Otro amanecer - Robyn Carr - E-Book
SONDERANGEBOT

Otro amanecer E-Book

Robyn Carr

0,0
9,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El antiguo marine Tom Cavanaugh había vuelto a su hogar en Virgin River dispuesto a hacerse cargo de la finca familiar y a sentar la cabeza. Bien sabía cómo debía ser la mujer perfecta: dulce, decente, quizá un poquito ingenua. Nada que ver con Nora Crane. Pero entonces, ¿por qué no podía apartar los ojos de aquella sorprendente madre soltera? Nora no había acabado sus estudios universitarios, pero se había graduado con sobresaliente en la universidad de los golpes duros. Había pasado por momentos muy difíciles y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para sacar adelante a su familia, incluyendo ayudar en la finca Cavanaugh con la cosecha de manzanas. Ella siempre tenía en mente permanecer a flote… pero de repente sus pensamientos empezaron a verse distraídos por el fuerte y obstinado Tom Cavanaugh. Tanto Nora como Tom tenían sus propias ideas sobre lo que debía ser una familia. Pero cada uno estaba a punto de demostrar al otro lo muy equivocado que estaba al respecto. Una nueva serie televisiva, basada en las novelas de la saga Virgin River de Robyn Carr, se emitirá en Netflix.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 469

Veröffentlichungsjahr: 2018

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Robyn Carr

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Otro amanecer, n.º 243 - septiembre 2018

Título original: Sunrise Point

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Fernando Hernández Holgado

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-399-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Había una pequeña nota en el tablón de anuncios de la iglesia presbiteriana de Virgin River.

 

Comienza la cosecha en el manzanar Cavanaugh. Las solicitudes se presentarán en persona.

 

Nora Crane, recién llegada a Virgin River, tenía la costumbre de leer regularmente el tablón y, cuando vio la nota, preguntó al reverendo Kincaid por lo que sabía sobre el empleo.

—Muy poco —respondió él—. La temporada de cosecha es bastante larga y a los Cavanaugh les gusta incorporar a su plantilla a varios trabajadores a tiempo completo. No muchos, sin embargo. He oído que pagan muy bien, es un trabajo muy exigente y se acabará en unos cuantos meses.

Lo de que pagaban muy bien le llamó la atención. En aquel momento, Nora llevaba a su hija de dos años de la mano y cargaba a una bebé de nueve meses en la mochila.

—¿Podrías facilitarme la dirección del manzanar? —preguntó.

El reverendo alzó las cejas.

—Está a varios kilómetros de aquí. No tienes coche.

—Iré allí y preguntaré por el sueldo y el horario. Si es un buen trabajo y está bien pagado, seguro que podré dejar a las crías en la nueva escuela infantil. Eso sería estupendo para Berry —se refería a su hija de dos años—. Casi nunca está con otros niños y necesita socializar. Es demasiado tímida. Una buena caminata no me da miedo. Y tampoco hacer autoestop: la gente de aquí es generosa. No son más que unos cuantos kilómetros. Así haré ejercicio.

El ceño de Noah Kincaid se profundizó.

—Caminar de regreso a casa puede ser bastante duro después de una larga jornada de trabajo físico. Recoger manzanas es un trabajo duro.

—También lo es estar sin blanca —repuso ella con una sonrisa—. Apuesto a que Adie agradecerá ganarse unos dólares haciendo de canguro. Va muy justa. Y es tan buena con las niñas…

Adie Clemens era amiga y vecina de Nora. Aunque tenía una edad, se las arreglaba muy bien con las niñas porque Berry se portaba muy bien y Fay daba muy pocos problemas. Fay acababa de empezar a gatear. Y a Adie le encantaba cuidarlas, aunque no podía hacerlo a tiempo completo.

—¿Qué pasará con tu trabajo en la clínica? —quiso saber Noah.

—Creo que Mel me dio ese trabajo más por compasión que por necesidad, pero, por supuesto, hablaré con ella. Noah, aquí no llueven las ofertas de trabajo. Tengo que aprovechar todo lo que surja. ¿Vas a indicarme cómo se va allí?

—Voy a llevarte —le dijo él—. Y calcularemos exactamente los kilómetros. No estoy seguro de que esa sea una buena idea.

—¿Cuánto tiempo lleva pinchada aquí esta nota? —preguntó Nora.

—Tom Cavanaugh la pinchó esta misma mañana.

—¡Bien! Eso significa que no la habrá visto mucha gente.

—Nora, piensa en las niñas —le dijo el reverendo—. No querrás estar demasiado cansada para ocuparte de ellas.

—Oh, Noah, te agradezco tu preocupación. Le preguntaré a Adie si puede cuidármelas un rato mientras voy al manzanar a echar la solicitud. Ella siempre me dice que sí, está tan encariñada con ellas… Volveré en diez minutos. Eso si estás seguro de querer llevarme hasta allí… No quiero aprovecharme.

El reverendo sacudió la cabeza y se rio por lo bajo.

—Siempre tan empeñada y decidida, ¿eh? Me recuerdas a alguien…

—¿Oh?

—Alguien tan impetuosa como tú. Creo que me enamoré de ella en el acto.

—¿Ellie? —preguntó Nora—. ¿La señora Kincaid?

—Sí, la señora Kincaid —repuso él con una carcajada—. No te imaginas lo mucho que os parecéis las dos. Pero dejaremos eso para otra ocasión. Date prisa en avisar a Adie para que pueda llevarte al manzanar Cavanaugh.

—¡Gracias! —dijo Nora con una sonrisa de oreja a oreja antes de abandonar la iglesia y dirigirse calle abajo a la mayor prisa posible.

Jamás se le había pasado por la cabeza que pudiera tener algo en común con la esposa del pastor. Ellie Kincaid era una mujer guapa, segura de sí misma y la persona más bondadosa que había conocido nunca. Y por la manera en que la miraba Noah, se notaba que la adoraba. Era curioso ver al reverendo como un hombre perfectamente normal; miraba a su esposa con pasión, como si no pudiera esperar a quedarse a solas con ella. No eran simplemente una pareja bien avenida. Evidentemente, estaban muy enamorados.

Fue directamente a la casa de Adie Clemens.

—No necesito más que unos pocos pañales y la fórmula —dijo Adie—. ¡Y buena suerte!

—Si consigo el trabajo y tengo que trabajar a tiempo completo, ¿crees que podrás ayudarme con las niñas?

—Haré todo lo que pueda —le aseguró Adie—. Puede que yo, Martha Hutchkins y otras vecinas podamos cubrirte las espaldas.

—Detesto pedir ayuda a todo el mundo en el pueblo…

Pero, por mucho que lo detestara, no tenía muchas opciones. Había aterrizado allí con las niñas y prácticamente sin equipaje alguno justo antes de la última Navidad: solo un viejo sofá, un colchón que poner directamente sobre el suelo y las ropas que llevaban puestas. Había sido Adie quien había alertado al reverendo Kincaid de que Nora y su familia se encontraban en estado de necesidad, y el primer gesto de ayuda llegó en forma de una cesta navideña. Gracias a la generosidad de sus vecinas y del pueblo, había conseguido también unos cuantos artículos básicos: una vieja nevera, una alfombra para el suelo, ropas para las niñas. La iglesia organizaba regularmente un mercadillo y la señora Kincaid la aprovisionaba de ropa de segunda mano, también. Su vecina de tres puertas más abajo, Leslie, le dejaba usar la lavadora y la secadora mientras estaba en el trabajo, mientras que Martha se ofrecía también a hacerle la colada. Sabía que nunca sería capaz de pagar todas aquellas amabilidades, pero al menos se esforzaría para poder arreglárselas sola un día.

