Verano en Barcelona - Andrea Izquierdo - E-Book

Verano en Barcelona E-Book

Andrea Izquierdo

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Beschreibung

Nueva entrega de la serie de "Otoño en Londres", un spin-off de lectura independiente y con personajes en común XIMENA llega a Barcelona con un único objetivo: ponerse a prueba. Tal vez su nueva compañera de piso, LAIA, la ayude a perder su timidez. Estudiar en otra ciudad sirve para encontrarse a uno mismo, al fin y al cabo, y si no que se lo digan a LILY, que lo dejó todo para mudarse a Londres… y ahora es a TOM al que acaba de dejar. Sí, ni siquiera AVA comprende el misterio de esos dos. Algo parecido le ocurre a JC con su propia situación sentimental y con la de su mejor amigo ALFRED, porque ¿quién iba a entender la relación intermitente que mantiene con MIREIA? En especial ahora que ha conocido a XIMENA... Dicen que los amores de verano arden mucho y te queman pronto... Aunque también pueden no apagarse. "Los diferentes personajes, secretos y cambios de rumbo del primer tomo, Otoño en Londres, te atraparán hasta la última página. ¡Y qué final! Aún estoy con la boca abierta". Blue Jeans, autor de El club de los incomprendidos.

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© de la obra: Andrea Izquierdo, 2020

© de las ilustraciones: Elena Pancorbo, 2020

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: enero de 2023

ISBN: 978-84-17834-81-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

VERANO EN BARCELONA

ALFRED

Cuando las campanas de la iglesia suenan seis veces, el mundo se me cae encima. Espero ansioso, entre las centésimas de segundo que separan una campanada de la siguiente, oír una más. Ojalá fueran ya las siete de la tarde. O las ocho, ya que estamos. Exhalo un suspiro mientras su sonido se intensifica, inundando la cafetería de pronto hasta que la puerta vuelve a cerrarse. A pesar de ser miércoles, no paran de entrar clientes. Quizás el buen tiempo les ha animado a gastarse más de cinco euros en una bebida que está de moda porque tiene purpurina, porque la ha anunciado un influencer o porque sus colores pegan con su feed de Instagram.

Un grupo de chicas esperan ansiosas su turno, riéndose y mirando los carteles que exponen las bebidas que ofrecemos, los precios y las calorías. Una de ellas no despega la cabeza del móvil y se dedica a bloquearlo y desbloquearlo todo el rato, como si estuviera esperando un mensaje importante. La fila de clientes hoy es muy larga y temo que en cualquier momento María me pida que la ayude. Pero, por fortuna, consigue atenderlos con rapidez, permitiéndome seguir preparando los pedidos a mi aire, de espaldas a la gente, excepto para llamar a alguien cuando la bebida está lista.

—¿Àurea? —digo en voz alta.

Una chica de ojos claros y pelo rizado se acerca al mostrador y me dedica una sonrisa mientras recoge su bebida. Le ofrezco una pajita, pero ella la rechaza. Ha traído su propio termo de casa y lleva una bolsa de tela con el mapa de la Antártida, si no me equivoco. No me gusta juzgar a los clientes por los pocos segundos que llego a conocerlos, si es que se puede llamar así, pero no necesito mucho más para saber que ella me cae bien.

—Alfred, hazme este té con leche de almendra, por favor.

María me saca de mis pensamientos con amabilidad y me pasa un vaso de plástico. Me he vuelto a quedar absorto, mirando a un punto concreto, en mitad de la barra. Parpadeo varias veces y me dispongo a preparar la siguiente bebida. Me muero de hambre porque todavía no he podido comer nada en lo que llevo de día, pero por otro lado las extrañas mezclas que pide la gente me cierran el estómago. ¿Quién en su sano juicio cree que es buena idea tomarse un té verde con leche de almendra y sirope de melocotón? Debería ser ilegal que me dejaran hacer estas cosas. Estoy seguro de que, ahora mismo, estoy a punto de violar varias normas de sanidad al mismo tiempo.

—Alfred, con la de almendra —me recuerda María.

—Sí, sí —le respondo enseguida.

Ya es el segundo toque de atención que me da hoy. María es la persona más fácil de querer del universo, porque siempre está dispuesta a ayudar a sus compañeros sin pedir nada a cambio. A mí con frecuencia me ha salvado de varias en el trabajo. Por eso, cuando me toca estar solo con ella en la barra, intento estar lo más despejado posible para no hacérselo más difícil. En realidad, si no estuviera ella aquí, todo sería muy distinto. Sin ella, el trabajo, pese a cansarme, no me resultaría tan parecido a un refugio. En cuestión de meses, se ha convertido en mi mejor amiga.

Los siguientes minutos pasan más rápido de lo esperado y me alegro cuando las campanas de la iglesia vuelven a repicar. Ese sonido es mi única manera de saber qué hora es, ya que no nos dejan utilizar el móvil más que en los descansos y mi reloj se rompió hace unos días.

Me preparo mentalmente para la última oleada de clientes. A partir de las siete, la demanda va poco a poco disminuyendo, hasta que cerramos al público sobre las ocho y media. Se nota que es hora punta porque las conversaciones son cada vez más altas. En la zona de las mesas no queda ni un sitio libre.

Mientras se pica el hielo, me fijo en la gente que ha venido hoy. Detecto enseguida los cuatro perfiles de clientes que más nos visitan. En primer lugar, suelen estar los grupos de chicas de dieciséis años, más o menos, como el que ha venido antes. Se sientan en grupo, piden las bebidas más caras y las acompañan de tartas, en especial la de zanahoria y la red velvet. Después está la típica persona que va con los cascos y el ordenador, cargando todos sus dispositivos al mismo tiempo y absorta en las pantallas. Hace ya tiempo que se ha terminado la bebida, pero se queda ahí hasta que los ojos le escuecen y decide marcharse a casa, probablemente a seguir trabajando.

