablamos de otra cosa que de Chuck y Blair. Aun así, pienso conocer a mucha más gente a la que le vaya la fiesta y con la que salir a explorar la noche londinense.

No tengo que pararme a pensar en lo que voy a ponerme en mi primer día, lo sé desde hace semanas: abro el armario y saco mis vaqueros negros y mi jersey rosa palo. Los pantalones tienen agujeros por la parte delantera y me dan un aspecto algo informal; no quiero parecer una aburrida vistiendo. Los zapatos que voy a llevar son los más cómodos que tengo, negros con plataforma, lo suficiente para medir unos centímetros más sin que me empiecen a doler los pies a los quince minutos. Lo mismo para el maquillaje: me cubro las imperfecciones con mucho producto, aplico polvos y me pinto la raya, sombra de ojos incluida, a juego con el jersey. Me pongo delante del espejo y reviso mi atuendo, aprovechando para hacerme varias fotos para Snapchat. ¡Todo el mundo tiene que enterarse de que estoy empezando las clases en Londres! En fin, estoy segura de que mis amigas se morirán de envidia cuando lo vean. Por último, me pongo las lentillas y me tomo unos segundos para asegurarme de que me las he colocado bien y no me van a llorar los ojos.

Me siento bastante tranquila, más de lo que me esperaba, así que intento mantener esa confianza y buen humor mientras meto todo lo que voy a necesitar (y más, probablemente) en el bolso. Es un Louis Vuitton que me regaló mi padre al cumplir dieciocho años. Me hubiera gustado más si fuera un Gucci, pero bueno… Para no vivir en la misma casa que mi madre y yo y no tener ni idea de moda, no estuvo nada mal. Por lo menos sabe apreciar que, si algo es caro, tiene más posibilidades de gustarme. Así es como funcionan las cosas en mi familia.

Tras un último vistazo a la mesa para asegurarme de que no me dejo nada, hago un repaso mental de los documentos que tengo que llevar hoy a la uni: pasaporte, carné de estudiante, copia de la matrícula, el justificante de pago… También debería ir por la tarde a alguna tienda donde pueda conseguir una tarjeta inglesa para el móvil, porque paso de estar todo el día conectándome al wifi de cada sitio al que vaya, de manera que lo anoto en la aplicación de notas del iPhone para que no se me olvide. Reviso por tercera vez que esté todo en el bolso, cada documento en una carpeta distinta, y salgo de la habitación.

En el pasillo ya me está esperando Ava. También se ha arreglado bastante, aunque va con una ropa mucho más aburrida. Lleva una chaqueta de Tommy Hilfiger y, a juzgar por cómo se retuerce los dedos, está histérica. Espero que encuentre gente maja en su clase, porque me da un poco de pena verla temerosa como un cervatillo, mordiéndose las uñas y cambiando el peso de una pierna a otra.

—Hola —saluda, levantando la mano.

—¡Buenos días! ¿Lista para desayunar e irnos a la uni?

—¡Sí! ¿Estás nerviosa?

Niego con la cabeza mientras caminamos hacia el ascensor.

—Uuuf, qué suerte —responde. Estoy segura de que le tiemblan las manos y por eso las lleva metidas en los bolsillos del pantalón—. Yo he dormido fatal; me he despertado en mitad de la noche convencida de que no había sonado la alarma y llegaba tarde el primer día.

—Buf, espero que tus nervios no sean contagiosos —replico, apañándomelas sin pretenderlo para sonar borde. Sin embargo, está tan nerviosa que ni repara en ello.

Entramos en el ascensor y pulso la G para bajar a la recepción. Ava sigue hablando, soltando un monólogo sobre lo intranquila que está, lo mal que ha dormido y su inevitable llegada a clase. De hecho, está analizando en voz alta todas las situaciones que pueden ocurrir cuando entre en su aula: desde caerse delante de sus nuevos compañeros hasta darse cuenta de que lleva la chaqueta puesta del revés. En los dos días y medio que llevo con ella, nunca la había oído hablar tanto.