¿Recoger manzanas? Bueno, tal como le había dicho a Noah, haría lo que fuera con tal de salir adelante.

Noah poseía una vieja camioneta que debía de tener aún más años que la propia Nora, con los amortiguadores destrozados. Mientras uno y otra daban botes a lo largo de la carretera 36, Nora tuvo la impresión de que recorrer aquella distancia a pie no sería tan malo para su espalda como aquello. Pero conforme avanzaban se sintió cada vez más intimidada por la distancia, mucho mayor de la que había esperado. No estaba muy segura de cómo se las iba a arreglar para recorrerla caminando. Tendría que pedirle a Noah la marca del cuentakilómetros cuando llegaran. Si acaso funcionaba el de aquel viejo trasto…

Abandonaron la carretera principal para continuar por otra secundaria, atravesaron una verja abierta y continuaron por una pista flanqueada de manzanos. Inmediatamente se quedó distraída por tanta belleza. Había algo puro y sencillo en aquellas filas y filas de manzanos perfectamente espaciados, con sus frutos colgando de las ramas en variados estadios de madurez, algunos todavía simples manzanitas verdes mientras que otros mostraban una ligera coloración rojiza. Y al final de lo que parecía un largo sendero de entrada, que atravesaba todo el manzanar, la casona: una gran casa blanca, como de cuento de hadas, con contraventanas rojas y una puerta del mismo color en un maravilloso porche corrido, con pequeñas mesas y sillas. No podía siquiera imaginar el lujo de sentarse allí, relajadamente, después de una larga jornada de trabajo. A lo largo de la pista, a trechos regulares, había grandes cajones de madera, probablemente para la recogida de las manzanas. Pasaron por delante de una carretilla elevadora, aparcada entre dos filas de manzanos, y un poco más allá, un tractor.

A medida que se iban acercando a la casona, Nora descubrió que había dos grandes edificios detrás: graneros, almacenes de algún tipo o… Sí, las naves de la maquinaria de la granja. Uno de los edificios ostentaba el cartel Manzanas Cavanaugh.

Para alguien que se había criado en un pequeño piso del bullicioso Berkeley, Nora no podía dejar de contemplar aquella casa y aquellas tierras con tanta fascinación como envidia. Una persona podía llegar a sentirse muy afortunada de haber crecido en un lugar semejante.

Vio varios tractores de recogida y cuatro hombres al final de una de las naves, al pie de un portón cerrado.

—¿Nora?

Se volvió al escuchar la voz del reverendo Kincaid.

—Mientras tú vas a hablar con Tom Cavanaugh, yo iré a hacerle una visita a Maxie, la señora de la casa. Siempre está o en la cocina o en el porche.

—Pero ¿adónde voy? —preguntó, sintiéndose de repente mucho menos segura de sí misma.

El reverendo señaló a los hombres.

—Supongo que estará allí.

—De acuerdo —dijo ella. Bajó de un salto de la camioneta, pero antes de cerrar la puerta, se asomó dentro—. Noah, si necesito una recomendación, ¿me la darás?

Vio que volvía a fruncir el ceño. Nora sabía que le preocupaba cómo iba a arreglárselas con un trabajo como aquel. Pero entonces su gesto hosco se derritió en una sonrisa al tiempo que decía:

—Por supuesto, Nora.

Noah continuó hasta aparcar en el sendero de entrada, cerca de la casa, mientras ella se dirigía hacia donde se encontraban los hombres.

—¿Están aquí por el trabajo del anuncio?

Los cuatro se volvieron hacia ella. Sintiéndose como si estuviera en una competición, se dedicó a observarlos. Uno era mayor, casi calvo del todo, con un resto de pelo fino e hirsuto, pero fuerte y alto, de espaldas anchas. Otro era un adolescente de unos dieciséis años, atractivo, musculoso. Había otro mexicano, de unos veintitantos años y aspecto sano y enérgico; el cuarto hombre, el que tenía al lado, bien podría ser su padre.

—¿Es aquí donde se solicita el empleo?

El hombre mayor frunció el ceño, el adolescente se sonrió y el mexicano mayor la miró de arriba abajo como si estuviera calibrando sus fuerzas por su estatura, que era bastante escasa. El mexicano que podía ser su hijo le respondió:

—Sí, este es el lugar. ¿Has recogido manzanas alguna vez antes?

Nora negó con la cabeza.

—¿Quieres un consejo? Quizá deberías decirle al jefe que sí.

—¿Por qué? ¿Tan duro es aprender?

Los hombres se rieron.

—Lo duro es trabajar —dijo el adolescente—. Yo te enseñaré los trucos si te contratan —la miró de la cabeza a los pies—. ¿Seguro que estás preparada?

Nora contuvo el aliento. Haría cualquier cosa con tal de sacar adelante a sus hijas. Mel Sheridan y el reverendo Kincaid la habían asesorado a la hora de conseguir ayuda oficial del condado: bonos para comida y atención médica, pero con eso no tenía suficiente para vivir. Había tenido algunos empleos en la clínica y en el programa de actividades de vacaciones de la nueva escuela, pero siempre a tiempo parcial, dada la corta edad de sus hijas.

Quería ganarse la vida ella sola. Y hasta el momento no había tenido muchas oportunidades de hacerlo.

—Soy más fuerte de lo que parezco —le informó—. Pero no puedo mentir sobre mi inexperiencia. Es… —«una promesa que me hice a mí misma», se recordó, desolada. Se estaba esforzando por rectificar pasados errores y no estaba dispuesta a cometer más—. Sé asumir un compromiso. Aceptaré cualquier consejo que me den. ¿Visteis entonces el anuncio de la iglesia?

—Nosotros trabajamos aquí cada año —dijo el adolescente—. Llevo recogiendo manzanas desde que estaba en primer año de instituto. Y Jerome lleva haciéndolo cien años por lo menos —señaló al hombre mayor—. Eduardo y Juan viven valle abajo y las manzanas aquí se pagan mejor que las verduras. La mujer de Juan tiene un pequeño negocio. Les está yendo bastante bien últimamente, ¿verdad, Juan?

El mexicano mayor asintió con gesto grave. Orgulloso.

—Tom suele trabajar por aquí. Por lo general, son el señor Cavanaugh y su capataz, Junior, los que se encargan de la contratación —el chico le tendió la mano—. Soy Buddy Holson, por cierto.

Ella se la estrechó con una sonrisa.

—Nora. Encantada de conocerte.

El cerrojo se descorrió al fin y el portón se entreabrió un tanto. Jerome fue el primero en entrar. Salió solo un momento después y Eduardo y Juan entraron juntos en la nave. Salieron también enseguida.

—Todos hemos trabajado aquí antes —le explicó Buddy—. Ya estamos fichados, así que el trámite es rápido. Buena suerte.

