Pack Deseo octubre 2015 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

Rendirse al deseo Anne Oliver Una fiesta para dos Breanna Black había convertido las fiestas en un arte. Eran lo único que podía disipar las sombras de su pasado, y no estaba interesada en nada que le estropeara la diversión. Empezando por su irritante y pecaminosamente sexy nuevo vecino, Leo Hamilton. Pero Brie no era de las que se acobardaba con facilidad, y se atrevió a invitarlo a una de sus fiestas. Leo tenía sus propios motivos para aceptar la invitación de Brie: esperaba que la reunión terminara en fiesta para dos. Y no tenía intención de marcharse de su casa hasta la mañana siguiente. Parte de mí Cat Schield ¿Acabaría siendo su esposa? El millonario Blake Ford disponía de tan solo un verano para conseguir lo que se proponía. Había elegido a Bella McAndrews, una hermosa mujer criada en el campo, como madre de alquiler para su hijo, y unos meses después la convenció para que trabajase para él como niñera. Así solo era cuestión de tiempo alcanzar su verdadero deseo: hacerla su mujer. Blake sabía que su hijo merecía el amor de una madre y estaba decidido a conseguir también para él el amor de Bella… hasta que un oscuro secreto del pasado quedó desvelado, poniéndolo todo patas arriba. Lazos del pasado Olivia Gates Los secretos les separaron. ¿Podría reunirles de nuevo su propio hijo? Richard Graves llevaba mucho tiempo batallando con un pasado oscuro, y solo una mujer había estado a punto de hacer añicos esa fachada. Aunque hubiera seducido a Isabella Sandoval para vengarse del hombre que había destruido a su familia, alejarse de ella había sido lo más difícil que había hecho en toda su vida. Pero no tardó en enterarse de la verdad acerca de su hijo, y esa vez no se separaría de ella. La venganza de Richard había estado a punto de costarle la vida a Isabella.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack 75 Deseo, n.º 75 - octubre 2015

I.S.B.N.: 978-84-687-7366-7

Índice

 

Créditos

Índice

Rendirse al deseo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Parte de mí

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Lazos del pasado

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

La pasión no se olvida

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Rendirse al deseo

Capítulo Uno

 

–No sé si lo sabes, pero Leo Hamilton quiere renovar East Wind. A fondo.

Breanna Black parpadeó y miró a Carol Reece-Barton, la mujer que estaba a punto de dejar de ser su vecina.

–¿Renovarla? ¿A fondo? –preguntó–. ¿Qué significa eso, exactamente?

–Bueno, tengo entendido que va a instalar un ascensor y a tirar unas cuantas paredes para hacer una piscina. Entre otras cosas.

Veinticuatro horas después, Brie seguía dando vueltas al asunto. Estaba en la fiesta de despedida de George y Carol. Los Reece-Barton habían vendido East Wind, su preciosa mansión del siglo XIX, a un individuo que, aparentemente, no sentía el menor respeto por los edificios históricos. Y a Brie le parecía indignante. Si el tal Leo Hamilton quería una piscina interior, ¿por qué no se había comprado una casa moderna?

–Siento interrumpirte, George. No sabía que tenías compañía.

Brie se estremeció al oír la ronca y sensual voz de hombre que sonó en la escalera. Había subido al cuarto de baño a lavarse las manos, pero sintió tanta curiosidad que se las secó con rapidez y abrió la puerta de par de par.

¿Quién sería?

Desgraciadamente, no pudo entender nada. Las palabras del desconocido se fundieron con las de los veintitantos invitados a la fiesta, sin contar la música del flautista que estaba interpretando una versión de Greensleeves. Sin embargo, su tono le interesaba mucho más que sus palabras. ¿Tendría un aspecto tan sexy como su voz? Y, sobre todo, ¿sonaría igual en la cama?

Se miró en el espejo y se empezó a retocar el maquillaje. Ardía en deseos de bajar a echarle un vistazo, pero se lo tomó con calma. No iba a salir corriendo como si fuera una quinceañera. Además, pensó que seguramente estaría casado y que tendría seis hijos. O que sería demasiado bajo, lo cual era un problema para una mujer de un metro ochenta.

Acababa de salir al corredor cuando el desconocido apareció en lo alto de la escalera. Y Brie, que normalmente era una mujer segura de sí misma, lo saludó con un timidez.

–Hola…

Él asintió y dijo, con aquella voz pecaminosa:

–Buenas noches.

A Brie le pareció un sueño hecho realidad. Treinta y pocos años. Más alto que ella. Con ojos grises, cabello oscuro y un cuerpo perfecto bajo un traje del mismo color que sus ojos.

Era tan guapo que se alegró de haberse retocado el carmín.

Y, justo entonces, vio el nombre del pase de seguridad que llevaba en la chaqueta: Leo Hamilton.

Brie se llevó tal disgusto que tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir y otro para no decirle un par de cosas desagradables sobre su proyecto de renovación. A fin de cuentas, iba a ser su vecino. Era mejor que sonriera y lo tratara con amabilidad.

–Ah, tú eres Leo Hamilton…

–¿Nos conocemos?

–No, es que acabo de ver tu nombre en el pase –respondió ella–. Soy Breanna Black, tu nueva vecina.

Él volvió a asentir.

–Breanna…

Brie le ofreció la mano, y Leo Hamilton tardó tanto tiempo en estrecharla que ella se preguntó si tendría intención de hacerlo. Pero, al final, se la estrechó. Y la miró con sorpresa cuando recibió un apretón tan fuerte como el suyo.

–Llámame Brie, por favor… –dijo–. Me han contado que vivías en Melbourne y que has comprado East Wind para vivir en ella.

–Es más una inversión que otra cosa. Aunque te han informado bien.

Leo Hamilton habló con un tono casi acusatorio, como si le molestara que se metiera en sus asuntos. Pero también eran los asuntos de Brie. Las obras que pretendía hacer podían influir en el valor de su propia casa, que se encontraba al lado. De hecho, East Wind y West Wind eran idénticas.

–Me lo dijo Carol –explicó–. George y ella son amigos míos…

–Comprendo.

–Y también me han dicho que te vas a hacer una piscina.

–¿Siempre crees todo lo que te dicen?

Leo se giró hacia la escalera y ella aprovechó la ocasión para admirar su perfil. Era tan perfecto como todo lo demás, aunque Brie pensó que a su piel le habría venido bien una de sus cremas reparadoras a base de frutas. Una crema que ella le habría lamido con mucho gusto.

–No, no creo todo lo que me dicen, pero creo a Carol –contestó–. Por cierto, ¿sabes que East Wind es un edificio histórico que…?

–¡Chris! Estoy aquí… –la interrumpió Leo, dirigiéndose a alguien que estaba en la planta baja.

Brie se quedó perpleja.

–¿Qué?

Leo se volvió y la miró con intensidad. Se había detenido tan cerca de ella que casi se rozaban; tan cerca, que a Brie se le endurecieron los pezones. Y, de repente, se sintió pequeña y vulnerable. Algo que ningún hombre había conseguido.

–Chris es mi arquitecto –explicó él.

–Ah… –dijo–. ¿Y qué opina de tu proyecto de renovación?

Leo no llegó a responder. Le dio la espalda y se marchó por donde había llegado, dejándola con la palabra en la boca.

¿Cómo se atrevía a ser tan grosero?

El enfado de Brie aumentó considerablemente cuando miró hacia abajo y vio que su arquitecto no era un hombre, sino una mujer con quien estuvo hablando unos momentos: una rubia impresionante, de grandes pechos y escote generoso, que llevaba una tableta en la mano.

Momentos después, apareció George y se fue con él hacia el vestíbulo de la casa, mientras la rubia de la tableta se dirigía a la cocina. Para entonces, Brie ya había llegado a la conclusión de que su nuevo vecino se había olvidado de ella; pero, súbitamente, Leo se giró y le lanzó una mirada enigmática que le arrancó otro escalofrío.