En la lista no pueden faltar los turistas. Este grupo es más dispar, pero todos tienen en común que entran aquí porque esta cadena también existe en su país de origen y así, probablemente, no tienen que pensar mucho a la hora de elegir qué van a tomar. O quizás es por el wifi gratis.

Y, por último, están las parejas. Algunos vienen aquí para su primera cita. Otros, porque ya se han quedado sin ideas y no saben qué hacer, por lo que se dedican a sentarse uno frente al otro, pero sin levantar la vista del móvil.

—El de leche de soja ya está listo, María —le digo en cuanto termina de picarse el hielo y coloco en riguroso orden todos los ingredientes.

Mi compañera se gira, dejando al instante lo que está haciendo, y me dedica una mirada de pánico.

—Es broma…

Le guiño el ojo y sonrío, dirigiéndome a la zona de recogida de bebidas. La persona que ha pedido esa abominación la recoge y me dedica una sonrisa de vuelta, pensando que la mía se dirigía a ella. Sin prestarle mucha más atención, me doy la vuelta y sigo trabajando hasta que en la cafetería entra cada vez menos gente. Como ya casi no recibimos pedidos, me permito un momento de descanso.

—Voy a lavar estos vasos, ahora vuelvo —le digo a María.

No hace falta que añada nada más. Ambos tenemos una serie de frases que son como nuestro propio código secreto. Ir a lavar unos vasos significa que me marcho un minuto al almacén, donde las cámaras de seguridad no funcionan y puedo sentarme un instante a cerrar los ojos y reponer fuerzas. Si le hubiera comentado que iba a la despensa a por leche, en realidad le estaría diciendo que se fijara en alguna persona concreta de la fila. O si la frase fuera «voy un momento a la despensa a por tres cajas de leche», tendría que fijarse en el tercer cliente, contando desde el mostrador hacia la puerta. Y también hemos establecido otros códigos que no usamos tanto, como «¿a qué hora es el bautizo de tu prima?» para indicar que algo serio está pasando.

Dejo todo recogido, echo un último vistazo a la puerta para asegurarme de que no entra nadie y bajo las escaleras al almacén. El aire acondicionado está tan fuerte en la sala que agradezco que ahí dentro no funcione. Me siento y apoyo la cara en la mesa, llena de facturas de la empresa. Resoplo, cansado. Hago todo lo posible para estirar al máximo los segundos que tengo para estar ahí. Aunque intento descansar, tengo que estar atento por si María me necesita.

Por lo general, nunca consulto el móvil en ese rato, pero decido sacarlo de mi casilla para ver si hay alguna novedad. No me sorprende confirmar que nadie me ha escrito ni me ha llamado.

—¡Alfred!

Suelto un improperio cuando oigo la voz de María desde el piso de arriba. Cojo aire, intentando adoptar una expresión que no refleje mi cansancio, y salgo de nuevo a la barra.

Lo peor de todo es que, aunque esté reventado, tampoco tengo ganas de volver a casa.

XIMENA

Me alegra ver que el cielo de Londres, por una vez, está despejado. El verano aquí no es que sea muy caluroso, aunque algunos días sí que nos deja contemplar el azul del cielo. En cuanto esto sucede, todo el mundo, tanto turistas como londinenses, sacan la ropa de verano del armario, como si llevaran todo el año esperando a que un rayo de sol se asomara para utilizarla.

En mi vuelo he visto a varias personas subir en chanclas. De hecho, la mujer que está a mi lado se las ha quitado y está apoyando los pies en la mesilla plegada. Intento hacer esfuerzos por distraerme mirando a los trabajadores del aeropuerto por la ventanilla, pero me resulta imposible. A pesar de que, afortunadamente, no huelen mal, me da muchísima grima que estén tan cerca de mi cara.

Entre la asquerosa postura de mi vecina de asiento y los nervios, no puedo evitar pensar en Lilian Lago. Lilo para mi hermano y Lily para los amigos (y para todo aquel que no quisiera morir por utilizar su verdadero nombre, que ella odiaba). Ahí sentada, mirando cómo el avión está a punto de dirigirse a la pista de despegue, pienso en cómo debió de sentirse ella. Lily había dejado atrás una vida casi perfecta en Madrid para ir a estudiar a Londres. Pidió una beca, más bien por estar allí con otra persona que por sí misma, y aquello terminó siendo, como ella misma decía, una de las mejores decisiones de su vida. Lily fue a Londres para intentar recuperar a su ex, con el que yo, desgraciadamente, tuve un encuentro que prefiero olvidar. Sin embargo, las cosas cambiaron y en cuestión de varios meses Lily conoció a los que hoy son sus mejores amigos. Y, por supuesto, a su pareja: Tom Roy, uno de los youtubers más famosos de Reino Unido. Mi hermano.

Si Lily pudo hacerlo, yo también. Eso es lo que me había estado repitiendo durante mis últimos días en Londres. Hablar con ella me había animado, pero al final soy yo quien está ahora mismo montada en este avión de camino a una nueva ciudad: Barcelona.

Mi próximo destino me ilusiona en la misma proporción que me aterra. ¿Cómo se supone que voy a defenderme sola en un país cuyo idioma no hablo? En los últimos meses me he apuntado a clases en español, pero la experiencia no ha sido muy productiva. A medida que iban pasando los días y la fecha de mi viaje se acercaba, sentía que iba a hacer el ridículo. Así que opté por, en vez de hablar poco y mal, no hablar nada. Quizá no había sido la mejor de las decisiones.

Los últimos pasajeros embarcan y el sonido del cierre de la puerta me hace volver al presente. Comienzan las advertencias de seguridad, pero las he escuchado tantas veces que opto por desconectar. Me pongo los cascos y elijo una lista de reproducción aleatoria. Necesito recuperar horas de sueño como sea.