—Gracias —repuso ella—. Espero que nos veamos por aquí.

—Eso espero yo también —respondió el chico, tocándose el ala del sombrero con un dedo.

Nora supuso que probablemente la juzgaría mucho más joven de lo que era. Seguro que nunca se le ocurriría pensar que era madre soltera.

—Debes de vivir por la zona.

—En Virgin River —le informó ella.

—Yo estoy en Clear River. Bueno, será mejor que entre… —y desapareció en el interior de la nave, pero solo para reaparecer segundos después mientras se guardaba una hoja de papel en un bolsillo. Con una seductora sonrisa de despedida y otro toque al ala de su sombrero, se encaminó hacia la última camioneta que permanecía allí aparcada.

Nora inspiró profundamente y empujó el portón. El hombre que se hallaba sentado detrás del escritorio alzó la mirada y ella se quedó momentáneamente sorprendida. Ignoraba por qué, pero había esperado a alguien mucho mayor… quizá al marido de la señora Cavanaugh que habitualmente se encargaba de la contratación, según le habían dicho. Pero aquel hombre era joven. Y tan guapo que casi quitaba el resuello. Era ancho de hombros, rostro atezado, pelo castaño, unas cejas expresivas y ojos de un color castaño oscuro que estaba segura de que relampaguearían al sol. Tal vez sus rasgos no fueran nada del otro mundo, pero combinaban a la perfección, lo cual le daba un aspecto más que atractivo. Un aspecto tan atractivo como peligroso, muy propio de los hombres que la habían atrapado en el pasado… Pensó que probablemente se habría ruborizado antes de quedarse completamente pálida. Había tenido muy mala suerte con hombres así y no tenía razón alguna para pensar que esa suerte hubiera cambiado.

—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó él.

—He venido por el trabajo. La cosecha de manzanas.

—¿Tiene experiencia? —le preguntó él.

Nora negó con la cabeza.

—Aprendo rápido y soy fuerte. Tengo toneladas de energía. Y necesito un trabajo como este.

—¿De veras? ¿Por qué le parece tan adecuado para usted?

—El reverendo Kincaid dice que pagan bien y que la temporada no es larga. Soy madre soltera y probablemente pueda conseguir que me ayuden con las niñas por un tiempo. Además tengo un par de empleos a tiempo parcial en Virgin River que retomar para cuando acabe la cosecha. Suena perfecto para alguien como yo.

—Bueno, puede que la temporada se prolongue más de lo que usted cree. La mayor parte de los años se extiende desde finales de agosto hasta casi diciembre. Así que entiendo que no sería adecuado para…

—Podría hacerlo… han abierto una nueva escuela infantil en el pueblo.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó él.

—Veintitrés.

Él sacudió la cabeza.

—¿Y ya es madre divorciada a los veintitrés años?

La sorpresa se dibujó por un instante en el rostro de Nora. Se irguió cuan alta era.

—Hay cosas que no está usted autorizado a preguntarme, ni yo a responderle —le recordó—. Lo dice la ley. Si no tienen que ver con el empleo…

—Eso es irrelevante. Me temo que ya hemos alcanzado el cupo de contrataciones, todas ellas de gente con experiencia. Lo siento.

Aquello acabó con la determinación de Nora. Bajó la barbilla y miró fugazmente al suelo. Alzó luego la vista hasta sus ojos.

—¿Sabe usted de algún otro empleo que pueda estar disponible? No abundan las ofertas de trabajo por aquí.

—Escuche… ¿su nombre? —le preguntó, levantándose de detrás de su desordenado escritorio y demostrándole que era todavía más alto de lo que ella se había imaginado.

—Nora Crane.

—Escuche, Nora, este puede ser un trabajo terriblemente duro y no se ofenda por lo que voy a decirle, pero no me parece usted lo suficientemente fuerte para algo así. Solemos contratar a hombres y mujeres fuertes, fornidos. Nunca hemos contratado a chicos ni a mujeres menudas… Es algo demasiado frustrante para ellos.

—Buddy lleva trabajando aquí desde que estaba en primer año de instituto…

—Es un chico muy fuerte. A veces hay que bajar de una escalera con cestos de cincuenta kilos. La temporada de cosecha es agotadora.

—Yo puedo hacerlo —insistió ella—. Puedo cargar con mi bebé de nueve meses en la mochila de espalda y con mi hija de dos años en brazos —alzó un brazo y flexionó el bíceps—. La maternidad no es para flojas. Y estar sin blanca tampoco. Puedo hacer el trabajo. Quiero hacerlo.

Él se la quedó mirando asombrado por un momento.

—¿Nueve meses y dos años?

—Berry pronto cumplirá los tres. Son unas niñas preciosas e inteligentes, solo que tienen la mala costumbre de comer mucho.

—Lo siento, Nora. Ya tengo a toda la gente que necesito. ¿Quiere dejarme su número de teléfono en caso de que surja algo?

—La iglesia —dijo, decepcionada—. Puede dejarme un mensaje en la iglesia presbiteriana de Virgin River. Paso por allí cada día. Dos veces al día.

Él esbozó una leve sonrisa.

—No espero que vaya a surgir nada, en realidad, pero ya tengo su número, por si eso se produce —apuntó su nombre y garabateó al lado el número de teléfono de la iglesia—. Gracias por haber venido.

—Claro. Tenía que intentarlo. Y, si se entera de algo, sea lo que sea…

—Por supuesto —dijo él, pero Nora sabía que no estaba hablando en serio. No iba a ayudarla a conseguir un empleo.

Abandonó la pequeña oficina y fue a esperar a Noah al pie de la camioneta, apoyándose en ella. Esperaba que el reverendo estuviera pasando un rato agradable visitando a la señora Cavanaugh, al menos, ya que al final le había hecho ir allí por nada. Al margen de lo que le hubiera dicho Tom Cavanaugh, sabía que la había rechazado porque no la había juzgado ni fuerte ni digna de confianza para aquel trabajo.

La vida no siempre había sido así de difícil para ella. Bueno, sí, había sido difícil, pero no de aquella forma. No había crecido en la pobreza, por ejemplo. Nunca había disfrutado de una situación económica que pudiera llamarse cómoda, pero siempre había tenido algo que llevarse a la boca, un techo sobre su cabeza, ropa no cara, pero sí decente que ponerse… Había pasado poco tiempo por la universidad y, mientras aquello duró, había tenido un empleo a tiempo parcial, como la mayoría del resto de estudiantes. Sí que había tenido una vida familiar triste, en tanto que única hija de una amargada madre soltera. Fue en aquel momento cuando cedió a los flirteos de un sexy jugador de béisbol de una liga menor… sin que hubiera tenido la menor idea de que, ya por entonces, se había convertido en un adicto a la droga dura. El mismo tipo que la dejó tirada con dos niñas en una población diminuta, y sin dinero alguno, ya que sus pocas pertenencias se las había vendido para financiar su… afición.

Pese a todas aquellas dificultades, se había alegrado de haber ido a parar a Virgin River, donde había hecho unas cuantas amistades y donde contaba con el apoyo de gente como Noah Kincaid, Mel Sheridan y sus vecinas. Tal vez le llevara un tiempo y algo más de suerte, pero al final se las arreglaría para salir adelante y dar a sus hijas un hogar decente donde crecer.