Brie se sintió como si le hubieran frotado todo el cuerpo con una de sus cremas exfoliantes.

¿Qué le estaba pasando? Nunca se había sentido insegura delante de un hombre, por muy sexy o atractivo que fuera. Pero el irritante, arrogante y maleducado Leo Hamilton había resultado ser la excepción.

Apartó la vista y bajó por la escalera con la cabeza bien alta. Cuando llegó junto a George, Leo se acababa de ir.

–Espero no haberlo asustado –dijo.

George sonrió.

–Sospecho que tu nuevo vecino no es un hombre que se asuste con facilidad. Se ha ido porque su avión sale dentro de poco… Pero no te preocupes por eso, Brie. Estoy seguro de que tendréis ocasión de conoceros mejor.

Ella soltó una carcajada.

–¿Conocernos mejor? ¿Para qué? No es mi tipo.

–¿Ah, no?

–No.

Brie sabía lo que George estaba pensando. Era un hombre muy conservador y, como la había visto con muchos hombres diferentes, creía que se acostaba con cualquiera. Pero se equivocaba. Ella elegía a sus amantes con sumo cuidado. Y, en ese momento, Leo era la última persona del mundo con quien habría compartido su cama.

Solo le interesaban dos cosas de su nuevo vecino. La primera, averiguar qué pretendía hacer con East Wind, aunque implicara hablar con su arquitecta y preguntárselo sin más. La segunda, devolverle la pelota por el plantón que le había dado en la escalera.

Lo demás era completamente irrelevante.

 

 

Leo se recostó en el asiento del taxi que lo llevaba al aeropuerto. Estaba desconcertado con lo que había sucedido en la mansión. De hecho, su cuerpo vibraba como si acabara de sentir un terremoto.

Un terremoto que tenía un nombre: Breanna Black.

Aquella mujer le había gustado tanto y tan inesperadamente que se había ido de East Wind antes de tiempo porque se sentía incapaz de controlar su libido. Y ahora tenía un problema. Lo último que necesitaba era una vecina que le despertara un montón de imágenes lujuriosas. Incluso consideró la posibilidad de dirigir su proyecto a distancia, para no tener que verla otra vez.

Sin embargo, desestimó la idea y se maldijo por conceder tanta importancia a una mujer a quien, por otro lado, había conocido esa misma noche. El proyecto de East Wind era lo único importante. Un proyecto demasiado personal como para permitir que su libido se interpusiera.

Además, no tenía tiempo para aventuras amorosas.

Pero tampoco podía negar que Breanna le había causado una fuerte impresión. Era una belleza dura, sin sutilezas de ninguna clase; una tentación de pómulos afilados, cabello negro, ojos oscuros como la medianoche, pechos grandes y labios tan rojos y apetecibles que había sentido el deseo de olvidar toda cautela y asaltarlos.

Sacudió la cabeza e intentó borrarla de su imaginación, sin éxito. Definitivamente, las cosas no habían salido como pensaba. En lugar de quedarse y hablar con Chris, quien le debía informar sobre el estado del proyecto, había huido por culpa de su nueva vecina. Y, por si eso fuera poco, la había tratado de un modo tan grosero que ya se había ganado su enemistad.

¿Qué podía hacer? Su hermana necesitaba una aliada en el vecindario, una persona en quien pudiera confiar cuando él no estuviera presente.

Solo había una solución. Cuando hablara con Sunny, se abstendría de mencionar su encontronazo con la señorita Black. Y, si volvía a ver a Breanna la semana siguiente, haría lo posible por enmendar el error que había cometido.

Su hermana no merecía menos.

 

* * *

 

Dos horas después, Leo subió los escalones que llevaban a la puerta principal de su mansión de Melbourne. Hacía frío, y el evocador sonido de un violín sonaba en el interior de la casa.

Se detuvo un momento y se dedicó a escuchar la melodía. Estaba encantado de que Sunny hubiera conseguido un puesto en Hope Strings, una organización que trabajaba con la prestigiosa Orquesta Filarmónica de Tasmania; y se sentía especialmente orgulloso de ella porque lo había conseguido a los veinticuatro años de edad y a pesar de su discapacidad física.

Cuando entró en la mansión, se quitó el abrigo y aspiró el aroma de la bullabesa que estaba preparando su cocinera y ama de llaves, la señora Jackson. Era un aroma tan delicioso como la vida que Leo llevaba últimamente. Tenía la paz y la tranquilidad que nunca había tenido en su infancia, y las cosas iban bastante bien.

Pero todo eso estaba a punto de cambiar.

El éxito profesional de Sunny la había llevado a superar otros temores y exigir su independencia. En poco tiempo, se marcharía de Melbourne, tendría su propia casa y viviría sola. Incluso se había negado a que Leo le contratara un ama de llaves. Solo quería una persona para las tareas de limpieza, y con la condición de hacerse cargo de su salario.

Por supuesto, Leo se alegraba de que hubiera llegado tan lejos. Su hermana era una mujer muy fuerte, que lejos de rendirse tras el incendio que le había costado la movilidad de la pierna derecha, había seguido adelante con más determinación. Sin embargo, eso no significaba que pudiera valerse totalmente por sí misma. Necesitaba un lugar adecuado a sus necesidades. Y una de esas necesidades era la piscina que Breanna Black consideraba un capricho.

El clima de Tasmania no se llevaba bien con las piscinas exteriores. Leo lo sabía de sobra y, como Sunny adoraba nadar, había decidido instalar una piscina interior en East Wind. Pero, al final, había cambiado de idea porque temía que sufriera un accidente estando sola y se ahogara.

En cualquier caso, no estaría sola demasiado tiempo. Leo trabajaba por su cuenta, y podía viajar a Tasmania con regularidad. Además, tenía intención de comprar un apartamento cerca de East Wind. Y le daba igual que su hermana lo acusara de ser un cretino que intentaba controlar su vida. Solo quería asegurarse de que estuviera a salvo.

–¿Qué estás haciendo ahí, tan serio?

Leo se sobresaltó al oír la voz de Sunny. Estaba tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera la había oído.

–Nada… Solo te estaba escuchando.

Ella lo miró con ironía, apoyada en su bastón.

–¿Que me estabas escuchando? Pero si dejé de tocar hace cinco minutos…

–Sí, bueno… –dijo él, incómodo–. Por cierto, todavía no me has grabado el CD que te pedí.

–Estoy en ello –le aseguró–. ¿Qué tal te ha ido en la casa nueva?

Leo se acordó inmediatamente de Breanna, aunque no la mencionó.

–Bastante bien –dijo.

–Pues, por la cara que tienes, cualquiera diría que ha surgido algún problema.

–Nada que no pueda solucionar. –Leo se acercó a su hermana, le puso las manos en los hombros y sonrió–. Estoy hambriento. ¿Ya has cenado? ¿O me estabas esperando?

–Te estaba esperando. Como siempre.

Leo asintió y avanzó con ella por el pasillo. Una vez en la cocina, él se sentó y permitió que ella sirviera la cena y sacara una botella de vino. Sunny estaba empeñada en demostrar que podía valerse por sí misma.

–¿Otra botella de vino? –preguntó él, mientras servía dos copas–. ¿También estamos hoy de celebración?

Ella rio y se acomodó al otro lado de la mesa.

–No me canso de celebrarlo… –Sunny alzó su copa y le propuso un brindis–. Por la siguiente aventura.

–Por tu siguiente aventura –repitió él–. Sea la que sea.

Sunny echó un trago y dijo:

–No me refería a mis aventuras, sino a las tuyas.

–¿A las mías? No sé a qué te refieres.

–¿Ah, no? ¿Y qué me dices de esa morenita a quien enviaste una docena de rosas? ¿Cómo se llamaba…? ¿Aisha?

