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Aquel pacto podría tener consecuencias inesperadas. James Gillen y Natasha Remington eran amigos y tenían algo en común: los habían dejado plantados hacía poco tiempo. Así que los dos se embarcaron en una misión para hacerse irresistibles al sexo opuesto. La tímida bibliotecaria Nat se convirtió en la preciosa y fascinante Tasha, mientras que el conservador y adinerado James se transformó en el magnético y temerario Jamie. Pero cuando su nuevo magnetismo los llevó a seducirse el uno al otro con una incandescente pasión, surgieron nuevas posibilidades…
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Seitenzahl: 169
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Barbara Dunlop
© 2020 Harlequin Ibérica, un-a división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pacto de seducción, n.º 2138-julio 2020
Título original: The Dating Dare
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-633-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
No estaba completamente sola. Tenía amigos en el trabajo o, mejor, conocidos con los que quedaba para comer; incluso tomábamos una copa antes de volver a casa. Ya había superado que mis mejores amigas, Layla y Brooklyn, se hubieran mudado de Seattle y hubieran ocupado sus vidas con nuevas experiencias y compañías.
Estaba en la cafetería del Club de Tenis Harbor, en Seattle, leyendo el último mensaje de Sophie Crush, la cuarta amiga de nuestro círculo, mientras mi infusión se enfriaba sobre la mesa.
También tenía conocidos en el club, al que pertenecía desde la adolescencia. Pero conocidos no era lo mismo que amigos. Un amigo era alguien con quien pasar la tarde de un sábado en chándal, tomando una copa de vino después de las cuatro de la tarde. Un conocido no te hacía compañía si estabas desanimada.
Que era como me sentía en aquel momento.
Miré de nuevo la pantalla del teléfono, en el que seguía el mensaje de Sophie. El almuerzo con su nuevo ligue se estaba alargando. Por el sonriente emoticono, deduje que estaba pasándolo en grande.
Sophie había cancelado el partido en el último momento. Por eso me encontraba sola, en pantalones cortos, con la raqueta a mi lado, sin planes para la tarde ni la noche.
Uno de los partidos que se jugaba en las pistas terminó. Dos hombres se estrecharon la mano. Reconocí a James Gillen, el hermano mayor de Layla. Si había alguien en el club en una situación peor que la mía, era él. James había sido el novio de mi preciosa y exitosa amiga Brooklyn desde el colegio, y hasta julio, habían estado prometidos.
Durante el último año, habían planeado una de las bodas más espectaculares de la década. Y lo fue… hasta que Brooklyn dejó a James en el altar delante de quinientos invitados y varios periódicos locales.
Yo no culpaba del todo a Brooklyn. No se podía negar que su atractivo y exitoso marido, Colton Kendrick, era fantástico.
No era extraño que dos hombres hubieran competido por casarse con Brooklyn. Atraía a los hombres como el polen a las abejas. Me sonreí en el reflejó de la ventana al estilo de Brooklyn y sacudí el pelo como ella lo hacía, pero como lo llevaba recogido en una trenza, no conseguí el efecto deseado.
Entonces me dediqué una sonrisa de verdad, riéndome de mí misma, y di un sorbo a la infusión, lamentando que no fuera tequila. Las bibliotecarias no eran atractivas. Se suponía que éramos prácticas e íntegras, dos cualidades admirables, sin duda. Pero sin ningún atractivo para las abejas.
Me puse las gafas al tiempo que una pareja entraba en la cafetería. Y mi corazón se desplomó.
Se trataba de Henry Reginald Paulson III y su bonita y efervescente novia, alta, delgada y rubia. Se llamaba Kaylee o Candy, o algo así. Nunca le había visto jugar al tenis, pero a nadie le importaba si era buena o mala.
La familia Paulson prácticamente presidía el club. Eran miembros desde hacía cuatro generaciones y Henry era el príncipe heredero. También era mi ex. Me había dejado sin la menor consideración el veinticinco de mayo, el mismo día que la biblioteca Northbridge celebraba mi quinto aniversario como empleada, lo que representaba una semana más de vacaciones y un aparcamiento más próximo a la biblioteca. Estaba ansiosa por celebrarlo con Henry. Pero la cena de celebración se convirtió en mi vuelta a casa en un taxi, sola, antes de que nos sirvieran el aperitivo. Henry me dijo que seguiríamos siendo amigos, que me admiraba y que algún día haría muy feliz a un hombre. No había puesto pegas a mi aburrido cabello castaño, a mi insípido vestuario ni a mi reducida estatura. Pero dado que me había sustituido por alguien opuesto a mí en físico y estilo, llegué a mis propias conclusiones.