De repente oyó un portazo: el inequívoco sonido de una puerta de rejilla, con mosquitera. Siguieron unas risas. Cuando alzó la mirada, vio a Noah en compañía de una atractiva mujer de pelo blanco cortado al estilo moderno, melena corta. Era algo regordeta con un busto generoso y caderas algo anchas. Tenía las mejillas rosadas, o por el maquillaje o por el sol, y las cejas depiladas, repasadas con lápiz castaño oscuro. Llevaba los labios pintados y se reía. Poseía una sonrisa tan atractiva como juvenil. Nora no logró adivinar su edad. ¿Cincuenta y ocho? ¿Sesenta y cuatro? Fue entonces cuando la mujer soltó una breve carcajada, agarrándose al brazo de Noah.

Se dirigían hacia ella. Nora sonrió tímida, insegura como se sentía después de haber sido rechazada para el trabajo.

—Nora, te presento a Maxie Cavanaugh. El manzanar y la factoría de sidra son suyas.

—Es un placer conocerte, Nora —dijo Maxie, tendiéndole la mano.

Nora advirtió que padecía algo de artritis en los dedos, dadas las protuberancias de sus articulaciones. Llevaba las uñas pintadas de un rojo brillante.

—¿Así que vas a recoger manzanas para nosotros?

—Pues no, señora… Su hijo me dijo que ya tenía suficientes trabajadores y que no podía contratarme.

—¿Mi hijo? —inquirió Maxie—. Chica, ese es mi nieto, Tom. Lo crie yo. Pero ¿qué es eso que me ha dicho el reverendo Kincaid? ¿Tienes dos hijas pequeñas y ahora mismo solo cuentas con un empleo a tiempo parcial?

—Sí, señora, pero creo que para el otoño conseguiré unas horas más, cuando tengan más necesidad de trabajo en la nueva escuela. Y conseguiré también un descuento en la guardería. El caso es que se trata de una escuela nueva que tiene que hacer todo tipo de papeles, así que tardaremos todavía un tiempo en recibir alguna ayuda… Yo me entusiasmé pensando que, hasta entonces, podría conseguir un trabajo bien pagado que me durara varios meses… Pero si ya tienen mano de obra suficiente…

—Seguro que habrá hueco aquí para una persona más —le aseguró la mujer, sonriente—. Espera un momento —y atravesó a buen paso el patio, en dirección a la nave donde se hallaba la pequeña oficina.

Nora se volvió hacia el reverendo.

—¿Abuela? ¿Qué edad tiene?

—No tengo ni idea —repuso él, encogiéndose de hombros—. Rebosa energía, ¿verdad? Eso la mantiene joven. Ha sido siempre un fantástico sostén de la iglesia, pese a que no suele ir a misa. Dice que los domingos suelen ser los días más ocupados y que, cuando no lo son, ella se los reserva para dormir. Maxie trabaja muy duro durante toda la semana.

—¿Y él es su nieto? —quiso saber Nora.

—Sí. Debió de ser una madre muy joven. Creo que Jack tuvo a Tom a los treinta.

—¿Qué irá a decirle? Porque él no quiere contratarme. Solo necesitó mirarme una vez para concluir que no era lo suficientemente fuerte, lo cual es una tontería, pero… Incluso tú no querías que solicitara el trabajo porque pensabas que iba a ser demasiado para mí.

—Ahora es cosa de Maxie y de Tom. Y a lo mejor yo estaba equivocado. Vamos a ver qué pasa.

 

 

Tom Cavanaugh permaneció sentado ante su viejo escritorio de la prensa de sidra durante un buen rato después de que Nora se hubiera marchado, completamente sorprendido y decepcionado. Nada más verla entrar, pensó que era una ingenua adolescente y lo primero que pensó fue que Buddy andaría a la zaga tras ella. Era tan guapa, con aquella cola de caballo, aquel rostro dulce y aquel cuerpo tan perfecto y menudo… Cuando ella le dijo que tenía veintitrés años y dos niñas pequeñas, Tom fue incapaz de disimular su asombro. Pero peor que el asombro había sido otra cosa: estaba seguro de que, si aquella chica le hubiera dicho directamente que tenía veintitrés años, sin mencionarle que era madre soltera, él le habría hecho alguna insinuación con la intención de salir con ella. Aunque, de todas formas, tampoco la habría contratado porque eso habría resultado problemático, el hecho de emplear a alguien capaz de encenderlo de aquella forma… Sí, eso habría podido terminar en una refriega amorosa entre los manzanos, algo que estaba estrictamente prohibido. O debería estarlo.

Tom se había pasado la vida entera en aquella finca y estaba seguro de que algunos empleados hacían el amor entre los manzanos en flor y los cajones de fruta, pero su abuela siempre le había advertido sobre la estupidez de aquella clase de cosas. Maxie solía decir que eso podía estar muy bien, hasta que se estropeaba para acabar convirtiéndose en una simple demanda ante los tribunales. Pero al margen de sermones, la primera experiencia íntima de Tom con una muchacha había tenido lugar en una tórrida noche de verano, justo antes de que se marchara a la universidad. El recuerdo todavía le hacía sonreír.

Pero la sonrisa subió de temperatura cuando sustituyó mentalmente a aquella muchacha del pasado por Nora.

Maldijo para sus adentros: aquella pequeña Nora era puro deseo a primera vista. Aquellos ojos brillantes, aquellos labios dulces y carnosos, aquella nariz salpicada de pecas… Era justo su tipo, si no se hubiera casado y concebido un par de crías para luego divorciarse, y todo ello con tan solo veintitrés años. No, él estaba buscando una clase distinta de mujer. Una mujer más parecida a su abuela: centrada, inteligente, con un sólido código moral. Maxie solamente se había casado una vez, con su abuelo. Se había quedado viuda cuando Tom estaba en la universidad y ya no había vuelto a casarse, no había expresado interés alguno por ningún hombre después de la muerte de su esposo. Y eso que no le habían faltado pretendientes en Virgin River… Maxie llevaba muchísimo tiempo consagrada al manzanar, al pueblo y a sus numerosas amistades.

La puerta del despacho se abrió de golpe y, hablando del rey de Roma… allí estaba su abuela. Maxie sacudió la cabeza y frunció sus labios pintados.

—No has contratado a esa chica, pese a que necesita desesperadamente el trabajo. Tiene dos niñas que alimentar.

—Probablemente no pese ni cuarenta kilos con la ropa mojada.

—Nosotros no contratamos a la gente por su peso corporal. Y nos podemos permitir ser caritativos. Voy a decirle que tiene el empleo. ¿Cuándo vas a empezar a recoger?

—Maxie…

—¿Cuándo?

—No creo que sea una buena idea, Maxie. Podría distraer a los trabajadores. Todos son hombres.

Todo en el interior de Maxie pareció relampaguear y Tom comprendió de inmediato que su abuela lo había calado. Había adivinado exactamente lo que le preocupaba. Pero no dijo nada al respecto.

—De acuerdo, le retendremos la paga por ser tan atractiva. ¿Cuándo?