Ni siquiera me entero del despegue. De hecho, me despierto porque estoy teniendo una pesadilla, y un sobresalto me hace abrir los ojos. No sé si me he movido en la realidad, así que intento disimular recolocándome en el asiento. Puede que llevemos ya diez minutos o una hora de viaje, porque por la ventanilla solo se ven campos. Podríamos estar sobrevolando Francia o quizás a punto de cruzar la frontera. Dejo que mis ojos vuelvan a cerrarse, cayendo por su propio peso, pero no consigo volver a dormirme. El piloto anuncia que aterrizaremos en quince minutos, y desde ese momento me resulta imposible salir del bucle en el que ha entrado mi mente.

Hay tantas preguntas ahora mismo en mi cabeza que no sé cómo puedo seguir pensando con claridad. ¿Cómo será la ciudad? ¿Demasiado bulliciosa para mí? ¿O demasiado aburrida? ¿La gente será agradable? ¿Y mi compañera de piso? ¿Y el piso? Cada pregunta me lleva a otra y no puedo evitar agobiarme. Cojo aire e intento relajar los músculos, a pesar de que mis pensamientos viajen tan rápido como este avión.

Miro el fondo de pantalla del móvil para tranquilizarme. Antes de irme, en el aeropuerto, me hice un selfie con mis padres y mi hermano, y él me sugirió que la pusiera ahí para no olvidar que, pasara lo que pasara, nunca estaría sola.

«Tampoco es que Barcelona y Londres estén tan lejos —me repetí—. Si pasara cualquier cosa, podría volver en un segundo. Saldrán unos…, qué sé yo, ocho vuelos al día entre ambas ciudades. O quizá más. Si las cosas se ponen feas, vuelvo».

Mientras me digo mentalmente esas palabras, el avión comienza a descender. Trago saliva para aliviar mis oídos y me pongo nerviosa cuando veo que nos acercamos cada vez más al mar y no veo el aeropuerto por ninguna parte. Un pequeño lugar en mi cabeza no puede evitar recordar a Finn…

De pronto, cuando estamos a punto de tocar el agua, la tierra aparece bajo nosotros en forma de pista de aterrizaje. El avión aterriza de forma suave y, en cuestión de segundos, con la maleta llena de material de dibujo y la cabeza de dudas, ya he llegado a la que será mi casa durante los próximos meses.

TOM

No respiro tranquilo hasta que recibo el mensaje de Ximena diciéndome que ha llegado a Barcelona y que todo ha ido bien. He intentado concentrarme en otras cosas, pero he terminado siguiendo su vuelo en una web que indica en tiempo real el recorrido de todos los aviones comerciales, sin poder hacer nada más hasta que me ha confirmado que ha aterrizado.

Cierro la pestaña del navegador y me quedo mirando fijamente la bandeja de entrada de mi correo. Alice contesta todos los mensajes por mí, pero me gusta estar al día de todo, así que cada dos o tres días los voy leyendo para enterarme de las oportunidades de trabajo que van surgiendo.

Desvío la mirada del ordenador al salón, que está casi a oscuras. Sopeso levantarme para encender alguna luz, pero me da demasiada pereza. Encima de la mesa, donde debería estar la tele, todavía siguen los marcos de fotos, uno encima de otro, esperando a ser colgados. No necesito acercarme para saber qué hay en cada uno de ellos. El más importante para mí, el de mi familia. En él hay una foto de cuando fuimos los cuatro al parque de atracciones. Mi padre tenía la camiseta mojada porque se había calado en una atracción de agua. Ximena era tan pequeña que no se acordará de aquel día, pero yo nunca lo voy a olvidar. Tengo esas imágenes grabadas. Mi hermana con la boca manchada de helado de chocolate, chillando cada vez que pasábamos por delante de la atracción con forma de gusano en la que insistía en montarse. Parece que haya sido ayer cuando todavía era un bebé… y hoy se ha marchado para estudiar por su cuenta en el extranjero.

En el siguiente marco hay una foto en la que salgo con Finn en la première de Animales fantásticos y dónde encontrarlos. Ese día fue complicado para nosotros, pero pienso en él como algo especial. Porque, a pesar de todo lo malo, lo pasé con mi mejor amigo, que no mucho después fallecería en un accidente de avión.

En la siguiente imagen salgo con Alice: mi representante y mi salvadora a tiempo completo. Ambos posamos, eufóricos, sujetando dos copias del contrato que acababa de firmar para mi próxima aparición en una película. Todavía no me puedo creer la suerte que he tenido de que me seleccionaran. Guardo esta foto con un cariño especial, tanto por el momento como por ella. Estoy acostumbrado a que me hagan fotos todos los días. Ya sea porque me paran por la calle o porque me encuentran los paparazzi a la salida de alguna fiesta, siempre soy el foco de atención y, en la mayoría de los casos, me toca forzar una sonrisa falsa. Pero en esa instantánea la cara de felicidad es real. Y, desde mi punto de vista, se nota.

En otro marco figura una foto con mis amigos youtubers. A pesar de que llevo tiempo sin verlos, porque muchos de ellos se han retirado o, como yo, han cambiado de sector, los recuerdo casi a diario. Todos ellos han formado una parte fundamental de mi vida y quiero que, de alguna manera, estén para siempre en la pared de mi nueva casa.

Pero lo cierto es que todavía no los he colgado por un motivo especial: hay un marco vacío. Desde que Lily se llevó nuestra foto, he decidido esperar hasta que pueda sustituirla por otra.

Una llamada entrante me ayuda a evitar pensar en el tema de siempre, y todavía me alegro más cuando en la pantalla leo el nombre de mi hermana.

—Roy —le digo, imitando la forma en la que Alice siempre me saluda cuando me llama por teléfono.

—Eh, ya estoy por aquí. Esperando ahora a que salga mi maleta. Cruza los dedos.

