Otra oportunidad - Lynne Graham - E-Book

Otra oportunidad E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Frankie pensó que nunca más volvería a ver a su marido, Santino Vitale, hasta que apareció otra vez en escena con noticias que la hicieron tambalearse. Su matrimonio no había sido anulado y él quería pasar con ella la noche de bodas que nunca pasó. Santino lo tenía todo calculado. Si estaban juntos tres semanas, Frankie habría pagado su deuda con él y podría irse de Cerdeña, solicitar el divorcio y olvidarse de todo para siempre... Pero Santino no había pensado que podía enamorarse de ella otra vez, ni que Frankie se iba a quedar embarazada...

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Seitenzahl: 199

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Lynne Graham

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Otra oportunidad, julia 953 - enero 2023

Título original: THE RELUCTANT HUSBAND

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415958

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

MATT Finlay escudriñó el rostro atónito de Frankie y sonrió.

—Yo creo que el viaje a Cerdeña te puede servir de terapia. Es un sitio perfecto para superar los amores…

—¡Santino ya no es el amor de mi vida! —contraatacó Frankie, con los dientes apretados y su cuerpo tenso como la cuerda de una ballesta.

Matt frunció el ceño, fingiendo concentración.

—Pues creo recordar que cada vez que has visto a ese tipo las piernas se te hacían mantequilla.

Le estaba recordando algo que a ella se le había escapado en una fiesta que dieron en la oficina, en la que bebió demasiado. En aquella fiesta, había intentado que la aceptaran como una más del grupo. Debería haberse imaginado que Matt se lo repetiría en cuanto se le presentara la ocasión.

—Pasé cinco años horribles en Cerdeña. No puedes recriminarme el que no quiera volver.

—Tampoco tienes que quedarte. Ni siquiera tienes que cambiar tu plan de vacaciones. ¿Quién más hay allí? Dan está todavía en Francia y la mujer de Marty va a dar a luz cualquier día de estos…

Frankie no quiso presionarlo. La agencia de viajes, de la cual tenía una buena parte de las acciones, se especializaba en alojamiento con autoservicio en el extranjero, y el negocio no había ido muy bien en los últimos meses.

Frankie era una mujer joven, grácil y delgada. Llevaba un traje de chaqueta negro, elegido para que no resaltaran sus formas femeninas. Tenía los ojos verde claro, pestañas negras y largas, con cejas del mismo color. El pelo, una combinación perfecta de rojo, cobre y oro, lo llevaba recogido en una coleta, sujeta por un prendedor. El prendedor era la única concesión que hacía a su condición de mujer.

—Además eres de allí —musitó Matt con satisfacción—. Ésa es una ventaja.

—Yo soy inglesa —le recordó Frankie.

—Seis villas en Costa Esmeralda. Vas a verlas, firmas el contrato con el propietario, te vuelves a Italia y ya está. A lo mejor, cuando vuelvas de vacaciones te apetece celebrarlo conmigo en una romántica cena para dos —sugirió Matt, sonriendo de forma muy sugerente.

Frankie se puso colorada. Eran amigos, pero últimamente Matt había tratado de convencerla para que tuvieran una relación más íntima. Ella le había respondido, con mucha delicadeza, que no y su insistencia la estaba poniendo en una situación bastante incómoda. Después de todo, no sólo trabajaban juntos, sino que además estaban viviendo bajo el mismo techo.

—Ni lo pienses —le contestó sonriendo, mientras se dirigía a la puerta de salida.

—Hay veces que odio a tu hermano —le informó Frankie a la rubia que estaba en la recepción.

Leigh se limitó a sonreír.

—¿Cerdeña?

—¿Lo sabías? —Frankie se sintió traicionada, pero también sabía que estaba demasiado sensibilizada. Ninguno de sus amigos podía saber lo que significaba para ella volver a pisar aquella isla de nuevo. Porque, al fin y al cabo, no les había contado todo lo que le había pasado allí.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Matt pensó que lo ibas aceptar mejor si te lo decía él. Además, te vas de vacaciones a Italia —comentó Leigh, mientras se daba la vuelta, para contestar el teléfono.