—Para el veinticuatro de agosto, calculo. Pero, Maxie…

—Ya está hecho. Es una buena chica. El reverendo Kincaid responde por ella y apuesto a que se esforzará más que nadie. Las madres jóvenes pueden llegar a ser muy duras. Diablos, Tom, ¡yo todavía recojo manzanas y tengo setenta y cuatro años! Tienes que ser más generoso.

Y abandonó el despacho.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Había cinco kilómetros cuatrocientos setenta metros justos hasta la finca Cavanaugh. Nora hizo una prueba, y fue entonces cuando descubrió que sus mejores ideas al final terminaban siendo las peores. Había pensado en ahorrar dinero para comprarse una bicicleta de segunda mano. Desde Virgin River, eran unos cinco kilómetros cuesta abajo hasta una zona algo más baja y boscosa, cercana al río. Y luego cuatrocientos setenta metros cuesta arriba. Podía llegar al manzanar en una hora, más o menos, pero regresar al pueblo, con la mayor parte del trayecto cuesta arriba, era otra historia. La idea de la bicicleta no iba a ser tan buena para la vuelta, sobre todo después de haber estado trabajando todo el día.

En lugar de una bicicleta de segunda mano, gastó el poco dinero que logró reunir en las botas de goma que le había sugerido Maxie que se comprara. Tenía un pequeño y viejo cochecito con sombrilla en el que Adie podría sacar a Fay. Adie Clemens no era lo bastante fuerte para cargar en la mochila a la bebé, que ya pesaba sus buenos ocho kilos.

Había ideado un sistema para cuidar de las niñas: Adie podría acercarse a casa de Nora, en la misma calle, y quedarse con las niñas cuando todavía estuvieran dormidas, despertarlas, darles el desayuno, vestirlas y llevarlas a la escuela infantil, con Fay en el cochecito.

—Bueno, así podrás hacer esa caminata matutina que tan bien te viene, aunque yo no esté aquí para recordártelo y acompañarte —le dijo Nora—. Tu presión sanguínea y tu nivel de colesterol han mejorado mucho desde que empezamos a dar paseos juntas.

—Oh, a la orden, señora —se burló Adie.

Lo muy temprano de la hora no significaba ningún problema para Adie porque era muy madrugadora; se acercaría a su casa a eso de las cinco de la mañana, con un libro o un periódico y su taza de té. La hora era perfecta porque Nora deseaba salir para el manzanar con tiempo suficiente para demostrar a todo el mundo que estaba dispuesta a lo que fuera con tal de hacer un buen trabajo. Según sus cálculos, podía permitirse pagar la escuela infantil y pagar al mismo tiempo a Adie unos veinte dólares a la semana por su ayuda. Adie iba muy justa con su pensión de jubilación. Alegaba que no quería recibir dinero alguno, pero Nora sabía que ese dinero le sería de gran ayuda. Podría utilizar aquel pequeño ingreso semanal para sus propias necesidades.

Pero entonces ocurrió el gran milagro: el reverendo Kincaid le dijo que había conseguido una especie de «beca» parcial para la escuela infantil de Fay y Berry. Casi se le saltaron las lágrimas, incrédula, pero al parecer la iglesia había asumido la tarea de ayudar de esa manera a algunas madres de la población, de manera que pudieran compaginar el trabajo con el cuidado de sus hijos. Ello suponía un descuento bastante elevado de la matrícula, con lo que la presión que estaba sufriendo Nora se alivió un tanto.

—No tengo la menor duda. Una vez que hayas respirado un poco, te sumarás a la causa y ayudarás tú a otras madres —le aseguró el reverendo Kincaid.

—Puedes contar con ello —repuso Nora—. Es increíble la cantidad de ayuda que he recibido de esta población. No me la merezco.

—Vamos a tener que trabajar con esa actitud tuya. Por supuesto que te la mereces.

Aquella primera mañana de trabajo, cuando se estaba despidiendo de Adie, le dijo:

—Conseguiré el número de teléfono de la finca para que puedas llamarme allí si tienes problemas —aunque no estaba muy segura de lo que haría si llegaba a recibir una llamada de ese tipo. ¿Dónde estaría, por ejemplo? ¿Entre los manzanos, lejos de la casa y la oficina? Y, si se trataba de algo importante, ¿tendría que regresar a casa corriendo? ¿Cuesta arriba?—. Por supuesto, en caso de emergencia, llamarás a Mel Sheridan a la clínica, ¿verdad?

—No hace falta que te preocupes tanto —dijo Adie—. No soy tan corta como parezco. Tengo los números de un montón de vecinos. Llevaré a las niñas a la escuela a las nueve, y Martha y yo las recogeremos a las cinco para traerlas a casa y darles la merienda. Tú ya estarás en casa para esa hora o poco después, espero —sonrió. Adie tenía la sonrisa más dulce del mundo—. Estaremos bien.

A veces Adie parecía tan mayor y tan frágil… todo lo contrario que Maxie Cavanaugh, que parecía como si fuera a vivir para siempre. La noticia de que Martha también le echaría una mano consiguió tranquilizarla todavía un poco más.

Su plan era llegar a la finca antes de que saliera el sol, antes incluso de que llegaran los demás trabajadores, pero al final eso no resultó fácil. Fue aterrador bajar la montaña cuando aún estaba oscuro, con la niebla enroscándose a su alrededor conforme iba descendiendo. Oía rumores, el ulular de los búhos, graznidos… los pájaros se estaban despertando y ella no estaba segura de qué otros animales más podría haber allí, acechando entre los árboles, pensando en su desayuno… La aterraba la posibilidad de ser devorada por algún animal salvaje, lo que la impulsaba a bajar la cabeza y a apretar el paso.

Finalmente, la verja de la finca apareció a la vista y pudo relajarse por un momento. Cuando llegó, distinguió luces en la parte trasera de la casona, pero ningún movimiento en parte alguna de la zona. Fue hacia la nave que albergaba la oficina y se sentó en el suelo, apoyándose en la puerta. Quería hablar antes con el señor Cavanaugh, asegurarle que se esforzaría todo lo posible. Y la oportunidad se le presentó, porque de repente lo vio salir del porche trasero de la casa seguido por un perro de pelaje dorado, destacada su figura en medio de la niebla mientras se dirigía hacia la nave. Se levantó del suelo.

Él se detuvo en seco cuando la vio.

—¿Cómo es que estás aquí? —le preguntó.

—¿Ha cambiado la fecha de comienzo de los trabajos? —replicó Nora.

—No, es hoy. Pero no recogemos manzanas cuando todavía está oscuro a no ser que amenace helada.

—Yo… yo solo quería que supiera que pienso tomarme muy en serio este trabajo.

—Bueno, de momento parece que puedo contar contigo para que estés por aquí de brazos cruzados hasta que lleguen los demás… teniendo en cuenta que nunca antes has recogido manzanas y no sabes dónde está nada.

«Qué hombre más gruñón», pensó Nora. Iba a ser muy difícil complacerlo. Bueno, gracias a su madre, sabía lidiar con la gente de su tipo.

—¿Hay algo que pueda hacer antes de que lleguen los demás?

—¿Sabes hacer café? —le preguntó él.

—Claro. ¿Dónde está la cafetera?