De fondo se oye el jaleo típico del aeropuerto, pero la escucho con claridad.

—¿Me has llamado para hacer tiempo y no aburrirte? —intento picarla, pero no muerde el anzuelo.

—No, te llamo porque me he angustiado cuando estábamos aterrizando y no me encuentro muy bien. Me han entrado muchas dudas. Y me he acordado de…

Ximena está a punto de decir su nombre, pero se detiene.

—Lily —termino yo la frase, con el nombre todavía quemándome en los labios—. No pasa nada, estoy bien —le miento, y me sale regular.

—Quiero decir, ahora entiendo por qué le parecieron tan duros los primeros días. Yo solo llevo aquí unos minutos y ya me he puesto nerviosa.

—Tranquila, en serio. Simplemente, respira hondo e intenta tener una actitud positiva. De verdad, te irá genial. Barcelona es una ciudad increíble y seguro que tu compañera de piso también.

—¿Y si no lo es? ¿Y si le caigo mal o le parezco rara por ser tu hermana? ¿Y si es tu fan?

Sacudo la cabeza, a pesar de que no puede verme.

—No eres rara. Eres mi heroína —le digo entre risas, aunque esta vez no estoy bromeando.

Ella bufa, ignorándome.

Ximena se ha marchado en verano porque mis padres llevan un tiempo pensando que es lo mejor para ella. Después de todo lo que ha vivido en los últimos años, se merece desconectar y empezar de cero en un lugar donde pueda ser ella misma. Vivir todos los días en el sitio donde ha tenido que madurar a pasos agigantados, pero que no le ha permitido evolucionar, se le ha hecho cada vez más complicado. Y, además, Ximena no iba a pasar las vacaciones a Barcelona, sino que iba a formarse en lo que realmente le gusta: la ingeniería, el dibujo y la ilustración. Ese curso de verano parece estar hecho a su medida.

—¿Sale la maleta o no? —le pregunto por cambiar de tema.

—Qué va, ni siquiera se ha puesto en marcha la cinta…

Intento distraer un rato a mi hermana y colgamos diez minutos después, cuando por fin aparece. Siento un malestar cuando pulso el botón rojo, porque me da la sensación de que la estoy dejando ir, de alguna manera. Es en ese instante cuando me doy cuenta de que mi hermana ya no es una niña y es el momento de que empiece a vivir su vida como no ha podido hasta ahora.

El silencio vuelve a apoderarse de la casa. Por unos segundos, estoy tentado de llamar a Alice para distraerme, lo que enseguida me hace caer en lo parecidos que somos Ximena y yo. Ante situaciones de estrés, reaccionamos de la misma manera: buscando alguien en quien apoyarnos.

Abro la agenda del móvil para llamar a Alice, pero mis dedos pulsan de forma inconsciente otras cuatro letras: L, I, L, O. Miro su nombre en la agenda y no puedo evitar echarla de menos. Durante una décima de segundo, dudo en escribirle un mensaje, pero en el último momento bloqueo la pantalla y me levanto de un salto. Vuelvo a mi habitación, abro mi bolsa de deporte y me dirijo a mi lugar favorito del universo: la piscina.

AVA

Después de un buen rato intentando llamarla por Skype, me doy por vencida. Parece que hoy el mundo se ha puesto de acuerdo para que todo me salga mal. Lily me escribe un mensaje para decirme que va a probar otra vez, y me pilla por sorpresa cuando, por fin, las dos estamos en la videollamada.

—¡Ava! —exclama con voz cantarina e ilusionada.

Sonrío con solo escucharla, echaba de menos su acento español.

—¡Al fin lo consigo! No sé qué pasaba —dice, colocándose bien los cascos—. ¿Qué tal todo? —me pregunta con la imagen momentáneamente pixelada. Por unos segundos, su camiseta de Stranger Things se convierte en un borrón negro con pinceladas rojas.

—Pues…

Ella guarda silencio, esperando a que añada algo más, aunque salta a la vista su impaciencia.

—Genial, la verdad —continúo—. ¿Por dónde empiezo? ¡Es que tengo demasiadas cosas que contarte!

—¡Por el principio! —responde Lily—. Bueno, mejor cuéntame el final y después dime cómo ha ido pasando todo para llegar hasta ahí.

Me río, preparándome para hacerle un spoiler.

—Vale… Aquí van los titulares, ¿estás preparada? —pregunto, emocionada.

—¡Sí!

Trago saliva.

—Bien…, empecemos por la parte laboral. La verdad es que el ingreso me fue muy bien. En la clínica eran muy agradables conmigo, me permitían ver a mi familia todos los días, si quería, y me daban bastante libertad. Es decir, nada que ver con las clínicas de internamiento de chicas jóvenes que aparecen en las series. Y, como te adelanté, salí totalmente recuperada. Mientras vivía ahí, estuve haciendo un curso a distancia. La verdad es que lo elegí un poco al azar. Aproveché el tiempo para leer mucho, descubrí a autoras muy interesantes e hice ese curso a distancia relacionado con el sector editorial. En fin, que le conté todo esto a mi nuevo psicólogo y me dijo que debería buscar un trabajo que me apasionara. Así que he mandado solicitudes a varios puestos… ¡y me han seleccionado como becaria! Empezaré en tres semanas.

—¿En serio? —Más que una pregunta, Lily chilla de emoción.

Yo asiento, contagiada de su entusiasmo.

—Ya tengo muchas ganas. —Sonrío—. Y, eh, sobre el tema de Kanna…

Lily abre mucho los ojos, acercándose de golpe a la pantalla.

—¿CÓMO QUE EL TEMA DE KANNA?

No puedo evitar soltar una risita.

—Bueno, es una historia muy larga, así que voy a resumirla en…

—¡Ni se te ocurra! —me corta ella enseguida—. ¡Quiero todos los detalles!