La sala donde se sirve el desayuno es gigante. Los techos son tan altos que las lámparas cuelgan varios metros por encima de nuestras cabezas y, debajo, las mesas —blancas con manteles color crema— se hallan perfectamente alineadas. Es bastante probable que los cubiertos sean de plata. En cierto modo, la estancia parece más un antiguo salón de visitas que un comedor. En el centro hay unos muebles llenos de bollería, tostadas, fruta, yogures y otros alimentos que no identifico. En fin, hay gente que desayuna cosas muy raras. Elegimos una mesa junto a una ventana que da a la calle y nos separamos para escoger lo que vamos a tomar. Yo voy a lo básico: café y bollería, aunque esta última no tiene muy buena pinta. Vierto un poco de leche hasta que el café se queda de color marrón claro y camino hacia la mesa.

Mientras parto con cuchillo y tenedor el croissant de mantequilla, miro hacia el centro del comedor y veo a Ava hablando con una chica pelirroja en la zona de los yogures. Salta a la vista que tiene el pelo teñido, aunque no le queda mal con su tono de piel. En algún momento me planteé ponerme el mío naranja, pero creo que eso favorece a la gente de tez más clara.

Unos segundos después, las dos se aproximan hacia donde estoy sentada, dando los primeros sorbos de mi café con cuidado para no abrasarme la lengua.

—Meredith, esta es Lilian.

—Lily —la corrige ella, forzando una sonrisa.

Me levanto para darle un abrazo y presentarme. Acto seguido, Ava se sienta enfrente de mí y la recién llegada coge una silla vacía de la mesa de al lado para unirse a nosotras.

—¿También es tu primer día? —le pregunto, intentando ser agradable. No tiene muy buena cara… Supongo que, al igual que Ava, lo estará pasando mal, aunque desde luego lo disimula mejor.

—Sí, estoy en el mismo curso, en Economía —contesta ella. Por lo que veo, habla inglés bastante bien.

—¡Eso es genial! —Las miro a las dos y me llevo un trozo de croissant a la boca, tragándolo con dificultad por lo seco que está—. ¡Así no tendrás que ir sola, Ava!

—Ya, qué alivio… —Se gira hacia Lily y le enumera todos sus temores sobre lo que puede ir mal en el primer día en la USK, tal y como ha hecho conmigo hace unos minutos. En serio, hay gente que cuando se pone nerviosa deja de hablar y se lía a vomitar palabras.

Aprovecho su monólogo para estudiar a la pelirroja. Tiene la cara redonda, los hoyuelos marcados y unos ojos muy grandes, en especial para no llevarlos apenas pintados. Bajo el derecho destaca un pequeño lunar. No es tan alta como Ava, pero me sacará cinco o seis centímetros… Buf, odio ser siempre la más baja. Si bien parece agradable, tiene algo que no me acaba de convencer: analiza todo a su alrededor, lanza miradas tristonas a su móvil y su actitud en general transmite disgusto, como si no quisiera estar aquí.

—¿Te encuentras bien? —le pregunto, intentando obtener algo de información.

—Sí, sí —responde al instante—, solo un poco inquieta.

—Pues ya puedes fundar un club con Ava. —Y no sé cómo, pero vuelvo a hacer que mi comentario resulte borde en vez de gracioso, así que me apresuro a remediarlo—: No te preocupes, podemos quedar a la salida de clase para volver juntas al hotel.

OLIVER

Todo el mundo tiene algo que pone a prueba su paciencia: el desorden, la música hortera, el estruendo del tráfico… En mi caso, no hay nada que me irrite más que los turistas.

Entiendo que la gente quiera viajar; yo mismo he recorrido medio planeta gracias al trabajo de mi padre. Pero no me refiero a los que viajan por el placer de descubrir nuevos lugares, sino a los turistas frenéticos, los que se indignan ante el menor contratiempo y no son capaces de hacer las cosas conforme al país en el que se encuentran, sino que imponen su forma de vivir y actuar allá donde van. Hablo de esas personas que se paran en mitad de la calzada para que las casas del Parlamento quepan bien en su foto, que luego subirán a sus redes sociales como si hubieran descubierto un tesoro oculto en las profundidades del mar. Me refiero a los turistas como el que, en este momento, está provocando un atasco sin darse cuenta mientras fotografía cada detalle de lo que ellos llaman «Big Ben». Ya no sé cuántas veces he leído esas dos palabras en lugar de su verdadero nombre, Elizabeth Tower.

