Pandemia - Ignacio Martín Lui - E-Book

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Ignacio Martín Lui

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Beschreibung

IGNACIO MARTÍN LUI (Guillermo Antonio Fernández). Oriundo de Goya (Corrientes, Argentina) nació el 17 de agosto de 1961. Vivió y cursó gran parte de sus estudios en la provincia de Bs. As. Desde el año 1993 reside junto a su familia en Fiambalá, Catamarca. Como ex oficial de Gendarmería Nacional recorrió la Argentina desde muy joven, llegando a conocer en profundidad la diversidad geográfica y social de la misma, reflejada recurrentemente en sus obras. Cursó Lengua, Literatura y Latín en Santa Lucía (Corrientes), es profesor e investigador de Historia y ejerció la docencia secundaria y terciaria en Fiambalá. Desde 2007 lo hace en la zona de Ingeniero Juárez, provincia de Formosa, como docente de agrotécnica, en cuyo tupido ámbito natural fortalecería notablemente su vocación de escritor. Entre sus obras: Cuentos de Ayer, Hoy y Siempre (1998); Oíd Mortales (2010), Cuentos de la tierra brava (2009), Estrellas en el río (2016), El aullido de la muerte (2018) y Arrivederci (2020). Ha obtenido diversos reconocimientos a nivel nacional e internacional, siendo actualmente un referente de la literatura regional argentina.

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Seitenzahl: 95

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Ignacio Martín Lui

Pandemia

Ignacio Martín LuiPandemia / Ignacio Martín Lui. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3378-4

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

LOS DÍAS DE ASMODEOS Y NAOMI

ESTAMOS EN PANDEMIA, VIO

LOS QUERUBINES

EL CAÑÓN DEL INDIO (La leyenda)

LA VIUDA NEGRA

TERMAS DE FIAMBALÁ (La leyenda)“Q´uñiyaku fiambalaos”

EL HOMBRE CABRA

LAS DUNAS MÁGICAS DE SAUJIL (Leyenda)

NO LO NOMBRES

QOJODOT

PUESTO “EL CATRE”

A Mónica Graciela, amada esposa y compañera en la literatura y la vida; a mis hijos, Martín Gabriel, José Ignacio y Luisa Guillermina y por supuesto, a Francesca Avril, entrañable nieta, rocío de cada día de mi vida.

A Luisa Manuela, admirable y dedicada madre siempre.

A mis entrañables amigos y camaradas de la célebre Promoción 40 de La Esc. de Gendarmería Nacional Argentina “GRAL DON MARTÍN MIGUEL DE GÜEMES”

A la memoria de mi amigo y hermano, Ramón Antonio “Tuni” Quiroga, leal compañero de aventuras y quimeras.

A Fiambalá, Catamarca, donde atesoro los mejores amaneceres cordilleranos, con el hogar familiar, montañas y fragantes viñas.

A Ingeniero Juárez y Sombrero Negro, en la provincia de Formosa, cunas de entrañables amigos.

LOS DÍAS DE ASMODEOS Y NAOMI

El tiempo ha transcurrido, ciertamente, aunque no lo suficiente como para que aún no se recuerde tan insólito suceso…

El demonio de quien voy a contarles abríase llamado Asmodeos, cruel y despiadado, como ninguno. Aseguran que nadie deseaba rozarse con él; ni los otros demonios, sus feroces hermanos; ni siquiera el progenitor de todos: Lucifer.

¡Pobres las almas que deambulaban en el purgatorio…! Porque las mazmorras, antesala de la condena eterna, recibían el más espantoso de los suplicios cuando Asmodeos en persona removía las heridas con el tridente al rojo vivo. ¡Cómo serían de espeluznantes los gritos y el rechinar de dientes que estremecían hasta a Can Cerbero, el impiadoso celador del Hades, cuyas tres cabezas y cola de serpiente se removían impresionadas!

Se sabe también que, por entonces y no lejos de allí, los ángeles blancos conocidos también como “los misericordiosos” solían cruzarse con los demonios en las temerarias incursiones a la tierra, sin haber llegado jamás al contacto directo. Hasta aquel día, claro. Pues Naomi, el intrépido ángel dueño de la extraordinaria virtud que le permitía conocer los destinos de cada individuo, sería quien llegaría a quedar frente a frente con el ponderado demonio.

“Tan bello era aquel ángel, —perpetuarían los memoriosos — como bello lo que hacía con los desahuciados”.

Un día de esos, un lunes, un jueves, cualquier día, en que Asmodeos aguardase al pie de la cama de un paciente grave y apoyaba impaciente el tridente contra el respaldo, hubo de producirse lo inesperado…

Asmodeos jamás revelaría por qué esa mañana la saludaría con gentileza; gentileza que ella supo retribuir con la más, hermosa y espléndida, sonrisa. Juran que en aquellos momentos hasta las lamparitas del hospital chispearon mientras los pasillos se cubrían de música de trompetas. Pero no de las trompetas del fin de los tiempos, vieron, de esas que pondrían los pelos de puntas a cualquiera, ¡no, de ésas no!, sino de alegría, de esperanza y el rocío eterno que sólo pueden despertar los buenos pensamientos de las almas buenas.

