Otra oportunidad para amar - Heidi Rice - E-Book

Otra oportunidad para amar E-Book

Heidi Rice

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Beschreibung

Secreto desvelado: ¡Era padre! Ross De Courtney irrumpió en la boda de su hermana para impedir que se casara, pero fue él quien se llevó una sorpresa. Su mirada descubrió a una mujer inolvidable, Carmel O'Riordan, junto a la que había un niño idéntico a él a su misma edad. Carmel le dio un ultimátum: o ejercía de padre de su hijo, o desaparecía de su vida. Traumatizado por la pérdida de su madre, el lobo solitario Ross De Courtney se había asegurado de que nunca sería padre. Siempre se consideró incapaz de amar tal y como Carmel y su hijo merecían. Y eso no podría cambiarlo ni siquiera la extraordinaria conexión que había entre ellos… ¿O sí?

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Heidi Rice

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Otra oportunidad para amar, n.º 2966 - 16.11.22

Título original: The CEO’s Impossible Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-207-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ross De Courtney, tras aterrizar su helicóptero en un acantilado de la costa oeste de Irlanda, entró con paso firme en la capilla de la impresionante propiedad del que estaba a punto de convertirse en su cuñado… excepto que él iba impedir que llegara a serlo.

La capilla, decorada para la ocasión, estaba repleta de gente. Algunos de los congregados se fijaron en él avanzando por la nave central hacia la pareja que juraba sus votos, el novio en gris oscuro y la dulce e ingenua hermana de Ross, Katie, con un vestido de encaje y seda blanco.

Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra, pero la furia con la que latía su corazón los ahogaba.

El día anterior Katie le había enviado un amable mensaje pidiéndole que no acudiera a la ceremonia. Era la primera vez en meses que se dignaba a comunicarse con él, y en la nota le indicaba que tenía que contarle algunos asuntos delicados sobre su prometido, el millonario irlandés, Conall O’Riordan al que Ross había visto una sola vez, cinco meses antes, en la Ópera de Londres.

En ese encuentro, Ross había llegado a la conclusión de que Conall era un chulo controlador, igual que el primer marido de Katie, con el que esta se había casado con solo diecinueve años y cuando al chico le quedaban solo unas semanas de vida. Ninguno de los dos hombres se la merecía.

En aquella ocasión había cometido el error de limitarse a expresar su desacuerdo con la boda y dejar que Katie siguiera adelante, confiando en que cambiara de idea. Pero Katie, romántica como era, se había casado con Tom. Este había muerto y Ross y ella no se habían hablado durante cinco años, hasta la noche en la que habían coincidido en la ópera, cuando su prometido irlandés, al que no conocía de nada, había estado a punto de atacarlo físicamente.

Así que Ross no pensaba cometer la misma equivocación dos veces y estaba allí para impedir que su hermana se uniera a un hombre que pudiera hacerle daño.

Cabía la posibilidad de que no le correspondiera intervenir en su vida, puesto que Katie tenía veinticuatro años y él no había ejercido nunca propiamente de hermano… En parte porque no había sabido de la existencia de su hermanastra hasta que Katie tuvo catorce años y su madre, una de las muchas amantes desechadas por su padre, había muerto. Desde ese momento, se había esforzado por actuar honorablemente, pagando sus estudios en colegios y universidades privadas y reconociéndola públicamente como su hermana. Algo a lo que su padre, con su acostumbrada crueldad, se había negado a hacer en vida.

Pero aunque nunca hubieran estado muy unidos, no podía permitir que Katie se casara con O’Riordan sin que al menos supiera que él se oponía.

Habría preferido no tener que actuar en el mismo día de la ceremonia, como si se tratara de una dramática novela romántica, pero Katie no le había dejado otra opción al negarse a responder a ninguna de sus llamadas o mensajes y limitándose a decir que se casaría con O’Riordan porque estaba locamente enamorada de él.

Ross estaba ya cerca del altar cuando llamó su atención una mujer joven que estaba a la derecha del novio con un niño de la mano. Llevaba el pelirrojo cabello sujeto en lo alto de la coronilla y entrelazado de flores silvestres. El golpe de adrenalina que Ross sufrió fue tan súbito que perdió el paso y, por unos segundos, se vio en el baile de verano de Westmoreland, cuatro años atrás, bailando con la mujer que lo había cautivado aquella noche.