—El la sala de descanso. Detrás de la oficina.

Inmediatamente pensó: «Soy una imbécil». ¡Claro, había una sala de descanso, un comedor para los trabajadores! En ningún momento había pensado en la comida. Bueno, tomaría una manzana o dos y al día siguiente se llevaría un bocadillo. En la sala de descanso había una enorme cafetera, para treinta tazas, e intentó recordar cuánta agua llevaría, esperando acertar.

—¡Diablos! —exclamó Tom Cavanaugh—. ¡Sí que está fuerte, casi se me ha quedado clavada la cuchara! ¿Esperas hacer un buen café con tan poca agua?

—A mi padre le gustaba fuerte —replicó, cuadrando los hombros, aunque en realidad no tenía la menor idea de si su padre había tenido costumbre de tomar o no café.

—Ve a la casa, anda —le ordenó él—. Maxie está en la cocina. Pídele leche y azúcar.

No se lo había pedido por favor.

—Claro.

Más que caminar, trotó hasta allí. Llamó a la puerta de rejilla.

—Entra, Nora —la invitó Maxie. Todavía estaba en bata y zapatillas, sentada a la mesa de la cocina con una taza de café delante, haciendo un crucigrama—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Su nieto me ha mandado a buscar leche y azúcar para el café. He llegado con demasiada antelación y el café que he preparado está demasiado fuerte.

Maxie se echó a reír.

—¿En serio? Pues águaselo, que con eso se quedará tranquilo. ¿Y qué tiene de malo que hayas llegado demasiado pronto?

—Que, dado que es mi primer día de trabajo y que no sé dónde están las cosas, no hago más que estorbar… Haciendo mal el café, por ejemplo.

Maxie la estaba mirando de una forma extraña.

—Me parece a mí que alguien se ha levantado con el pie izquierdo. Yo, estas cosas, las admiro en una trabajadora. Lo de llegar al tajo con antelación, quiero decir. Para mañana, ya sabrás dónde está todo. Y él sabe hacerse perfectamente el café —señaló la encimera—. Ahí tienes la leche y el azúcar… que, por cierto, Tom se olvidó de llevarse a la nave —y añadió, mientras Nora recogía la jarra y el azucarero—: Probablemente me esté quedando sorda, pero no he oído llegar ningún vehículo…

Nora se volvió hacia ella.

—No tengo vehículo.

—Entiendo. Una larga caminata, ¿eh?

—Casi cinco kilómetros y medio —dijo Nora, y sonrió—. Se me ha dado bien. Mañana no llegaré tan temprano, dado que el señor Cavanaugh no parece estar de humor para compañías a primera hora de la mañana.

Maxie repuso con gesto sonriente:

—Águale el café como te dije. Los primeros días en un trabajo nuevo siempre son difíciles. Te las arreglarás bien.

—Lo intentaré. Ah, y gracias por el empleo: ya sé que fue cosa suya. No sabe usted cuánto le agradezco que…

—Hace mucho, mucho tiempo, muchos años antes de que tú nacieras, cuando no tenía dónde caerme muerta, una mujer mayor me contrató para recoger manzanas y ese fue el mejor trabajo que tuve nunca. Espero que la cosa funcione igual de bien para ti.

Aquello arrancó a Nora una sonrisa de profundo agradecimiento.

—Gracias, señora Cavanaugh.

—Llámame Maxie. Bienvenida.

 

 

Las altas botas de goma se revelaron una excelente inversión a la hora de mantener los pies secos. El suelo solía estar muy embarrado. Se había puesto las botas sobre sus deportivas. Pero el suelo, además de húmedo, estaba frío, sobre todo a primeras horas de la mañana, con lo que al final de poco sirvieron las botas para calentarle los pies. Sentía los dedos helados y, cuando llegó la hora de comer, se las quitó con las deportivas y los calcetines y se dio un masaje para hacerles entrar en calor.

Los otros trabajadores, todos hombres, llevaban calzado de montaña con puntera de metal debajo de las botas de goma. No tenían necesidad de calentarse los dedos de los pies.

A Nora le dolían las manos, los pies, los brazos, los hombros… se había hecho ampollas en las manos de cargar el saco de lona y, al cabo de unos pocos días de recoger manzanas, las ampollas estallaron y sangraron, provocándole terribles dolores. Se cortaba también las manos con los cajones de madera cuando no ponía el suficiente cuidado. Los hombres solían llevar guantes de trabajo: ella no los tenía y en consecuencia sus manos se resintieron. También tenía ampollas en los talones, ya que en toda su vida había caminado tanto. Llevaba tiritas, pero se le despegaban enseguida. Aunque disfrutaba de una buena forma física, tener que cargar con pesos de más de veinte kilos de manzanas mientras subía y bajaba por una escalera, en un saco cruzado a la espalda, representaba toda una tortura. El hombro derecho le dolía terriblemente, pero no se atrevía a aflojar el ritmo. Le dolía prácticamente todo el cuerpo.

Tenía que esforzarse mucho para seguir el ritmo de los hombres. Pero Buddy elogiaba de cuando en cuando sus esfuerzos, diciéndole que lo estaba haciendo muy bien para tratarse de la primera vez. Por supuesto, Buddy parecía aspirar a salir con ella, pero ella intentaba ignorar sus flirteos dado que eso nunca iba a suceder.

Después de aquel primer día, retrasó su salida para no ponerse a andar en medio de la noche, pero los rumores del bosque continuaron atemorizándola. Se las arregló para llegar a la finca algo avanzada la mañana y a tiempo de preparar el café, cuya técnica había perfeccionado. Se llevaba cada día un bocadillo y, de postre, una manzana. Y siempre era la última en marcharse a casa, a eso de las seis de la tarde.

Para cuando llegaba a casa, se encontraba siempre con que Adie había unido fuerzas con Martha para recoger a las niñas de la escuela infantil, bañarlas y darles la merienda. Una ayuda tan monumental que se le saltaban las lágrimas de emoción cada vez que pensaba en ello.

—Adie, tienes que estar exhausta —le dijo—. ¡Las niñas agotan a cualquiera!

—Me las estoy arreglando muy bien —replicó la mujer—. Me siento útil. Necesitada. Pero tengo que admitir que lo del baño cuesta…. ¡Les gusta demasiado la bañera!

—¡Qué suerte poder contar con Martha! —exclamó Nora mientras intentaba disimular lo mucho que le costaba sentar a Fay en su sillita de bebé. Afortunadamente, Adie no le estaba prestando atención.

—Me encanta lo contentas que se ponen cuando me presento en la escuela para recogerlas —le confesó Adie mientras Nora alistaba a las niñas para llevárselas a casa—. Las maestras dicen que las niñas marchan muy bien: comen y duermen la siesta de maravilla, y parece que adoran la escuela.

Casi más importante que los ingresos de su nuevo trabajo, lo que sus hijas necesitaban era estar rodeadas de adultos cariñosos y de otros niños, en un entorno de seguridad.

—¿Va por allí de vez en cuando Ellie Kincaid?

—La veo todas las mañanas. Creo que es una especie de patrocinadora de la escuela infantil —le explicó Adie—. Da la bienvenida a los niños y se ocupa de ellos cada día. Yo me he ofrecido voluntaria para ayudar a cocinar y vigilarlos a la hora de la siesta.