Henry me vio desde la puerta, sonrió y me saludó con la mano como si, de hecho, hubiéramos seguido siendo amigos. Ni siquiera habíamos hablado desde la ruptura. Deseé con todas mis fuerzas no estar sola. Deseé haber estado en cualquier parte menos…
–Hola, Nat.
Alcé la mirada y vi a James junto a mi mesa.
Si se quedaba a charlar conmigo aunque solo fuera un minuto, no ofrecería una imagen tan patética.
–Hola, James.
–¿Estás esperando a alguien?
Levanté el teléfono.
–Sophie acaba de cancelar. Tengo que anular la pista.
–¿Te importa que me siente?
–Claro que no –le indiqué una de las sillas.
–Estoy sediento –hizo una señal al camarero y al ver la tetera, preguntó–: ¿Quieres algo más?
El camarero llegó con prontitud.
–Una cerveza –James arqueó las cejas hacia mí a modo de interrogación.
–Suena bien –dije.
Aunque no hubieran dado las cuatro, era uno de esos días en los que se podía hacer una excepción.
–¿Qué tal el partido? –pregunté.
–Caleb juega muy bien. He tenido que darlo todo.
James estaba recién duchado. Tenía el cabello húmedo y llevaba pantalones negros y camisa blanca. Era guapo, alto y estaba en forma. No era ni tan llamativo ni tan sociable como Henry. No pertenecía a la realeza del club de tenis. Pero siempre se le había respetado por sus habilidades como jugador.
Por aquel entonces tenía que soportar los cotilleos sobre el abandono de Brooklyn. El consenso general era que James había aspirado demasiado alto socialmente, y que no era de extrañar que Brooklyn lo hubiera plantado por una oferta mejor.
Suponía que corrían los mismos comentarios respecto a mí. Mi relación con Henry solo había durado unos meses, pero probablemente la gente asumía que yo no había sido más que un escarceo para él, un desvío temporal hacía lo insípido.
–Puede que luego vaya a montar en bici para compensar –dije, intentando dedicar mis pensamientos a algo más productivo.
No era una obsesa del ejercicio, pero sí contaba con mi partido semanal de tenis para mantenerme en forma.
–¿Dónde vas? –preguntó James.
–Normalmente al lago Cadman.
–Lo conozco. En otoño es muy bonito
El camarero llegó con dos jarras de espumosa cerveza.
–¿Puede cancelar la pista de la señorita Remington? –preguntó James mientras el camarero las dejaba sobre la mesa.
–Por supuesto, señor.
Les di las gracias. Luego tomé la jarra.
–Puede que después de esto me dé pereza ir en bici.
James sonrió y alzó su jarra a modo de brindis.
En ese momento vi que Henry contaba algo en su mesa mientras mantenía el brazo alrededor de la cintura de Kaylee.
–¿Pasa algo? –preguntó James.
Me di cuenta de que estaba frunciendo el ceño.
–No, nada –volví la mirada hacia él.
Pero James miró por encima del hombro y vio a Henry.
–Ah, Paulson. Debe de resultar molesto.
«Molesto» no era la palabra que yo habría usado.
–Sí, lo es –dije yo.
Los azules ojos de James se oscurecieron.
Yo no quería su compasión. Ni quería que pensara que estaba regodeándome en mi propia desgracia, aunque lo estuviera. Intenté no pensar en ello.
–No es nada comparado con lo tuyo.
Las palabras salieron de mi boca antes de que me diera cuenta de hasta qué punto eran insensibles. Intenté retractarme:
–Bueno… quiero decir… Lo siento.
–Prefiero que lo digas a que lo pienses, como todos los demás –James miró a su alrededor–. Y tienes razón. Lo tuyo no puede compararse con lo mío: a mí me dejaron a lo bestia, a una escala épica.
Habría querido contradecirle, pero habría mentido.
–¿Cómo lo llevas? –pregunté.
–Es raro –dijo. Bebió cerveza–. Sigo encontrándome sus cosas en mi apartamento. ¿Qué hago? ¿Se las mando?¿Las quemo?