Juana, la antigua enfermera de turno del hospital aquel día, en el mayor de los sigilos, fue quien revelaría lo que ambos conversaran alrededor del paciente terminal…

¿Qué quieres con este humano, ángel peregrino?, habría sondeado el diantre, dando inicio al diálogo y sin dejar de señalar al enfermo con el tridente. Juana apuntó que echaba chispas por los ojos tras exponer muy serio: –A este hombrecito muchos favores le he brindado y debe pagármelos con su alma.

¡Respetado demonio!, –sostienen que indicó Naomi, consciente de la irascibilidad del intruso; la tirria podía leerse en los gruesos y escabrosos poros rojizos de su tez. Y, dominando apenas el temblor en los labios, ella, un alfeñique traslúcido frente a tamaña bestia, cual insignificante soplo de brisa ante el tornado que devasta vidas y ciudades en segundos, proseguiría:

—Tú, indudablemente, tienes demasiados condenados para llevar al purgatorio, ¿verdad, demonio?

—¡Ciertamente, ángel! ¿Y con eso?, respondería el aludido con brusquedad, tras advertir que el emisario de luz se santiguaba cada vez que le dirigía la palabra. Al demonio nada le parecía más gracioso y ridículo y no disimuló la carcajada. El ángel no replicó, al contrario…

—Sé qué es raro para ti, pero te pido que me dejes consolar a este desventurado. El demonio la oía sin mirarle al rostro, gruñendo o algo así, fastidioso.

—¿Para qué quieres salvar el alma de un descarriado? ¡A mí nadie me contradice, te aclaro!, inquiriría de repente Asmodeos con su voz de trueno, discurriendo en que nunca jamás ángel alguno habíase atrevido a tanto y desde tan cerca. Por atrevida le comería crudo el corazón antes de apropiarse de su alma.

“¿Qué demonio ignora que el corazón de los ángeles saben a ciruelas y manzanas frescas, siendo su plato preferido?”

—Tal vez lo salve, señalaría Naomi, con aparente ingenuidad, consciente no obstante del lóbrego pensamiento que el hijo de Satanás abrigaba hacia ella.

¡Ángel, no dejas de sorprenderme, en verdad debo reconocer tu valentía!, rotularía Asmodeos, con los ojos entrecerrados.

Sería la enfermera quien aseguró que la fragancia a rosas y jazmines en aquellos tensos momentos, envolvería el ambiente, para apartar de un plumazo el mordaz tufo a azufre que acompañara al demontre.

—¡Demonio!; éste hombre se ha arrepentido de sus pecados. –hubo de sentenciar de pronto Naomi y con asombrosa firmeza, previo a agregar: — ¡Jesús le ha perdonado, sabes!

¡Jesús le ha perdonado! ¡Ahh!, claro, claro, viva La Pepa, Pancho, Moncho y también Doña Pancha con la chancha!, respondería el oyente en tono jocoso. La burla irrumpió, falaz y violenta, ante los delicados oídos de Naomi. –¿Y la deuda para conmigo, ángel?, reclamaría Asmodeos al tiempo en que enarbolaba el tridente de los seis ojos encarnados que se removían enloquecidos a sus pies, y hacía rechinar otros seis espantosos dientes puntiagudos con seis orificios sombríos. A través de aquellos podía observarse la tortura a los condenados, con Can Cerbero de centinela.

—¡Qué fácil la hace tu señor Jesucristo, diría la enfermera que expuso el demonio –que un mortal puede vivir metiendo la pata la vida entera y al filo de la muerte, corrompido hasta la médula, ¡zas!, se arrepiente y gana al instante un pasaje al paraíso! Dime entonces, ángel, ante el supuesto de que te deje salvarlo, ¿quién pagará su deuda ante nosotros, los ángeles negros, los tristes, los muertos, los desterrados, los sin alma y que mucho velamos porque en vida a los humanos jamás les falte lujuria, dinero y todo lo que les venga en gana. ¿Acaso me darás tu alma a cambio, hermoso y solidario ángel? ¿Estás dispuesta a tal sacrificio, al punto de entregarme tu vida, tu risa y la preciada virtud que ostentas, sin hablar del alma que te impulsa? Este malandrín fue quien requirió de mis servicios cierta noche de libertinaje; casi lo destripan por una deuda de juego y otras patrañas abominables que, de sólo oírlas, herirían tus delicados oídos. Si crees que miento, mira…

Juana, la enfermera, sin poder dar crédito a lo que oyera, aseguró que ni bien hubo de concluir el demonio, extendería ante los azulinos ojos de Naomi una libretita de fuego en la que registraba puntillosamente cada favor a los humanos, con fotos, anotaciones y videos. Ella lo miraría fijo, tan fijo, que él debió bajar la mirada.