Leo frunció el ceño. Normalmente, hacía lo posible para que Sunny no se enterara de su vida amorosa. Pero le había oído mientras encargaba el ramo por teléfono, y no lo podía negar.

–¿Qué puedo decir? Ya sabes cómo soy… No estoy hecho para las relaciones duraderas.

–Sí, sé cómo eres. Y me parece muy triste.

Leo se encogió de hombros.

–En fin, supongo que el amor no es lo tuyo –continuó ella–. Estás demasiado ocupado con tu trabajo, siempre en busca de otro millón…

–Y en busca de otro desafío.

Ella volvió a sonreír.

–En eso somos iguales. Yo también adoro los desafíos. De hecho, he decidido participar en la carrera de natación que se organiza todos los años en el puerto de Sídney.

Leo parpadeó, atónito.

–¿Estás hablando en serio?

–Por supuesto que sí. –Sunny se llevó un poco de pescado a la boca–. Es en enero, dentro de nueve meses. Tenemos tiempo de sobra para comprarte un bañador.

–¿A mí? ¿Por qué?

–Porque me he apuntado a la carrera de discapacitados. Y tenemos que nadar con un acompañante.

Él gruñó.

–Bueno, ya lo hablaremos…

Leo no volvió a mencionar el asunto, aunque tampoco hacia falta; ella lo conocía de sobra y sabía que, al final, sería su acompañante en la carrera. Además, eso no le preocupaba tanto como su inminente mudanza a East Wind. Sunny había superado sus cicatrices y su discapacidad sin una sola queja, y ahora estaba a punto de empezar una nueva vida.

–No te preocupes. Estaré bien –dijo ella, adivinando sus pensamientos.

–Sí, ya lo sé… Y también sé que mamá habría estado orgullosa de ti.

–No. Habría estado orgullosa de los dos.

Leo la miró a los ojos y pensó en la terrible noche que había cambiado sus vidas para siempre. Habían pasado doce años desde entonces, pero lo recordaba como si hubiera sido el día anterior. Y se sentía terriblemente culpable.

Sí, era cierto que había salvado a su hermana de las llamas; pero no había podido salvar a su madre. Y no dejaba de pensar que, si aquella tarde se hubiera refrenado y no hubiera golpeado a su padre, el maldito monstruo no habría vuelto a la casa ni habría provocado el incendio que también le costó la vida.

–Es una pena que no esté con nosotros –continuó Sunny–. Habría sido feliz con mi concierto de Sídney. Siempre quiso que tocara en la Opera House.

–Bueno, al menos estaré yo…

–Cuento con ello. Es mi último concierto antes de que ingrese en Hope Strings –dijo–. Es dentro de tres semanas… no lo olvides.

–No lo olvidaré –le prometió.

Leo se maldijo. Iban a ser unas semanas complicadas. Además de sus compromisos laborales, tenía que supervisar las obras de East Wind, buscar un piso de alquiler en Hobart y quitarse de la cabeza a cierta mujer que había despertado sus instintos más animales.

No estaba dispuesto a perder el tiempo con una distracción como Breanna Black.

Capítulo Dos

 

Una semana después, Brie se presentó en la puerta trasera de East Wind con un carrito para llevarse las plantas que Carol le había dejado. Tenía llave de la casa porque habían intercambiado copias.

Antes de abrir, echó un vistazo a su alrededor. Su amiga le había asegurado que la mansión estaría vacía y que Leo Hamilton no llegaría hasta el martes, pero toda precaución era poca. Luego, desactivó la alarma y entró.

La puerta trasera de East Wind daba a una sala semicircular con ventanas de invernadero perfecta para las plantas. Brie miró los tiestos de albahaca, orégano, hierbabuena y limoncillo y sonrió.

–Hola, preciosos. He venido para llevaros a casa.

Acercó el carrito, recogió los tiestos más pequeños, llenó un aerosol de agua y los empezó a humedecer. Mientras lo hacía, acarició las hojas de una aloe vera gigantesca.

–Sospecho que tú pesas mucho… Quizá debería hablar con el señor Leo Hamilton y pedirle que me ayude a llevarte.

Suspiró, conectó unos cascos al móvil que llevaba en el bolsillo de los vaqueros y puso su lista de música preferida.

–Aunque, por otra parte, dudo que me ayude. Me trata como si no existiera.

Brie no soportaba que la ningunearan. Durante años, había sido invisible para casi todos los demás. Hasta que se rebeló en su adolescencia y aprendió a llamar la atención, una habilidad que también le había causado unos cuantos problemas.

Sin embargo, ya no necesitaba llamar la atención. Ya no pasaba desapercibida. Salvo en lo tocante a su nuevo vecino.

Y ni siquiera sabía por qué le molestaba tanto.

–Puede que ese tipo grande y grosero no sepa que existo –continuó, con la mirada en un cactus–. Pero se va a enterar de quién soy.

Brie alzó el aerosol y apretó la palanca con fuerza.

Al parecer, sus días de adolescente rebelde no habían terminado.

 

 

Leo se apoyó en el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba disfrutando de un espectáculo verdaderamente divertido. Su nueva vecina se dedicaba a pulsar una y otra vez el gatillo de un aerosol sobre un pobre cactus al que hablaba en voz alta.

Lo había escuchado todo. Empezando por lo del tipo grande y grosero.

No había hecho ningún esfuerzo por ocultar su presencia. Había llegado unos minutos antes y, al ver que la puerta trasera estaba abierta, se acordó de que George le había dicho que Breanna tenía una copia de la llave. Por lo visto, aquella mujer desconocía el concepto de propiedad privada. Entraba en las casas de los demás como si fueran la suya. Pero sus nalgas eran tan bonitas que, en lugar de interrumpirla, Leo se quedó en la entrada y se dedicó admirarla.

Llevaba un top de color amarillo que enfatizaba sus grandes senos, y unas mallas negras que se ajustaban como una segunda piel a sus larguísimas piernas. Además, se había recogido el pelo en una coleta de caballo que oscilaba de un lado a otro cada vez que se movía al son de la música. Era la viva imagen de la tentación. Y Leo deseó acercarse, soltarle el cabello y acariciárselo.

Había trabajado cinco días a destajo para poder marcharse a Hobart el fin de semana. Tenía que alquilar un apartamento para él y estar presente en East Wind cuando llegaran el fontanero, el electricista y los trabajadores que iban a renovar la cocina.

Justo entonces, Brie alcanzó un girasol, lo puso en el carrito y dijo:

–Será mejor que no cambie el aspecto exterior de la casa… ¡Y encima quiere instalar un ascensor! Hasta sería capaz de tirar la lámpara de araña del vestíbulo. Pero como se atreva…

Brie no terminó la frase, pero Leo se preguntó qué castigos tendría pensados para él.

La imagen le pareció tan tentadora que se excitó.

Sin embargo, ya había oído suficiente. Quería que se fuera de allí de inmediato. Porque, si no se iba, era capaz de perder el aplomo y hacer algo de lo que se arrepentiría después.

Leo se apartó de la puerta y caminó hacia ella.

–¿Por qué diablos querría tirar la lámpara?

Brie se dio la vuelta y se quitó los cascos, sobresaltada.

–¿Qué? Eres tú… Me has pegado un buen susto.

Leo la miró de arriba abajo, y Brie tragó saliva. Estaba tan sexy como la última vez, aunque su aspecto era notablemente menos formal. Llevaba unos vaqueros viejos y un jersey oscuro, de aspecto suave, que deseó tocar.

–Estaba diciendo que por qué diablos querría hacer eso.

–¿De qué estás hablando? –preguntó ella–. ¿Y qué haces aquí?

–Te recuerdo que esta casa es mía –respondió él, con una voz tan tranquila como inmensamente sensual–. En todo caso, soy yo quien debería hacer esa pregunta.