–Quémalas –una vez más, las palabras escaparon mi boca–. Perdona, no debería decir eso.
James rio.
–Me gusta tu estilo.
Brooklyn era mi mejor amiga, pero incluso las mejores amigas hacían cosas inapropiadas. Y era comprensible que James estuviera enfadado con ella. Le sentaría bien quemar algo.
–¿Podrías explicarme tu sexo? –pregunté a James.
Una cerveza se había convertido en dos.
–Lo dudo –dijo él.
–¿Sois superficiales?
–La mayoría.
–Por ejemplo, mira a Candi.
–Creo que se llama Callie.
–¿No es Kaylee?
–¿Quieres que se lo preguntemos?
–¡No!
Mi tono de pánico hizo reír a James.
Bajé la voz y pregunté:
–¿Ese es el tipo de todos los hombres?
–De algunos.
–¿De algunos o de muchos?
–Vale, de muchos.
Suspiré. Aunque la respuesta no me sorprendiera, no contribuía a renovar mi fe en los hombres.
–Las mujeres no sois mejores –dijo James.
–No estamos obsesionadas con el físico.
–Con el físico y aún más con el poder y el prestigio.
No le faltaba parte de razón.
–También queremos ternura y sentido del humor.
–Es difícil cuantificar el sentido del humor.
–Supongo. Y no lo puedes ver entrar por la puerta.
James dejó la jarra en la mesa.
–¿Lo ves? Las mujeres sois como los hombres. Empezar por el físico es propio de la naturaleza humana. Puede que sea porque la belleza es lo más fácil de identificar en un primer instante.
–Ojalá yo la tuviera –en cuanto hice esa admisión, me arrepentí.
James me miró fijamente.
–¿Por qué dices eso? –preguntó.
La respuesta era dolorosamente obvia.
–Tú debes de saberlo. Estuviste con Brooklyn muchos años.
–Me refería a por qué dices que no la tienes.
Fue mi turno de mirarlo fijamente.
–¿Hola? –me señalé la barbilla–. Aquí la sosa bibliotecaria.
–Una cosa es que no seas glamurosa… –dijo él.
–Gracias por aclararlo.
Aunque no había esperado que insistiera en que era guapa, no siempre era fácil aceptar la sinceridad.
–Pero eres bonita.
Sacudí la cabeza.
–No puedes arreglarlo ahora, la primera reacción es la verdadera.
–Mi primera reacción ha sido que cuentas con la materia prima.
–«Apacíguate, agitado corazón».
James sonrió ante mi cita de Julieta.
–Tú viste al hombre con el que se casó Brooklyn, ¿no? –preguntó James.
Desde luego que sí. No había ido a la boda de Brooklyn con Colton Kendrick, pero sí a la de Layla, un poco después, cuando se casó con el hermano gemelo de Colton, Max. Los gemelos eran ricos y guapos. También parecían ser dos tipos estupendos.
Asentí. James se llevó la mano al pecho.
–Entonces, entenderás cómo me siento.
Intenté no sonreír. Sabía que tener el corazón roto no tenía ninguna gracia. James pareció contener la risa.
–¿Vamos a quedarnos sentados lamiéndonos las heridas?
–Espero que no.
–¿Qué quieres hacer?
Miré hacia mi raqueta.
–Quería jugar al tenis.
–Me refiero en general, respecto al futuro.
–Estaba pensando en adoptar un gato.
–¿De verdad?
–No del todo.
–Un gato supone un gran compromiso.
–¿No te gustan?
James pareció reflexionar.
–Creo que elegiría un perro. Pero primero tendría que tener una casa.
Sabía que Brooklyn y él habían planeado buscar casa después de la boda. No lo mencioné.
–Claro, un perro requiere un jardín.
–Puede que compre una casa –dijo James sin el menor entusiasmo.
A mí me habría encantado poder comprarme una casa, pero tardaría años en ahorrar el dinero suficiente para la entrada.
–Sería una buena inversión –dije.
James era economista y aunque no sabía bien qué hacía en el día a día, suponía que le interesaría hacer una buena inversión.
–Es cierto que es un buen momento para aprovechar los bajos intereses.
–¿Pero? –intuí que había un «pero».
–Es difícil buscar algo cuando no sabes cómo va a ser tu futuro.
Me pareció una afirmación particularmente triste.
Mientras buscaba la respuesta apropiada, sonó mi teléfono.
