Pamela - Samuel Richardson - E-Book

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Samuel Richardson

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Beschreibung

"Pamela" es una novela compuesta de cartas y diarios en la que Richardson se presenta como el editor de ese material. La novela es la historia de una joven bella, virtuosa y orgullosa que defiende su dignidad y su castidad de los constantes asedios de un caballero de buena posición que valiéndose de su superioridad social pretende conseguir a la joven tanto por la fuerza como proponiéndole matrimonio. Su inicial y constante rechazo termina finalmente en boda con el caballero y hacen de Pamela un modelo de virtud.

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Seitenzahl: 1342

Veröffentlichungsjahr: 2016

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SAMUEL RICHARDSON

Pamela,

o la virtud recompensada

Edición de Fernando Galván y María del Mar Pérez Gil

Traducción de Fernando Galván y María del Mar Pérez Gil

Índice

INTRODUCCIÓN

Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII: la situación histórica y cultural

Richardson, o la historia del impresor que se hizo escritor

La génesis de Pamela

Pamela: del romance a la novela

Pamela, ¿un lobo con piel de cordero?

La recepción de Pamela en Inglaterra y Europa

Pamela y Richardson en España

Sobre las diversas ediciones inglesas de Pamela y sobre esta edición española

BIBLIOGRAFÍA

PAMELA, O LA VIRTUD RECOMPENSADA

Prólogo del editor

Volumen I

Volumen II

APÉNDICES

Apéndice I

Final A

Final B

Apéndice II

Índice de la edición de 1742

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

a Patricia Shaw,in memoriam

 

Retrato de Samuel Richardson (hacia 1750) por Joseph Highmore.

INGLATERRA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XVIII: LA SITUACIÓN HISTÓRICA Y CULTURAL

PAMELAes considerada por muchos como la primera novela inglesa; y lógicamente a Samuel Richardson —como su artífice— corresponde el mérito de haber creado por primera vez seres de ficción redondos, creíbles e insertos en un medio social real, con el que podían identificarse los lectores contemporáneos. El hecho de que en 1740 viera la luz esta novela supuso en la literatura inglesa la aparición de un género nuevo, que alcanzaría, a lo largo de la década siguiente, algunos de los logros estéticos más elevados, difícilmente superables por sus seguidores. Así lo demostró otra obra de Richardson, la célebre y extensísima Clarissa (1747-1748), y las dos primeras novelas de su máximo rival, Henry Fielding, las tituladas Joseph Andrews (1742) y Tom Jones (1749). Después seguirían otros muchos autores y títulos, y entre ellos naturalmente las últimas obras de los dos padres de la novela inglesa: Sir Charles Grandison de Richardson (1753-1754) y Amelia de Fielding (1751), y luego otros, tanto en el siglo XVIII como en el XIX, cuando la novela realista inglesa llegó a su máximo esplendor.

Para que el lector hispano pueda hacerse una idea de la trascendencia histórica y estética que tiene la novela que ahora empieza a leer, conviene introducirle en el mundo inglés de la primera mitad del siglo XVIII. Así podrá comprender en qué medio nace y crece el arte de Richardson y cómo puede comparársele con sus contemporáneos. Como ha escrito Jocelyn Harris hace pocos años, es difícil entender que un hombre como Richardson, que se nos presenta, al leer su biografía, como un simple impresor de clase media, de escasa educación formal, lograra expresar en sus tres novelas tantas ideas radicales sobre el poder, la educación, la jerarquía y las reformas que latían en el ambiente cultural de su tiempo1. La explicación debemos buscarla en esa singular situación histórica que vive Inglaterra a partir de la Guerra Civil y de la Restauración monárquica del siglo XVII, unos años antes del nacimiento de nuestro escritor, y que se prolonga en la primera mitad del siglo XVIII2.

Samuel Richardson nace en 1689, al año siguiente de lo que se conoce en la historia de Inglaterra como «Revolución Gloriosa». Veamos sus antecedentes. En 1660 se había producido la Restauración monárquica en Inglaterra, después de un periodo republicano, representado por la Commonwealth del puritano Oliver Cromwell (1599-1658), y después de una guerra civil que dividió a los partidarios del decapitado rey Carlos I Estuardo (muerto en 1649) y los seguidores de Cromwell. La Restauración trajo al trono al rey Carlos II, el hijo del depuesto monarca, que inauguró una época de extrema tolerancia en la vida política, religiosa, social y cultural de una Inglaterra rota por las disensiones y por una guerra civil que —como todas— había desmembrado el país y a su clase dirigente. Aunque, a pesar de la tolerancia, siguieron existiendo persecuciones religiosas y políticas —como suele también ocurrir en casi todas las posguerras—, este periodo resultó de gran florecimiento en la literatura del momento, porque las nuevas libertades, y la ausencia de guerra, permitieron a todos la posibilidad de expresarse. Unos en el autoexilio, como el derrotado John Milton (1608-1674), que había colaborado estrechamente con Cromwell, y otros desde la cárcel, por defender sus ideas religiosas dentro del protestantismo no anglicano, como John Bunyan (1628-1688).

En estos años que siguen a la Restauración de Carlos II, en efecto, John Milton, retirado de la vida pública, escribe su Paradise Lost (Paraíso perdido, 1667), el mayor poema épico de la literatura inglesa; y John Bunyan, protestante no conformista, que se ve encarcelado en varias ocasiones, escribe, entre otros, su popular obra The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino; la Primera Parte en 1678, y la Segunda en 1684). Otro de los nombres egregios del periodo es, sin duda, el del antipuritano Samuel Butler (1613-1680), que cultiva un género que luego se hará muy popular en el siglo XVIII, el estilo heroico-burlesco, en su poema satírico Hudibras (publicado en tres partes entre 1662 y 1678).

Pero al calor de una corte que cada día va distanciándose más de la moral estricta del puritanismo de Cromwell, y se convierte para algunos en un modelo de perversión y corrupción, surge una nueva generación de poetas y dramaturgos satíricos, que serán los baluartes estéticos de la nueva época. Carlos II y su hermano el Duque de York (que sería más tarde rey con el nombre de Jacobo II) encabezan una corte llena de escándalos y frivolidades, de vidas licenciosas y disolutas, con un rey rodeado de innumerables amantes, padre de diecisiete hijos bastardos, pero ningún heredero legítimo; una corte que cada vez se parecía más a la corte católica del rey Luis XIV de Francia, quien sobornaba al rey inglés con dinero, con la promesa de que acabaría convirtiéndose al catolicismo. Eso hizo públicamente el Duque de York, heredero oficial de la corona, y finalmente el propio rey, en su lecho de muerte, en 1685.

Así, en este ambiente de relajación moral, de trasvase religioso, de escándalos sexuales, de amoralidad pública, de frivolidades sin fin, surge toda una plétora de dramaturgos que, cuando se autorizó la apertura de los teatros (prohibidos por Cromwell por considerarlos centros de inmoralidad), pudieron escribir un tipo de comedia desenfadada, alegre, frívola, con historias que casi siempre giraban en torno a alguna intriga sexual, como engaños matrimoniales, seducciones amorosas, con toda clase de personajes cínicos, ingeniosos, amorales, petimetres, que representaban las últimas modas cortesanas, o criados de ambición ilimitada, o viudas jóvenes (y también mujeres de avanzada edad) de insaciable apetito sexual, o avariciosos terratenientes, etcétera. Esa comedia de la Restauración, escrita normalmente en prosa, con algunas escenas en verso en los momentos románticos, fue el gran éxito de la época, que dio lugar a muchísimas obras de autores como William Congreve (1670-1729), George Etherege (1634?-1691), George Farquhar (1678-1707), John Vanbrugh (1664-1726) y William Wycherley (1641-1715). Y paralelamente, en la corte y sus aledaños, brillaban poetas de vena satírica e ingeniosa, entre los que destacó el libertino John Wilmot, Conde de Rochester (1647-1680), famoso por su vida disoluta y por sus poemas burlescos, eróticos y satíricos.