—Todavía no hay nada cerrado… Simplemente… digamos que hemos estado hablando en estos últimos días.

Hago una pausa porque no hay nada más que contar. En el fondo, la cosa no ha ido a más. Hace unas semanas, Kanna me escribió diciéndome que me echaba de menos y retomamos el contacto.

—Pero, a ver —me dice Lily, después de contarle esto último—, ¿lo retomasteis hablando en serio, con la idea de volver a veros, o solo como algo eventual?

Me encojo de hombros. En realidad, llevo haciéndome esa pregunta desde que su nombre apareció en la pantalla de mi móvil después de meses sin hablar. Supongo que hay personas así, con las que nunca sabes a qué atenerte por la ambivalencia que a ti misma te provocan.

—No lo sé —contesto en voz alta, intentando creérmelo y relegar mis titubeos a un segundo plano—. Sea como sea, ya te iré poniendo al día.

Ella asiente.

—¿Y cómo te sientes sobre esto? —me pregunta, recordándome a mi psicólogo.

—Ah…, ya me conoces. No hace falta que te diga nada, ¿verdad? —Me encojo de hombros.

Lily esboza una amplia sonrisa.

—Paso a paso, no te agobies. Oh, por cierto, ¿con Connor todo bien? —me pregunta. Sabe que este tema no es tan espinoso como el otro.

—Sí, nos llevamos bien… A veces hablamos por WhatsApp y nos respondemos a las historias de Instagram. Parece que le va bien en Estados Unidos, aunque ya no está con la chica de Londres…

—Oh —responde ella por decir algo.

Si pienso en Kanna, en cómo me sentí cuando estuvimos juntas, lo que noto es seguridad, quizá porque en el tiempo que pasamos en Tokio me alejé de mí misma y fue como si durante esa temporada me pusiera la piel de una Ava mucho más segura de lo que hacía y de quién era. En cambio, Connor vio mis malos momentos casi desde el principio. ¿Es eso lo que me causa dudas al hablar con ambos, el hecho de que cada uno de ellos conoce facetas mías muy diferentes?

—Oye, ¿y tú… qué tal con lo de Tom? —le devuelvo la pregunta.

La cara de Lily cambia por completo y me doy cuenta de que igual la he fastidiado.

—Uf… Eso sí que es una historia larga. Han pasado tantas cosas que casi podría escribir un libro sobre ello —murmura.

Por unos instantes, me imagino una historia que tratase sobre su relación con Tom Roy. ¿Cómo se titularía? ¿Se vendería bien? Mi mente se pierde en temas editoriales mientras Lily habla de fondo.

—Perdona, repite, me he distraído un segundo —le pido.

—Nada, te decía que mejor te cuento cuando tenga novedades. Por ahora, seguimos igual que la última vez. Cuando tenga tiempo, te mando un audio y te cuento toda la historia, prometido.

Asiento e intento cambiar de tema. No sé qué habrá pasado exactamente, pero prefiero mantenerme al margen si es lo que ella quiere.

—Oye, aquí hay alguien que quiere hablar contigo—le digo para distraerla.

A Lily se le ilumina la cara.

—¡Pandaaaaaa! —chilla, haciéndome reír.

Me levanto de la silla y me acerco a su enorme jaula, que no tiene nada que ver con la que me llevé a Londres. Esta tiene tres pisos y está provista de todos los accesorios que he podido encontrar por Internet para que Panda, mi conejo blanco y negro, haga ejercicio y descanse bien.

—¿Dónde estás? —le pregunto en danés, buscándolo por la jaula.

En cuanto me oye cerca, sale de una pequeña caseta para saludarme con curiosidad. Levanto una tapa y meto las dos manos para cogerlo. Ha ganado peso y se nota, pero así está mucho más adorable.

—Ven aquí, vamos a saludar a tu tía española —sigo hablándole en danés.

Me siento de nuevo frente al ordenador y lo pongo cerca de la cámara para que Lily lo vea. Le doy un beso en la cabeza y Panda se agita, sacudiendo la nariz.

—Dios mío, lo echo muuucho de menos —admite ella, llevándose las manos a la boca como si así pudiera contener mejor las ganas de tocarlo.

—Pues ya sabes —le digo, guiñándole un ojo—. Cuando quieras, puedes venir a visitarnos.

La cara parece cambiarle por un segundo.

—Bueno…, cuando tenga las cosas más claras, te prometo que iré. Te lo juro. Iré a estrujarte a ti y a mi ahijado precioso… ¡Ay, qué mono!

Dejo que Lily y Panda mantengan una «conversación» a través de la cámara del portátil mientras la miro atentamente. A pesar de que está sonriendo por ver a Panda, no me gusta verla así. Tiene ojeras marcadas y su cara me recuerda a la que tenía cuando las cosas iban mal en Londres. Recojo a Panda y vuelvo a darle un beso antes de agitar su patita para despedirme de Lily. Cuando lo devuelvo a su jaula, le doy una golosina para conejos antes de cerrar la tapa.

—Mi bebé —le digo en español, imitando la forma en la que ella le llamaba cuando estábamos en Londres, y me cuesta contener la risa.

Pero enseguida me pongo seria al acordarme de Lily. A veces me pregunto si dejar mi casa para vivir fuera un curso entero fue una buena decisión. Cada vez que pienso en ello, cientos de recuerdos horribles atraviesan mi mente.

Las noches llorando en la habitación.

Los encierros en el baño de la universidad.

Gina.

Las malas costumbres.

El accidente de avión.

Connor.

El viaje a Las Vegas.

La traición de Meredith.

Kanna.

Lily pasándolo mal.

El regreso precipitado a casa.

Sí, la lista podía ser todo lo larga que quisiera.