«¿Es ella?».

No podía verle el rostro. Solo la espalda, los hombros desnudos y la grácil línea del cuello, la seductora curva de un seno, la estrecha cintura y las largas piernas.

Ross sacudió la cabeza, intentando concentrarse e ignorar el calor abrasador que le cegó el entendimiento.

«No seas idiota. Es imposible. Es un truco de tu imaginación».

La joven, cuyo nombre ni siquiera había llegado a saber, lo había cautivado con su humor e ingenio, su cantarín acento irlandés y su etérea y refrescante belleza, de cabello pelirrojo y vivos ojos azules. Una combinación irresistible que le había hecho actuar irreflexivamente.

El calor se agolpó en su entrepierna al recordar lo que había pasado más tarde, en el jardín. Las guirnaldas de luces que dotaban de un brillo mágico su piel de seda mientras él la devoraba. El perfume a jazmín y a manzanas maduras sumado al de la excitación de ella cuando él acarició el núcleo de su placer; sus gemidos de placer cuando, enloquecido de deseo, la había finalmente penetrado y habían llegado juntos al clímax…

Habían hecho el amor, o mejor, el más puro y desinhibido sexo, contra un árbol, a unos metros del resto de la fiesta.

Pero lo que le había resultado excitante y extrañamente romántico, dado que él no tenía nada de romántico, se había convertido en una embarazosa obsesión después de que ella, como si quisiera jugar a una Cenicienta de cuento, salió huyendo y él se encontró buscándola como un poseso… Hasta que tres semanas más tarde, se topó con la más cruda realidad al recibir una llamada de ella desde un número anónimo, intentando extorsionarlo con la mentira de que estaba embarazada.

Y con ello, la fantasía de Cenicienta se había desvanecido.

Excepto que, a su pesar, seguía pensando en ella a menudo y hasta creía verla entre la multitud cuando atisbaba a una mujer con el cabello de un color parecido o una inclinación de la cabeza similar. Cada vez que eso sucedía, se enfurecía consigo mismo y se sentía ridículo. Por eso le pareció apropiado que le sucediera en un momento como aquel, de máxima tensión, cuando más podía debilitarlo.

–Si algún hombre o mujer sabe de algún impedimento legal por el que esta pareja no pueda unirse en sagrado matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.

La voz del cura resonó en la capilla, devolviendo a Ross al presente, a su misión.

Apartó la mirada de la mujer y se quedó paralizado, furioso por tener que hacer una escena en público, pero culpando a Katie por no haberle dejado otra opción.

–Yo tengo una objeción –dijo. Y vio que Katie y el irlandés se volvían.

Un murmullo se elevó entre los invitados.

–Ross ¿qué haces aquí? –preguntó Katie abriendo los ojos.

El novio frunció el ceño con la misma furia que Ross había percibido en él cinco meses atrás y que le había convencido de que era un hombre violento, capaz de hacer daño a su hermana.

–¿Que qué hago aquí? –preguntó como si fuera lo más natural del mundo–. Voy a impedir que te cases hasta que estés segura de que eso es lo que quieres hacer, Pero entonces sucedió algo inesperado. En lugar de responder, tanto Katie como el novio se volvieron hacia la izquierda, ignorándolo.

–Carmel, lo siento mucho –susurró su hermana.

–Mel, llévate a Mac de aquí –dijo el matón en tono autoritario.

Pero entones Ross también se volvió y se dio cuenta de que hablaban con la mujer que había visto hacía unos segundos y, al identificarla, se sintió como si le pasara por encima un tren de carga.

Los ojos de ella brillaban de sorpresa e indignación como dos zafiros. La llamarada de su cabello intensificaba la palidez de su rostro… y golpeó a Ross en el plexo solar.

El calor volvió a asfixiarlo, seguido por el más puro desconcierto. Era ella.

–Mami, ¿quién es ese hombre?

Ross desvió la mirada hacia el niño. La dulce y cantarina voz infantil atravesó las nubes de la tormenta adulta que se estaba avecinando.

La sorpresa le retorció las entrañas y le paró el corazón con una emoción que le resultó extrañamente anestesiante, como si se hubiera adentrado en una niebla densa y no pudiera encontrar el camino.