Frankie subió las escaleras del espacioso apartamento de dos habitaciones que había estado compartiendo con Matt, desde que Leigh se había casado. Hacía tres años que trabajaba con los hermanos Finlay. Con el dinero que consiguió de una póliza de seguro, compró acciones de la empresa. La agencia estaba situada en los bajos del edificio. Se sentía muy a gusto allí, porque se pasaba el tiempo viajando, viendo propiedades inmobiliarias y negociando.

El problema era que Matt había empezado a exteriorizar demasiado sus sentimientos. Sus familiaridades y requiebros no habían pasado desapercibidos para el resto de los compañeros. Los comentarios y cotilleos que se oían en la oficina la sacaban un poco de quicio. Hacía tiempo que había aprendido que las habladurías podían arruinarle a uno la vida. Al menos eso fue lo que le pasó a ella en una ocasión. Pero era mejor no acordarse de ello. ¿Se habría impuesto Matt el reto de conseguirla por cualquier medio? ¿Por qué se comportaban los hombres de esa forma?

Llamó por teléfono a su madre. Respondió la criada y le pasó la llamada.

—¿Mami? Me voy a ir de viaje antes de lo esperado —le dijo, disculpándose.

—Frankie… ¿no crees que ya estás bastante crecidita como para seguir llamándome mami? —le espetó Della, con petulancia—. Me haces sentir como si ya estuviera cobrando la pensión.

—Lo siento —Frankie se mordió el labio—. Tengo que marcharme…

—Yo también tengo que ir a la peluquería dentro de una hora —interrumpió Della—. Te llamaré el mes que viene.

Frankie colgó el teléfono, temblándole un poco la mano. A pesar de la frecuencia, le seguía doliendo aquella respuesta de su madre. Recordaba todas y cada una de las excusas que le había dado a lo largo del tiempo. No era una persona que le gustara demostrar sus sentimientos. Todos los años que había pasado separada de ella, cuando Frankie estuvo viviendo en Cerdeña, habían dañado la relación. El problema era que, en el fondo, temía que de no haber vuelto jamás, su madre ni se hubiera preocupado. No obstante, se avergonzó por pensar de esa manera.

 

 

Los ojos de Frankie echaban chispas de desesperación. La tarde no había hecho más que empezar y ya estaba harta. Se suponía que, en esos momentos, debía estar en el transbordador con destino a Génova, Italia. ¿Dónde estaba? Metida en un Fiat ruidoso y pequeñísimo, viajando por las sinuosas carreteras de Cerdeña, a paso de tortuga. ¿Por qué? El señor Megras, el dueño de las villas, no se había dignado a quedar con ella en su casa.

El viaje se estaba prolongando más de lo esperado. Bien podría haber aceptado el ofrecimiento que le hizo Pietro, uno de los empleados. Un hombre con unos ojos negros impresionantes y sexualmente muy atractivo, muy inclinado a manifestar sus sentimientos con las manos. Estaba en Cerdeña, la tierra de los machos…

Trató de no pensar en esas cosas. Debía ser el efecto de las montañas, las mismas montañas en las que había pasado cinco años inolvidables. Se le ponía la carne de gallina, al recordarlo. Pero aquello pertenecía al pasado. Ya tenía veintiún años y sabía controlar su destino.

Pero los recuerdos persistían. La conmoción cultural que supuso, a sus once años, pasar de vivir en un mundo civilizado como el de Londres, para trasladarse a una familia de campesinos analfabetos, que ni siquiera la querían, el horror que sintió cuando le dijeron que nunca más volvería a ver Londres, ni a su madre. El abandono de su padre a los pocos días, la soledad, el miedo, el aislamiento. Todos esos sentimientos todavía estaban muy dentro de ella y sabía que nunca los iba a poder olvidar.