Aun así, como siempre que me lo planteo, la conclusión a la que llego es la misma: vivir en Londres me libró de algunas cosas y me dio otras muchas malas, pero también me regaló algo que hasta ese momento no había encontrado en ningún otro sitio: conocerme a mí misma.

En fin, está claro que algunas cosas no puedes encontrarlas sin perder otras a cambio.

ALFRED

Cada día que pasa, salgo más tarde al trabajo. Desde que descubrí que, con un poco de suerte, podía llegar en diecisiete minutos, me he acostumbrado a salir de casa con un margen máximo de veinte minutos para apurar todo el tiempo posible en la cama. Ya me han echado la bronca un par de veces en el último mes por fichar cinco minutos tarde, por lo que hoy me preparo en cuestión de segundos, lavándome los dientes mientras me visto a toda prisa, y salgo corriendo. Atravieso el salón intentando no hacer ruido para no despertar a mi compañero, pero mis pisadas se escuchan demasiado por culpa del parqué.

La zona oeste del barrio del Eixample me da los buenos días con una caravana de coches pitando porque el semáforo se ha puesto ya en verde. Las motos se cuelan entre los coches y siguen su marcha, ajenas a todo lo que está sucediendo. Eso parece enfadar todavía más a los conductores. La gente no tiene mucha paciencia y sigue pitando, como si eso solucionara las cosas.

Camino con paso ágil en dirección a la cafetería. Si me distraigo, lo más probable es que vuelva a fichar tarde. Me pongo los cascos para no oír el ruido de los vehículos y prosigo la marcha. Cruzo dos calles, giro a la derecha y, después, a la izquierda. Reconozco el sonido de la persiana de la cafetería levantándose por completo y veo que he llegado justo a tiempo. No me esfuerzo en reprimir una sonrisa mientras saludo a María. Estos días de verano me tocan casi todos los turnos con ella.

—Buenos días —le saludo, yendo como una flecha al aparato.

Ficho con la huella dactilar mientras María me saluda de vuelta y voy directo a ponerme el uniforme. Abro mi casilla y me cambio los pantalones, la camiseta y me ato el delantal con el logo de la cafetería. Me miro al espejo un segundo para comprobar que mi pelo está más o menos decente, teniendo en cuenta que ni siquiera me ha dado tiempo a peinarme. Corrijo un par de mechones y vuelvo a salir a la sala, listo para ir encendiendo todas las máquinas. El calor aquí dentro es insoportable, y eso que con el aire acondicionado se enfría bastante rápido. Me lavo las manos, aprovechando para refrescarme la cara y la nuca mientras mi compañera pone en marcha la máquina de picar hielo. Abrimos en media hora exacta.

—¿Qué tal? —me pregunta.

Me encojo de hombros. De un día para otro, y con los horarios que tenemos en hostelería, tampoco es que haya tenido tiempo para hacer muchas cosas desde la última vez que la vi.

—Cansado, sin más —respondo—. ¿Tú?

—Igual —dice de forma automática—. Bueno, en realidad muy bien porque esta noche tengo una cita.

—¿En serio?

Utilizo un tono demasiado sorprendido y María se gira para mirarme, levantando una ceja.

—Sí, ¿qué pasa? —responde, entre amenazante y divertida.

Me encojo de hombros mientas me ato bien el delantal, que no se me ha ajustado bien a la primera.

—Nada, que es inusual, eso es todo; ¿cómo se llama?

—Pol —dice ella, sonriendo mientras mira hacia la puerta para asegurarse de que no entra nadie.

Al oír su nombre, no puedo evitar reírme.

—¿Y ahora qué pasa? Ya sabía yo que no debería haberte contado nada… —me reprocha, cruzándose de brazos.

—Nada, nada…

Intento escabullirme, pero ya es demasiado tarde:

—No, ahora me lo dices —insiste María.

—Pues… —digo entre dientes— que… Digamos que os habéis juntado los dos nombres más comunes que podían existir, por lo menos en Cataluña.

María me observa con los ojos entrecerrados y me imagino que por su mente están pasando mil maneras diferentes de asesinarme.

—¡Mi nombre no es tan común aquí! —protesta, aunque sabe que tengo algo de razón—. Hay muchísimas más Júlias, Nurias, Laias…

—Y Marías… ¡Ay! —me quejo cuando un vaso de plástico me golpea en la cabeza. No sabía que María tenía tan buena puntería.

—¿Ves por qué no te cuento nada? —se queja ella.

—Nooo, en serio. —Doy un paso atrás para que no se enfade—. Me alegro mucho, espero que lo paséis genial. Ya me contarás cómo va, ¿eh?

Mi compañera me mira con cara de no creerse ni una palabra de lo que he dicho. Pero, en el fondo, lo pienso así de verdad. María no ha tenido mucha suerte con el amor en el pasado, por lo que sé, así que espero de veras que esta cita le vaya bien. Y que ese tal Pol sea buena persona.

Nos quedamos un rato en silencio. Reviso que todas las mesas estén limpias y repaso una que parece un poco pegajosa. Me distraigo arreglando las sillas y comprobando que los baños están aprovisionados. Cuando llega la hora de abrir, mi compañera levanta del todo la persiana. Se repasa la coleta con parsimonia, para cerciorarse de que ningún pelo se ha quedado fuera.

—¿Y tú qué tal con Mireia?

La pregunta me pilla fuera de juego. Casi nunca hablamos de ella, y, cuando lo hacemos, es porque ha ocurrido algo importante y soy yo el que saca el tema.

—Mejor ni te cuento… —murmuro para quitármela de encima.

Antes de que pueda comentar nada, el primer cliente del día entra por la puerta y yo, por primera vez en mucho tiempo, me alegro enormemente de ver una persona tan madrugadora.

—¿Preparar o atender? —me pregunta María por lo bajo mientras el hombre se acerca al mostrador.

—Atender —respondo, por variar.