La huella dejada por estas obras, y por el ambiente licencioso en que se desarrollan, se percibirá más adelante en las críticas que dirige Richardson al teatro de su época, así como a la inmoralidad dominante en la clase alta, que con tanto empeño fustigará en Pamela.

En 1685 muere el rey Carlos II, y al no disponer de descendencia legítima, le sucede, en efecto, su hermano el Duque de York, que se convierte en Jacobo II. Como se había dicho antes, éste se había convertido al catolicismo, y durante los últimos años del reinado de Carlos, la Iglesia anglicana y buena parte de la nobleza inglesa habían intentado, sin éxito, impedir su previsible ascenso al trono. Lo intentaron con la llamada «Ley de Exclusión» que votó el Parlamento en 1679, en dos ocasiones, argumentando que el catolicismo del Duque ponía en peligro los intereses nacionales de Inglaterra en Europa y el mundo. Entonces los católicos seguían viéndose en Inglaterra (y así eran llamados) como «papistas», vasallos más al servicio del Papa de Roma y sus intereses estratégicos (o los de sus aliados) que del rey de Inglaterra. Pero el rey Carlos II no permitió que la ley siguiera adelante, disolviendo el Parlamento y rechazando la propuesta votada por los Comunes. Como consecuencia de ello, el reinado de Jacobo II no pudo ser más complicado y breve, pues sólo resistió en el trono tres años, ya que en 1688 se produjo lo que se conoce en la historia inglesa como la «Revolución Gloriosa», esto es, una especie de golpe de Estado incruento que obligó al rey a exiliarse en Francia.

Desde el mismo momento de su ascenso al trono, y a pesar de sus promesas de respetar los derechos de los anglicanos, Jacobo hubo de enfrentarse a una oposición fuerte y decidida, que apoyó una revuelta encabezada por uno de los hijos ilegítimos de Carlos II, el Duque de Monmouth. La rebelión fue inmediatamente sofocada, al ser derrotado el Duque en la batalla de Sedgemoor (o Segdemore). Tanto él como cientos de sus seguidores fueron inmediatamente ahorcados, decapitados o pasados a cuchillo, como muestra ejemplificadora del poder del rey.

El rey Jacobo II tenía el apoyo del sector más tradicional de la nobleza, conocido como «tory», que se caracterizaba por su lealtad a la corona y a la Iglesia de Inglaterra. Aunque el rey intentó mantener ese apoyo, sus gestos continuos a favor de los católicos condujeron a que la Iglesia anglicana se le enfrentara, con lo que los «tories» hubieron de escoger entre rey o Iglesia, ya que ambas lealtades no podían mantenerse unidas, como lo habían estado en el pasado. La crisis final surgió en 1688; entonces la reina tuvo un niño, que se convirtió en el heredero masculino y católico al trono de Inglaterra, y ese mismo año el rey mandó encarcelar a siete obispos anglicanos, que se habían negado a apoyar la declaración real de indulgencia para los católicos. Estos dos acontecimientos dieron lugar a que todos los protestantes se unieran: los tradicionales «tories», vinculados especialmente a los terratenientes rurales, y los «whigs», de talante más abierto y menos tradicional. El resultado fue la invitación al príncipe holandés Guillermo de Orange, protestante y casado con la hija mayor de Jacobo, la princesa María, para que invadiera Inglaterra. Así lo hizo Guillermo, que fue inmediatamente recibido por la mayoría de los ingleses como el salvador. Sin que mediara batalla alguna, el rey Jacobo decidió dejar el trono y exiliarse en Francia, mientras Guillermo y María eran nombrados unos meses después, en 1689, reyes de Inglaterra. Fue un reinado difícil, pues Jacobo II no se conformó fácilmente con el exilio, y con ayuda francesa intentó recuperar el trono, invadiendo Irlanda en 1690, ocasión en la que fue derrotado por el propio Guillermo en la batalla de Boyne. Inglaterra, además, se alió con Holanda para luchar contra Francia, y durante un largo periodo conocido como la «Guerra de los Nueve Años» (1688-1697) el país se fue desangrando y su economía debilitando hasta niveles cercanos a la bancarrota. Esto hizo que el sector más avanzado de la nobleza inglesa, los «whigs», fueran ganando terreno, al aliarse con los comerciantes londinenses para fundar el Banco de Inglaterra (1694), soporte fundamental del rey en esa guerra sangrante. Como los reyes Guillermo y María no tenían hijos, y la reina María muere en 1694, el sucesor de la corona era el Duque de Gloucester, único hijo superviviente de los dieciocho embarazos que había tenido la Princesa Ana, hermana de la reina. Sin embargo, en 1700 muere también el Duque de Gloucester, así como el rey Carlos II de España, sin dejar descendencia.

El siglo XVIII se inaugura, pues, con una profunda crisis dinástica en Europa, que obliga a buscar soluciones. Los ingleses resuelven que el rey de Inglaterra ha de ser miembro de la Iglesia anglicana y que su política exterior e interior debe estar gobernada por el Parlamento, por lo que queda vedado el regreso de Jacobo II o el de su hijo James Francis Edward Stuart (1688-1766), también católico, que a la muerte de su padre (1701) será llamado Jacobo III. Los protestantes ingleses no tienen más remedio que acudir al extranjero, a Alemania, en busca de otra rama de los Estuardo, para recuperar la legitimidad dinástica que se acababa con Guillermo y María, por un lado, y con la princesa Ana (pronto Reina Ana), por otro, ya que no tenían descendencia. Se trata de Sofía de Hannover, nieta de Jacobo I (con quien empezó la dinastía Estuardo en Inglaterra en 1603), y madre del príncipe Georg Ludwig, elector de Hannover.

Pero antes de la entronización del elector de Hannover como rey de Inglaterra, el rey Guillermo es sucedido por su cuñada, la princesa Ana, que se convierte en 1702 en reina. Ésta comienza su reinado ya metida en una complicada guerra europea, consecuencia del deseo de Luis XIV de Francia de colocar en el trono español a su nieto Felipe de Borbón. Inglaterra no puede menos que ponerse en contra de los Borbones, especialmente porque Luis XIV, en 1701 —a la muerte de Jacobo II—, recibe en su corte como legítimo rey de Inglaterra a su hijo Jacobo III. Durante el periodo de 1701-1714 transcurre la Guerra de Sucesión Española, cuyo resultado es la entrada de la dinastía Borbón en España con Felive V, y a través de la cual, en el famoso Tratado de Utrecht de 1713, Inglaterra se hace con Gibraltar y la isla de Menorca, así como con Canadá, varias posesiones en el Caribe, y con importantes ventajas comerciales en América.

En 1714 es cuando se produce un cambio de rumbo importante: acaba la Guerra de Sucesión Española, por un lado, y sube al trono inglés el elector de Hannover, por otro. Se llama Jorge I, y llega al trono en medio de las desconfianzas de un sector de la población, representado por algunos «tories», que no ven bien a un rey alemán, con posesiones e intereses en el continente, que —creen— le va a costar a Inglaterra dinero para proteger esas posesiones extranjeras. Algunos de esos «tories», sobre todo los poseedores de grandes mansiones y extensiones de terreno en zonas rurales, alejados de la corte, ansían el regreso de los Estuardo y confían en que más temprano que tarde Jacobo III pueda ser rey de Inglaterra. Son los aislacionistas, que defienden una idea de Inglaterra no involucrada en las guerras y conflictos europeos. Pero los «whigs», así como otro sector de los «tories», apoyan decididamente al nuevo rey, porque significa un tipo de monarquía constitucional más controlado por el Parlamento que el anterior de los Estuardo, de veleidades absolutistas, así como por la tranquilidad que da a la mayoría del país la fe protestante del monarca.