Su madre era modelo. Se quedó embarazada de ella cuando tenía dieciocho años, de un hombre llamado Marco Caparelli, un fotógrafo muy atractivo. Sus padres se separaron cuando ella tenía tan solo ocho años. Su padre la llamaba muy de vez en cuando, apareciendo cuando menos se lo esperaba. En un par de ocasiones había intentado volver a compartir el mismo techo con su madre. En esas ocasiones, Frankie había confiado con desesperación que sus padres se volvieran a unir.

Por eso, posiblemente, se enfadó mucho cuando su madre conoció a otro hombre y decidió solicitar el divorcio. Su padre puso el grito en el cielo, cuando se enteró. Discutieron. Un día, después de aquel incidente, Marco la fue a recoger al colegio. Le dijo que se iban de vacaciones y que no era necesario que fuese a casa a hacer las maletas, mostrándola una bolsa en la que dijo que había metido todo lo que necesitaba para el viaje tan maravilloso que iban a hacer.

—¿Lo sabe mamá? —le preguntó ella, frunciendo el ceño.

Marco le contó un secreto que a ella le pareció maravilloso. Mamá y papá iban a vivir juntos otra vez. Le dijo que su madre iría a Cerdeña a finales de esa semana.

Intentando olvidarse de aquella mentira tan cruel, Frankie tomó otra de las sinuosas curvas de la carretera y vio la señal al final de un puente que decía «La Rocca». Al fin, pensó, acelerando para llegar al pueblo, teniendo que frenar para no atropellar a una cabra y dos cerdos.

Era un pueblo en el que se respiraba pobreza y aquella sensación la hizo estremecerse. Le trajo a la mente el recuerdo de otro pueblo mucho más alejado de la civilización. A ese conjunto de casuchas le habían llamado Sienta. El lugar donde nació su abuelo paterno. Sienta era un punto en el mapa que pertenecía a otro mundo.

El silencio crispaba los nervios. ¿Dónde estaba el hotel? Confiaba en que fuera un hotel razonable, porque no tenía más remedio que pasar la noche allí. A unos diez metros, vio un bar. Cuando entró en el interior hizo un gesto de desagrado con la nariz. El hombre fornido que había detrás del mostrador la miró.

—¿Puede indicarme dónde está el hotel La Rocca? —le preguntó en italiano.

—¿Francesca…?

Cuando oyó su nombre en italiano, se le puso la carne de gallina. Lo dijo una voz suave, melosa, con las sílabas aterciopeladas y fluidas como la miel, pero tan vigorizantes como la sirena de un coche de policía justo detrás de ella.

Muy lentamente empezó a girar sus pies. Su cuerpo delgado se puso en tensión, intentando superar su estado de desorientación, no queriendo aceptar que había reconocido aquella voz.

Santino Vitale levantó su cuerpo y surgió de entre las sombras. Frankie sintió la lengua pegada al paladar. Las manos le sudaban. Por un momento, incluso llegó a dudar de su estado de salud mental. Vestido con un traje gris plateado, con una gabardina sobre sus hombros, Santino era un elemento exótico en aquel escenario de mesas desvencijadas y grasientas paredes.

—¿Te apetece tomar algo conmigo? —unos ojos negros y brillantes recorrieron su cuerpo. Agarró su mano de forma muy suave—. Tienes frío —Santino suspiró, mientras se quitaba la gabardina y se la ponía sobre los hombros de ella.

Frankie permaneció inmóvil, como una figura de cera, sin saber qué decir. Tampoco podía apartar la mirada de él. Era mucho más alto que ella, a pesar de que ella no se la podía considerar baja. Un hombre muy atractivo y viril. Sin poderlo evitar, de pronto se sintió humillada y palideció. Todo lo que durante los últimos cinco años Frankie había tratado de olvidar, le vino de pronto a su mente.

—Este es el hotel La Rocca —murmuró Santino.