Matthew hace sonar la bocina de la limusina y, por fin, el maldito turista y su cámara réflex con un objetivo gigante parecen caer en la cuenta de que no existen solo ellos y su estúpida foto, sino que más allá hay algo llamado el resto del mundo. Rápidamente vuelve a la acera y nos deja pasar. Le dedicaría una mirada de desprecio a través de la ventanilla de no ser porque está tintada y no me vería.

Aún quedarán quince minutos para llegar a las oficinas del centro, así que desbloqueo el móvil y abro Twitter para ver las novedades. Deslizo el dedo por la pantalla, en busca de algo interesante, y después abro Instagram. Al instante, me avisa de que tengo setenta y dos nuevos likes en mi última publicación. Examino las fotos que han colgado mis amigos entre la madrugada y esta mañana: imágenes de la fiesta de anoche, de los licores, de las vistas desde el piso número 27 donde la celebramos… Sigo bajando, más allá de un par de anuncios y fotos de modelos con poca ropa tumbadas en la playa.

Aburrido, continúo deslizando el dedo para ver más publicaciones. Es en ese momento cuando veo la imagen. Al principio no reconozco al usuario, cosa extraña, porque nunca sigo a gente que no conozco lo suficiente para evitar que se me llene la aplicación de contenido irrelevante. Pero esta foto tiene muchos componentes que no cuadran. En primer lugar, la persona que la ha subido. Después, la hora y el día de publicación. Y, por último, un factor fundamental: el sitio donde se ha hecho.

No me puedo creer que, después de todo, Lily haya venido a la misma ciudad en la que me encuentro.

LILY

Cuando mis amigas me hacen una videollamada a última hora de la tarde, no sé ni por dónde empezar a resumirles mi experiencia universitaria londinense, de modo que describo un poco por encima lo que he hecho durante el día. Al otro lado de la pantalla se han reunido todas: Victoria, Elisa y su prima Gisela.

—¿Y bien? —insiste esta última, con ganas de saber más.

—No sé, no hay mucho más que contar… La universidad es la típica de las series inglesas: vieja, con ladrillos por todas partes y mucha, muchísima hierba allá donde mires.

La conexión falla unos segundos mientras Elisa habla, así que le pido que me repita lo que ha dicho cuando parece ir mejor. Espero que el wifi del hotel me permita hacer videollamadas, porque va a ser mi método de comunicación más «cercano» con mi familia y amigos.

—Decía que si habéis empezado ya a dar materia.

—No, hoy solo he asistido con Ava a una presentación del curso —explico—. De todas formas, no éramos muchos en clase. Hay demasiada exclusividad y pijerío en todas las facultades de la USK; en fin, no creo que vaya a encajar en este ambiente.

Ellas guardan silencio durante unos instantes. Conocen mis motivos y, aunque fueron quienes me animaron a seguir adelante con la beca, saben que este lugar no está hecho para mí.

—No pasa nada, chicas —les digo para tranquilizarlas—. Ya me las apañaré. Ava también tiene pinta de ser una más del grupo de gente adinerada que hay por aquí, pero es tímida y parece agradable… Al menos, no es alocada como la otra. Me refiero a Meredith —aclaro al ver la cara de confusión de Victoria—. No sé, no me fío mucho de ella. ¿Sabéis?, hoy ha ido a clase con un Louis Vuitton. Y estoy segura de que era verdadero, porque Meredith forma parte del 99% de los hijos de familias ricas que estudian en la USK.

—¿En serio? —exclama Elisa al tiempo que se hace una coleta al otro lado de la pantalla—. Madre mía, Lily… Te vas a transformar en una pija insoportable.

—¡Oye! —Me río y le saco la lengua—. No, no, de ninguna manera.