–Contesta –dijo James, acomodándose en el respaldo del asiento.
–Es Sophie. Le diré que la llamo luego.
–¿Quieres que te deje sola? –hizo ademán de irse.
–No –no quería que se marchara–. Tranquilo.
–Hola, Sophie –dije al teléfono.
–Bryce tiene un amigo –dijo ella.
–Me alegro. ¿Puedo llamarte…?
–Me refiero a un amigo para ti. Alguien que quiere conocerte. Podemos hacer una cita doble para cenar esta noche. ¿Te va bien?
Busqué la mirada de James instintivamente.
–¿Nat? ¿Estás ahí? –preguntó Sophie.
–Sí.
No sabía por qué vacilaba. No tenía ningún plan y claro que quería conocer a un hombre. ¿No era lo que quería cualquier mujer soltera?
Era evidente que a Bryce y a Sophie les estaba yendo bien. Sabía que Sophie tenía buen gusto en cuanto a hombres, así que lo más seguro era que un amigo de Bryce estuviera bien.
–¿A qué hora? –pregunté.
–A las siete. Pasaremos a recogerte. Espéranos abajo. Ya sabes…
A Sophie no le gustaba mi apartamento. Siempre me daba la lata con que debía hacer algo para mejorarlo. Por mi parte, me parecía perfectamente práctico y no quería gastar dinero en él. Pero si el amigo de Bryce era como Sophie, prefería evitar darle una mala impresión.
–Muy bien. A las siete abajo.
–¡Genial! –Sophie sonaba feliz.
–Disculpa –dije, colgando.
James le quitó importancia con un gesto de la mano.
–¿Noche de chicas?
–No. Una cita doble.
–¿Una cita a ciegas?
–Sí –bebí un trago de cerveza–. Hace tiempo que no voy a una.
–Deduzco que tu periodo de sequía ha acabado.
No me gustaba referirme a ello como una sequía. Hacía que sonara desesperada… como si estuviera sedienta por un hombre.
–En cierta manera… –dije.
Alzó la jarra para otro brindis.
–¡Enhorabuena!
Choqué mi jarra con la de él, riéndome de mí misma. Había estado quejándome de mi soledad. Lo lógico hubiera sido estar encantada con la cita… Lo estaría.
–Mucho mejor así –dijo James–. Sonríe y sé feliz.
Como no le había preguntado a Sophie dónde cenábamos, opté por un conjunto neutro: unos pantalones grises y una blusa de manga larga y un tejido con caída con la que me encontraba muy cómoda. Hacía tiempo que no me cortaba el pelo, así que lo tenía largo y sin forma, por lo que me hice una trenza floja. Me maquillé un poco más de lo habitual, aunque siempre me desilusionaba que el rímel que me aplicaba cuidadosamente desapareciera tras las gafas. Me puse unos pendientes largos y unas botas negras de tacón mediano.
En cuanto vi a Sophie, pensé que me había equivocado, pero eso me pasaba siempre que me encontraba con ella. Ella llevaba un vestido corto, negro, con vuelo y unas sandalias con plataforma. Encima, una chaqueta vaquera con pedrería en el cuello y los hombros, que centelleaba tanto como su gargantilla y sus pendientes. Su lustroso cabello castaño enmarcaba sus ojos marrones y sus voluptuosos labios.
–Hola, Nat –me saludó–. Estás guapísima.
No era así como me sentía, pero no podía hacer mucho más… Me tomó del brazo.
–Bryce es genial. Ha venido un coche con chófer en lugar de un taxi. ¿No te parece elegante?
–Mucho –dije yo–. ¿Dónde vamos?
–A Russo’s.
–¡Qué bien! –era un restaurante italiano de moda–. ¿Tenemos reserva? Los sábados suele estar muy lleno.
–Tú no te preocupes, ya se ocupará Bryce.
–¿No sabes si la ha hecho?
–Esto es una cita, Nat. Deja que los chicos hagan los planes.
–Vale –acepté.
Dos hombres esperaban delante de un sedán negro aparcado en la esquina.
–Este es Bryce –dijo Sophie, indicando al más alto.
Tenía el cabello negro azabache y un rostro de una belleza clásica con una sonrisa agradable. Tenía hombros anchos y llevaba camisa blanca y cazadora deportiva.
–Bryce es el jefe de cocina del Blue Fern –dijo Sophie.