—¿Esto? —repitió Frankie con una voz un poco chillona.

—¿Has venido a ver al señor Megras?

—¿Y tú cómo lo sabes? —le preguntó Frankie, medio temblando—. ¿Además, qué estás haciendo aquí?

—¿Por qué no te sientas?

—¿Sentarme? —repitió ella, mirándolo como si él fuera a desaparecer entre una nube de humo en cualquier momento.

—¿Por qué no? Por aquí no se ve al señor Megras —Santino retiró una silla y la invitó a sentarse. El camarero se apresuró a limpiar el cenicero y se retiró con prudencia—. ¿No quieres tomar algo conmigo?

Un rayo de sol iluminó los deteriorados posters en la pared y el gastado suelo de piedra. La reacción natural de Frankie fue la de salir corriendo. Casi sin darse cuenta estaba abriendo la puerta del bar.

—¿Es que te doy miedo?

Frankie se detuvo, se puso rígida y se apoderó de ella una terrible confusión. Por un momento se sentía otra vez una adolescente, una muchachita de quince años que obedecía todas y cada una de las instrucciones que le daba Santino. Porque en aquel tiempo, le había asustado tanto la posibilidad de perderlo, que había hecho todo lo que le pedía. Pero Santino no la había enseñado a tener miedo de él. Ella sola había tenido que aprender a controlar las emociones que surgían de su interior, cada vez que estaba a su lado.

¿Sería culpa de Santino que ella lo odiara? La verdad, no quería decidir en aquellos momentos si estaba siendo justa o no. Se dio la vuelta para mirarlo otra vez, en parte para como respuesta a una necesidad que surgió muy dentro de ella. Y fue como salir de la oscuridad. Muy lentamente se fue hacia la mesa y se sentó en la silla.

—¿Qué estás haciendo por aquí? —le preguntó ella.

—El señor Megras no va a venir. Todas las villas son mías.

—No te creo —respondió Frankie, poniendo cara de incredulidad.

Santino dibujó una sonrisa en su boca sensual.

—Es verdad. Yo te traje aquí, porque quería verte otra vez.

—¿Por qué? —la cabeza empezó a darle vueltas.

—Porque eres mi esposa. A lo mejor he tardado mucho tiempo en recordártelo, pero has de saber que eres mi esposa —le dijo Santino.

—Nada más volver a Inglaterra solicité la anulación del matrimonio —le respondió—. ¿No recibiste los papeles?

Santino se limitó a sonreír de nuevo.

—¿Los enviaste?

—Como yo era menor de edad, mi madre se ocupó de todo…

—¿Eso es lo que te dijeron?

—¡Mira, yo sé que esa ceremonia la declararon nula!

—Pues te han engañado —le replicó.

Su cara se encendió de ira. Su insistencia la enfurecía.

—Cuando vuelva a Inglaterra, yo te los enviaré. Lo que sí te garantizo es que no estamos casados.

—La verdad es que nunca lo estuvimos, como los adultos lo están, me refiero —concedió Santino.

Frankie palideció al revivir en su memoria la última vez que había visto a Santino. Lo vio en brazos de otra mujer, una rubia muy guapa, sus uñas pintadas de color melocotón entre su pelo negro, mientras lo besaba, con su cuerpo pegado al de él. Desde entonces no lo había vuelto a ver.

—Me arrepiento de la forma en que nos separamos.

Frankie se puso rígida. Clavó sus ojos en la mesa. Casi no podía creerse que estuviera otra vez con Santino. Con renovada decisión, intentó borrar los recuerdos que se le venían a la mente.

—A lo mejor no te lo tenía que haber dicho tan pronto, pero siento que es como un muro entre nosotros —comento Santino.

Aquel comentario disparó la imaginación de Frankie otra vez. Dibujó en su cara una sonrisa de desprecio.

—Creo que te estás imaginando cosas raras —levantó el hombro con desdén—. Y ahora, si de verdad esas villas son tuyas, hablemos de negocios.