—Ya habéis visto cómo es el hotel, chicas —dice Gisela, bromeando y guiñándome el ojo—. Más que un hotel, parece un palacio.

—Es cierto —admito.

Quizá debería haberme informado mejor del sitio en donde iba a alojarme, pero tenía tan pocas ganas de hacer este viaje que ni siquiera me molesté en buscar en Google más que para ubicarlo en el mapa. Estaba convencida de que me hospedaría en una residencia de estudiantes normal, con una cama dura que chirriara, paredes que pareciesen más bien de papel, una moqueta polvorienta, un desayuno cutre… Sin embargo, no sabía cuánto me equivocaba.

Cuando llegué y vi el hotel, supuse que me había confundido de sitio, por lo que di varias vueltas a la manzana en busca de un hostal que se llamara igual. Tras unos minutos de búsqueda infructuosa, tuve que asumir que mi casa en los próximos meses, gracias a la beca que me pagaba el cincuenta por ciento del alojamiento y el año escolar por completo, iba a ser un hotel de lujo para estudiantes ricos.

El hotel Ellesmere se halla al sur de Hyde Park, en uno de los barrios más elitistas de Londres, hogar del creador de Peter Pan: el célebre South Kensington. Por fuera no es tan impresionante, pero el interior bien podría ser el de una mansión victoriana: tiene techos altísimos y una escalinata por la que parece que en cualquier momento vaya a bajar la reina de Inglaterra. Las paredes están recubiertas de un entelado amarillo con ramas y hojas de un verde pálido que les confiere el típico estilo inglés. La recepción y la zona de descanso contigua tampoco se quedan atrás: incluso hay un par de columnas que dan la impresión de ensanchar la entrada.

—¿Y has conocido a alguien más aparte de Meredith y…?

—Ava —respondo—. No, por ahora no. Me he sentado con ella en clase; menos mal que vamos juntas, porque hubiera sido horrible estar sola el primer día. Nuestros compañeros son…, cómo decirlo…, un poco superficiales. Parece que les cuesta juntarse entre ellos y se miran con recelo, analizándose los unos a los otros. Pensaba que se conocerían de antes, pero, salvo un grupo de cinco o seis personas, el resto es nuevo o no se habla con nadie. Hay un chico que también parece majo, aunque poco más.

Espero unos segundos a que les llegue todo lo que he dicho; el audio de la videollamada va con un poco de retraso.

—Tía, ¿te has ido a una universidad de pijos sin tener ni idea? No me puedo creer que no lo hayas mirado antes de viajar.

—Ya os lo dije, era una de las que más cerca quedaban de… las oficinas del padre de Oliver —replico a Elisa de mala gana por hurgar en la herida—. La USK abrió el plazo para pedir las becas unos días antes de que empezara a buscarlas y aproveché la oportunidad. No sabía que iban a aceptarme… Tenía más fe en las de las afueras porque recibían a más estudiantes extranjeros. —Suspiro y me coloco el pelo detrás de las orejas. Estoy bastante cansada. En el fondo, tampoco hemos hecho gran cosa el primer día, pero los nervios me han agotado.

Victoria carraspea y mira de reojo a Elisa. Sé la pregunta que las tres tienen en la punta de la lengua, así que la contesto antes de que la formulen:

—No, ni le he escrito ni le voy a escribir. Es mejor así.

—Pero ¿ni siquiera vas a decirle que has llegado?

—No, Gisela. No quiero meterme en más líos. Estoy aquí y es tarde para echarse atrás… Ya lo era después de que me concedieran la beca, de manera que no puedo hacer nada más que seguir con mi vida al margen de Oliver. No sé, no creo que en una ciudad con… ¿Cuántos habitantes tiene Londres? Bueno, ¡qué más da! Espero no tener la mala suerte de cruzármelo por la calle. Sería demasiada casualidad. Mis padres piensan que vine aquí exclusivamente para cursar el último año de Economía y, después de todo lo que ha pasado, creo que lo mejor es que yo me obligue a pensar eso mismo. No voy a seguir torturándome por un chico.

Ojalá esto último fuera verdad.