Observó los ojos azul verdosos del niño, abiertos como platos; sus facciones perfectas y los rizos rubios que coronaban su cabeza, pero lo único que consiguió ver fue a sí mismo a los cuatro años, en la única fotografía que había tenido con su madre. Antes de que el cabello se le oscureciera. De que ella muriera. De que su sádico padre la quemara ante sus ojos antes de mandarlo al internado, mientras decía: «Deja de gimotear. Tu madre era débil y tú no quieres ser como ella».

–¿Qué…? –las palabras se le atragantaron al tiempo que miraba a la mujer con horror–. ¿Cómo…?

«No, no, no».

No podía ser. Tenía que tratarse de una pesadilla. Se llevó las manos a las sienes. No era posible. Él había tomado una medida drástica para impedir algo así.

La mujer pasó el brazo por los hombros del niño, ocultándolo a la vista de Ross.

–Tranquilo, Mac –dijo ella con la sensual voz que Ross reconoció, aunque estuviera cargada de ira. Erguida, parecía una leona protegiendo a su cría–. Ese hombre no es nadie.

Ross dio un paso adelante aunque no sabía qué hacer. Su habitual autocontrol lo había abandonado completamente.

El peso de una mano fuerte sobre el hombro le hizo retroceder.

–Aléjate de mi hermana, bastardo.

Ross reconoció la voz del maniaco, seguida de la de su hermana pidiéndoles que se calmaran, pero él solo pudo seguir mirando a su Cenicienta mientras esta tomaba al niño en brazos y se dirigía a la sacristía.

«Vuelve a huir de mí».

Por un instante se vio de nuevo en el manzanal, todavía recuperándose de un brutal orgasmo y siguiendo con la mirada a la espectral figura que se perdía en la oscuridad.

Pero al contrario que entonces, permaneció pegado al suelo. Su mirada se cruzó con la del niño, que se abrazaba al cuello de su madre. El mismo cuello que lo había hecho enloquecer cuatro años atrás… Y apenas unos minutos antes.

–¡Márchate! –el novio le tiró del brazo–. No estás invitado.

–Quítame las manos de encima –dijo Ross, sacudiendo el brazo para que lo soltara.

Tenía que seguirla, a ella y al niño, pero sus pies no le obedecían. El corazón le latía desbocado y el calor que siempre sentía cuando pensaba en ella lo perturbaba aún más.

O’Riordan volvió a tomarlo del brazo.

–Te he dicho que te marches, hijo de…

Entonces Ross le lanzó un gancho, pero no podía ni pensar ni moverse de manera coordinada, y falló el golpe.

El puñetazo que recibió como respuesta fue tan rápido que no pudo esquivarlo. El dolor estalló en su mandíbula al tiempo que la cabeza se le iba hacia atrás.

La niebla se intensificó.

–Ese ha sido un gancho impresionante –murmuró, llevándose la mano a la cara y sintiendo el sabor metálico de la sangre en la boca mientras se tambaleaba hacia atrás.

Los gritos de los invitados y el llanto de Katie fue lo último que oyó antes de sumirse en una bendita inconsciencia.

Pero antes de caer en el abismo, un último pensamiento lo torturó:

«¿Cómo puede haber tenido un hijo mío… cuando no puedo ser padre?».

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Apártese. Ha dicho que no hay síntomas de contusión, así que quiero marcharme ahora mismo.

–Pero señor De Courtney, es mejor que descanse. Está exhausto.

–Quiero irme.

Carmel O’Riordan estaba en el corredor del ala este del castillo de Kildaragh, aturdida por las palpitaciones que le producía oír la voz de Ross de Courtney mientras discutía con el médico en una de las habitaciones del castillo.

Apoyó la espalda en la pared, intentando reunir el valor de entrar y enfrentarse al pasado.

La ceremonia había seguido su curso y la fiesta posterior estaba en pleno apogeo en la planta baja, pero ella no se había recuperado del shock de volver a ver a Ross de Courtney. O de descubrir que el padre de Mac, cuya identidad no había revelado nunca a nadie, y menos aun a su hermano Conall, era el hermano de su nueva cuñada.