—Ya veo que has estado fuera de aquí mucho tiempo —Santino hizo una señal al camarero—. Esa no es la forma de hacer negocios aquí. Primero tomamos algo, luego hablamos y a lo mejor te invito a casa a cenar. Después de cenar, a lo mejor, podemos hablar de negocios.

—Yo no voy a ir a cenar a tu casa… —protestó.

—Espera primero a que te invite —contestó Santino.

Se sonrojó y apretó los dientes.

—Todo esto es una charada juvenil.

—Recuerdo que te gustaba lo inesperado —Santino se recostó de forma indolente en la silla, sin prestar atención a su creciente ira y frustración.

—Yo era una cría entonces…

—Sí, pero en aquel momento no te cansabas de repetir que eras mujer —le recordó Santino, con su voz aterciopelada.

Frankie se sonrojó aún más si cabe.

—Bueno, dime —le dijo, intentando cambiar de asunto—, ¿te dedicas ahora al negocio del turismo?

—Sí y no —con los ojos entornados, levantó un poco el hombro y le sonrió.

Era absurdo que ella no conociera a lo que aquel hombre se dedicaba, absurdo que supiera tan pocas cosas del hombre con el que se casó. Cuando se casó con él, todo lo que sabía era que Santino era el sobrino del cura del pueblo y que durante la semana trabajaba en un banco, en Cagliari, donde tenía también un apartamento.

Pero se dedicase a lo que se dedicase Santino en aquellos momentos, estaba claro que le iba muy bien. Llevaba un traje muy caro. Si bien había que tener en cuenta que era un hombre latino y los hombres latinos podían gastarse todo lo que tenían por un buen traje. Sin embargo, ella no estaba acostumbrada a verlo con ropa tan formal. Cuando iba a visitarla los fines de semana, siempre llevaba vaqueros y camiseta. Se había convertido en todo un hombre de negocios, muy sofisticado. Aquello la desconcertaba.

Santino la estaba observando con los ojos entrecerrados.

—Tenía mis razones al elegir un sitio tan discreto para hablar.

—¿Sí?

—Creo que estás de vacaciones y me gustaría que te hospedaras en mi casa —propuso Santino.

Frankie se lo quedó mirando con los ojos como platos y se le escapó la risa.

—¿Me estás tomando el pelo?

—¿Por qué lo iba a hacer?

—He venido sólo de paso. Tengo que irme a Italia —le dijo, sin acabarse de creer que le hubiera hecho esa invitación—. Así que me temo que tendremos que hablar de negocios ahora, o nunca.

—A mí me importan un comino las villas —contestó Santino.

—Pues a mí no, porque ése es mi trabajo —aquella situación cada vez le parecía más irreal. ¿Para qué quería Santino hablar con ella, después de tanto tiempo? ¿Por curiosidad? Estaba claro que había averiguado en qué trabajaba en Londres. ¿Había sido por eso, por lo que le habían ofrecido las villas a Finlay Travel? ¿Cómo habría descubierto Santino dónde trabajaba?

Mientras daba un sorbo de su vaso, lo observó. Era una persona tan fría, tan controlado, tan calculador. Sintió un cosquilleo en la espalda. Miró sus facciones agitanadas, absorbiendo la perfecta simetría de cada una de ellas. La frente ancha, la fina y arrogante nariz, la curva de su boca.

En aquellos momentos, Santino era para ella un completo extraño, con un aire de autoridad y mando que parecía algo innato en él. No era el Santino Vitale que ella recordaba. ¿O sería que lo miraba con otros ojos?

—Francesca…

—Nadie me llama así —murmuró Frankie.

Aquel encuentro se estaba convirtiendo en una pesadilla. A los dieciséis años había estado muy enamorada de Santino. Le había dicho y hecho cosas que ninguna mujer en su sano juicio le gustaría recordar en su madurez. Le había declarado su amor hasta la muerte. En aquel tiempo no era Frankie la que cerraba la puerta de su habitación, para evitar que él entrara, sino que era Santino el que cerraba la suya. Aquellos recuerdos la hicieron sentirse mal.