Los años en que ocupa el trono Jorge I (hasta 1727) son una época de bonanza económica y social para el país. Inglaterra, en contraste con lo que había ocurrido en guerras anteriores, salió fortalecida de la Guerra de Sucesión Española, no sólo por la ganancia de las nuevas posesiones territoriales que obtuvo en Utrecht, sino además por el saneamiento interior que se produjo, gracias al nuevo sistema de impuestos desarrollado para poder hacer frente a los gastos militares. A pesar de que hubo algún intento de los jacobitas por derrocar a Jorge I y poner en el trono al hijo de Jacobo II, llamado «el Viejo Pretendiente» o Jacobo III, no fueron más que pequeñas intrigas sin mayor trascendencia: en 1715 una invasión frustrada en Escocia, conocida como «la rebelión del 15», y en 1721-1722 una nueva conspiración para invadir el país desde Francia. Ambos intentos fueron sofocados de inmediato y acabaron dando mayor poder a los «whigs», en detrimento de los «tories», sospechosos de deslealtad al rey.

Jorge I se rodeó, pues, de ministros «whigs», que fomentaron un clima de prosperidad y bienestar creciente en todas las capas de la población. La principal figura política de la época fue Robert Walpole (1676-1745), nombrado ministro de finanzas por Jorge I en 1715, y luego, gracias a sus triunfos electorales y su dominio del partido «whig», Primer Ministro durante un largo periodo (1721-1742). Durante su extenso mandato Inglaterra conoció una época de gran estabilidad, y de avances económicos y comerciales sin precedentes, tanto en el propio país como en su expansión internacional. En el interior redujo los impuestos directos sobre la tierra, y en el exterior consiguió una paz duradera con Francia y no comprometer a Inglaterra en más guerras en el continente. No piense, sin embargo, el lector, que —con estos notables avances— la Inglaterra de la época era un país ideal, lleno de armonía y justicia social. Nada más lejos de la realidad. Había pobreza, miseria, gente que moría de hambre, delincuencia y un alto nivel de criminalidad, sobre todo en las ciudades. Las condiciones sanitarias eran realmente pavorosas, de modo que el índice de mortalidad infantil era altísimo, etcétera. Pero hablamos del siglo XVIII, y comparativamente con el siglo anterior hubo, sin duda, progresos muy importantes.

Mas los propios éxitos de Walpole, así como su tendencia al autoritarismo y a la corrupción, le atrajeron muchos enemigos, aun dentro de su mismo partido, que rechazaban su gestión, acusándole de corrupto, y reivindicando para sí mismos el calificativo de «whigs patriotas». Incluso durante los periodos en que fue primer ministro tuvo un Parlamento en contra, en el que se aliaban los «tories» jacobitas y los «tories» hannoverianos con sus rivales «whigs» (los «whigs patriotas») para derrotar algunas de sus iniciativas. Pero la oposición a Walpole no residía sólo en los políticos; también intelectuales y artistas constituyeron un grupo poderoso de oposición, fundando el periódico The Craftsman («El Artesano»), en el que colaboraron los escritores más prestigiosos de la época, «tories» y «whigs», como Alexander Pope, Jonathan Swift, John Gay y Henry Fielding.

Los ataques contra Walpole se fueron incrementando con el paso de los años, de modo que al final de su mandato el Primer Ministro tenía ya escasa capacidad de maniobra y poco poder real; así Inglaterra entró otra vez en una guerra europea, en 1740, la llamada Guerra de Sucesión Austriaca, que se prolongaría hasta 1748. Y en 1742, como se decía antes, Walpole es obligado a renunciar, abandonando el poder. Sin embargo, no lo obtienen los «tories», sino que sus propios correligionarios «whigs», que le habían retirado el favor, se unen para continuar gobernando. El propio rey Jorge II, debido a la alianza con Austria, dirige las tropas inglesas en Alemania, defendiendo sus intereses en el protectorado de Hannover, y derrota a los franceses en la batalla de Dettingen en 1743. A pesar de la victoria inglesa, el malestar en el país empieza a acrecentarse, ya que vuelve a extenderse el temor primero que tenían los «tories» de que un rey hannoveriano metiera a Inglaterra en guerra para defender sus propios intereses en el continente. Ese malestar no es sólo contra el rey, sino también contra los propios políticos «whigs», autodenominados «patriotas», y que son descubiertos ahora por todos los ingleses en sus manejos para apartar a Walpole y hacerse ellos con el poder.

Esta primera mitad del siglo XVIII fue, pues —con las matizaciones que hemos hecho más arriba—, un periodo espléndido para Inglaterra, ya que supuso su definitivo despegue económico, gracias a la paz y a la estabilidad social conseguidas por Walpole. Aunque los avances continuarán en la segunda mitad del siglo, sin duda lo obtenido en esta primera mitad contribuyó de modo decisivo a cambiar la faz del país. Así Londres se convirtió en un centro comercial y cultural de primer orden, una gran metrópoli con una población de unos 650.000 habitantes hacia 1750, lo que representaba casi uno de cada diez ingleses (la población de Inglaterra era entonces de unos seis millones), un caso extraordinario si lo comparamos con el resto de las capitales europeas: sólo uno de cada cuarenta franceses vivía en París, uno de cada cincuenta en La Haya, y uno de cada ochenta en Madrid. Este desarrollo urbano fue paralelo en otras ciudades inglesas, y ello favoreció el crecimiento económico, las mejoras sociales, la revolución en el sistema de comunicaciones (aún deficiente en la primera mitad, pero muy mejorado hacia finales del siglo XVIII), el desarrollo de las profesiones liberales, el impulso en la educación, en la cultura, en los periódicos, etc.

Durante estos años, y sin duda al calor de esta bonanza económica, consiguió Richardson establecerse como impresor y alcanzar una notable estabilidad económica y profesional, lo que probablemente le animó a escribir y publicar sus novelas. No en vano, esa expansión política, social y económica que acaba de describirse tuvo su correspondencia en el terreno cultural, lo que brindó a nuestro escritor un ambiente intelectual muy vivo y estimulante, que resultó decisivo para una persona como él, que apenas había recibido instrucción escolar. Los contactos con los artistas y escritores contemporáneos le proporcionaron sin duda la ocasión de reflexionar y de enriquecer su bagaje intelectual.

La primera mitad del siglo XVIII es, en efecto, una época de efervescencia y brillantez cultural en Inglaterra. No en vano, los intelectuales de este periodo se complacían en llamarla «época augustana» (The Augustan Age), y así ha pasado a los libros de historia literaria. Aunque algunos críticos estiman que la denominación es adecuada para todo el periodo posterior a la Restauración (1660), llegando incluso hasta finales del siglo XVIII, el uso más extendido del término es el restringido, es decir, el que se aplica exclusivamente a la primera mitad del XVIII, la época que coincide con el periodo de madurez vital y artística de dos grandes figuras de la literatura, el genial poeta Alexander Pope (1688-1744) y el no menos relevante Jonathan Swift (1667-1745).

A estos años se les conoce como «época augustana» porque se pensaba entonces en ellos como un periodo de esplendor similar al que conoció Roma con Augusto. La Restauración de la monarquía en Inglaterra suponía para muchos contemporáneos una especie de retorno cuasi-mítico a aquel Augusto protector de las artes y la literatura, que se había rodeado de poetas como Virgilio, Horacio y Ovidio. No en vano, los monarcas de la Restauración, Carlos II, Jacobo II, Guillermo III, así como los del siglo XVIII, esto es, la Reina Ana, Jorge I y Jorge II, habían acogido también a los artistas y científicos, habían protegido el teatro, fomentaron el patronazgo de los escritores, pintores, músicos, etc. Incluso los rasgos negativos de Augusto se repetían en cierto modo en la Inglaterra posterior a la Restauración, como la tendencia a la tiranía y al absolutismo, vicios públicos a los que los ingleses eran muy sensibles, tras su experiencia traumática con Carlos I y la Guerra Civil. De ahí el gusto por la sátira en este periodo, sátira que alcanzaba a veces dimensiones descomunales y se convertía en libelo; de ahí también la singular caída del gran político que fue Walpole; y de ahí, asimismo, el miedo al regreso de los Estuardo, católicos, papistas y, por ende, absolutistas y tiranos.