Se secó las palmas sudorosas en el vestido. No lograba quitarse de la cabeza la expresión de Ross cuando había mirado a su hijo, y dudaba que alguna vez pudiera olvidarla, como no había olvidado ningún detalle de su encuentro, cuatro años atrás: Ross, alto y elegante en esmoquin, iluminado por la luz de la luna en un manzanal, su mirada intensa, sus caricias tiernas e insaciables; su olor adictivo, su voz ronca y cargada de deseo…

Se había comportado como una idiota aquella noche, cuando había decidido colarse con su amiga Cheryl en el famoso baile de Westmoreland y durante el trayecto en coche habían bromeado sobre la posibilidad de echarse un novio millonario.

Pero la broma se la habían gastado a ella.

Ross de Courtney era tan guapo, tan sexy, tan sofisticado y se había mostrado tan interesado en ella… que le había hecho sentir especial y madura. Después de tantos años sintiéndose una niña y, creyendo que por fin se libraba de su sobreprotector hermano Conall, había querido creer que lo que estaba pasando era real… Y no el espejismo de una noche calurosa de verano y de sus hiperactivas hormonas, que le habían hecho creer, en cuanto vio a Ross, que era el héroe de una novela romántica.

Todavía podía sentir sus manos en la piel y la pulsante sensación que la había recorrido como una corriente eléctrica y que le había hecho actuar estúpidamente.

Y luego, había salido corriendo como una cría. Y ni siquiera se había planteado que no habían usado protección hasta que se le había retrasado el periodo.

–¿Dónde demonios están mis zapatos?

Las ásperas palabras devolvieron a Carmel al presente.

Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta y cerró los puños para contener el temblor de sus manos. No podía permanecer en el pasillo eternamente. Tenía que enfrentarse a Ross antes de que su hermano apareciera para «protegerla». Katie ejercía una increíble influencia beneficiosa en Conall, pero ni siquiera ella podía contenerlo cuando estaba en modo «madre osa».

Su hermano se había excedido en numerosas ocasiones. Había contratado a un detective para que averiguara la identidad del hombre que ella se resistía a darle. Al descubrir que el padre de Mac era Ross de Courtney, había contratado a la hermana de este, Katie, para organizar la boda de su hermana Imelda con su novio de juventud, Donal, cuando lo que verdaderamente pretendía era utilizar a Katie para vengarse de su hermano. Una venganza que Carmel no le había solicitado.

Pero en lugar de vengarse, Conall se había enamorado de Katie. Lo que significaba que Ross había quedado vinculado a su vida y a la de Mac para siempre a través de la esposa de Conall.

Que ninguno de los dos se lo hubiera contado antes de la boda, la había enfurecido en la iglesia. Pero ya no estaba enfadada, sino aturdida y asustada.

Ross de Courtney había rechazado a Mac aun antes de que naciera. En un único y cruel mensaje de respuesta la había acusado de mentir, una vez ella había reunido el valor suficiente como para escribirle anunciándole que estaba embarazada; Si estás embarazada, no puede ser mi hijo. Así que si lo que pretendes es extorsionarme por dinero, te has equivocado.

Sin embargo, cuando había visto al niño, no había parecido enfadado o desdeñoso, sino completamente atónito.

Y Carmel quería saber a qué se debía esa reacción, porque no la entendía. Como tampoco parecía que tuviera sentido su devastador mensaje del pasado.

En él, Ross había hecho unas acusaciones deplorables, además de falsas, pero lo que sí era verdad era que había sido ella quien lo había seducido. Al contrario de lo que solía decir Conall, Ross no «había robado su inocencia». Ella se la había ofrecido voluntariamente.

Había coqueteado con él descaradamente. Había disfrutado del papel de virgen seductora. Hasta que la golpeó el impacto emocional de lo que acababa de suceder y huyó… como la niña que era.

«Menuda virgen seductora. Virgen idiota, más bien».

Lo que dejaba suficientes incertidumbres como para que se cuestionara las conclusiones a las que había llegado sobre el padre de su hijo. ¿Y si no era el villano en el que lo había convertido? En cualquier caso, era el padre de Mac y ella había sido una cobarde por no haber intentado contactarlo en los años posteriores. ¿Y si había creído de verdad que Mac no era su hijo? Hasta ese momento, Carmel simplemente había asumido que quería zafarse de ella. Pero ¿y si la verdad era más complicada?

Llamó con los nudillos a la puerta.

–¿Puedo pasar? –preguntó, preparándose para la reacción de Ross al tiempo que entraba sin esperar respuesta.