Brie pensó que estaba en lo cierto, y se apresuró a darle una explicación.

–He venido a recoger las plantas de Carol. ¿George no te lo había dicho? Tenía intención de venir a lo largo de la semana, pero he estado muy ocupada.

Él arqueó una ceja.

–Tú no eres la única persona con responsabilidades –replicó–. Pero puedes estar tranquila… No voy a tirar la lámpara de araña, no voy a instalar ningún ascensor y, desde luego, no voy a cambiar el aspecto exterior de East Wind.

–Ah…

–Me gusta el edificio tal como está, y aprecio mucho su valor histórico –continuó él–. Voy a cambiar la instalación eléctrica, arreglar las cañerías y modernizar la cocina, pero sin comprometer la integridad de la estructura.

Brie soltó un suspiro de alivio.

–No sabes cuánto me alegro. He estado pensando toda la semana en ti… es decir, en la casa –puntualizó, nerviosa–. Me preocupaba que…

–Sí, ya lo sé. Te he oído.

–Oh, vaya. Estaba hablando en voz alta, ¿verdad?

Él guardó silencio y ella se estremeció.

–Bueno, será mejor que me marche y te deje en paz.

Brie subió el resto de los tiestos al carrito, pero dudó ante la aloe vera.

–¿Quieres que te ayude? Parece bastante pesada… –dijo él.

–Sí, gracias –contestó ella en un susurro.

Leo levantó el tiesto como si pesara tan poco como un cubo vacío, y Brie se quedó asombrada con el movimiento de sus músculos bajo el jersey.

–Supongo que querrás llevar las plantas a tu jardín…

Ella hizo un esfuerzo por apartar la vista de sus músculos y clavarla en sus ojos.

–Sí, pero no es necesario que te molestes. Puedo hacerlo sola.

–No es ninguna molestia. Además, no quiero que el tiesto se te caiga y se rompa.

Brie pensó que la posible rotura del tiesto no le preocupaba tanto como la posible rotura de su autocontrol. Necesitaba alejarse de él. Alejarse de su olor viril, que la incitaba a apretarse contra su pecho y respirar hondo.

No quería sentirse atraída por Leo Hamilton. Pero no lo podía evitar, así que sería mejor que llevaran las plantas a su casa y se lo quitara de encima inmediatamente.

–Está bien. Como quieras.

Salieron de la mansión y se dirigieron al vado de la casa de Brie, que era una réplica exacta de East Wind. Pero, al ver que Leo empujaba el carrito hacia la parte delantera, ella dijo:

–Conozco un camino más corto. Hay un agujero en la verja, que Carol y yo usábamos de atajo. Tenía intención de arreglarlo después de recoger las plantas.

Él no dijo nada, así que ella siguió hablando.

–Carol y yo nos llevábamos maravillosamente… Conviene llevarse bien con los vecinos, ¿no crees?

–Yo diría que eso depende del vecino que te toque. –Leo echó un vistazo al agujero de la verja–. Llamaré a alguien para que lo arregle.

Brie asintió. Si estaba tan dispuesto a hacerse cargo de las cosas, se lo permitiría. De momento.

–Gracias…

–Ah, eso me recuerda algo. Aún tienes mi llave.

Brie sacó la llave y se la dio con un movimiento rápido, pero suficiente para que notara la cicatriz que Leo tenía en la cara interior del brazo.

–Me alegro de que me la hayas pedido. Se la iba a dar al de la agencia inmobiliaria, pero así me ahorras un viaje –continuó, con una sonrisa–. Y, ya puestos, tal vez deberías cambiar el código de seguridad de la casa.

–Buena idea.

Leo la miró con un conato de sonrisa en los labios, un simple arqueamiento de las comisuras, como si se le hubiera escapado sin querer. Pero sus ojos brillaron con humor, y Breanna sintió un extraño vacío en el estómago.

Al cabo de un segundo, él apartó la mirada y empujó el carrito hacia West Wind.

–Por cierto, Breanna…

–Brie.

–Sí, claro, Brie –dijo él–. ¿A qué te dedicas?

–Soy esteticista. ¿Y tú?

–Asesor de gestión medioambiental.

Ella arqueó las cejas.

–¿Y qué es exactamente un asesor de gestión medioambiental?

–Un profesional independiente que asesora a empresas sobre políticas ecológicas.

–Pues debes de ganar una fortuna…

–¿Por qué lo dices?

–Porque sé lo que te ha costado la casa de East Wind.

Leo carraspeó.

–Bueno, cobro lo que tengo que cobrar. Y no parece que a mis clientes les moleste mucho, porque son ellos los que piden mis servicios.

–¿Y cómo lo consigues? ¿Con esa simpatía desbordante que me dedicaste la semana pasada? –ironizó.

–Lo siento, pero tenía prisa.

–Prisa por perderme de vista…

Él volvió a carraspear.

–Como ya he dicho, lo siento.

Brie se dio cuenta de que estaba muy incómodo, y le pareció tan encantador como el hecho de que ella pudiera incomodar a un hombre semejante.

–No es necesario que te disculpes. Tenías que ir al aeropuerto, ¿no?

–Sí.

–Y te estaría esperando alguien…

–No exactamente –declaró–. ¿Siempre eres tan…?

–¿Directa? Sí, siempre. Dijiste que habías comprado West Wind como inversión. ¿Vas a venir a menudo?

Se detuvieron ante el cobertizo del jardín de Brie y empezaron a descargar los tiestos.

–Sí, tendré que supervisar las obras. Además, he conseguido unos clientes nuevos que están aquí, en Tasmania, así que estaré en la isla casi todo el tiempo… ¿Dónde quieres que deje la aloe vera?

–Dentro, si es posible.

Él asintió y dejó la planta en el interior.

–¿Te apetece algo de beber? –preguntó entonces ella–. Tengo té frío en el frigorífico.

–No, gracias.

–¿Seguro? Es muy refrescante…

–Yo soy hombre de café. Y, por otra parte, me están esperando en el edificio de Arcade Apartments, por un piso que quiero alquilar.

Leo miró la hora y frunció el ceño.

–Maldita sea… Había quedado hace media hora. ¿Me disculpas un momento? Tengo que enviarles un mensaje para decirles que iré después.

–Por supuesto.

Leo envió el mensaje y se giró hacia ella, que preguntó:

–¿Dónde te alojas ahora?

–En un hostal. Está a un par de minutos de aquí.

–Sí, lo conozco… Es el Hannah Hideaway –afirmó–. Pero, ¿vas a alquilar un piso en los Arcade Apartments? Son extremadamente caros.

–No tengo más remedio. Necesito un sitio que esté cerca de East Wind.

A Brie, que siempre estaba buscando financiación extra para el negocio de su hermano y su mujer, se le ocurrió una idea.

–¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

–Unas cuantas semanas.

–¿Te gustaría quedarte en West Wind?

Él la miró con intensidad.

–Si me estás ofreciendo una habitación, te lo agradezco. Pero no me interesa.

–No te estoy ofreciendo una habitación.

–¿Entonces?

–Te estoy ofreciendo la casa entera. Mi hermano y su mujer se han ido de luna de miel y me han dejado las llaves de Pink Snowflake, su centro de recuperación para pacientes con cáncer. Yo me quedaría allí y tú tendrías la mansión para ti solo… Además, el dinero de tu alquiler iría a la fundación del centro y no a los bolsillos de los ejecutivos de Arcade Apartments.

–¿Un centro de recuperación? –se interesó él.

–Sí. Jett y Olivia estaban a punto de abrirlo, pero retrasaron la inauguración por su boda –le explicó–. Me pidieron que le echara un vistazo y que, a ser posible, me quedara unas cuantas noches… Tiene jacuzzi, piscina, solario, gimnasio y una cava llena de vinos. Como ya comprenderás, no me podía negar…

–No, claro que no –ironizó Leo, mientras admiraba West Wind–. ¿La mansión es tuya? ¿Vives sola?