La bonanza social y económica que significó para Inglaterra el final de las guerras europeas, así como la instauración de una nueva dinastía cuyo poder estaba supeditado al Parlamento, fueron factores que impulsaron en el país el nacimiento del periodismo y de la crítica política. Desde principios del siglo y durante tres largas décadas, la ausencia de censura y la libertad de expresión fueron elementos decisivos para que fructificara un ambiente de crítica y sátira hacia las instituciones y los políticos. Una imagen muy fiel de esta atmósfera permisiva es la que nos ofrecen los grabados satíricos y caricaturescos de William Hogarth (1697-1764), por ejemplo. Sus series sobre temas literarios o de actualidad política son muy célebres, y lo convirtieron en el artista que mejor supo captar el ambiente social hipócrita de las clases altas en este siglo, así como también a veces la vida canalla de lo más bajo de la sociedad. Son famosos, así, sus doce grabados para la sátira de Butler citada Hudibras (1726), y los conjuntos seriados sobre The Harlot’s Progress(El progreso de la ramera, 1732), The Rake’s Progress (El progreso del calavera, 1733-1735) y Marriage à la Mode (Matrimonio a la moda, 1743-1745), series que, a lo largo del conjunto de cuadros que las componen, cuentan una historia en la que abundan la corrupción moral, los vicios privados y públicos, el erotismo oculto, y otros rasgos de la sociedad contemporánea. Ello no habría sido posible, naturalmente, si no hubiera existido ese clima permisivo del primer tercio del siglo XVIII al que ya se ha aludido más arriba.

Así, durante décadas hubo en Inglaterra periódicos y folletos que circulaban libremente, unos defendiendo los intereses de los «tories» y otros los de los «whigs». En ellos se presentaban a los lectores noticias, comentarios, críticas, sátiras, etc., todo lo imaginable, hasta el libelo. La variedad de materias que se publicaban era amplísima, pues abarcaba desde la crónica política semanal a las noticias sobre la última moda, el estado de los comercios, las comunicaciones, los negocios, etc. Los políticos encargaban a escritores de poca monta —y a veces también a buenos escritores— ensayos de tipo político que sirvieran para fomentar sus intereses. Así el gran Daniel Defoe (1660-1731) estuvo al servicio de un importante político «tory», Robert Harley, que le pagaba para que espiara para él a sus enemigos, viajara por el país recogiendo información sobre el ambiente político, y escribiera panfletos y artículos periodísticos defendiendo sus intereses partidarios. Así, entre 1704 y 1713 Defoe escribió en el periódico The Review, y Swift, unos años más tarde (entre 1710 y 1711) hizo lo mismo, al servicio de idénticos intereses «tory», para The Examiner. En el bando opuesto sobresalieron los periódicos fundados por Richard Steele (1672-1729) y Joseph Addison (1672-1719), titulados The Tatler (entre 1709 y 1711) y The Spectator (1711-1712). Estos dos periódicos fueron, efectivamente, muy influyentes, y ayudaron de forma considerable a atraer a intelectuales y miembros de la clase media, así como amplios sectores del mundo rural, al campo «whig», alabando las ventajas de las reformas, informando sobre los logros de los gobiernos «whigs», los avances de la clase mercantil, el progreso del país, etc.

Por otro lado, la libertad de expresión encontró otro cauce paralelo al de la prensa en la creación de los cafés de ambiente político-literario, algunos fundados en las últimas décadas del XVII, que constituyeron centros de reunión diaria o semanal, donde intelectuales, artistas y políticos discutían de temas de actualidad. En torno a esos cafés surgieron tertulias y grupos de opinión, cuyos juicios luego se canalizaban en los periódicos citados más arriba. Y a partir de estas reuniones hicieron su aparición también los primeros clubes, esa institución tan británica que adquirió carta de naturaleza en este siglo. El primero fue de orientación «tory», se llamó Scriblerus Club, y lo constituyeron en 1714, entre otros, Pope, Swift, Arbuthnot, John Gay, y el político Robert Harley citado antes. Pero se fueron creando otros en las décadas siguientes, hasta llegar al famoso del Doctor Johnson (Samuel Johnson), en la segunda mitad del siglo.

Un ambiente así propició, como decíamos más arriba, el florecimiento de la sátira, a través del teatro y del panfleto político, pero también contribuyó al estilo burlesco en la poesía así como en la prosa. De esta época es el llamado estilo heroico-burlesco («mock heroic»), que consiste en tratar asuntos triviales y cotidianos con el estilo solemne y retórico característico de la épica. El ejemplo más representativo es el célebre poema de Alexander Pope The Rape of the Lock (El robo del rizo), en el que se nos presenta a una dama cortesana a la que un pretendiente, sin que ella lo advierta, le corta un rizo del pelo. El incidente se reviste en el poema de toda la parafernalia del estilo épico, con el tono altisonante y las metáforas y fórmulas estereotipadas que la retórica clásica empleaba en estos casos, de modo que el hecho en sí se describe como una batalla de proporciones colosales, y el rizo adquiere la dimensión de un trofeo o botín de guerra. Todos los movimientos rutinarios de sus protagonistas son contemplados como estrategias bélicas, y tratados en un lenguaje embellecido, especialmente enaltecido, como si se estuviera usando para hablar de dioses y héroes clásicos y no de personajes corrientes. Este estilo será luego adaptado a la prosa por el genial Henry Fielding, lo que le permitirá alcanzar logros estéticos singulares en sus parodias de la Pamela richardsoniana, como Shamela (1741) y Joseph Andrews (1742), contribuyendo de este modo al nacimiento del género novelístico.

Puede decirse, en efecto, que la novela como tal género no existía en Inglaterra hasta estas primeras décadas del XVIII, pues aunque hay narraciones en prosa de diversa factura desde el siglo XV, como atestiguan el singular ejemplo de Le Morte D’Arthur (La muerte de Arturo) de Thomas Malory (1485), y, en el XVI y XVII, las pequeñas historias picarescas de Robert Greene (1558-1592) y Thomas Dekker (1570?-1632), por ejemplo, o las de vida burguesa y doméstica de Thomas Deloney (1560?-1600), así como de tipo alegórico, como la citada El progreso del peregrino de John Bunyan, estos relatos no pueden considerarse novelas en sentido estricto, tal como se concibe este género modernamente. Se trataba de episodios más cercanos al «romance», esto es, relatos de aventuras, hechos exóticos o extraordinarios, con intervenciones sobrenaturales, que distan mucho de pretender realizar una descripción o recreación de la realidad; o simplemente constituían cuadros de costumbres carentes de unidad estructural. Aunque en las narraciones picarescas del XVI y XVII, herederas sin duda de las españolas (recordemos que el Lazarillo y el Quijote son conocidos muy pronto en Inglaterra en traducciones), hay una semilla de la novela moderna, ningún autor de esos siglos tiene el talento o la habilidad suficientes para crear el género. Éste no surge, pues, hasta esta época que le toca vivir a Richardson.