Mis amigas asienten al otro lado de la pantalla. No me gusta que me compadezcan por mi situación actual, pero al mismo tiempo me alegra saber que hay alguien a quien puedo confiarle mis preocupaciones. Si no las tuviera a ellas, es probable que hubiese estallado hace meses, cuando ocurrió todo.

—Nosotras estaremos aquí cuando nos necesites. Solo tienes que enviarnos un mensaje y nos conectaremos en cuanto podamos —añade Victoria, sonriendo con franqueza.

—Gracias, de verdad. Voy a intentar olvidarme de todo y procurar no convertirme en alguien insoportable como muchos de los que he visto por aquí. —Fuerzo una carcajada—. Menos mal que he conocido a estas dos chicas que, dentro de lo que cabe, parecen más normales.

—A pesar del Louis Vuitton de Meredith —dice Elisa.

—¡Estate atenta a las redes sociales, que nunca miras el móvil! —me recuerda Gisela.

Sonrío y cierro los ojos. Nunca me han entusiasmado las redes sociales.

—Vaaaale. Lo intentaré. Oye, que hoy he subido una foto a Instagram, eso ya es un logro para mí.

—¡Es verdad! —chilla Elisa—. ¡Cuando la he visto, pensaba que estaba viendo un fantasma!

—Hablando de fantasmas y otras cosas paranormales: me he dejado en casa el libro que me prestaste sobre el Área 51, Victoria —recuerdo, llevándome la mano a la frente con frustración—. Me di cuenta ayer cuando saqué las cosas de la maleta. ¡Qué tonta soy!

—¡Ah! —exclama ella—. Si quieres, puedo ir a recogerlo y enviártelo por correo a tu hotel.

Así es Victoria: siempre generosa y dispuesta a ayudar a los demás.

—No te preocupes… Aunque me da rabia habérmelo olvidado después de que me lo dejaras.

—Bueno —tercia Gisela, risueña—, así tienes una excusa para pasearte por las librerías de la ciudad. Quién sabe, igual encuentras algunos casos reales ocurridos en Londres…

Quizá, me digo para mis adentros, aunque me parece que tengo más probabilidad de toparme con señales de extraterrestres en esta universidad que en cualquier librería.

TOM

Finn abre la puerta y se planta en el umbral con el abrigo empapado. Después de quitárselo, avanza hacia la mitad del salón y restriega las suelas de las deportivas en la alfombra del centro. Espero que el tipo que nos ha alquilado la casa no le tenga mucho cariño, porque mi compañero ha cogido la costumbre de hacer eso cada vez que llueve. Y, dado el índice de precipitaciones anuales en Londres, temo por la vida de la pobre alfombra.

—Toma. —Se deja caer en el sofá y me lanza un ejemplar mojado de Teen Vogue;. A continuación, se seca las gafas en la parte inferior de su jersey.

—¿Ya han salido las fotos?

—¿Tú que crees? No, te he comprado esta revista porque sé que estás secretamente enamorado de Justin Bieber y quieres hacer un test de compatibilidad con él.

—Ja, ja, ja —digo, poniendo los ojos en blanco.

Finn se da la vuelta, se quita las zapatillas y las lanza a la otra punta de la estancia. Me siento en el otro sofá y echo un vistazo a la portada donde salimos ambos de cuerpo entero. Reviso la imagen y recuerdo que no me gustó mucho cuando me la enseñaron en el estudio. He de admitir que ahora, un poco más retocada, no queda tan mal porque le han quitado algunos brillos.

Abro la revista y busco la página en la que está el reportaje que nos prepararon el viernes pasado, así como el resto de fotos. Resoplo cuando leo la parte relativa a si salimos con alguien. ¿Qué problema tienen los medios de comunicación y las redes sociales en general con las parejas de los famosos? Es un tema que me irrita mucho, por lo que, siempre que me plantean la endemoniada pregunta, intento responderla rápido, dejando claro que no y sin entrar mucho en detalles, porque solo consiguen ponerme nervioso.