Por lo general, yo suelo preparar las bebidas, pero hoy prefiero distraerme de cara al público. Es lunes por la mañana y mucha gente viene con prisa. Le atiendo a él y a las siguientes personas que desfilan por la cafetería. A esas horas nadie se queda sentado en las mesas, así que estamos tranquilos hasta las once y media, más o menos.

—¿Y dónde va a ser la cita? —le pregunto a María, volviendo a sacar el tema.

—Pues… vamos a cenar a un restaurante chino, uno nuevo por Gràcia, ¿sabes? Había pensado en ir al cine, pero la verdad es que no me apetece sentarme dos horas al lado de alguien al que acabo de conocer sin saber si nos vamos a llevar bien o no…

—Pero ¿es la primera cita? —pregunto. Por algún motivo, me había hecho a la idea de que ya se habían visto antes.

—Sí, sí. Nos conocimos por Twitter.

Dejo que María me vaya contando toda la historia mientras limpio los restos de la bebida de fresa y plátano que acabo de preparar. El reloj de la iglesia va marcando todas las horas y, cuando son las dos, me voy a descansar. Aunque estoy muy cerca de casa, prefiero quedarme por aquí que regresar. Si no, luego me da mucha pereza volver. Me quito el delantal, aunque me quedo con el resto de la ropa de trabajo puesta. El pantalón es largo, pero, como el aire acondicionado está a tope, no me molesta.

Cojo un sándwich de pollo, queso y mayonesa que ayer se chafó en el almacén y me sirvo un vaso de agua con gas. Saco el móvil del casillero, lo conecto al wifi de la cafetería y como con calma mientras veo Twitter. Me imagino a María y a Pol cruzándose por casualidad y hablando por primera vez. ¿Cómo se conocieron realmente? ¿Alguno de ellos se equivocaría al mencionar a una persona y fue todo un afortunado error? ¿Los dos respondieron al mismo tuit y a partir de ahí comenzaron a hablar? Como no tengo nada mejor que hacer, investigo si hay algún Pol en sus últimas interacciones, pero abandono la búsqueda enseguida. Prefiero que sea ella la que me cuente.

Paso la siguiente hora echando una cabezadita, jugando a minijuegos y buscando información sobre el mejor sitio de Barcelona para tatuarme. Cuando me empiezan a molestar las piernas, salgo un segundo a dar un paseo por el barrio hasta que me toque entrar. María se ha marchado a casa mientras estaba dormido y Alena ha venido para sustituirla para después, en la hora punta de la tarde, quedarse conmigo hasta el cierre. La saludo con un gesto de cabeza porque veo que tiene un auricular puesto. Si lo viera el jefe, se enfadaría muchísimo. Salgo de la cafetería y voy caminando sin rumbo, dejando que mis pasos esquiven automáticamente a los turistas. Me meto por calles por las que no había ido todavía y me paro de vez en cuando, como si fuera uno de ellos, a mirar las fachadas de los edificios, los enormes maceteros llenos de flores y los escaparates de tiendas en las que no me podría permitir ni el botón de una camisa. Sin embargo, mis pies no me llevan muy lejos. Tras quince minutos de paseo, Alena me manda un audio para pedirme que regrese al trabajo porque ha llegado un grupo bastante grande y no va a poder hacerlo todo sola. Doy la vuelta y me apresuro. Sé que no es mi horario, y que debería estar descansando, pero también sé que la hostelería no es un negocio fácil y que muchas veces hay que sacrificar el tiempo libre para poder mantener el trabajo. No debería ser así, pero es lo que hay.

—Ya estoy aquí —saludo a Alena en cuanto me pongo de nuevo el delantal.

Ella suspira, aliviada. No necesito mirar la gente que hay esperando, porque ya he tenido que atravesarla al entrar en la cafetería. Parece ser que un grupo de estudiantes se han puesto de acuerdo para venir todos a la vez.

—¿Qué clase de universidad da clases en verano? —susurro, con el tono justo para que Alena me escuche.

No hay que ser muy observador para darse cuenta de que todo el grupo de estudiantes va junto. La mayoría son chicos y todos llevan la misma carpeta con el logo de la institución.

Ella se encoge de hombros con indiferencia.

—Atiende tú un segundo, por favor; tengo que bajar al almacén a por sirope de chocolate blanco.

Cojo aire y me giro, colocándome de cara a los clientes. Voy tomando nota de los pedidos y se me van acumulando hasta que Alena vuelve, termina de preparar el batido con sirope y avanza en un segundo con los demás que tenemos pendientes.

Todos los estudiantes se van sentando en la misma zona. A medida que pasan a la sala, van juntando varias mesas, reorganizando todas las sillas que tan cuidadosamente he colocado en su sitio esta mañana. Intento no darle importancia, ya que es algo que sucede todos los días. Justo estoy pensando que después me tocará reubicarlas de nuevo cuando levanto la cabeza para dirigirme a las dos siguientes chicas que esperan para hacer su pedido. Una vez que cruzo la mirada con la primera, no puedo mantener la vista fija en sus ojos. Es de las chicas más guapas que he visto. A mi mente le ha bastado con ese segundo para memorizar su nariz puntiaguda, su pelo liso y esos ojos claros. Intento no parecer un acosador y me distraigo hablando con su compañera, que es quien hace el pedido. Tiene el pelo rosa chillón, recogido en dos trenzas enormes.

La amiga me dice su nombre y lo apunto en el vaso de las dos. Por un lado, me da rabia no haberme podido quedar con el nombre de la primera. Pero, por otro, casi que me alegro. «Laia», escribo en ambos vasos, y una sonrisa se escapa de mis labios. Me obligo a pensar que es porque justo hemos mencionado antes ese nombre, cuando hablaba con María sobre los más comunes en Cataluña.