El nacimiento de la novela en este momento es un fenómeno muy complejo, que se ha intentado analizar desde perspectivas diversas, pero que sin duda responde a una serie de factores sociales, económicos, intelectuales y estéticos que se dan por primera vez, de forma unificada y complementaria, a principios del siglo XVIII en Inglaterra3. Vemos, así, que la novela surge como expresión literaria del mundo burgués, de una sociedad estable y próspera, cuyo nivel de lectura aumenta con el incremento del tiempo libre dedicado al ocio. Lo que los lectores piden entonces es un retrato realista, verosímil, del mundo que les rodea, no un conjunto inconexo de relatos o episodios fantásticos destinados al mero entretenimiento; quieren un argumento sólidamente trabado, con personajes y acciones creíbles, que les enseñen más sobre la sociedad en la que viven. La expansión económica y comercial pone a los hombres del campo en relación cada vez más estrecha con los de las ciudades, el trasvase social que se produce es cada vez mayor, y la conciencia del desarrollo social y personal se acentúa en la clase media. El avance que, desde el siglo XVII, se advierte en el pensamiento filosófico relativo a estas cuestiones, con autores como Francis Bacon (1561-1626), Thomas Hobbes (1588-1679) y especialmente John Locke (1632-1704), son factores añadidos de gran relevancia aquí, pues sus teorías sobre la naturaleza del hombre y la sociedad, y cuestiones anexas como la educación, la convivencia, el entendimiento humano, etc., contribuyen a facilitar la reflexión y propician la discusión sobre ellos. Todos estos fenómenos exigen naturalmente una recreación artística, para lo que la novela se demuestra especialmente dotada.

Es así como surgen los primeros novelistas ingleses, que sirven a su sociedad de portavoces de las preocupaciones dominantes. En estos pioneros hallamos efectivamente el eco del interés por el dinero, por el comercio, por la corrupción moral y social, por los sentimientos, por los convencionalismos, por las modas, etc., todo ello siempre mediatizado por el individuo como factor conformador de esas preocupaciones. Lo que pone en relación a autores tan distintos como Daniel Defoe (h.1659-1731), Samuel Richardson y Henry Fielding, los tres primeros novelistas sin duda, es precisamente el desarrollo individual, personal, de determinados seres inmersos en el complejo tejido social contemporáneo. Frente a ellos y sus obras, Gulliver’s Travels (Los viajes de Gulliver) de Swift, publicada por los mismos años (1726), es el producto —sin duda genial y admirable— de otro género narrativo, que nada —o muy poco— tiene que ver con la novela moderna.

Defoe que, en ciertos aspectos, es incluso prenovelístico, por su carencia ocasional de unidad estructural y su tendencia a lo episódico (como ocurre obviamente con la citada Los viajes de Gulliver), rompe con el riesgo del «romance» fantástico, aventurero y exótico, gracias a ese desarrollo individual del que dota a sus personajes. Siendo como era un hombre proveniente del periodismo y del ensayo político y panfletario, en él hay una preocupación constante por hacer creíbles sus ficciones, hasta el extremo de darles el aire a veces de verdaderas crónicas (como en A Journal of the Plague Year [Diario del año de la plaga], 1722, del que llegó a pensarse incluso que se trataba de no-ficción). Pero le salva su unidad de acción y su realismo, articulado generalmente a través de una primera persona narrativa, muy cercana a la del relato autobiográfico, que se aproxima al lector de clase media al que se dirige y le hace partícipe de sus circunstancias. Las principales novelas de Defoe, como Robinson Crusoe (1719), Moll Flanders (1722) y Roxana (1724), son relatos centrados en un personaje cuya evolución vamos viendo a medida que pasa por experiencias y lugares diversos, que van conformando su carácter. Ello permite al lector precisamente una reflexión sobre aspectos de actualidad, como la lucha del individuo en un medio hostil, el desarrollo de virtudes propias de la clase media (el trabajo, la perseverancia, la paciencia, etc.), el contraste entre la ciudad y el campo, la moral capitalista, la independencia femenina, etcétera.

Por su parte, Richardson —como veremos más adelante con detalle— desarrolló aún más la novela de personajes, haciendo del género una indagación sobre las personalidades de su seres de ficción, a través de la técnica epistolar, con la que escribió todas sus obras. En ellas prima, así, el desarrollo interno de las psicologías de sus personajes, con especial atención a los sentimientos, así como a los conflictos que se les plantean a estos seres entre su ser interior y su ser social. Con Richardson asistimos al retrato de la intensidad de los sentimientos en su más amplia variedad, a través de historias de amor cuyas complicaciones permiten la evocación de las virtudes y vicios más destacados por sus contemporáneos. La castidad, la delicadeza, la generosidad, la piedad, la fidelidad, la prudencia, el respeto a las instituciones... se nos presentan en novelas como Pamela, Clarissa (1747-1748) y Sir Charles Grandison (1753-1754), en oposición a las nefandas corrupciones de la seducción, la violación, la ambición, la hipocresía, el engaño, el crimen, etc. Son preocupaciones vivas en una sociedad en proceso de cambio, que se enfrentaba, entre otros, a conflictos de índole moral como los de estas novelas. Richardson consigue expresarlos muy convincentemente en unas ficciones dominadas por la presencia de una heroína o un héroe de proporciones casi trágicas, pero siempre en ambientes y circunstancias que se hacen creíbles al lector contemporáneo. A pesar de las críticas recibidas por su excesivo sentimentalismo, entre las que destaca la de Fielding a Pamela, por ejemplo, no deja de ser cierto que Richardson logra sintonizar muy bien con problemas reales, a los que sabe dar tratamientos imaginativos de gran intensidad.

Fielding incorpora otros elementos a la creación del género novelístico, tales como el modo heroico-burlesco y la autorreflexión narrativa, que son bien notorios en Joseph Andrews (1742) y Tom Jones (1749). Pero no olvida nunca la correlación social, la imbricación de sus historias y personajes con la realidad histórica y cultural que le rodea, lo que le hace estar siempre atento a las circunstancias reales de sus lectores, con los que consigue conectar de modo admirable44.

RICHARDSON, OLAHISTORIADELIMPRESOR QUESEHIZOESCRITOR

Samuel Richardson es uno de esos casos singulares en la historia literaria de escritores que alcanzan de inmediato una gran fama y que, al irrumpir en el mundo de la literatura a una edad tardía, consiguen sorprendentemente imponer un nuevo estilo. Pues nuestro escritor, en efecto, no publica su primera obra de ficción hasta pasados los cincuenta años, cuando ya llevaba toda una vida dedicado a imprimir los escritos de otros. Ello obedece a circunstancias muy diversas, tanto de orden biográfico como derivadas de la propia condición de la literatura, y más en concreto de la ficción, en la época que le toca vivir.

Nace Richardson en la localidad de Mackworth, en el condado inglés de Derby, en julio de 1689. No se conoce con certeza la fecha exacta de nacimiento, sino sólo la de bautismo (19 de agosto), y se ha especulado con la del 31 de julio y el 24 de julio (ésta es la fecha en que nace su heroína Clarissa). Su padre, Samuel, procedía del condado sureño de Surrey y había trabajado en Londres como carpintero. Allí —según contaría su hijo años después en una larga carta autobiográfica enviada a su traductor holandés Johannes Stinstra— se involucró en las revueltas encabezadas por el Duque de Monmouth contra el rey Jacobo II, recién ascendido al trono al morir su hermano Carlos II en 1685, como se ha contado ya en el apartado anterior. Fue entonces, al parecer, cuando Samuel Richardson padre decide huir de la ciudad y refugiarse en el campo. Sin embargo, los más recientes biógrafos de Richardson han descubierto que aparentemente el padre del escritor mantuvo aún contactos profesionales en Londres, así como la casa en que vivía, que siguió a su nombre al menos hasta 16935.

Como en 1688 tuvo lugar la llamada «Revolución Gloriosa», no había en apariencia motivos políticos que impidieran el regreso de Samuel Richardson padre a Londres. Pero ese retorno no se produce de manera inmediata, y así su hijo Samuel nace al año siguiente en Mackworth, donde permanecieron aún por espacio de varios años, ya que allí nacen también y se bautizan un hermano (William) y una hermana (Sara) del escritor en 1691 y 1693, respectivamente6. Sabemos que en 1699 están los Richardson establecidos ya otra vez en Londres, porque otros hermanos del escritor se bautizan en la capital, como Benjamin en 1699, y Thomas en 1703. Ello hace sospechar a los biógrafos que la relación de Samuel Richardson padre con las revueltas protestantes contra Jacobo II no debió ser muy importante, y que su estancia en Derbyshire le aseguraba una vida más digna y acomodada que la que quizá podría tener en Londres. Tal vez por eso no volvió a la ciudad hasta pasados unos años.