—¡Asmodeos, Asmodeos!: ¡Mírame a los ojos, quieres! ¡Mírame y escucha, por favor! Guarda esa libretita de fuego, ¿quieres? ¿Qué tienes que perder? A cambio de la concesión, conocerás algo mejor.

–¿Algo mejor, fru fru fri fri, qué es eso que intenta ablandar mi corazón?

¿No sabes acaso lo que es el amor, implacable demonio, señor de la tristeza y amo de la muerte?, intervendría Naomi, sonriente y con pasmosa impavidez (El interpelado no dejaba de gruñir y escupir fuego a un costado, deliberando en si acaso la hermosa dama no le estaba tomando de las cerdas de chancho de su cabeza, para después envolverlo y encerrarlo en el paraíso, donde decían que había un millar de demonios enjaulados)

—No, no lo sé, respondería, finalmente el príncipe. Su hosca voz sonó a desconcierto y curiosidad en la blanca habitación, mientras las flores acariciaban sus patas de cabra y el rocío de primavera le humedecía los resecos ojos.

—¿Acaso desconoces, Asmodeos, lo qué se siente cuando el corazón está henchido de esperanzas?, arremetió Naomi,

—¡Já, já! ¿Esperanzas? Pero qué de sandeces dices, mujer, respondería el príncipe del averno –Eso no es para mí, te lo aclaro, no olvidéis quién soy ni lo que hago, soy el heredero y la maldad y el dolor, te aclaro, son mi mayor consuelo.

El enfermo, ajeno a todo, continuaba en coma sin mover un solo músculo, con la piel adherida a los huesos del rostro; un cadáver reflejaría más vida en el semblante.

Naomi tornaría a la carga:

—¿Sabes, insigne custodio del tártaro, qué de bellos pensamientos logran abrazarnos por el solo hecho de hallarnos enamorados? Deberías averiguarlo y comprobar la miel en los labios.

¿Amor, miel en los labios, Pero, ¿qué dices, mi ángel?, suena tan raro todo eso. ¿Qué puedo saber yo de lo que desconcierta a los mortales y les roba hasta la prudencia? ¿Qué puedo saber yo de causas que han hecho alzar imperios así como los ha demolido de la noche a la mañana, a sangre y fuego, cercenando linajes, cabezas, países y etnias? Sin embargo, reconozco la esencia del sacrificio; exquisito almizcle, por cierto, que brota en el alma de quien lo entrega todo y muchas veces, a cambio de nada. Sin embargo, yo, Asmodeos, un sin alma, fruto primario del gran padre púrpura, hijo de la muerte y el sufrimiento perenne, sólo sé de energía oscura y olores pestilentes, de gritos de espanto y desesperación, de agonía y locuras, y guerras infames también, cosas que, te repito, me encantan y llenan de espantosa alegría. Sólo eso me hace feliz, ángel, tu belleza me hiere como un cuchillo a mi espíritu oscuro. Te lo digo porque por ahí me conmueves, qué sé yo, no sé por qué.

Al oírlo Naomi se aterraba conteniendo apenas el temblor. En los perpetuos minutos en que cada sílaba que soltaba el demonio reflejaba su labor infernal, hasta el corazón de Naomi se sobresaltaría para dificultarle la respiración. Ella pensó lo peor, las fuerzas le flaqueaban. En el desconcierto fue Asmodeos quien la sostuvo en vilo, con extremo cuidado, para examinar cuantiosos segundos el rostro aterciopelado y traslúcido del ángel, en tanto la resplandeciente cabellera se derrumbaba en cascadas, tersando las piernas de tan feroz demonio. Segundos después Naomi abrió los ojos, boquiabierta.

—Te confieso (¡No sé por qué te digo esto, mujer, me siento raro hoy!), habría de soplarle al oído, el príncipe. Era Naomi quien en esos instantes no entendería.

—¡Dime, Asmodeos!, expuso el ángel, aún entre sus brazos, con el cuerpo trepidante.

—Ahora que lo pienso, agregaría el nombrado, –te digo queme gustaría experimentar emociones nuevas, algo diferente, ¿por qué no?, después de todo soy eterno y no me afecta si pierdo un año, un siglo o un milenio...

“¿Qué tenía aquel espíritu angelical, cuyos labios parecían fascinar el alma, helada y vacía, de un demonio como Asmodeos, ejecutor de irreproducibles tormentos en el universo entero?”

Lo cierto fue que, el primogénito del tártaro, habría de devolverle la sonrisa, a su manera, claro, porque los demonios no saben reír. (“¡Qué extraño habrá sido todo aquello, imagine usted, porque yo ya he sobrepasado cualquier intento