Ella asintió.

–La heredé de mis padres cuando murieron. Y sí, vivo sola.

–¿Y me estás diciendo que tendré todo el sitio para mí? –preguntó, retomando la conversación original–. ¿Sin interrupciones inesperadas?

–Será todo tuyo –contestó–. Me pasaré de vez en cuando, pero te aseguro que llamaré antes de entrar.

Brie pensó que no había sido sincera. Era cierto que estaba dispuesta a portarse bien, pero también lo era que ardía en deseos de que Leo la invitara a entrar sin llamar. Y él debió de adivinar lo que estaba pensando, porque clavó la vista en su boca.

–¿Cuándo lo necesitas? –preguntó ella.

Él tragó saliva y apartó la mirada.

–El fin de semana que viene.

Brie se estremeció. Leo había recuperado su aplomo habitual, pero no antes de que sus ojos lo traicionaran con un destello de deseo.

–En ese caso, trato hecho. La Fundación Pink Snowflake te lo agradece mucho.

–Si es por una buena causa… supongo que merece la pena que hagamos un esfuerzo.

–¿Hagamos? ¿Te refieres a ti y a mí, como si fuéramos socios en un negocio?

–Me refiero a ti y a mí como personas –respondió él con la voz ronca que tanto le gustaba–. Sin embargo, me gustaría que me enseñaras la casa antes de aceptar. Si no es una molestia, claro…

–Por supuesto que no.

Brie lo llevó al interior del edificio.

–Como ves, tiene la misma distribución que East Wind –dijo al cabo de unos momentos–. El salón está al otro lado y la cocina, al fondo… Pero, ¿seguro que no quieres nada de beber?

–Seguro. Además, me tengo que ir pronto. He quedado con Chris.

–Ah, sí, tu arquitecta… –Brie arqueó una ceja al recordar a la rubia de los grandes senos–. ¿No habías dicho que no ibas a hacer obras importantes?

–Y no las voy a hacer, pero…

Leo dejó la frase sin terminar. Habían llegado a la cocina, cuyo interior era un caos indescriptible. Todas las superficies estaban llenas de lo que, en principio, parecían salsas de distintos colores.

–Disculpa el desorden. He estado haciendo experimentos con nuevas cremas faciales.

Él pensó que eso podía explicar algunos de los potingues, como un cuenco con una masa de color rosa que olía a fresas y menta. Pero no explicaba en modo alguno los cuarenta o cincuenta vasos de plástico y de cristal que estaban junto a una caja de farolillos.

–Será mejor que vuelva luego –acertó a decir–. Se me está haciendo tarde.

–En ese caso, ¿por qué no vienes esta noche? Voy a dar una fiesta –explicó Brie–. Es a las diez.

–No puedo. Tengo trabajo que hacer.

Leo había dicho la verdad. Iba a comprar una botella de vino y a tomarse un par de copas mientras trabajaba. Pero tenía otra razón para declinar su ofrecimiento: no quería pasar la noche con una Breanna Black en modo fiesta.

–Todos tenemos trabajo que hacer, Leo. Pero, ¿en sábado por la noche? –preguntó–. Me parece un plan bastante triste.

Leo hizo caso omiso del comentario. Había llegado a lo más alto a base de esfuerzo y dedicación, y se enorgullecía de su carrera profesional. Era la única faceta de su vida que controlaba.

Sacó una tarjeta del bolsillo, la puso en una mesita y declaró:

–Si te parece bien, volveré mañana por la tarde. Aquí te dejo mi número de teléfono.

Ella sonrió, y su sonrisa le pareció tan tentadora que Leo casi se arrepintió de haber rechazado la invitación a la fiesta.

–¿Me puedes dar el tuyo? –continuó él.

Brie dio un paso adelante, y Leo retrocedió. Estaban demasiado cerca. Y le gustaba demasiado.

–No hace falta que me des ninguna tarjeta. Tengo muy buena memoria… Si me dices el número, lo recordaré.

–Como quieras.

Brie le dio el número y, a continuación, lo acompañó a la salida.

Leo salió de West Wind y no se detuvo hasta que entró en el todoterreno que había alquilado unas horas antes. Entonces, apoyó la cabeza en el respaldo de cuero, cerró los ojos durante unos segundos y soltó un suspiro de frustración.

Una vez más, había huido de Brie. Y, una vez más, había sido completamente inútil, porque la deseaba tanto como si siguiera junto a él.

Por lo visto, iba a ser una noche larga y difícil.

Capítulo Tres

 

Brie siempre había sido una buena anfitriona, pero esta vez iba con retraso. El rescate de las plantas había durado más de lo previsto, y todo por culpa de un hombre increíblemente sexy que monopolizaba sus pensamientos. Pero tampoco le extrañaba. ¿Cómo no iba a estar interesada en él? Leo Hamilton le sacaba varios centímetros de altura, y eso era poco habitual.

Mientras colocaba los farolillos en el jardín para encenderlos más tarde se puso a pensar en la oferta que le había hecho. No esperaba que Leo utilizara toda la casa, pero sería mejor que la arreglara un poco. Además, había un problema que no se le había ocurrido hasta entonces: en West Wind solo había una habitación con una cama donde cupiera un hombre tan alto: la suya. Y el simple hecho de imaginarlo entre sus sábanas bastó para que se estremeciera.

Dos horas antes de que empezaran a llegar los invitados, subió al coche y se dirigió al supermercado, donde compró las botellas de alcohol que necesitaba. Ya las había metido en el maletero cuando se acordó de que quería comprar champán para llevárselo a Pink Snowflake y tomarse un par de copas en el jacuzzi.

Volvió al interior del local y, de repente, en el pasillo de los vinos tintos, encontró al objeto de sus fantasías sexuales. Leo estaba mirando una botella de aspecto caro, ajeno a la presencia de Brie. Ella se lo comió con los ojos y se preguntó qué impedía que se acostara con él. Eran de mundos diferentes y, con toda seguridad, tendrían gustos muy diferentes. Pero eso nunca le había parecido un problema. Incluso podía ser más divertido.

Además, su situación lo convertía en un objetivo particularmente deseable. En cuanto terminara las obras de East Wind, se marcharía de la ciudad y volvería a sus negocios. Con él no había peligro de que las cosas se complicaran. Era sexy e inteligente, una diversión pasajera, que se atuviera al lema que regía sus relaciones desde su ruptura con Elliot: sin amor, no hay dolor.

Y, hasta entonces, ningún hombre se había resistido a sus encantos.

 

 

A Leo se le erizó el vello de la nuca. Ni siquiera tuvo que girar la cabeza para saber que Breanna lo estaba mirando. La había visto unos minutos antes saliendo del establecimiento con una caja de botellas de vino, pero había regresado por alguna razón, y ahora caminaba hacia él con una sonrisa pícara en los labios y una botella de champán en la mano derecha.

Alcanzó una botella de tinto y la observó con interés. Se había soltado el pelo, y estaba muy guapa. Brie se detuvo, echó un vistazo a las cosas que había comprado y preguntó:

–¿Vas a celebrar una fiesta individual?

–Tengo que trabajar toda la noche, así que será mejor que lo disfrute.

Ella se echó el cabello hacia atrás.

–¿Y qué tienes que hacer que no puede esperar hasta mañana? –preguntó ella–. Tengo unas tostadas que irían bien con ese queso brie que llevas en el carrito.

–No lo dudo, Brie –dijo él, enfatizando la coincidencia entre su nombre y el del queso–. Pero te veré mañana por la tarde, como habíamos quedado.

–Muy bien. Jugaremos con tus normas –replicó ella, sin apartar la vista de sus ojos.