Por tanto, los primeros diez años de Richardson los vivió con toda seguridad en un ambiente rural, aunque el final de la infancia, la adolescencia y la juventud fueron ya plenamente urbanos, en un Londres que comenzaba a despegar, a principios del siglo XVIII, como un potente núcleo poblacional. La ciudad —como se ha dicho más arriba— se convirtió entonces en un centro urbano de primer orden, donde coexistían la prosperidad y la riqueza de los comerciantes y otras profesiones que ascendían en la escala social, con la pobreza y la indigencia más brutales, que ilustran tan bien los retratos de la época de William Hogarth, por ejemplo. De todo esto fue testigo, y víctima directa, nuestro escritor. Aunque sus padres pretendían dedicarlo a la carrera eclesiástica, el joven Richardson apenas pudo permanecer escolarizado hasta los doce años. En la Merchant Taylors’ School aprendió seguramente a leer y algo de latín, aunque no el suficiente, desde luego, para poder disfrutar de los clásicos en la lengua original. Tampoco tuvo ocasión de aprender francés ni de avanzar en ningún otro aspecto de los estudios, porque las necesidades de la familia lo obligaron a dejar la escuela para ponerse a ayudar a su padre. Así estuvo unos cinco o seis años, hasta que su padre, posiblemente más aliviado de la penuria en que vivían, lo animó a que eligiera una profesión y se convirtiera en aprendiz.

En ese momento nuestro escritor, que había descubierto en esos años duros el placer de la lectura y de la escritura, escoge convertirse en impresor, con la idea de que ello le permitiría leer. Él mismo contaría después a su traductor holandés que en esos años adolescentes solía leer en voz alta a las mujeres del vecindario mientras éstas cosían, y que incluso cuando aún no tenía más de trece años, había tres doncellas que le habían abierto sus corazones, porque él había sido el escogido por ellas para contestar las cartas de amor que les dirigían sus enamorados. La anécdota no deja de tener interés si reflexionamos sobre cómo esa experiencia primera del joven Richardson influiría posteriormente en la creación de la primera novela, Pamela, y en el desarrollo de todo un estilo, el epistolar, que caracterizaría toda su producción novelística.

Entre los diecisiete y los veintitrés o veinticuatro años Richardson ejerció como aprendiz de impresor, hasta que en 1715 pudo empezar a desarrollar su oficio como empleado en diversas imprentas en las que trabajó como cajista y corrector de pruebas. Mas no consiguió establecerse por su cuenta hasta 1721, cuando contaba ya treinta y dos años, y ello se debió a la muerte de la dueña de la imprenta, la señora Leake, viuda del impresor John Leake, de la que heredó una pequeña fortuna. Lo más probable es que con ese legado pudiera adquirir los bienes de la imprenta en la que había trabajado, y así pudo fundar su propio negocio. A los pocos meses, en noviembre de ese año, se casó con Martha Wilde, hija de un impresor con el que se había formado como aprendiz. Apenas se conocen más detalles de la vida de Richardson hasta este momento, pues se ignora casi todo lo que pudo haberle sucedido en esos años que van desde los veinticuatro a los treinta y dos.

Es a partir de este momento cuando la información de que se dispone sobre su vida profesional es mucho más abundante, aunque carece de especial interés para comprender su obra novelística. Los documentos que se conservan revelan sus múltiples compromisos como impresor y editor de todo tipo de obras, desde panfletos políticos hasta revistas, libros, pasquines, publicidad, etc. Richardson se movió casi siempre en el círculo de los «tories», oponiéndose al Primer Ministro Walpole y colaborando con destacados dirigentes de ese partido. Aunque nuestro escritor no tuvo un papel trascendente en ninguno de los acontecimientos públicos más relevantes, sí contribuyó, no obstante, a difundir las ideas «tories» a través de su imprenta. De hecho, imprimió varias obras y panfletos políticos de personajes influyentes, como Francis Atterbury y George Kelly, que fueron detenidos, juzgados y condenados por su participación en la trama jacobita de 1722. Editó también Richardson el folleto periódico titulado True Briton(El verdadero británico), que atacaba el gobierno de Walpole, lo que lo convirtió en uno de los impresores incluidos en una lista negra como sospechoso de pertener al partido «tory». Durante esta década de los veinte Richardson debió verse en más de una ocasión en serio peligro de ser detenido y enviado a prisión, pues esa suerte corrieron algunos de sus compañeros de profesión y correligionarios políticos. Nada de esto, sin embargo, le llegó a suceder a él, que fue progresando gradualmente a pesar de las dificultades políticas.

Pero esa década estuvo no sólo llena de dificultades públicas para Richardson, sino también de serios reveses en su vida privada. El matrimonio con Martha Wilde le dio seis hijos en estos años, mas todos ellos murieron al poco tiempo de nacer, así como la propia Martha, que falleció en enero de 1730. El primero de los hijos, John, nació en 1722, pero murió al mes; el segundo, Samuel, no llegó a los cuatro meses de vida; el tercero, también bautizado como Samuel, nació en 1725 pero murió a principios del año siguiente; el cuarto, llamado William, nació en 1727 y logró sobrevivir hasta 1730; sin embargo la quinta, Martha (1728), no llegó al año de vida; y el sexto y último, llamado también Samuel, nació en 1730, pero murió dos años más tarde. La desolación, tras estas trágicas muertes tan seguidas, debió cernirse sobre nuestro escritor, que hubo de sobrellevar el cataclismo familiar junto a los problemas públicos a los que sus simpatías «tories» lo habían conducido.

Mas a partir de 1733 las cosas empiezan a irle algo mejor. Por un lado, porque en ese año se le nombra impresor oficial de la Cámara de los Comunes, lo que significaba estabilidad y buena remuneración; y por otro, porque contrae nuevo matrimonio, esta vez con Elizabeth Leake, hija del impresor cuya familia había favorecido a Richardson anteriormente. De esta unión nacerían otros seis hijos, cinco niñas y un varón (llamado también Samuel), de los que cuatro hijas lograron llegar a la edad adulta y sobrevivir a su padre.

El hecho de convertirse en impresor de la Cámara de los Comunes le permitió no sólo un conocimiento directo de los debates y leyes de la Cámara, sino que le facilitó la amistad con el presidente de la misma, Arthur Onslow, y el acceso a otros encargos, como la impresión de los diarios anteriores del Parlamento. Esto le proporcionó, evidentemente, mayor solvencia económica, con lo que su negocio creció y sus relaciones literarias y profesionales se incrementaron.

Es en esa época cuando empieza propiamente a escribir; al principio se trata de prólogos y comentarios sin firma que suele componer para las obras que publica. La primera obra completa que puede identificarse ya como suya aparece con la fecha de 1734, aunque parece haber salido de la imprenta en 1733. Se trata de The Apprentice’s Vade Mecum: or, Young Man’s Pocket-Companion(El vademécum del aprendiz, o el compañero de bolsillo del joven), un manual de consejos morales dirigido a los jóvenes. En esta obrita Richardson pone de manifiesto la tristeza que lo embargaba después de las trágicas muertes de sus hijos y su esposa, así como la de su sobrino Thomas Verren Richardson, hijo mayor de su hermano William, que había sido aprendiz de impresor con Richardson durante el año 1732, pero que había fallecido en noviembre de ese año.