—Oh, Adie, eres increíble…

—¿Y por qué no? Tengo tiempo. Y me encantan los niños.

Nora vio muy poco a Tom Cavanaugh durante aquella primera semana, y en las pocas ocasiones en que lo hizo, no cruzaron palabra alguna ni mantuvieron contacto visual, ni siquiera cuando ella se presentaba con antelación para prepararle el café. Pero eso, a ella, más bien le resultaba indiferente. No tenía ninguna gana de que le recriminara su debilidad, sus manos heridas, sus movimientos lentos o sus gestos de dolor. Lo veía hablando con los otros trabajadores de cuando en cuando, manejando la carretilla para desplazar cajones de manzanas o en la zona de prensa de la sidra. Pero ni trabajaban juntos ni se dirigían la palabra. ¿Por qué habrían de hacerlo?

Él ya no volvió a quejarse del café. Como tampoco se olvidaba ya de llevar la leche y el azúcar de la casa.

Para finales de aquella semana, estaba tan cansada que casi temía caerse en cualquier momento y echarse a dormir durante un mes entero. El señor Cavanaugh daba a elegir a sus trabajadores entre tomarse el fin de semana libre o trabajar: no había peligro de heladas ni de excesiva maduración de la fruta, la recogida marchaba a buen ritmo. Pagaba esas horas extras, de manera que pese a que apenas podía doblar los dedos o levantar el brazo derecho, Nora firmó con la esperanza de que Adie y Martha la ayudaran también esos días con las niñas, o quizá Ellie Kincaid o alguna adolescente de la población a la que pudiera contratar como canguro. Las horas extras se pagaban muy bien.

El viernes por la noche, de camino a casa, cuando estaba subiendo la empinada ladera, se permitió detenerse para descansar un poco. Le dolía todo el cuerpo, enfrentada a la perspectiva de otra larga semana de trabajo. Le costaba incluso tener en brazos a sus pequeñas; tenía dolores cuando las levantaba y todavía tenía que llevar vendadas las pequeñas heridas de las manos. Pensó en aquel momento que, si Adie o Martha no las habían bañado aquella tarde, ella iba a tener muchos problemas para hacerlo. Cuando se duchaba o se enjabonaba las manos, las heridas le escocían hasta que se le saltaban las lágrimas. Y muy pronto iba a tener que pedir a alguien que le dejara usar la lavadora y la secadora durante una tarde entera: la ropa sucia se le estaba acumulando y no disponía precisamente de un gran fondo de armario.

Como nadie podía verla, hizo algo que no había hecho en mucho tiempo: se permitió llorar por primera vez en meses. Se recordó que era afortunada por contar con un buen trabajo, que las heridas de las manos se le terminarían curando, que fortalecería los músculos de los brazos y las piernas y que se volvería más fuerte… que lo único que necesitaba era coraje y paciencia. Que no había aceptado precisamente aquel trabajo porque fuera fácil.

De repente oyó el ruido de un motor acercándose. Ignoraba quién podría ser. Ella siempre era la última del equipo en marcharse, para que nadie la viera partir a pie rumbo a su casa. Era una cuestión de orgullo: sabía que no tenía recursos y ya era bastante malo tener que aceptar la caridad de los demás. Rápidamente se enjugó las lágrimas y escondió las manos en el bolsillo central de su sudadera con capucha. Con la mirada baja, permaneció pegada a la cuneta y continuó la marcha cuesta arriba. La camioneta pasó a su lado.

Pero algo más adelante, se detuvo. Y dio marcha atrás. Nora pensó que aquel vehículo probablemente debía de costar más que la casa en la que vivía. Lo había visto antes, por supuesto. Tenía el logo Manzanas Cavanaugh en la puerta y poseía una cabina amplia y una bañera llena de cajones de manzanas. Mantuvo la mirada baja y se sorbió las lágrimas con la esperanza de que no le hubieran dejado rastro en las mejillas. Era demasiado orgullosa para dejarse sorprender en un momento de debilidad y autocompasión, especialmente por él.

—¿Nora? —la llamó una vez que terminó de bajar el cristal de la ventanilla.

Ella se detuvo y alzó la vista.

—¿Sí?

—¿Dolorida?

—Un poco —reconoció Nora, encogiéndose de hombros. Hasta ese gesto le dolió—. Es mi primera vez —añadió, como si viera necesaria una explicación—. Pero ya iré haciendo músculo.

Él desvió la mirada solo por un instante antes de volver a clavarla en ella.

—Enséñame las manos.

—¿Por qué?

—Enséñamelas —le ordenó—. Vamos.

Ella se sacó las manos de los bolsillos y estiró los dedos, pero sin enseñarle las palmas. Vio que ponía los ojos en blanco con un gesto impaciente.

—Enséñame las palmas, Nora.

—¿Para qué?

—Apuesto a que las escondes en los bolsillos porque tienes cortes, ampollas o algo así. Venga.

Gruñó irritada y desvió la vista mientras volvía las manos. Detectó el cambio operado enseguida en su tono de voz, más suave.

—Levanta el brazo derecho.

Solo a fuerza de orgullo, lo alzó lo más alto que pudo.

—Sube.

—¿Qué? —lo miró.

—Que subas. Ya sé lo que voy a hacer —le dijo él—. ¿Crees que es la primera vez que veo esto? Ni tus manos ni tus hombros están preparados para cargar sacos pesados ni para manejar escaleras. Tienes lesionado el manguito rotador: el grupo de músculos del hombro. Yo te lo curaré. Deberías habérmelo dicho.

Se mostró reacia en un principio, pero la simple sugerencia de que podría hacerle desaparecer el dolor fue suficiente. Abrió la pesada puerta de la camioneta, movimiento que le dolió terriblemente, y subió al vehículo.

Tom Cavanaugh hizo un giro de ciento ochenta grados en la estrecha pista para dirigirse de vuelta a la finca. Nora mantenía la mirada fija al frente.

—Tú no querías contratarme. Tu abuela te obligó. Y no te mostraste nada amable conmigo al principio. Pensé que me despedirías si te lo contaba…

—¿Por unas manos ampolladas y unos músculos doloridos? Dios, ¿tan bestia te parezco?

—Dijiste que no me considerabas apta para el trabajo. Y yo no quería darte la razón.

—Escúchame: tienes el trabajo y me doy cuenta de que te estás esforzando bastante —vio que ella lo fulminaba con la mirada—. De acuerdo, lo estás haciendo muy bien —se corrigió—. Pero es peligroso moverse por una finca rural con heridas sin curar. Tienes que llevar más cuidado. Eres madre, ¿no? ¿Dejarías que tu hija fuera por ahí con una herida que pudiera infectarse por no haber sido curada?

—Conozco a gente con preparación médica en el pueblo —replicó ella—. Si hubiera pensado que estaba infectada, habría hablado con alguien.

—Quizá para entonces habría sido demasiado tarde. Y eso habría sido perjudicial para los dos. Pero ahora espero que estemos de acuerdo, tú y yo, en que a partir de ahora me avisarás cuando tengas algún problema.