Evidentemente, no se había preparado lo bastante, tal y como comprobó en cuanto Ross clavó sus vívidos ojos en ella.

Estaba despeinado, llevaba la camisa desabotonada y manchada con unas gotas de sangre, estaba descalzo y en la mandíbula se le empezaba a formar un hematoma.

Carmel tomó aire. Era injusto que pudiera estar aún más atractivo que la fatídica noche.

Ross permaneció callado, sin mostrar ni animosidad ni alegría, y Carmel se dio cuenta de que por más excepcional que hubiera sido aquella noche y más concentrado en ella que Ross estuviera, en ningún momento le resultó posible adivinar lo que pensaba, –Señorita O’Riordan, ayúdeme a convencer a mi paciente –suplicó el médico–. El señor De Courtney debe descansar antes…

–No se preocupe. Puede marcharse –dijo Carmel–. Si el señor De Courtney empeorara, lo llamaré de inmediato.

El médico vaciló antes de contestar:

–De acuerdo. Lo dejo a su cargo.

La puerta se cerró a su espalda con un golpe seco que reverberó en el pecho de Carmel.

¿Sentiría solo ella la electricidad que cargaba el aire como un campo magnético? La última vez que se habían visto, ella se esforzaba por recuperarse de un orgasmo tan intenso que había estado segura de haberse desmayado por unos segundos.

Un orgasmo cuya consecuencia había sido su adorado hijo.

Y la trascendencia de eso sumada a que todavía sentía el calor residual de aquel encuentro después de tantos años, solo contribuía a aumentar su temor. Alargó la mano hacia uno de los sillones a la vez que intentaba reinar sobre sus emociones.

–¿Quiere sentarse, señor De Courtney? –dijo con la mayor dignidad de la que fue capaz.

–¿Señor De Courtney? –replicó él en tono sarcástico.

–Solo pretendo ser amable.

–¿Por qué? –preguntó Ross como si verdaderamente quisiera saberlo.

–Porque mi madre me enseñó modales –replicó Carmel airada, puesto que una pregunta absurda exigía una respuesta al mismo nivel–. No seas idiota. ¿Tú qué crees?

–No lo sé. Por eso te lo he preguntado –dijo Ross, pareciendo aún más confuso que ella.

–Vale. Pues porque me ha parecido mejor ser educada que darte otro puñetazo –contestó Carmel, aunque sentía una miríada de sentimientos y ninguno de ellos era de ira.

Ross desvió la mirada y luego se pasó los dedos por el cabello.

–Me lo tendría merecido –musitó entre resignado y frustrado.

–¿Por qué dices eso? Conall no debería haberte pegado. No tenía derecho a hacerlo.

Por más confusos que fueran los sentimientos que Ross despertaba en ella, había adquirido una nueva perspectiva sobre él al preguntarle a Katie antes de subir a verlo si pensaba que su hermano era una mala persona. Y la respuesta de Katie, aunque había enfadado a Conall, que tenía decidido que Ross era el mismo demonio, había sido mucho más matizada. Aparentemente, Ross y ella habían permanecido distanciados durante cinco años tras la boda con su primer marido, de la que Ross se había manifestado en contra. Pero Katie también había contado que en cuanto Ross había sabido de su existencia, cuando era una adolescente, la había reconocido como su hermana y había pagado su educación. Así que, aunque nunca habían estado muy unidos, a Katie le había extrañado que, tal y como le había dicho Conall, Ross se hubiera negado a reconocer a Mac.

Por otro lado y como explicación de su aparición en Kildaragh para detener la boda, era lógico pensar que, dado que Ross no tenía ni idea de por qué Conall había sido tan agresivo en su primer encuentro, hubiera querido proteger a su hermana de un hombre potencialmente violento.

–Estaba en su derecho –dijo Ross mirándola y haciendo que la recorriera una oleada de calor–. Es tu hermano.

–Es una locura –dijo Carmel, hastiada de aquel estúpido código del honor de hermanos mayores. ¿Qué derecho tenían los hombres a interferir en la vida de las mujeres? ¿No era un ironía que Ross defendiera a Conall cuando había acudido a impedir que se casara con su hermana?–. Conall no tenía derecho a entrometerse en mi…

–¿El niño es mi hijo? –la interrumpió Ross, yendo al grano.

A Carmel le dolió que sonara más resignado que contento. Se cuadró de hombros.