Este Vademécum es un conjunto de recomendaciones para guiar a los jóvenes y apartarlos de los vicios y riesgos de la vida licenciosa del Londres de la época. Uno de los principales motivos de la crítica de Richardson contra la sociedad de su época es el mundo del teatro, un mundo en verdadera ebullición entonces, en el que dominaban tanto la sátira y el ataque político como la relajación moral en las representaciones y los argumentos. En esos años brilla como dramaturgo, por ejemplo, otro de los grandes novelistas del siglo —luego rival de Richardson—, Henry Fielding, que cultivó con singular talento el estilo satírico y hasta procaz de las comedias de la época. Las invectivas contra los políticos en el poder y la degradación moral de este tipo de teatro, heredado de la Restauración monárquica de 1660, condujeron pronto a la imposición de la censura. El hecho de que en varias ocasiones el propio Primer Ministro Walpole y hasta la mismísima institución monárquica se vieran retratados en escena en situaciones muy comprometidas llevó, efectivamente, a que en 1737 se promulgara la Theatrical Licensing Act, una ley de censura teatral que exigía la lectura y aprobación previas de cualquier obra, lo que supuso el fin de la carrera dramática de Fielding, entre otros7. Ahora bien, de estas críticas morales y avisos a jóvenes aprendices no debemos interpretar que Richardson fuese contrario al teatro, pues está acreditada su afición al género y su amistad con actores y dramaturgos contemporáneos. Lo que seguramente pretendía en su Vademécum, pues, no era tanto denostar al teatro como género, cuanto señalar los efectos nocivos que podía ocasionar en la juventud y en la clase media el tipo de comedias procaces entonces en boga8.

Retrato de Elizabeth Leake Richardson, la segunda mujer del escritor, por Joseph Highmore.

Escritos como éstos se han citado muchas veces para respaldar la opinión generalizada y estereotipada que ha circulado durante siglos sobre Richardson, en oposición a la sostenida sobre Fielding. Según esto, la imagen que se ha proyectado de Richardson es la de un burgués de clase media, de poca educación y elegancia, que se propuso hacer dinero con un negocio entonces productivo, como era la imprenta. Aprovecharía, además, los convencionalismos de la moral dominante para escribir algunas novelas con el propósito de venderlas bien a lectores ávidos de escenas más o menos subidas de tono, pero siempre bajo el disfraz de la moralidad burguesa. Frente a esta imagen, la de Fielding sobresale por su educación superior, por su familiaridad con los clásicos, por sus actitudes subversivas frente a lo establecido, por su condición rebelde de crítico del sistema y reformista social, así como por sus actitudes anticonvencionales, tanto en su juventud como en su madurez. Incluso la apariencia física de ambos contrasta notablemente: frente al 1,80 m de Fielding, del que se dice que tenía aspecto agradable y que resultaba atractivo a las mujeres, Richardson apenas llegaba a 1,65 m, era rechoncho, de aspecto gris, y solía vestir de negro u oscuro, con peluca rubia. Era hombre de costumbres estrictas, que se levantaba por lo general a las cinco de la mañana y se acostaba a las once de la noche, que dedicaba las mañanas al trabajo de la imprenta (situada en la planta baja de su residencia), y escribía o conversaba con los amigos por las tardes. Era muy aprensivo y se quejaba continuamente de sus achaques, aunque seguía respetuosamente los consejos (a veces muy estrafalarios, para nuestras costumbres actuales) de su médico y amigo, George Cheyne. Se dice también que era muy vanidoso, y que no soportaba la crítica de los demás, pues se consideraba menospreciado por sus contemporáneos, que solían alardear de una cultura clásica y un conocimiento del mundo de los que él carecía. Apenas salió, en efecto, de Londres y nunca viajó fuera de Inglaterra en toda su vida. No hablaba ninguna lengua extranjera (ni tan siquiera francés) ni entendía latín, de modo que había de recurrir a traductores e intérpretes para comunicarse con el exterior.

No es de extrañar, pues, que ante este cuadro fisonómico y de costumbres, haya habido muchos —sobre todo en el siglo XX— que han hecho de Richardson objeto de mofa y desprecio, achacándole toda suerte de supuestas perversiones ocultas, de complejos psicológicos y represiones sin número, tratando de explicar sus novelas a partir de estos estereotipos superficiales9.

Pero volvamos a retomar el hilo de la cronología, que habíamos dejado en la década de los treinta, cuando su negocio como impresor conoció un gran desarrollo. Entonces Richardson recibió también algunos encargos concretos para escribir y publicar ciertas obras. Una de ellas fue la revisión de las Fábulas de Esopo, que había publicado en inglés Roger L’Estrange en 1692. Al editarse otra versión de las fábulas debida al escritor «whig» Samuel Croxall, Richardson asumió la responsabilidad de rescatar la versión anterior de L’Estrange (de tendencia «tory») e incorporar un prefacio a la nueva edición, en el que rechazaba los puntos de vista políticos de Croxall, reclamando así para las fábulas de Esopo una consideración moral más genérica, apartada de la política y fundamentada en lo personal y social. Además, esta versión de Richardson, publicada en 1739, se presentaba en un formato y estilo adecuados para la lectura infantil, con lo que se convirtió en una obra pionera de la literatura para niños. Comentan algunos críticos que en esta labor de adaptar la versión de L’Estrange, Richardson tuvo la oportunidad de enfrentarse a la elaboración de un lenguaje coloquial que sonara al inglés vivo del momento, una experiencia que sin duda le sería de gran provecho en su producción novelística posterior. Además, la huella de estas fábulas es también evidente en sus novelas, tal como podrá comprobar el lector que se adentre en la lectura de Pamela.

Sin embargo, otro encargo que recibió nuestro escritor ese mismo año de 1739 estaba llamado a tener una gran relevancia y trascendencia para el futuro de su carrera como escritor y para la propia evolución del género novelístico en Inglaterra. Se trataba de la solicitud que le hicieron los libreros Rivington y Osborn de que escribiera un pequeño volumen de cartas. El propósito era que esa colección, redactada en un estilo corriente, pudiera servir como modelo a los lectores que carecían de preparación literaria. No era, en absoluto, un encargo raro, pues este tipo de libros didácticos, dirigidos a gentes de poca instrucción literaria, era algo bastante común desde el Renacimiento, y siguió siéndolo en los siglos posteriores. Este conjunto de cartas, que llevaron como título Letters Written to and for Particular Friends on the Most Important Occasions (Cartas escritas a amigos particulares en las ocasiones más importantes) —aunque se conocen generalmente como Familiar Letters (Cartas familiares)—, comenzaron a escribirse en septiembre u octubre de 1739, si bien no se acabaron hasta enero de 1741, porque en medio de su composición se coló la primera novela de Richardson, Pamela.

Retrato de Samuel Richardson con su familia (hacia 1741), por Francis Hayman.

Al repasar algunas de las cartas de este volumen podemos comprobar que Pamela efectivamente surgió de ellas, pues las que hacen los números 138 y 139 de esa colección se titulan, respectivamente, «De un padre a una hija dedicada al servicio, al enterarse del intento de su amo contra su virtud» y «La respuesta de la hija», que son precisamente, como veremos más adelante, el punto de arranque de esta novela. La opinión generalizada de la crítica es que esa colección de cartas constituyó un excelente ejercicio, y no sólo estilístico, sino también de composición dramática, que resultó esencial para la carrera de Richardson como novelista. Muchos de los temas que abordan las cartas son de hecho los mismos que los de las novelas de nuestro escritor: el amor, el noviazgo, el matrimonio, las relaciones sociales y de clase... A través de ellas aprendió Richardson a caracterizar a sus personajes, a delinear las psicologías de sus criaturas de ficción, a crear el lenguaje apropiado a cada individuo y a cada situación, de modo que el ingenio, el humor, lo cómico y lo coloquial surgen en estas cartas al tiempo que lo más formal, las expresiones educadas y hasta pomposas, en función siempre de lo que requieran las circunstancias.

Como ha escrito Frank Kermode, este tipo de prosa epistolar —que dará lugar a la novela epistolar richardsoniana— fue una suerte de solución adelantada al gran problema de la novela que a finales del siglo XIX y principios del XX plantearían Henry James y Joseph Conrad, esto es, la necesidad que tiene el autor de retirarse de su ficción. La técnica epistolar resuelve a la perfección esa dificultad, al dotar a los personajes de su propia voz, absolutamente distinta de la del autor, y sin intermediación de narradores de ningún tipo10. Ése es, sin duda, el gran hallazgo de Richardson, que le facilitó no sólo el diseño de la armazón de la ficción, dominado por la secuencia de cartas intercambiadas entre dos o tres personajes y por las entradas de un diario (como veremos en Pamela), sino también la introspección psicológica que le brindaba la primera persona narrativa del género epistolar.