Para sus adentros, Nora se dijo que eso iba a resultarle muy difícil, pero contestó:

—Está bien.

Tom aparcó frente al porche trasero.

—Pasa a la cocina —ordenó, sin esperar a que lo siguiera. Subió los escalones del porche y entró en la casona antes incluso de que a ella le hubiera dado tiempo a bajar de la camioneta.

Para cuando se reunió con él en la cocina, vio que había abierto un armario y estaba sacando una serie de cosas para distribuirlas sobre la encimera.

—Siéntate a la mesa. Allí.

Tom llenó una pequeña palangana de metal con agua jabonosa. Le puso una toalla sobre el regazo, colocó encima la palangana y le dijo:

—Sé que te va a escocer, pero quiero que te laves aquí las manos, hasta que te queden muy limpias. Aprieta los dientes y hazlo, por favor.

Estaba dispuesta a morir antes que dejar traslucir el menor gesto de incomodidad. Hundió las manos en el agua y se mordió el labio inferior para reprimir una mueca de dolor. Lo que no pudo evitar fue que se le saltaran las lágrimas por el escozor. Él no lo advirtió, ya que le había dado la espalda para preparar los artículos para la cura. Luego se dedicó a disponerlo todo sobre la mesa. Había un bote de latón, un tubo de algo que Nora no identificó, otra toalla, un pequeño cuenco y una cuchara, además de guantes de látex. Se lavó y secó bien las manos como si fuera a proceder a una operación. Finalmente sacó una silla para sentarse frente a ella y separó bien las piernas de manera que las rodillas de Nora quedaron entre las suyas.

—No nos conocemos bien, así que permíteme que te explique un par de cosas. No me gustan las excusas, y menos todavía que me oculten cosas. Si vas a trabajar para mí, tendrás que ser sincera con problemas como este. ¿Entendido?

—Yo no me invento excusas, siempre soy sincera y necesito el trabajo —replicó ella ofendida, a la defensiva—. Y tengo que mantener a una familia, al igual que los hombres del equipo.

—Bien. Pero esos hombres llevan trabajando desde hace mucho tiempo en la madera y en la agricultura. Tienen manos fuertes y callosas. Toscas como el cuero reseco. Y músculos fuertes —le mostró sus propias manos, de palmas surcadas por callos. Luego recogió la toalla y señaló el cuenco—. Déjame ver tu mano derecha.

—Son solo ampollas —dijo ella, sin mencionar que le dolían tanto las articulaciones de los dedos que apenas podía flexionarlos.

—Si no hacemos algo al respecto, tardarán mucho tiempo en curarse. Yo te ayudo —le tendió la toalla. Ella la levantó y él procedió a secarle las manos con cuidado.

No era tan grave. Un par de ampollas y dos cortes que se había hecho con los cajones de madera. Luego él le pidió que le enseñara la mano izquierda y ella la dejó sobre la toalla.

—Espera a que se te sequen un poco más. Déjalas sobre la toalla con las palmas hacia arriba —la instruyó antes de proceder a mezclar el producto del tubo con el del bote de latón—. Crema antiséptica y una pomada que usan a veces los veterinarios —le explicó. Al ver que se retraía visiblemente, soltó una risita—. Maxie la utiliza mucho, sobre todo para la artritis, y sé que obra maravillas.

Una vez que terminó de preparar la mezcla, se la untó suavemente sobre las zonas doloridas de las palmas. Su contacto era tan suave y delicado que Nora experimentó un estremecimiento. Había esperado que le doliera, pero la sensación era dulce y agradable: cerrando los ojos, se dedicó a disfrutarla. Afortunadamente, él no decía nada, y ella también se quedó callada. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que la habían tocado así, que no podía recordarla. Y lo más extraño era que aquella deliciosa sensación se la estaba provocando un hombre al que odiaba…

Bueno, quizá no lo odiara, pero tampoco le gustaba mucho. Cuando no había tenido un comportamiento hostil con ella, la había ignorado.

Tom procedió finalmente a envolverle las manos en una gasa antes de calzarle los guantes de látex. Justo en aquel instante, Maxie entró en la cocina, acompañada del perro de pelaje amarillo. Esbozó una sonrisa nada más reconocer el procedimiento de cura.

—¿Quieres que me ocupe yo, Tom? —se ofreció.

—No hace falta —respondió él. Sacó un par de pastillas de un frasco y se las entregó a Nora—. Esto es para el dolor muscular. Te daré el frasco para que te lo lleves a casa. Me temo que este fin de semana no vas a poder hacer horas extras. Te llevarás también la crema, pomada, gasas, una bolsa de hielo, otro juego de guantes, analgésicos… todo lo que necesites. Duerme con los guantes puestos. Y llévalos al trabajo. Sigue dándote la pomada y la crema, cambia las gasas y hazte dos curas, una de mañana y otra de tarde. Tómate las pastillas cada cuatro horas… y tus músculos se recuperarán.

Acto seguido, apretó de nuevo el tubo para recoger un poco de pomada en los dedos y los deslizó bajo el cuello de su camisa, por detrás. Sin la menor señal de azoro, le bajó un tirante del sujetador y empezó a masajearle el hombro y la escápula.

—Oh, eso te va a ayudar mucho —le aseguró Maxie—. Cuando me duelen mucho las manos, uso esa pomada. Es milagrosa.

El contacto de sus manos grandes y callosas era tan firme y suave a la vez, tan delicado… Iba trazando lentos círculos sobre su piel con las yemas de los dedos, una pura delicia. No tardó más que unos minutos. Finalmente retiró la mano y sacó de la nevera un paquete con hielo, que procedió a colocarle con cuidado sobre el hombro.

—Y ahora hielo. Te quedarás como nueva —le dijo—. Y, cuando vuelvas al trabajo el lunes, ponte guantes de trabajo. Yo te proporcionaré unos —un vaso de agua apareció de pronto frente a ella, para ayudarla a tragar las pastillas—. ¿Qué tal tus pies? ¿También tienes ampollas?

—Mis pies están bien —en realidad los tenía doloridos y con ampollas, pero no iba a dejar que se los tocara. Aunque la idea era sugestiva: la sensación de sus manos fuertes de palmas encallecidas aplicando esa deliciosa pomada sobre sus pies podría ser una pura maravilla…

Tom terminó de guardarlo todo en una bolsa de papel estraza, que le tendió.

—Vamos. Te llevo a tu casa.

Ella se levantó.

—Puedo caminar.

—Voy al pueblo, Nora. Puedo llevarte. Y creo que, en adelante, sería una buena idea que le pidieras a alguien que pudiera acercarte hasta allí, caso de que le pille de camino. Podrías pedírselo a Buddy. Él estaría más que encantado de…

—No, no debería darle esperanzas a Buddy. Y no me importa caminar —insistió ella—. Camino rápido. Tengo una buena marca.

Tom le abrió la puerta.

—Ya. Y, si te tropiezas con un puma, mejorarás esa marca, seguro.

Nora se detuvo en seco y alzó la mirada hacia él.

—Qué gracioso…

Tom se limitó a arquear una ceja y le sonrió.

—Hasta el lunes, Maxie —se despidió ella.

—Que pases un buen fin de semana, Nora.

Capítulo 3

 

 

 

 

 



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.