Sigo pasando hojas. Me gustan las fotos que han elegido entre el centenar que nos hicieron, aunque algunas están demasiado retocadas: en la tercera página hay un primer plano donde destaca tanto el contraste de mi piel blanca con mis ojos verdes que parece que haya visto un fantasma. Y otro detalle que han pasado por Photo>shop es mi pelo: en vez de ser marrón claro, parece casi rubio. Finn también ha sufrido el ataque de la edición en las pecas de la cara, ahora apenas perceptibles. Por lo menos no le han cambiado el color de sus características gafas: siempre lleva las mismas, redondeadas y de montura púrpura.

Leo las respuestas de Finn y suelto una carcajada al ver los pies de sus fotos, en letras rojas a juego con su pelo (sí, a él sí que lo han respetado en ese aspecto).

—¿El bombón-youtuber? ¿En serio? —Me empiezo a reír sin parar.

Finn emite un gemido, se da la vuelta en el sofá y me arranca la revista de las manos.

—Ni se te ocurra mencionárselo a Nate o a mi madre; me lo recordarán toda la vida.

—Dudo que Nate esté en desacuerdo —replico con fingida seriedad, y luego se me escapa otra carcajada. No cabe duda de que mi amigo se va a quedar con ese mote durante muuucho tiempo.

—Para ya, Tom, joder —se queja—. Me voy a desuscribir de tu canal y lo voy a reportar como spam para que lo cierren.

—¿De veras, bomboncito?

Finn se pone en pie de un salto y se lanza sobre mí a asestarme golpes no precisamente cariñosos mientras la revista empieza a crujir entre nosotros.

—¡Ah! ¡Idiota! —chillo, intentando liberarme de los brazos que me rodean la cabeza.

—No vuelvas a llamarme así, retrasado.

—Vale, vale, ¡suéltame! —suplico, procurando aguantarme la risa.

Afloja los brazos y vuelve al sofá.

—Estoy reventado. Voy a dormir un rato… Ni se te ocurra despertarme —me avisa, aunque más bien suena a amenaza.

—Pues iba a grabar un vídeo justo ahora.

Me encanta picarle porque siempre cae en todas mis bromas.

—¿No puedes esperar a mañana? —pregunta arrastrando las palabras, ya medio dormido en el sofá.

—No, lo siento.

—Intenta… —le interrumpe un bostezo mientras deja las gafas sobre la mesa— no gritar…

Resoplo y subo por las escaleras hacia mi cuarto. En realidad, Finn ha tenido suerte: me da mucha pereza montar el trípode, los focos y preparar las baterías de la cámara, de modo que dejo para mañana la grabación.

Cierro la puerta detrás de mí para no oír sus ronquidos y me tumbo en la cama. Mientras enciendo mi portátil, me debato sobre qué serie ver en Netflix. ¿Descanso de las que estoy siguiendo y empiezo otra… o antes debería terminarlas? Sigo revisando mis series pendientes cuando el móvil vibra en algún sitio de la habitación.

Me levanto de la cama despacio para ver quién me está llamando. La cosa ha llegado al punto de que tengo tantas redes sociales y personas silenciadas que, cuando mi móvil emite cualquier señal, sé que se trata de mi familia o de algo importante. Miro la pantalla y, en efecto, quien me llama es mi agente.

—Alice —digo, con pocas ganas de hablar con ella. Cuando me llama, suele ser para darme alguna buena noticia relacionada con mi canal de YouTube, aunque por lo general eso incluye meterme en más proyectos e historias que no me interesan y solo sirven, según sus palabras, para «crear una imagen pública».

—Eh, Roy, ¿todo bien?

Alice es de las pocas personas que me llaman por mi apellido. Su voz suena más alegre de lo normal.

—Sí, sí. Estoy en casa. ¿Qué ocurre?

—Digamos que llevo unos días informándome de los estrenos de noviembre.

De inmediato me cambia la cara. Sé de sobra qué película se estrena en noviembre, por lo que, en cuestión de un segundo, la charla con mi agente se ha tornado mil veces más interesante. Llevaba mucho tiempo esperando este momento.