Pero ya nos referiremos con más detalle a esta novela, que vio la luz el 6 de noviembre de 1740, y que conoció un éxito inmediato, hasta el punto de que se sucedieron las reediciones en 1741, e incluso las imitaciones y continuaciones apócrifas, así como una segunda parte, debida al propio Richardson, titulada Pamela in Her Exalted Condition (Pamela en su elevada condición), publicada en diciembre de 1741 (véase más adelante el apartado «La recepción de Pamela en Inglaterra y Europa»).

En estos años finales de la década de los treinta y los primeros de los cuarenta, cuando publica Richardson las Fábulas de Esopo, las dos partes de Pamela y las Cartas familiares, podemos decir que sus negocios editoriales iban viento en popa, hasta el extremo de que había podido ampliar sus dependencias y gozaba de una gran holgura económica. En los mejores momentos, cuando se le consideraba uno de los más influyentes impresores de Londres, tenía en su establecimiento entre treinta y cuarenta empleados. Sin embargo, la imagen que se desprende de la correspondencia de Richardson en estos años es la de un ser atribulado por el trabajo, siempre agobiado por los compromisos constantes que tenía, así como por la enfermedad y por las muertes continuas de sus seres queridos. Cuentan sus biógrafos que nuestro escritor se queja mucho entonces de sus «males de los nervios», y que su médico y amigo, el doctor George Cheyne, le recomienda que siga un régimen muy estricto, aconsejándole que vomite con frecuencia, y que pase la mayor parte del tiempo posible en el campo, alejado de las preocupaciones de su negocio de Londres. Durante la década de los treinta, en efecto, cuando Richardson va acercándose a los cincuenta años, comienzan a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad de Parkinson que padecería hasta su muerte. Depresiones frecuentes, malas digestiones y mareos son esas primeras manifestaciones que el propio escritor describe en su correspondencia y que achaca al exceso de trabajo y a la tristeza que le produjeron las muertes de algunos familiares y amigos (el padre, dos hermanos, la madre, el sobrino Thomas Verren ya citado más arriba, etc.). Es, sin duda, asombroso que en medio de tales penalidades, y a la edad de cincuenta años, Richardson se lanzara con tanta energía a componer el retrato de una joven quinceañera llena de vida y optimismo.

Pero una vez iniciado el camino de escritor de novelas, y a pesar de los trastornos personales que padecía, ya Richardson no renunciará al oficio hasta su muerte. En la primavera de 1742 sufrió un ataque agudo de su enfermedad, ocasionado posiblemente por la muerte de su amigo el librero Rivington, y pasó una temporada en la ciudad de Bath tratando de descansar. Al año siguiente falleció también su médico y amigo el doctor Cheyne, pero a pesar de todos estos reveses, que debieron sumir a nuestro escritor en sucesivos episodios de depresión, los negocios siguieron progresando y comenzó ya a gestarse en la mente de Richardson la siguiente novela, Clarissa; or, The History of a Young Lady (Clarissa o la historia de una señorita), para muchos la mejor de sus obras, alabada por intelectuales y escritores contemporáneos y posteriores. Se sabe que desde mediados del año 1744 estaba trazado el desarrollo de la novela, y que Richardson fue escribiendo y re-escribiendo a lo largo de los tres años siguientes esta magna obra, considerada la novela más extensa en lengua inglesa y la culminación del género epistolar. Son, desde luego, múltiples los testimonios de amigos de nuestro escritor que confiesan haber leído capítulos durante los años 1744, 1745 y 1746; Richardson apreciaba mucho sus reacciones, aunque no aceptara siempre las sugerencias que se le hacían, y siguió reescribiendo la obra hasta noviembre de 1747, en que comenzó la publicación.

Retrato de George Cheyne, el médico de Richardson, por John Faber.

Entre diciembre de 1747 y diciembre de 1748 vieron la luz los siete volúmenes de la novela, en medio de una gran controversia pública sobre la suerte de la heroína, la joven Clarissa Harlowe, rica heredera que es seducida y finalmente violada por el aristócrata cazafortunas Robert Lovelace. La obra se fue publicando, efectivamente, en entregas a lo largo de ese periodo de un año, de modo que los volúmenes primero y segundo salieron en diciembre de 1747, el tercero y cuarto en abril de 1748, y el quinto, sexto y séptimo en diciembre; cada nueva entrega suscitaba entre los lectores toda suerte de comentarios y apuestas sobre el destino final de la heroína, que se ve obligada a escapar de su familia primero, y luego de su pretendiente, de modo que va entrando en contacto con las realidades más duras, desde los engaños y trampas que le tienden y en los que cae, hasta su paso por el burdel y la prisión. El trágico final de la obra, que brinda a los lectores la muerte de una Clarissa ultrajada y abandonada, pero a la vez dueña por fin de su propia independencia, fue cuestionado por algunos, hasta el extremo de que autores como Cibber, Fielding y Thomson, así como muchos lectores anónimos, antes de que se produjera la publicación definitiva, le pidieron a Richardson que salvara la vida a la heroína y le proporcionara un final feliz.

El éxito de la novela fue, como el de Pamela, inmediato y amplio, pues en seguida se tradujo al francés (en 1751, en versión reducida del abate Prévost)11, al alemán (1749) y al holandés (1752-1755)12. Y los elogios recibidos tanto en Inglaterra como en el resto de Europa fueron muy importantes; nada menos que Henry Fielding, que había escrito una farsa contra Pamela (Shamela, que se comentará más adelante), le escribió a Richardson una carta alabando Clarissa, gesto que Richardson no le devolvería cuando, en 1749, Fielding publicó Tom Jones, que obtuvo mayor favor público que el de Clarissa. El otro gran escritor de la época y amigo de Richardson, Samuel Johnson, tomó partido explícito a favor de Richardson y de Clarissa, frente al Tom Jones de Fielding, pues estimaba que Richardson superaba a Fielding en la capacidad para retratar a los personajes y profundizar en sus psicologías. De Clarissa, en concreto, decía Johnson que era «no sólo la primera novela, sino tal vez la primera obra de nuestra lengua, espléndida en lo tocante al genio, y calculada para promover los intereses más queridos de la religión y la virtud»13. También eminentes escritores franceses, como Diderot, Madame de Staël y Rousseau leyeron la novela en inglés y supieron apreciar sus méritos, hasta el punto de que, como escribió Diderot en un famoso «Elogio de Richardson», si se hubiera visto obligado a vender todos sus libros, tan sólo se habría quedado con Richardson junto a Moisés, Homero, Eurípides y Sófocles, a los que leería una y otra vez, tal era su admiración por el escritor inglés14.

A pesar de la extensión de la novela y del esfuerzo que sin duda debió suponer para Richardson su composición y publicación, inmediatamente después de ver la luz comenzó la revisión, de tal manera que en los años siguientes continuó reescribiéndola (como hacía también con Pamela, tal como veremos más adelante). Se publicaron en 1751 dos nuevas ediciones (con cambios respecto a la primera), una cuarta en 1759, y aún siguió corrigiendo hasta su muerte en 1761. Pero al mismo tiempo que procedía con las revisiones y reediciones de Pamela y Clarissa se embarcó ya en el proyecto y redacción de su siguiente novela, también de estilo epistolar, que se llamaría The History of Sir Charles Grandison (La historia de Sir Charles Grandison), que vería la luz entre 1753 y 1754, editada asimismo en entregas sucesivas.

Esta vez Richardson dedica la máxima atención a un personaje masculino, en contraste con sus dos novelas anteriores, y en respuesta posiblemente al Tom Jones