—Mírame… —le dijo, mientras le acariciaba la mano—. Por favor Francesca…

Sintió su mano como si le hubieran puesto un hierro al rojo vivo. Retiró la mano al instante, conmovida por la forma que reaccionó su cuerpo. Abrió los ojos y encontró su mirada. Sintió un nudo en la garganta y el corazón empezó a latirle con fuerza.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—Tres semanas de tu vida —admitió Santino—. Quiero que estemos juntos tres semanas.

—¡Yo no quiero estar contigo! —se levantó muy enfadada.

Santino se levantó, tomándose su tiempo, con una sonrisa en sus labios. De un solo y ágil paso, se puso a su lado, poniéndole la mano en el hombro. Frankie se quedó tan sorprendida, que no pudo hacer otra cosa que quedarse quieta, mirándolo. No podía creerse que Santino estuviera insinuándose.

—Relájate —le instó Santino, apartándole un mechón de pelo de la cara.

Cuando sintió la mano en su cara, el corazón le empezó a latir de forma violenta y se le puso un nudo en la garganta. No podía casi ni respirar. Santino inclinó la cabeza y la miró a los ojos. Aquel gesto la excitó tanto que casi se le doblan las piernas. Y de pronto, cuando estaba a punto de poder respirar otra vez, Santino la besó, obligándola a abrir sus suaves labios con la lengua, introduciéndosela en la boca.

Aquel beso fue la experiencia más erótica que Frankie había tenido en toda su vida. Los muslos se le encendieron y su cuerpo empezó a temblar de placer. De forma instintiva, acercó su cuerpo al de él. En ese momento, él levantó la cabeza y la miró.

—Todo este tiempo me he estado haciendo una pregunta… ahora ya sé la respuesta —le dijo, con marcada satisfacción.

Frankie se puso roja. Tenía sus ojos verdes clavados en los de él. Retrocedió unos pasos.

—¡Tú no me conoces! —le contestó.

Su único deseo era poder escapar cuanto antes de aquella situación. Salió fuera, a la plaza, y se quedó boquiabierta al ver que no estaba su coche.

—¡Y ahora, por tu culpa, me han robado el coche! —le gritó Frankie, cuando Santino apareció en la puerta del bar.

Se estiró el traje y se acercó a ella.

—Yo lo robé —le informó, con una descarada seguridad que la puso furiosa.

—¿Cómo has dicho?

—Que yo soy el responsable de la desaparición de tu coche.

Una furia descontrolada, que Frankie no sentía desde que superó la adolescencia, se apoderó de ella. Aquel tono en el que la hablaba, era como la parafina en una hoguera.

—¡Pues mejor será que me lo devuelvas cuanto antes! —le gritó, apretando los puños con fuerza—. No sé a qué estás jugando…

—Yo no estoy jugando a nada —replicó Santino.

—¡Quiero que me devuelvas el coche ahora mismo! —le dijo Frankie, agarrándolo por las solapas de su traje.

—La maldición de los Caparelli —comentó Santino, muy tranquilo, sin prestarle la menor atención—. Y pensar que yo creí que el rumor era exagerado. No me sorprende que tu abuelo estuviera deseando que te casaras cuanto antes.

Y era verdad. Al recordarle el apodo tan odiado por el que se la conocía en el pueblo de su abuelo, Frankie se estremeció. Cuando Santino le recordó que a él lo habían obligado a casarse con ella, no pudo evitar el insulto.

—¡Eres un cerdo! —le dijo, al tiempo que trataba de darle una patada.

Pero Santino era más rápido de lo que ella había anticipado y le agarró la pierna. Ella perdió el equilibrio y acabó en el suelo, golpeándose la cabeza. Primero sintió dolor y luego perdió el conocimiento.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

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