Leo mantuvo el contacto visual durante unos segundos y, a continuación, se dirigió a la caja registradora más cercana. No estaba dispuesto a dejarse seducir por Breanna Black. No tenía nada contra la seducción, pero prefería ser él quien llevara las riendas.

–¿Qué te pasa, Leo? ¿Es que tienes miedo de divertirte un poco? ¿O es que tienes miedo de mí?

–Es que no me gustan las fiestas. Hay demasiada gente –contestó–. Ahora bien, si me ofrecieras una fiesta para dos…

Leo sonrió para sus adentros y sacó la tarjeta para pagar. Si Brie quería jugar, jugarían.

Brie se detuvo a su lado, miró la botella de champán y se dijo en voz baja:

–Creo que voy a necesitar dos o tres más.

–Desde luego que sí. Hay que estar preparados para lo que sea.

Brie soltó una carcajada.

–No eres como esperaba, Leo…

–¿Debo interpretar eso como un cumplido?

–Ya te contestaré a esa pregunta en otro momento.

Ella volvió a sonreír y él se preguntó a qué sabrían sus labios. Pero no iba a permitir que sus hormonas lo dominaran, así que alcanzó la bolsa de la compra y se despidió.

–Hasta mañana, Brie. Que disfrutes de tu fiesta.

Al llegar al coche, sacudió la cabeza y se quedó inmóvil unos momentos antes de arrancar. Por increíble que fuera, había rechazado una invitación para pasar la noche con una mujer impresionante que se sentía atraída por él. Una mujer que debía de ser de la misma edad que su hermana y que, por lo que sabía de ella, tenía un temperamento igualmente apasionado.

De hecho, estaba seguro de que Brie y Sunny se llevarían bien. Y también lo estaba de que Brie y él congeniarían, aunque en un terreno diferente: la cama.

Sin embargo, el carácter de su nueva vecina le hacía desconfiar. Breanna Black tenía una inclinación al drama que podía convertir una relación sexual pasajera en una tormenta de consecuencias imprevisibles. Y Leo detestaba el drama. Lo había sufrido con demasiada frecuencia en su niñez, por culpa de un padre que maltrataba a su esposa y de una madre que soportaba sus palizas sin rebelarse y que lloraba durante horas cuando él ya se había ido.

Y luego, cuando parecía que nada podía ser peor, llegó el incendio que lo dejó sin padres y condenó a Sunny a una rehabilitación tan larga como dolorosa.

No, definitivamente no necesitaba más dramas en su vida.

Tenía planes para aquella noche. En primer lugar, cenaría en algún restaurante de la costa, con vistas a la caleta de Sullivan y, en segundo, trabajaría unas cuantas horas en su habitación mientras disfrutaba de uno de sus vinos favoritos.

Eso es lo que quería hacer. Y nada ni nadie se lo iba a impedir.

 

 

A las diez y media de la noche, Leo desconectó el ordenador portátil y estiró sus entumecidos músculos. Al final, había optado por no abrir la botella de vino, y se alegraba de haber tomado esa decisión. Gracias a ello, tenía la cabeza completamente despejada y había podido leer primero y comentar después el informe de sus nuevos clientes, los dueños de un hotel de seis estrellas que se acababa de abrir en la costa Este de Tasmania, el Heaven.

Sin embargo, no había dejado la botella sin abrir porque quisiera trabajar mejor y terminar antes de tiempo, sino por un motivo que no tenía nada que ver con el trabajo: porque había cambiado de opinión sobre la fiesta y no se quería presentar con las manos vacías.

Al fin y al cabo, la fiesta de aquella noche era una oportunidad perfecta para comprobar que su última adquisición era adecuada a las necesidades de Sunny. Y, por otra parte, no se podía decir que Brie no lo hubiera invitado. Así que alcanzó la botella, se subió al coche y condujo hasta West Wind.

Como ya imaginaba, la música estaba bastante alta. Pero no tanto como para poder molestar a los vecinos, lo cual le alegró. Por lo visto, Breanna Black era una vecina respetuosa; aunque no tuviera los mismos gustos musicales que él.

Caminó hasta el edificio y entró por la puerta principal, que estaba abierta. Había gente por todas partes; algunos estaban bailando y otros se servían comida en el bufé, pero no pudo localizar a Brie. ¿Dónde se habría metido?

De repente, una atractiva pelirroja salió de entre la multitud y dijo:

–Hola…

Era obvio que estaba interesada en él, y Leo se quedó sorprendido con su propia reacción. O, más bien, con su falta de reacción, porque no le interesó en absoluto.

–Hola –replicó.

–Me llamo Samantha. ¿Nos conocemos?

–No, creo que no… pero yo me llamo Leo. ¿Dónde puedo conseguir un par de esas? –dijo, mirando la copa de vino de la pelirroja.

–¿Un par de bebidas? Si me acompañas, te…

–No, un par de copas. –Leo le enseñó la botella de vino que llevaba–. ¿Sabes dónde está Brie?

La sonrisa de la pelirroja desapareció al instante.

–La acabo de ver hace unos momentos. Estaba hablando con Bronwyn –contestó–. En cuanto a las copas, supongo que habrá en la cocina.

–Gracias.

Leo entró en la cocina, localizó un par de copas de vino y se puso a buscar a Brie. Pero no parecía estar en la fiesta, de modo que se dirigió a la zona de las habitaciones. Todas estaban cerradas y a oscuras. Todas, menos el dormitorio principal.

Llamó a la puerta, que estaba entreabierta, y preguntó:

–¿Breanna?

Brie no respondió, pero Leo oyó pasos apresurados y decidió insistir.

–¿Breanna? ¿Puedo entrar? ¿O te estás cambiando de ropa?

Justo entonces se le ocurrió la posibilidad de que no estuviera sola. Y se sintió como si le hubieran pegado un puñetazo en le estómago.

Furioso, empujó la puerta y entró sin esperar más.

 

 

Brie se levantó a toda prisa. ¿Cómo era posible que Leo estuviera en su habitación? Desde luego, era la última persona del mundo a la que esperaba ver en esas circunstancias. Estaba buscando un DVD que le había prestado Bron y, como no lo encontraba en ningún sitio, se había puesto a cuatro patas para mirar debajo de la cama, por si se había caído. Pero ni siquiera lo podía acusar de haber entrado sin invitación, porque la puerta estaba abierta y, además, había llamado dos veces.

–Ah, estás aquí…

Brie lo miró a los ojos e hizo algo completamente inesperado, incluso para ella: se acercó y le dio un beso en los labios.

Él se quedó atónito.

–¿A qué ha venido eso?

Ella se encogió de hombros y sonrió.

–No sé… Ha sido impulsivo. Supongo que lo he hecho por curiosidad.

Brie se giró hacia el espejo de la habitación, alcanzó el cepillo y se empezó a peinar con una actitud tan aparentemente despreocupada como falsa. Leo Hamilton le gustaba tanto que se sentía como una adolescente en su primera cita. Y ardía en deseos de hacer mucho más que darle un beso.

–Veo que has cambiado de idea –continuó.

–Sí, es que he terminado antes de lo que esperaba.

–¿Y qué hay de tu fiesta unipersonal? ¿No te ha parecido satisfactoria?

–La fiesta no ha empezado todavía –dijo en voz baja–. Por cierto, qué preciosidad…

Ella supuso que se refería a su vestido, aunque la mirada de Leo estaba clavada más abajo, en la parte de sus muslos que la tela no cubría.

–Gracias…

Brie dejó el cepillo en el tocador, se volvió hacia él y respiró hondo, intentando mantener la calma. Ni siquiera sabía por qué estaba tan nerviosa. Solo sabía que aquel hombre la excitaba con su simple y pura presencia.

–Pero, ¿qué haces aquí? ¿Crees que voy a abandonar mis deberes como anfitriona para darme un revolcón contigo?

Él arqueó una ceja.

–No lo sé. ¿Los vas a abandonar?