–No sabía que trabajarais juntos –dije.
Sophie supervisaba el servicio de sala en el elegante restaurante local. Por lo que yo había entendido, Bryce era un cliente.
–Estoy segura de habértelo dicho –dijo Sophie.
No era verdad, pero no valía la pena contradecirla.
–Encantada de conocerte –dije a Bryce, tendiéndole la mano.
Me la estrechó.
–Sophie habla mucho de ti. Se ve que de mí, no tanto.
No supe si estaba ofendido, pero por si acaso, dije:
–Tenemos trabajos tan distintos que apenas hablamos de ellos.
–Buena excusa –dijo Bryce, dando a entender que sí se había molestado un poco.
–Y este es Ethan –dijo Sophie, que no parecía preocupada por haberlo ofendido.
Ethan era un poco más bajo que Bryce; tenía el cabello rubio, el rostro redondeado y ojos azul pálido.
–Encantada de conocerte, Ethan –dije, dedicándole mi mejor sonrisa. Una nunca sabía cuándo iba a conocer a su hombre ideal, y aunque en aquel momento me costaba imaginar que fuera él, la noche era joven.
–Hola, Nat –dijo, estrechándome la mano con firmeza.
Aunque sonrió, me dedicó una mirada esquiva.
–¿Tú también trabajas en el Blue Fern? –pregunté.
–Ethan es informático –dijo Sophie–. Tiene su propio negocio.
–¡Admirable! –dije.
Nunca se me habían dado bien las ciencias ni la tecnología, Layla era la lista del grupo.
–Nos dedicamos a la robótica –dijo Ethan.
–Es un genio –apuntó Sophie.
Ethan le regaló una cálida sonrisa.
–Mi equipo convierte ideas en realidades. Y Bryce y Sophie me han presentado una muy estimulante.
Miré a Sophie en busca de una explicación.
–Estamos revolucionando tecnológicamente el sector de la restauración –dijo con una amplia sonrisa.
Lo dijo como si fuera una broma, pero no conseguí entender qué podía tener de gracioso. Me imaginé un robot sirviendo ensaladas y sonreí.
–¿Vais a convertir el Blue Fern en Los supersónicos, con mochilas propulsoras y camareros robots?
Su silencio me indicó que me había equivocado.
–¿Le estás tomando el pelo? –preguntó Ethan.
Me puse seria.
–No. No pretendía… quiero decir…
–Hay que avanzar con los tiempos –dijo Sophie, claramente decepcionada con mi reacción.
Me sentí fatal.
–Será mejor que nos pongamos en marcha –dijo Ethan. Y por su expresión deduje que no le había causado una buena impresión.
Ethan se sentó junto al conductor, Sophie subió detrás y se deslizó hacia el centro; Bryce se sentó junto a ella y yo tuve que rodear el coche para entrar por el otro lado, entre incómoda y avergonzada.
–Bryce y Ethan fueron juntos a secundaria –dijo Sophie mientras yo me abrochaba el cinturón.
–¿Sois amigos desde hace tanto tiempo? –pregunté, aliviada por poder cambiar de tema.
–No éramos amigos –dijo Bryce.
–Ah –me limité a decir, optando por mantener mis comentarios al mínimo.
–Ethan era un empollón. Yo, más bien deportista –dijo Bryce–. Él fue a la universidad y yo a la escuela de cocina.
–Debe de haberte ido bien si ya eres jefe de cocina –dije.
–Es un restaurante pequeño –dijo él.
–Pero tenemos grandes planes –comentó Sophie.
–Eso parece –dije.
–¿Has oído hablar de las impresoras en 3D? –me preguntó.
Asentí, aunque solo tenía una idea vaga.
El tono de entusiasmo de Sophie se elevó:
–Los tres vamos a formar una empresa tecnológica.
–Estamos pendientes de obtener las patentes –dijo Bryce.
¿Patentes?
–Tenemos un prototipo –dijo Ethan desde delante.
–Deberías verlo, Nat –dijo Sophie.
–Es demasiado grande –dijo Bryce.
–Tengo algunas ideas al respecto –comentó Ethan.
–Siempre que no altere la calidad –dijo Bryce.
–Necesitamos inversores para producirlo –añadió Sophie
–Una vez lo hayamos perfeccionado –dijo Bryce.
–Estamos a punto –dijo Ethan.