—Quería preguntarte si vais a quedaros Finn y tú en Londres ese mes. Supongo que tú sí, pero quiero asegurarme. Van a invitaros a las premières >de tres largometrajes y…

—¡Alice! —exclamo, emocionado—. Por favor, ¡dime que es lo que estoy pensando!

Siento el corazón en un puño y aguanto la respiración durante los nanosegundos que tarda en responderme.

—¡SÍ! —Alice es una mujer reposada que sabe mantener la calma en cada momento, pero en este caso no reprime su entusiasmo y la oigo chillar al otro lado del teléfono.

—Te adoro, ¿lo sabes? Eres la mejor agente del mundo.

—¿En serio acabas de decir eso? Te lo recordaré cuando me asegures que me odias por obligarte a ir a eventos aburridos.

—Cuéntamelo todo, por favor, con TODOS y cada uno de los detalles.

Doy vueltas por el cuarto, frenético, mientras Alice contesta:

—Vale, vale. Te haré un breve resumen porque quedan muchas cosas por concretar, aunque ya te digo que no todo son buenas noticias: deberás ir a una serie de actos que no te interesarán lo más mínimo para poder asistir. Si no, quedará muy forzado.

—¿Cuáles son las otras dos películas? —inquiero de repente, haciendo caso omiso de lo que me dice. Con la euforia por la primera, ni siquiera le he preguntado por las otras.

Pero es que llevo esperándola desde que la pantalla del cine se apagó al finalizar la última entrega de la saga de Harry Potter;.

—No son famosas, aunque tienen actores con mucho potencial y me interesa que los conozcas. En realidad, son dos documentales.

—Oh, no, Alice, por favor.

Los documentales siempre son lo más difícil de promocionar en YouTube; no tienen tanto impacto mediático entre el público de mi canal y me siento fuera de lugar hablando de ellos. Vale, esa es la parte negativa de trabajar para este tipo de agencias: te ayudan con todo y te consiguen contactos, sí, pero a cambio de que toleres otras cosas que no te apetecen nada.

—Ya… Sabía que no te iba a hacer gracia. Pero, ¡eh!, ¡lo he conseguido! Tienes un pase reservado. No sé si habrán podido obtener otro para Finn, porque Patrick no ha pasado por la oficina en los últimos días. Creo que está enfermo y…

—Alice, no sé cómo agradecértelo —la interrumpo—. No voy a poder pegar ojo esta noche de la emoción.

No puedo dejar de sonreír como un idiota. Ojalá mi amigo pueda venir conmigo… Si han podido sacar un pase para mí, estoy seguro de que su agente lo conseguirá.

—Lo sé, me debes una. Así que espero que te portes bien y cumplas con la agenda que te he preparado para estos meses. El próximo evento es el viernes de la semana que viene. Por cierto, a la gran mayoría va Finn. De nada.

Aprovecho para soltar el aire que había estado conteniendo los últimos segundos en los pulmones.

—Alice, te adoro y te odio a la vez —suspiro, pasándome la mano por el pelo.

—Soy consciente, Roy, créeme. En fin, nada más… Ah, por supuesto, no le comentes nada a nadie, ni siquiera a Finn, hasta que sepamos si puede ir. En este caso no depende de mí, pero te avisaré cuando Patrick vuelva.

Me despido, cuelgo el teléfono… y de inmediato comienzo a dar saltos por la habitación, celebrando la noticia en voz baja para que mi colega no me oiga. Prefiero que no venga a ver qué ocurre porque no sé si podría callarme el bombazo.

¡No me lo puedo creer! Llevaba mucho tiempo ansioso por la première >de la película más esperada del año por los lectores de Rowling. En el fondo, suponía que Alice me conseguiría un pase, pero nunca se sabe con estas cosas; a veces, ser tan conocido puede volverse en tu contra… No sería la primera vez que me deniegan el acceso a un evento por el jaleo que se podría montar si me dejara caer.

Lo más complicado va a ser no contárselo a nadie. Por supuesto, este tipo de cosas se las puedo confiar a mi familia, pero comentarlo con amigos lo tengo estrictamente prohibido por cuestiones de confidencialidad. Cuando le aseguren la plaza a Finn, podremos hablar de ello y, aunque mi compañero no es tan fan de Harry Potter;como yo, estoy convencido de que se emocionará al enterarse.