Brie tuvo la sospecha de que eso era exactamente lo que iba a ocurrir. Pero tampoco se lo iba a poner demasiado fácil.

–Tienes muy buena opinión de ti mismo, ¿no?

Leo asintió.

–Me siento cómodo con mi forma de ser. ¿Y tú?

–Bueno… En este momento, estoy bastante tranquila –mintió.

Él cerró la puerta, descorchó la botella de vino y sirvió dos copas.

–¿Te gusta el shiraz?

–Sí, pero tengo que ir a…

–A mí me encanta –la interrumpió con su voz ronca–. No esperaba encontrar semejante delicia por aquí.

–No, ni yo…

Brie se dijo que sus deberes como anfitriona podían esperar unos minutos. O toda una vida.

Después, se apoyó en el tocador y esperó a lo inevitable. Leo se acercó con las dos copas en una mano y, acto seguido, le puso la otra en la nuca. Ella pensó que sus ojos parecían de peltre salpicado de cobalto. Pensó que olía a jabón y a lluvia recién caída. Y tuvo tanto miedo de no poder controlarse que se aferró al mueble para no tocarlo.

–Admito que siento un poco de curiosidad… –dijo Leo en un susurro.

Él inclinó la cabeza y la besó.

La besó con dulzura, probando, jugando, saboreando, demostrando que un beso podía ser tan devastador como para hacer olvidar a cualquiera su propia identidad.

Brie no estaba acostumbrada a que la besaran de un modo tan lento y paciente. Aquello era nuevo para ella. Y absolutamente fascinante. Una experiencia única, que estuvo a punto de arrancarle un suspiro de decepción cuando él rompió el contacto, le acarició la mejilla y dio un paso atrás.

–Breanna…

Ella lo miró con asombro.

–Vaya… –acertó a decir–. ¿Eso es un poco de curiosidad? A mí me ha parecido mucha…

Él le apartó un mechón de la cara.

–Me gusta tomarme mi tiempo con estas cosas.

Brie se sentía como si estuviera flotando, pero hizo un esfuerzo por volver en sí.

–Sí, ya me he dado cuenta… Aunque será mejor que bajemos. Hay cincuenta personas que se estarán preguntando dónde estoy.

–Yo no me preocuparía mucho por tus invitados. Me han parecido perfectamente capaces de cuidar de sí mismos… Toma, prueba el vino.

Brie aceptó la copa y lo probó.

–Mmm…

–De todas formas, dudo que te echen de menos.

–Pero alguien podría subir y descubrirnos en la habitación…

–¿Y eso te incomoda?

Ella sonrió.

–Eres todo un provocador, Leo…

Él le devolvió la sonrisa.

–Puede que sí. Pero aún no me has dicho si te ha gustado…

–¿A qué te refieres? ¿Al vino? ¿O al beso?

–Al vino, naturalmente. Sobre el beso no hay ninguna duda. Nos ha gustado a los dos.

Brie no se lo pudo discutir, así que dijo:

–Está muy bueno. Suave y con mucho cuerpo…

Después, le lanzó una mirada intensa y bebió un poco más. Pero no había comido nada en varias horas y, como tenía miedo de que se le subiera a la cabeza, dejó la copa en el tocador. Ya estaba bastante embriagada con Leo Hamilton.

–Te propongo una cosa. Bajaré a la fiesta, comprobaré que todo va bien y traeré algo de comida.

–Trato hecho –dijo él–. Pero no tardes.

Brie se pasó la lengua por los labios.

–No tardaré.

 

 

Cuando Brie se dio la vuelta para salir de la habitación, Leo admiró la curva de sus caderas, embutidas en un vestido de color naranja, y la imaginó completamente desnuda.

Estaba tan excitado que se sentó con la esperanza de tranquilizarse un poco, aunque sabía que no era posible. No, después de haber probado la tentación. No, después de haber probado sus labios. Y de haber descubierto que aquella mujer besaba de verdad.

Echó un largo y lento trago de vino e intentó olvidar la incomodidad de su erección. Luego, miró el dormitorio y pensó que Breanna Black era aún más complicada de lo que había imaginado. Había libros, cajas y ropa por todas partes, pero el lugar tenía un aire sorprendentemente femenino y vagamente romántico. Empezando por el estampado floral del edredón de la cama.

Leo se pasó una mano por el pelo. No quería tener una relación con ella. No se parecía nada a las mujeres con las que salía; mujeres dulces, cariñosas y ordenadas que se sentían atraídas por los hombres dominantes y estaban más que dispuestas a dejar todo el control en sus manos. Pero, si no quería tener una relación con ella, ¿por qué la buscaba?

Solo había respuesta posible: porque la deseaba con locura.

Se levantó, caminó hasta la puerta y se asomó al pasillo para ver si ya había llegado. Quería verla desnuda. Quería descubrir las cosas que le gustaban. Quería llevarla al orgasmo y mirar sus ojos encendidos de pasión cuando ya no pudiera más.

¿Dónde se habría metido?

Leo miró la hora y sacudió la cabeza con rabia. Breanna lo había tentado para arrastrarlo a su habitación y tenerlo donde lo quería, sometido a sus deseos, esperando como un tonto a que ella se dignara a volver. Si es que tenía intención de volver.

Pero no iba a esperar más.

 

 

Brie tuvo que refrescarse la cara en la pila de la cocina para recordar que era la anfitriona de la fiesta y que tenía que ejercer de tal con todos los invitados. No solo con el hombre que estaba esperando en la habitación.

–Hola, Brie… –dijo Samantha, que acababa de entrar–. Un tipo te estaba buscando. Uno que está para chuparse los dedos…

–Me estaba buscando y me encontró. Pero gracias por decírmelo. –Brie alcanzó los canapés de salmón y se los dio–. ¿Podrías llevar este plato al bufé? Yo iré enseguida.

Samantha le guiñó un ojo y dijo con picardía:

–Tómate todo el tiempo que quieras.

Segundos más tarde, cuando ya se dirigía al dormitorio para decirle a Leo que tenía muchas cosas que hacer y que sería mejor que retrasaran su cita, se encontró con su amiga Megan. Y estaba tan pálida que se preocupó.

–¿Qué te ocurre?

–Nada. Que tengo una jaqueca terrible.

–Oh, vaya… –Brie la acompañó al salón y la sentó en el sofá–. Te recomendaría que te echaras en una de las habitaciones y durmieras un rato, pero aquí hay tanto ruido que…

Megan cerró los ojos un momento.

–Olvídalo. Creo que me voy a casa –dijo–. ¿Puedes buscar a Denis?

–Claro.

Brie tardó unos minutos en localizar al novio de Megan, que estaba fumando en el jardín, y unos minutos más en acompañarlos al coche y despedirse de ellos. Se acababan de marchar cuando Leo salió de la casa.

–¿Qué haces aquí? Estaba a punto de…

–Nos veremos mañana –la interrumpió–. Para hablar de tu oferta.

Ella se quedó atónita. Pero sabía que lo había hecho esperar demasiado, así que intentó disculparse.

–Siento que…

–No te preocupes –la volvió a interrumpir–. Supongo que tu fiesta terminará a altas horas de la madrugada, así que vendré tarde. Que te diviertas.

Brie apretó los puños. Leo se iba a ir sin darle la oportunidad de explicarse. Una vez más, la iba a dejar plantada. Como en East Wind.

–Veo que lo tuyo es una mala costumbre… –declaró.

–¿De qué estás hablando?

–De nada. Te lo explicaría con mucho gusto, pero sería una pérdida de tiempo. ¿Y sabes una cosa? Claro que me voy a divertir. Y a lo grande –añadió con gesto de desafío–. La gente no me llama juerguista por casualidad.