De pronto, el corazón me va tan rápido que empiezo a sentirme incómodo. Es como si me hubiera tomado tres bebidas azucaradas seguidas y mi pulso se hubiera disparado. Laia, la chica de pelo rosa, paga con el móvil por las dos y las veo unirse al grupo que ya está sentado. Ellas son las últimas de la fila, así que aprovecho para respirar e intentar entender lo que acaba de suceder.

Veo que Alena empieza a preparar sus bebidas en cuanto le paso el pedido, ajena al flechazo que acabo de tener. Cuando la llamo por su nombre, Laia viene a recogerlas. Intento echar un vistazo rápido a la mesa para ver si alcanzo a verla desde aquí, pero me resulta imposible. Con los nervios, durante la próxima hora me equivoco un par de veces en las comandas y Alena me regaña. Al principio me pregunta que por qué estoy tan distraído, pero no le digo la verdad porque ni yo mismo quiero planteármelo.

Desde que trabajo de cara al público, he tenido varios flechazos con chicas, claro. Con algunas he salido un par de veces porque me dejaron su teléfono, pero la cosa nunca fue a más. Y, por otro lado, está Mireia.

Intento no mirar hacia la mesa de los estudiantes durante lo que queda de tarde, pero antes de que quiera darme cuenta, bajo un momento al almacén y al regresar veo que todos se han marchado.

XIMENA

Lo primero que he aprendido hoy en la universidad es que Sarrià, según me han dicho, es un barrio de pijos. Esa ha sido la frase textual de algunos de mis compañeros cuando nos han preguntado a Laia y a mí dónde nos estábamos alojando. Y lo peor es que las respuestas tenían un tono bastante negativo.

Cuando elegí el piso en el que me iba a quedar, desde Londres, sin tener ni idea de español ni conocer a mi futura compañera de piso, no vi que en Internet calificaran así al barrio. De hecho, en los pocos días que llevo aquí, tampoco me ha parecido esnob. En realidad, me gusta bastante. Se agradece un poco de tranquilidad en medio del perfecto caos que es Barcelona. Así puedo tener las dos cosas. Si quiero estar tranquila, me quedo por el barrio. Ya me lo he recorrido varias veces, descubriendo calles con restaurantes preciosos y pequeñas plazas que aparecen de la nada al girar una esquina cualquiera. Si quiero disfrutar de lo que realmente es Barcelona, una ciudad llena de diferentes culturas que no descansa por la noche, no tengo más que coger las líneas S1 o S2 de los ferrocarriles que dejan en Gràcia, Provença o la plaza de Cataluña.

Todavía no se ha cumplido una semana desde que me mudé a esta ciudad y creo que ya es de mis favoritas, lo que nos tranquiliza tanto a mí como a mi familia. Todas las dudas y miedos que tenía se esfumaron en un instante cuando congenié con Laia, mi compañera de piso. Laia había nacido en Lleida, pero llevaba viviendo tres años en Barcelona. La conocí en una web de búsqueda de pisos porque, al igual que yo, iba a hacer un curso de verano en la universidad. Al advertir que las dos teníamos la misma edad, íbamos a cursar lo mismo y necesitábamos un piso con condiciones económicas parecidas, enseguida coincidimos en que teníamos que vivir juntas. Para mí, irme con ella era una apuesta mucho más segura que buscar un piso a ciegas desde Londres sin conocer a nadie. Por ese motivo, no dudé ni un segundo en agregarla a Facebook en cuanto me crucé con ella por casualidad.

Gracias a Laia, los primeros días han sido mucho más tranquilos de lo que esperaba. Me ha enseñado las cosas más importantes, explicándome el funcionamiento del metro y los buses y, por supuesto, fuimos juntas a la jornada de presentación del curso en la universidad. Esta misma mañana nos hemos presentado como compañeras de piso y en clase ya nos ven como un dúo inseparable.

Cuando llegamos a casa, me doy una ducha y dejo cargando el móvil para hacer un FaceTime con mi familia. Tom no está ahí con ellos, pero a él ya le contaré todo luego en un audio.

—¿Mamá? —pregunto en dirección al móvil en cuanto su cara aparece en la pantalla.

—Hola, cariño. Espera, le digo a papá que venga.

Mientras lo llama, una incómoda sensación se apodera de mi estómago. Me resulta extraño verles en la pantalla, con la cocina de fondo, a sabiendas de que nos separan más de mil kilómetros.

—¿Qué tal, Ximena? —pregunta mi padre.

—Muy bien, ¿y vuestra vida de solteros? —bromeo, intentando no echarme a llorar.

No lo estoy pasando mal. De hecho, al contrario: todo está yendo a pedir de boca. Pero hablar con ellos hace que me ponga muy sentimental. Ahora que ni Tom ni yo vivimos con ellos, tiene que ser raro, cuando menos, ver la casa tan vacía.

—Genial, haciendo un montón de planes —bromea mi madre—. Ay, Ximena, tenemos tanto tiempo libre que hasta nos hemos puesto por fin a arreglar el jardín…

Pasamos casi una hora hablando, a pesar de que tampoco tengo mucho que contar. Les comento que muchas de las personas que se han apuntado al curso de verano también son de fuera, por lo que entre nosotros hablamos en inglés. Aun así, no me iría mal obligarme a practicar español. Laia habla también catalán, pero conmigo utiliza siempre el inglés. Cuando tenía quince años, se fue a pasar un año entero a Canadá. Gracias a eso, ahora maneja el idioma sin ningún problema, e incluso se le nota un poco el acento canadiense cuando habla conmigo.

El piso que hemos alquilado no está nada mal. Ella se había encargado de hacer todas las gestiones desde Barcelona, a mí me había tocado pagar la fianza, la comisión de agencia y avanzar una mensualidad. En la ciudad, los pisos de estudiantes están carísimos, pero por suerte conseguimos uno que, a pesar de no ser muy grande, es bastante acogedor.