Vuelvo a tumbarme y cierro los ojos con una sonrisa tonta bailándome en los labios. Espero que Alice pueda colarme en alguna fiesta que organicen después de la première;, porque así podría conocer a gran parte de los actores y a la mismísima autora. Ya he coincidido con algunos secundarios en unas cuantas ocasiones. Incluso cené una vez en el mismo restaurante en el que estaba Emma Watson unas mesas más allá, pero me sentí incapaz de acercarme a decirle nada.

Me paso la mano por el pelo y reflexiono sobre la locura que es mi vida ahora mismo. Llevo siendo fan de Harry Potter ;desde que era un crío, como la mayoría de niños de mi generación. No me puedo creer que por el hecho de subir vídeos a YouTube como un hobby más y acumular varios millones de seguidores vaya a tener esta gran oportunidad.

Desde luego, si me hubieran preguntado hace tiempo dónde me veía dentro de unos años, creo que la última respuesta que habría dado sería «teniendo una entrada VIP ;para la première ;de Animales fantásticos y dónde encontrarlos;».

LILY

Hoy es mi primer viernes en la USK y debería estar de fiesta con el resto de mis compañeros. Sin embargo, estoy recostada en la cama, en posición fetal y con las luces apagadas. Solo entra un pequeño rayo de luz entre las cortinas, probablemente de alguna farola junto a la ventana. Una de las cosas que más añoro de España son las persianas; en Inglaterra no parece existir ese concepto, por lo que es imposible estar a oscuras en el cuarto: la luz siempre consigue colarse y arruinarme el sueño. Mi móvil suena y en la pantalla se ilumina un nombre: es mi padre. Por un momento, me planteo fingir que no me he enterado y devolverle la llamada después, pero ayer no les escribí ningún mensaje ni a él ni a mi madre, así que descuelgo. Durante varios minutos, me cuenta que están haciendo obras en casa aprovechando que no estoy y después les pasa el teléfono a mis abuelos para que charle un rato con ellos.

Cuando termino la llamada, bloqueo el móvil y hago un análisis rápido de mi primera semana aquí. La verdad es que he conocido a más personas de las que me esperaba y todas han sido más agradables de lo previsto. Por un lado, están Meredith y Ava, a quienes ya podría considerar mis nuevas amigas. La mayor parte del tiempo he estado con ellas, sobre todo con Ava. Me gusta su compañía: es bastante reservada, pero cuando coge confianza se abre un poco más. En cambio, Meredith es muy enérgica: no para quieta, hasta el punto de que en ocasiones puede resultar un poco cargante… Y, además, tiene la manía de hacer fotos a todo. El noventa por ciento de la batería de su móvil debe de consumirlo con Snapchat, estoy segura, porque no hace otra cosa que desbloquearlo y abrir la aplicación corriendo para congelar cualquier instante. De las dos chicas, es obvio que Meredith es la que más dinero tiene, si bien Ava tampoco se queda muy atrás: siempre viste con ropa de marca, aunque no farda. Por lo menos, con ellas no me siento tan fuera de lugar. Creo que nos llevaremos bien… o eso espero.

Todavía ignoro muchos detalles sobre ellas y su vida más allá de Londres. Sé que Meredith vive con su madre y su hermana en una ciudad del noreste de Bulgaria, próxima a la costa, y ha venido básicamente por la fiesta y los chicos. En ese aspecto, se nota que es un año menor que Ava y yo… De hecho, acaba de cumplir los veinte.

Ava es la dulzura personificada. El miércoles descubrí que no ha venido sola a Londres, sino que la ha acompañado un pequeño miembro de su familia: en una jaula bastante grande y muy bien equipada reside Panda, un conejo holandés. Su nombre se debe a unas manchas negras que le rodean los ojos y que contrastan con su cuerpo blanco. Mi amiga le habla a veces en danés y, cuando está sola, lo saca de la jaula para que camine por la habitación.