Brie entró en la casa, se descalzó y se pasó las manos por los laterales del vestido, a sabiendas de que excitaría a Leo. Luego, clavó la vista en sus ojos y, sin dejar de mirarlo, se inclinó a recoger los zapatos y dijo en voz alta, dirigiéndose a sus invitados:

–¡Hora de divertirse, amigos!

Capítulo Cuatro

 

A las cinco de la madrugada, cuando ya se había ido el último de los invitados, Brie arrastró sus cansados pies hasta la habitación. Después, entró en el cuarto de baño e hizo una mueca de disgusto al verse en el espejo. Estaba muy pálida, y tenía ojeras.

–Creo que has tomado demasiadas copas… –se dijo.

Tras quitarse el maquillaje, se puso una crema hidratante y se metió en la cama con intención de dormir un par de horas. Pero se quedó mirando el techo, completamente desvelada. Su mente se negaba a descansar. Y todo, por Leo Hamilton.

Brie intentó convencerse de que Leo era un hombre como cualquier otro, con los mismos deseos y debilidades. Además, estaba acostumbrada a los hombres. Gozaba de su atención desde la adolescencia, cuando le empezaron a crecer los senos, y no tenía ninguna queja al respecto. Disfrutaba de su compañía, le gustaba que la intentaran seducir y, sobre todo, adoraba lo que sentía al final de la noche, cuando se acostaba con alguno.

Desde luego, era consciente de que la sociedad no veía con buenos ojos a las mujeres como ella. Toleraban e incluso apoyaban que un hombre se acostara con muchas personas; pero, si lo hacía una mujer, le dedicaban calificativos que no eran precisamente halagadores. Sin embargo, Brie no permitía que la opinión de los demás dictara su existencia.

–Hombres… –susurró.

Para Brie, los hombres eran un divertimento y una necesidad que, al igual que las fiestas y las experiencias nuevas, estaban para disfrutar un rato. Pero era muy cuidadosa con sus amantes. Siempre elegía a personas que buscaban lo mismo y que compartían el mismo código moral. Gente como ella, que solo quería relaciones pasajeras. Y ni engañaba a nadie ni mentía a nadie.

Las relaciones pasajeras eran lo suyo. Lo habían sido durante ocho años, desde que rompió con un rico y joven ejecutivo llamado Elliot que le había partido el corazón. Estaba tan cegada con él que no se dio cuenta de que era un canalla hasta que empezó a darle plantones y a inventar excusas completamente increíbles. Se había engañado a sí misma. Y, cuando abrió los ojos, vio que su príncipe azul no era más que un mentiroso sin el menor sentido de la lealtad.

Pero ya no se dejaba cegar por nadie. O, por lo menos, no se había cegado con nadie hasta la aparición de Leo.

¿Qué tenía Leo Hamilton que no tuvieran los demás? A diferencia de los hombres con los que se acostaba, su recuerdo no desaparecía cuando salía de la habitación. Se quedaba allí, flotando en el ambiente, tentándola, seduciéndola.

Se sentía profunda e incontrolablemente atraída por un tipo tan sexy como grosero, que parecía especializado en desplantes. Y empezaba a estar harta de su actitud.

Sin embargo, Brie sonrió al recordar la mirada que le había dedicado cuando se pasó las manos por el vestido y se inclinó. Una mirada de lujuria y de frustración. La mirada de un hombre que la deseaba y que no sabía qué hacer con ella.

Leo Hamilton podía ser muy irritante, pero era obvio que lo tenía a su merced. Tan obvio, que se quedó dormida con la sonrisa en los labios.

 

 

Brie preparó té, lo dejó reposando y salió de la casa con una caja llena de latas y botellas para tirarlas en los contenedores de reciclaje. Eran las nueve de la mañana del domingo; una hora temprana, teniendo en cuenta que se había dormido poco antes de las seis. Pero prefería estar despierta a estar soñando con un hombre con el que no quería soñar.

Acababa de tirar el contenido de la caja cuando oyó una voz tan ronca como conocida.

–Buenos días…

Brie se giró y vio que estaba en el jardín de East Wind, a pocos metros de distancia. ¿Cómo era posible que tuviera un aspecto tan descansado? ¿Cómo se atrevía a estar tan atractivo? Al parecer, había dormido más y mejor que ella.

–¿Qué haces aquí? Dijiste que vendrías más tarde –le recordó.

–Lo sé. Pero he venido a echar un vistazo a la casa y te he visto salir… Si quieres, podríamos hablar ahora y quitarnos el asunto de encima.

–Preferiría que lo dejemos para después.

Él asintió.

–¿Te parece bien a la una? Podemos ir a una cafetería y tomarnos un café. No tardaremos mucho –afirmó–. Lo solventaremos enseguida.

–En primer lugar, yo no tomo café y, en segundo, ¿qué tenemos que solventar?

Leo se quedó sorprendido.

–Los detalles de mi estancia en tu casa –contestó–. Me ofreciste que me quedara en West Wind. ¿O es que ya no te acuerdas?

–Ah, se trata de eso…

–¿De qué si no?

–No sé. He pensado que quizás querías pedirme disculpas por haberte ido de la fiesta de un modo tan intempestivo. Ni siquiera me diste la oportunidad de explicar que me retrasé porque una de mis invitadas se había puesto enferma.

Leo frunció el ceño.

–¿Enferma? ¿Por qué no me lo dijiste?

–¿Es que quieres que te lo repita? No te lo dije porque no me dejaste.

–Ah…

–Y, como puedes imaginar, eso era más urgente que subir contigo a la habitación.

Él la miró con incomodidad.

–¿Se encuentra bien? Me refiero a tu invitada…

–Sí. Solo era una jaqueca. Las tiene muy a menudo.

–Lo siento, Brie. Como no aparecías, supuse que…

–Pues no supongas tanto.

Súbitamente, él se giró hacia la casa y dijo:

–¿A qué huele? Parece que algo se está quemando.

Ella tardó unos segundos en recordar que había dejado la sartén al fuego para prepararse algo de comer.

–Oh, Dios mío…

Llegaron a la cocina a la vez. El aceite de la sartén se había incendiado, y una densa columna de humo acariciaba el techo.

Brie se quedó completamente helada.

Al ver el humo, Leo se sintió como si hubiera retrocedido doce años. Solo duró un momento, pero revivió hasta el último detalle mientras apagaba el gas y cubría la sartén.

Se vio a sí mismo arrastrando a Sunny lejos de las llamas. Oyó las sirenas de la policía. Oyó las sirenas de las bomberos. Oyó los gritos de su madre, y hasta notó las manos que lo retuvieron cuando intentó volver al interior para rescatarla.

Pero, al mirar a Brie, que contemplaba la escena con horror, volvió al presente.

–¿Estás bien?

–Sí… bueno, lo estaré enseguida.

Leo se preguntó cómo era posible que hubiera dejado una sartén la fuego y hubiera salido sin más. Y le pareció tan insensato que estalló.

–¿Dónde está tu maldito detector de humos? ¿Por qué diablos no se ha activado?

–Porque no hay.

Él sacudió la cabeza.

–¿Y tampoco tienes alarma de incendios?

–Me temo que no. Quería instalar una, pero…

–Querías instalar una –repitió él, incapaz de creer que fuera tan imprudente–. ¿Y extintor? ¿Tienes algún extintor?

–No, yo…

–¿Es que no valoras tu propia vida? –bramó–. ¿No te preocupa tu seguridad?

–Oh, vamos… Solo ha sido un incidente sin importancia. Estás exagerando un poco, ¿no te parece? –se defendió.

–¿Exagerando? No sabes lo que dices. ¿Has visto alguna vez lo que puede hacer el fuego con un cuerpo humano?

–Leo…

–No, es obvio que no. –Leo caminó hacia ella y la agarró por los brazos–. Debería sacudirte hasta hacerte entrar en razón.

–Está bien… ya lo he entendido. Y ahora, ¿me podrías soltar?